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Paredón y después   |   Columna de opinión

Parido un 26 de diciembre, siempre recibí un solo regalo para navidad y cumpleaños. Supongo que el mal humor por eso me hizo militar desde los 14, en el '69 (el cordobazo no tuvo nada que ver). Soy platense, me casé tres veces y tengo dos hijos y tres nietos. Es más que suficiente. Empecé como periodista en "Noticias" (el diario), y no cambié de profesión hasta hoy, sigo robando con lo mismo. Edité y dirigí revistas de interés general, de temas ecológicos y políticos. Fui Jefe de Prensa de delegaciones argentinas ante la ONU y ante la OEA. Trabajé como Director Creativo en un par de agencias de publicidad y conduje programas radiales en la ciudad de Buenos Aires. Publiqué un libro de poesías llamado “Contra el Señor Oscuro”, en el año 1994, y después, por varios miles de ra$ones, elegí lo virtual: "Skin Yarí y otros relatos" (cuentos-2000); "Dividido" (poesía-2003) y un par más en proceso. Actualmente dirijo una radio y una revista en la ciudad de Trelew, provincia del Chubut. Sigo creyendo en cambiar el mundo, pero reconozco que a veces me siento un poco boludo.

Podés comunicarte con Enrique Gil Ibarra:
elhendrix@yahoo.com

Sitios web: http://elhendrix.com.ar | http://elhendrix.blogspot.com
Enrique Gil Ibarra también está presente en Columnas, Memoria y Pensamiento & Sociedad
 

El viejo

Cuando entré a la habitación me percibió, aunque creo que no hice ruido.
Levantó la mirada del libro que leía, me observó un largo momento, y dijo:
- Llegaste, al final. Te esperé mucho tiempo.
Su serenidad me descolocó. Me quedé quieto, parado bajo el dintel de la puerta, mirándolo a mi vez. Reubicando su imagen real con mis recuerdos. Hacía muchos años que no lo veía por televisión, que no había visto ni siquiera una nueva foto suya. Lo inconfundible, indisimulable, era su nariz prominente, agresiva.
Su cuerpo –ahora- era enteco, delgado y largo, frágil. Sus brazos -que la impecable camisa blanca de mangas cortas descubría-, endebles. El pelo cuidado, casi totalmente blanco, y usaba unos anteojos enormes, sobre los que unos ojos hundidos me analizaban reflexivamente.
- ¿Y? –Me preguntó - ¿Qué estamos esperando?
Me sentí intimidado. El me estaba apretando a mí. No había imaginado esta situación cuando me introduje en su semipiso de la Avenida Cabildo, en Belgrano.
En realidad, supuse que todo iba a ser mucho más complicado. Sin embargo, me llevó semanas establecer una rutina familiar, seguimientos nocturnos para determinar, con un margen mínimo, los escasos días en que el viejo se quedaba solo. Después, el problema fue el cana que custodiaba la entrada. Pero era un hombre fácil, un sargento de gustos previsibles que -relajado sin duda por la custodia prolongada en el tiempo-, a la misma hora, todas las noches, se tomaba su cañita en el bar de la esquina.

Cinco minutos, no más, pero sobraban si conseguía la llave de la puerta del edificio.
Eso sí fue simple. Le pedí a José que una tarde le arrebatara el bolso a la vecina del tercer piso cuando iba al supermercado. La vecina gritó, yo, comedido, perseguí al “ladrón” que doblaba la esquina, y regresé, triunfante, con el bolso que el chorro había arrojado cobardemente, no sin antes hacer una matriz en cera negra, por supuesto. Claro que José no tenía la menor idea de porqué estaba haciendo esto. Pero no preguntó.
En el palier del quinto piso hay un guardia durmiendo plácidamente por segunda vez. La primera fue una entrada tardía, hace un par de semanas, para ver las cerraduras del departamento y determinar las ganzúas correspondientes, que me prestó –regaló- Pedro. Ambos ingresos se consiguieron gracias al “cafecito cargado” gratuito que la custodia interna recibe todas las noches, sin faltar una, desde hace meses, obsequiado por el dueño del mismo bar.
Es curioso cómo, después de todos estos años, se ha aflojado la atención. Nadie tomó en cuenta que ese hombre anciano, de pequeña estatura, vasco y autodenominado apolítico, tuvo una vez un único hijo argentino al que extraña horrores y que no olvidará jamás, aunque detrás de la barra del bar disimule su dolor con una sonrisa terca, orgullosa e indiferente. Esa sonrisa que se ensanchó un poco cuando me vio entrar, una noche helada, hace ya cinco meses. Sólo sus ojos se hicieron más oscuros, más profundos, cuando le expliqué lo que esperaba de él. Y su estrecho abrazo de despedida me confirmó que él también, tal vez paciente e inconscientemente durante todos estos años, había estado seguro de que llegaría el momento de cobrar.

- ¿Y? –me sobresaltó el viejo- ¿te acobardaste?
- No, lo estaba mirando.

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Dividido [poesía]


Paredón y después


Skin Yarí [cuentos]

