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Odio a Maradona con pasión

Lo dijo el inglés Terry Butcher, todavía con la espina clavada por los goles de Diego en el Mundial 86.

Más de veintidós años después, Terry Butcher, aquel inglés humillado por Diego Maradona en el estadio Azteca, sigue hablando de ese día en el que tuvo que sufrir en carne propia la Mano de Dios y luego, el mejor gol en la historia de los mundiales. "Odio a Maradona con pasión", confesó, y dejó en claro que el fantasma del Diez todavía lo persigue. En una charla por chat con los lectores de la revista Four Four Two, el ahora ayudante técnico de la selección escocesa se despachó con todo.

En la conversación, reproducida por la agencia DPA, Butcher afirmó: "La mano de Dios fue una cosa rara. Estaba más enojado por el segundo por la manera en que me batió. A todo el resto de los jugadores los superó una sola vez, pero a mí me batió dos. Pequeño bastardo". Ese parece ser su trauma, que todavía genera que todos le pregunten por Maradona. Además, él ahora vive en Escocia, un lugar donde a Diego lo aman. "Claro que lo aman aquí en Escocia, lo tengo sobre mi cuello casi todos los días", confesó.

Esa locura por Maradona quedó reflejada el día que debutó como técnico de la Selección, en octubre del año pasado. Ahí, otra vez Butcher lo cruzó al Diez con declaraciones y sostuvo que no lo iba a saludar en la cancha. Y Maradona contestó, con esa viveza que lo caracteriza para dejar frases para la eternidad: "¿Quién es Butcher?".

(Clarin, 22/01/09. Imagen: 1986, Estadio Azteca, Diego festeja, Butcher en el piso, desconsolado)



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Fidel, Diego y Carlitos

Por Daniel Das Neves (*), 01/11/05

Entrevista de Diego Maradona con Fidel Castro

"Si yo fuera el presidente de EE UU no iría a la Cumbre"

ANC-UTPBA) Las cosas no pasan porque pasan. Esa demostración de afecto, agradecimiento y de orgullo por estar al lado de quien estaba, brotaban de un Diego feliz, con una sonrisa que desbordaba la geografía de la cara frente a millones de personas que escuchaban que él había estado con "el más grande de todos", un Fidel que cubrió de ternura ese encuentro en La Habana, sin poder ocultar el asombro por ser destinatario de un reconocimiento cuya medida sólo es comparable con lo que significa el propio Diego.

No se trató de un show televisivo que permitiera consolidar la supremacía de una serie de programas que concluyen el próximo lunes, aunque para muchos –incluso para parte, seguramente, de quienes lo pensaron y ejecutaron- lo haya sido, imbuídos visceralmente de la lógica mediática que los desvive. No se trató, tampoco, de una pieza periodística tradicional, que se preste a ser analizada en esos términos: es más, ya se escucharán algunas voces de supuesto rigor profesional descalificar lo visto porque Diego fue complaciente, explicitó su admiración y porque tres de cada dos palabra fueron elogios.



El gol del siglo y el relato de Víctor Hugo Morales. Fue en el estadio Azteca de la capital mexicana, el seleccionado nacional vence a su par inglés por 2 a 1 y se clasifica para las semifinales del Mundial de Fútbol México ´86. Diego Maradona con la ya legendaria “mano de Dios” señaló el primer gol a los 51 minutos, y cuatro más tarde, en una jugada inolvidable que arrancó en el medio campo y dejó en el camino a seis ingleses, señaló el tanto considerado hasta el presente como el mejor gol de la historia de los Mundiales. Gary Lineker descontó para los ingleses a los 81minutos.

Y desde la ignorancia, la intencionalidad política o una arrogancia herida por no haber sido el interlocutor frente a Fidel, se hablará de oportunismo compartido entre ambos, aunque con motivos diversos.

Las cosas no pasan porque pasan y muchas veces no pasan por lo que se dice que pasan. Sucede que hay ciertas realidades que duelen, porque se salen de cuadro: no puede ser que el más grande, el más querido, el ídolo, el que fue y volvió del abismo sea la expresión de semejante felicidad –a la que pone palabras contundentes que respaldan la forma de vida y el sistema que eligieron Fidel junto 11 millones de cubanos- que en palabras sencillas se depositaba en ese emblema del anticapitalismo.

Entonces, reaparecerá el Diego contradictorio, que no deja de ser simpático pero que se colocará en el centro de las críticas –sutiles y no tanto-, que apelarán a archivos generosos que amortiguarán el impacto de un Diego sacudiendo esa realidad que el poder de los poderosos naturaliza. Aún sabiendo que Diego no se haya propuesto para encabezar ninguna revolución en el país.

Fidel y Diego estaban juntos por otras cosas que dinamitan cualquier miserable especulación. Es que ese hallazgo periodístico –si se quiere- que Diego se permitió es consecuencia de una relación que tiene un punto de partida, que va más allá de La Noche del Diez, y que tuvo varias paradas intermedias a lo largo del tiempo, hoy convertido en un pequeño tramo de una historia.

Se estaba por cumplir un año de la consagración de Argentina –y de Diego- en el Mundial de México cuando los cubanos decidieron premiarlo como el mejor deportista de 1986. Entonces un periodista argentino se encargó de invitarlo y el sí del Diego fue ratificado por quien tuvo la última palabra, Claudia. No eran épocas de un sí fácil para visitar Cuba y menos aún para el que ya era el deportista más famoso del mundo.

Ya en la isla, y disfrutando de una tarde en Varadero, llegó el llamado: había que trasladarse de urgencia a La Habana, porque el Comandante Fidel Castro los iba a recibir. Y hacia allí partió toda la comitiva –que junto a Diego y Claudia integraban doña Tota, una Dalma de apenas cuatro meses y el preparador físico Fernando Signorini- para arrancar a las 23.40 del 28 de julio de 1987 el primer encuentro, que concluiría pasadas las 3 de la mañana del miércoles 29. 

Para el periodista que compartió toda la charla –en su condición de tal pero también en su rol de invalorable puente- había quedado la convicción que se trataba de sólo un primer contacto, con señales claras de respeto y admiración, donde las dosis de afecto empezaban a expresarse. Es que la calidez del clima ganó tanto a todos los presentes que cuando la pequeña Dalma decidió comer, Claudia resolvió no aceptar una invitación de Fidel para trasladarse a otra sala y sacó su pecho para que mientras su hija se alimentaba ella no se perdiera nada de lo que allí sucedía.


Diego Maradona y Lionel Messi, Gazzetta dello Sport 20/12/12

Y Diego, Rey futbolístico en ejercicio, le dijo esa madrugada de julio del 87 al periodista, sin millones de personas como testigos, que acababa de estar con alguien "que es una enciclopedia. Verlo fue tocar el cielo con las manos. Que banos se queden tranquilos porque lo tienen. Es una bestia que sabe de todo, con una convicción que explica cómo pudo hacer lo que hizo con 12 hombres y tres fusiles. Ya le dije que cuando tenga un rato libre me llame para charlar. Yo me invité solo".

Sin saber que al mismo tiempo Fidel le decía a sus colaboradores: "me gusta ese chico, es humilde, sabe muy bien de donde viene. Va a ser lindo tenerlo otra vez por acá".

