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"Trabajo como si me fuera a morir mañana"

Aun cuando compartimos un lugar de trabajo -Clarín- durante casi tres décadas nunca tuve más oportunidad que cambiar un civilizado saludo o algún comentario ocasional con el Negro Fontanarrosa. Esto fue hasta que una tarde de primavera del 2000, nos sentamos a hablar durante horas sobre la vida. En realidad el habló y yo lo escuché regalar una sabiduría natural que se extendió hasta la ingrata idea de la muerte. He rescatado este texto no solo para contribuir a los muchos homenajes que se le hacen, si no porque es uno de los discursos más inteligentes que recuerdo haber escuchado.

Por Oscar Cardoso

La vida después de los 50

El humorista y escritor Roberto Fontanarrosa –nacido en 1944– cree que tener 50 años o algo más es habitar un territorio extraño. “Se habla de la mediana edad, que no tiene una definición muy clara”, afirma el creador de Inodoro Pereyra y Boogie el Aceitoso, entre otros personajes populares. “Ya no somos jóvenes, al menos en la dimensión que la sociedad le da hoy a la categoría juventud. Pero los que estamos ahí tampoco ocupamos el lugar respetable que antes se reservaba para esta edad”, agrega. Fontanarrosa –autor de ocho libros de cuentos y de las novelas “El área 18”, “La gansada” y “Best Seller”– admite una única certeza: la necesidad de “asimilar la idea de que ya no queda mucho tiempo”. Este rosarino tan entrañable y sedentario como sus personajes acaba de publicar “No te vayas, campeón”, sobre fútbol, uno de sus temas ya clásicos.

En un presente en el que la expectativa de vida se alargó tanto que la adolescencia parece llegar hasta los 25 años, ¿qué supone tener 50 o algo más?

Hay como un desfase de esto. Un amigo, el periodista colombiano Daniel Samper, cuenta que él en la familia siempre escuchaba hablar de su abuelo. De las alegrías del abuelo, de las tristezas del venerable abuelo. Y un día pregunto: “¿A qué edad murió?” A los 40, le dijeron. “¡Si era más joven que yo!”, fue su primera reflexión asombrada. Se lo imaginaba un viejito de barba blanca. Daniel tiene más de 50 hoy.

¿Entonces una primera inferencia apresurada es que a los 50 uno puede seguir sintiéndose joven, aun en el sentido literal del término?

 
Congreso de la Lengua - Parte 1

Sin embargo, no. Ya no somos jóvenes, al menos en la dimensión que la sociedad le da hoy a la categoría juventud. Pero el de los 50 años es un lugar extraño, porque los que estamos ahí o poco más allá tampoco ocupamos el lugar respetable que antes se reservaba para esta edad. El del hombre que estaba de vuelta y ya había hecho lo suyo, que había hecho su vida. Ahora se habla de esta etapa como de la mediana edad, que no tiene una definición muy clara. En algunos momentos se toma una brusca sensación del lugar que se ocupa, pero es en relación con el futuro cercano. Algunas veces me pasa cuando leo en un diario algo sobre “el sexagenario” tal o cual. Ahí es cuando digo “¡Pucha!, lo de sexagenario sí suena serio”. Suena de verdad como la puerta a la vejez. Pero esto también tiene mucho de relativo, porque conozco gente de 70 años o más que está fantástica. Mi vieja tiene 83 años y está activa, tiene una vida completa. Es evidente que le hemos levantado bastante el techo a la vida, aunque en esto de los grados relativos de juventud o vejez no pueda generalizarse demasiado porque depende de las condiciones personales. Siempre recuerdo lo que decía y repetía Javier Villafañe cuando tenía ya más de 80 años. Lo cargaban porque siempre andaba acompañado con minas que eran 40 años más jóvenes que él o poco menos. Y le preguntaban con sorna “¿Cómo hace para estar siempre tan joven?” Y Villafañe respondía: “Sencillo, no me junto con viejos”.

Además del humor, ¿no hay en esa respuesta un elemento de autoengaño?

Hay, sí, ciertos engaños. Yo, por ejemplo, intento, trato de seguir jugando al fútbol. Lo hago en forma absolutamente recreativa, porque no puedo ya competir para nada. Entonces, por ahí juego con chicos que son jóvenes. Por supuesto ya no podés acercárteles mucho, ni nada por el estilo. Pero el hecho simple de estar charlando y compartiendo, te da como una sensación de paridad. Pero es falsa y se viene a pique cuando sacás algunos puntos de referencia en la conversación. Por ahí mencionás a jugadores y decís: “Bueno, yo me acuerdo de César Luis Menotti”. Y, entonces, te miran asombrados y te preguntan: “¿Vos lo viste jugar a Menotti?” Y Menotti jugador es uno de mis recuerdos más recientes. O me sucede cuando reflexiono sobre la edad de mi hijo, Franco, que tiene 17 años. El número no dice nada por sí solo, pero algunas veces me doy cuenta de que nació un año después de la guerra por Malvinas. Pero si en mi memoria esa guerra está ahí no más... Es en estos momentos en que se derrumban los pequeños trucos de la conciencia.

¿Notaste, o notás, algún cambio sustancial entre los 40 y los 50? ¿Fue el medio siglo una frontera de alguna forma?


Congreso de la Lengua - Parte 2

Que el tiempo cambió y se volvió vertiginoso sin aviso previo. Cuando era chico, Navidad no llegaba nunca. Ahora digo a comienzos de año: “Esto lo vamos a hacer en noviembre” y cuando te querés acordar estás a mediados de noviembre y ya se terminó el año. Eso, por un lado, hacia el futuro. Y la otra, hacia atrás, la falta de percepción. Te doy un ejemplo. Hace poco en una conversación se mencionó el caso del transbordador espacial que estalló en el aire. Y yo dije: “Si, fue hace seis o siete años...” Y me corrigieron: había sido en los 80. ¡Hace casi veinte años! Esa percepción debe ser producto, más o menos, de la edad. Pero también es cierto que la única forma que he encontrado para detener el tiempo es el aburrimiento y, sinceramente, no vale la pena.

¿Te aburrís más que antes?

No, me aburro cuando me voy de vacaciones. No sé qué hacer con el tiempo. Pero esto no creo que tenga que ver con la edad, sino con lo demandante de mi actividad, que obliga a cumplir con el tiempo, con plazos estrictos.

¿Es la década de los 50 años, como sostienen algunos, un tobogán hacia la nostalgia como modo de vida permanente?

–En esto cuenta mucho lo personal. Yo no soy un tipo nostálgico. Me acuerdo de cosas, pero no bajo la sombrilla de que todo era entonces –y no ahora– una maravilla. Además, y aquí vuelvo a lo particular de mi trabajo que demanda encontrar enfoques nuevos y actuales, hay una cierta sensación de vitalidad que te da la tarea. Pero me quedé un poco atrás, en aquello de la frontera entre los 40 y los 50, y pienso que si no pude marcarla con nitidez es porque no han habido grandes conmociones ni cambios en mi vida. Sigo casado con la misma mujer, no me fui a vivir a otro lado, sigo en Rosario. No tuve muchos cambios grandes. Soy un tipo bastante paulatino, no soy de decir: “Desde mañana me voy a criar ovejas a la Patagonia”, o algo así. En ese continuo es difícil encontrar diferencias en el paso del tiempo. Sólo algunas cosas me hablan de ese paso como tal. Por ejemplo, cuando me encuentro repitiendo a mi hijo, con las mismas palabras, consejos que mi viejo me daba a mí. Ahí, sí, me asombro.

Dicen también que los 50 y sus alrededores son el tiempo en que se agota definitivamente todo impulso de rebelión y uno se descubre con mansedumbre hasta los mismos gestos y muecas del padre.¿Te sucede?


Cuento Cambio en tu hijo adolescente, en la voz de Alejandro Apo (Radio Nacional)

–Es más patético que eso, digamos. Por ahí me inclino a levantar algo del suelo y en mi esfuerzo, en mi incomodidad, en la queja, descubro a mi viejo en la misma circunstancia.

Viejos y nuevos miedos.

En un medio que devora creatividad ¿cómo es hoy hacer, esencialmente, el mismo trabajo que hacías a los 30 y a los 40 años?

El fantasma que está presente hoy es el temor de que no se te vaya a ocurrir nada más. Recuerdo que esta misma pregunta se la hicieron a Quino en una mesa redonda. Y citó el miedo, pero agregó algo muy racional: “Siempre he tenido ese temor. Pero después pienso: si hasta ahora se me han ocurrido, ¿por qué de golpe no se me va ocurrir más?” Yo siento el temor de repetirme, de empezar a emplear un lenguaje absolutamente obsoleto. Uno lo com¬pensa con lo que escucha, lo que lee y con el contacto con jóvenes. Pero hay una limitación, tampoco podés tomar para vos ese lenguaje nuevo porque es impostado, ya no te corresponde. Y del otro lado te acecha el anacronismo. Hay puntos de referencia que hablan de excepciones a esta regla: el negro Alejandro Dolina, que emplea esas palabras antiquísimas –chichipío, galochas, qué se yo– y sin embargo los chicos lo aceptan. Creo que esto también es por el carisma que tiene Dolina. Porque si por ahí dice galocha Raúl Alfonsín, puede parecer un viejo ridículo. Fuera de los miedos de los que hablé, debo decirte que también es cierto que en mi trabajo ahora siento –la mayor parte del tiempo al menos– que piso un terreno más firme, más conocido.

¿Son el peligro del vacío de ideas o de la repetición los únicos miedos de esta edad?

No, en verdad también me doy cuenta de que uno va interiormente tratando de asimilar la idea de que ya no queda mucho tiempo. Aunque yo soy optimista y digo que voy a vivir hasta los 90 años, 30 y pico de años más a pleno, sé que puede no ser ese el caso. Por eso siempre trabajo como si me fuera a morir mañana. Es una ven-taja que el trabajo que hago pueda hacerse hasta muy viejo. Llegado el caso en que mañana no pueda dibujar, escribiré. ¿Cómo te llevás con ese auténtico signo de los tiempos, la tecnología?

Es algo que afortunadamente uno no intenta descifrar. Pero hay una dimensión de maravilla. La televisión es un ejemplo; se le pega mucho por cómo se utiliza. Pero si lo pensás bien, la televisión es el aleph del que escribió Jorge Luis Borges: el punto desde el cual se ve todo el universo a un mismo tiempo. Siempre digo que si solamente hubiera sido una entrada para el fútbol, ya está justificado. Gracias a la TV vamos a ver a Boca jugar en Japón. Es una cosa mágica, no la puedo entender, no sé cómo puede haber una cosa así.

¿Integraste la tecnología informática a tu trabajo?

Yo tengo aún una lejanía respecto de todo este avance de la computación. Me fascina, lo acepto y creo que veo un adelanto bárbaro. Solamente escribo con la computadora y uso un cinco por ciento o menos del potencial. Y me da temor apretar otro botón, porque digo: “A ver si se me borra todo”. Pero en mi trabajo, francamente, a mí no me da mucho la computadora. Ni siquiera estoy seguro de que me ahorre tiempo. Si yo fuera un diseñador gráfico seguramente sería distinto. Con el tiempo, seguramente, tendré que utilizar más los recursos. O cuando se dibuje en la computadora, como si fuera con un lápiz, lo voy a hacer. Pero mientras yo dibuje acá y aparezca ahí, en la pantalla, no creo que lo haga. No estoy mentalmente coordinado para eso.

Si vos no tenés más remedio que envejecer, tus personajes no tienen ese dilema. Inodoro Pereyra –por ejemplo– me sigue pareciendo el mismo tipo de 35, 40 años que tenía en el inicio de la tira. ¿Cómo se reflejan tus cambios en los personajes?

Yo también calculo una edad así, de 40 años. Pero creo que los personajes cambian, hasta desde el punto de vista gráfico, como cambia uno. No es cierto que sigan igual. Es como cuando te ven después de un tiempo y te dicen: “Vos siempre estás igual”. Agarrá –habría que responder– una foto de seis años atrás y mirá la diferencia. Yo no me doy cuenta de los cambios gráficos del personaje a medida que lo voy haciendo; cuando agarro un libro, digo: “Ah, mirá cómo cambió la cosa”. Ahora, desde el punto de vista de la actividad, de la actitud, también yo experimento cambios de acuerdo con el lugar en que publico y a la frecuencia. Porque si publicás una cosa semanal es distinto a una quincenal o a una tira diaria. Si tenés más espacio, por ahí podés contar traslados del personaje de un lugar a otro. Yo me acuerdo cuando publicaba en Siete Días dos páginas por semana. Ahí el personaje viajaba de un lado para otro. Ahora es necesario, para mi gusto, que esté en un lugar y que todo ocurra ahí. Entonces, se ha hecho mucho más sedentario, está siempre ahí, en el rancho o al lado del rancho.

Es decir que se asemeja mucho a su creador, sedentario y poco propenso a los grandes cambios...

Tengo el síndrome del historietista. ¿Cómo explicarte? Vos nunca lo viste a Batman con otra pilcha. Y yo, en ese aspecto, soy un tipo rutinario, a nivel personal. No he cambiado de mujer, tengo otro auto, por supuesto. Pero tengo un Citröen del año ‘73, he vivido siempre en Rosario, en la misma casa. Entonces, por ahí vos ves dibujantes que tienen personalmente otro tipo de altibajos y eso se refleja también en el dibujo de los personajes. Hubo un caso que era bastante enfermizo. Era el caso del Príncipe Valiente. El Príncipe Valiente creo que envejecía un año por cada seis años reales, y Harry Foster tenía prevista la tira para su muerte. Eso, para mí, es demasiado.

[Publicado en Clarín, el domingo 11 de noviembre del 2000]


Documenta - Roberto Fontanarrosa


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Un artista genial, que es un sello del mejor humor argentino

(Clarín, 20/07/07) Murió ayer Fontanarrosa. Padecía una grave enfermedad neuromuscular que incluso le impidó seguir dibujando. Colaborador de Clarín desde hace décadas, brilló en varios campos.

Por Alberto Amato
aamato@clarin.com

Nos hizo reír. Mucho. A todos. Durante mucho tiempo.

Sólo por eso, deberíamos haberle colgado del pecho y las solapas las medallas al heroico valor en combates imposibles.

No intentemos colgárselas ahora que está muerto porque se nos va a reír en la cara. Y lo peor, con esa risa cargada de ironía que te calificaba para siempre como un pelotudo impenitente. Palabra ésta, la penúltima, que reivindicó la memorable tarde (para las letras) de noviembre de 2004 en la que cerró en Rosario el Congreso Internacional de la Lengua Española.

Ayer, a los 62 años, murió Roberto Fontanarrosa. Una enfermedad neurológica degenerativa, que entre otras cosas le impedía dibujar, le provocó una insuficiencia respiratoria. Murió a las tres de la tarde en el Sanatorio Central de Rosario, apenas una hora después de haber sido internado. "Mi terapia —dijo no hace mucho— es el cariño de la gente". De haber sido cierto, Roberto seguiría vivo.

Era un genio. Y era, además, una buena persona. No es común esa conjunción. Era un amigo fiel, amaba el fútbol, la música popular, la buena mesa, el lenguaje claro y el humor.


Homenaje (2011)

Sobre todo el humor. Incapaz de escatimarlo, nos lo regaló durante décadas en sus trazos inconfundibles e imborrables que ya son un pedazo de historia; en sus personajes entrañables, como el gaucho Inodoro Pereyra, el Renegáu, y su perro Mendieta, o despiadados, como Boogie, el Aceitoso, el mercenario que nació sin saber que la realidad iba a terminar por copiarlo.

Fontanarrosa había nacido en Rosario en 1944. Y allí pasó casi toda su vida, aferrado a las calles y al paisaje de su ciudad, sabedor que, como aseguraba Borges, la patria es el sitio donde uno ha transcurrido su juventud.

Rara vez bajaba a Buenos Aires. Sus amigos del alma iban a verlo a Rosario. Uno de ellos, Joan Manuel Serrat, ha confiado a carcajadas algunos detalles de esos encuentros que también ya son historia.