- Si tuviera veinte años menos, ya te habría matado –me dijo-
- Si, puede ser.
- ¿Por qué esperaste tanto? ¿O debería decir esperaron?
- No, yo esperé. No sé porqué.
- Cagones. –Sonrió, despectivo- Si no te animás, andáte. No voy a llamar a la policía.
- No tengo miedo –le dije- Pero tengo preguntas.
- ¡Ah! ¿Ahora tienen preguntas? Antes lo sabían todo.
Su actitud sobradora empezaba a molestarme. Me lo había imaginado cobarde, vil, suplicando por vivir. En un instante lúcido entendí que un hombre de esta edad no era el de antes. Que lo que podía perder ya casi no le importaba, y que sus propios fantasmas pesaban –probablemente- mucho más que los míos.
- No me joda, viejo, antes no es ahora – y añadí, sádico- y quiero disfrutarlo.
- Puedo entender eso – asintió- sentáte. Mi familia no vuelve hasta dentro de dos o tres horas. ¿Querés café? Parece que esto va a ser largo.
Me senté en el sillón que lo enfrentaba, y aproveché para sacarle a la pistola el silenciador casero que, por las dudas, le había acoplado: un caño de una pulgada y media de ancho y diez centímetros de largo, relleno de fibra de vidrio. Era suficiente para silenciar la detonación de una 22 por tres o cuatro disparos, pero pensé que ya no me hacía falta. Nos separaba una mesita baja, con incrustaciones que me parecieron de marfil, horrible pero carísima, y sobre ella el viejo depositó suavemente el libro que leía cuando entré. A su derecha había otra pequeña mesa con una cafetera y minúsculas tazas de porcelana. Sirvió el café. Lento, meticuloso, cuidadosamente.
- ¿Clausevitch? –me asombré-
- ¿Porqué no? ¿Siempre nos van a subestimar? Disculpáme por el tamaño de las tazas. Mis hijos piensan que si la tacita es chica, tomo menos. Idiotas. Mostráme el fierro que trajiste.
Levanté mi Star para que la viera. Era una pistola confiable, y me acompañaba desde las viejas épocas, sin traicionarme nunca.
- Una 22 –dijo el viejo apreciativamente- un arma de asesino con experiencia.
- Es suficiente si se la sabe usar.
- Sin duda –confirmó- ¿La vas a usar o no?
- No me pinche. Quiero saber por qué.
- ¿Por qué?
- Porqué lo hizo así. Porqué la bestialidad. Está clara la muerte, pero ¿porqué la bestialidad?
- Era la única manera de ganarles –me explicó-. Ustedes eran todos voluntarios. Un ejército de voluntarios es el mejor ejército del mundo. ¿Nosotros qué teníamos? Reclutas, conscriptos. La moral de ustedes era la más alta. Estaban convencidos del triunfo. Eran imbatibles. Si no los quebrábamos, perdíamos. Los quebramos.
- Así de simple.
- Si. Así de simple.
Lo miré de nuevo. Insensiblemente, el viejo me estaba ganando otra vez. Detrás de sus anteojos yo veía un brillo que no me gustaba. Como en una partida de ajedrez, él estaba ocupando los escaques claves. Tomaba ventaja. Me estaba quebrando.
- ¿Qué sintió?
- ¿Qué?
- Que qué sintió. Qué siente.
- ¡Ah! Si, la moral. Lo mismo que ustedes. Sentí que era necesario. Hasta un sobrino mío peleaba para ustedes y “perdió”, como decíamos antes. Fueron costos. Había que pagarlos, y se pagaron. Me parece que vos esperás que me arrepienta. Que te cuente la tragedia del anciano que no puede dormir, atormentado por su conciencia. ¿Estás haciendo un último esfuerzo por perdonarme? No es necesario.
- No puede haber perdón. Lo que intento es entender. Es simplista decir que fueron monstruos o demonios. Estoy convencido de que muchos de ustedes creían sinceramente que defendían la Nación, más allá de que no fuera cierto. Pero se comportaron como animales. Y lo disfrutaron.
- ¿Animales? Yo no lo veo así –me miró sonriente- Yo lo veo como supervivencia. Ustedes nos hubieran matado a todos.
- Pero no así. Los hubiéramos fusilado.
- ¡Joder! Morirse es morirse. Te repito: necesitábamos quebrarlos, y lo hicimos. Defendíamos el país. La patria.
- ¿Qué patria? –salté- La de los hijos de puta…
- Si, esa patria –me dijo, calmado- Esa patria es la nuestra. La que ustedes querían no. Defendimos la patria de nuestros padres, de nuestras tradiciones, la de los ganadores, la de los hijos de puta, si querés. Ustedes hablaban de una patria incomprensible, de los negritos, de los pobres, de los inmigrantes, de los judíos… ¿qué patria es esa? Esa no es la Argentina. La patria “socialista”. Esa no es la Argentina. La Argentina es una nación de blancos, donde todos queremos ser europeos, cultos, ricos. Donde hasta los más pobres sueñan con explotar a otros para enriquecerse. Esa es nuestra patria. Lo de ustedes fue un sueño, una ilusión. Y el pueblo sabía que era una ilusión. Una fantasía.
- No. No. Ganaron por el miedo. Ganaron porque implantaron el terror, la muerte, la desaparición.
- ¿Y quién protestó? Salvo ustedes y las Madres, ¿quién protestó? Somos culpables de matar. No de adoctrinar. Ustedes supusieron que la gente quería pensar como ustedes. Y no. La gente, en lo profundo, pensaba como nosotros. Si, ustedes fueron un sueño, un bello cuento de hadas que a los argentinos les gustó soñar, por un tiempo. Pero en este cuento los muertos se quedaban muertos por más que aplaudieras. Eso no les gustó.
- No. La gente tenía miedo.
- Si, también. Es bueno el miedo. El miedo te hace pensar dos veces. Te hace prudente.
- Usted está realmente convencido de que lo que hizo estuvo bien.