Carlos Bonelli, el periodista del que hablamos, trabajó en El Gráfico, Estadio, La Razón, fue Jefe de Deportes del diario Sur, director de la revista El Clásico, corresponsal en Europa del diario deportivo Olé, coautor del libro "Raúl, el futuro", una biografía que anticipaba lo que sería la trayectoria del jugador del Real Madrid cuando este tenía apenas 19 años. Admirador integral de Diego, profesional de lujo, amigo de la Revolución cubana, Bonelli concretó su deseo convencido que era apenas el inicio de una relación Fidel-Diego que perduraría con el tiempo. Y no se cansó de decirlo. Convencido como sólo él se convence.

Hoy, cuando millones fueron testigos de una relación tan vital y conmovedora –donde el gesto de Fidel golpeándose la frente con su mano de largos dedos cuando Diego le mostraba orgulloso el rostro del Comandante tatuado en la pierna izquierda fue, tal vez, el momento más sublime-, que no da lugar a miradas irónicas, burlonas ni descalificadotas, vale tener en cuenta que las cosas no pasan porque pasan. Y vale recordar esa actitud de Carlos Bonelli, impedido de desarrollar su profesión desde el 13 de octubre de 1996 a raíz de un grave accidente automovilístico, sobre todo porque se concibió desde el desinterés individual, el compromiso profesional y la solidaridad generosa que no escatima recursos a la hora de aportar en la búsqueda de un hombre mejor, de no equivocarse acerca de quien es el enemigo de la humanidad y de quienes contribuyen, desde el lugar que sea, a hacer más digna la vida.

"Fidel y Diego. Castro y Maradona –decía Bonelli en el final de la nota que realizó con motivo de aquel primer encuentro- quedan para la historia. Claro que en distintos tomos..."

Si, Carlitos Bonelli tenía razón. Sólo que ahora parece que hay capítulos de un nuevo tomo que los tiende a juntar.

Continuará, ¿no Carlitos? (ANC-UTPBA).

(*) Periodista, secretario general de la UTPBA.


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Entrevista de Diego Maradona con Fidel Castro

(CEBOLLITA. En 1973 Diego Maradona participó en los Campeonatos Evita organizados por el gobierno de Héctor Cámpora)

Buenos Aires, 1 de noviembre (ANC-UTPBA) "Si yo fuera el presidente de Estados Unidos no iría a la Cumbre", manifestó el presidente cubano, Fidel Castro, durante la entrevista realizada por Diego Maradona que se emitió en el programa "La Noche del 10" en relación a la masiva resistencia por parte de la gente a la presencia de George W. Bush en la Cumbre de las Américas.

El líder de la revolución cubana agregó que "es mejor que (Bush) busque un pretexto y no vaya. El ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas, que impulsan los EE. UU.) está muerto y enterrado".

Maradona le anticipó a Fidel su participación en la marcha en repudio a la presencia de Bush en Argentina, a lo que el líder cubano lo felicitó y le recordó "la capacidad para multiplicar" que el ex futbolista tiene cada vez que realiza una acción pública.

En relación a la ausencia de Cuba de la Cumbre de presidentes debido a que no fue invitada, el mandatario señaló que "por una cuestión de dignidad elemental no iríamos a la Cumbre de

Presidentes, ni volveremos a la OEA (Organización de Estados Americanos)", y recordó la complacencia que esta organización tuvo ante los regímenes dictatoriales que castigaron, violando todo tipo de derechos humanos, a América Latina.

En el reportaje, que se realizó la semana pasada en La Habana, Castro recordó la organización y la lucha del pueblo cubano que luego culminó con el derrocamiento del dictador Fulgencio Batista, los numerosos atentados pergeñados en su contra, recordó la figura de Ernesto "Che" Guevara, y también la primera vez que Maradona estuvo en la Isla, en 1987, junto a su preparador físico, Fernando Signorini y al periodista Carlos Bonelli, por entonces miembro de la UTPBA.

"Me han matado tantas veces que el día que me muera no lo van a poder creer", bromeó Castro en referencia a las especulaciones que siempre se hacen respecto de su salud y a las "600 veces" que han intentado matarlo, "de las cuales por lo menos 10, y está demostrado, han sido planeadas por la CIA" (ANC-UTPBA).
 


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El Tren del Alba

La intimidad de la travesía en El Marplatense, donde estuvieron juntos Maradona, Kusturica, Evo Morales y una larga lista de personalidades para repudiar a Bush.

Por Sandra Russo

Ilustración: El Tomi.

"Hoy el tipo llegó y saludó con la mano... ¡y no había nadie! Bush es el hombre que saluda a la nada." Lo dice él, el hombre que con la mano hizo un gol, y que cuando saluda escucha siempre lo mismo: "Diegooo, Diegooo", aunque su audiencia sea una nutridísima conferencia de prensa en la Sala de Jefatura de la estación Constitución, aunque sea un jueves a las once y media de la noche, aunque esté rodeado de hombres como Evo Morales o Emir Kusturica, aunque la partida del Tren del Alba se esté retrasando porque no había manera de hacerlo entrar a la conferencia de prensa sin que el entusiasmo que él provoca lo sepultara bajo una avalancha de cámaras y cables. A Maradona lo excede lo que él mismo provoca, opaca absolutamente a todo lo que lo rodea, genera un amor packman que se devora hasta sus buenas intenciones, pero eso no le impide que las tenga. Declara "querer profundamente" a Fidel Castro, y cuando habla de Bush deja entrever, más que una convicción ideológica, una especie de herida personal sublimada y fundida con sus orígenes y sus sentimientos argentinos y latinoamericanos: "Nos desprecia. Es una basura humana. Estoy acá para defender la dignidad argentina. Que sepa que no lo necesitamos, que no le damos la bienvenida, que no lo queremos". Cuando termina de hablar, se escucha, por parte de personalidades, periodistas, camarógrafos y fotógrafos: "Diegooo, Diegooo".

Los cinco vagones plateados de El Marplatense están a tope. El tren es una belleza. Cortinas de pana, asientos radiantes, baños impecables, bandejitas con sándwiches de miga, bebidas sin alcohol de cortesía. El diputado Miguel Bonasso, artífice de esta iniciativa; el director y músico Emir Kusturica, el líder boliviano Evo Morales y el astro Maradona viajan en el último vagón, que permanece cerrado a la prensa. La lista de personalidades que viajan en el tren es larga, pero uno puede ir confeccionándola a medida que lo recorre. Víctor Heredia, Tristán Bauer, Mirta Busnelli, Leonor Manso, Juanse, el padre Farinello, Luis D’Elía, Ariel Basteiro, Oscar Martínez, María Ibarreta, Teresa Parodi, Enrique Oteiza, Gustavo López, María Elena Naddeo, Félix Schuster, todos andan por ahí, sentados o haciendo equilibrio entre los infinitos cables que desenrollan los camarógrafos de, se diría, mil canales.

Acompañados en la madrugada

–Te dije que era el que se bajaba del Honda cuando llegamos –le dice un iluminador a un camarógrafo.
–¡No! ¡Qué va a ser ése! ¡Si lo recibieron tres bomberos!
–¡Es ése, boludo! ¡Lo teníamos para nosotros solos y no lo hicimos!

