Una historia de la violencia argentina a través de la ficción.
¿Qué historia es ésa? La reconstrucción de una trama donde se pueden descifrar o
imaginar los rastros que dejan en la literatura las relaciones de poder, las
formas de la violencia. Marcas en el cuerpo y en el lenguaje, antes que nada,
que permiten reconstruir la figura del país que alucinan los escritores. Esa
historia debe leerse a contraluz de la historia "verdadera" y como su pesadilla.
El origen. Se podría decir que la historia de la narrativa
argentina empieza dos veces: en El matadero y en la primera página del Facundo.
Doble origen, digamos, doble comienzo para una misma historia. De hecho los dos
textos narran lo mismo y nuestra literatura se abre con una escena básica, una
escena de violencia contada dos veces. La anécdota con la que Sarmiento empieza
el Facundo y el relato de Echeverría son dos versiones (una triunfal, otra
paranoica) de una confrontación que ha sido narrada de distinto modo a lo largo
de nuestra literatura por lo menos hasta Borges. Porque en ese enfrentamiento se
anudan significaciones diferentes que se centran, por supuesto, en la fórmula
central acuñada por Sarmiento de la lucha entre la civilización y la barbarie.
La primera página del Facundo. Sarmiento inicia el libro con una
escena que condensa y sintetiza lo que gran parte de la literatura argentina no
ha hecho más que desplegar, releer, volver a contar. ¿En qué consiste esa
situación inicial? "A fines de 1840 salía yo de mi patria, desterrado por
lástima, estropeado, lleno de cardenales, puntazos y golpes recibidos el cfía
anterior en una de esas bacanales de soldadescas y mazorqueros. Al pasar por los
baños de zonda, bajo las Armas de la Patria, escribí con carbón estas palabras:
On ne tue point les idees. El gobierno a quien se comunicó el hecho, mandó una
comisión encargada de descifrar el jeroglífico, que se decía contener desahogos
innobles, insultos y amenazas. Oída la traducción. Y bien, dijeron ¿qué
significa esto?". Anécdota a la vez cómica y patética, un hombre que se exilia y
huye, escribe en francés una consigna política. Se podría decir que abandona su
lengua materna del mismo modo que abandona su patria. Ese hombre con el cuerpo
marcado por la violencia deja también su marca: escribe para no ser entendido.
La oposición entre civilización y barbarie se cristaliza entre quienes pueden y
quienes no pueden leer esa frase escrita en otro idioma: el contenido político
de la frase esta en el uso del francés. El relato de Sarmiento es la historia de
una confrontación y de un triunfo: los bárbaros son incapaces de descifrar esas
palabras y se ven obligados a llamar a un traductor. Por otro lado esa frase
(que es una cita de Diderot, dicho sea de paso) se ha convertido en la más
famosa de Sarmiento, traducida libremente por él y nacionalizada como:
"Bárbaros, las ideas no se matan".
El lenguaje y el cuerpo. La historia que cuenta El matadero es
como la contracara atroz del mismo tema. O si ustedes quieren: El matadero narra
la misma confrontación pero de un modo paranoico y alucinante. En lugar de huir
y de exiliarse, el unitario se acerca a los suburbios, se interna en territorio
enemigo. La violencia de la que Sarmiento se zafa está ahora puesta en primer
plano. Si en el relato que inicia el Facundo todo el poder está puesto en el uso
simbólico del lenguaje extranjero y la violencia sobre los cuerpos es lo que ha
quedado atrás, en el cuento de Echeverría todo está centrado en el cuerpo y el
lenguaje (marcado por la violencia) acompaña y representa los acontecimientos.
Por un lado un lenguaje "alto", engolado, casi ilegible: en la zona del unitario
el castellano parece una lengua extranjera y estamos siempre tentados de
traducirla. Y por otro lado una lengua "baja", popular, llena de matices y de
flexiones orales. La escisión de los mundos enfrentados toca también al
lenguaje. El registro de la lengua popular, que está manejado por el narrador
como una prueba más de la bajeza y la animalidad de los "bárbaros", es un
acontecimiento histórico y es lo que se ha mantenido vivo en El matadero.
El matadero de Esteban Echeverría -
El libro perdido
La verdad de la ficción.
Hay una diferencia clave, diría, entre El matadero y el comienzo del Facundo. En
Sarmiento se trata de un relato verdadero, de un texto que toma la forma de una
autobiografía; en el caso de El matadero se trata de una pura ficción. Y
justamente porque era una ficción pudo hacer entrar el mundo de los "bárbaros" y
darles un lugar y hacerlos hablar. La ficción como tal en la Argentina nace,
habría que decir, en el intento de representar el mundo del enemigo, del
distinto, del otro (se llame bárbaro, gaucho, indio o inmigrante) . Esa
representación supone y exige la ficción. Para narrar a su grupo y a su clase
desde adentro, para narrar el mundo de la civilización, el gran género narrativo
del siglo XIX en la literatura argentina (el género narrativo por excelencia,
habría que decir: que nace, por lo demás, con Sarmiento) es la autobiografía. La
clase se cuenta a sí misma bajo la forma de la autobiografía y cuenta al otro
con la ficción. Todo lo que hay de imaginación literaria en el Facundo viene de
ese intento de hacer entrar el mundo de Facundo Quiroga y de los bárbaros.
Sarmiento hace ficción pero la encubre y la disfraza en el discurso verdadero de
la autobiografía o del relato histórico. Por eso su libro puede ser leído como
una novela donde lo novelesco está disimulado, escondido, presente pero
enmascarado.
Un texto inédito. En El matadero está el origen de la prosa de
ficción en la Argentina. Pero ese origen, podría decirse, es oscuro, desviado,
casi clandestino. Escrito en 1838 el relato permaneció inédito hasta 1874 cuando
Juan María Gutiérrez lo rescató entre los papeles póstumos de Echeverría (que
había muerto en Montevideo, exiliado y en la miseria, en 1851). ¿Por qué no lo
publicó Echeverría? Basta releerlo hoy para darse cuenta de que es muy superior
a todo lo que Echeverría publicó en su vida (y superior a lo de todos sus
contemporáneos, salvo Sarmiento). Habría que decir que Echeverría no lo publicó
justamente porque era una ficción y la ficción no tenía lugar en la literatura
argentina tal como la concebían Echeverría y Sarmiento. "Las mentiras de la
imaginación" de las que habla Sarmiento deben ser dejadas a un lado para que la
prosa logre toda su eficacia y la ficción aparecía como antagónica con un uso
político de la literatura.
Una opción. El Facundo empieza donde termina El matadero. Entre la
cita en francés de Diderot de Sarmiento y la representación del lenguaje popular
en El matadero, en la mezcla de lo que allí aparece escindido, en la relación y
el antagonismo se define una larga tradición de la literatura argentina. Pero a
la vez la importancia de esos dos relatos reside en que entre los dos plantean
una opción fundamental frente a la violencia política y el poder: el exilio (con
que se abre el Facundo) o la muerte (con la que se cierra El matadero). Esa
opción fundante volvió a repetirse muchas veces en nuestra historia y se
repitió, en nuestros días. Y en ese sentido podría decirse que la literatura
tiene siempre una marca utópica, cifra el porvenir y actualiza constantemente
los puntos clave de la política y de la cultura argentina. [1993]
Las víctimas de la cultura en El matadero de Echeverría y sus reescrituras
Por Cristina Iglesia
Para la historia de la literatura argentina, El Matadero es el primer relato, el
primer cuento. Su aparición marca el momento en que una ficción en prosa surge
con la única fuerza de su dramaticidad interior entre el fárrago doctrinario de
la producción de los escritores del 37. Su constitución en texto fundacional es,
en realidad, una construcción de la crítica argentina del siglo XX: El Matadero
no fue publicado en vida de Echeverría. Escrito probablemente entre 1838 y 1840,
fue descubierto por Juan María Gutiérrez entre los papeles de Echeverría y
puesto en circulación en 1871, en la Revista del Río de la Plata.
Es sólo desde 1950 que se le adjudica un género ficcional. Desde entonces, la
crítica y la narrativa del siglo XX han vuelto una y otra vez a El Matadero y
esto es así porque funciona como el génesis, porque el origen de las cosas
siempre es inquietante y porque este breve texto de violencia eficaz y armadura
estrafalaria parecería contener todas las preguntas sobre la literatura
nacional. Piglia, por ejemplo, ha leído El Matadero como la contracara atroz de
la primera página del Facundo: ambas serían versiones del enfrentamiento entre
civilización y barbarie; sólo que en Sarmiento el héroe unitario, que es el
propio Sarmiento, salva su cuerpo con el exilio, mientras que en el relato de
Echeverría el héroe, en vez de huir y exiliarse, se acerca a los suburbios, se
interna en territorio enemigo. Viñas ha escrito que la literatura argentina
emerge alrededor de la violación como metáfora mayor pensando precisamente en
este relato y Jitrik ha seguido con precisión la emergencia, en el texto de
Echeverría, de la ficción que escapa al propósito ejemplificador y político de
su autor" .
Pueblo y artista: la violencia de la escritura de los otros
En El Matadero el pueblo es sordo, ciego y sobre todo dócil ante los
mandamientos de los federales. El Matadero se propone representar al pueblo en
un momento particularmente crítico. El momento es difícil porque el sistema
impugnado por los intelectuales por dictatorial y represivo se atribuye las
marcas de lo popular, las exhibe a cada paso. Artista y pueblo están brutalmente
distanciados y el narrador elige el reproche engarzado en la ironía: no hay peor
sordo que el que no quiere oír, ni peor pueblo que el que no quiere escuchar la
palabra ilustrada y salvadora de los que se oponen a Rosas. La distancia
irremediable ratifica la inutilidad de quedarse y la conveniencia del destierro.
El Matadero fue escrito con un pie en el estribo. Justamente porque problematiza
una disyuntiva dramática para la palabra esclarecedora de los ilustrados: a
quién hablar si nadie quiere oír, a qué pueblo adorar si el que buscamos adora a
los tiranos y para quién escribir si el pueblo no nos leerá. El dolor y la
frustración que la distancia instalada entre el pueblo y el artista produce,
están también en el origen de la furia del texto.
El Matadero es un relato sobre la violencia de los cuerpos que apuesta a
producir con las palabras el efecto de violentar al lector, del mismo modo que
las acciones violentan al héroe unitario. Hay dos niveles de violencia en El
Matadero. Una del orden de las acciones y de las palabras dirigidas al héroe,
que lo humillan, lo vejan, lo violan y que violentan al lector como espectador.
Otra, la de las palabras que sólo se dirigen al lector. Es tan violento leer la
vejación del unitario, que es uno y que sólo puede defenderse del ataque físico
de los muchos con palabras, como leer la frase "ahí se mete el sebo en las tetas
la tía".