- ¿Bien? ¿Mal? Lo volvería a hacer, si fuera necesario. Lo que ustedes pretendían era una locura. ¿Y acaso vos no lo volverías a hacer?
- Queríamos un mundo más justo.
- Eso sí. –Lo pensó, y haciendo un visible esfuerzo dijo:
- Te lo reconozco, y hubiera sido…lindo. Pero la justicia depende del poder, no de la voluntad. Y en ese momento ustedes no sabían lo que era el poder. ¿Por qué les abandonaríamos los privilegios? ¿Por qué repartirlos? ¿Por qué dejarlos gobernar? No se lo habían ganado.
- ¿Y por qué destruir la industria? ¿Por qué entregar la nación? Ni siquiera se plantearon la posibilidad.
- No había posibilidad. Un mundo bipolar. Uno elige con quién juega. Ustedes hubieran elegido a la Unión Soviética y nosotros elegimos a los Estados Unidos. ¿Cuál es la diferencia?
- El país. El modelo de país. Ser independientes.
- No pensamos que fuera posible. La independencia en un mundo como éste es aislamiento. Siempre hay que negociar. Nosotros le vendimos trigo a Rusia. Y negociábamos con Estados Unidos.
- ¿Negociaban? Quintuplicaron la deuda externa. Los cagaron con las Malvinas.
- Si. Lo de Martínez de Hoz fue una cagada. Al final, nos tomó el pelo. Y las Malvinas… un error de evaluación política.
- Así de simple.
- Si. ¿Y lo de Cavallo, en el gobierno de Menem, no lo fue? Y era un gobierno democrático. Lo eligieron ustedes. Lo reeligieron ustedes. Yo no –sonrió- porque no puedo votar.
- De manera que ustedes fueron de verdad los salvadores de la patria.
- Para nada. Fuimos lo que ustedes quisieron que fuéramos. Fuimos demonios, como dijo Alfonsín, porque la sociedad necesitaba demonios que la hicieran sentirse honesta y pura. Te recuerdo que la Argentina pedía el golpe. Incluso ustedes pedían el golpe. Lo tuvieron ¿de que se quejan?
- De la masacre. De la barbarie.
- El dolor enseña ¿no es cierto? Lo van a pensar dos veces antes de golpear de nuevo la puerta de nuestros cuarteles. Bueno, pero esto es lo que tienen. Lo que supieron conseguir. No más. Nadie tiene más de lo que sabe conseguir.
Me quedé callado un rato largo. El viejo de mierda estaba convencido de verdad de que era un héroe nacional. Había entregado su vida por la Patria. Una patria sucia, desagradable. Pero era su patria. La que le habían enseñado a amar sus padres y sus abuelos. Y que debía mantenerse intocada, inmutable, aunque eso significara convertirse en un monstruo. Como Fidel, él estaba seguro de que finalmente la historia lo absolvería. Había cumplido con su deber.
- No creo que mi familia demore demasiado –me recordó el viejo, apurando el último sorbo de café- ¿Qué pensás hacer?
- Creo que voy a matarlo. A eso vine.
- Bueno. Pero antes, me gustaría preguntar algo a mí.
- ¿Qué?
- ¿Por qué tardaron tanto? Después del juicio, yo no me daba ni un año.
- No tardamos. Yo tardé. No me mandó nadie.
- ¡Ah! ¿Ni siquiera es orgánico? –parecía desilusionado- ¿Ni eso les quedó? Bueno. ¿Y por qué lo hacés ahora?
- No sé. Supongo que dije basta. Antes pensaba que no era una cuestión personal, y que matarlo no solucionaba ni mejoraba nada. Ahora también tengo claro que no soluciona, pero igual es como una deuda a pagar, ¿vio?
- Si. Si. ¿Mandé matar a alguien tuyo? No directamente, claro, pero… ¿perdiste alguien? Digo, ¿hermano, esposa?
- Amigos. Muchos. Pero es por mí, no por ellos.
El viejo me evaluó, juraría que casi compasivamente, y balanceó lentamente la cabeza, como si sopesara en su balanza el debe y el haber de tantos años. Se irguió en su sillón, se sacó los anteojos y, depositándolos con delicadeza sobre la mesita, junto al libro, esgrimió una sonrisita burlona, enderezó la espalda y me ordenó con su mejor voz de antaño:
- Proceda.
Me levanté del sillón lentamente, mirándolo a los ojos. No había averiguado todo lo que quería saber, pero no tenía más que decir. Recorrí el cuarto con la mirada, mientras pensaba. Buenos cuadros, lámparas que ofrecían una luz delicada, amortiguada, una alfombra que sin duda era persa, árabe o algo así. Todo antiguo, con la pátina lustrosa de décadas, de usuarios prolijos, satisfechos, acomodados. Al cabo de los años, me daba cuenta de que lo importante para él no era quién tenía razón, sino cómo cada uno imaginaba su papel en el Gran Juego. A partir de allí los hechos se desplegaban eslabonadamente, y todos desempeñaban su rol, con más o menos humanidad. En lugar de apuntarle, suavemente le ofrecí la pistola, con el caño para arriba y el giro de rigor. Con una reacción automática, inconsciente, el viejo la tomó y luego me miró sorprendido. En ese segundo creo que estuvo a punto de sonreír torcidamente y murmurar de nuevo: “cagón”. Pero lo pensó mejor.
- Ese es otro precio –me dijo-
- Páguelo. Usted sabe que estoy haciendo más de lo que merece.
Durante un largo instante nos observamos. El bajó la vista hacia la pistola, la pasó a su mano izquierda, la balanceó como si la estuviera amoldando, y nuevamente –me pareció que dudaba- elevó la mirada hacia mí. Era mi turno de sonreír irónicamente, pero no supe hacerlo. Me limité a inclinar levemente la cabeza, giré y salí despacio del cuarto. Cerré con suavidad la puerta del departamento y escuché la detonación, leve, como es de esperar de una 22. Cuando tomé el ascensor, el guardia seguía durmiendo.