El que se había bajado del Honda era Evo Morales, que ahora en el tren es una figurita que se cotiza.

Un equipo de Canal 7 lo apalabró para que venga al coche-comedor a hacer la nota, pero Evo viene desde el último vagón y, en el camino, lo interceptan otros equipos y hace más de una hora que no se puede ni ir ni venir de ninguna parte. No se puede ni ir al baño, porque de un lado lo están atajando a Morales, y del otro está dando notas Miguel Bonasso.

–La presencia de Diego Maradona cambia la escena. Le da masividad y calidad a esto. No es una iniciativa de un partido, ni de una fracción. Estamos pensando en serio en una Patria Grande –dice Miguel Bonasso, transpirado pero a todas luces feliz de esto que ya dejó de ser una idea y es efectivamente un tren en marcha.
–Yo no estoy acá porque venga Maradona. Iba a venir igual. Ni siquiera estoy acá para repudiar a George Bush –dice por su parte Oscar Martínez–, porque me parece que lo que yo repudio excede a su persona. En los años ’70 no estaba Bush, pero sí existía el imperialismo norteamericano. Estoy acá para repudiar eso que viene pasando desde hace décadas. Ese sojuzgamiento. Esa indignidad que implica el imperialismo norteamericano para nuestros países. Y hay que estar alerta, porque si no pueden con toda la región van a ir tentando a uno por uno. Hoy mismo Uruguay, que tiene un gobierno supuestamente progresista, firmó un convenio bilateral con Estados Unidos. Entonces no al ALCA, pero no también a esos acuerdos.
–Ahora se puede armar algo lindo –dice Luis D’Elía–, con Kirchner, con Chávez, con Lula, con Evo... Es una nueva oportunidad y hay que aprovecharla, no hay que asustarse, hay que organizarse. Les contestamos con esto, con alegría, con Diego, que es la alegría.

Pero Diego, ¿dónde está?, preguntan todos. Al rato, como a las dos de la mañana, los miembros de la organización, para tranquilizar al pasaje de los últimos vagones, casi todos periodistas, pasan primero pidiendo y después suplicando que todo el mundo se siente para que Diego, Bonasso, Kusturica y Morales hagan una recorrida por los pasillos. Finalmente, triunfa el raciocinio entre los perros de presa que ya advirtieron que nadie obtendrá un resultado demasiado diferente al de al lado.

San Diego

Estoy en el coche comedor, no sé por qué ni con quién, desde hace mucho, porque el tránsito viene siendo muy poco fluido. El azar me trajo a este asiento, el primero a la izquierda de la puerta. Se escuchan gritos y aplausos del otro lado. Veo la estatura de Bonasso pasar sonriente y explicándole a alguien:

–No, no es el Tren del Alba porque amanece. Es el Tren del Alba por la Alternativa Bolivariana para las Américas. Y de paso, amanece.

Estoy anotando en mi libretita, levanto la cabeza y Diego me sonríe. Se acerca y me da un beso.

–¿Cómo estás? –me pregunta.
–Bien –le digo, un poco trabada.

Y percibo en ese breve instante el escalofrío que recorre el vagón del coche-comedor, con unas cuantas decenas de almas preparando sus mejillas y guardándose las preguntas, porque Diego está cansado y está por irse a dormir, pero antes va a saludar a uno por uno. Nunca fui feligresa de la Iglesia Maradoniana, pero cuando un rato después el fotógrafo me muestra la imagen digital de ese beso, le digo:
–¡Ay, qué lindo! ¿Me la vas a dar?

Me siento estúpida, pero no estoy sola. Una productora de televisión, a mi lado, se frota el brazo con fuerza.

–¿Te duele? –le pregunto.
–No, me lo tocó –me contesta.

Diego se detiene en la mesa en la que Leonor Manso y Mirta Busnelli están tomando café. Las saluda y comparte con ellas sus pensamientos sobre Bush, que giran siempre alrededor de la palabra "dignidad".

–Basta de agacharse. Que lo sepa, que se entere, acá nadie lo quiere, que no salude a los no lo saludan, que no venga a tratarnos como a súbditos, no somos súbditos de él ni de nadie.

Todos a su alrededor asienten. También Kusturica, que no vino a hablar sino a seguirlo a Maradona a sol y a sombra, que lo estudia de cerca y desde sus alturas, como digiriendo al personaje complejo sobre el que está trabajando. Kusturica adhiere a los planteos de Maradona, saluda cordialmente pero no da notas, y aunque él mismo es una estrella cultural con un enorme brillo, permanece todo el viaje adherido a esa otra gran estrella que se encarga de dispensarlo de las declaraciones.

El fotógrafo me muestra después otra imagen: el padre Farinello dando una nota a un periodista que está en el asiento de atrás y, a su lado, alguien roncando. Bueno, así fue este viaje del Tren del Alba. Edgardo Esteban, el autor del libro Iluminados por el fuego, entrevista de madrugada a Juan Cabandié, uno de los nietos recuperados. Juanse, de los Ratones Paranoicos, pasa la noche jugando al truco y hay una cola de candidatos para hacerle de pareja. Hay gente durmiendo en el piso alfombrado y, al lado, gente dando entrevistas en voz baja para no despertar a nadie. Todos hablan más o menos de lo mismo: de hacer algo juntos y de tener orgullo.

Cuando a las seis y media de la mañana el tren llega a Mar del Plata, se escucha lo de siempre: "Diegooo, Diegooo". Son los que están esperando al tren, o mejor dicho: los que lo están esperando a Maradona. El quiere esta vez ser uno más, convocante, útil, generoso. Pero su aura vuelve a excederlo y está claro que es imposible que baje del tren como los demás, y salude y marche como los demás. El amor que le tienen lo puede devorar. Un patrullero debe venir a rescatarlo de ese amor. Y dentro de un rato, en Luro e Independencia, donde se concentrará la marcha hacia el estadio, los organizadores y él mismo llegarán a la misma conclusión. Maradona es mucho, tanto que parece demasiado.

Página/12, 05/10/05

La magia imperdonable

Por Eduardo Galeano

Maradona viene cometiendo desde hace años el pecado de ser el mejor, el delito de denunciar de viva voz las cosas que el poder manda callar y el crimen de jugar con la zurda, lo cual, según el Pequeño Larousse Ilustrado, significa “con la izquierda” y también significa “al contrario de como se debe hacer”.

Maradona nunca había usado estimulantes en vísperas de los partidos, para multiplicarse el cuerpo. Es verdad que estuvo metido en la cocaína, pero se dopaba en las fiestas tristes, para olvidar o ser olvidado, cuando ya estaba acorralado por la gloria y no podía vivir sin la fama que no lo dejaba vivir. Jugaba mejor que nadie a pesar de la cocaína, y no por ella.

Desde que la multitud gritó su nombre por primera vez, cuando él tenía dieciséis años, el peso de su propio personaje le hace crujir la espalda. Este es un hombre que lleva mucho tiempo trabajando de dios en los estadios, sometido a la tiranía del rendimiento sobrehumano, empachado de cortisona y analgésicos y ovaciones: acosado por las exigencias de sus devotos y el odio de sus ofendidos.