Cuentos Bicentenarios -
El Matadero, producción
CEPIA
Un pequeño relato de diez palabras que narra con un lenguaje nuevo una
naturalidad también nueva en la literatura argentina: esta mujer, mulata o
negra, se mete el sebo, la grasa de un animal recién carneado, entre las tetas,
con la misma naturalidad con que una dama de los salones despliega su abanico
para abanicarse el pecho. Esta frase es la apertura hacia otro mundo, es el
intento de narrarlo desde sus propios códigos. Gutiérrez el exhumador, no puede
leer frases como ésta sin intentar disculpar a su autor: frases como ésta
tendrían que ver con la prisa y la falta de serenidad del que las escribe,
remitirían más bien al orden de la reproducción mecánica de la realidad:
Echeverría es como el tipógrafo que estampa las palabras que escucha, el
tipógrafo que no tiene voluntad de transformación, que sólo puede y debe copiar,
reproducir fielmente "el natural". Y al intentar la disculpa, Gutiérrez inicia
una manera de leer el texto: El matadero como apuntes del natural, como lo más
natural que la literatura del siglo XIX haya producido porque precisamente la
reproducción y no la elaboración literaria regirían su estética.
Echeverría enfrenta el problema de la representación del pueblo con varias
estrategias convergentes. Una de ellas consiste en elegir el matadero del Alto
como borde, como ejemplo de la presencia ubicua del régimen resista! "La
federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero",
comienza diciendo, para terminar el relato con el matadero como origen, como
causa: "puede verse que el foco de la federación estaba en el matadero". En este
vaivén, un personaje, el juez del matadero, del que sólo importa en el texto el
modo de nombrarlo, es a la vez el que reúne la capacidad de juzgar el delito y
de provocarlo. Hay un procedimiento de sobremarcado en la escritura: de entre la
chusma resaltan los carniceros; de entre los carniceros, Matasiete y el Juez de
un matadero convertido ya en pequeña república con leyes y delitos propios.
La pequeña república del matadero es un campo de horrible carnicería. El juez es
también caudillo de los carniceros y ejerce el poder por delegación de Rosas. La
palabra delegación cobra así un matiz de inusual atrocidad: refuerza la
impunidad de las decisiones de un hombre común.
Otra estrategia consiste en instalar carteles en el espacio bárbaro, corno los
que, escritos en rojo sobre las paredes blancas, dicen "Viva la federación, Viva
el Restaurador y la heroína Encarnación Ezcurra, Mueran los salvajes unitarios".
Pero lo que los letreros rojos dicen no es suficiente por sí mismo: el texto
elige la sobreescritura, la explicación del sentido de los carteles, del sentido
de los nombres propios. En este aspecto. El matadero puede leerse como una serie
de letreros negros, llenos de saberes útiles, de avisos al lector: "pero algunos
lectores no sabrán que la tal heroína es la difunta esposa del restaurador...".
El texto desata así un combate de letreros: letreros rojos, federales, que se
concentran en vivas y mueran; y letreros de la razón, en negro sobre blanco, que
explican a través de los exempla la manera de atravesar el plano, marcar sus
zonas ocupadas, guiar al lector, lograr que no se confunda, que no se mezcle.
El matadero. Producción:
Agencia Radiofónica de Comunicación. Fuente: Radioteca.net
El letrero es la indicación más clara del temor a la indiferenciación, el temor
a la imposibilidad de nombrar, es decir, separar. La cosa tiene un nombre pero
el letrero la escribe, la subraya, la sobrenombra. Produce con la palabra una
distancia que permite su reconocimiento. Permite también, que una palabra se
escriba sobre otra.
En La ciudad ausente, la novela de Piglia, se dice: "la locura del parecido es
la ley", una ley impuesta por el estado represor. Se trata de parecer lo que se
es: si se es un militante uno debe parecer un militante, vestirse como, actuar
como, para no ser descubierto. La lectura del estado, el registro del estado, no
se detendrá en quien se parece a lo que es porque, ostentando el parecido con lo
real, no se es real. Frente a la sordera y a la ceguera del lector, Echeverría
elige, por el contrario, la sobreescritura, los letreros que señalen al delito y
al delincuente que presagien el martirologio: es peligroso no disimular lo que
se es. Otra clara elección de El matadero es una fuerte y prácticamente
infranqueable delimitación de zonas: un ejemplo rotundo de este procedimiento es
la construcción de la escena final. En ella, el unitario habla desde un lenguaje
"elevado" hasta lo insostenible para subrayar el carácter bajo del lenguaje de
los sayones. Ni siquiera en la brutalidad carnal de la escena final pueden
acercarse los dos mundos. El escenario del crimen está habitado por una utilería
que contiene elementos de ambos mundos. En un rincón, recados de escribir sobre
una mesa chica; y a un costado, casi como un telón de fondo, un hombre, un
soldado quizás, entona solitario y concentrado "La refalosa", precisamente
"cuando la chusma, llegando en tropel al corredor de la casilla, lanzó a
empellones al joven unitario hacia el centro de la sala": "a ti te toca la
refalosa", grita uno de los federales, y la frase es todo lo ambigua que puede
esperarse de una situación que se empeña en mantener las distancias también en
las palabras. En el "Avellaneda", un poema en el que Echeverría cifra muchas
esperanzas de gloria, los versos grandilocuentemente elevados narran la huida
del héroe, y el momento en que es traicionado y encara su destino final, su
muerte en manos de Oribe, secuaz de Rosas. Pero en el interior de un poema
escrito desde la perspectiva unitaria, un golpe de timón cambia de bando la
mirada del texto, y al hacerlo cambia de ritmo y de rima para narrar a la chusma
federal contemplando la escena en que Avellaneda llega, por fin, al campamento
de Oribe:
¿Cuál será el gobernador?
¿El más viejo o más muchacho?
El de la barba sin flor.
Lástima es; parece un guacho Con
los aires de señor.
Y oyen cantar en redor:
Salud al gobernador
Del rebelde Tucumán;
No quiere ya ser traidor,
Y se aparece en Metán
Con bonete de Doctor.
Le jugaron una treta.
Los de la Federación;
Y perdiendo la chaveta,
Como perdiera el bastón,
Viene en desnudez completa.
Y oyen cantar en redor:
¡Salud al gobernador!
Buena acogida le harán
Los federales aquí;
Otro bastón le darán;
Camiseta le pondrán
Con bonete carmesí.
Y a zapatear con primor
Aprenderá fácilmente
La resbalosa de amor,
Que hace federal ardiente
Al salvaje más traidor.
Y oyen cantar en redor:
¡Salud al gobernador!
Estos octosílabos de la copla popular que irrumpen para narrar cómo acosan los
federales con la mirada y con el canto al que pronto será mártir unitario tienen
mucha más cercanía con el vértigo perverso de risa, frenesí y terror de "La
refalosa" que con el final de El Matadero. Y así como El Matadero no necesita
notas al pie sino que las incorpora como letreros al texto, el "Avellaneda" está
rodeado de notas. Y estos versos que transcribimos están seguidos de una nota
que explícita en prosa didáctica, la diferencia que distingue lo que la eficacia
de la copla había logrado unir, vuelve a separar el estilo de los federales del
estilo unitario del poeta: "Damos esta pequeña muestra del estilo
liberal-burlesco puesto de moda entre los suyos por Rosas, Restaurador del arte
de escribir como lo es de las leyes". Si el proceso de restauración ha llegado
hasta el arte de escribir, escribir en el estilo liberal burlesco del
restaurador es la mejor prueba de que se puede pisar, también en el plano de las
palabras, el terreno del adversario: Echeverría puede parodiar el estilo
burlesco de la restauración de la escritura que no es otro que el estilo popular
de unir imagen, ritmo, música.
Sin embargo, a pesar de esta diferencia esencial, hay algo en común en estos dos
textos y es que ambos colocan en el centro la figura de un hombre que avanza
hacia su muerte. Avellaneda va desnudo y fumando hacia la muerte, un poco como
el general Quiroga iba en coche al muere, y el unitario de El Matadero avanza al
trote inglés, con su cuerpo vestido de ropas unitarias.
Finalmente, Echeverría pone en movimiento el manejo eficaz de una lente que se
acerca y se distancia de su objetivo de acuerdo con las necesidades del relato:
La perspectiva del Matadero a la distancia, era grotesca, llena de animación.
Pero a medida que se adelantaba, la perspectiva variaba. El espectáculo que
ofrecía entonces era animado y pintoresco, aunque reunía todo lo horriblemente
feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria, peculiar del Río de
Plata.
Es decir que puteadas, bolas de carne, cuajos de sangre, pelotas de barro se
arrojan sobre los cuerpos y sobre el lector, con el único justificativo de que
la perspectiva se torne más brutal a medida que el narrador se acerque.
Estos excesos necesitan algún límite, y entonces sobreviene la frase: "Pero para
que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo, preciso es hacer un croquis de
la localidad". Y ahí comienza el croquis: "El Matadero de la Convalecencia o del
Alto, sito en las quintas al sud de la ciudad..."
Hacer el croquis significa delimitar la zona de lo inmundo, recortarla,
aislarla, para poder narrarla con intensidad, pero sin desbordes, sin que el
exceso de las voces, de los cuerpos y de las acciones pueda contaminar el otro
lado de las cosas. Si es preciso escribir frases como "Ahí se mete el sebo en
las tetas la tía", el narrador debe asumir que la voz no puede permanecer neutra
sino que se contagia de la carnalidad que es también oralidad ajena".
Ya no se trata sólo de reproducir un diálogo entre ellos (plagados de palabras
como huevos, cojones, cuajos y vergazos) sino, también, de que el texto pueda
ponerlos exactamente en su lugar, en el lugar de la pequeña clase proletaria-,
se trata de un enunciado, una definición que el texto produce con fruición, un
enunciado que connota distancia por su tufillo científico: los miro, así son los
otros, pequeños, y precisamente por eso puedo clasificarlos, darles un nombre
genérico que, a la vez, los torne diminutos, observables: pequeña clase
proletaria. El enunciado contiene, impide el desborde, el contagio con la
carnalidad, que quiere ser dicha en otras zonas del texto.
Pequeños asesinatos republicanos
Un toro desbocado en medio del matadero desboca el lenguaje del texto: "las
exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca", alarde de ingenio
popular, es el desborde pero también es un tope. El pueblo compite en la
obscenidad y en las puteadas; es la única competencia posible, la brutalidad de
los cuerpos, la brutalidad del lenguaje.
¡Alerta!
¡Guarda los de la puerta! ¡Allá va furioso como un demonio! Y en efecto, el
animal, acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le
espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta,
lanzando entrambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Diole el tirón el
enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo de la asta, crujió por el aire
un áspero zumbido, y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta
de corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén, una cabeza de
niño, cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada
arteria un largo chorro de sangre.
La escena describe algo que puede suceder cualquier día de trabajo en el
matadero. Hay, sin embargo, algunas novedades este día: entra un toro al que no
se esperaba, el toro se desboca, un niño es degollado, pero estas novedades son
absorbidas por la rutina de una faena que consiste en matar.
Un toro cuyos genitales fueron exhibidos es espoleado en la cola por dos picanas
agudas. Un niño se hamaca sobre su caballo de palo, un niño juega sobre la mugre
del matadero. No tiene juguetes sino su caballo de palo que es un puro palo al
que sólo la forma de horqueta le otorga el parecido con un caballo.
