Enrique Gil Ibaarra
Fue periodista del diario "Noticias", editor de revistas de interés general, de temas ecológicos y políticos. Jefe de Prensa de delegaciones argentinas ante la ONU y ante la OEA. Director Creativo en agencias de publicidad y conductor de programas radiales. Dirige una radio y una revista en la ciudad de Trelew.

 

Schoklender no es Madre

Por Enrique Gil Ibarra

Las Madres nunca tuvieron que ver con plata, sino con Plazas. Schoklender es otra cosa. Podrán decirme que fue un error de Hebe. Lo acepto. Hasta puedo afirmar que es un Gran Error de Hebe, así, con mayúsculas.

Porque Hebe ha cometido errores en estos años ¿quién podría negarlo?

Pero hay que separar los tantos.

No puedo ni quiero caer en este juego perverso de muchos medios que han hecho gala y pendón de “derechohumanismo” en estos años y ahora aprovechan la leña del árbol Schoklender para prender el fueguito debajo de las Madres de Plaza de Mayo, poniendo subrepticiamente en duda todos los años de lucha.

De lucha honesta, decente, insospechable, ejemplar. Avergonzante para todos aquellos que jamás pusieron la cara ni los huevos y ahora aprovechan para tomar revancha de su propia (y oculta) humillación.

Da espanto ver que gran parte de nuestra hipócrita y jodida sociedad comenta “el escándalo Schoklender” y lo pronuncia con una media sonrisita aputasada y trucha: “¿viste el escándalo de las Madres?”, gozando, disfrutando esta lapidación pública, pensando, supongo, en lo íntimo de su espíritu basura “no eran tan honestas, no eran tan valientes, no eran tan puras, no soy tan mierda”.

Pero sí son mierda.

Porque Schoklender no es Hebe (aunque seguiré diciendo a quien quiera escucharlo que no coincido con Hebe en cientos de cosas), y yo elijo seguir pensando que Hebe es una honesta Madre que a veces mete la pata, como todas las otras madres y abuelas que durante décadas le mostraron el camino de la verdad y la justicia a esta sociedad pusilánime y acomodaticia.

Elijo creer en Hebe como ella eligió creer en nosotros hace tantos años. Cuando tantos cagones y rastreros murmuraban “algo habrán hecho”. Cuando ellos ponían en sus autos los cartelitos de “derechos y humanos” mientras nos torturaban y mataban, Hebe, Azucena, Esther y todas las Madres estaban en la Plaza, gritando por nosotros.

No sé si Schoklender es “traidor”. En todo caso me preguntaría “¿traidor a qué?” porque jamás le conocí militancia. Para mí, no pasa de un empleado jerárquico de una fundación que aparentemente desfalcó buena parte de la plata que tenía a su cuidado. Si lo hizo, debe ir preso. Y punto.

¿Qué tiene eso que ver con las Madres?

¿Qué relación guarda con la lucha de años por el castigo a los culpables de torturas y violaciones?

¿Qué tiene en común una estafa monetaria con los derechos humanos?

Pues nada. Y los que pretenden mezclar las cosas son, simplemente, tan miserables, deshonestos, cobardes y despreciables como aparentemente lo es Schoklender.

Aunque no lo sepan.


Enrique Gil Ibarra
10 de junio del 2011

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A Alejandro Rozitchner la palabra pueblo le da un asquito

Por Enrique Gil Ibarra

En una notuela en la que pretende filosofar “Sobre la idea de pueblo”, Rozitchner (autodefinido como “Ideólogo libre de ideologías”) afirma que el vocablo “tiene un sentido fascista” y traduce “fascista” como “excesivamente autoritario”, una burda simplificación – para un filósofo que realmente lo sea- del significado real de “fascismo”. Pero no importa. Lo importante es que para Alejandro Rozitchner el pueblo es “una masa manipulable. Para construir esa masa cada individuo debe despersonalizarse, dejar de lado sus diferencias, su realidad, y pasar a simular ser una cabecita más en la muchedumbre que viva al líder popular. La masa, el pueblo, no valora la individualidad: ni las emociones, ni los deseos, ni las diferencias, ni todo lo que constituye la riqueza de la personalidad, la verdad de las vidas concretas”.