El placer de derribar ídolos es directamente proporcional a la necesidad de tenerlos. Hace años, en España, cuando Goicoechea le pegó de atrás y sin la pelota y lo dejó fuera de las canchas por varios meses, no faltaron fanáticos que llevaron en andas al culpable de este homicidio premeditado, y en todo el mundo sobraron gentes que celebraron la caída del insolente sudaca muerto de hambre, intruso en las cumbres, charlatán estrepitoso, fanfarrón y de mal gusto.

Después, en Nápoles, Maradona fue Madonna y San Genaro se convirtió en San Gennarmando. En las calles se vendían imágenes de la divinidad de pantalón corto, iluminada por el halo de la Virgen o envuelta en el manto sagrado del santo que sangra, y también se vendían botellitas con lágrimas de Berlusconi. Hacía sesenta años que el Napoli no ganaba un campeonato, ciudad condenada a las furias del Vesubio y a la derrota eterna en los campos de fútbol; y gracias a Maradona, el sur oscuro pudo vencer al norte blanco que lo despreciaba, copa tras copa, en Italia y en Europa. Cada gol era una revancha de la historia. En Milán odiaban al culpable de tanta afrenta, lo llamaban “jamón con rulos”. No sólo en Milán: en el Mundial del ‘90, la mayoría del público castigaba a Maradona con furiosas silbatinas cada vez que tocaba la pelota, y la derrota argentina ante Alemania fue celebrada como una victoria italiana.

Para entonces ya había quienes le echaban por la ventana muñecos de cera atravesados de alfileres. Y estalló el escándalo de la cocaína, que convirtió a Maradona en Maracoca, y la televisión retransmitió en directo, como si fuera un partido, el ajuste de cuentas: toda Italia vio cómo la policía se llevaba preso al delincuente que se había hecho pasar por héroe. El proceso que lo condenó fue el más rápido de la historia judicial de Nápoles.

Lo mismo ocurrió, más tarde, en Buenos Aires. Detención en vivo y en directo, para deleite de quienes disfrutaron el espectáculo del rey desnudo. “Es un enfermo”, dijeron. Dijeron: “Está acabado”. El mesías convocado para redimir la humillación de los italianos del sur había sido también el vengador de la derrota argentina en la guerra de las Malvinas, mediante un gol tramposo y otro gol fabuloso, que dejó a los ingleses girando como trompos por algunos años; pero a la hora de la caída, Maradona no fue más que un farsante pichicatero y putañero, que había traicionado a los niños y había deshonrado al deporte. Y hasta un fabricante de opinión que el tiempo olvidará en un ratito, para darse el lujo de decir que el inolvidable Maradona le daba lástima. Y lo dieron por muerto.

Los mismos periodistas que lo perseguían con los micrófonos lo acusaban entonces, como ahora, de hablar demasiado. No les faltaba, ni les falta razón; pero eso no era, ni es, lo que no podían ni pueden perdonarle: en realidad, no les gusta lo que dice porque cuando habla Maradona es tan incontrolable como cuando juega.

Este petiso ha tenido y tiene la costumbre de lanzar golpes hacia arriba. En México y en Estados Unidos, en el ’86 y el ’94, ha sido su voz la que más fuerte ha denunciado a la dictadura de la televisión, que ha puesto al fútbol a su servicio y obliga a jugar al mediodía, bajo un sol que derrite las piedras. Ha sido y sigue siendo Maradona el hombre de las preguntas insoportables: el jugador, ¿es el mono del circo? ¿Por qué los jugadores no conocen las cuentas secretas de la FIFA, la todopoderosa multinacional del fútbol? ¿Por qué no pueden saber cuánto dinero producen sus piernas? ¿Por qué nunca los jugadores han sido consultados por la FIFA a la hora de tomar decisiones? ¿Por qué se alteran las reglas del fútbol sin que los jugadores puedan decir ni pío? Joseph Blatter, burócrata del fútbol que jamás ha pateado una pelota, pero anda en limusinas de ocho metros y con chofer negro, se limitó a contestar: “El último astro argentino fue Di Stéfano”.

Maradona resucitó, y estaba siendo otra vez, por lejos, lo mejor de este Mundial. Pero la máquina del poder se la tenía jurada. El le cantaba las cuarenta. Eso tiene su precio, y el precio se cobra al contado y sin descuentos. El propio Maradona regaló la justificación por su tendencia suicida a servirse en bandeja en boca de sus muchos enemigos y esa irresponsabilidad infantil que lo empuja a precipitarse en cuanta trampa se abre en su camino.

Maradona se va. Ya el Mundial no será lo que venía siendo. Nadie se divierte y divierte tanto charlando con la pelota. Nadie da tanta alegría como este mago que baila y vuela y resuelve partidos con un pase imposible o un tiro fulminante. En el frígido fútbol de fin de siglo, que exige ganar y prohíbe gozar, se va el hombre que nos demostraba que la fantasía puede también ser eficaz. Nos hemos quedado todos un poquito más solos.

Página|12, 1° de julio de 1994
 



Tributo al Diego

Por Osvaldo Soriano

Es una bendición de Dios haber visto al jugador y recibir al héroe en el cielo de los hombres. Tener a Diego Maradona con nosotros, poder verlo y gozarlo. Será, supongo, como haber estado en la primera fila escuchando a Gardel. Todo se ilumina, el mundo gira en torno al astro que pisa la pelota, la acaricia, la hace del tamaño que quiere: grande para que la vea Caniggia, chiquita para esconderla hasta que lleguen los otros. Más admirable que nunca por épico, por agigantar el fútbol entero (...)

Esperábamos este partido como si fuera a revelarnos un enigma que éramos incapaces de resolver. Umberto Eco nos llamó voyeurs y depravados sexuales, pero qué importa si ayer Maradona no tenía sexo, a nadie le importaba si el que jugaba era Caniggia o su mujer siempre que nos dejaran mirar por esa ventana indiscreta que es la pantalla. Todos queríamos ver, también Eco que dejó la semiología e hizo un escándalo en el hotel porque no le funcionaba el control de la tele. Sesenta mil aparatos compramos los argentinos en estos días. Algunos, por cábala, respetaban las marcas que tenían en el ochenta y seis, otros tiraban por la ventana los cacharros que emitieron la desdichada final del noventa.

Conozco un tipo que vio salir humo de la caja boba cuando Maradona marcó su gol contra Grecia y en la desesperación le tiró un balde de agua. Le cobraron precio vil por la reparación. Están los tipos que van a mirar a los bares. Solitarios que necesitan apoyo moral, una caña, un whisky, algo que les conjure la angustia. A quién no le pasó alguna vez. Están las parejas que se encierran en los hoteles de paso si les aseguran que entre las porno depravadas dan el partido de la Argentina. Ahí no hay chicos ni abuelos que molesten, nada más que el erotismo de Maradona (...).