Puede ser el mismo niño que un poco antes había embadurnado el rostro de una tía
con sangre, o uno de esos dos muchachos que se adiestran en el manejo del
cuchillo. Puede ser un niño solitario que contempla todo, como el narrador,
desde un lugar privilegiado, pero que no podrá ver el final del relato. En El
Matadero la cámara del viento es la que narra el degüello del niño: un niño
pobre, un niño proletario, un espécimen, uno -diferenciado del genérico pequeña
clase proletaria-, un niño que obtiene la muerte como
el niño proletario de Lamborghini.
Este es un degüello del destino: un muchacho degollado por el lazo -no por una
mano humana-, degollado por la mano del destino, inexorable como la que aguarda
a cada niño proletario a la vuelta de cada esquina. Ese carácter inexorable hace
exclamar al narrador de Lamborghini, que usa por primera vez la primera persona:
"Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar
proletario".
En el uso genérico de una biografía tipológica, "El niño..." de Lamborghini
produce tres cambios simultáneos: el plural del narrador, el todo que se vuelve
uno y el cambio de nombre.
En mi escuela teníamos a uno, a un niño proletario. Stroppani era su nombre,
pero la maestra de inferior se lo había cambiado por el de ¡Estropeado!
[...]¡Estropeado!, con su pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo y
los periódicos bajo el brazo [representación y encarnación del universal], venía
sin vernos caminando hacia nosotros, tres niños burgueses: Esteban, Gustavo, yo.
Y como "la excecración de los obreros, también nosotros la llevamos en la
sangre", ¡Estropeado! termina mutilado, violado y ahorcado:
-Con un alambre- dijo Esteban en la calle de tierra donde empieza el barrio
precario de los desocupados.!... Remontamos el cuerpo flojo del niño proletario
hasta el lugar indicado. Nos proveímos de un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo
laguna joyesca, tirando de los extremos del alambre. La lengua quedó colgante de
la boca como en todo caso de estrangulación.
Pero más que el final, importa lo previo, la agonía: "Desde este ángulo de
agonía la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y
natural. Es un hecho perfecto", escribe Lamborghini en los 70, años en los que
los poetas y los narradores también intentaban representar al pueblo, hablar de
sus dolores, decir sus sufrimientos.
Este
hecho perfecto, desde el punto de vista de la representación literaria, es lo
que Echeverría logra en la frase más hermosa del relato. Esa frase bien vale un
curso de literatura argentina. Pero en el texto de Echeverría, lo que convierte
en perfecta la muerte del niño proletario es la ausencia de agonía, el inmediato
y casi sutil procedimiento por el cual el niño muere. Estamos en la delicadeza y
el terror del detalle realista: producir con la literatura el efecto de la
violencia y de la sutileza al mismo tiempo. Un niño proletario que muere tan
bellamente es, después de todo, preservado, en un instante fugaz, de sufrir la
vida inmunda del matadero.
Propongo leer el texto de Lamborghini como la inversión de los crímenes de El
Matadero. Allí, un niño proletario es violado por tres niños burgueses y
ahorcado en el lugar que le pertenece, en el barrio precario de los desocupados.
Es decir, un niño proletario que participa del simulacro de plural de una
escuela pública es vuelto al lugar de donde nunca debió salir. Contra el mito
uniformador, en la escuela sería escrito como uno, "nosotros teníamos a uno, un
niño proletario", y sería tratado como el indeseable por su diferencia y,
después de vejado y muerto, tirado, devuelto al barro proletario. Nuevamente hay
un cruce de fronteras: como en El Matadero, en el pasaje del toro y del
unitario, cuando el joven burgués es violado y muerto por más de tres groseros
federales.
El unitario cruza el límite, alardea con los letreros de su cuerpo, está
gritando su diferencia, está paseando su diferencia por un sitio en el que no
puede hacerlo, está mostrándose unitario, no frente a Rosas sino frente al
pueblo federal, que no perdona.
La pequeña gente proletaria -dice el texto de Echeverría- es capaz de matar a un
hombre porque tiene barba en vez de bigote, porque monta en silla inglesa,
porque no tiene divisa: ésta es la única lectura posible, el único alfabeto que
puede descifrar, y esa lectura le basta para matar o morir. Gutiérrez lo dice
textualmente en su "Advertencia", cuando exhuma el texto en 1871: el unitario es
una víctima de su cultura. En El Matadero, la violencia y la vejación son
absolutamente gratuitas desde la lógica de la guerra. La única justificación
posible es la necesidad de que un bando no ocupe el espacio del otro. En el
texto de Lamborghini tres muchachos burgueses pueden violar y degollar a un niño
proletario porque tiene en la cara, en la expresión, las marcas de su cultura.
Ambos, unitario y niño, resultan víctimas de sus propias culturas o más bien de
las señales explícitas de sus culturas que los hacen reconocibles cuando se
mueven de lugar.
Acá la inversión es posible porque, como ha escrito Barthes, en el verosímil lo
contrario jamás es imposible, puesto que la notación reposa sobre una opinión
mayoritaria, pero no absoluta. La notación, en el caso de El Matadero, reposa
efectivamente sobre una opinión mayoritaria, pero no absoluta.
En El Matadero, el círculo que se ha abierto con la estampida de la escritura a
partir de la corrida del toro por la ciudad se cierra con la frase: "Del niño
degollado no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba en el
cementerio".
El círculo que se cierra sobre el toro es el mismo que se cierra sobre el niño y
sobre el unitario, pero de una manera diferente. "De esa manera se cierra el
círculo, de esa manera se completa", dice Lamborghini.
Del toro al lazo, del lazo al niño degollado. El impersonal señala el desastre.
"Se mata a un niño -dice Maurice Blanchot-. Desafío a quien sea que logre
diferenciar muerte y asesinato, y sin embargo, hay que separar estas palabras".
Porque el desastre, que según Blanchot se hace cargo de todo, no se hace cargo
de esta distinción.
El Matadero es un banco de prueba de la representación del pueblo y sus
peligros. El texto irritado termina condenándolo. Lamborghini enfrenta el
desafío de una tradición realista congelada y logra desviarla. Sin embargo,
ambos trabajan la violencia como crímenes impunes sobre víctimas de la cultura.
No hay castigo. Sólo la literatura se hace cargo del desastre.
Notas
10 Ricardo Piglia, "Echeverría y el lugar de la ficción", en La Argentina en
pedazos, Buenos Aires, Ediciones de la Urraca, 1993; David Viñas, Literatura
argentina y realidad política, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina;
1982; Noé Jitrik, "Forma y significación en El Matadero de Esteban Echeverría",
en El fuego de la especie, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971.
11 Esteban Echeverría, "Avellaneda", en Obras Completas, Buenos Aires. Ed.
Antonio Zamora, 1972, pp. 564-565
12 Ajena en todo sentido: ante la disyuntiva de publicar el texto con todas las
frases soeces o censurarlo, Gutiérrez elige la primera posibilidad porque piensa
que esa textualidad soez forma parte de la realidad del proceso rosista: “No
sabemos por qué ha habido cierta especie de repugnancia a confirmar de una
manera permanente e histórica los rasgos populares de la dictadura”. En la
manera de formularse la pregunta radica su dificultad que, como ya dije, está
instalada en el origen de la escritura de El Matadero
13 Osvaldo Lamborghini, "El niño proletario" en Sebregondi retrocede. Recopilado
en Novelas y cuentos, Barcelona, Ediciones del Serba!, 1988.
“Cuando volví del exilio, con Teresa, mi mujer, y mi hijo menor, Pablo, Buenos
Aires tenía una carga diabólica bastante manifiesta, se había transformado en
algo mucho más gris, triste, con gente mucho más desconectada entre sí”. El 2007
es un año particularmente intenso para Carlos Alonso: ya expuso las
ilustraciones que hizo para El matadero, en una edición de la novela de
Echeverría que ahora vuelve a las librerías; ultima los detalles de una muestra
de sus ilustraciones de otras obras literarias en el Recoleta, prepara un mural
de tres metros que inaugurará antes de fin de año y supervisa la edición en
cuatro volúmenes de su obra gráfica planeada para comienzos del 2008. Por
primera vez en Buenos Aires en lo que va del año, Radar lo entrevistó en su
atelier porteño para escucharlo hablar de lo que encontró en su refugio cordobés
en Unquillo, recordar lo difícil que fue dibujar a su hija Paloma, desaparecida
durante la última dictadura, repasar la historia de la violencia en el arte
argentino y explicar por qué, a pesar de todo, no pintó como hubiera querido.
Hacía cuatro meses que Carlos Alonso no bajaba a Buenos Aires, una ciudad de la
que extraña, sobre todo, a sus amigos. “De pronto pasan años sin vernos, y eso
es una fiesta menos”, dice en el departamento-taller del piso más alto de este
edificio centenario que da a la calle Esmeralda.
A esta hora, mediodía, el sol alumbra a contramano las dos caras de este
desfiladero por el que braman colectivos y chillan ambulancias que desembocarán,
un par de cuadras más allá, en plaza San Martín. Esto se ha convertido en un
lugar de paso, en un depósito, continúa el pintor.
Tiene 78 pero parece diez, quince años menor. Subsiste nítida la tonada de su
Mendoza natal; Alonso habla con una amabilidad y calidez y su voz, la forma de
su voz, no esboza puente alguno hacia la violencia filosa, extrema, argentina,
que conmociona la mayor parte de su obra, sobre todo las que conforman las
series Lo ganado y lo perdido, Carne, Lección de anatomía, Manos anónimas,
Amanecer argentino, o los dibujos con los que ilustró El matadero de Esteban
Echeverría o La divina comedia de Dante Alighieri.
Aquí vivió Alonso hasta que partió
hacia el exilio en Roma y Madrid, en 1976; cuando volvió, en 1981, todo había
cambiado. Al año siguiente se instaló en Unquillo, treinta y cinco kilómetros al
noroeste de la ciudad de Córdoba. “Allá estoy un poquito aislado; en aquel
momento ese aislamiento fue algo buscado, una necesidad mental, sobre todo”,
dice. “Pero ahora extraño a amigos como Quino u Horacio Sanguinetti, y cierta
máquina productora de ideas que tiene Buenos Aires. Muchísimas cosas de las que
he hecho, libros como ése –señala un ejemplar de El matadero–, fueron
iniciativas de alguien que pensó en unir a Fulano con Fulano y vino a golpear la
puerta. De pronto se generan cosas y se transforman el propio trabajo y la
propia existencia.”
Trabajo, sintético inventario de: en Carlos Alonso, (auto)biografía en imágenes,
el fabuloso libro publicado en 2003 que refleja buena parte de su producción, se
consignan 102 exposiciones individuales y 112 colectivas: su obra recorrió,
además de todo el país, las principales capitales americanas y europeas y llegó
a Saigón, Tokio y Kioto, entre otras ciudades asiáticas. Cervantes, Viñas,
Borges, Neruda, Lugones y José Hernández son algunos de los autores de los 36
libros que ilustró.