Es evidente que el muchacho Rozitchner no tiene la más puta idea de lo que es el pueblo. No es extraño, no debe haber estado jamás en un barrio pobre, en una villa, y menos cerca de algún obrero. De lo contrario, no podría escribir tan suelto de cuerpo que los trabajadores que constituyen el pueblo argentino son un “imaginario hombre popular, un ser imposible y carente de todo atributo”.

Inmediatamente, suma a esta des-caracterización lo que denomina “los populares” que, supongo, son (somos) aquellos que pensamos que el pueblo existe. Y sin decir “agua va” procede a tildarnos de malignos sacerdotes y sacerdotisas de una nueva teosofía ya que “pueden hacer todo tipo de maldades, tienen la justificación en esa instancia suprema, religión moderna, el pueblo”.

Claro que en verdad es Rozitchner el moderno y no nosotros. Porque, en todo caso, el pueblo existió siempre y de moderno no tiene nada. Por el contrario, son estos filósofos del fin de las ideologías los que desparraman modernidad imbécil a los cuatro vientos, se quejan del “autoritarismo populista” y pretenden reemplazarlo con el “autoritarismo republicano”. Protestan contra los “autoritarios que descalifican y ofenden”, pero son capaces de escribir sin sonrojarse “Hoy día sólo hay pueblo cuando se contrata a actores para que lo finjan”; “Hoy en día el pueblo es un recurso retórico, una palabra que se usa para darle valor a la pobreza”.

El señor asesor de Macri ni siquiera es conciente de que su discurso es una pobre copia de los más retrógrados planteos económicos neoliberales: “Los populares dan subsidios, para mantener a todos como sus hijitos pobres. Una política para el desarrollo generaría trabajo, abriría mercados, uniría recursos, sería capaz de proyectos sociales serios, de ver las verdades de la vida comunitaria. Los populares mienten las cifras, para que su lucha parezca buena, cuando no lo es. Los populares arman peleas, para convencer a los pobres de que están amenazados por los ricos, para que no se logre un acuerdo...”

No logra Rozitchner comprender que las únicas verdades que la “vida comunitaria” que propugna ha demostrado son el crecimiento la pobreza, la falta de salud y de educación que han imperado en la década en que su jefe Macri comulgaba con las políticas de Domingo Cavallo y Carlos Menem.

Tan infantil es el planteo, que sugiere que nosotros, tan malitos “armamos peleas” para “convencer a los pobres de que están amenazados por los ricos”. En realidad, y meditándolo, parece excesivo cargar las tintas sobre un individuo tan limitado. Quizás habría que juzgar al incapaz de la facultad que le otorgó el título de “filósofo”.

Y plantear la idea de personas como si fuera algo “mejor” que pueblo es desopilante (para un filósofo). Un “filósofo”, aunque no comparta el criterio, debería saber que ambos términos no son equivalentes. Es como comparar al zorro con las gallinas. “Personas” es un vocablo que remite a género humano, en tanto que “pueblo” remite claramente a sector, a lucha de clases, a mayoría silenciada, a derechos violados sistemáticamente por todas esas “personas”, la “gente como uno”, los “pobres ricos buenos” que (según Rozitchner) no amenazan a los “pobres pobres” malos o tontitos.

En fin, que para este señor hiperdemocrático “La palabra pueblo suena a fascismo, a gran monumento musoliniano, a pretensión nazi de una lucha final y santa. Detrás de la idea de pueblo hay siempre un intento de autoritarismo, una cierta falta de inteligencia...” y lo malo no es que se permita pensarlo, porque a semejantes estupideces tenemos derecho hasta los más tarados, sino que lo escribe y hasta lo firma. País generoso éste, en el que el pueblo permite que habiten semejantes trogloditas peludos.

Aquí el link al brulote de Rozitchner http://100volando.blogspot.com/2010/08/sobre-la-idea-de-pueblo-mi-articulo-de.html


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Cerebros en crisis

Por Enrique Gil Ibarra

La crisis no sólo afecta el bolsillo. También obnubila el cerebro.

El otro día, conversando con un conocido que tiene una empresa pequeña, de unos 30 empleados, hablábamos del tema universal en estos días: la crisis y cómo nos afectará a los argentinos.