¿Qué hacer de ahora en más sin Fontanarrosa? Borges, otra vez: sólo nos queda el goce de estar tristes. Sin solemnidades. Porque El Negro nos va a sacudir otra de sus carcajadas. Pero es una pena enorme su muerte. Es de esos tipos que no tienen reposición. No hay muchos.

Empezó su carrera como dibujante en 1968 como una prolongación lógica de su infancia anclada a legendarias revistas de historietas: "Rayo Rojo", "Puño Fuerte", "El Tony", "Misterix" y la inolvidable "Hora Cero" que fundó Héctor Oesterheld a quien Hugo Pratt le dibujaba Ernie Pike, el corresponsal de guerra inspirado en un personaje real, Ernie Pyle.

En otra revista de leyenda, "Hortensia" fundada en Córdoba por Alberto Cognini, nacieron Boogie e Inodoro. En 1973, de la mano de Caloi, Altuna, Tabaré, Dobal y Crist, Fontanarrosa se instaló en este diario, para nuestro regocijo.

Ayer, cuando se conoció su muerte, algo extraño sucedió en esta redacción. Poco a poco, por sectores, la fue ganando un intenso silencio. No debe haber nada más extraño y turbador que una redacción en silencio. Nació en Deportes, donde El Negro tenía hondos y buenos amigos, y se extendió luego como una pesada ola umbría. Fue un silencio que duró poco, antes de que todo volviera a lo habitual. Pero será difícil lo habitual sin El Negro.

Fontanarrosa fue también escritor y periodista.

Tenía la repentización, la capacidad de observación y el poder de síntesis de los periodistas, tan corregidos y aumentados, que muchos de nosotros deberíamos imitarlo.

En 1983, con la democracia recién recuperada, un semanario le pidió una viñeta que sintetizara los horrores de la dictadura. Apenas una hora hora después llegó el fax, desde Rosario, claro, con el retrato de un hombre agobiado, gastado, deteriorado, envejecido, que hablaba de las virtudes de la democracia. Su entrevistador le preguntaba entonces cuál era su edad, y el tipo contestaba: "Catorce".

Escribió tres novelas (Best Seller, El Area 18 y La Gansada) y varios libros de cuentos desopilantes, con retratos imborrables de guerreros derrotados, de futbolistas descascarados, de poetas sin rima, de fracasados del alma, de cultores del quiero y no puedo, habitantes de regiones indómitas con idiomas inabarcables.

Todos se han editado tal vez en España en un solo tomo en lo que debe ser el primer y único tratado sociológico sobre el país escrito en forma de cuentos. De todos sus formidables personajes, sobresalen los aforismos de Ernesto Esteban Echenique, que ahora también serán historia.

Dicen que Gaetano Donizetti incluyó en su opera cómica "L''Elisir d''Amore" el aria "Una furtiva lágrima" para que quedara constancia de sus intenciones y cualidades. En sus muchos cuentos de humor, El Negro incluyó páginas de alta literatura, de las que le gustaba leer aunque confesara con pudor que jamás leyó a los clásicos: "No leí El Quijote, y creo haberlo intentado". En 2004, en cambio, admitió haber leído a Tolstoi, "Anna Karenina" y haberse sorprendido por lo cinematográfico de las descripciones. Al igual que Tolstoi, Fontanarrosa pintó su aldea para pintar el mundo entero.

Pero además expresó como nadie el sentimiento popular para desentrañar los misterios de esas cuatro o cinco cosas que nos mueven en la vida: el amor, la amistad, la locura, la muerte, la pasión. Sus libros de cuentos llevan como título el sello de las frases diarias, que repetimos una y otra vez en las casas: No sé si he sido claro, Te digo más, Usted no me lo va a creer, El mundo ha vivido equivocado.Ese humor callejero, de tablón y de real Academia que campeaba en sus cuentos era fácilmente identificable en algunos juegos de palabras y situaciones absurdas que encarnaba otros artistas geniales, Les Luthiers, con quienes el Negro colaboraba con deleite también para nuestro regocijo.

Era un tipo simple consciente de que, reveló alguna vez, la simplicidad es un punto de llegada, no un punto de partida.


Dos grandes que se nos fueron: Roberto Fontanarrosa y Osvaldo Soriano

Dato sabido pero ineludible, era un irreductible hincha de Rosario Central en ese universo partido en dos que es el Rosario del fútbol. Inventó un cuento de disparate para eternizar un momento de gloria del club de sus amores, el pase a la final del campeonato y a la gloria arrancados nada menos que a las manos de su rival eterno. Y le puso como título la fecha de la epopeya: 19 de diciembre de 1971.

Tenía la lucidez, y también la valentía, necesaria para quitarle dramatismo a todo, para hacerle pito catalán a la solemnidad, a la que despreciaba con el ropaje de la ironía, como lo hacía con ciertos círculos intelectuales que intentaban no hallar oro literario en su humor delirante, que buena falta le hubiera hecho a Tolstoi, dicho sea de paso.

"En el ámbito intelectual me parece muy pasible de humorizar —dijo hace año y medio en una entrevista en la revista Ñ de Clarín— Me hace gracia. Porque lo contrario de lo humorístico no es lo serio. Lo contrario de lo humorístico es lo pomposo. Todas esas instituciones que son altamente pomposas, el ejército, la Iglesia y los círculos intelectuales, se prestan para cagarse de risa. Realmente".

Alguna vez el propio Fontanarrosa habló de sus influencias literarias: Jack London, Jorge Luis Borges, Ernest Hemingway, J. D. Salinger, Norman Mailer, pero siempre se sintió más cercano a los dibujantes y a los periodistas. Y mucho más cercano a los periodistas deportivos, que ayer se dolieron de su muerte con fiero estupor.

Fontanarrosa transpiraba fútbol. Su lógica tiene la lógica endeble de ese deporte apasionado. El Negro iba todavía más lejos: "Como juego, el fútbol es una forma de aprendizaje muy directa de la vida y más cuandose está constantemente sometido a la competencia".

Otro de sus personajes célebres, que El Negro encerró en el difícil formato de la crónica periodística breve, estuvo también ligado al fútbol. La Hermana Rosa, pitonisa, vidente, hechicera y enamorada eterna de los vaivenes del seleccionado nacional de fútbol y de algunos de sus atletas, que también es ya un pedazo de la historia.

Enfrentó su mal con el coraje de un león. Vistió sus sentimientos con el cauteloso disfraz del optimismo. Supo y aceptó esa insospechada ironía de Dios que le quitó la movilidad para dibujar y le quitó, cómo no, dramatismo y solemnidad. No entendía ni jota de todo lo que la ciencia le decía sobre su mal: "Repito como un loro. Posiblemente padecí una atrofia monomiélica, una neurona que se muere antes de tiempo", confesó al periodista de Clarín Camilo Sánchez. Y con un gesto pícaro decía que los médicos no lo habían tranquilizado cuando admitieron que era un mal del que se sabe poco: "Ojo, no sólo acá, en el mundo entero se sabe poco de la enfermedad".

Cuando el daño en su cuerpo fue mayor, escribió veinte o treinta simpáticas líneas en la que anunciaba que su brazo o su mano habían quedado inútiles y que confiaba a su amigo Crist los dibujos que él iba a dedicarse a pensar. Vio un costado positivo en el drama: ahora, sus dibujos tendrían mejores colores.

Aceptó premios y homenajes con la conciencia plena que eran póstumos con adelanto. No lo dijo, pero lo pensó. En el homenaje que Clarín le rindió el año pasado cuando la entrega del Premio Novela, sus ojos brillaron con tierna malignidad cuando dijo: "Un premio a la trayectoria... Está bien que no empecé recién, pero todavía tengo mucho por delante..." Lo dijo con una sonrisa que decía más que la frase, junto a su mujer Gabriela y sostenido por su hijo Franco, de 23 años, un músico, bajista que detesta el fútbol, como debe ser.

Antonio Gala dice que el hombre siempre es más fuerte que cualquier cosa que lo mata. Dice que aún en medio de una tormenta marina el hombre nunca está a merced de un elemento: "El hombre sabe que se muere, pero el mar no sabe que lo mata", dice el escritor español.

Tal vez el Negro no haya leído nunca a Gala, pero con ese espíritu enfrentó sus horas finales. Supo que se le iba la vida y nos ayudó a reír. Eso es ser fiel a un estilo.

Ayer mismo, este diario publicó la última genialidad de Fontanarrosa, con los colores de Crist: una viñeta de rigurosa actualidad, tamizada por una tierna ironía, sobre las andanzas de la ex ministro de Economía. Eso también es ser fiel a un estilo.

Ya sabemos como vamos a andar de ahora en más, sin el humor y la compañía entrañables del Negro Fontanarrosa.

Mal, pero acostumbrados.

Fuente: Clarin, 20/07/07


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El Negro que se hizo querer y respetar

Por Aldo Marinozzi

“Tengo que replantearme cómo hacer para volver a la cancha sin que eso le signifique un quilombo a todo el mundo. Cada vez que yo voy a algún lado hay que planearlo como el asalto a un banco. Ver por qué puerta entramos, si hay escalera o no hay...”

De ese modo, siete meses antes de su muerte, de la que hoy se cumplieron cuatro años, el “Negro” Roberto Fontanarrosa desacralizaba, tal vez conjuraba, la reclusión a la que lo tenía sometido la esclerosis amiotrófica que ya le había quitado la posibilidad de dibujar; que casi no lo dejaba escribir y que para colmo también lo privaba de llegar a la platea alta de calle Cordiviola en el Gigante, allí desde donde festejó y sufrió tantas veces con su Rosario Central.

Así era el Negro. Un tipo sencillo, de barrio y que se negaba a creérsela, aunque fuera un muy extraño caso de dibujante, guionista y escritor.

Tal vez por eso mismo, por ser ese tipo que se sentaba en el bar como uno más, muchos no hayan visto a tiempo su condición de brillante intelectual. Es que no se calzaba ni la pose ni la pilcha, pero nos retrató mucho y muy bien. En las obsesiones cotidianas que reflejan las charlas de café, en los comentarios sobre las minas, en la euforia y la depresión del vestuario.

Creó personajes inmortales como Boogie; Inodoro, la Eulogia y Mendieta, el viejo Casale (aquel del cuento de la palomita de Poy) y los innumerables roles que les adjudicó a sus amigos, a los que bautizó como “los Galanes”.

Pero tal vez uno de sus personajes más notorios haya sido el propio fútbol, al que le dio un lugar en la literatura argentina que hasta ese momento le había sido negado, pese a su condición evidente de hecho cultural que lo atraviesa todo.

“El fútbol, incluso a nivel no profesional, incluye una serie de conflictos. La victoria y la derrota, y después la reacción de cada personaje ante eso”, decía el Negro cuando se le preguntaba por ése, su gran aporte a las letras. “Siempre repito que hay cosas que están tan frente a nuestros ojos que no las vemos”, decía.

Quizás porque aprendió eso en las calles, en los potreros y en las tribunas, supo ser simple y reivindicar para la cultura argentina ese componente popular.

Y así reivindicó también a las “malas” palabras, jugando de local en Rosario, ante la propia Real Academia Española en su intervención en el Tercer Congreso de la Lengua.

Y también de ésa se escapó con una ironía. “Al final, dibujé, escribí libros, creé personajes y voy a terminar siendo famoso porque pronuncié una puteada ante escritores y académicos de todo el mundo”, se reía, casi como un chico.

Será por eso que no recurrió jamás a la palabra rebuscada, sino que apeló siempre a las mismas palabras que usaba a diario. Es que el Negro no se la creía. Tal vez por eso no teorizaba, él sólo contaba.

Puede que por eso en el mundo académico muchos no lo hayan percibido a tiempo. Pero en la calle, cuando lo reconocían, siempre recibía un “Grande Negro”. Y él se desmarcaba enseguida. Decía que “es fácil querer al que te hace reír”, omitiendo que no cualquiera puede. Entonces sí se rendía y concedía que volvería a elegir ser querido antes que respetado.

Logró las dos cosas. De ésos, hay pocos.

19/07/11 Telam


 

Defensa de las malas palabras ante la Academia

Una intervención recordada

Fue uno de los pocos que hizo reír al público en el Congreso de la Lengua en Rosario, en 2004. En una mesa redonda, defendió las palabras proscriptas.

No sé que tiene que ver con lo de la internacionalización, que, aparte, ahora que pienso, ese título lo habrán puesto para decir que una persona que logra decir correctamente in-ter-na-cio-na-li-za-ción es capaz de ponerse en un escenario y hablar algo —porque es como un test que han hecho—.

Algo tendrá que ver el tema, éste, el de la malas palabras, por ejemplo, con éste, como el que decía el amigo Escribano (José Claudio Escribano. Se nota que es tan polémica esta mesa que es la única a la que le han asignado "escribano" para que se controle todo lo que se dice en ella.

Es un aporte real en cuanto al intercambio. Me ha tocado vivir, cuando he tenido que acompañar a la Selección Argentina a partidos (de fútbol) en Latinoamérica. El intercambio que hay en esos casos de este lenguaje es de una riqueza notable; es más, en Paraguay nos decían "come gatos" que es, estrictamente para los rosarinos, "un rosarinismo".

Un Congreso de la Lengua es, más que todo, para plantearse preguntas. Yo, como casi siempre hablo desde el desconocimiento, me pregunto por qué son malas las malas palabras, quién las define como tal. ¿Quién y por qué? ¿Quién dice qué tienen las malas palabras? ¿O es que acaso les pegan las malas palabras a las buenas? ¿Son malas porque son de mala calidad? ¿O sea que cuando uno las pronuncia se deterioran? ¿O, cuando uno las utiliza, tienen actitudes reñidas con la moral?

Obviamente, no se quién las define como malas palabras. Tal vez sean (ellas) como esos villanos de viejas películas —como las que nosotros veíamos—, que en un principio eran buenos, pero que al final la sociedad los hizo malos. Tal vez nosotros, al marginarlas, las hemos derivado en palabras malas. Lo que yo pienso es que brindan otros matices, muchas de ellas. Yo soy fundamentalmente dibujante, con lo que uno se preguntará: ¿qué hace ese muchacho arriba del escenario? Manejo muy mal el color, por ejemplo, pero a través de eso sé que cuanto más matices tenga uno, más puede defenderse, para expresarse, para transmitir, para graficar algo; entonces: hay palabras, palabras de las denominadas malas palabras que son irremplazables, por sonoridad, por fuerza, algunas incluso por contextura física de la palabra. No es lo mismo decir que una persona es tonta o zonza que decir que es un pelotudo. Tonto puede incluso incluir un problema de disminución neurológica realmente agresivo.

El secreto de la palabra pelotudo, ya universalizada —no sé si está en el diccionario de dudas—, está en que también puede hacer referencia a algo que tiene pelotas. Puede hacer referencia a algo que tiene pelotas, que puede ser un utilero de fútbol que es un pelotudo porque traslada las pelotas; pero lo que digo, el secreto, la fuerza, está en la letra t. Analicémoslo —anoten las maestras—: está en la letra t, puesto que no es lo mismo decir zonzo que decir peloTudo.

Otra cosa, hay una palabra maravillosa que en otros países está exenta de culpa —esa es otra particularidad, porque todos los países tienen malas palabras pero se ve que las leyes de algunos países protegen y en otros no—, hay una palabra maravillosa, decía, que es carajo. Yo tendría que recurrir a mi amigo y conocedor, Arturo Pérez Reverte, conocedor en cuanto a la navegación, porque tengo entendido que el carajo era el lugar donde se colocaba el vigía, en lo alto de los mástiles de los barcos para divisar tierra o lo que fuere; entonces mandar a una persona al carajo era estrictamente eso, mandarlo ahí arriba.

Amigos mexicanos con los que estuve cenando anoche me estuvieron enseñando una cantidad de malas palabras mexicanas. Ahora que lo pienso creo que me estaban insultando porque se suscitó un problema con la cuenta a la hora de pagar. Me explicaban que las islas Carajo son unas islas que están en el océano Indico.