“Hace poco estuve un tiempito en
Cachi, Salta, y quedé muy impactado por esa zona en la que pareciera que el
aborigen ha conservado una forma de cultura y conocimiento muy esencial –dice
Alonso, prende un cigarrillo–. No hay consumo, pero no hay pobreza; no hay
riqueza de medios, pero hay un equilibrio entre el hombre y una naturaleza
bellísima, de unas dimensiones sobrecogedoras. Y eso está en el rostro de las
personas. Estoy trabajando con eso, hice cantidad de bocetos y fotografías;
tengo idea de volver en junio para desarrollar una serie.”
Carlos Alonso
(Tunuyán, 1929)
Es uno de los más notables artistas plásticos argentinos. Irrumpió con fuerza en
el panorama artístico de los 60 por la potencia de su trabajo y su compromiso
político. Estudió con Gómez Cornet y Spilimbergo. Su arte deriva rápidamente
hacia formas cada vez más libres y expresivas -simultaneidad de la imagen,
ruptura del plano, uso de la narrativa fílmica, del cómic, del pop- que lo
llevan a adherir al movimiento conocido como Nuevo Realismo. En 1954 viajó a
Europa, expuso en París y Madrid. Consolidó su fama de eximio dibujante y
talentoso colorista en Buenos Aires, donde sus muestras fueron muy celebradas.
En 1976, un mes después del golpe de Videla, expone una muestra en la Art
Gallery International, que recibe una amenaza de bomba. Se exilia en Roma. En
1977 recibe la noticia del secuestro y desaparición de su hija, Paloma. Regresa
al país y en 1982 se instala en Unquillo, Córdoba, donde vive y trabaja.
“Cuando volví del exilio, con
Teresa, mi mujer, y mi hijo menor, Pablo, Buenos Aires tenía una carga diabólica
bastante manifiesta, se había transformado en algo mucho más gris, triste, con
gente mucho más desconectada entre sí”, explica Alonso. “Ahí estaban todos los
miedos, las reservas, las precauciones que había que tener para los encuentros.
Y, además, la sensación de los asesinos caminando por la calle era muy fuerte.
Así que pensé que este lugar chiquito, perdido entre las serranías, Unquillo,
era apropiado para mascar y elaborar mi propia tragedia personal. Fue una buena
elección, me sirvió para recuperar el trabajo, para volver a encontrarme con
elementos de la pintura que incluso nunca pensé que me pertenecerían. El
paisaje, por ejemplo, que siempre sentí ajeno, resultó una forma de reencontrar
salud y elementos de la pintura con vivacidad, encantamiento, sustancia,
materia.”
Su propia tragedia personal se llama Paloma, su hija. Militaba en la Juventud
Peronista y fue secuestrada en esta ciudad en junio de 1977. Alonso dice que no
sabe quiénes, puntualmente, intervinieron; según la Conadep, no hay testigos de
su paso por algún centro de detención. Detrás del pintor, en la biblioteca, hay
varias fotos de ella; una de esas fotos, pequeña, está delante de otra más
grande de un Che Guevara joven y desbarbado, la imagen del prontuario de su
detención en México, 1956.
Cuando se instaló en Unquillo dejó de pintar personas. ¿Cómo fue el proceso para
que reaparecieran en sus cuadros?
–Desde luego que un hecho así, tan brutal como el Proceso, mete en crisis una
serie de valores que uno viene sosteniendo en cuanto a la relación con las
personas entre sí, con la condición humana. La revelación de aspectos feroces
vividos en carne propia produce una especie de parálisis y dolor. Hasta que uno
puede elaborar. Llegar a comprender, a soportar, es difícil. La tarea
fundamental es sobrevivir al genocidio. Encontrarse con uno mismo, incluso
aparte de la pintura. Encontrar las propias razones para la propia existencia:
el “vale la pena”. De alguna manera es un proceso que tuvimos que hacer todos.
Después vinieron las paulatinas recuperaciones de lo propio, del país, de las
raíces, de la historia. Y luego cómo uno se vuelve a insertar, sobre todo cuando
hay una vocación de participación y compromiso. La memoria poco a poco empezó a
traer la necesidad de la tarea. En algún momento tenía la idea inocente de que
la pintura podía devolver golpe por golpe: una especie de infantilismo. Lo que
sí podía hacer era sumar a la lucha por los derechos humanos. La pintura podía
ser parte de la memoria desde un lugar distinto al del periodismo, la historia o
la literatura: el de la imagen. Se hizo más en el cine que en la pintura. Para
mí era una materia pendiente, sentía que era algo que tenía que hacer yo. Que me
correspondía. Aunque no es mucho lo que se hizo, ahí están las cosas de León
Ferrari, Carpani, Gorriarena.
Su obra está fuertemente asociada con la violencia.
–A pesar mío, diría. Soy todo lo contrario a una persona violenta. Desde pibe
era una especie de componedor de relaciones, de diferencias. Ni soy ni fui un
tipo violento. Pero la violencia es un sino argentino. Nací en el ’29, con el
primer golpe. Yo diría que en mis cuadros la violencia está como forma de
reflexión acerca de su capacidad destructora. Hay otro tipo de violencia, más
estética; en mi caso apunta más a un exorcismo, a intentar borrarla. Siempre lo
sentí así. Y sigue siendo indudable que después de El matadero, de La guerra del
malón y del Proceso, seguimos aprendiendo sobre el dolor y la muerte. Siempre
vamos detrás. Son las muertes violentas las que de alguna manera producen en la
sociedad la necesidad de cambios, las grandes reflexiones y rebeliones.
¿Puede asociarse con la belleza a cuadros en los que aparecen cuerpos de vacas y
de hombres diseccionados, colgados en una carnicería? ¿Es el horror, es la
belleza?
–Pasa que la contradicción está implícita. Es indudable que al tratar la materia
el autor tiene un disfrute, un placer. El placer del logro, la realización. En
el crecimiento de una obra hay dificultades, tropiezos, fracasos, pero el hecho
de poder hacerla confirma la propia capacidad y potencia y ahí hay un disfrute,
sin duda. Y en el espectador se produce lo mismo; de pronto el encantamiento de
la factura, de la realización de una persona en busca de lo estético, lo bien
pintado, puede llevar a alguien a decir “qué magnífico” o “qué bello” sobre una
escena que, en realidad, es una tortura de una embarazada. Se produce esta
dualidad.
El tema de la carne es central en El matadero y en su pintura; por estos días,
incluso, los productores ganaderos presionan exigiendo una tajada mayor. ¿Qué
simboliza la carne?
La Fundación Alon editó en un libro objeto de pequeño formato El Matadero,
de Esteban Echeverría, ilustrado por Carlos Alonso y con prólogo de Alberto
Giudici.
También disponible online:
Hay que comer y
Mal de amores
–Sin duda, la considero un símbolo
que determina la economía y termina siendo clave en el comportamiento de las
personas y de las clases sociales. El matadero fue un libro que me abrió toda
una perspectiva en cuanto a la lectura de la realidad. Al tener que ilustrar un
libro se produce una lectura de otro orden, fragmento por fragmento, detalle por
detalle, para ahondar y generar una forma adecuada de reproducción. Uno se
convierte en una especie de arqueólogo, de paleontólogo, en busca de los signos
que provoquen el dibujo, la imagen. Ilustrar un libro no es tanto poner en
imágenes los textos sino descubrir nuevos escenarios, cosas que no están allí
explícitas. El comportamiento de la sociedad en ese momento, por ejemplo: los
barriales, los repartos de achuras, los perros, los pobres.
¿Cómo han abordado la violencia los pintores argentinos?
–Yo diría que hay muy diversas formas. Desde luego, empezaría por Lino
Spilimbergo con La vida de Emma, que se expuso aquí el año pasado. Es la
historia de una chiquita de suburbio que empieza en el colegio, la mandan a
comprar vino y termina en un prostíbulo y en el suicidio. De alguna forma ése es
el mundo de Spilimbergo, sobre todo el gráfico, porque en pintura tiene una
estructura mucho más clásica, en cierto sentido. Y Berni, también, desde ya, con
toda la serie de Juanito Laguna. Y está Ramona Montiel, un personaje muy ligado
a la Emma de Spilimbergo. Luego veo a la violencia en Enrique Policastro, que si
bien es un pintor de paisajes, la aborda de un modo más contenido y secreto. En
él se da algo muy curioso, una gran identidad entre el qué y el cómo, entre la
temática y la resolución. A veces una temática como la del Proceso realizada con
enorme esplendor produce una especie de contradicción, que en Policastro se da
con un efecto de gran unidad; el contenido violento en él es mucho más discreto,
pero está en la materia, en la parquedad, en la ausencia de exhibicionismo.
¿A qué otros pintores incluiría en este panorama?
–Bueno, hay autores como León Ferrari, donde la violencia ejercida por ciertos
poderes oscuros, o por la Iglesia, produce también en sus obras unas
reflexiones. Están, además, los pintores más sociales, en un sentido más bien
latinoamericano, como el grupo Espartaco, por ejemplo, con Ricardo Carpani, Juan
Manuel Sánchez, Mario Mollari, que tratan de reencontrar una imagen militante,
diría, unidos de pronto a la CGT de los Argentinos, a la vanguardia obrera y
revolucionaria, a la transformación de la sociedad para el socialismo, y tratan
de descifrar y descubrir el mundo de la explotación del hombre o las rebeliones
populares.
¿Y más hacia atrás, a comienzos de siglo?
–Citaría a pintores anarquistas, o más bien grabadores, como Abraham Vigo o
Facio Hébequer, que exponían en fábricas y hacían cosas muy sociales, prácticas
y temáticas que luego retomó el grupo Espartaco.
¿Ubicaría, más hacia atrás, a pintores “de batalla”, como Cándido López o
Prilidiano Pueyrredón?
–Yo los siento otra cosa. Cándido López es un gran pintor, pero es como un
cronista, más bien. Su participación, su protagonismo, es mínimo.
Es curioso: también se puede pensar en usted como un cronista. Pasa que hay
cronistas y cronistas: su ojo es distinto. Pero hay en el cronista una carga de
subjetividad.
–Sin duda. Quizás a Cándido López lo veo ajeno por la modalidad pictórica de la
época, que tiene como un encantamiento. Como cierto pudor de la violencia. Y la
búsqueda de cierta composición armónica, también.
¿Vincula ese cotidiano de su niñez en Mendoza, el asistir naturalmente a la
matanza de pollos, chanchos, vacas, con la carne como tema en sus pintura?