 

El locutorio de Chela

Nos encontramos con “tachito” poco antes del mediodía, a cuatro cuadras de la Estación de Bernal, por la San Martín. Como siempre, desde que teníamos quince años. Bueno, en realidad, siempre menos dos excepciones: la primera fue por el 76, cuando él se disparó a vivir en París un par de años, esperando que aclarara. De todas maneras, a mí no me hubieran dejado salir a verlo, así que no lo extrañé.
La segunda fue a principios de los noventa. El ya había vuelto, claro, y para esa época había abandonado el peronismo revolucionario para integrarse a un grupo de ex PRTs recontra revolucionarios. De manera que me dijo por teléfono que no podíamos vernos hasta que yo no abandonara “ese gobierno de mierda” al que me había incorporado. Claro que me dolió, pero no le di demasiada bola, ya que sabia que igual seguíamos siendo amigos aunque no nos viéramos, y yo, que volví de Ecuador pelado como un lechón recién nacido, no podía despreciar el sueldo ni la posibilidad de reciclarme y ser nuevamente una persona. De manera que estuvimos sin vernos casi seis años, hasta que en el 95, como el riojano se creía en serio que era rubio, alto y de ojos celestes, y empezó a hablar de la re-re como si fuera lo mas lógico del mundo, no di mas, decidí darle curso a mi conciencia y me retiré mas rápido que volando.
A partir de esa época, insensiblemente, comencé a volver al sur.
Empecé casándome con una piba de Quilmes. Por supuesto que nos fuimos a vivir a la zona norte del conurbano, pero, con los años, y como un círculo no tiene finales, terminamos llegando al barrio parque de Bernal que estaba mucho mas lindo que antes. Al respecto, mi mujer nunca aceptó que no nos hubiéramos puesto de novios mucho antes, ya que los dos vivíamos en la misma zona. Yo intenté explicarle siempre que, al igual que el barrio, ella también estaba mucho mas linda que antes (o por lo menos más crecida, ya que le llevo diez años y eso, en los setenta –cuando yo tenía 20-, era un obstáculo insalvable) pero jamás logré convencerla con el argumento.
Bueno, pero lo importante es que de a poco, me fui aclimatando al barrio y, ya por los 2000, me volví a encontrar con tachito, que ahora es “el Tacho”, petiso como siempre pero un tanto panzón. Retomamos nuestra costumbre de vernos, cada dos sábados, en la esquina de San Martín y Zapiola, enfrente de la estación de servicio, y caminar juntos para el lado de la estación, donde nos tomamos el vermut con platitos como lo hacíamos antes.
Pero este sábado Tacho me sorprendió:
-Hendrix ¿querés conocer a la dueña del locutorio?
Lo miré. Propuesta insólita, mire vea.
-¿Está fuerte?
-No, boludo, no es eso, es una científica.
-Ya. Inventó el celular. (¡Me vas a cargar a mí!)
-En serio, gil. Experimenta con mutaciones.
-Claaaro... en el locutorio.
-No, abajo, tiene un sótano. ¿Vamos?
¿Y como resistirse? Fuimos.
El locutorio de la estación está paralelo a la vía. Es mas largo que ancho, y no tiene más de seis cabinas en línea y un mostrador. En realidad, es un local de unos tres metros por 10 como máximo. Varias veces hablé por teléfono desde ahí, y nunca le había visto nada raro. Cuando entramos, Tacho se despachó con un estentóreo: ¡Bueeenas....! que se perdió en la nada, ya que el local estaba vacío.
Sin embargo, casi enseguida se abrió la puerta de una cabina, que traía la silla, soldada por su parte interna. Por la abertura vimos que el piso de la cabina se levantaba hasta chocar con la pared y por el hueco aparecía una cabeza pelirroja y cuarentona que exclamó:
-¡Tachito! ¡Qué sorpresa! ¡Gracias por visitarme!
-Que tal, Chela, lo traje acá al amigo para que vea tus animalitos.
-Bueno, bajen, che. Preparo un té y enseguida estoy con ustedes.
Bajamos. Tacho primero. Mientras descendíamos por la escalerita de caracol, le pregunté:
-¿Científica?
-Vas a ver, pibe. –contestó Tacho, suficiente-
Y vi. Vi un local idéntico en tamaño al de arriba, pero repleto de estanterías llenas de frascos y peceras. En el medio, había una mesa y cuatro o cinco sillas. Hacia el extremo izquierdo, un cuartito que sin duda servia como cocina, donde Chela hacía ruido con tazas y cucharitas.
Me acerqué a los frascos y peceras y los miré uno por uno. Todos estaban llenos hasta la mitad con polvo o tierra de distintos colores. A veces, en medio de la tierra descansaba un pedazo de piedra, o de madera, o algo que parecía plástico, pero no era.
Lo mire al Tacho:
-¿Y?
-Ahí. Es eso. Funciona con agua –me dijo-.
-Dejáte de jodeeeer! –le dije, un poco humillado por lo estúpido de la broma.
-En serio, huevón, mirá:
Y agarró una pecera mediana, que contenía tierra de color naranja con una especie de nuez en el medio. La puso sobre la mesa, y se fue a la cocina.
-Dame un vaso de agua, Chela, que le voy a mostrar al Hendrix –escuché que le decía a su amiga-
-Bueno, -le contestó ella- pero ponéle poquita, acordáte que si no crecen mucho. No vaya a ser que te pase de nuevo lo del otro día...
-Tranqui –contestó Tacho-, me quedó claro.
Volvió y poniendo cara de Fu manchú, me señalo con un índice y exclamó:
-¡Observa, incrédulo mortal, el milagro de la ciencia moderna! –mientras derramaba unas gotas de agua sobre la nuez.
Y yo puse inmediatamente cara de pelotudo, porque en el momento que el agua empapó la nuez, esta se empezó a sacudir. Reaccioné de inmediato, y volviéndome hacia Tacho trate de borrarle la sonrisa diciéndole indiferente:
-¿Y que tiene de raro un bicho bola un poco grande?
-¡Bicho bola las pelotas! –Me contestó Tacho- ¡ese es un perro!
Y cuando me giré hacia la pecera, lo único que pude hacer fue jadear y decir:
-Mieeerda...