Diego Maradona y Guillermo Moreno cantan la Marcha Peronista

La víspera, para tranquilizarnos, apareció de nuevo la invicta sonrisa de Carlos Gardel. Ese sí que sabía cómo morir, cómo irse para estar siempre al lado nuestro. Es gracias a él que los franceses nos reservan ya un lugar en la ciudad de Toulouse para el noventa y ocho, en el último Mundial del milenio. Al cantar el gol de Maradona, Víctor Hugo había exclamado: ¡Está vivo, Gardel está vivo! y le abría a Diego su trono inmortal. Era hoy que el Pelusa iba a empezar a ocuparlo, a sentir en carne propia cómo queman las eternas antorchas de San Martín en la Catedral y deBelgrano en Santo Domingo (...).

Todo eso fantaseábamos mientras salían a la cancha sin imaginarnos que iba a ser tan lindo, tan emocionante. Maradona vuelve a asombrar al mundo: porque remontó la desdicha, la pálida, la mala leche, el cansancio propio y ajeno. Hoy los diarios y las televisiones del mundo están rendidos a sus pies. Pensar que hubo quienes festejaron con champagne el día que anunció su retiro. Menos mal que Diego supo canalizar su rencor, imponerse a la envidia, ganar una apuesta consigo mismo (...)

La fuerza interior de Maradona no tiene parangón en este país. Por eso nos cuesta entenderlo. Y no hablo sólo de fútbol. Sabe que la antorcha se gana con genio pero sobre todo con esfuerzo: ahora sí, grande, tormentoso, imponente, se convierte en un ejemplo de vida: las que pasó y cómo llegó a imponerse a sí mismo, sólo él lo sabe. Y es posible que nunca pueda explicarlo. Maradona supo que algunos habían brindado por su caída y eso en lugar de matarlo lo resucitó. En tiempos de minimalismo y hombres mediocres, parece una leyenda, el personaje de un cuento de hadas, tiene el aire del tipo que cree en la gesta y el amor a una causa.

Página/12, 26/06/94


Diego, que Dios te lo pague

Por Osvaldo Soriano

¡Qué ansiedad, Dios mío! ¡Los nervios de punta y un cosquilleo en la planta de los pies!. Un nudo en el estómago. A esta altura la gente se conformaba con el cero a cero, pero por fortuna apareció el bueno de Tobin y la metió en su propio arco al desviar un centro de Batistuta. El primer tiempo, mientras Maradona estaba intacto, pintaba para lujos y goleada; después, con el cansancio llegaron los sofocones tan temidos. Menos mal que Diego se portó como si el que estuviera en la cancha fuera su propio monumento. La llevaba atada, la escondía y la mostraba para embelesar australianos y exigir argentinos. Para que alguien la llevara hacia el arco. El primer tiempo era la fiesta de Maradona y el estremecimiento para los que esperábamos que Batistuta y Balbo se llevaran el mundo por delante. Pero no: los dos delanteros y Ruggeri se perdieron goles de los que no se perdonan ni en un picado. Y después el arquero australiano ya se agrandó y parecía como si Islas, harto de esperar una oportunidad con Basile, hubiera entrado a jugar por Australia.

Estaban mejor parados que allá en Sidney pero pasaba lo de siempre: agujeros negros en la defensa, porque Ruggeri no siempre llegaba y Vázquez se salía de la vaina por irse arriba. Redondo empezó bien en el medio pero después desapareció, se fue al cine o a ver el partido por la tele. Pérez había empezado sin saber dónde pararse porque la inercia lo empujaba a la derecha. Pero cuando Redondo se fue a mirar el partido por la tele, Perico decidió ocupar el medio, todo roto como estaba por los pisotones y los golpes. Entonces Argentina empezó a apretar. Frente al arco Ruggeri cabeceó mal, Balbo demoró más en conectar los pases que le ponía Diego que Encotel en entregar las cartas. Y lo de Diego era eso: cartas de amor ansioso, ecuaciones de genio chiflado. ¡Qué cosas hace todavía con la pelota!. ¡Cómo pesa su presencia ahí donde otros hacen nada más que lo grosero!. A decir verdad hubo un momento en que daba pena que a su alrededor no estuvieran Gimnasia de Jujuy o Douglas Haig de Pergamino para liquidar el partido de una vez por todas.

El gol llegó de carambola, cuando hacía rato que los nuestros merecían el pasaje a Estados Unidos. Se habían perdido todas la oportunidades que creó el viejo coloso de Villa Fiorito. Entonces todo cambió: el equipo retrocedió para atrincherarse. Basile lo puso a Zapata y de a ratos Redondo dejaba el televisor y corría alrededor de los más sudorosos. Entre tanto, lo de Mac Allister tomaba visos de epopeya potreril: pelota que encontraba, pelota que reventaba fuerte y algo: imagen perfecta de un equipo desesperado que luchaba contra sus propios fantasmas. No bien los otros defensores advirtieron que Mac Allister se llevaba la gloria tirando cañonazos al cielo, decidieron imitarlo y ¡pum!, Vázquez, ¡pum! Ruggeri, ¡pum! Simeone. ¡La hora referí!.
Eso no le quita méritos a los muchachos: esta vez al menos sabían que no podían fracasar. El triunfo fue de Maradona, talento y ganas, y de Mac Allister, furia y sudor; aunque hubo soponcios que agitaron la noche de todos los argentinos: esa pelota que cruzó el área, a contrapelo de la tardía llegada de Ruggeri y Chamot, con Goycochea tropezando y Mac Allister que llegó a tiempo y la mandó al cielo de los chambones, pero cielo al fin. La gente esperaba el final. Nadie pensaba ya en la goleada que se insinuó en el primer tiempo. Zapata empezó a poner precisión y llevar calma a los más desordenados. Como Chamot, que ya casi perdió el habla y jugó, como en Sidney, un partido aparte, de quintita bien cuidada.

Hubo de todo. Hasta el referí de Dinamarca sonreía, aliviado, porque si Argentina quedaba fuera de Estados Unidos iba a ser el mundial de los presos. Sobre le final, cuando un pelotazo cruzado lamió el palo de Goycochea, hubo toda clase de desmayos. Pero ya estaba todo dicho y la historia no tendría más sobresaltos: Diego Armando Maradona le devolvió la sonrisa a una Argentina que ya se estaba desconociendo a sí misma.

Saludos y respetos, muchachos, señores del fútbol. Ahora hay que formar un equipo para ir a Estados Unidos.


Transi

Por Guillermo Saccomano

Cuando Transi ve a Diego piensa en la yarará. Transi tiene doce años. Le pusieron Tránsito, por Cocomarola, pero acá, en la capital, le dicen Transi, por lo transero. Acá, en la capital, para mantenerse a flote, como los camalotes que veía bogar en el río desde el orfanato cerca del Paraná, hay que transar. Por Transi lo conocen en Corrientes y Florida, donde abre y cierra las puertas de los taxis por monedas. Transi, también le dicen los putos de Lavalle, Santa Fe y Marcelo T., cuando busca ganarse unos pesos más. Con los putos se gana más, pero conviene andar con cuidado, piensa Transi. A su manera, Transi es un solitario y no confía en nadie, ni siquiera en los pibes de su banda, en la que se ganó el respeto a las piñas y con una sevillana, sin importarle que le rompieran el tabique.