En España, el carajillo es el café con coñac y acá apareció como mala palabra, al punto que se llega a los eufemismos, se decía caracho; es de una debilidad absoluta y de una hipocresía... ¿no?

A veces hay periódicos que ponen: "El senador Fulano de Tal envío a la m... a su par". La triste función de esos puntos suspensivos, realmente el papel absurdo que están haciendo ahí, merecería también una discusión acá, en el Congreso de la Lengua.

Voy a ir cerrando. Hay otra palabra que quiero apuntar que creo es fundamental en el idioma castellano, que es la palabra "mierda", que también es irremplazable. El secreto de la contextura física está en la r —anoten las docentes—, porque es mucho más débil como la dicen los cubanos: mieLda, que suena a chino, y eso —yo creo que ahí está la base de los problemas que ha tenido la Revolución cubana—, le quita posibilidades de expresividad.

Voy cerrando, después de este aporte medular que he hecho al lenguaje y al Congreso. Lo que yo pido es que atendamos a esta condición terapéutica de las malas palabras. Mi psicoanalista dice que es imprescindible para descargarse, para dejar de lado el estrés y todo ese tipo de cosas. Lo único que yo pediría (no quiero hacer una teoría) es reconsiderar la situación de estas palabras. Pido una amnistía para la mayoría de ellas. Vivamos una Navidad sin malas palabras e integrémoslas al lenguaje, que las vamos a necesitar.

Ilustración: Fontanarrosa por Andrés Cascioli

Pequeño Fontanarrosa Ilustrado

Por Roberto Fontanarrosa

[Extractado de la extraordinaria charla abierta que brindó el escritor y humorista en la Feria del Libro de Rosario en 2006]

- Los libros "Hay un tema que yo he dicho en muchos casos y que puede sonar provocativo en una feria del libro, pero les voy a explicar desde mi punto de vista cómo yo elijo un libro. Ustedes lo toman como quieran, pero yo les voy a decir qué condiciones tiene que tener un libro para que yo lo elija."

"Primero y principal no tiene que ser un libro gordo. Un libro gordo me parece un abuso de confianza del autor hacia mi tiempo. Es como si aparece alguien y me dice: ‘Quisiera hablar con vos, tenés dos semanas libres...’. ¿Cuál es el lazo de confianza que me une a ese escritor para que durante dos meses yo me vaya a la cama con él y su libro?"

"Segundo, y lo va a comprender la gente que ya tiene cierta edad, y no es por la madurez: tiene que tener letra grande. Hay escritores que escribían con letra muy chiquita, y ya a esta altura del campeonato ese esfuerzo es excesivo."

"Otra cosa: tiene que tener espacios en blanco. Si abro un libro y veo un masacote negro, como si fuera un amontonamiento de hormigas, yo digo: ‘¿Por dónde entro al texto?’."

"Otra alternativa: fíjense en capítulos cortos. Ustedes mismos se van a dar cuenta de la sabiduría del cuerpo humano: usted está leyendo un libro y de repente observa que sin darse cuenta su mano derecha va buscando las páginas hasta llegar a un capítulo."

"Otra cosa que me interesa también es que tenga diálogos, porque a mí me gusta escuchar a los protagonistas. Antes pasaba en algunos diarios, porque ahora el género del reportaje es mucho más fluido, que hacían un reportaje y decían: ‘Estuvimos en la casa del afamado escultor fulano de tal, y nos dijo que está pensando en hacer una escultura que representa a un caballo comiendo una codorniz’."

"Yo digo: dejalo hablar al escritor, qué te metés en el medio. A mí con los libros me pasa eso. Y si están bien escritos mejor, pero siempre préstenle atención a esas consideraciones."

- Los amigos "Es placentero y descansado encontrarse a las ocho de la tarde con los amigos en El Cairo o en algún boliche, porque a los amigos, a los verdaderos amigos, no hay por qué darles pelota. Si un amigo te dice: ‘Fui a ver una película iraní’, yo le digo: ‘Dejáme de romper las pelotas’."

- Los estudios "Yo desde mi ignorancia me hago una pregunta: ¿por qué los chicos se tienen que levantar tan temprano para ir a la escuela? Gardel se levantaba a las ocho de la noche. Y fue Gardel. (...) Les voy a contar que estuve en Córdoba, donde me dieron el Doctor Honoris Causa, lo que indica lo mal que está la educación argentina. Imagino la desolación de los estudiantes que estudian ocho horas diarias y ven que a un tipo como yo le dan el Doctor Honoris Causa. Yo no terminé el tercer año de la escuela secundaria. Y no levanto como bandera el ser un ‘salvaje ilustrado’; digo que no terminé la escuela porque desde el comienzo sostuve una batalla desigual contra las matemáticas. Desigual por la simple condición de superioridad numérica de ellas. Los números son millones, y yo era uno solo. Yo fui a lo que era el Politécnico y me acuerdo de aquellas épocas de estudiantes, con todas las expectativas..., ¡qué horrible que era eso! Para mí era un espanto, similar a lo que me ocurrió no hace mucho, que tuve que hacer una dieta ayurveda de vegetales."

- La lectura "Siempre he ligado la lectura con el placer. Siempre he sido un lector vago. Y repito otra consideración que pasará al mármol: creo que casi todos los grandes logros y avances de la civilización se debieron a la vagancia. O sea, el tipo que inventó la rueda es porque no quería caminar más. Y después de la rueda, el otro invento maravilloso, que ha hecho dar un salto cualitativo y cuantitativo a la humanidad, es el cambiador del televisor. Volviendo a la literatura, no entiendo el esfuerzo por leer, cuando uno se encuentra con tantos libros que los empieza y no los puede dejar, se siente atrapado por los libros, quiere terminarlos y está feliz mientras los lee."

- La relación autor-personaje "Sé que algo mío hay dentro de Boggie e Inodoro Pereyra; es más parecido a mí y a cualquiera, porque es un antihéroe que a veces reacciona bien, a veces reacciona mal, es temeroso. Más temeroso es Mendieta. Pero hay algunas cosas mías en esos personajes. Incluso en Eulogia, pero eso lo vamos a hablar en otro momento."

- Los nuevos medios de comunicación "Con los mensajes de texto estamos muy susceptibles. Yo me acuerdo de los telegramas. A nadie se le ocurrió decir que ese invento estaba arruinando el lenguaje. Está la gente que dice enfadada que no le gustan los shoppings. Y, no vayas querido, cuál es el problema. Si no, es muy fácil pegarle a la televisión, que a mi juicio es un invento maravilloso. Y repito, si solamente hubiera sido creado para transmitir fútbol ya estaría largamente justificado. Ahora, como todas estas cosas, como la historieta, es un instrumento. Si alguien me escucha a mí tocar el piano, dirá que el piano es un instrumento nefasto. Ahora, si lo escucha a Richard Clayderman, por ejemplo, dirán que es un instrumento sublime. Con la televisión pasa lo mismo. Ahora, estoy de acuerdo con que se usa un vocabulario bastante pequeño, y en ese aspecto la lectura te da más posibilidades de expresarte. Para mí la lectura siempre ha sido un placer. Hay muchísima información, e imperceptiblemente uno va ganando una vastedad de lenguaje, y aparte es una compañía formidable. Se puede vivir perfectamente sin leer un libro. Creo que más de las tres cuartas partes de la población mundial jamás ha leído un libro. Pero, entre una cosa y otra, prefiero leerlos."

Fuente: Página/12, agosto 2006

Entrevista a Roberto Fontanarrosa

El hombre que se ríe de lo pomposo

El dibujante y narrador celebra que su circulación en los medios masivos le sirva para vender más libros, como su novísimo tomo de cuentos "El rey de la milonga". En estos relatos reaparecen sus típicos cruces entre el mundo popular y la cultura, su mirada sobre el hombre gris enfrentado a situaciones que lo superan, su desopilante sociología sobre los sectores medios bajos donde a su criterio se juega todo: "celos, ambiciones, quiero y no puedo".

Por Vicente Muleiro, Clarín, 2005

Estoy nada menos que con Roberto Fontanarrosa. ¡Cuando se lo cuente a los muchachos! Hay un cuento suyo "Cuando se lo cuente a los muchachos" que habla de ese criterio: más que vivir las cosas lo importante es contarlas. Hay un chiste que dice que en este país hay eyaculación precoz porque los hombres consuman rápido para ir a contárselo a los amigos.

"Y está aquel otro dice él: un tipo cae en una isla con una mina despampanante, y después de unos días con la mina, le pide que por favor se disfrace de tipo. Entonces, cuando está disfrazada de hombre, se acerca y le dice: ''Vos no sabés la mina que me estoy cogiendo''. Lo que quería era contarlo, ¿no?"

- Bueno, es una pasión nacional y masculina. Focalizás mucho en eso. ¿Se transforma en una concepción literaria?
- Puede ser. Son tantas las motivaciones que puede generar un cuento... Una vez Cipe Lincovsky me hablaba de sus actuaciones en países extraños. Ella pensaba que todo lo que hacía era para volver y contárselo a la madre. Contárselo al círculo íntimo. Y bueno, es un poco el caso este. Hay veces que uno se encuentra en lugares muy particulares, o exóticos, y parte del disfrute es eso: "Uy, mirá cuando se lo cuente a los muchachos" Compartirlo con la gente habitual. Volver a la casa o al barrio a contar eso tan particular que se ha vivido.

- Y a veces pareciera que se estuviera jugando un eterno truco: "Ahora vuelvo con el as de espada y los mato".
-  Es lo que ocurre cuando vas a contar un buen chiste. Saber que por un minuto o dos minutos vas a ser el centro de atención. Lo mismo que tener una gran anécdota. Es esa atención que se pone sobre el narrador. Hay un regodeo en eso, una satisfacción. Estimo que debe ser universal. Y en la tradición de tertulia nuestra, de los bares, de los cafés, del grupo de amigos, tener algo importante para contar te hace por un ratito el rey de la milonga.

- En "El rey de la milonga" hay un cuento, "Retiro de Afganistán, ya", que confronta al hombre común con los VIP''s.
-  Claro, y es un pobre infeliz. Eso: tipos comunes puestos en situaciones extrañas. Me gusta mucho encontrar esa vuelta, porque hace que el personaje esté mucho más cerca de nosotros. A mí nunca me atrajeron los superhéroes. O sea: si tenés superpoderes, tenés una ventaja enorme. Y además, yo no tengo superpoderes, así que no me puedo imaginar qué le pasa por la cabeza al superhombre. Jamás me atrajeron estos héroes, fundamentalmente de películas norteamericanas, que no demostraban miedo, que nunca tienen miedo. Están muy lejos de mí. Yo me cago en las patas con cualquier circunstancia de peligro o de riesgo. Por eso me parece mucho más excepcional el tipo común y silvestre a quien de golpe le pasa algo extraño y se encuentra frente a personajes de mucho poder, o mucha fama, o de mucho prestigio. Me gusta ese contraste.

- Tenés una galería de esos personajes, que están satelitando el poder y lo miran de una manera muy golosa. ¿Qué ves en ese hombre medio? ¿La lucha por sus quince minutos de fama de la que habló Andy Warhol?.
- Puede ser. Pero también hay cosas que uno ha visto en los demás y en uno. En un cuento del libro anterior, hay un pibe que se roba una tostadora eléctrica, y el padre lo caga a pedos por una cuestión moral, y después descubre que el pibe también se ha robado un millón de dólares, y entonces le arroja: "Bueno, no es para tanto". A uno le asalta un poco eso: me resisto a hacer publicidad, no con mis personajes, pero a aparecer yo recomendando un yogur, no me cierra. Ahora, después digo: "¿Y si me ofrecen un millón de dólares?" Ahí te entra el conflicto. Y el conflicto es la base de los cuentos.

- Llama la atención esa capacidad para acercarte a esa especie de hombre gris.
- Es por donde estamos circulando. Uno no tiene mucha cercanía con héroes o gente demasiado estrafalaria o particular; y me interesa la reacción del hombre gris ante una situación fuera de lo común. Incluso, sin ser amante de la ciencia ficción, por ahí he hecho algunas cosas con extraterrestres pero que siempre parten... bué, cómo en el Eternauta: cuatro tipos jugando al truco en un chalé. Y eso creo que te da una proximidad Son los mundos con los que uno convive.

- Ese mundo de la clase media baja que es por el que más transitamos, un mundo popular argentino que posiblemente sea el mayoritario.
- Sí. Le veo muchas posibilidades. Porque toda esa trama de envidias, de celos, de ambiciones, de quiero y no puedo, se da en esos niveles.

- Hay un cuento "Bahía desesperación", donde se pone en juego la ambición familiar de unas vacaciones distintas, típico del que está metido en una masa humana y quiere diferenciarse siquiera un poco, y se encuentra con una tremenda frustración.
- Y que además son también exageraciones de situaciones que le han pasado a uno. O sea, eso de ir al mar argentino, que es tan inhóspito, tan áspero. Porque me acordaba, me reía de la última vez que fui a la playa, porque siempre te decían "y bueno, estuvo nublado", o llovió, o no llovió. Y nunca te hablan del viento. Y el viento te caga una vacación igual que la lluvia, o que el cielo nublado. Me acuerdo de días que no se podía bajar a la playa. El Atlántico argentino tiene un enorme atractivo, por la inmensidad y todo eso pero yo no me meto al agua ni en pedo, porque es helada. Pero además, el viento, que vos ves las banderas y parecen de lata. Ni aletean. Esas cosas a mí me causan gracia. Una vez me acuerdo fuimos a una playa de esas con el Negro Caloi y con Brócoli, que todavía vivía. Y bueno, llegábamos a la playa, acomodábamos las cosas, aun en días lindos, y decíamos "¿Y ahora? ¿Qué se hace ahora en la playa?. ¿Cuál es la joda?" Y por ahí te empiezan a caer unos goterones helados Y vos decís "¡La puta!"

- En esa exploración de estos mundos populares tenés dos cuentos de futbolistas "Los heraldos negros" y "El pensador". Los jugadores son visualizados, sobre todo en el primer caso, casi como humanoides. Pero después nos encontramos con tipos que se aparecen con una riqueza cultural muy fuerte ¿De dónde sale esa constante?
- Estuve dudando mucho de "Los heraldos negros" antes de escribirlo, porque me parecía una relación muy primaria, muy fácil. O sea, el defensor central, que es una bestia, y que por el otro lado es poeta. Sería como un poco grosero, la solución; muy fácil. Como decir: "Bueno, pero él tiene otra vida, es bailarín de ballet". Esto lo hablábamos siempre con el Gordo (Osvaldo) Soriano: sucede que antes no había mucha literatura sobre fútbol y ahora sí la hay. Entonces me veo obligado a explorar por otro lado. Por ejemplo ahí está ese jugador excesivamente reflexivo de "El Pensador", casi un intelectual. Como si Sabato estuviera jugando de número diez mortificado por la condición humana y la marcha del mundo.

- El punto que los hila es éste: un deporte popular y un mundo popular y conectado a su vez con la cultura.
- Bueno, hay personajes como Jorge Valdano, como Juampi Sorin. Mirá Sorin. El otro día comentábamos con (Roberto) Perfumo: ¿Cómo puede ser?, este pibe, capitán de la Selección Argentina, pintón, inteligente, buen pibe, lo único que falta es que cante. Si canta, nos recontracaga a todos. En el mundo del fútbol, los que más han progresado desde un punto de vista no sé intelectual, de manejo y todo, han sido los jugadores. Más que los periodistas.