Porque en la pecera había un perro. Un perro minúsculo, cierto, de no mas de diez centímetros de largo, pero un perro. Con patas, cola, pelo moteado (parecía un dálmata en miniatura), perfecto, que hasta ladraba con voz aguda y saltaba por la pecera intentando salir.
-¿Y? ¿Era o no era? – me preguntó Tacho.
-Era. –Le dije- ¿Cómo?
-Yo que se. –Me contestó- La primera vez pensé que había trampa, que era una especie de juguete. Pero como Chela me dijo que crecían, le eché más agua.
-¿Y?
-Y creció. Me cagó a mordiscones, hasta que se le acabó el agua.
-¿.....?
-Te dije. Funcionan con agua. Cuando les ponés, se despiertan y se mueven hasta que se secan, o se les acaba, o la gastan, yo que se. Después, vuelven a quedarse como estaban.
-Mieeeerda –volví a decir- Mostráme otro.
Tacho se puso a examinar los frascos para ver cual elegía. Estupefacto (o sea: hecho un estúpido), yo miraba como el perrito empezaba a encogerse y se enrollaba en el medio de su pecera hasta convertirse, nuevamente, en una nuez. Chela seguía sin aparecer, pero de pronto escuchamos pasos en la escalera, y un par de piernas aparecieron por el hueco, seguidas de un torso laaaargo y flaquito, coronado por una calva incipiente y muy colorada. El ex-pelirrojo nos miró sonriente:
-¿Son amigos de Chela? ¿Dónde está? ¡Cheeeela!
-Ya, ¡no grités, che! ¿Dónde voy a estar? Preparando té. ¿Querés?
El flaco se introdujo (no se cómo) en la cocinita, y mientras cerraba la puerta a sus espaldas lo escuché susurrar:
-¡Que té ni té! Vení para acá....
-El marido de Chela –me explicó Tacho- Buen tipo, un tanto lujurioso.
-Ajá –dije.
Tacho puso sobre la mesa un frasco grande, uno de esos de cinco kilos que los restaurantes tienen para pickles o para mayonesa. La tierra en su interior era azul aturquesado, y desperdigadas sobre su superficie había cosas parecidas a porotos de distintos colores. Al rociar el interior del frasco con agua, los porotos comenzaron a agitarse. Increíblemente, se convirtieron en diminutos hombrecitos y pequeñísimas mujeres que, luego de mirarse un instante desorientados, nos observaron fijamente.
-¡Eso es gente! –grité, aterrado.
-¿Viste? ¿No son prolijitos? –contestó Tacho indiferente.
-¡Pero están vivos!
-Claro, tarado, igual que el perro –me dijo, y agregó: y con el mismo malhumor.
Porque los quince o veinte homúnculos ya se habían aglomerado contra el vidrio, y nos gritaban insultos de todo tipo, amenazándonos (ridículamente, hay que decirlo) con sus puñitos.
Nos distrajo de nuestra admiración un alboroto que se escuchaba desde la cocinita, y mientras el flaco y ex-pelirrojo esposo de Chela salía del habitáculo poco menos que despedido, oímos a Chela que gritaba:
-¡Ya te dije que sin forro no!
-Pero...querida... Chelita.... –balbuceaba el marido despreciado, mientras Chela insistía:
-¿Querés que nos vuelva a pasar lo de Luisito? ¡Boludo! ¡Calentón!
Apenas salió Chela de la cocinita, dispuesta a seguir gritando indignada, se escuchó desde el piso un llanto de bebé.
-¿Viste? ¡Lo despertaste! –siguió gritando Chela, sin demasiada coherencia.
-Pero...querida....Chelita....- siguió balbuceando el marido.
-¡Calláte! ¡Andá a buscarlo, querés! –ordenó Chela.
El marido de Chela se acercó a un rincón del sótano, levantó otra puerta trampa y descendió por ella. Me di cuenta de golpe de que en realidad estábamos –como mínimo- en un triplex, solamente que hacia abajo. Cuando volvió el flaco, traía en sus brazos al bebé más grande y pálido que yo había visto nunca. Supongo que pesaría como doce o catorce kilos, su piel era blanquísima, casi transparente, pero su aspecto y conducta era el de un nene de pocos meses.
Chela se lo arrebató de los brazos, se sentó en una silla y comenzó a acunarlo, murmurándole palabras ininteligibles. Su marido, ruborizado, nos miró y nos dijo:
-¿Es grandote, no? Pero es mayor de lo que parece. Tiene casi cinco años...
-¡Calláte! –Le gritó Chela- esas son cosas nuestras, a ellos no les interesan.
Y dirigiéndose a nosotros, nos sonrió y nos dijo, en tono normal:
-Disculpen, pero es mejor que se vayan ahora. Vuelvan otro día, cuando quieran. Y cuando este salame –agregó señalando con la cabeza a su marido- esté menos rompehuevos.
Nos despedimos y salimos. De reojo, alcancé a observar que la gentecita estaba aporotada nuevamente. Sin duda, se les había gastado toda el agua.
Cruzamos la calle con Tacho, nos sentamos en una mesita de afuera en la pizzería, y pedimos –como siempre- el vermut con una abundante picada.
Mientras el mozo nos servía, no pude contenerme más:
-Explicáme, Tachito.
-¿Qué querés que te explique? Como en todas las películas de científicos locos, parece que llegó un momento de la cosa en que Chela y su marido no pudieron resistir la curiosidad y probaron su fórmula, o lo que sea, en ellos mismos. Después nació el nene.
-Pero ese pobre chico. Es...... –vacilé- ¿es deficiente?
-Chela dice que no, para nada. Lo que pasa es que no es lo mismo sacar una persona de un poroto que un poroto de una persona ¿entendés?
-No.
-Uf. Sos lerdo. El chico es como la nuez, o como los porotos, pero al revés. Si lo mojás, se transforma, pero al revés. Se hace huevo.
-¡¿Qué?!
-Huevo. Huevo, como de avestruz. Huevo. ¿No viste lo pálido que es? No pueden sacarlo a la calle. Si se moja, se hace huevo. Grande. Blanco.
-Pero eso es terrible, Tacho. Pobre pibe. ¿Cómo va a vivir así encerrado? Podrían sacarlo igual, los días que se sabe que no va a llover...
-No sé. –Me dijo Tacho mientras pinchaba pensativo una aceituna- No creo que sea por eso. Vos viste....crece lento. A lo mejor están esperando que aprenda a no mearse encima.
-Si. Es lógico. –concedí- Y me comí un quesito.