Cuando por las noches, reflejado en una vidriera, Transi se mira, le gusta la pinta que le da la nariz quebrada, ese aire de cachorro peligroso. Y a su manera Transi también es peligroso. Una noche, un puto gordo y fino se lo llevó a la casa, que quedaba en la provincia. La casa era una quinta en Moreno, que a Transi le pareció una mansión. El puto era un gordo bastante amable, le cocinó, lo bañó, le dio de fumar un porro. Y cuando Transi reaccionó de la modorra, entre almohadones, vio al gordo vestido de cuero, con una gorra de milico, queriéndolo atar con unas cadenas. Transi sacó la sevillana, forcejeó con el puto, alcanzó a marcarlo en el cuello y salió disparando. Desde entonces Transi desconfía del porro y prefiere otra cosa para dormir.

 
La Boca y Maradona, narrador Eduardo De la Puente

La cerveza y las pastillas son mejores que el pegamento. Y hacen menos daño, piensa. Transi sabe dónde conseguirlas y también dónde venderlas. Para él la capital ya no tiene secretos. Y menos, la noche. Pero Transi odia la noche. Y espera casi hasta que amanezca para entrar en esa casa tomada en el Once, donde se mezclan bolivianos, peruanos, chilenos y muchos pibes como él. No hay agua ni luz eléctrica en los tres pisos de esa construcción que fue elegante y suntuosa a principios de siglo. Transi no teme atravesar los estrechos territorios separados por una cortina mugrienta, una chapa, un cartón. Sí, le teme al sueño, esa pesadilla que siempre lo agarra cuando cierra los ojos y contrae los párpados. En el sueño una víbora lo pica en el pie derecho. Y ya nunca va a patear una pelota como Diego.

Para explicar la pesadilla de Transi tenemos que ir para atrás. En las afueras de Posadas, entre el río y un monte, la Leonor, a quien todos apodaban la Leona, había levantado un galponcito a unos cuantos metros de su casa, mezcla de prefabricada y tapera, en la que vivía con su madre de noventa y pico. Al principio el galponcito fue almacén. Y más tarde, los viernes y los sábados, ahí venían hombres y mujeres para compartir asado, empanadas, chamamé y borrachera. La Leona no sabía con exactitud su edad y tampoco su madre podía determinar la fecha de su nacimiento. Debía tener más de cuarenta, pero aparentaba menos. Y tenía lo suyo. Si algún tipo se le sobrepasaba, la Leona sabía ponerlo en su lugar. No la habían apodado la Leona sólo porque estaba buena. Pero una madrugada de febrero, cuando la concurrencia se terminó de ir, después de la parranda, la Leona se quedó con un peón. Siete meses después nació Tránsito. El padre se negó a reconocer al hijo. La Leona no se preocupó. Siempre se las había ingeniado sola. No precisaba un hombre para criar al nene, y menos un cobarde que no se animaba a darle el apellido. Cuando Tránsito cumplió un año la Leona organizó una gran fiesta.

Durante los preparativos iba y venía por el sendero de tierra roja que unía la casa con el galponcito, un sendero que se había hecho con las pisadas y que ella caminaba descalza, a excepción de los viernes y los sábados, cuando se calzaba unas skippy de plástico rojo. Esa tarde la Leona tenía puestas las skippy, estaba contenta y la felicidad la embriagaba. La felicidad y todo lo que había empezado a tomar desde temprano. Esa tarde, mientras transportaba una caja con guirnaldas para decorar el galponcito, la picó una yarará. En dos horas a la Leona le bajó la temperatura, tembló sintiendo que se congelaba y la sacudieron las convulsiones. Cinco horas más tarde, cuando por fin la acostaron en una camilla del hospital, había muerto de un paro cardíaco. Aguantó bastante, opinó un médico de guardia, pero no lo suficiente. Tránsito fue a parar a un orfanato. A los diez años, el profesor de gimnasia y entrenador del equipo de fútbol le garantizó que tenía pasta de campeón y que podía llegar a ser como Maradona. Tránsito se daba cuenta que no iba a serle fácil ser como Maradona quedándose donde estaba. Y se escapó. Escondido en el acoplado de un camión llegó a la capital. Al plantarse frente al Obelisco se entusiasmó. Pero el optimismo le duró poco.

En estos días la capital fue empapelada con un afiche de Diego. El ídolo de Transi sonríe ganador. Tiene una camiseta, la luce orgulloso. Sol sin droga, dice la camiseta. Dando vueltas por Santa Fe, Transi pasa por Musimundo. Del negocio sale una música de salsa: No salgas solo esta noche. No salgas solo, mi amigo. Te puedes encontrar con tu peor enemigo. A Transi se le queda grabada la música. Camina tarareando el estribillo, moviéndose como esos negros enormes de las películas policiales. Aunque no le da la altura, Transi se siente poderoso. La sevillana guardada en la cintura, Transi se para frente a un afiche de Diego. Le gustaría que el campeón apareciera en su sueño de la víbora, que la mandara a la mierda de un puntinazo. Pero por más que se lo fije, Transi nunca logra soñar eso. Saca la sevillana. Y le cruza la cara a Diego. A pesar del tajo Diego sigue sonriendo. Transi se ensaña con el afiche hasta despedazarlo. Cada tanto, alguien que pasa lo observa y sigue de largo apurándose. Ahora Transi puede estar satisfecho. Hay jirones del afiche en la vereda. Transi mira a los costados. Nadie se atreve a meterse con él. El cuerpo le está pidiendo tomar algo. Abandona Santa Fe, dobla por Junín hacia el sur. Y se pierde en la noche tarareando esa canción.


Dieguito

Por José Pablo Feinmann

Según su padre, que tal vez lo odiara, Dieguito era decididamente idiota. Según su madre, que algo había accedido a quererlo, Dieguito era sólo un niño con problemas. Un niño de ocho años que no conseguía avanzar en sus estudios primarios -había repetido ya dos veces primer grado-, taciturno, solitario, que apenas parecía servir para encerrarse en el altillo y jugar con sus muñecos: los cosía y los descosía, los vestía y los desvestía, vivía consagrado a ellos. Un idiota, insistía el padre, y un marica también, agregaba, ya que ningún hombrecito de ocho años juega tan obstinadamente con muñecos y, para colmo, con muñecas. Un niño con problemas, insistía la madre, no sin deslizar en seguida alguna palabreja científica que amparaba la excentricidad de Dieguito: síndrome de tal o síndrome de cual, algo así. Y no un marica, solía decir contrariando al padre, sino un verdadero varoncito: ¿acaso no amaba el fútbol? ¿Acaso no se prendía a la tele siempre que Diego Armando Maradona aparecía en la mágica pantalla haciendo, precisamente, magia, la más implacable de las magias que un ser humano puede hacer con una pelota?.

Dieguito se deslizaba por la vida ajeno a esos debates paternos. Se levantaba temprano, iba al colegio, cometía allí todo tipo de errores, torpezas o, siempre según su padre, imbecilidades que luego se expresaban en las estólidas notas de su libreta de calificaciones, y después, Dieguito, regresaba a su casa, se encerraba en el altillo y jugaba con sus muñecos y con sus muñecas hasta la hora de comer y de dormir.