Yo le comentaba que en Trelew -la ciudad donde ambos vivimos- no me parecía que la tal crisis hubiera perturbado demasiado, al menos todavía. Mi “sensación”, palabra que ha sido tan abusada que está a punto de convertirse en sinónimo de eufemismo, es –le decía- que lo que existe aquí es una especie de “psicosis de la crisis”, que si bien asusta y mucho a los empresarios, no tiene su reflejo en una realidad concreta que sea demasiado distinta de otras épocas en las que hubo que apretarse un poco el cinturón.

Vamos, que no es que haya desaparecido el dinero, sino que se encuentra bien guardado en múltiples bolsillos, cajas de seguridad y/o de zapatos, de los que él posee varios pares. Y que hasta ahora los que más se quejan lo hacen de llenos y en todo caso porque han postergado la compra del 0 Km., porque los que no están (y nunca estuvieron) llenos no se quejan sino que siguen –como siempre- buscándose la diaria como mejor pueden y a la crisis no le dan ni pelota, tal vez por falta de tiempo.

No diría que estuvo de acuerdo, pero tuvo la gentileza de reconocerme que hasta cierto punto eso era bastante cierto, pero que él creía que existía la posibilidad de que se pusiera peor.

Y agregó: “De todas formas, siempre los perjudicados vamos a ser los empresarios chicos, así que yo ya tengo pensado que si bajan las ganancias por debajo de un cierto límite, tengo que despedir alguna gente. Y si no, cierro y listo”.

“¡A la mierda! -le contesté- ¿No la vas a pelear? ¿Vas a rajar a tu gente así nomás? Algunos eran empleados de tu viejo”.

“Si, bueno –me dijo- no te creas que no me importa, pero yo no voy a perder guita. Yo esta crisis no la causé, y no voy a quedar en la lona si la empresa empieza a andar mal”.

Tengamos en claro que este pequeño empresario viene de seis años florecientes, durante los que logró forrarse concienzudamente*.

Por supuesto, se lo dije. Pero no pareció entrar en su pensamiento. Asombrado, me respondió: “¿Y eso qué tiene que ver? Esa plata es mía, no la voy a poner en la empresa para perderla”.

Y aquí viene el asunto central, porque descubrí que uno –cualquier “uno”- puede ser un brillante empresario, pero eso no implica que pueda razonar coherentemente.

Le expliqué que las recesiones se superan con consumo. Que pensara que, si él razonaba así y despedía personal, posiblemente colaboraría en convertir su preocupación en una “profecía autocumplida”, ya que el mercado en este desangelado mundo capitalista es una cadena de venta y compra interligada que, si se rompe, también explota.

No me entendió, así que la hice más simple: “Mirá, vos despedís a 10, eso no parece mucho y tus ventas no bajan. Pero después una empresa de 2.000 despide a 500, y tus ventas (Trelew tiene 100.000 habitantes) empiezan a bajar. Entonces vos despedís otros 10, y otra compañía raja a 300, y otra a 200 y vos terminás cerrando tu boliche. ¿Entendés?”

Por supuesto, ahí si comprendió rápidamente. Satisfecho, supuse que había contribuido a preservar la fuente de laburo de 30 tipos, y que además –mucho más importante- había aportado mi gotita de agua en la copa semi vacía de la resistencia contra la depresión económica.

Cuando nos despedimos, le pregunté finalmente qué planeaba para sostener su pujante empresita.

“Ya te dije –me contestó- si la cosa se pone jodida, primero rajo a algunos -pagándoles todo, eso si-, y si se pone peor, cierro. No voy a arriesgar mi propia guita. Que esto lo arregle otro, no es mi culpa”.

Margaritas a los chanchos.

Usted me dirá: “¡Qué tipo hijo de puta!”. Y sin embargo, es un chabón muy querido en la ciudad, porque siempre se comportó como “buena gente”.

La crisis no es solamente económica. Los cerebros también se arrugan como pasas por falta de irrigación.

¿Sabe lo que más me molesta? Que posiblemente en unos meses, cuando nos veamos de nuevo, el tipo me diga: “Cerré la empresa justo antes de perder plata.

¿Viste que yo tenía razón?”


*Cualquier similitud con nuestros compatriotas “del campo” es pura coincidencia, lo juro.