–Sí, pero es una lectura muy posterior. Uno intenta encontrar esas raíces, cómo
se produjo “el llamado”. Como no es provocado, como no ha habido ninguna
especulación, como es tan de la propia naturaleza, evidentemente debe haber
alguna raíz que conduce al tema. Al mismo tiempo, al estar eso tan naturalizado,
uno lo considera totalmente propio, a pesar de que con el tiempo uno va afilando
su propia lectura con uno, con su trabajo y con el resto. Desde siempre, mi
trabajo tuvo una atracción inapelable por ciertas temáticas. Con el tiempo tuve
la necesidad de encontrar mi propia visión: eso sí fue mucho más maduro e
intencional. En cuanto a aquellas escenas de la infancia, para un niño no eran
algo tan espantoso; despertaban, más bien, una enorme curiosidad. Ahora soy
abuelo por primera vez y veo a mi nieto, que tiene un año y medio, que descubre
una flor y es como una fiesta; no habla, pero el rostro, los brazos y su
expresión reflejan que vio algo asombroso. O cuando le mostramos la luna llena
por primera vez: me miraba como diciendo: “¡Pero te das cuenta, lo que es
esto!”. Esa escena lo marcará, o al menos empezará a ser suya, a ser parte de
él. Si busco en mi propia raíz, siempre pensé que la injusticia es uno de los
motores que me producen necesidad de respuesta. Eso, que no pertenece al plano
específico de la pintura, siempre me provocó reacciones que determinaron mi
espacio y mi camino.
¿Cómo fue que decidió pintar a su hija?
–A partir de mi vuelta pensé que era algo que debía hacer, en algún momento. Lo
intenté durante años. Creo que al primer dibujo de la serie Manos anónimas lo
hice en 1986. La sensación de parálisis era muy profunda. Fue muy difícil
sobreponerse, incluso pictóricamente. Sobre todo por esa convicción de que no
quería que cambiara de materia ni que se transformara “en un motivo estético”;
quería que las circunstancias quedaran como estaban. Como si al pintarla
comenzara el olvido. Para mí. Y al mismo tiempo, al menos ésa era mi aspiración,
y no digo que lo haya logrado, era como empezar a integrarla a la memoria
colectiva. La lucha entre hacerlo y no hacerlo fue importante. Está, además, lo
difícil que es tocar esa materia cuando uno está involucrado. A El matadero o a
la serie de Lo ganado y lo perdido podía hacerlo como una forma de militancia,
de participación, pero esto era de la más profunda intimidad. Los primeros
dibujos –y aquí Alonso cierra los ojos y se cubre el rostro con las manos– eran
muy pequeños y de ahí fui tratando de crecer, porque a partir de ese momento mi
vida tenía sentido si podía reflejar, incorporar a mi trabajo y a la memoria
colectiva esas pinturas. Todo lo que hice fueron pequeños estudios, bocetos, y
algunos pocos cuadros. Uno de ellos está en La Habana, un tríptico, el único que
realmente logré.
Y ya no volvió a intentarlo.
–No, he hecho lo máximo que podía. Lo tengo clarísimo. Ahora la provincia de
Córdoba compró esas obras y van a hacer una sala especial, lo que me produce la
sensación de que he logrado incorporarlas al patrimonio. La agencia cultural
cordobesa va a llevarla, itinerante, por todas las ciudades importantes de la
provincia. En este momento está colgada en Río Cuarto. Parece haberse cerrado un
ciclo: la hice, se incorporó a la comunidad, circula, la ve la gente. Una cosa
rara para la Argentina.
Una de las ilustraciones para El Matadero, editado originalmente en el ’66 por
Centro Editor y recientemente de vuelta en las librerias, expuestas a principio
de año en la Fundación Alon. En septiembre, en el Recoleta, expondrá otras
ilustraciones para obras de autores como Dante y Cervantes.
Dijo hace poco: “Pinto siempre, pero lo que hago me conforma cada vez menos”.
¿Lo agarraron mal ese día?
–Bueno, no siempre fue así. Cuando uno tiene treinta años y pinta, todo es la
consagración de la vocación. Y eso va mucho más allá del conformismo y el logro;
el estar en lo que uno elige, o para lo que uno fue elegido, es un disfrute que
va mucho más allá de si está bien o mal, mejor o peor, si se vende o no. Todo es
más catártico y menos especulativo. A medida que uno crece ve más, va creciendo
también el crítico y surge un grado de “responsabilidad” por el propio trabajo.
No sé si eso es sano o no. Y tampoco sé si es mejor esa cierta
“irresponsabilidad” que tienen otros autores, que yo admiro. Rómulo Macció es
quien mejor ofició este último punto de vista. Porque él pinta. Y como él mismo
dice, la pintura resiste. A uno podrá gustarle más un cuadro que otro, pero un
autor es eso, no es un profesional que hace sólo cuadros “buenos”, “logrados”,
“de museo”. La del pintor es toda una vida de batallas: muchas se pierden,
algunas se ganan, otras se empatan. Macció tiene una vitalidad que es superior a
lo crítico, al juicio de la historia, al propio juicio, al de la sociedad. Se
trata de hechos contundentes que reflejan la experiencia de un pintor frente a
la tela. Yo no he logrado ese ideal, no he sido un pintor puro, he estado mucho
más contaminado. Para mí el ciudadano era más importante que el pintor.
Hace un par de meses, a propósito de su muestra en Bellas Artes, Macció dijo que
más que el curador, él mismo era “el curandero” y que la curaduría le parecía
una pavada.
–Es que pasan cosas terribles con las curadurías. El coleccionista lo permite,
los museos los necesitan; se ha instalado como una jerarquía superior a todo,
incluso a la propia visión del autor. Hay un coleccionista, Jacobo Fiterman, que
tiene más de doscientos trabajos míos y contrató a una curadora para que le
armara una muestra con la selección de todos sus cuadros; bueno, no colgó ni un
solo cuadro mío, los rechazó. Este tipo de gestos habla de una soberbia que
produce una gigantesca distorsión. Otro caso monstruoso me ocurrió con el
encargo de un mural para una estación de subte; presenté a la empresa un boceto
de un cuadro que se llama Viajeros al primer mundo; hay unos pobres con sus
valijitas, su máquina de coser, su cama. Una de las figuras era una viejita con
una silla de ruedas. En un momento dado uno de los directivos vino acá y me
dijo: “Mire, maestro, no lo tome a mal, pero quisiéramos que usted sacara a la
viejita en la silla de ruedas”. (Se ríe.)
–…“Porque en el primer mundo no la van a recibir…”
–Le dije: “¿Pero se da cuenta de lo que me está proponiendo? Primero, es una
falta de respeto. Segundo, es un mural por el que no cobro, déjenme poner mis
imágenes. Si vengo haciendo personas en sillas de ruedas desde hace años… hice
una serie de Renoir en silla de ruedas. Es como un tema mío”. Querían que la
sacara. Bueno, se terminó.
¿Se ha sentido muy machacado por la crítica?
–Sufrí eso algunos años. Me hostigaron mucho diciendo que era un excelente
dibujante pero un pintor malo. Luego están todos los enemigos que derivan de una
posición de militante en el Partido Comunista, pero eso no lo sufrí, porque era
una elección. Ahora, cuando me echaron del PC (a fines de los ’60), ahí sí
sufrí. Porque fue algo totalmente inmerecido. Yo era una persona convencida y
fiel, aunque pintaba lo que me salía de los cojones y no lo que me dijeran acá o
desde Moscú. Se consideró un delito ideológico que hiciera así esa serie de
Spilimbergo: yo lo pinté como lo vi. Me tiraron al tacho de la basura y me
excluyeron de una comunidad de pares que había elegido para trabajar y militar,
incluso para pintar. Eso fue doloroso. Lo otro no, porque la propia historia del
arte enseña cómo son los amores y los odios, los favoritismos y los rechazos.
Son tantos los pintores fustigados que luego tuvieron su reconocimiento que uno
ya tiene eso asimilado.
El talento de Carlos Alonso como dibujante e ilustrador se despliega en una
muestra de los trabajos que realizó en la década del 60 para una edición de "El
matadero", de Echeverría, metáfora de los años del rosismo y sus desbordes
autoritarios.
Por Eduardo Villar (2007)
evillar@clarin.com
De la palabra a la imagen y de la
imagen a la palabra. Lo que el ojo lee y lo que el ojo ve. En esa tensión, en la
solvencia para resolver la dificultad de ese tránsito, de ese pasaje que a veces
parece imposible, reside en gran parte la fascinación, el estupor que produce en
el lector/espectador El matadero, el texto de Esteban Echeverría, las
ilustraciones de Carlos Alonso. Uno queda boquiabierto. Primero, con el trabajo
del escritor, que construye la realidad de la ficción sin más herramientas que
una obligada sucesión de palabras en el tiempo, una detrás de otra. Luego, con
la maestría del dibujante, que con trazos de tinta negra y manchas rojas de
acuarela, devuelve a la escena su instantaneidad y nos permite ver la obra ahora
de una vez, de un solo golpe de vista. Lo que el ojo lee y lo que el ojo ve.
El mismo Echeverría es consciente de las limitaciones que el lenguaje le impone
en su narración y en la descripción de imágenes de su relato y parece pedir la
ayuda del dibujo o, por lo menos, envidiar su capacidad para mostrar lo que las
palabras no pueden mostrar del todo: "Por un lado dos muchachos se adiestraban
en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro, cuatro
ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un
mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de
perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber
quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del
modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos
individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero
era para vista, no para escrita".
Más de un siglo después -Echeverría escribió El matadero entre 1838 y 1840 en su
exilio en Montevideo-, Carlos Alonso aceptó ese desafío y puso la escena a la
vista, como pedía Echeverría: realizó una serie de ilustraciones del relato para
una edición publicada en 1966 por el Centro Editor de América Latina (CEAL). La
muestra que se exhibe ahora en la Fundación Alon para las Artes incluye
veintiuno de esos trabajos en tinta china y acuarela. Es la primera vez que se
presenta la serie casi completa y es una especie de anticipo de la gran
exposición que en setiembre próximo desplegará extensamente en el Centro
Cultural Recoleta el talento de Carlos Alonso como ilustrador de obras
literarias: en esa retrospectiva se exhibirán sus trabajos para una serie de
clásicos: La divina comedia, de Dante; Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos;
Martín Fierro, de José Hernández, entre otros.
Simultáneamente con la exposición, la Fundación Alon ha reeditado el libro
publicado por el CEAL con una calidad poco frecuente: son 1.500 ejemplares
numerados, a cuatro colores, en cartoné, empacados en una caja y exquisitamente
encuadernados.
Desde luego, la veintena de trabajos exhibidos puede disfrutarse sin más, pero
es una pena hacerlo sin antes leer o releer el relato de Echeverría. Considerado
uno de los textos fundacionales de la literatura argentina, El matadero -de un
realismo tal vez demasiado crudo para el romanticismo de la época-
increíblemente no fue publicado hasta muchos años después de escrito. A la
muerte de Echeverría, en 1851, el cuento seguía inédito, y así continuaba dos
años después, cuando se produjo la derrota de Rosas en Caseros y su
derrocamiento. Recién fue publicado en 1871, gracias al amigo de su autor, el
poeta Juan María Gutiérrez. El matadero es una contundente metáfora del
autoritarismo y la falta de libertad bajo el régimen de don Juan Manuel de
Rosas, el Restaurador de las Leyes, cuando el terror era moneda corriente y la
mazorca defendía de los salvajes unitarios a la Santa Federación con métodos y
ferocidad que desde entonces y hasta hace poco fueron casi una constante en la
historia argentina. La metáfora de ese poder omnímodo y sanguinario es el
matadero. "Ahí donde las vacas se carnean. Ahí donde todo se carnea. Ahí donde
la carnicería, como espacio y como acción, es el sustantivo y el verbo de una
geografía y un tiempo", apunta certeramente Alberto Giudici, el curador de la
muestra. Es que en la obra de Echeverría todo se resuelve en ese espacio brutal
y primitivo. Y es esa carnicería, ese espacio de violencia pura, de sangre,
barro, muerte y poder, el que pinta Alonso. Animales carneados, tripas
humeantes, cuchillos, manos y rostros ensangrentados, matarifes a caballo,
fieros mazorqueros, mujeres achuradoras y hasta un niño accidentalmente
decapitado en un instante sin que a nadie le importe más que el destino de un
ternero... De pronto, se borran las fronteras entre lo humano y lo animal: un
hombre que pasa azarosamente por allí, un unitario, se convierte, también él, en
carne en el matadero.