Cierto día, un día en que incurrió en el infrecuente hábito de salir a caminar por las calles de su barrio, presenció un suceso extraordinario. Fue en un paso a nivel. Un poderoso automóvil intentó cruzar con las barreras bajas y fue arrollado por el tren. Así de simple. El tren siguió su marcha de vértigo y el coche, hecho trizas, quedó en un descampado. Dieguito no pudo dominar su curiosidad. ¿Quién conduciría un coche tan hermoso? Corrió -¿alegremente?- a través del descampado y se detuvo junto al coche. Sí, estaba hecho trizas, negro, humeante y con muchos hierros retorcidos y muchísima sangre. Dieguito miró a través de la ventanilla y se llevó la sorpresa de su corta vida: allí dentro, algo deteriorado, estaba él, el hombre que más admiraba en el mundo, su ídolo.


Mala Fama - Made in Argentina

Una semana después todos los diarios argentinos dedicaban su primera plana a un suceso habitual: Diego Armando Maradona llevaba más de diez días sin acudir a los entrenamientos de su equipo. Hubo polémicas, reportajes a variadas personalidades (desde ministros a psicoanalistas y filósofos) y conjeturas de todo calibre. Una de ellas perseveró sobre las otras: Diego Armando Maradona había huido del país luego de ser arrollado por un tren mientras cruzaba un paso a nivel con su deslumbrante BMW. ¿A dónde había huido? Muy simple: a Colombia, a unirse con el anciano y desfigurado Carlos Gardel, quien aún sobrevivía a su tragedia en el país del realismo mágico. Ahora, desfigurados horriblemente, los dos grandes ídolos de nuestra historia se acompañaban en el dolor, en la soledad y en la humillación de no poder mirarse a un espejo. Ellos, en quienes se había reflejado el gran país del sur.

En medio de esta tristeza nacional no pudo sino sorprender al padre de Dieguito la alegría que iluminaba sin cesar el rostro del niño, a quien él, su padre, llamaba el pequeño idiota. ¿Qué le pasaba al pequeño idiota?, le preguntó a la madre. "No sé", respondió ella. "Come bien. Duerme bien." Y luego de una breve vacilación -como si hubiera, demoradamente, recordado algún hecho inusual-, añadió: "Sólo hay algo extraño". "Qué", preguntó el padre.
"No quiere ir más al colegio", respondió la madre. Indignado, el padre convocó a Dieguito. Se encerró con él en su escritorio y le preguntó por qué no iba más al colegio. "Dieguito no queriendo ir al colegio", respondió Dieguito. El padre le pegó una cachetada y abandonó el escritorio en busca de la madre. "Este idiota ya ni sabe hablar", le dijo. "Ahora habla con gerundios." La madre fue en busca de Dieguito. Le preguntó por qué hablaba con gerundios. Dieguito respondió: "Dieguito no sabiendo qué son gerundios".

Transcurrieron un par de días. Dieguito, ahora, ya casi no bajaba del altillo. Sus padres decidieron ignorarlo. O más exactamente: olvidarlo. Que reventara ese idiota. Que se pudriera ese infeliz; sólo para traerles desdichas y papelones había venido a este mundo.

Sin embargo, hay cosas que no se pueden ignorar. ¿Cómo ignorar el insidioso, nauseabundo olor que se deslizaba desde el altillo hacia el comedor y las habitaciones? ¿Qué diablos era eso? ¿A quién habrían de poder invitar a tomar el té o a cenar con semejante olor en la casa? Decidieron resolver tan incómodo problema. "Esto", dijo el padre, "es obra del pequeño idiota". Llamó a la madre y, juntos, decidieron emprender la marcha hacia el altillo. Subieron la estrecha escalera, intentaron abrir la puerta y no lo consiguieron: estaba cerrada. " ¡Dieguito! ", chilló el padre. "

¡Abrí la puerta, pequeño idiota!" Se oyeron unos pasos leves, giró la cerradura y se abrió la puerta. Dieguito la abrió. Sonrió con cortesía, dijo "Dieguito trabajando", y luego se dirigió a la mesa en que yacía el ídolo nacional ausente. Sí, era él. El padre no lo podía creer: no estaba en Colombia, con Gardel, sino que estaba ahí, sobre esa mesa, y el olor era insoportable y había sangre por todas partes y el ídolo nacional ausente estaba trizado y Dieguito, con prolija obsesividad, le cosía una mano (¿la mano de Dios?) a uno de los brazos. Y la madre lanzó un aullido de terror. Y el padre preguntó: "¿Qué estás haciendo, grandísimo idiota?" Y Dieguito (oscuramente satisfecho por haber sido, al fin, elevado por su padre a los dominios de la grandeza) sólo respondió: -Dieguito armando Maradona.


Gracias Pelusa

Por Horacio Verbitsky

La corrida del festejo fue todavía más hermosa que el remate que colocó desde el borde del área grande en el ángulo imposible entre el palo y el travesaño, después de la pared de lujo de Redondo y Caniggia.

En el Mundial del 90 jugó todos los partidos pero no hizo un solo gol. Con el de ayer alcanzó a Guillermo Stábile como el mayor goleador argentino en campeonatos del mundo. Habría que preguntarle a Batatareli cuánto hace que en partidos oficiales o amistosos no sacudía la red en una jugada sin pelota detenida y cuántos jugadores de su edad anotaron en su cuarto mundial.

Desde que volvió a la Selección jugaba parado, poniendo unos pocos toques perfectos por partido para que otros corrieran y patearan. Ayer entró varias veces al área antes del gol y se le notaba en la cara que se quería comer el arco. Pero su alarido desahogaba otras frustraciones que las de la estadística deportiva. No fue un saludo para la Tota que lo veía desde Buenos Aires ni para los millones de hinchas enchufados a los televisores de La Quiaca a Ushuaia.

Desde siempre se anota en todas. Fue el primer reo en ponerse el arito en la oreja y el tapado de piel. Se hizo amigo de Fidel Castro y repitió a quien quisiera oírlo su simpatía por la acosada sociedad cubana. A Basile le dijo que se había mareado con dos copas, y la tribuna lo puso de prepo en el equipo la tarde del zaino de Colombia. Vivió con Claudia sin libreta y recién se casó cuando quiso y como quiso. A las nenas les eligió los nombres más lindos que conocía, dos para cada una, y en la concentración las lleva a pasear en el carrito eléctrico porque todo lo que tiene no le importa si no puede compartirlo con ellas. En Italia representó a los negritos del sur discriminado y sumergido frente a los blancos del norte rico y prepotente.

Protesta por los viajes en aviones berreta como el colectivo 60, por las giras japonesas de recorrer el mundo en una semana para tres partidos amistosos contra nadie, por la bestialidad de los dirigentes y el negocio de la televisión que hacen jugar a mediodía en el solsticio de verano.

Fuera de la cancha le dan cobrado todo esto pegándole más fuerte y con menos lealtad y respeto que el grandote griego que lo agarraba de la camiseta para poder contar que lo había tocado, pero que aunque lo tuvo todo el tiempo cerca no se animó ni a pedirle un autógrafo. Un político patadura lo usó para lucirse a su lado en las fotos y volvió a usarlo para esconderse detrás suyo con cuñados y valijas. Se bancó todo sin chillar, se mató entrenándose en dos turnos para llegar al primer partido sin dar lástima y en la cancha a la hora de la verdad saldó todas las cuentas con las armas más nobles.