La Marcha de la Muerte

Por Enrique Gil Ibarra

Hoy se realizará en Buenos Aires una marcha que confluirá en la Plaza de Mayo. Los manifestantes exigirán al gobierno “más seguridad” y “más justicia”.

Sin embargo, todos los que queremos saberlo comprendemos que este reclamo es “pour la galerie”. La convocante es Constanza Guglielmi, ex asesora de Blumberg y conocida reivindicadora de la dictadura militar. No es relevante que sea hija del general Alejandro Guglielmi, acusado por su participación durante la dictadura en el centro de detención clandestino conocido como “El Campito”, porque los hijos no tienen por qué cargar con las acciones de sus padres. Claro, a menos que las compartan.

Lo que verdaderamente se reclamará mañana es la pena de muerte. Y de paso, reinstalar en la sociedad el concepto de que “con los militares estábamos mejor”.

Pavada de objetivo.

Como mencioné en una nota reciente, las estadísticas demuestran que esta mentada inseguridad, si bien existe, no es el Apocalipsis que toda la oposición (incluyo a Cobos, Carrió, Macri, De Narváez, Stolbizer, Solá y etcéteras menores), ayudados por la tilinguería televisiva y mediática intenta hacernos creer, sino una realidad muy preocupante pero aún controlable.

Qué dicen las cifras

Para evitar suspicacias, no utilizaremos las estadísticas argentinas, sino las de la ONU. De esta manera, anularemos la previsible objeción de que los maquiavélicos Kirchner las trucharon para engañarnos a todos. (Claro que siempre habrá algún conspirativo que insista en que la ONU forma parte de un plan sinárquico internacional pergeñado específicamente para cagarnos la vida a los argentinos y que también está a sueldo del progresismo judeo-masónico. En fin).

Estas son las cifras de homicidios intencionales en Sud América, con base 1/100.000 habitantes:

[Las cifras de las columnas indican los promedios mínimo y máximo]
Como vemos, la Argentina se ubica en uno de los lugares con menor tasa promedio de muertes intencionales entre los países sudamericanos, con un coeficiente de 5,4/100.000 habitantes, lo que representa aproximadamente 2.100 muertes por año.

Son demasiadas, por supuesto. Una muerte es demasiado y nadie puede discutir esto. Pero están sin duda muy lejos de las cifras de otros países, inclusive desarrollados. Sin ir más lejos, la meca-paraíso de muchos de los que protestarán mañana, los Estados Unidos de Norteamérica, tiene un coeficiente promedio superior al nuestro: 5,7/100.000.

Desde luego sería mucho mejor acercarnos a las estadísticas españolas (1,3/100.000 hab.) o italianas (1,1/100.000 hab.). Pero por ahora eso es un simple sueño.

“El que mata debe morir”

Decir esto parece fácil. Hasta podríamos aceptar que parece justo. El argumento común de todos los que plantean algo similar es que “no somos responsables de lo que pasa”, “no tenemos la culpa” y “no se puede seguir justificando al que mata diciendo que es pobre y que tuvo una mala infancia”. Es cierto que los individuos, como tales, no tienen “la culpa”. Es cierto que la justificación ante una muerte no es posible. Pero no es cierto que, como sociedad, no seamos “responsables” de lo que ocurre. Todos lo somos. Los ricos, los más o menos y los pobres. Por indiferencia, negligencia, necedad y omisión. Imagino -a esta altura de la nota- escuchar las protestas indignadas: “yo no soy responsable de nada, yo me gané la plata trabajando y rompiéndome el culo honestamente”.

Si, está bien, eso posiblemente sea cierto.

Pero el quid no está en la cantidad de plata que uno tenga, o cómo la ganó, sino en la actitud: "Cuando voy en mi auto importado no me gusta bajar el vidrio polarizado y ver tanta miseria por las calles en Argentina", dijo en el 2007 Moria Casán, que tiene mucho dinero y se lo ganó honestamente trabajando de vedette. La misma actitud que tal vez un empleado de cuarta adopta con un cartonero: “y ese negro de mierda ¿porqué no va a trabajar?”.

Lo que no se comprende es que una sociedad existe como comunidad viable porque acepta un “pacto de convivencia tácito”. La sociedad (todos nosotros) subsidia con los impuestos educación y salud, y proporciona los medios como mínimo suficientes para que el individuo (todos nosotros) se provea de trabajo, alimentación, vestido, etc. A muy grandes rasgos, así funciona el capitalismo, nos guste o no.