- ¿Cómo te sentís en esa permanente oscilación entre mundos populares y referencias culturales?
- A mí me divierte. Me atrae la figura del... bueno, hay una figura caricaturesca del intelectual, ¿no? Woody Allen, suponete. Bueno, esa posibilidad o esa controversia entre lo popular y lo restringido... Nunca leí ensayos ni cosas por el estilo, y ahora me interesa leer a tipos que tienen otro punto de vista, que te explican las cosas diferente. Pero siempre que manejen una información a la cual yo tenga acceso. Leo a (Fernando) Savater, por ejemplo y a este inglés... Hobsbawn, Eric Hobsbawn. Pero en el ámbito intelectual me parece muy pasible de humorizar, me hace gracia. Porque, como dice mi amigo Samper, lo contrario de lo humorístico no es lo serio, porque Woody Allen es un tipo muy serio para trabajar, y Les Luthiers son tipos muy serios para trabajar. Lo contrario de lo humorístico es lo pomposo. Entonces, todas esas instituciones que son altamente pomposas el ejército, la Iglesia, los círculos intelectuales, se prestan. Se prestan para cagarse de risa un rato. Realmente.

 
La Planicie de Yothosawa, cortometraje de Hernan Vieytes, basado en una historieta de Roberto Fontanarrosa

- Muchas veces pareciera que tenés que decir que te gusta el fútbol y que vas a la cancha, como si tuvieras miedo de que por escribir libros los muchachos te pudieran tomar por maricón.
- Hay algo de eso. No de que tengo miedo de que me digan maricón, pero... yo me doy cuenta. Mirá, yo tengo muy buena relación con algunos escritores. Tengo buena relación con Juan Martini, desde hace mil años, con Sasturain, con Feinmann, con Saccomanno, con el Tano Dal Masetto. No nos vemos con frecuencia, pero cuando nos encontramos hay buena onda. Pero a veces leo algunas de estas polémicas entre escritores y me pasa esto: están muy cargados de una información que yo no conozco. Me quedo afuera.

- ¿Y qué les pedís? Porque manejan un saber y se supone que tienen derecho a manejarlo.
- Obviamente. No, lo que pasa es que yo no les pido nada.

- Que lo comuniquen, que socialicen su conocimiento...
- Te repito, no les pido nada. En mi caso se da la casualidad que a mí me gusta el fútbol y a la mayoría de los argentinos les gusta el fútbol. Así como no se puede impostar un estilo no le puedo pedir a un tipo que se maneja con una información altamente intelectual que escriba para mí. Buscaré los autores que son más allegados a mí. Pero en todos los órdenes, lo más difícil es conseguir el equilibrio. Está toda esa controversia de que si vos aparecés en la televisión sos mediático, estás robando, estás haciendo circo. Yo me complazco en ser mediático, en el sentido de que hace treinta años que publico en Clarín. Mirá qué pavada. Y yo sé que es una gran ayuda para poder vender este libro. Ahora, que yo publique o no publique no va a hacer que este libro sea mejor o peor, pero va a acercar a la gente al libro. Ahora por eso te digo lo del equilibrio yo no voy a ir a un programa de entretenimiento a comer una torta sin tocarla con la mano, esas boludeces. Iré adonde pueda hablar de lo mío. Eso me parece totalmente válido.

- Ahí se esconde un reproche al campo intelectual.
- Es que me causan gracia algunas posturas.

- Hay una mirada tuya sobre el campo cultural, que aparece en otros cuentos Recuerdo uno de un lector que manda una carta furibunda a la página literaria de un diario...
- ... y que en realidad lo que quiere es escribir para el diario.

- Y en este nuevo libro de cuentos está "Sara Susana Báez, poetisa". Son personajes que tienen una alta ambición y una crasa mediocridad. ¿Cómo ves ese mundo de poetas opacos, aspirantes a una gloria que no van a conseguir?
- Son cosas como enternecedoras. En ese cuento yo arranco de la imagen de una tía de mi vieja, que realmente era poetisa, tengo entendido que era buena poetisa. Hay otra atracción: me contaban que Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, movían multitudes, metían gente en los teatros como si fueran Fito Páez. Y vuelvo a lo que hablábamos antes: lo enternecedor y lo apto para el humor es lo pretencioso. Y también esa cosa de la poesía, de la selección de determinada palabra, y de esos ámbitos muy espirituales. A mí me causan gracia.

- Veo que también te causa gracia la especialización crítica sobre Borges, según se desprende del cuento "El especialista o la verdad sobre "El Aleph"
- La idea de "El Aleph" siempre me pareció maravillosa, por inexplicable, también, eso de que en un puntito así se dieran todas las cosas del universo al mismo tiempo. O sea, desde el punto de vista práctico es imposible. Y después, releyéndoló para escribir este libro, uno vuelve a decir: "¡Cómo escribía este hijo de puta, Dios mío!" Y era sencillo. Pero bueno, es lo que siempre se dice, ¿no?: la simplicidad es un punto de llegada, no un punto de partida.

- Otra línea que reaparece es la del sueño y la realidad en "Nada más que un sueño"
- Me apoyé en tantos y tantos relatos que a mí me decepcionaban muchísimo cuando leía una situación interesantísima que terminaba así: "Y de repente se despertó, había sido nada más que un sueño". Y yo digo: ¡Viejo, no me hagás entusiasmar para terminar así!. Entonces traté de darle otra vuelta, de desafiar ese facilismo.

- Teniendo en cuenta que una vez me insultaste con ese texto que empezaba "Puto el que lea esto" ...
- Es popular eso, eh. Te aclaro que eso lo hemos leído todos.

- Ahí hay algunas frases que hablan de la eficacia del escribir esa que dice que el escritor tiene que apuntar: "Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa." ¿Es una enunciación estética?
- Es gracioso lo de ese cuento, porque era un cuento, entre tantos otros. Como se llamaba "Palabras iniciales", lo puse al principio. Entonces, parecía un mensaje del autor, un prólogo. Pero hay muchas cosas que son ciertas. A mí me encantan esos libros que los agarro y no los puedo dejar de leer. Y desde el primer momento puteo cuando los tengo que dejar, y estoy ansioso por terminarlo, por saber qué va a pasar. Entonces... Lo que pasa es que es muy difícil conseguir eso. Es muy difícil ¿no? En ese aspecto, yo creo ser un lector clásico: quiero saber qué va a pasar. O sea, quiero que haya una cierta intriga, que haya un crecimiento, que haya un desenlace...

-  ¿Intentaste otro tipo de lectura y fracasaste?
- Me pasa esto: desde hace muchos años no leo ficción, aunque he leído mucha. Leo periodismo. A mí me deslumbró la cosa periodística. Mailer, Capote, Walsh, el Gordo Soriano. Pero por ahí... leí a Pavese, que no tiene eso, y tenía un clima. que vos decís: ¿cómo mierda consigue esto? ¡Esa tristeza!. Uno ha tomado de todos ellos. Pero si tengo que elegir, prefiero lo periodístico, lo activo, donde no sé qué va a pasar. Y me remito un poco a lo que hablábamos antes: la alegría que te da cuando vos tenés algo digno de ser contado. El tipo que te cuenta: "¿Sabés lo que me pasó cuando venía para acá?" Y ya te agarró, ¿no? Y hay otros libros, que vos te preguntás: ¿Dónde está la parte atractiva de este relato? ¿Viste cuando te ponen una pequeña reseña?: "Fulanito de tal conoce a una mujer, ella se recibe de economista, y luego se van a vivir a tal parte" Y vos decís ¡ este tipo es un fenómeno si me atrapa con eso!.

- Hay una constante en tu narrativa y es cómo parodiás discursos de ámbitos absolutamente diferentes. O sea, tomás a un relator de fútbol y le encontrás el tono. Tomás en solfa las leyendas también. E inclusive hay ciertos acercamientos a discursos científicos o pseudocientíficos.
- Absolutamente mentirosos, siempre se nota el barrio atrás.

- ¿Pero te entrenás para conseguir el tono?
- Y... sí.

- Por ejemplo, los diarios de las batallas argentinas.
- Claro. Es que he leído mucho de eso. Este libro último está teñido de periodismo. Y bueno, es lo que te digo, desde hace muchos años estoy leyendo no ficción. Entonces, quieras o no aparece. No me lo propuse, pero la forma periodística de narrar me resulta cómoda y atractiva. Y lo que no leí en la escuela sobre los relatos históricos, bueno, lo leí fuera de la escuela. Félix Luna... Incluso, siempre menciono, de (Marcos) Aguinis, La batalla perpetua, sobre la vida de Guillermo Brown, (Felipe) Pigna, ahora. Y a mí me causa gracia cuando escriben en presente. Dicen: "El general San Martín piensa...". Me causa gracia el uso del presente histórico.

-  ¿Tiene una marca especial el trabajo sobre este libro?
- Hay más presencia de Rosario. Y después, hay un rasgo que es absolutamente personal, que creo que no trasciende: para mí fue muy satisfactorio poder sacar un libro en estas circunstancias de salud.

- ¿Cómo te llevás vos, precisamente un dibujante y escritor con esa enfermedad que te complica la motricidad?
- Mal pero acostumbrado, como dice Inodoro Pereyra. Porque ha sido muy paulatino, y vos te vas ajustando el bocho, pero... es difícil convivir con la preocupación constante. Una cosa es que vos tengas un accidente y pierdas un brazo, y otra cosa es una enfermedad que puede ser progresiva, puede seguir, puede detenerse, se puede difícilmente controlar. Entonces, yo digo: ¿Y antes de qué me preocupaba? Obviamente, de cómo iba a salir Central el domingo, de mi laburo, del quilombo afectivo. Y ahora, siempre atrás está eso, la esclerosis. O sea, por ahí estamos acá y charlamos, y me cago de risa, y hablo con los muchachos, y vamos a un partido de fútbol, y de golpe decís mierda, ando con este asunto. Pero tengo una expectativa esperanzada. Me hice un tratamiento de células madres en Uruguay, que es quasi experimental pero tiene fundamentos que hacen decir a algunos médicos, "debería funcionar". Y bueno, estoy esperando a ver qué pasa con eso.

- A los 61 años cambia el sentido del tiempo, supongo.
- Y sí... Ya no hay tanto tiempo para adelante. Y encima me cae esto. Pero nosotros no somos tenistas, que a los veinticuatro años ya no pueden jugar... El viejo (Alberto) Breccia dibujó hasta tres días antes de morirse. Yo he perdido fuerza del brazo derecho, entonces, ya te entran... Estoy tratando de poner la mejor buena voluntad y el mejor optimismo, y decirme que la vamos a pilotear. "Vamo'' arriba", como dicen los uruguayos: "Vamo'' arriba la celeste".

Maradona, antes que Tolstoi

Roberto Fontanarrosa, más conocido como "El Negro", nació en Rosario en 1944. Ha publicado en Ediciones de la Flor 23 libros de su personaje de tiras cómicas "Inodoro Pereyra" y 12 de su otro personaje "Boggie, el Aceitoso", que ya no dibuja. Como escritor, ha publicado tres novelas –Best Seller, El área 18, y La gansada– y ocho libros de cuentos cortos. Ha reunido sus chistes sobre fútbol en los libros Fontanarrosa, de penal, El fútbol es sagrado y Fontanarrosa y el fútbol. A partir del Mundial de Fútbol de los Estados Unidos (1994), pasando por las eliminatorias y el Mundial de Francia (1998), cubre para el diario Clarín las actuaciones del seleccionado argentino, desde un enfoque humorístico en "Las columnas de la Hermana Rosa".

La hilarante visión del futbol del escritor y humorista. Peter O' Toole, Palermo y Houseman.

Entrevista por Pablo Perantuono, Revista Noticias, 09/12/00

A nadie, seguramente a nadie, se le ocurriría emparentar a Omar Gómez (45), número 10 de Quilmes en los años 70, con la actriz norteamericana Lauren Bacall. Gómez, petiso, macizo, de gesto aindiado, era la antítesis de la languidez extrema y los ojos verdes de la última mujer de Humprey Bogart. A nadie salvo a Roberto Fontanarrosa (56), que trata de resolver en su libro "No te vayas campeón" otros inquietantes interrogantes: ¿El 3 de Boca en los '60 era Peter O'Toole ó Silvio Marzolini? ¿La cintura de Rojitas era neumática? ¿Es Martín Palermo un refutador de Aldo Rico? ¿Qué es peor, marcar ó pararse en la barrera?
Roberto Fontanarrosa: El libro es una asociación libre de ideas. Lo que busqué es divertirme. Sé que cuando lo consigo, ese efecto se produce también en el lector.

Noticias: Parece escrito por un fanático antes que por un escritor entusiasta del fútbol.

Fontanarrosa: Llego a escribir de fútbol, no porque sea un escritor al que le gusta el fútbol, sino porque soy un futbolero nato. No es que siempre escribí, y que mi preocupación era la literatura y además me gustaba el fútbol. No, no. Posiblemente todas las horas que dediqué a ver fútbol ó ir a la cancha, los Intelectuales más serios las ocuparon leyendo. Ellos elegían a Tolstoi mientras yo leía "El Gráfico".

Noticias: ¿Sigue siendo tan fanático?

Fontanarrosa: Sí, sí.

Noticias: ¿Cuántos partidos mira por semana?

Fontanarrosa: No, yo no... bueno, yo digo no: en la semana, si es a la noche, miro por lo menos un partido. El sábado a la tarde veo fútbol de España y a la noche el que dan en directo de acá. Los domingos, si voy a ver a Central, trato también de ver el partido de la reserva. Cuando vuelvo, veo el clásico de las seis de la tarde. Si no voy a ver a Central, veo un partido de Europa, escucho la radio y en diferido miro a Central por tevé. Después, "Fútbol de Primera". Todos lo saben: no me vengan a romper: El domingo, el fútbol es la prioridad. Como también siempre ha sido prioritario jugar al fútbol.

Noticias: ¿Juega todavía?

Fontanarrosa: Ya decir que juego es demasiado...

Noticias: Participa...

Fontanarrosa: Claro, contemplo. Los sábados juego a la mañana. Debo aclarar que siempre jugué... mal. Competí durante muchos años en torneos comerciales en Rosario. Ahora no puedo jugar a nada competitivo. Sólo recreativo. Tengo una operación de meniscos y una prótesis de cadera.

Noticias: Pero no se resigna...

Fontanarrosa: Entre tantas virtudes que perdí con el tiempo, jugando al fútbol perdí el amor propio, lo cual me permite seguir jugando. Si tuviera amor propio, hace 15 años que habría abandonado el fútbol. Uno se va resignando a ver pasar a los tipos, a no llegar. Pero terapéuticamente es fantástico. Es una descarga muy grande. Pateás, puteás, corrés. Hace un año y medio, la cadera no me daba más. Comencé a andar en bicicleta. Pero no es ninguna descarga. Uno sigue pensando en el laburo.

Noticias: ¿Cree que el fútbol sigue una línea evolutiva?

Fontanarrosa: La tevé consiguió algunos cambios. Aldo Poy, el 10 de Central en los '70, cuenta que cuando jugaba de visitante en Buenos Aires, los "lineman" no lo dejaban pasar la mitad de la cancha. Le cobraban "off side", invariablemente. Ahora eso no pasa. Lo mismo ocurre con las patadas. Creo que eso cambió con el marcaje escandaloso que le hizo Gentile a Maradona en el Mundial '82. Todo el mundo lo vio por tevé. Y se dio cuenta de que, si querían espectáculo, debían cuidar a los que divierten. Es como si la contratás a Mercedes Sosa y le cortás los cables y le sacás la luz.

Noticias: Usted es fanático de Central. ¿Es de esos que se pelean, gritan, insultan?

Fontanarrosa: Los partidos los vivo intensamente, pero no grito, sino peor: me guardo las cosas. Invariablemente vuelvo con un dolor de cabeza tremendo a casa. A veces pienso: cómo puedo ser tan pelotudo. Las amarguras que me agarro... la familia que me tiene que aguantar con mala cara... Me lo pregunto siempre: ¿Por qué? Y... no se entiende. Si no se entiende que es una pasión, no se entiende. Lo peor es que cuando sufro, o sea cuando el equipo pierde, el sentimiento es más intenso que cuando gozo.

Noticias: Tienen un espíritu tanguero...

Fontanarrosa: Claro. Lo que pasa es que con clubes como Central los sinsabores son grandes.