 

El gato y el elefante

Llevaba yo mi gato y mi elefante por la calle Esmeralda, allá donde se cruza con Santa Fe a las 7 de la tarde. (Se cruza durante las 24 horas, por supuesto, pero eran las 7) y se nos ocurrió -no a mí, al gato- entrar al bazar Lo Que Quieras, que queda ahí nomás, doblando la esquina, que se puede doblar fácil desde la glasnost, porque como en el primer piso estuvo siempre la embajada soviética, antes estaba un tanto dura.
Con el gato en mi hombro derecho, que es donde le gusta estar desde que dejé de llamarlo gato y le puse Chess, inspirado en su media sonrisa permanente, y el elefante que no tiene nombre que le cuadre, ingresamos orondos al susodicho negocio, atendido por señorita atildada y reidora estilo Barrio Norte, con vocabulario ad hoc del tipo ¿viste?, ¿te cabe? y ¡no te puedo creer!
Que fue precisamente lo primero que dijo al vernos, lo que motivó al gato (Chess) que, como no es tonto, y la señorita tenía una buena delantera, de inmediato abandonó mi hombro y se arrojó a sus brazos, mientras el elefante se observaba cuidadosamente en unos espejos florentinos (falsos) de pie contra la pared izquierda. La niña repitió "¡no te puedo creer!" dos o tres veces más, y luego mirando soñadoramente el vacío a su frente logró agregar: "yo tuve uno igual".
-Estos gatos son muy comunes -informé displicente, sin mosquearme por la mirada despreciativa de Chess, que me relojeó sin desprender sus uñas de los pechos de la señorita, que no parecía incómoda.
-Me refiero al elefante, el gato es único -corrigió la niña sin dirigir la vista hacia mi persona-
-¡No me diga! ¿También era marrón?
-Todos los elefantes centroafricanos son marrones. -contestó- ¿El suyo sabe leer?
-Nunca le pregunté…
Mientras dialogábamos, Chess decidió soltar su presa y obtener algo de atención deslizándose raudo entre unos jarrones picudos de cristal de murano (falsos) que descansaban sobre una mesita laqueada (horrible) de tres patas.
-Chess, no rompas nada...-rogué, pensando en los escasos saldos de mi castigada tarjeta de crédito-
-No se preocupe, los elefantes son muy cuidadosos. ¿Nunca oyó el cuento del elefante en un bazar? -se asombró la señorita-
-Le hablaba al gato -aclaré- y el dicho del elefante en un bazar significa que el elefante entra y rompe todo. Creo.
-Ah! pero no es así. ¡Tenga cuidado con ese gato!
Aburrido de ser ignorado, y manteniendo su semisonrisa a duras penas, Chess se dedicaba a afilar sus garras en el respaldo de un chaise-longue lila, (trucho) mientras la señorita se dirigía suavemente a mi elefante y le preguntaba:
-¿Qué te gustaría leer?
Mi elefante la observó de abajo arriba con los ojos desorbitados (siempre los tiene así) y la trompa lánguida. Desde los espejos florentinos, efectuó dos pasos de danza y sorteando a la señorita se acercó a mí como pidiendo auxilio. Respaldándose en un armario veneciano (falso) a mis espaldas y colocando la trompa temblorosa alrededor de mi cuello, mi elefante susurró:
-¿Qué le pasa a esta loca? Los elefantes no leemos. Además acá no hay un solo libro, esto es un bazar.
-No te preocupes -lo tranquilicé- debe ser el calor...
-¡Qué calor ni que cuatro octavos! ¡Su elefante es un maleducado! -se indignó la señorita-
-Es ocho cuartos. No es mi elefante.
-Vino con usted. Acá no hay ni un cuarto, mucho menos ocho.
-Yo vine con él. El dicho es ocho cuartos.
-Es lo mismo. El no ha dicho nada de cuartos. Dijo que estoy loca.
-Para usted. Para él no. Le comento que el dicho dice ocho cuartos.
-¿Qué dijo que quién ha dicho? Yo lo escuché clarito.
A esas alturas, Chees casi conseguía extender su semisonrisa a la comisura derecha, y estaba a punto de desaparecer. El elefante barritaba espantado, y con su trasero agitaba el armario, que gemía a segundos de desarticularse. Yo escondía la cara de las uñas violetas de la señorita, que agitaba dos amenazadores dedos bajo mis ventanas nasales, y una potencial clienta que entraba al bazar en ese instante huyó despavorida abandonando su cartera junto a la puerta.
Chees se puso -casi- serio de inmediato, y recordando sin duda nuestras vicisitudes financieras ensayó un salto mortal hacia la cartera, mientras mentalmente yo lo alentaba esperanzado. Casi llega a tiempo. Fue, -sin embargo- más veloz la señorita, que aferró la cartera con la garra derecha mientras con la otra enviaba a Chess en un vuelo al lomo del elefante, donde, como corresponde, cayó parado.
Mientras la ogresa respiraba agitada pero triunfalmente, y mi ánimo decaía en forma proporcional, la recuperación de nuestras fuerzas vino inesperadamente de parte de la ex-clienta, que bruscamente abrió la puerta preguntando: ¿no me olvidé mi cartera?
Como era de esperar, la puerta impactó en la espalda de la avariciosa bruja, y la fuerza del golpe debilitó su garra obligándola a soltar el preciado bien, que surcó el aire (algo viciado ya) del bazar directamente a la boca del elefante, que la atajó como Amadeo Carrizo en sus mejores días.
-¡No! ¡Acá no! -dijimos todos a coro, si bien a la bruja (por el golpe) y al elefante (por la cartera) no les salió muy clarito-
Luego de observarnos desconfiada, la clienta se fue a regañadientes.
-Déme la cartera -dijo la bruja-ex-señorita-
-No la tengo -dije yo-
-Yo tampoco -(semi) sonrió Chess-
-Claro que no. La tiene él -afirmó la tigresa codiciosa señalando al elefante con su dedo índice-
-Mfghedrgt -dijo el elefante, ciertamente obstaculizado por la masa de cuero-
-Es mía -mintió la espantosa mujerzuela-
-No es cierto -atajé yo, virtuoso- es de esa pobre señora que se retiró asustada por su indigno accionar. Inmediatamente nos iremos de este infecto sucucho y buscaremos a la dama para reintegrarle su posesión, que usted pretende usurparle deshonestamente.
Chess movió su cola entusiasta, mientras el elefante asentía con su cabeza, sin reparar en que la mía se encontraba inmediatamente debajo.
Desde el piso, y mientras sacudía mi testuz para aclarar un poco mis ideas, insistí:
-No le permitiremos que concrete sus fines delictuosos, malhadada mujeruca. (Cuando me golpean me pongo solemne. Vaya uno a saber porqué)
-De acá no se van -decidida, la vil se interpuso entre el elefante y la puerta-
El elefante, con la boca firmemente apretada sobre la cartera, y con la correa enredada en su colmillo derecho, me miró implorante.
Pensé que el valiente paquidermo me solicitaba autorización para pisotear sin más a la insolente, pero la voz resignada de Chess me retrotrajo a la realidad ingrata:
-Negociemos, Inodoro.
La sabiduría de Chess es proverbial en casa, aunque esta vez la haya tomado prestada de un cánido bidimensional, de manera que propuse:
-Dividimos por cuatro.
-¡Ni loca! -Rechazó la cicatera Gorgona- ¡no me va a comparar con dos animales!
-Jamás se me ocurriría -concedí pensativo-
-No ofenda ¿quiere? -ronroneó Chess flexionando su pata para extraer sus uñas-
-Mfghedrgt -dijo el elefante, todavía obstaculizado por la masa de cuero-
-¡Por acá no pasan! -fanfarroneó la hetaira-
-Eso no es problema -sonreí- para la derecha, elefante…
Trompeteando alegre, el elefante -con Chess todavía montado en su lomo- enfiló en derechura hacia la vidriera derecha del prostibulario comercio.
-¡Se abusan porque soy mujer! -sollozó la histérica derrumbándose suavemente hasta quedar arrodillada en el suelo, con abundante exhibición de muslos.
-No se haga la inocente -balbuceé- usted quería quedarse con todo...
-No, yo quería compartir, aunque mi madre enferma necesita remedios con urgencia...
Las lágrimas inundaban un cenicero de plata (falsa) primorosamente ubicado sobre un pequeño lienzo bordado al crochet en una mesa ratona con incrustaciones. Chess se bajó del lomo del elefante y se acercó despacioso hacia la señorita, que lo abrazó para llorar más cómodamente sobre su pequeño hombro. El elefante me miró acusador mientras me empujaba con su trompa y entreabría su boca, invitándome a tomar la cartera.
Obviamente, ante la baja moral imperante en mis tropas, tomé la cartera y se la cedí -a regañadientes- a la nínfula, que al incorporarse sonriente me regaló (por lo menos) con una visión íntima de sus partes ídem.
-¡No sé como agradecérselo! -sugirió mientras se acercaba invitadora-
-Bueno, hay varias maneras....-comencé ilusionado-
Pero el elefante ya me conducía hacia la puerta, con su trompa firmemente enroscada alrededor de mi brazo. La niña tomó a Chess en sus brazos y lo restregó contra su pecho, dándole un sonoro beso en el hocico, acción que provocó en Chess la segunda sonrisa plena de su vida, por lo que inmediatamente desapareció.
Salimos con el elefante, que reía feliz por la buena acción realizada. Para no desilusionarlo, no le dije que por el rabillo del ojo pude ver a la niña-arpía exhibiendo una mueca irónica a través del cristal, mientras aseguraba la puerta con candado.
Comenzamos a caminar por Santa Fe hacia abajo, disfrutando el relativo fresco de la noche recién caída, y el elefante me preguntó:
-Hendrix: ¿por qué yo no tengo nombre?
-Sos demasiado pesado y auto suficiente como para que yo te ponga uno. Ya surgirá solo, no te preocupes.
Pensó un rato, y de nuevo:
-¿Nunca volveremos a ver a Chess?
-Claro que si, -lo tranquilicé, palmeándole la trompa- solo esperá a que le de hambre y se le borre esa sonrisa idiota de la cara.