Esa frontera difusa permanecerá luego a través de los años en el trabajo de
Alonso. Será uno de los nudos temáticos de su obra futura. El de la carne, como
se verá una y otra vez en varias de sus muestras de años más recientes, seguirá
siendo un tema recurrente que operará como metáfora de la Argentina. Sin
mazorqueros, sin Rosas, con otra clase de estancieros -dueños de la tierra, de
sus habanos, de la ropa, de las vacas y de la pobreza de sus peones- y militares
y poderosos. Un territorio, cita Giudici a Alonso, "donde la anatomía humana y
la anatomía de la vaca y la sangre de la vaca y la sangre del hombre están a
veces a un mismo nivel de mercado y de precio".
En medio de un pila de vaquitas que ignoran su próximo holocausto, abrumado por
una humareda de cigarros, entre los rollizos dedos de personajes poderosos y
reses que son mitad animal mitad humano una legión de artistas y escritores han
sabido encontrar una motivación central para crear y recrear.
Hablamos de El Matadero, la historia que Esteban Echeverría concibió en su
destierro unitario y montevideano allá entre 1838 y 1840, como una metáfora de
la opresión de Rosas. Hablamos también de las 21 tintas y acuarelas de 1965 con
las que el maestro mendocino Carlos Alonso ilustró la obra de Echeverría y que
ahora son exhibidas en la Fundación Alon para las Artes (Viamonte 1465, piso 10)
en coincidencia con la reedición del seminal libro de la literatura argentina
publicado en su momento por el Centro Editor de América Latina.
Y cómo no hablar entonces del clima de desmesura, violencia y viscosidad que
texto y dibujos resuman, aún hoy, y que el filósofo José Pablo Feinmann pone en
otras palabras: "violando al unitario, los hombres del matadero violaban lo que
siempre viola la barbarie: la cultura".
Es que si un texto ha ejercido una influencia decisiva en la literatura y el
arte argentinos, ese parece haber sido El Matadero, punta de lanza de un número
cuantioso de reediciones y estudios, y simiente de un movimiento que aún hoy
permanece vigente donde se buscan nuevas lecturas y resignificaciones.
Intrincado en el corpus mismo de la génesis de la literatura argentina, aparece
El Fiord (1969), un cóctel explosivo de peronismo, sangre y otras sustancias.
Ese libro que convirtió a Osvaldo Lamborguini en la estrella de la vanguardia
literaria argentina y del cual Marechal dijo que era "una esfera perfecta, pero
de mierda" es, para el escritor César Aira, un ejemplo de cómo se ha reescrito
El Matadero. Incluso Aira, un seguidor y especialista de la obra, sostiene que
Lamborguini no ha hecho otra cosa en su azarosa carrera que escribir numerosos
Mataderos.
Antes, Rodolfo Walsh ya había publicado el cuento "Esa mujer" (1965), que narra
la historia de alguien que está buscando el cadáver de Eva Perón y habla con un
militar que ha formado parte de los servicios de inteligencia del Estado. E
incluso antes, con matices y vaivenes, Borges y Bioy Casares, -Bustos Domecq
mediante- han contado su versión de este enfrentamiento en "La fiesta del
monstruo" (1967) tanto como Julio Cortázar lo ha narrado en "Las puertas del
cielo" (1951)
En diciembre de 2005, El Matadero
también había vuelto como teatro en una performance experimental de cuatro horas
dirigida por el artista Emilio García Wehbi. La obra mostraba un grupo de
pacientes socialistas que en los años 70 es conducido por un psiquiatra alemán a
declarar la guerra al sistema capitalista. Sangre, muerte, cuerpo y tortura se
hallan presente en la obra, que no rehúsa su parentesco con la de Echeverría
sino que se afianza sobre ella.
El clima de El Matadero se respira también en las viñetas de Enrique Breccia
(1945), las ilustraciones de Adolfo Bellocq (1963) o las litografías de Juan
Carlos Huergo (1961). En esta tradición, los dibujos del mendocino Carlos Alonso
tienen bonus track: obligan a una revisión a partir de la corporización de la
palabra, donde el artista, nada inocente en estas cuestiones, violenta con la
imagen el texto de Echeverría de la misma manera que el poeta pretendía
denunciar y hasta violentar con su texto los límites de una época. Claro, Alonso
se crió en el campo y en sus ejercicios tempranos siempre eligió esos momentos
rotos, viscerales, nada distintos de los que ha elegido a lo largo de su
carrera. Aparecen así trazos sutiles y nerviosos que trabajan la fisonomía de
Matasiete, el matarife salvaje que hace y deshace y que propone castigo para el
unitario. Pero es en la carrera toda donde el artista ha elaborado un mapa de
cuerpos torturados y sacrificados -una experiencia macabra en lo humano y
afortunada en lo artístico- que vieron su punto de partida en estos trabajos
sobre El Matadero, donde y como dice Alberto Giudici, curador de alguna de sus
muestras, se lo ve como "un constructor de sentidos que alude, no nombra, porque
el acontecimiento es materialmente insoportable"
[Ángel Battistessa ha determinado
que la narración debería situarse en 1839. En el texto se menciona el luto
obligatorio por Encarnación Ezcurra de Rosas, que había muerto en octubre de
1838. Por otra parte, los periódicos de 1839, durante la Cuaresma, se refieren a
condiciones meteorológicas similares a las representadas por Echeverría. La
importancia de fechar la acción de El matadero deriva de la virulencia
antirrosista del relato. Echeverría y sus amigos políticos ya habían adoptado
posiciones francamente opuestas a las de Rosas y por tanto se alineaban en
resistencia abierta junto con los unitarios; se preparaba una insurrección en el
sur de la provincia de Buenos Aires, que sería derrotada; los franceses habían
comenzado un bloqueo del puerto de la ciudad (que culmina un entredicho
diplomático con Rosas) y los exiliados en Montevideo confían en esta
intervención extranjera como posibilidad de desalojar a Rosas del gobierno. Se
han hecho irreversibles los enfrentamientos no sólo entre unitarios y federales,
sino también entre los miembros de la generación del 37 y el Gobernador de la
provincia de Buenos Aires.]
EL MATADERO
Por Esteban Echeverría
A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la
genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos
historiadores españoles de América, que deben ser nuestros prototipos. Tengo
muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré
solamente que los sucesos de mi narración pasaban por los años de Cristo de 183…
Estábamos, a más, en Cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires,
porque la Iglesia, adoptando el precepto de Epícteto, sustine, abstine (sufre,
abstiene) ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de
que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca la carne. Y como la
Iglesia tiene ab initio y por delegación directa de Dios el imperio material
sobre las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo,
nada más justo y racional que vede lo malo.
Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos
católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular
para someterse a toda especie de mandamiento, sólo traen en días cuaresmales al
matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los
enfermos dispensados de la abstinencia por la Bula y no con el ánimo de que se
harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar los
mandamientos carnificinos de la Iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal
ejemplo.
Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron;
los pantanos se pusieron a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad
rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida se precipitó de repente por el
Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie
de las barrancas del Alto. El Plata, creciendo embravecido, empujó esas aguas
que venían buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos,
terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un lago inmenso por todas
las bajas tierras. La ciudad circunvalada del Norte al Este por una cintura de
agua y barro, y al Sud por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a
la ventura algunos barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los
árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte como
implorando la misericordia del Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio.
Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los
predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el
día del juicio, decían, el fin del mundo está por venir. La cólera divina,
rebosando, se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros
unitarios impíos que os mofáis de la Iglesia, de los santos, y no escucháis con
veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ay de vosotros, si no imploráis
misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de
dientes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías,
vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra
tierra las plagas del Señor. La justicia del Dios de la Federación os declarará
malditos.
Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del templo, echando, como era
natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios.
Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación crecía
acreditando el pronóstico de los predicadores. Las campanas comenzaron a tocar
rogativas por orden del muy católico Restaurador, quien parece no las tenía
todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios,
empezaron a amedrentarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de
imprecaciones. Se hablaba ya, como de cosa resuelta, de una procesión en que
debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto, acompañando al
Altísimo, llevado bajo palio por el Obispo, hasta la barranca de Balcarce, donde
millares de voces, conjurando al demonio unitario de la inundación, debían
implorar la misericordia divina.
Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo
efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco
escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni plegarias.
Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación
estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza
vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se
consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se
alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el
beef-steay y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo, que
nunca se hizo más digno de la bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron
sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron
a $6, y los huevos a 4 reales, y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días
cuaresmales, promiscuaciones ni excesos de gula; pero en cambio se fueron al
cielo innumerables ánimas y acontecieron cosas que parecen soñadas.
No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían
albergue. Todos murieron o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante
lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa,
se desbandaron por la ciudad como otras tantas harpías prontas a devorar cuanto
hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el
matadero, emigraron en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos
cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más notable que
sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que
cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y
bacalao y se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable
promiscuación.
Algunos
médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en
síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de
notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas
lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de
nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia
al ayuno y la penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina
entre los estómagos y las conciencias, atizada por el inexorable apetito y las
no menos inexorables vociferaciones de los ministros de la Iglesia, quienes,
como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las
costumbres católicas: a lo que se agregaba el estado de flatulencia intestinal
de los habitantes, producido por el pescado y los porotos y otros alimentos algo
indigestos.
Esta guerra se manifestaba por sollozos y gritos desacompasados en la peroración
de los sermones y por rumores y estruendos subitáneos en las casas y calles de
la ciudad o donde quiera concurrían gentes. Alarmóse un tanto el gobierno, tan
paternal como previsor, del Restaurador, creyendo aquellos tumultos de origen
revolucionario y atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas
impiedades, según los predicadores federales, habían traído sobre el país la
inundación de la cólera divina; tomó activas providencias, desparramó esbirros
por la población, y por último, bien informado, promulgó un decreto
tranquilizador de la conciencias y de los estómagos, encabezado por un
considerando muy sabio y piadoso para que a todo trance y arremetiendo por agua
y todo, se trajese ganado a los corrales.