Noticias: ¿Qué le parece Marcelo Bielsa como entrenador?

Fontanarrosa: Me cae bien, me gusta. Me parece serio, honesto. No lo conozco personalmente, pero es un caso raro porque la mayoría de los tipos que son obsesivos y estudiosos justifican con eso los sistemas defensivos. Y él no es defensivo. Además, siempre fue un tipo muy respetuoso en la relación con la gente de Central, pudiendo haberse agrandado. Cuando dirigía a Newell's, pese a que tenía un equipo muy superior al de Central, nunca se burló. Y lo que hace más meritoria su actitud es que es fanático de Ñuls.

Noticias: ¿Le gusta el seleccionado?

Fontanarrosa: Estuve en el partido que le ganó a Colombia, allá. El estadio era un quilombo, había un clima terrible. Pero estaba seguro de que la Argentina iba a salir a la cancha y el entorno no le iba a producir nada. Los jugadores tienen la edad exacta. Además, funcionan bien como grupo, según me comentan. Siempre tengo la sensación de que el equipo va ganar.

PAUSA. Como la mitad de los habitantes de Rosario, Fontanarrosa no es hincha de Central, ni siquiera fanático: es un fundamentalista. Capaz de cualquier desborde. Como festejar un gol a Newell's convertido en... 1971. El 19 de diciembre de cada año se repite el ritual pagano: Aldo Poy cebecea una pelota que ingresa en un arco y cientos de hinchas lo llevan en andas.

Fontanarrosa: Yo le digo a Aldo, menos mal que fue de cabeza y no de chilena, sino te matabas cada vez que te lo hacían repetir.

Noticias: ¿Se acuerda dónde estaba cuando Poy hizo el gol?

Fontanarrosa: Lo vi por tevé. Pasaron el partido en directo. Uno se acuerda siempre de lo que estaba haciendo cuando ocurren ese tipo de cosas, como el día que mataron a Kennedy o el del terremoto de San Juan, de la otra vez.

Noticias: El terremoto fue en 1977...

Fontanarrosa: Nooo... (Pausa de unos segundos. Fontanarrosa mira con el ceño fruncido.) Es verdad. Que lo tiró. Claro, si hay chicos que no lo vieron jugar a Bochini...

Fuente: www.elbuenlibro.com

No sé si he sido claro y otros cuentos


No sé si he sido claro

Antes que nada quisiera pedir, señor juez, señores del jurado, que sepan disculpar si, tal vez, en mi relato, ofendo sin querer el oído de la dama o el caballero, con palabras que puedan parecer "non sanctas". Pero es que el tema señor juez, en sí mismo, se hace un poco dificultoso de contar sin recurrir a esas palabras a las que hago mención.
Yo creo que ha sido el destino, el azar, el que me ha puesto en esta situación, la casualidad, y, lamentablemente, señores, no tengo, ni mucho menos, dotes de orador. Procuraré, a lo sumo, ser concreto y lo más breve posible. Pero quería dejar hecha la salvedad para que nadie, después, diga que no lo he advertido y se me pueda acusar de maleducado o boca sucia. Por otra parte, estamos entre gente madura que sabrá comprender lo que yo diga.
Ya sé, ya sé, señor juez, perdóneme. Iré al grano. Pero ocurre que no es fácil para un hombre humilde, como yo, desenvolverme en esta situación, frente a tan honorables mandatarios. Es el destino, como le decía, el que ha querido que yo fuese testigo de los hechos, y procuraré ser lo más claro posible, sin ofender a nadie. Voy a comenzar la historia por el principio, o al menos, voy a tratar, señor juez, señores del jurado, de darles una idea de quién era Miguel Panizo, Miguelito, como le decíamos en el barrio, el Burro Panizo. Y Miguel Panizo, allá, en Saladillo, era famoso por una cosa, señor juez, por su virilidad, su hombría. Y cuando digo su virilidad, su hombría, no me refiero con esto a que era un guapo, un hombre de coraje, o un tipo valiente. Eso no lo sé. Nunca lo demostró, o no tuvo oportunidad de demostrarlo. Tampoco era un tipo provocador como para tener oportunidad de demostrarlo. Todo lo contrario, Miguelito era un pan de Dios, un muchachote buenazo, señores. Por eso, cuando yo digo que Miguel Panizo era famoso por su virilidad me refiero a otra cosa. Y ustedes saben bien a qué me refiero. Me refiero, procuraré ser más explícito, me refiero. . . porque veo entre los presentes rostros algo dubitativos. . . algunos ya veo que me han compendido. . . sí, sí. . . eso mismo. . . eso mismo. . . Pero seré claro, me refiero a que Miguel Panizo era famoso por el. . . digamos. . . por lo que calzaba. . . ¿Cómo explicarlo? . . . El aparato que calzaba, el sexo, digamos, el miembro viril, exactamente. Puedo asegurarle, señor juez, y perdone si soy muy crudo en mis términos, que era inhumano lo que tenía ese muchacho entre las piernas. Una cosa bárbara. Así, observe. Mi antebrazo, casi. Soy un hombre grande, he visto muchas cosas, pero puedo asegurarles que nunca en mi vida había visto algo así. ¡Una cosa tremenda! Por algo le decían "El Burro", a Miguelito. El "Burro" Miguel, porque como ustedes saben. . . noto que han comprendido por las miradas de todos ustedes. . . los burros son notorios por. . . Está bien, sí señor juez, perdóneme. . . intento ser claro para ilustrar al jurado, y a la vez, no aparecer demasiado grosero para las damas que lo componen, también. . . Ellas sabrán perdonarme.
Sí, sí, continúo, señor juez. Puedo asegurarles, señores del jurado, que el atributo de Miguel Panizo era para ser expuesto en circos, en ferias públicas, de la misma forma que a veces se muestran terneros de dos cabezas, o jorobados, u otras deformidades físicas. Pero él, Miguelito, siempre se había negado a eso porque decía, y tenía razón, señores del jurado, que él no era un payaso, o un animal, para ser exhibido en una kermesse, o en algún circo. Y yo les aseguro, señores del jurado, que ese muchacho podía haberse ganado la vida muy fácilmente trabajando en el Tihany, o en el Ringlin Brothers, por dar un ejemplo.
Pero no, Miguel siempre trabajó en el Almacén de don Isidro, a la vuelta del club Calzada, como cualquier hijo de vecino. Pero eso sí, tiempo atrás solía aceptar desafíos, apuestas, de gente que venía de otras partes. Eso sí. Un poco porque no dejaba de ser una diversión para los muchachos del barrio, que lo seguíamos como quien sigue a un equipo de fútbol. Nosotros éramos su hinchada. Y otro poco porque así, de cuando en cuando, se ganaba los buenos pesos. Pero hacía mucho que eso ya no pasaba en Saladillo. El último que recuerdo, hace como ocho años, fue un. . . un bobalicón de Santa Fe. . . un grandote que jugaba al básquet y vino a desafiarlo a Miguel. Me acuerdo que la competencia fue a puertas cerradas, por supuesto, en la sala de los trofeos del club Unión y Gloria, frente a un escribano público, y estábamos todos. Se había acondicionado una mesa, quisiera explicarles el procedimiento a los señores del jurado, una mesa a la que se le había pintado, muy prolijo, en la madera, un sistema métrico, que llegaba al metro y medio, más o menos, y sobre esa mesa se hacía la exhibición. . . bueno. . . de las piezas. Disculpen las damas si me extralimito, porque veo. . . bueno. . . rostros un tanto ruborizados, pero entiendo que es mi deber de testigo aportar, en lo posible. . .
Está bien, está bien, señor juez, perdóneme. Pido disculpas. Quizás mi intención de colaborar hace que me extralimite. . . Sí, sí, continúo. Bueno, aquella vez del santafecino fue un fiasco porque Miguel le ganó, casi, por veinte centímetros. Sí, señores, advierto ciertas miradas suspicaces entre los honorables presentes, pero puedo jurarles por lo que más quiero, por el cariño de mi madre, que no les miento. Es que lo de Miguelito era pavoroso. Y estoy hablando del aparato. . . ¿cómo podría explicarlo?. . . del aparato en posición de descanso. No les hablo, no quiero contarles lo que era eso cuando entraba en actividad, porque en esos. . .
Bien, perdón señor juez. Lo que ocurre es que la gente suele no creer cuando uno les cuenta, piensan que uno está fantaseando, pero quiero recordarles que yo he jurado decir solamente, la verdad y no voy a defraudar ni la confianza que ha depositado en mí el jurado al llamarme a declarar, ni mucho menos la mirada de mi padre, quien, tal vez, desde el Cielo. . .
Ya sé, señor juez, perdón. Mil perdones. Continúo. Esa vez con el santafecino, fue la última vez que Miguel participó en un desafío de ese tipo. Estoy hablando de casi ocho, si no nueve años atrás. Pero, por lo demás, Miguel Panizo, llevaba una vida normal, tranquila, común. No era un hombre de farolear, digamos, de engrupirse con sus condiciones fuera de lo común. ¡Y mire que cualquiera pudiera haberlo hecho, en su misma situación! Más considerando, ustedes bien saben cómo son los barrios, ese culto que existe por el machismo, por la cosa viril. ¡Cómo se habla de eso en la barra del café, en el club, los chistes de los amigos, las cargadas, las bromas! Pero no, Miguelito ya dije que era un pan de Dios, no le daba mucha bolilla a esas cosas. Tampoco las desmentía porque no era tonto. No las desmentía. El sabía que, en la medida en que esa fama se difundiera, él sacaba sus buenas ventajas. ¿De qué modo? Permítame explicarlo, señor juez, dado que aprecio miradas algo confundidas entre los presentes. Todos sabemos que las mujeres son bastante curiosas, señor juez. . . No sé si me explico. . . No sé si ha sido clara mi intención. No sé si han logrado captar lo que quiero decir con esto. . . Un momento, un momento. . . quisiera aclarar, porque veo rostros un tanto enojados entre las damas del jurado. . . Es solamente lo que he dicho. . . En ese aspecto, en el aspecto de la relación, digamos, por así decirlo, hombre-mujer, la relación íntima, o bien, sexual, la mujer se dice que es más inquieta que el hombre. Más curiosa, la subyuga lo desconocido, o lo misterioso. Se siente atraída por aquello que no conoce. Al menos leí algo así en alguna revista especializada. ¡No quiero que se piense que yo, señor juez, soy el inventor de esta teoría! Creo haberlo visto en el "Maribel". O al menos algunas mujeres son así, si no todas. Por lo menos, y eso doy fe, lo juro por la salud de mis hijos, en el barrio yo he visto varias mujeres, incluso digo más, muchas de ellas "señoras", "señoras respetables", venir al club a la hora en que ellas sabían que nos reuníamos los muchachos, para verlo al Miguel. Y le buscaban la conversación, le "daban calce", como dicen los muchachos. Y el Miguelito aprovechaba, porque era un grandote algo quedado en algunas cosas, pero de tonto no tenía nada. Y al día siguiente se las veía a esas mujeres con el rostro cambiado, con una sonrisa, así, como perdidas y uno entonces sabía que el Miguel les había hecho saber lo que es la buena eh. . . ustedes ya me comprenden, la buena. . . creo ser claro, la buena herramienta, disculpen si soy crudo en mis palabras. Y voy llegando al núcleo de lo que tengo que contar, según todos sabemos, y pido disculpas si me he excedido en detalles irrelevantes, vuelvo a repetir que no soy orador y. . .
Bien, señor juez, tiene razón. Perdone usted. La cuestión es que una semana atrás, el lunes pasado, sí, el lunes pasado, llega al barrio un enano. Un enano de Resistencia, Chaco. Se imagina, señor juez, que la noticia corrió enseguida porque un enano es muy notorio, siempre, por la misma razón de su baja estatura. Pero este enano, señores del jurado, Sosa se llamaba, o se hacía llamar, desafía al Miguelito. Así como lo oyen. Podría sonar como una petulancia, o una falta de humildad de parte del enano, desafiar a un coloso como Miguel, pero ustedes bien saben lo que se dice, lo que se comenta en torno a los enanos. . . No sé si soy claro. . . No sé si ustedes entienden el sentido de lo que quiero transmitirles, porque veo algunos rostros como. . . como que no comprenden. Se dice, no sé si es cierto, que los enanos, a pesar de su escasa talla, de su tamaño reducido, están, podríamos decir. . . están muy bien provistos.
Bien, señor juez, sí, sí, comprendo, continúo. No. . . Además veo que me han comprendido perfectamente, veo por sus miradas que ellos también conocen la fama de estos enanos, o al menos han oído de ella. Incluso a este Sosa, Marcial Sosa, el enano que se presentó en el buffet del club el lunes pasado, le decían el "Bracero". Por supuesto que es un apodo, que no configuraba un dechado de imaginación porque es un apodo muy remanido, digamos, porque. . . claro. . . no le decían el "Bracero" porque hubiese trabajado en la zafra. . . y perdonen la ironía. No sé si me llegan a entender. No sé si comprenden, en especial las damas, porque noto ciertas caritas como que no entienden. El brasero, por el brasero brasero, el aparatito para calentar cosas, la pava, digamos. El brasero que como todos sabemos tiene tres patas y suele llamarse así a ciertas personas, lógicamente, hombres, cuando se comenta que, justamente. . .
Muy bien, muy bien, señor juez, es que intento ser lo más gráfico posible. Perdone usted. Disculpe. Continúo y sepan disculparme las damas si soy un tanto crudo en mis explicaciones. En el club de inmediato se creó una efervescencia ante el desafío del recién llegado del Chaco e, incluso, comenzaron a tejerse historias disparatadas. Usted sabe cómo son las barras de los clubes. Cómo se habla ahí al divino botón. Porque este enano era del Chaco y el Miguelito Panizo también es chaqueño. No de Resistencia pero sí del Chaco. De Roque Sáenz Peña, creo. Se vino acá hace como quince años, pero es del Chaco. Y se empezó a decir en la mesa del club que en Chaco todos los hombres son así, que era así por la alimentación, o por el clima seco, qué sé yo. Hasta que Fermín, el Toto Fermín, que es el macaneador mayor del club. . . Usted sabe, señor juez, que en todo club, en todo barrio hay un macaneador, un loco, un tontito, bueno. . . Fermín, que es el macaneador del club, inventó que el enano era en realidad hijo de Miguel, un hijo natural, que por eso estaba también digamos. . . que por eso cargaba también su buen, su buen aparato, que Miguel había huido del Chaco justamente por eso, para no hacerse cargo del enano y todas esas cosas. ¡La que se armó! De cualquier manera el desafío ya se había concertado, Miguel había dicho que sí, y el enano había apostado cualquier guita a su. . . a su pingo. No me pregunten cuánto porque mentiría si les digo, pero sí que era una cantidad más que considerable, se hablaba de dólares, incluso. Bueno, el miércoles a la noche, fue la cosa. Se cerró el club con la excusa de que había desinfección, nos fuimos todos para el salón de los trofeos, éramos como treinta, y allí estaba la mesa ésa que yo ya les expliqué, se había acondicionado como para este tipo de. . . confrontaciones. Quiero aclarar que en este tipo de cosas no se aceptan mujeres ni niños, que quede bien claro que es nada más que una competencia con un público exclusivamente de hombres. No hay ninguna corrupción ni porquería. Estaba también el escribano, pero no se permitían fotógrafos.
El enano llegó medio tarde, cuando ya pensábamos que se había borrado, temeroso de pasar papelones. Pero llegó, agitado, con un envoltorio alargado de papel de diario bajo el brazo, donde decía que traía una regla para constatar las medidas. Ahí se armó medio una discusión porque hubo que decirle que él obraba en condición de desafiante, y que acá las cosas se regían por las reglamentaciones de la provincia de Santa Fe, y esas cosas. Yo no sé qué había de cierto en todo eso, pero supongo que los muchachos medio lo apuraron para no dejarse prepotear por un desconocido de afuera que venía a desconfiar de nosotros, y para colmo, enano. De cualquier manera, después de la parada de carro, hubo que hacer las cosas bien por derecha, no fuera a ser que el enano, o el mismo escribano, pensaran que los queríamos llevar por delante y robarles el dinero. El escribano sorteó quién debía. . . digamos, desenfundar primero. Y salió elegido Miguelito, pobre. Miguel peló el termo y lo puso sobre la mesa. Una cosa monumental, vea. El enano se puso pálido, yo lo estaba mirando de reojo, blanco se puso. El escribano midió, no sé bien cuánto acusó Miguel si lo supiese no me lo creerían, y le tocó el turno al enano. Yo vi que el enano agarraba la regla envuelta en papel de diario y pensé: "Este no está convencido. No lo puede creer". Y por ahí el enano saca del envoltorio alargado, no una regla, saca un machete de este porte, de esos de abrir picadas en el monte y. . .
Cuando revivo esa escena le juro, señor juez, que me recorre la comuna vertebral un estremecimiento de arriba abajo. Fue un solo tajo, señor juez, un machetazo seco sobre la mesa. . . Mire. . . El aparato de Miguelito era una víbora, un brazo mutilado retorciéndose sobre la mesa. No quiero abundar en detalles porque veo en los rostros transfigurados de todos ustedes. . . el mismo espanto que sentí yo. . . Pobre Miguel. . . Después nos contaron que este enano, Sosa, había resultado el marido de una mujer que un día probó con Miguel, allá en el Chaco. No sé. Una historia así. Y que se la había jurado al Miguel. El enano era obrajero. ¡Cómo son las cosas! ¿De qué vale, a veces, tener tanto, señor juez? Me pregunto yo. . . ¿de qué vale tener tanto?