 

La muerte y el guerrero

Luego de una batalla ocurrida hace ya tanto tiempo que la historia no la registra, la leyenda cuenta que un guerrero, último sobreviviente de ambos ejércitos, devastado y marchito se puso a caminar sin rumbo, hastiado de su vida. Amanecía sobre la llanura, y el sol nuevo iluminaba apenas la escasa vegetación sobreviviente del invierno. El guerrero, taciturno, se desplazaba lento y cansino y tropezó con una pequeña piedra. La observó y le dijo:
-Por qué me molestas? Con sólo un pisotón puedo hundirte en el polvo para que jamás vuelvas a sentir el calor de la mañana.
La piedra le contestó:
- No me he movido. Pero no discutamos. Llévame contigo, estoy cansada de mirar siempre el mismo paisaje.
-No te necesito -dijo el guerrero- no preciso compañía. Me molesta hablar y cargar pesos innecesarios.
-Puedo ayudarte, podrás arrojarme contra tus enemigos. No tienes porqué hablar. Sólo escucha.
-No quedan enemigos -afirmó el guerrero- y mi corazón está vacío. No tengo deseos de escuchar.
-Igual puedes llevarme. Sólo ocuparé el espacio que tu corazón dejó libre.
El guerrero levantó la piedra y siguió su camino.
Luego de una jornada larga y aburrida, el hombre detuvo su camino al borde de un estanque para comer su cena. A su lado, una pequeña planta crecía dificultosamente.
Pensando si sería buena para comer, el guerrero comenzó a tirar de su tallo.
- No tienes por qué arrancarme -dijo la planta- no podrás comerme.
-Podría si quisiera -repuso el guerrero- pero probablemente no tengas buen sabor.
- Es cierto. Pero de todas maneras hazlo. Si no te alimento hoy, tal vez llegue el día en que no seré desagradable.
-No pienso en el mañana -afirmó el guerrero- no hay mañanas importantes.
-En cambio, yo no tengo ayeres -dijo la planta- toda mi vida es producir semillas para nuevas plantas. Me da igual crecer aquí o allá. En realidad, soy eterna.
-Te llevaré -consintió el guerrero- veremos si eso es cierto.
El segundo día, el hombre se acercó a un pequeño bosquecillo y, en su centro, descubrió a un león encadenado a un árbol.
-Nunca había visto algo así - se asombró- ¿de qué eres culpable?
-Mirándote, diría que de lo mismo que tú -contestó el león- ¿serás amable y me matarás?
-¿Por qué debería ser amable? Nada te debo. Tu piel es vieja y estás flaco. No me reportaría ningún beneficio.
- Tal vez. Pero entonces podría acompañarte. Si me sueltas, cazaré para ti.
-Si te suelto, seré responsable de ti. Ya no necesito responsabilidades.
-Tal vez mi cadena pudiera serte útil -sugirió el león-
-El guerrero examinó cuidadosamente la cadena. Aunque oxidada, podía todavía prestar un largo servicio. Pensativo, liberó al león que, luego de estirarse cuidadosamente, le dijo:
-De todas maneras, te acompañaré. No necesitas verme si no quieres. Todavía son frías las noches.
Sin contestarle, el guerrero siguió su camino.
Varios días más tarde, al traspasar una colina, el guerrero observó a su izquierda una oveja muerta y, balando a su costado ya frío, un pequeño cordero.
Inmediatamente el león sugirió:
-Comida tierna y joven. Te he traído suerte. ¿Empiezas tú o lo hago yo?
-Me da igual, contestó el guerrero, y se dispuso a disfrutar de un opíparo almuerzo.
-¿No les parece un desperdicio? -preguntó el cordero-
-Desperdicio sería no despenarte -repuso el león-
-Me refiero a que no podrán conservar mi carne fresca mucho tiempo. Si fueran inteligentes, se conformarían con mi madre, y me llevarían con ustedes, vivo. Más adelante podrán comerme.
-Es lógico -dijo el guerrero- y comenzó a encender un fuego.
No demasiado satisfecho, el león destazó a la oveja. Luego de comer, siguieron camino.
Así caminaron muchos días. El guerrero mantenía casi siempre su hermético silencio. El tiempo parecía no transcurrir.
Un día, el guerrero llegó a una cabaña de troncos, desvencijada, de donde emergió una mujer que le sonrió:
-Estaba cansada de no tener compañía. ¿Te quedarás?
-No necesito compañía.
-Entonces podrás arreglar mi cabaña.
-¿Por qué lo haría? Seguiré mi camino.
-¿Hacia dónde vas?
El guerrero la observó sin responderle. Inclinándose, arrancó el hacha del tajo y comenzó a cortar leña.
Pasaron muchos años. La mujer murió de vejez. El guerrero, el león, el cordero y la planta parecían no cambiar. La piedra, desde luego, estaba igual.
Una tarde, bostezando, el guerrero dijo:
-Retomaré mi camino. Aquí nada me ata.
Y todos continuaron siguiendo la huella.
Una noche, en mitad del campo, el guerrero se irguió sobresaltado: junto a él, ominosa, desmesuradamente pálida, se alzaba la Muerte. De sus acompañantes, sólo la piedra parecía incólume. La planta se arrugaba marchita sobre el polvo y del león y el cordero no había rastros.
-Vengo a buscarte -le dijo-
-No sé por qué. No tengo nada que puedas desear.
La Muerte intentó envolverlo con su oscura capa, pero el guerrero parecía transparente a sus esfuerzos, evanescente, nuboso.
La Muerte, impresionada, retrocedió dos pasos.
-¿Por qué te resistes? Es tu hora.
-Nada hago. Y las horas no me preocupan.
Burlón, el guerrero hizo una leve reverencia hacia la Muerte, y se marchó, con su paso cansino.
Han pasado muchos años. Aún hoy, el guerrero sigue caminando por la tierra. Los que lo han visto, afirman que tras sus pasos, no demasiado lejos, viene la Muerte; caquéctica, desorbitada, con ansiedad de siglos, intentando descubrir por fin cuál es su secreto.