En efecto, el decimosexto día de la carestía, víspera del día de Dolores, entró
a nado por el paso de Burgos al matadero del Alto, una tropa de cincuenta
novillos gordos; cosa poca por cierto para una población acostumbrada a consumir
diariamente de doscientos cincuenta a trescientos, y cuya tercera parte, al
menos, gozaría del fuero eclesiástico de alimentarse con carne. ¡Cosa extraña
que haya estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables, y que
la Iglesia tenga la llave de los estómagos!
Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la carne suele meterse en el
cuerpo, y que la Iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es reducir al
hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la
Iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire
libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin permiso de autoridad
competente. Así era, poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros beatos
abuelos que por desgracia vino a turbar la revolución de Mayo.
Sea como fuera, a la noticia de la providencia gubernativa, los corrales del
Alto se llenaron, a pesar del barro, de carniceros, achuradores y curiosos,
quienes recibieron con grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos
destinados al matadero.
-Chica, pero gorda -exclamaban-. ¡Viva la Federación! ¡Viva el Restaurador!
Porque han de saber los lectores que en aquel tiempo la Federación estaba en
todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero, y no había fiesta sin
Restaurador como no hay sermón sin San Agustín. Cuentan que al oír tan
desaforados gritos, las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus cuevas se
reanimaron y echaron a correr desatentadas conociendo que volvían a aquellos
lugares la acostumbrada alegría y la algazara precursora de la abundancia.
El primer novillo que se mató fue
todo entero de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una comisión
de carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales del matadero,
manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada providencia del
gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio entrañable a los
salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó
la arenga, rinforzando sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los
correspondientes vivas y vociferaciones de los espectadores y actores. Es de
creer que el Restaurador tiene permiso especial de su Ilustrísima para no
abstenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen
católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo
aceptando semejante regalo en día santo.
Siguió la matanza, y en un cuarto de hora cuarenta y nueve novillos se hallaban
tendidos en la playa del matadero, desollados unos, los otros por desollar. El
espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco aunque reunía todo lo
horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar
del Río de la Plata. Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo,
preciso es hacer un croquis de la localidad.
El matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas del Sud de la
ciudad, es una gran playa en forma rectangular colocada al extremo de dos
calles, una de las cuales allí se termina y la otra se prolonga hacia el Este.
Esta playa con declive al Sud, está cortada por un zanjón labrado por la
corriente de las aguas pluviales en cuyos bordes laterales se muestran
innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce recoge, en tiempo de lluvia, toda la
sangrasa seca o reciente del matadero. En la conjunción del ángulo recto hacia
el Oeste está lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres piezas de media
agua con corredor al frente que da a la calle y palenque para atar caballos, a
cuya espalda se notan varios corrales de palo a pique de ñandubay con sus
fornidas puertas para encerrar el ganado.
Estos corrales son, en tiempo de invierno, un verdadero lodazal, en el cual los
animales apeñuscados se hunden hasta el encuentro y quedan como pegados y casi
sin movimiento. En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corrales,
se cobran las multas por violación de reglamentos y se sienta el juez del
matadero, personaje importante, caudillo de los carniceros y que ejerce la suma
del poder en aquella pequeña república por delegación del Restaurador. Fácil es
calcular qué clase de hombre se requiere para el desempeño de semejante cargo.
La casilla, por otra parte, es un edificio tan ruin y pequeño, que nadie lo
notaría en los corrales a no estar asociado su nombre al del terrible juez y a
no resaltar sobre su blanca cintura los siguientes letreros rojos: «Viva la
Federación», «Viva el Restaurador y la heroica doña Encarnación Ezcurra»,
«Mueran los salvajes unitarios.» Letreros muy significativos, símbolo de la fe
política y religiosa de la gente del matadero. Pero algunos lectores no sabrán
que la tal heroína es la difunta esposa del Restaurador, patrona muy querida de
los carniceros, quienes, ya muerta, la veneraban como viva por sus virtudes
cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce. Es el caso
que en un aniversario de aquella memorable hazaña de la mazorca, los carniceros
festejaron con un espléndido banquete en la casilla a la heroína, banquete a que
concurrió con su hija y otras señoras federales, y que allí, en presencia de un
gran concurso, ofreció a los señores carniceros en un solemne brindis su federal
patrocinio, por cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados patrona del
matadero, estampando su nombre en las paredes de la casilla, donde se estará
hasta que lo borre la mano del tiempo.
La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación.
Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas
personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En
torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distinta.
La figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano,
brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro
embadurnado en sangre. A sus espaldas se rebullían caracoleando y siguiendo los
movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya
fealdad trasuntaba las harpías de las fábulas, y entremezclados con ellas
algunos enormes mastines, olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la
presa. Cuarenta y tantas carretas toldadas con negruzco y pelado cuero se
eslabonaban irregularmente a lo largo de la playa y algunos jinetes con el
poncho calado y el lazo prendido al tiento cruzaban por entre ellas al tranco o
reclinados sobre el pescuezo de los caballos, echaban ojo indolente sobre uno de
aquellos animados grupos, al paso que más arriba, en el aire, un enjambre de
gaviotas blanquiazules que habían vuelto de la emigración al olor de la carne,
revoloteaban cubriendo con su disonante graznido, todos los ruidos y voces del
matadero y proyectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible
carnicería. Esto se notaba al principio de la matanza.
Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba; los grupos se deshacían,
venían a formarse tomando diversas actitudes y se desparramaban corriendo como
si en el medio de ellos cayese alguna bala perdida o asomase la quijada de algún
encolerizado mastín. Esto era, que inter el carnicero en un grupo descuartizaba
a golpe de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta,
despellejaba en éste, sacaba el sebo en aquél, de entre la chusma que ojeaba y
guardaba la presa de achura salía de cuando en cuando una mugrienta mano a dar
un tarazón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba
gritos y explosión de cólera del carnicero y el continuo hervidero de los
grupos, dichos y gritería desacompasada de los muchachos.
-Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía -gritaba uno.
-Aquel lo escondió en el alzapón -replicaba la negra.
-¡Che, negra bruja, salí de aquí antes que te pegue un tajo! -exclamaba el
carnicero.
-¿Qué le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.
-Son para esa bruja; a la m…
-¡A la bruja! ¡A la bruja! -repitieron los muchachos- ¡Se lleva la riñonada y el
tongorí! -y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas
de barro.
Hacia otra parte, entre tanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas
de un animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de
repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la
codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hilera cuatrocientas negras
destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el
avaro cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados al paso que
otras vaciaban y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar
en ellas, luego de secas, la achura.
Varios muchachos, gambeteando a pie y a caballo se daban de vejigazos o se
tiraban bolas de carne, desparramando con ellas y su algazara la nube de
gaviotas que columpiándose en el aire celebran chillando la matanza. Oíanse a
menudo, a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras
inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que
caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar
a los lectores.
De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba
a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacía buena presa, y una
cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos
y mordiscones. Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un muchacho que
le había embadurnado el rostro con sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas
los compañeros del rapaz, la rodeaban y azuzaban como los perros al toro, y
llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras
carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez mandaba restablecer el orden y
despejar el campo.
Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose
horrendos tajos y reveses; por otro, cuatro ya adolescentes, ventilaban a
cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un
carnicero; y no de ellos distante, porción de perros flacos ya de la forzosa
abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado
envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se
ventilaban en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y
sociales. En fin: la escena que se representaba en el matadero era para vista,
no para escrita.
Un animal había quedado en los corrales de corta y ancha cerviz, de mirar fiero,
sobre cuyos órganos genitales no estaban conformes los pareceres porque tenía
apariencias de toro y de novillo. Llególe su hora. Dos enlazadores a caballo
penetraron al corral en cuyo contorno hervía la chusma a pie, a caballo y
horquetada sobre sus nudosos palos. Formaban en la puerta el más grotesco y
sobresaliente grupo varios pialadotes y enlazadores de a pie con el brazo
desnudo y armados del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó y
chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y
espectadores de ojo escrutador y anhelante.
El animal, prendido ya al lazo por las astas, bramaba echando espuma furibundo y
no había demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro donde estaba como
clavado, y era imposible pialarlo. Gritábanlo, lo azuzaban en vano con las
mantas y pañuelos los muchachos prendidos sobre las horquetas del corral, y era
de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces triples y roncas que
se desprendía de aquella singular orquesta.
Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas redaban de boca en boca
y cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado
por el espectáculo o picado por el aguijón de alguna lengua locuaz.
-Hi de p… el toro.
-Al
diablo los torunos del Azul.
-Mal haya el tropero que nos da gato por liebre.
-Si es novillo.
-¿No está viendo que es toro, viejo?
-Como toro le ha de quedar. Muéstreme los c… si parece, ¡c…o!
-Ahí los tiene entre las piernas. ¿No los ve, amigo, más grandes que la cabeza
de su castaño? ¿O se ha quedado ciego en el camino?
-Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo ese bulto
es barro?
-Es emperrado y arisco como un unitario.
Y al oír esta mágica palabra, todos a una voz exclamaron:
-¡Mueran los salvajes unitarios!
-Para el tuerto los h…
-Sí, para el tuerto, que es hombre de c… para pelear con los unitarios.
-El matambre a Matasiete degollador de unitarios. ¡Viva Matasiete!
-¡A Matasiete el matambre!
-Allá va -gritó una voz ronca interrumpiendo aquellos desahogos de la cobardía
feroz-. ¡Allá va el toro!
-¡Alerta! Guarda los de la puerta. ¡Allá va furioso como un demonio!
Y en efecto, el animal, acosado por los gritos y sobre todo por las picanas
agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a
la puerta, lanzando a entrambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Dióle el
tirón el enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo del asta, crujió por
el aire un áspero zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una
horqueta del corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén, una
cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando
por cada arteria un largo chorro de sangre.
-Se cortó el lazo -gritaron unos-; allá va el toro.
Pero otros, deslumbrados y atónitos, guardaron silencio porque todo fue como un
relámpago.
Desparramóse un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza
y el cadáver palpitante del muchacho degollado por el lazo, manifestando horror
en su atónito semblante, y la otra parte, compuesta de jinetes que no vieron la
catástrofe, se escurrió en distintas direcciones en pos del toro, vociferando y
gritando.
-¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda!
-Enlaza, Siete Pelos.
-¡Que te agarra, botija!
-Va furioso; no se le pongan delante.
-¡Ataja, ataja, Morado!
-Déle espuela al mancarrón.
-Ya se metió en la calle sola.
-¡Que lo ataje el diablo!
El tropel y vocerío era infernal. Unas cuantas negras achuradoras sentadas en
hilera al borde del zanjón, oyendo el tumulto, se acogieron y agazaparon entre
las panzas y tripas que desenredaban y devanaban con la paciencias de Penélope,
lo que sin duda las salvó, porque el animal lanzó, al mirarlas, un bufido
aterrador, dio un brinco sesgado y siguió adelante perseguido por los jinetes.
Cuentan que una de ellas se fue de cámaras; otra rezó diez Salves en dos
minutos, y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos malditos
corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No se sabe si cumplieron la
promesa.