Una sociedad sin pactos

El tema es que en los 80, la globalización hizo estallar esos "pactos de convivencia". Eso generó, como todos podemos recordar, una híper exclusión que añadió a las clases sociales una división horizontal entre "incluidos" y "excluidos". Hasta ese momento, existía cuando menos un "concepto de posibilidad" en el trabajador no especializado; una esperanza (aunque fuera pequeña) de mejora posible. A partir de allí eso se eliminó. Los hijos del que quedó afuera nacieron y crecieron "sabiendo" que nunca podrían volver a ingresar. Para esos hijos, que hoy tienen entre 20 y 30 años, no hay pactos ni acuerdos de convivencia, ni siquiera mínimos. Para ellos, la sociedad es un abismo extraño y sus miembros, los que están “adentro”, son como otra especie, otra raza. Esos hijos de la exclusión son indiferentes al mero concepto social. En el mejor de los casos, no te registran; en el peor, sos un enemigo irreconciliable.

En ese marco de quiebre, todo aquel que no es “muy pobre" está del otro lado. Si tiene algo, lo que sea, puede ser robado, o asesinado, porque "tiene lo que yo no tengo". No hay aquí consideraciones éticas, porque no puede tener ética social (comunitaria) aquel que no reconoce lo social como un valor. Entonces, nos encontramos con una realidad que nos golpea: ahora muchos jóvenes que matan, matan porque no les preocupa morir, ni vivir. Morir, para ellos, es un incidente, un acontecimiento menor y muy probable, al que se han acostumbrado desde pequeños.

Se me dirá: “Bueno, si es así, entonces démosles el gusto y solucionado el problema”.

Pero no es así. Porque la enfermedad, ese “extrañamiento” social no radica en los individuos que matáramos hoy, sino en los que siguen creciendo y naciendo todos los días en el mismo marco incontinente.

Si la sociedad argentina no reconstruye los pactos, el problema no tiene solución y por supuesto continuará agravándose.

Comprender no es justificar

La reacción de las clases media y alta -y hasta de buena parte de los sectores trabajadores más humildes- cuando se intenta explicar el porqué algunos de estos “hijos de la miseria” se comportan de esta manera, consiste básicamente en una explosión indignada: “¡No vas a justificar a esos asesinos hijos de puta!”

No, por supuesto. Lo que considero necesario es comprender, aunque no justifique. Porque si no comprendemos, no podemos buscar soluciones; sin soluciones, el miedo nos domina hasta la necedad y surge la frase irredimible “roban y matan porque son vagos y asesinos, hay que matarlos a todos”.
Para comprender, hay que sacudirse también el clásico ejemplo personal: “mirá, mi vieja también se quedó sola y sin plata cuando éramos chicos, pero ella salió a laburar y nosotros no somos chorros ni asesinos”.

Sin cuestionar la potencial verdad de esa afirmación, podríamos argumentar que la posición social, económica y cultural desde la que se parte da ventajas, y también las quita.

Para no retrotraernos a las estadísticas de los 80, utilicemos las del año pasado. En el primer semestre del 2008, había en la Argentina, según el INDEC (para que nadie diga que las cifras están aumentadas) un 11,9 % de hogares bajo la línea de pobreza. Esto representa más de 7.000.000 de habitantes. Pero no hablemos de pobreza, sino de indigencia: 3,8% de hogares, 5,1% de personas. Nada menos que 2.000.000 de habitantes* sin acceso a necesidades básicas como el alimento, el vestido o la vivienda. De ellos, el 14,3% (286.000) son menores que nacieron en esa condición. ¿Podemos asombrarnos que –supongamos- un 10% (28.000 menores) pudieran elegir robar? ¿Y si suponemos que un 1% (2.800) se decidiera a matar? Pues tal vez sea coincidencia, pero en el 2005 la cantidad de homicidios fue de 2.115 en todo el país y los menores no cometieron ni la mitad (sin embargo, también se pretende bajar la edad de imputabilidad).

Es decir que, cuando criminalizamos la pobreza, estamos hablando de considerar sospechosos a 7.000.000 de compatriotas por ese 0,03% que realmente consumó un homicidio.