 

La olla del duende

Resulta que en mi casa hay, colgando de unas cadenitas (tres) en la pared, una olla pequeña, de cobre y bronce batido (golpeado) en la que vive (supuestamente) un duende. Esta ollita adorna -es un decir- las paredes de las casas en las que ha vivido mi familia desde hace mucho tiempo. Me la traspasó mi padre, y a él su padre, y a él (según se cuenta) el suyo, cuando vino de España en un barco. Quiero aclarar que la olla tiene tapa, también de bronce, y está sellada con tres cuajarones de lacre -creo que es lacre- rojo. En uno de los cuajarones se distingue una especie de sello impreso, donde parece haber un dibujo con rayas que se entrecruzan, como paralelos y meridianos, y abajo de estas una forma -bastante informe, por cierto- que no he podido relacionar con nada. Por supuesto que no tengo la menor idea si todo esto fue una invención de mi viejo, pero lo real es que, cuando le pregunté sobre el asunto, me contó lo que sigue:
Que la olla en cuestión le fue trasladada por su padre (mi abuelo, al que no conocí), con la “absurda” (sic) teoría de que en ella vive el Duende de la familia. Que él recordaba haber visto esa olla desde que tenía memoria, en la vieja casona de La Plata, colgada en un rincón del comedor, y que siempre se dijo que pasaría a su hermano mayor (único otro varón de todos los hermanos) cuando se casara, o cuando el abuelo muriera. Pero el asunto es que mi tío se murió en un accidente antes que el abuelo, y entonces cuando mi papá se casó le tocó la olla. Que su padre le juró que la había recibido del suyo (mi bisabuelo) y que efectivamente contenía el duende familiar. Les cuento que mi viejo era (falleció) abogado, y bastante escéptico. No obstante, el abuelo afirmaba que siendo el bisabuelo un chico, de unos diez años, vivía todavía en España, y desafiando la prohibición de siquiera tocar la olla (en casa siempre se le pasó un plumero, suavemente y muy de tanto en tanto) la descolgó de las cadenas para mirarla mejor y se le cayó, rompiéndose uno de los sellos. Parece ser que el duende se salió, “muy enojado” y se escondió hasta que regresó su padre (a esta altura creo que estoy hablando del tatarabuelo, hasta yo me confundo) quien se puso a convencer al duende de que no se fuera (parece que antes le dió a su hijo la paliza de su vida). Según la historia, convencer al duende le llevó más de tres meses, y dicen que fue uno de los peores momentos de la familia, que pasaron las cosas más espantosas, inclusive la muerte sorpresiva de una hermana menor del bisabuelo, la pérdida de una cosecha, etc. La información agrega que el ¿tatarabuelo? tuvo que viajar a no sé qué pueblo perdido en el medio de Galicia (luego de convencer al duende, supongo) para que un señor -del que la historia no registra nada- repusiera el sello roto que, por suerte, no era el que tenía (tiene) el símbolo grabado.
A partir de allí, si vamos a creerle a mi padre, la olla no volvió a abrirse nunca. Por supuesto, cuando me trasmitió todo esto, lo hizo con muchas sonrisas, ironías y burlas, dando a entender que jamás un tipo inteligente como él podría creer semejantes estupideces. Por supuesto, yo me reí con él, y no volvimos a hablar del tema. Sin embargo, por lo que me consta, él nunca abrió la olla, y cuando me la pasó (ya que me casé antes que mi hermano mayor), también con sonrisas e ironías me dijo: “Arregláte. Ahora el problema es tuyo”. Mi hermano mayor no ha tenido hijos (a decir verdad, sus sucesivas “esposas” ni siquiera han logrado hacerle firmar nunca ningún papel) ni piensa tenerlos, por lo que la olla cayó directamente sobre mi cabeza.
Y aquí viene el tema: como algunos de ustedes saben, tengo desde hace cinco años un hijo varón, y hace unos días tomé conciencia de que a más tardar dentro de uno o dos años comenzará a preguntar de que juega la famosa ollita. ¿Y qué le digo? Si le cuento la historia como viene, voy a sentir que estoy inculcándole tradiciones mágicas y fantasías increíbles que, realmente, en esta época.... Pero si le digo que la historia es falsa, va a querer sin dudas abrir la olla para ver qué hay adentro. ¿Y si no hay nada? ¿Querrá decir que durante nosécuántos años todos los Pater Familiae hablaron huevadas y trasmitieron estupideces a sus hijos? ¿Y por qué lo hicieron? Pero...¿ y si hay “algo”? ¿Y si pese a toda la lógica, la racionalidad, y etcéteras varios, rompo algo que no debiera romper? ¿Cómo le traspaso a mi hijo la pelota? Mi viejo se sacó de encima la cosa burlándose. (Pero no abrió la olla). Y me la pasó burlándose (Pero no me dijo que la abriera yo).
¿Tienen algún buen consejo para darme? ¿Qué harían en mi lugar?


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