Sigue siendo el atorrante más auténtico de Villa Fiorito, pero también aprendió cómo funciona el mundo y sabe mejor que nadie dónde tiene que gritar como un descosido después del golazo, con la boca dentro de la cámara, para que lo escuchen Sofovich, Neustadt, Sanfilippo y el mismísimo Mufa que a Dios gracias desistió de pisar Boston el sábado. Por eso, humildemente, gracias Pelusa.

[Imágen: Diego con Jairo]


Aquel gol a los ingleses

Por Roberto Fontanarrosa

"Una milésima de segundo después, la geometría del conjunto ya ha cambiado. El Negro Enrique, que estaba a su derecha, se escondió tras un rubio. El Burru dejó de estar junto a la raya y los dos grandotes se le cierran ahora por el medio. Su computadora de última generación le ordena sacar la lengua y girar con el pie zurdo sobre la bola para salir disparado hacia otro lado. Lo hace así, y la pelota va tras él, magnetizada, como el papelito atraído por la energía estática de un plástico. Ahora corre por la banda derecha, el pecho inflado, la pelota como si fuese una protuberancia natural de su tobillo izquierdo. Y lo ve todo. Lo ve a Jorge tranqueando largo por la izquierda, al grandote que le cierra el camino por la línea, a Bilardo que ha empezado a parpadear, incontrolable, allá en el banco y a cada uno de aquellos 120 mil espectadores del Azteca, incluyendo al que clama, feroz, porque lo bajen. Ya tendrá su respuesta pública ese boludo. Como la tuvo el pelado Gorbachov, que se largó a opinar más de la cuenta. De pronto, tuerce el rumbo de carrera hacia la izquierda, hacia su pierna, dejando al grandote de cara a la tribuna. Y decide allí, en el momento, que tendrá que cantarle la justa al Havelange, que ahora le gusta lo que no le gustaba ayer del loco Gatti. A la izquierda, sigue Jorge en su carrera, pero Diego sabe que no se la va a dar desde aun antes de salir de su campo. Lo sabe desde que salió de allá, Villa Soldati. Ya cambió de nuevo la realidad virtual del juego y otro rubio acecha en la puerta de las 18, dispuesto a todo. Diego amenaza con su perfil natural de zurdo, pero la roba cortita hacia la diestra y se mete de cabeza al área grande. Habrá que contestarle muy duro también al rey Pelé, va pensando, en tanto atisba cómo el arquero se le viene encima como un tren eléctrico, tapando el arco. Otra vez se largó el negro buchón a hablar pavadas, como también el Papa, sin ir más lejos. Diego mide a Shilton y sabe todo. Su computadora alberga en la memoria una jugada igual, allá en el Wembley, pero en dos baldosas en vez de treinta metros. Aquella vez eligió el palo más largo y la bola, cruel, se le fue afuera. Ahora, mientras recuerda el rostro demudado del sociólogo al que puso en su lugar alguna vez, hace ya mucho, en Catanzaro, opta por un nuevo enganche de zurda hacia su diestra, muy finito, para dejar atrás al guardapalos que pide perdón a gritos por haber invadido las Malvinas. Y entonces, Diego, mientras cae sacudido por el trancazo postrer del último pirata, mientras imagina el rictus amargo de la Thatcher mirando la TV allá en su reino, le da a la pelota un empujón cordial con el empeine, bien rastrero, y le dice ‘metete allá’, entre las redes, antes de caer sintiendo el gusto verde del césped entre los labios. Y es cuando muchos, casi todos, digamos todos, pensamos que no se equivocó nunca, pero nunca jamás, a lo largo de toda la jugada."

[De Roberto Fontanarrosa, Página/30, 04/96]
 



Maradona - The original

 
Haciendo jueguito


~ El Diego, pa' la historia ~

Gran Diccionario Salvat:

Maradona, Diego Armando, (nació 1960). Futbolista argentino, campéon del mundo (juvenil) en Japón 1979 y de la liga Argentina con Boca Juniors (1981). Traspasado al FC Barcelona (1982) ganó la Copa del Rey 1983. Trlspasado al Nápoles (1984), consiguió con este club  la liga 1986-87 y 1989-90  y de la Copa UEFA.


Larousse Ilustrado:

Maradona (Diego Armando). Futbolista argentino nacido en 1960. Jugador de Argentinos Juniors, Boca Juniors, Barcelona, Nápoles, de gran habilidad y eficacia. Participó en el campeonato del mundo de 1986, en el que se proclamó vencedor con el equipo de su país.


Who's Who in Twentieth Century; Oxford University Press
:

Maradona, Diego Armando (1960). Controversial argentinian footballer, who led Argentina to victory in the 1986 World Cup. The product of a Buenos Aries shanty-town, Maradona became a child celebrity for his foot-juggling tricks, performed on national television and during half-time at football matches. He became a professional footballer at fifteen, quickly establishing himself as the nation's favourite by his flamboyance and skills. In 1982 he was sold to Barcelona for a then-record fee of about £ 5 million, but developed a reputation for temperamental behaviour; he was sold again, for an even higher fee, in 1984. This time the investment paid off, as Maradona hit peak form, taking his new club, Napoli, to a series of national and European triumphs. His presence dominated the 1986 World Cup as player, captain of the victorious Argentinian side, and scorer of a notorious fisted goal in the quarter-final against England (ascribed by its author to 'the hand of God'). In 1991 Maradona's future looked uncertain when traces of cocaine were found in his urine and he was banned from world football for fifteen months; he also received a fine and a suspended prison sentence from an Italian court for possession of drugs. He returned to football in 1993, when a tribunal ruled that he had complied with medical treatment to end his drug addiction, and resumed his position as captain of Argentina. However, further controversy followed when he was caught using performance-enhancing drugs during the 1994 World Cup, resulting in another fifteen-month ban. Several weeks later he was indicted for firing an air rifle at a group of journalists. He became president of the International Association of Footballers in 1995.


Oxford Paperback Encyclopedia:

Maradona, Diego Armando, 1960. Argentinian footballer. He was captain of the victorious Argentinian team in the 1986 World Cup, but aroused controversy with his handball when scoring a goal in Argentina's quarter-final match against England. In 1984 he joined the Italian club Napoli, and subsequently contributed to that team's victories in the Italian championship (1987) and the UEFA Cup (1989). However, clashes with authority culminated in Maradona being suspended from football for 15 months in 1991 for cocaine use, and then sent home from the 1994 World Cup after failing a drugs test. He received a further ban after failing a drugs test in 1997.


Larousse (Culture génerale):

Maradona, (Diego Armando). Footballer argentin (Buenos Aires, 1960), principal artisan de la victorie de son pays dans la coupe du monde des nations en 1986.



Enciclopedia ilustrada Espasa-Calpe:

Maradona, (Diego Armando). Futbolista argentino nacido en Lanús, Buenos Aires, en 1960. Con el Napoli ganó la Copa de Italia (1987), la liga (1987 y 1990). Con la selección Argentina se proclamó campeón del mundo en 1986 y subcampeón en 1990. En 1991 fue sancionado en Italia por presunto consumidor de estupefacientes y en 1992 fichó en España por el Sevilla.
 


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