Patear la pelota afuera

Exigir la pena de muerte no es otra cosa que patear la pelota afuera. Es pedirle al Estado (a “otro”) que oficie como verdugo mientras nos permite mantener limpias nuestras manos. Podría sugerir una ley que plantee la pena de muerte si (y sólo si) luego de una condena firme, ésta es ejecutada por las propias manos del damnificado directo o su familiar más próximo. Y lo sugeriría tranquilo, porque estoy convencido de que el 99% de los que gritarán mañana en la Plaza retrocederían horrorizados ante esa posibilidad.

No es función del Estado matar a los ciudadanos. Ninguna enfermedad se cura matando al enfermo, y la criminalidad no es otra cosa que una enfermedad social que compartimos todos pero se manifiesta en los individuos más vulnerables, sea ésta una vulnerabilidad económica, cultural o psicológica.

Si no fuera así, que alguien más inteligente me explique porqué nuestro promedio de accidentes de tránsito alcanza desde hace una década las 7.500 muertes anuales (3,4 veces la cantidad anual de homicidios), sin que se convoquen marchas contra esa inseguridad, ocasionada por automovilistas no delincuentes pero que evidentemente causa muchas más víctimas. ¿Será porque buena parte de la clase media tiene automóvil?

Esta es una marcha de la muerte porque ninguno de los que participará se pregunta hasta que punto su propia indiferencia, su aceptación tácita o explícita del “sálvese quien pueda” que se instauró hace décadas en nuestro país, ha colaborado en producir esta situación. Para el argentino promedio, la culpa es siempre del “otro”. Y ninguno de ellos está dispuesto tampoco a admitir que una redistribución de la riqueza es la única fórmula viable para comenzar a solucionarla hacia el futuro, unida a la resocialización efectiva en el presente.

Su propuesta superadora, como la de la dictadura, es matar al que les molesta. Y no es casualidad. Así como para Dorian Gray la visión de su imagen en el cuadro era insoportable, todos ellos, con el rabillo del ojo, visualizan un espejo oscuro, personal y miserable que podría mostrarles su deformidad si se atrevieran a mirarlo de frente.

Enrique Gil Ibarra, 17/03/09

* Tomamos una base total país de 40 millones para no exagerar, y redondeamos las cifras, siempre en contra de nuestra tesis.
 


Tu quoque, Bruto…

“Un espanto, mire, vea. ¿Le parece que es posible que yo, que soy honesto y me gané la plata trabajando tenga que vivir encerrado en mi country, blindar mi 4x4 y mandar a mis hijos al colegio en el Mercedes con chofer y custodia?”
“¿Le parece justo que después de veinte años de entregarle mi vida al entretenimiento de la gente, de jugarme entero en la televisión, de construir mi empresa ladrillo sobre ladrillo, de darle trabajo a la gente, no pueda disfrutar en paz mi dinero bien habido?”
“¿Usted cree que nos merecemos esto? ¿Porqué nadie hace nada para protegernos, para cuidarnos?”

Póngale la firma que quiera. No es preocupante, a decir verdad, que los “famosos” –tanto imbéciles como lúcidos- atiborren las pantallas protagonizando brotes paranoides y exigiendo mano dura. Porque después de todo, son famosos. Forman parte de la caterva de supuestos inocentes mediáticos que afirman no meterse en política pero desde hace décadas vienen sustentando este capitalismo salvaje, desigual y deshonesto con su silencio, con su tergiversación, con su ocultamiento cómplice o con el aprovechamiento descarado de prebendas y sinecuras.

Marcelo, Mirta, Moria o Susana, vayan o no personalmente a la Plaza, se’gual. Para ellos, la inmoralidad de la miseria se ha convertido en una costumbre tan arraigada –y tan necesaria- que la consideran decencia.

Los billetes apilados en las cajas de seguridad han conseguido generar en sus neuronas un vallado protector e infranqueable, que les impide –a Dios dan gracias- relacionar algunos cientos de countrys, miles de 4x4’s y Mercedes con custodia, colegios privados y empresas construidas a fuerza de decretazos benefactores, con hambrunas, desocupación, analfabetismo, drogas duras y violencia mamada desde el biberón escaso y mugriento.