El tesoro de los "cancas"

El espeleólogo uruguayo Filisberto Nelson Amatista realizó un descubrimiento asombroso en una de sus, obviamente, profundas investigaciones por tierras peruanas.
Amatista se dio, literalmente, de narices, contra un libro de tapas ferruginosas, enmohecido hasta lo irreconocible, pero milagrosamente conservado, cuando recorría una interminable caverna en la incaica provincia de Huamanga.
A la escasa luz de la linterna que llevaba adosada a su casco de seguridad, el estudioso oriental pudo comprobar, con asombro, que dicho libro no era otra cosa que un diario de conquista, llevado cientos de años atrás por la mano severa de un adelantado español. No era tal material periodístico, por supuesto, lo que ambicionaba encontrar Filisberto Nelson Amatista en aquella gruta. El montevideano tenía un propósito muy distinto en principio, que consistía en hallar de una buena vez un especial tipo de gallina que, según le habían informado, pululaba en aquellos recovecos subterráneos ubicados nada menos que a 86 metros bajo la superficie de la tierra. El dato se lo había acercado un caciquejo de la tribu Potó, tributaria de los milenarios "cancas", parientes pobres de los incas. El caciquejo en cuestión fue encontrado casualmente por Amatista en Berna, en un Simposio de Productores de Líquidos de Frenos para Automotores, adonde el indígena había concurrido pensando que se trataba de una mesa redonda sobre temas aborígenes. Lo cierto es que el inquieto uruguayo, solo, según su costumbre, cargó su mochila y se lanzó en busca de aquella colonia avícola que moraba en las profundidades de la tierra.
Las aventuras y desventuras que le acaecieran durante su azaroso periplo tras las gallináceas subterráneas serían motivo, por sí solas, de constituir un libro. (1) Pero el hallazgo de aquel documento invalorable es lo que ahora nos ocupa y lo que pasamos a transcribir procurando disimular, de ser posible, las omisiones, ausencias y obligadas confusiones propias de un escrito devastado por el tiempo y un ámbito húmedo y soterrado. De cualquier forma, la narración del capitán Diego de Mula Merced Uranga y Alvarado, condestable de La Pollina, es una pequeña joya que encarna un ejemplo del drama encerrado entre la codicia y el reuma.

13 de enero de 1528

Hemos atrapado a un nativo. Se acercó mucho a Francisco Urquijo de Samaniego, quizás deslumbrado por el brillo de la armadura y Pancho lo atrapó. El nativo se empeñaba en no hablar la lengua de Castilla. Son indios austeros en el lenguaje y empecinados. Debimos recurrir a un lenguaraz ya que los gestos en nada colaboraron. Es más, sospecho que muchos de los gestos que nos hacía el salvaje con las manos no eran otra cosa que una serie de procacidades. Se tomaba mucho los testículos, por ejemplo. Entre los aztecas eso significa: "Deben caminar dos lunas hacia la derecha", pero entre estas criaturas no arriesgaría una traducción. Finalmente pudimos hacerle entender que nuestro deseo era saber dónde se hallaba el tesoro de los "cancas", del cual tanto nos han hablado. El salvaje meneaba la cabeza, en señal de no comprender. No sé cómo pude conservar la paciencia. Siempre he sido partidario del suplicio. El padre Aparicio me convenció de que debemos persistir en la persuasión. Cercanas ya las sombras de la noche abandonamos el intento.

14 de enero de 1528

Espero que la decisión haya sido la más acertada. Hoy por la mañana el nativo prisionero insistía en decir que desconocía el sitio donde se halla oculto el tesoro de los "cancas". No sólo eso: reclamaba a voces el desayuno. Yo perdí la calma. El padre Aparicio pudo contenerme cuando ya estaba por pasar de lado a lado al insolente con mi espada, pero debió suministrarme un par de hostias para calmarme. Comprendo que mis nervios empeoran. Antes mi organismo no necesitaba nada para mantener la templanza. Hoy por hoy sólo duermo si ingiero una hostia antes de reposar. Es la única forma en que logro retener el cristianismo en el cuerpo, me ha dicho el padre Aparicio.
Enrique Pinzón me sugirió otra cosa para convencer al cautivo: comprar su voluntad con lo que nos quedaba de baratijas y chafalonías. Ante la vista de las fantasías multicolores la expresión del salvaje cambió. Su rostro cetrino se iluminó cuando arrojamos delante de él el contenido de dos alforjas de minucias. Estuvo probándose collares, pulseras y dijes durante más de tres horas, abusando de nuestra cristiana paciencia. Juro que debí contenerme para no degollarlo de un solo tajo. Pero lo que más me ofuscó fue que, agotado ese tiempo, arrojó todas las chafalonías a un lado haciendo gestos claros de que no le gustaban. Luego él nos ofreció algunos de sus inmundos collares hechos con vértebras de cochinillo y semillas de mandioca enhebradas en una tripa. Allí me tuvieron que contener entre cuatro en tanto el padre Aparicio me hacía tomar una hostia de las más fuertes. Cristóbal de Zarzaparrilla puso a mi consideración otra alternativa entonces: ofrecerle los espejos. Así fue que pusimos ante los ojos del salvaje varios trozos de espejo que sacamos del morral de Pinzón. Nunca he visto a ser humano alguno, si se puede llamar seres humanos a estas criaturas selváticas, poner expresión tal. Sólo recuerdo esa expresión en los ojos del adelantado Florián Hernández de Argensola, la jornada aquella en que nos caímos en la carabela por las cataratas del Diablo. El pobre Florián murió creyendo que la tierra era cuadrada. Lo cierto es que el indio modificó su tesitura negativa ante la visión de los espejos. Dijo que nos traería toda la información necesaria para llegar hasta el tesoro, solamente si le dábamos el morral completo conteniendo todos los espejos. Tuve que morderme para no destriparlo con mi daga. Sucio analfabeto. Hemos comprado cosechas enteras con un solo anillo de plomo. Obtuvimos cientos de onzas del mejor oro de Iquique, a cambio de un orinal de latón. Pero este insensato pedía todos los espejos que eran como quince trozos de buen porte. Decidimos discutirlo entre todos. Nos llevó más de una hora ponernos de acuerdo, especialmente convencer a Cristóbal de Zarzaparrilla, quien no puede peinarse sin que algo lo refleje. Finalmente, decidimos aceptar el canje. Si logramos dar con ese tesoro podremos ya volver a España e iniciar el armado de una nueva nave con más comodidades, con baños, por ejemplo. Fue ahí que el nativo salió con un desplante: debíamos dejarlo ir con los espejos y mañana él volvería con los datos. Tuvieron que tomarme de los brazos para que no castrase al impío. El padre Aparicio pidió mi asentimiento para dejarlo ir bajo su responsabilidad. Me dijo ser él un conocedor del espíritu humano y que había visto en los ojos de ese anacoreta el brillo inequívoco de la lealtad. Lo dejamos marchar.

15 de enero de 1528

No vino el indio.

16 de enero de 1528

Hoy tampoco.

17 de enero de 1528

Hoy hice crisis. Venía soportando bastante bien la ansiedad pero mis nervios me traicionaron. Para colmo me picó un bicho y me puse morado negro. Eugenio de Castellondo y Alcántara hubo de sajarme la pierna con su daga en torno a la picadura del maldito insecto para que fluyese la sangre adulterada. El imbécil del padre Aparicio, consciente de que su torpe actitud de liberar al indígena había sido un error histórico, no se aproximó a mi camastro. No sé que hubiese pasado de haber yo necesitado los últimos sacramentos. Recién se hizo presente a la noche cuando ya la fiebre se había retirado de mi cuerpo maltrecho. Me hizo tomar tres hostias y así, solamente, pude dormir. Al despertarme de unas horas de sueño, comimos con Eugenio un poco de lagarto. La cola de lagarto sabe muy bien. ¡Pensar que en mi lejana Castilla, veía pasar estos animalejos por entre las almenas del castillo y ni tan siquiera sentía hambre! Este último lagarto no me ha gustado. Quizás sea producto de la fiebre. La temperatura me sube cuando pienso en el salvaje que desapareció con nuestros espejos. Por otra parte, no puedo comer sin vino. Conservamos nuestros copones de oro, pero la única bebida que podemos poner en ellos es agua o una melaza fermentada que consumen los indios. Durante semanas la estuvimos bebiendo, hasta que nos enteramos de que los "cancas" sólo la usan para preservar el pelaje de los puercos.

18 de enero de 1528

¡Apareció el indio! Por supuesto, sin la información y sin los espejos. El muy ladino surgió desde la espesura acompañado de un lenguaraz que nos explicó que el tesoro de los "cancas" había sido robado por un cacique joven quien huyó con la fortuna a Europa. Según el intérprete, dicho cacique conoció a la hija de un Adelantado y ésta lo convenció de hacerse de las riquezas y escapar a vivir en una cabaña en los Alpes. Lógicamente todo esto me sonó a cuento. De un estoque pasé de parte a parte al traductor. Luego hice atar al salvaje que se llevara nuestros espejos y lo sometí a suplicio. En esta ocasión el padre Aparicio optó por callar. ¡Bueno hubiese sido que hablase! Lo suyo fue un error mayúsculo. Aunque vaya a saber luego qué escriben sobre él los historiadores. Así como dijeron que Hernán Cortés había quemado sus naves para afirmar su determinación de quedarse en estas tierras. Lo cierto es que se le había ocurrido festejar San Pedro y San Pablo y se le prendió una vela. Incluso había grumetes vestidos de cabezudos. Los historiadores arreglan todo a su gusto.
Lo importante es que pude demostrar palmariamente lo eficaz de mi sistema. Tan sólo había pasado una hora de tormento cuando el salvaje hizo señas de que nos indicaría el camino a seguir para llegar hasta el tesoro de los "cancas". Lo pusimos de pie y, orinando sobre el piso, dibujó en el suelo terroso el camino a la riqueza. El lugar queda a dos días de marcha si no nos detenemos a merendar y luego hay que descender a una serie de pasadizos subterráneos. No han sido tontos los "cancas" para ocultar sus valores. Yo ya había oído hablar sobre las cavernas subterráneas de la región, un laberinto de túneles naturales, poblados de demonios, monstruos y dioses del Mal, según los nativos. De un hachazo terminé con el salvaje, ya obtenido el informe. No me agrada verlos sufrir.

22 de enero de 1528

Hemos hallado la boca de la cueva. Se inicia en ella un túnel descendente que parece llevarnos a las mismas entrañas de la tierra. Mis articulaciones crujen por la humedad. Encendemos antorchas. Iniciamos el descenso.

23 de enero de 1528

El maldito tesoro no aparece por ningún lado. No sé cuánto tiempo llevamos recorriendo pasadizos, hostigados por los murciélagos a los que ya nos hemos acostumbrados a ver como acompañantes de ruta. Pero nos distraen en nuestro cometido ya que sus metálicos chistidos nos hacen pensar que alguien nos chista a nosotros y permanentenemente volteamos nuestras cabezas mirando a todas partes. No quiero pensar que hemos sido objeto de un nuevo engaño de parte de ese salvaje. No debe resquebrajarse nuestro temple.

Enero de 1528

Dimos con el tesoro. Paso a explicar el porqué de mi falta de alegría. El tesoro se hallaba en el centro de una amplia caverna donde incluso se apreciaba una laguna subterránea. Se trataba de unas cincuenta canastas de paja trenzada por los "cancas" y en ellas una enormidad de cuentas multicolores, pulseras de fantasía y aretes de latón pintado, producto del trueque, sin duda, con otros españoles. No dimos con nuestros espejos. Se ve que no tuvieron tiempo para depositarlos allí. Desalentados abandonamos toda aquella chafalonía barata y emprendemos el regreso.

Febrero de 1528

No hallamos la salida.

1528

Han muerto Esteban Cuquejo de Arancibia y Torres, Ezequiel Villaplana de Montepío "Baturro", y Armando Arguello de Aragón y Mosquera. El padre Aparicio propuso darles cristiana sepultura pero privó el lógico razonamiento de que es una redundancia enterrar a alguien que ya se halla unos cuarenta metros bajo la superficie. Temo que se termine la resina de nuestras teas. La oscuridad sería el fin de todos nosotros.

1528

Hay una tenue esperanza. Hoy, al límite de nuestras fuerzas, llegamos a la confluencia de dos pasadizos. Allí, debíamos decidir por cuál optar. Nuestra debilidad no permitía que nos equivocásemos de rumbo. Envié dos expedicionarios a que investigasen unos cien metros de cada túnel. ¡Y Federico "El Pollo" trajo la buena nueva! Al fondo de uno de los pasadizos podía advertirse una débil luz. Sin duda, la salida de este infierno. Optamos por descansar unas horas y, luego, lanzarnos al tramo final.
Ya la última tea se apaga. Quiero dejar constancia de que caminamos a buen paso en dirección a la luz que advirtiese Federico al fondo de una de las catacumbas. A medida que avanzábamos la luz se agrandaba, lo que redobló nuestro ánimo. De pronto, nos dimos de bruces contra una pared de roca que sellaba el fondo del pasadizo. Prolijamente pegados a esa pared pudimos comprobar que se hallaban los trozos de espejo que ese maldito salvaje tomara en canje de su información. Habían logrado así, esos perversos, una superfiecie espejada. Y la luz que advirtiésemos, confundiendo con la luz del día al final del pasadizo, no era otra cosa que el reflejo de nuestras propias antorchas. Le he pedido una hostia al padre Aparicio, pero ya no le quedan.