El toro, entre tanto, tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle que
parte de la punta más aguda del rectángulo anteriormente descrito, calle
encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que llaman sola por no tener más de
dos casas laterales y en cuyo aposado centro había un profundo pantano que
tomaba de zanja en zanja. Cierto inglés, de vuelta de su saladero, vadeaba este
pantano a la sazón, paso a paso, en un caballo algo arisco, y sin duda iba tan
absorto en sus cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería sino
cuando el toro arremetía al pantano. Azoróse de repente su caballo dando un
brinco al sesgo y echó a correr dejando al pobre hombre hundido media vara en el
fango. Este accidente, sin embargo, no detuvo ni refrenó la carrera de los
perseguidores del toro, antes al contrario, soltaron carcajadas sarcásticas.
-Se amoló el gringo; levántate, gringo -exclamaron, y cruzando el pantano
amasaron con barro, bajo las patas de sus caballos, su miserable cuerpo.
Salió el gringo como pudo después a la orilla, más con la apariencia de un
demonio tostado por las llamas del infierno que de un hombre blanco pelirrubio.
Más adelante, al grito de “¡al toro, al toro!”, cuatro negras achuradoras que se
retiraban con su presa, se zambulleron en la zanja llena de agua, único refugio
que les quedaba.
El animal, entre tanto, después de haber corrido unas veinte cuadras en
distintas direcciones azorando con su presencia a todo viviente, se metió por la
tranquera de una quinta donde halló su perdición. Aunque cansado, manifestaba
bríos y colérico ceño; pero redeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de
pitas, y no había escape. Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban
desbandados y resolvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que expiase su
atentado en el lugar mismo donde lo había cometido.
Una hora después de su fuga, el toro estaba otra vez en el Matadero, donde la
poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del
gringo en el pantano excitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño
degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre; su cadáver estaba en
el cementerio.
Enlazaron muy luego por las astas al animal que brincaba haciendo hincapié y
lanzando roncos bramidos. Echáronle, uno, dos, tres piales; pero infructuosos;
al cuarto quedó prendido de una pata: su brío y su furia redoblaron; su lengua,
estirándose convulsiva, arrojaba espuma, su nariz humo, sus ojos miradas
encendidas.
-¡Desjarreten ese animal! -exclamó una voz imperiosa.
Matasiete se tiró al punto del caballo, cortóle el garrón de una cuchillada y
gambeteando en torno de él con su enorme daga en la mano, se la hundió al cabo
hasta el puño en la garganta mostrándola en seguida humeante y roja a los
espectadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos,
vaciló y cayó el soberbio animal entre los gritos de la chusma que proclamaba a
Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el matambre. Matasiete extendió,
como orgulloso, por segunda vez el brazo y el cuchillo ensangrentado y se agachó
a desollar con otros compañeros.
Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto, clasificado
provisoriamente de toro por su indomable fiereza; pero estaban todos tan
fatigados de la larga tarea que la echaron por lo pronto en olvido. Mas de
repente una voz ruda exclamó:
-¡Aquí están los huevos! -y sacando de la barriga del animal y mostrándolos a
los espectadores, exhibió dos enormes testículos, signo inequívoco de su
dignidad de toro.
La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron
fácilmente explicarse. Un toro en el Matadero era cosa muy rara, y aun vedada.
Aquél, según reglas de buena policía, debió arrojarse a los perros; pero había
tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor Juez
tuvo a bien hacer ojo lerdo.
En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el
maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se
preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las doce, y la poca chusma que
había presenciado hasta el fin, se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o
tirando a la cincha algunas carretas cargadas de carne.
Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó:
-¡Allí viene un unitario!
Al
oír tan significativa palabra, toda aquella chusma se detuvo como herida de una
impresión súbita.
-¿No le ven la patilla en forma de U? No tiene divisa en el fraque ni luto en el
sombrero.
-Perro unitario.
-Es un cajetilla.
-Monta en silla como los gringos.
-¡La mazorca con él!
-¡La tijera!
-Es preciso sobarlo.
-Trae pistolas por pintar.
-Todos estos cajetillas son pintores como el diablo.
-¡A que no te le animas, Matasiete!
-A que sí.
-A que no.
Matasiete era hombre de pocas palabras y mucha acción. Tratándose de violencia,
de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y
obraba. Lo habían picado; prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida
suelta al encuentro del unitario.
Era éste un joven como de veinticinco años de gallarda y bien apuesta persona,
que mientras salían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores
exclamaciones, trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno.
Notando, empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero,
echa maquinalmente la diestra sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando
una pechada al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos de suyo
tendiéndolo a la distancia, boca arriba y sin movimiento alguno.
-¡Viva Matasiete! -exclamó toda aquella chusma cayendo en tropel sobre la
víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el
tigre.
Atolondrado todavía el joven, fue, lanzando una mirada de fuego sobre aquellos
hombres feroces, hacia su caballo que permanecía inmóvil, no muy distante, a
buscar en sus pistolas el desagravio y la venganza. Matasiete, dando un salto,
le salió al encuentro y con fornido brazo, asiéndolo de la corbata, lo tendió en
el suelo tirando al mismo tiempo la daga de la cintura y llevándola a su
garganta.
Una tremenda carcajada y un nuevo viva estentóreo volvió a vitorearlo.
¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales! Siempre en pandilla cayendo
como buitres sobre la víctima inerte.
-¡Degüéllalo, Matasiete! Quiso sacar las pistolas. Degüéllalo como al toro.
-Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.
-Tiene buen pescuezo para el violín.
-Tocale el violín.
-Mejor es la resbalosa.
-Probemos -dijo Matasiete, y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por la
garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y
con la siniestra mano lo sujetaba por los cabellos.
-No, no lo degüellen -exclamó de lejos la voz imponente del juez del Matadero
que se acercaba a caballo.
-A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mazorca y las tijeras. Mueran
los salvajes unitarios. ¡Viva el Restaurador de las leyes!
-¡Viva Matasiete!
«¡Mueran! ¡Vivan!», repitieron en coro los espectadores, y atándolo codo con
codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al
infeliz joven al banco del tormento como los sayones al Cristo.
La sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de la cual no
salían los vasos de bebida y los naipes sino para dar lugar a las ejecuciones y
torturas de los sayones federales del Matadero. Notábase además, en un rincón,
otra mesa chica con recado de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de
sillas entre las que resaltaba un sillón de brazos destinado para el Juez. Un
hombre, soldado en apariencia, sentado en una de ellas, cantaba al son de la
guitarra “La resbalosa”, tonada de inmensa popularidad entre los federales,
cuando la chusma, llegando en tropel al corredor de la casilla, lanzó a
empellones al joven unitario hacia el centro de la sala.
-A
ti te toca la resbalosa -gritó uno.
-Encomienda tu alma al diablo.
-Está furioso como toro montaraz.
-Ya lo amansará el palo.
-Es preciso sobarlo.
-Por ahora verga y tijera.
-Si no, la vela.
-Mejor será la mazorca.
-Silencio y sentarse -exclamó el Juez, dejándose caer sobre su sillón.
Todos obedecieron, mientras el joven, de pie, encarando al Juez, exclamó con voz
preñada de indignación:
-Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí?
-¡Calma! -dijo sonriendo el Juez-. No hay que encolerizarse. Ya lo verás.
El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar
en convulsión. Su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban
el movimiento convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de
fuego parecían salirse de las órbitas, su negro y lacio cabello se levantaba
erizado. Su cuello desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido
violento de sus arterias y la respiración anhelante de sus pulmones.
-¿Tiemblas? -le preguntó el Juez.
-De rabia porque no puedo sofocarte entre mis brazos.
-¿Tendrías fuerza y valor para eso?
-Tengo de sobre voluntad y coraje para ti, infame.
-A ver las tijeras de tusar mi caballo; túsenlo a la federala.
Dos hombres lo asieron, uno de la ligadura del brazo, otro de la cabeza, y en un
minuto cortáronle la patilla que poblaba toda su barba por bajo, con risa
estrepitosa de sus espectadores.
-A ver -dijo el Juez-, un vaso de agua para que se refresque.
Un negro petizo púsosele al punto delante con un vaso de agua en la mano. Dióle
el joven un puntapié y el vaso fue a estrellarse en el techo, salpicando el
asombrado rostro de los espectadores.
-Éste es incorregible.
-Ya lo domaremos.
-Silencio -dijo el Juez-; ya estás afeitado a la federala, sólo te falta el
bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos a cuentas. ¿Por qué no traes divisa?
-Porque no quiero.
-¿No sabes que lo manda el Restaurador?
-La librea es para vosotros, esclavos, no para los hombres libres.
-A los libres se los hace llevar a la fuerza.
-Sí, a la fuerza y la violencia bestial. Ésas son vuestras armas, infames. El
lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar
como ellas, en cuatro patas.
-¿No temes que el tigre te despedace?
-Lo prefiero a que maniatado me arranquen, como el cuervo, una a una las
entrañas.
-¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?
-Porque lo llevo en el corazón por la Patria, por la Patria que vosotros habéis
asesinado, ¡infames!
-¿No sabes que así lo dispuso el Restaurador?
-Lo dispusisteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de vuestro señor
y tributarle vasallaje infame.
-¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas.
Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada denle verga, bien
atado sobre la mesa.
Apenas articuló esto el Juez, cuatro sayones salpicados de sangre, suspendieron
al joven y lo tendieron largo a largo sobre la mesa comprimiéndole todos sus
miembros.
-Primero degollarme que desnudarme, infame canalla.
Atáronle un pañuelo en la boca y empezaron a tironear sus vestidos. Encogíase el
joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la
flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su espina dorsal era el eje
de un movimiento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor fluían por su
rostro grandes como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las
venas de su cuello y frente negreaban en relieves sobre su blanco cutis como si
estuvieran repletas de sangre.
-Átenlo primero -exclamó el Juez.
-Está rugiendo de rabia -articuló un sayón.
En un momento liaron sus piernas en ángulo a los pies de la mesa volcando su
cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual operación con las manos para lo cual
soltaron las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el
joven, por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza y
vitalidad, se incorporó primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y
se desplomó al momento murmurando:
-¡Primero degollarme que desnudarme, infame canalla!
Sus fuerzas se habían agotado; inmediatamente quedó atado en cruz, y empezaron
la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de su
boca y las narices del joven, y extendiéndose, empezó a caer a chorros por
entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores
estupefactos.
-Reventó de rabia el salvaje unitario -dijo uno.
-Tenía un río de sangre en las venas -articuló otro.
-Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado
a lo serio -exclamó el Juez frunciendo el ceño de tigre-. Es preciso dar parte;
desátenlo y vamos.
Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la
chusma en pos del caballo del Juez, cabizbajo y taciturno.
Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas.
En aquel tiempo los carniceros degolladores de Matadero eran los apóstoles que
propagaban a verga y puñal la federación rosista, y no es difícil imaginarse qué
federación saldría de sus cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario,
conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo
el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre
decente y de corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y
de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de
la federación estaba en el Matadero.