Por supuesto que ellos no son culpables. Sólo co-rresponsables. Por omisión o desidia, eligieron aceptar un mundo injusto y terrible y obtener de él el mejor provecho posible. Triunfaron en ese mundo, y no es su culpa si estar entre los pocos que ganan implica desentenderse de los muchos que pierden. Como diría Mirta, “cuando estás mal, te maltratan” y nadie quiere ser maltratado. Ellos supieron evitarlo.

Pero insisto: no son ellos los que me preocupan, sino los otros. Los miles de gansos aquiescentes que el 18 próximo estarán en la Plaza, tratando de sacarse la foto con semejantes ídolos. Los que se ufanarán luego en La Paternal o en Flores, contándole a los chochamus del bar de la esquina que estuvieron allí pidiendo la pena de muerte.

Me asusta mi suegra, maestra de toda la vida, o mi cuñado, ingeniero electrónico, que no van a la Plaza pero lo miran por TV, y sin duda se sentirán solidarios con tantos miles de acorralados y aterrorizados ciudadanos.

Me estremecen aquellos cientos de miles de opinantes irreflexivos que no tendrán nunca nada de valor para ser robado, pero que se identifican ciegamente con un reclamo hipócrita y falsario que exige la muerte para defender la propiedad. No comprenden que su aprobación maquinal no sólo los hace menos dignos como individuos, sino que ayuda a justificar la riqueza indefendible y ofensiva, el insulto exhibicionista en un país donde poseer una casa modesta, un auto usado, un trabajo pasable, parece un logro inalcanzable para el 50 por ciento de sus compatriotas.

Todos ellos le exigen al Estado que mate. Ninguno de ellos se animaría a matar. ¿Qué podría criticar este cronista de un padre -herido por la pérdida- que decide eliminar por propia mano al asesino de su hijo? Pero ¿qué tiene que ver ese padre con otro que sale a pedir llorando por televisión que alguien haga lo que él no se atreve a hacer?

Aunque las estadísticas afirmen que la Argentina es uno de los países más seguros de América. Aunque desmientan de forma categórica que la violencia no es un “atributo natural” de la pobreza, sino resultante de una moral social distorsionada y enferma y, como tal, afecta a todos en distintas formas (1). Aunque se les asegure que la mano dura nunca ha solucionado nada en ningún país del mundo. Ellos seguirán negándose a entender que su misma condición de “bienpensantes” es la que los convierte en víctimas potenciales.

Porque es esa indiferencia, ese pecado de omisión, esa mirada neutra y vacía que mantienen ante la desgracia ajena, la que los hace enemigos, odiados, los trasmuta en rubios, altos y de ojos celestes, aunque sean hijos de un cetrino peón siciliano o un carretero de Castilla cortón y morrudo.

Ellos, los que no son famosos, van a Plaza de Mayo sin poder creer que la injusticia está de su lado. No son ricos, y piensan que eso los absuelve. Lo triste, lo verdaderamente preocupante, es que no pueden reconocer que, para la otra miserable mitad de la población, su verdadero pecado –mortal- es no ser pobres.

Enrique Gil Ibarra
Marzo 2009

(1) No es moralmente diferente la violencia del chorro pobre que mata en medio de un robo, que la de un joven de clase media que atropella a alguien circulando a 180 kilómetros por hora.
 

Negacionismo y dictadura

Por Enrique Gil Ibarra

El conflicto en Gaza y la posición del Estado de Israel con su respuesta “desproporcionada y feroz” –según declaraciones oficiales israelíes- a los misiles palestinos, han logrado que en los últimos meses resurgiera en algunos acotados ámbitos un elemental antisemitismo inconsciente que tiene a identificar negativamente “Gobierno israelí” con “raza judía”. Teniendo claro que esta clasificación es básicamente incorrecta, no es el objetivo de este escrito pontificar sobre la diferencia –obvia- entre “raza” y “religión”, ni cómo ese antisemitismo en ocasiones se disfraza de “antisionismo”, actitud esta última que definitivamente comparto, a diferencia de la primera.