Sardina

De reojo, y ya a punto de taquear, Dardo Dardánelo observó la entrada del Sardina, por la puerta del bar, pool y cafetería "Prólogo's".
En verdad, sólo entrevió la silueta del muchacho recortada contra la luz de la calle, pero eso le bastó para reconocer la figura más bien pequeña, delgada y el pelo con rulos.
Dardo Dardánelo midió el golpe sobre la bola rayada, calculó el impacto contra la banda, el posterior desplazamiento hacia la tronera y taqueó. La bola rayada recibió el empujón de la blanca, rebotó contra la banda y se perdió más lejos de lo previsto. La blanca, en cambio, derivó caprichosamente tras el impacto, rozó una lisa y cayó por la tronera.
Dardánelo quitó el cigarrillo de su boca y chasqueó los labios.
¿De qué sirve el cientificismo, amigo Rosales? preguntó. A lo que Rosales no contestó nada, preocupado por su próximo juego.
El Sardina se había acercado a Dardánelo y miraba el paño verde, con una sonrisa de compromiso, apoyado en la mesa contigua.
¿Cómo le va don Dardo? dijo.
¿Qué dice, Sardina? contestó, sin mirarlo, Dardánelo, poniéndole tiza a su taco. ¿Cómo le va a usted?
Sardina se quedó en silencio, siempre con la sonrisa algo forzada. No se acostumbraba a ese trato de "usted" que le dispensaba Dardánelo, a pesar de la diferencia de edad. Tal vez hubiese preferido una fórmula más familiar, más campechana, pero era conocido ese acento formal, cordial pero austero que campeaba en las costumbres del viejo maestro.
Incluso en la vestimenta de Dardánelo, aun en verano y con un pretendido tinte de sport, se advertían los vestigios de una elegancia no del todo perdida. La camisa blanca abierta en el botón de arriba que dejaba ver el cuello de la camiseta, el saco marrón oscuro, brilloso por el uso, el pantalón también marrón pero ostensiblemente de otro marrón y otro traje, los zapatos negros de cuero trenzado sobre el empeine. Y además, el gesto delicado para sostener el cigarrillo, permanente entre los dedos finos manchados de nicotina. El toque deportivo podía detectarse, tal vez, en la sombra de barba que oscurecía las mejillas y amenazaba con unirse al bigotito fino y renegrido bajo la nariz afilada, casi larga.
Aquí me ve decidió proseguir la conversación Dardánelo, consciente de que la timidez del muchacho podía abrir un insondable pozo de silencio tras los saludos de rigor procurando acercarme a los secretos de esta nueva disciplina lúdica, Sardina.
Rosales le había hecho una seña con la cabeza, anunciándole su turno y Dardánelo comenzó a girar en torno de la mesa calculando su próximo golpe.
Yo. . . continuó diciendo en tanto sus ojitos pequeños y negros reconocían la ubicación anárquica de las bolas . . . debo reconocerle que prefiero el billar. Es un juego más. . . digno. Algo más acorde con un caballero. Pero tampoco uno puede dejarse avasallar por la mocosada. ¿No es así, Rosales? Rosales aprobó con la cabeza. Si bien nunca era demasiado locuaz, a esa hora de la siesta, lo era menos que nunca.
Si uno se deja ir acorralando en sus pequeños hábitos. . . prosiguió Dardánelo, que ya había decidido su próximo golpe . . . llega un momento en que se encuentra encerrado en el pasado. Si uno no acepta la televisión, la licuadora, los satélites artificiales y todo eso, termina atrincherado en la radio galena, el Glostora Tango Club, esas cosas y ya no puede salir a la calle. Se inclinó para taquear y la atención en la maniobra le hizo bajar el tono de voz. Y yo empiezo por el pool. Para que no se diga. . . esta vez la rayada boqueó en torno a la tronera y volvió al ruedo.
Eso sí. . . enarcó las cejas Dardánelo, irguiéndose . . . me va para el culo. Pero no es cosa tampoco de aceptar, sin ofrecer resistencia, la prepotencia de la muchachada. Juega usted Rosales.
Me imagino que el rock nacional también le tira aventuró con una sonrisa el Sardina.
No, no, no descartó, fingidamente enojado, Dardánelo. Hay límites. Hay límites para un criollo.
Sardina se rió. Se hizo un silencio y por unos minutos sólo se escuchó el golpear de las bolas sobre el paño verde.
Dardánelo, sin mirarlo, adivinó la intención del Sardina.
¿Qué lo trae por acá, Sardina? le facilitó las cosas. Sardina se puso serio, como sorprendido en falta. Porque esta no es la hora a la que viene su barra.
No, no dijo el Sardina rascándose la frente. Quiero hablar un momentito con usted. Pero no sé. . . se apresuró a aclarar . . . en otro momento, cuando no esté ocupado.
Dardánelo aprobó con la cabeza.
Cómo no. Cómo no. dijo, estudiando su próximo tacazo. Pero déjeme antes que meta aquella bola en su agujero. . . es un momentito nomás.
No, don Dardo pareció ofenderse el Sardina. Terminen el partido. Dardánelo taqueó, hizo un gesto de contrariedad y depositó el taco sobre una mesa vecina. Juegue usted por mí, Rosales ordenó. Rosales aceptó con un gesto, sin dejar de mirar las bolas, en tanto sacaba del bolsillo de su saco pijama un dado de tiza.
Dardánelo caminó lentamente hacia una de las mesas cercanas a la entrada, en un sector alejado de la luz que bañaba la mesa de pool donde había estado jugando. Se sentaron los dos. Dardánelo con la espalda apoyada contra la pared de madera aglomerada que separaba el salón del kiosco que daba a la calle. Sardina con los brazos apoyados en el nerolite de la mesa, algo envarado. Dardánelo primero se alisó, como distraído, el negro cabello bien pegado al cráneo por la brillantina. Luego buscó en el bolsillo interno del saco un nuevo cigarrillo.
Lo bueno de jugar con Rosales dijo es que uno se distrae.
Sardina se sonrió.
Un hombre de una conversación brillante prosiguió Dardánelo, serio. Hubiese sido un orador de fuste si no lo ganaba su vocación de justicia. Encendió un cigarrillo. Se guarda las tizas en los bolsillos ¿vio? siguió mirando Dardánelo hacia la mesa de pool. Se las debe llevar a la casa. Vaya a saber qué hace con eso. ¿Hará caldo? Por ahí piensa que es caldo en cubo.
No había ni una sonrisa en el soliloquio de Dardánelo, pero se lo adivinaba de buen humor. Sardina comprendió que con él hacía un distingo, permitiéndole compartir sus chistes.
Don Dardo. . .  se animó, de pronto, el Sardina quería contarle algo.
Usted dirá.
Sardina realizó unos golpeteos sobre la mesa con sus manos, buscando el comienzo.
Bueno. . . se decidió anteayer me hice un grabador.
Ahá.
Un lindo grabador. Extranjero. Se ve que es bueno. Yo no sé mucho de esas cosas pero se ve que es bueno.
Ahá. . .
Fue una cosa. . . este. . . fácil se animó Sardina . . . un auto importado que se habían dejado la puerta abierta. Bah, abierta, sin seguro.
Dardánelo seguía mirando la mesa de pool, donde Rosales continuaba su solitario, asintiendo con la cabeza.
Estaba estacionado en una calle con árboles, y no había nadie explicó Sardina, era como esta hora. Yo manotié el grabador, había unas bolsas, de esas bolsas de plástico con zapatos de mujer, y me llevé hasta una carpeta que había ahí adentro, en el asiento de atrás. Y estaba todo ahí, a la vista, ni siquiera habían puesto las cosas en el piso. Porque vio que hay gente que, por ahí, pone las cosas debajo de los asientos para que no queden a la vista. Especialmente el grabador. . .
Ahá. . .
 . . . Porque esos grabadores son caros. Uno de ésos.
¿Y lo vieron? cortó Dardánelo.
No, no, no, fue una cosa fácil. Rápida Sardina detectó la impaciencia en Dardánelo. No. No es eso lo que quiero contarle. Bah. . . o no es eso lo más importante. Se imagina que no lo iba a molestar a usted para contarle que me afané un grabador de un auto estacionado.
Dardánelo se encogió de hombros, como descartándolo.
Pero. . . escuche lo que pasó Sardina se acomodó en el asiento, entusiasmado. Es increíble. Esa noche, anteanoche, llego a casa, llego a casa con el paquete con las cosas, el grabador y esas cosas, las escondo todas en mi pieza, mis viejos ni aportan por ahí, es un altillo. Bajo, y me pongo a ver televisión. Un noticioso. Y por ahí veo que le hacían una entrevista a Zulema Carina, la artista. ¿La conoce?
Por supuesto Dardánelo lo había mirado, de pronto, más interesado.
Que ha trabajado en varias películas. . . informó Sardina ha hecho cosas en teatro. Que es muy linda.
Una hermosa mujer acordó Dardánelo. Y no sólo una hermosa mujer, sino que es una mujer muy inteligente. Yo he leído reportajes que le han hecho y me ha parecido una persona muy lúcida. Muy ubicada. No es sólo un rostro bonito. Nada de eso.
Sardina pareció exultante ante el reconocimiento del viejo maestro.
¡Claro! ¡Claro! exclamó. Es bárbara. Es una barbaridad. A mí me gusta. . . una locura.
Y además, pibe. . . Dardánelo lo miró profundamente a los ojos al Sardina está rebuena. Es un camión. Usted la ve, esa mujer de carnes firmes, duras. De rasgos bien marcados. Muy meridional. Tipo itálico. Muy bien. Muy bien.
Sí, es así. Es así le había causado gracia al Sardina la inclusión de algunos adjetivos francamente nuevos en el vocabulario por lo general, clásico, de Dardánelo. Y bueno, con lo que a mí me gusta esa mina, me quedé mirando a ver qué decía, en el noticiero. Y entonces la Carina dice que estaba muy apenada, "desolada" dijo, ésa era la palabra que yo no me acordaba, "desolada" porque le habían robado del auto un grabador, unos pares de zapatos que había traído para su próxima obra, los había traído de Nueva York, de por ahí. . . y que también le habían robado un guión. . . Un guión ¿vio? Un argumento de una película, que lo estaba estudiando, no sé. . .
Dardánelo se había echado un poco hacia atrás en su silla, como tomando distancia para mirar mejor a Sardina, su mano derecha apoyada en el borde de la mesa, las cejas enarcadas, la boca una "U" invertida, la otra mano sosteniendo en lo alto el cigarrillo. Por un momento no dijo nada. Luego volvió a su postura reposada, volvió a mirar hacia la iluminada mesa de pool.
Mire usted. . . musitó.
¡Pero mirá qué casualidad! se tomó la cabeza el Sardina. Mire lo que son las casualidades.
El Destino sentenció Dardánelo.
Porque mire. . . no sé. . . Sardina bamboleó la cabeza, como dudando . . . a usted le parecerá tonto . . . Pero yo soy fanático-fanático de esa mina. Soy un admirador. En mi pieza, ahí, en el altillo, tengo un montón de fotos de ella. Que las fui recortando de las revistas. Me acuerdo de que una vez me fui a la puerta de un teatro donde trabajaba ella, en una obra de teatro, para pedirle un autógrafo a la salida. Y. . . qué se yo, me dio no se qué. . . la verdad que me cagué. Al final ella salió, pero medio a los apurones, rodeada de gente, y me dio vergüenza acercarme. Está bien que yo era más chico. Tendría 16, 17 años. . . Pero me dio vergüenza. Y no le pedí nada. Y eso que me había cagado mojando porque. . . ¡llovía!. . . Era un diluvio eso.
Dardánelo se había quedado pensando, abstraído en el humo del cigarrillo.
¿Qué edad tiene usted ahora, Sardina? se interesó.
20. Cumplí 20.
Y bueno. . . pareció decir, a título de resumen, Dardánelo . . . ya tiene su anécdota, Sardina. No muchos podemos decir que le hemos robado un par de zapatos a Zulema Carina.
No. . . se rió, incómodo, Sardina.
Es más, dentro de algunos años podrá contar que ella se los regaló.
No insistió Sardina. Pero lo que yo le quería consultar es otra cosa.
Dardánelo lo miró, de reojo.
Le quiero devolver las cosas a Zulema soltó el Sardina.
Dardánelo no le quitaba la vista de encima, ahora.
Le quiere devolver las cosas. . . repitió lo dicho por Sardina, pensando en el significado de la frase.
Se las quiero devolver.
Dardánelo tornó a mirar hacia adelante, entrecerrando los ojos por el humo del cigarrillo, que hacía girar entre sus dedos, como acomodando el tabaco.
Sí, porque. . . empezó morosamente Sardina.
¿Ya lo decidió, o lo está pensando? preguntó Dardánelo.
Bueno. . . No. . . vaciló el muchacho . . . lo tengo casi decidido. Bah. . .
Sabía que su determinación implicaba un menosprecio al hecho de buscar consejo en el viejo maestro. Dardánelo se había quedado en silencio.
¿Sabe lo que pasa? retomó Sardina. Yo hablé con Zulema.
Dardánelo volvió a mirarlo, deteniendo el movimiento del cigarrillo hacia su boca.
Ayer, le hablé por teléfono siguió, como avergonzado, Sardina. Dardánelo hizo un visaje de asombro.
La puta dijo.
Sí. ¿Vio? apuró la explicación Sardina ya le dije que yo soy, fui siempre muy fana de esta. . . mina. Y una vez, en un Radiolandia, o en un TV Guía, no sé dónde, había salido el teléfono de ella. ¿Vio en esas cartas que escriben los lectores? Se ve que un tipo pedía el teléfono de ella para pedirle no sé qué cosa, un autógrafo, o guita, qué sé yo. Y ahí en la revista ponían el número de teléfono de ella. Y yo me acuerdo que agarré y lo recorté. Lo recorté y lo guardé. ¿Vio? Qué sé yo. Yo pensaba que algún día me iba a atrever y la iba a llamar, para hablarle, qué sé yo. Por supuesto que después nunca me dio el cuero para llamarla. De pensar que me podía atender ella, me cagaba todo. Pero ayer me acordé que tenía el número y lo busqué. Llamé y me dio con una oficina, qué sé yo, la oficina de un representante, no sé qué era eso. Yo después pensaba, ¡qué boludo!, más bien que no van a dar el número de la casa de ella porque hincharían todo el día las bolas llamándola.
Dardánelo había permanecido mirándolo, fijamente, el cigarrillo suspendido casi a la altura de su mentón.
Entonces. . . continuó Sardina . . . me atendió un tipo, le dije, no sé, que era de una revista nueva y que le quería hacer una nota a Zulema Sardina ya decía "Zulema" con una familiaridad llamativa . . . que era una cosa urgente, qué sé yo, la cosa que el tipo me dio el teléfono de ella. El teléfono de la casa. Y la llamé.
Dardánelo nuevamente enarcó las cejas, asombrado.
La llamé y le conté todo. Lo del auto, que yo le había afanado, que. . . en fin que no sabía que era de ella. . . que le quería devolver las cosas. . .
El relato del Sardina fue apagándose. El muchacho mantenía los ojos bajos, en tanto golpeteaba con las puntas de los dedos de su mano derecha sobre el nerolite. Dardánelo lo contemplaba, serio. Estuvieron unos segundos así.
Me atendió ella. . . siguió el Sardina, sin levantar la cabeza . . . medio me asusté porque yo pensaba que iba a atenderme alguna secretaria o qué sé yo. Porque uno nunca piensa que esas. . . este. . . estrellas, uno las va a llamar y ellas van a atender el teléfono. ¿Vio? Pero me atendió ella.
Sardina volvió a golpetear con los dedos sobre el nerolite. Luego persiguió un residuo de ceniza, tal vez desprendido del cigarrillo de Dardánelo, procurando que se le pegase en la yema del índice. Después se atrevió a mirar al viejo maestro a los ojos.
¿Y qué quiere que le diga, Sardina? dijo éste, tras un instante. Usted me trae ya el hecho consumado.
Sardina resopló, se echó hacia atrás hasta encontrar el respaldo de la silla y se encogió de hombros.
No. . . pero. . . amagó defenderse.
¿Usted no necesita ese grabador? Dardánelo optó por no persistir en un tono demasiado severo.
¿El grabador?. . . pensó Sardina, mirando al techo. No. No. Pensaba dárselo a mi hermanita, por si lo necesita para estudiar. Pero ya tiene uno, uno que me afané de un negocio hace bastante.
Lo podría vender.
Sí. . . pero. . . No se encogió de hombros Sardina, nuevamente.
¿Su madre no necesita la plata?
No. . . pareció vacilar el Sardina. Bah. . . plata siempre se necesita. Pero por ahora andamos bien. Yo laburé bastante bien estos últimos tiempos.
Mire que su madre ha hecho mucho por usted recordó Dardánelo. Sardina aprobó con la cabeza. Otra vez hicieron silencio.
¿Y cómo le va a devolver las cosas, Sardina? preguntó el viejo maestro. ¿Se las va a mandar por correo, las va a dejar en alguna parte. . .? ¿Cómo piensa hacer?
Sardina se animó visiblemente. Retomó su posición erguida en la silla.
No. Se las voy a llevar a la casa.
Dardánelo lo contempló largamente, el ceño fruncido. Paseaba la punta de la lengua bajo los labios cerrados.
Se las va a llevar a la casa repitió.
Sí. Quedamos así.
Ah. . . Quedaron así Dardánelo osciló su cabeza, recorriendo con su mirada el salón. Sardina. . . advirtió va a meter usted la cabeza en la boca del león. ¿Se da cuenta?
Bueno. . . no. . . defendió su posición, Sardina.
En este trabajo . . . reclamó silencio Dardánelo apenas con un gesto de su mano derecha . . . y creo que lo hemos hablado alguna vez, Sardina, hay un elemento vital, primario e impostergable. . .
La...
La seguridad.
La seguridad Sardina casi terminó la frase a coro con el maestro.
Eso es prioritario, Sardina. Uno no puede andar jugando con estas cosas porque no es como en otros trabajos, donde uno si se equivoca pierde guita, o le meten unos días de suspensión en el laburo, o le descuentan algo del sueldo. No. En este trabajo, Sardina, si uno se equivoca, va en cana. Va en cana cuando tiene suerte. Con un poco nomás de mala suerte si uno se equivoca es boleta, Sardina. Usted lo sabe.
Sardina aceptó, con la cabeza.
Esta historia con esta mujer, con esta joven. . . por primera vez, Dardánelo había girado el torso dando el frente al Sardina, asumiendo por fin su condición pedagógica . . . es francamente romántica. . . Créame que es muy linda. Pero usted va a ir como un chorlito a meterse en la propia casa de la persona a la que usted le ha chorreado una serie de cosas, de su propio auto. Y va a ir a esa casa no solamente como el asesino que vuelve al lugar del crimen, sino que además va a ir como el asesino que antes de volver al lugar del crimen habla por teléfono y avisa que va a ir.
Dardánelo mantuvo su mirada sobre Sardina, quien, la frente gacha, se rascaba la oreja, dudando.
Usted es hijo único de madre viuda, Sardina recordó Dardánelo. Tiene un compromiso frente a su familia. Es único sostén de su madre. Debe pensar en todo eso, incluso antes que en la posibilidad de conocer a la mujer de sus sueños, estar en su casa, y hasta por ahí, encamarse.
Esto último hizo sonreír a Sardina, como desestimando la alternativa.
No se ría, Sardina. La gente que anda en lo nuestro ejerce una atracción muy especial en las mujeres. Se lo digo yo.
Sardina hizo un gesto escéptico.
Recuerde, además. . . prosiguió Dardánelo . . . que la mayoría de los grandes malandras internacionales, ladrones de guante blanco, señores lo que se dice señores en esta actividad tan discutida, Sardina, han terminado cagados por alguna mujer. Siempre alguna mina les ha hecho pisar el palito. La joda es la joda, Sardina. Y el laburo es el laburo.
Sardina aguantó a pie firme el chubasco. Sabía que, en parte, era el precio que debía pagar por no haber consultado antes al maestro. Ahora, éste se desquitaba.
Es que ella me prometió total seguridad dijo, cuando estuvo seguro que Dardánelo había finalizado su parrafada.
¿Ella se lo prometió?. Repítame qué le dijo.
Sardina mostró regocijo al recordar nuevamente el diálogo telefónico.
Yo le dije que estaba arrepentido. . . empezó . . . y que le iba a devolver todas las cosas. Que estaban intactas. Que si hubiese sabido que eran de ella no las hubiese tocado. Entonces ella me dijo que me creía, que iba a tener mucho gusto en recibirme en su casa, eso me dijo, que iba a tener mucho gusto en recibirme en su casa, que le llevara las cosas, y que me iba a invitar a tomar el té.
Otra vez la boca de Dardánelo se convirtió en una "U" invertida.
Cágate de risa musitó, como para así, tomar el té.
Le cuento más se entusiasmó Sardina. Me dijo que me iba a preparar una torta y me preguntó qué tipo de torta me gustaba a mí. Yo, por decir algo, porque tenía unos nervios bárbaros, le dije que. . . no sé qué es. . . esas tortas que tienen azúcar quemada arriba, que a veces hace mi vieja. Y ella me dijo que ésa no la sabía hacer y que me iba a hacer una de chocolate.
¿De chocolate? se interesó Dardánelo. ¿Porqué no la llama y le pregunta si no puede ir con un amigo?
Sardina se rió. El clima se había aflojado. Dardánelo advirtió eso y retomó su tono académico.
Dígame, Sardina. . . dijo. ¿Se puede saber a qué carajo vino a verme?
Este. . . se replegó el muchacho.
Todas las cagadas que tenía que hacer, ya las hizo. Ya afanó de un auto equivocado, ya llamó a la persona a la que usted le afanó, ya quedó con esa persona en que iba a ir a su casa. . . ¿Qué me quiere consultar, entonces?
Sardina aspiró hondo, sin dejar de mirar la cubierta de la mesa.
Es que no sé si ir. . . exclamó . . . tengo un poco de cagazo.
Dardánelo lo miró, comprensivo. Hizo girar el cigarrillo entre los dedos, como procurando afinarlo.
Mire Sardina. . . dijo después . . . yo no puedo tomar la responsabilidad de decirle que vaya o que deje de ir. Pero, para serle sincero, como profesional el asunto no me gusta. Como profesional le diría que no. Ahora bien, como hombre, como ser humano, le confieso que la historia me parece hermosa. Sinceramente, es una oportunidad que se da una vez en la vida, y nada más. Esa es la verdad. Y yo siempre sostengo que lo nuestro no puede tomarse nada más que como un laburo frío y matemático. Esto requiere también sensibilidad y hasta sentido del humor. Como alguien con experiencia que le puede dar un consejo yo le diría: "no vaya". Ahora, yo, en su lugar, iría. Pienso que la mujer es confiable, parece una mujer seria, no una tarambana cualquiera. . . es una oportunidad de que usted se relacione con otros niveles, otros ámbitos, más intelectuales, eso siempre ayuda, enseña. . . No sé. Es un riesgo. Está en usted asumirlo, o no.
Sardina aprobó con la cabeza, enérgicamente.
Eso sí, epilogó Dardánelo, no vaya armado.
Sardina hizo un gesto como descartando de raíz esa posibilidad. Dardánelo se puso de pie, dando por terminada la charla, levantándose el pantalón que, ya habitualmente, usaba con el cinto muy cercano al esternón.
Después me cuenta agregó, caminando hacia la mesa de pool, donde Rosales continuaba el juego. ¿Cómo va eso, Rosales? preguntó, en voz alta, Dardánelo. ¿Me ganó?
Al día siguiente, a eso de las siete de la tarde, Dardo Dardánelo llegó al café de Quico, recién bañado y afeitado. Había tenido una larga noche de naipes, y por lo tanto, había salteado su siestero aprendizaje de pool en "Prólogo's".
Se sentó en una de las mesas junto a la ventana y pidió un fernet. A esa hora del atardecer, el café de Quico era el lugar indicado, ya que el pool pasaba a manos de los jóvenes, exclusivamente. Por eso Dardánelo se sorprendió cuando el "Panadero", uno de los muchachos de la barra juvenil, entró a lo de Quico con un diario bajo el brazo y se acercó a su mesa.
¿Puedo, don Dardo? preguntó el "Panadero", señalando la silla vacía.
Sentate aceptó Dardánelo, frunciendo el entrecejo. El Panadero se sentó casi enroscado en el asiento. El pecho inclinado sobre la mesa, las piernas apuntando hacia el mostrador.
¿Vio lo del Sardina? preguntó el Panadero, en voz baja. Dardánelo acentuó su gesto de preocupación.
No. ¿Qué pasó? dijo. El Panadero meneó la cabeza.
Se la dieron.
¿Cómo. . .? atinó a preguntar Dardánelo. ¿No me digas? Pero. . . ¿Lo agarraron. . .?
No. . . el Panadero volvió a negar con la cabeza. Hizo un ademán corto, deslizando la palma de su mano derecha paralela a la mesa. Un balazo.
Dardánelo se quedó callado, visiblemente perturbado. Miraba algo más atrás, más allá del Panadero.
La puta madre silabeó, al fin.
Acá está dijo el Panadero, alcanzando al viejo maestro el diario de la tarde. Dardánelo lo tomó y lo desplegó sobre la mesa.
"En confuso suceso. . ." comenzó a leer en voz alta. Luego prosiguió la lectura en voz inaudible, marcando los renglones con sus dedos índice y mayor de la mano derecha, adonde sostenía el cigarrillo . . . "Adalberto Giarditti, de 20 años. . ."
Ese es el Sardina acotó el Panadero.
Dardánelo prosiguió la lectura, en un murmullo.
"Notoriamente conmocionada, la estrella. . . elevó la voz Dardánelo . . . no quiso extenderse en declaraciones al respecto. Yo le había prometido que iba a estar sola en mi departamento informó solamente. Pero comenté el caso con una amiga y ésta me dijo que eso era una locura. Que al menos contratase un custodia para que permaneciese oculto en una habitación contigua, por si el ladrón intentaba algo. Así lo hice y ése fue mi error."
Dardánelo continuó leyendo la noticia de policía. Luego elevó su mirada hacia el Panadero, quien prestaba atención, las manos cruzadas junto al pecho.
Parece que contrató un detective privado, o algo así le dijo. No quiso llamar a la Policía.
Un pata de plomo silabeó el Panadero, con desprecio. Después dice.
Ah sí. Acá está señaló Dardánelo. "Gabriel Rosalba, hombre avezado en tareas de vigilancia en fincas privadas".
La concha de la lora reflexionó el Panadero.
"Requerido por la prensa, Rosalba expresó:" retomó el relato del diario Dardánelo . . . "La Carina me había pedido que yo sólo interviniese si el delincuente intentaba hacerle algo a ella. Pero yo soy de la idea que esa clase de gente debe estar entre rejas. Se hizo un silencio prolongado y pensé que algo raro ocurría. Entré al living, donde estaban la Carina y el delincuente y le ordené a éste que se entregara. Pero se asustó, trató de huir y tuve que dispararle. Son gente peligrosa y dispuesta a cualquier cosa. Este, además, era un fanático de la Carina, por lo que no hubiera sido de extrañar que intentara cualquier aberración con ella. Es increíble lo que el fanatismo puede llevar a hacer a ciertas personas."
Dardánelo repasó someramente el artículo y recién volvió a ponerse el cigarrillo entre los labios. Luego, empujó el diario, aún abierto, hacia el Panadero. Este lo tomó y, lentamente, lo dobló, para meterlo después bajo su brazo izquierdo. Se quedaron un momento en silencio.
Es increíble lo que el fanatismo puede llevar a hacer a ciertas personas repitió Dardánelo, mirando hacia afuera. Levantó el vaso de fernet y lo dejó unos segundos junto a su boca, sin beberlo.