Sin embargo, es interesante observar como este aparente “antisionismo” redivivo ha posibilitado el rebrote del discurso “negacionista” del holocausto judío. Personas racionales, inteligentes, que algunos meses atrás ni siquiera se hubieran planteado el debate porque aceptaban como verdad histórica el genocidio nazi, han variado su pensamiento no por razones explícitas y lógicas sino –es mi impresión- por un oscuro sentimiento de revancha: “si hacen esto ahora, quizás se merecían lo que les pasó”; o bien por imprecisiones estadísticas: “parece que no fueron seis millones los asesinados”; o consideraciones técnicas: “lo de las cámaras de gas es falso”; o suposiciones conspirativas: “es una mentira cuyo objetivo es encubrir el dominio del mundo”.

Todos estos argumentos, recubiertos de una muy respetable pátina de “investigaciones históricas” y apellidos de científicos supuestamente serios, han recobrado una validez inusual y, paradojalmente, irracional y absurda.

Rebatirlos es simple y redundante:

• Nadie “merece” nada retroactivamente ya que, por mal que se porte “hoy”, no podría haber sido castigado “ayer”, a no ser que se argumente una presciente punición divina.
• Si fueron seis millones o cuatro, el concepto de genocidio no varía un ápice.
• Si fueron asesinados en cámaras de gas, por hambre, por frío, fusilados o ahorcados, da exactamente lo mismo y el hecho moral es idéntico.
• Por último, en el tipo de mundo en que vivimos, todo país o pueblo sueña con su preponderancia a nivel mundial, y de hecho un país la ejerce desde hace décadas con mano de hierro. Las teorías conspirativas tienden a considerar lo que es obvio en un mundo desquiciado como un plan maquiavélico y secreto, condición que posibilita la “revelación” consecuente.

Pero otra coincidencia es la que –en Argentina- me llama la atención.

Muchos de los más ansiosos negacionistas argentinos son también aquellos que, de un modo u otro, tienden a justificar los crímenes de la dictadura de 1976. Por supuesto, no se animan –excepto algunos locos- a alabar a Videla, pero si a proponer “revisar lo actuado dentro de un contexto histórico”. Esto no es malo, si no fuera porque parten de la posición de descreer de una supuesta “mentira marxista y subversiva”.

Casualmente, surgen similares argumentos: “la guerrilla empezó con la violencia, se lo buscaron”; “no fueron 30.000 los desaparecidos sino muchos menos”; “no hubo torturas como las que se cuentan y además los subversivos también torturaban”; “es una falacia del marxismo internacional que intenta la destrucción de la Iglesia y la civilización”.

Como vemos, si la casualidad es mucha, imaginar una causalidad tal vez no sea un disparate.

Quizás podrían analizarse las motivaciones o ideario que unos, negacionistas del holocausto que descreen de los crímenes del nazismo, comparten con los otros, negacionistas del terrorismo de Estado argentino que “comprenden” la reacción de las FFAA argentinas ante la agresión “terrorista”.

Un análisis superficial nos ofrece el primer paralelismo. En ambos casos, la civilización occidental y cristiana se vio “amenazada”: Hace 70 años, por la “ambición de los judíos” y el “avance del judeo marxismo que intentaba adueñarse del planeta”. Hace 30, en Argentina, esa misma civilización debió defenderse contra el “marxismo apátrida y ateo” que subvertía nuestros valores. La reacción de los “agredidos” fue sin duda “desproporcionada y feroz”.

¿Habrá sido –será- la misma guerra, que continúa a través de los años y las fronteras? Posiblemente. Si este periodista adhiriera a las teorías conspirativas, se animaría a sugerir que el intento de conspiración histórica pasa por el arco de los “negacionistas” en ambos casos.

Después de todo, y ante la realidad del mundo en el que vivimos, no puede afirmarse que por el momento el “marxismo apátrida” haya avanzado mucho.

Tal como lo manifestaba Paul Ricoeur, “la memoria es un trabajo”. El revisionismo histórico no es otra cosa que reanalizar y reubicar en un contexto veraz la memoria colectiva. Esa tarea sólo puede ser respetable y respetada si es encarada con honestidad y una inflexibilidad ética a toda prueba.

La responsabilidad de revisar el pasado incluye aceptar la posibilidad de que la nueva visión resultante no nos agrade nada. La verdad debe primar sobre el dolor del autoconocimiento y el presupuesto del prejuicio.

hendrix
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