Una noche inolvidable

El que conocía todos los piringundines era mi amigo, el Narigón Costoya. Hombre de la noche a pesar de su juventud, era para mí una imagen digna de admiración y envidia, cuando se entreveraba con gente avezada en el trajín algo turbio de boliches y reductos tangueros. Por eso, aquella vez en que me dijo: "Esta noche nos vamos al Tabarí", no puse ningún tipo de objeción, dado que mi confianza en el Narigón era completa.
Purretes todavía, a pesar del estímulo varonil que nos prestaban el cigarrillo con boquilla y la botita charolada, el ambiente noctámbulo nos atraía como la miel a las moscas.
Canta un coso que no te podes perder me confió Costoya. No teníamos mucho níquel en el bolsillo, eran otros tiempos, pero sí podíamos ufanarnos de un atrevimiento a toda prueba. En especial de parte del Narigón, poseedor de un ángel y una soltura verdaderamente notables.
Años más tarde hablaría de él aquel inmortal bardo que fuera don Nicolás Casona.
La verdad fue que llegamos al Tabarí, ahí por Suipacha al 400, pasamos bajo la mirada entre severa y cómplice de "Lopecito", el portero, y nos mandamos para adentro. "Lopecito" no se dejaba engañar por nuestros bigotes ni por nuestros sombreros, él sabía que éramos menores, pero muy a menudo el Narigón le pasaba algún dato para Palermo y así se había ganado la amistad de aquel hombre. Tiempo después me enteré de que Lopecito había muerto de una gripe mal curada, pobrecito, en un sórdido hospital de Montevideo, la capital uruguaya.
Esa noche de sábado, el "Tabarí" estaba de bote en bote y corría la bebida entre la algarabía del gentío. Gracias a la gentileza de uno de los mozos (el Narigón le tiró unas rupias) conseguimos una mesa cerca del escenario. Ya se había dejado de bailar y recuerdo que muy pronto tuvimos la compañía de dos niñas que trabajaban en el local. Eso colmaba todas mis aspiraciones de sentirme hombre mundano, a pesar de saber perfectamente que aquellas muchachas estaban trabajando y sólo pretendían un mayor consumo de nuestra parte. Yo, bastante más tímido que mi amigo, no vacilé, no obstante, en pedir un par de botellas de champagne, ante la admiración de nuestras ocasionales acompañantes. No habría pasado más de una hora cuando subió al escenario, hasta ese momento desierto, una pequeña orquesta y a renglón seguido un hombre aún joven, delgado y pálido como una porcelana. Hubo aplausos y vivas al artista pero pronto se hizo un respetuoso silencio cuando el bandoneón rompió con sus primeras quejas. ¡Qué notable el mutismo de aquel público de habitual mordaz y bullanguero! ¡Qué dominio sobre la audiencia poseía aquel cantor de fino bigotito y voz cristalina que a cada momento amenazaba quebrarse!
El artista finalizó sus canciones y no pudo abandonar el proscenio, ante los hurras y reclamos de la gente que pedía, a grito pelado, alargar su actuación. Fue cuando yo, intrigado por ese magnetismo increíble que irradiaba de esa garganta privilegiada, le toco el codo al Narigón y le pregunto: Che, ¿Quién es?
¿Cómo? ¿No lo conoce? se adelanta, entonces, una de las pibas.
Es Agustín Magaldi dice la otra. Yo, recuerdo, hice un gesto de asentimiento sorprendido pero, en verdad, no conocía mucho sobre ese tal Magaldi. Había oído de sus condiciones, sí, pero sólo un par de veces, como de paso.
El gran Agustín Magaldi sentenció el Narigón, que había vuelto a sentarse, tras la euforia del agasajo. En el escenario, Magaldi estaba anunciando ante la ávida expectativa de la multitud, su última entrega. En eso, una voz estentórea interrumpe su soliloquio:
¡Tenga mano, compañero! Giramos todos nuestras miradas hacia la puerta y vemos la silueta amenazadora de un hombre recortada frente a los vidrios de la entrada. Se hizo un silencio de muerte cuando el recién llegado comenzó a avanzar hacia el escenario a paso firme. Llevaba una daga impresionante en la mano. De más está decir que la gente se abrió, presurosa, en el camino de aquel malevo. Cuando trepó al tablado pude verlo mejor, un morocho grandote, aindiado, de rasgos nobles a pesar de su ferocidad, con el hombro derecho cubierto por un poncho y el toque elegante de unos gemelos de oro en el puño que sobresalía bajo la manga que cubría el brazo sostenedor de la faca amenazante. Se enfrentó a Magaldi y, ante el horror de todos, gritó:
¡No me gustan los cantores de voz finita! y le tiró una puñalada. Pero quiso Dios Todopoderoso que un segundo antes una mano femenina le propinara un empujón a Magaldi quitándolo del rumbo homicida del puñal. El fierro prosiguió su vuelo y se ensartó en el instrumento del primer bandoneonista. Recuerdo que el fuelle, herido, exhaló un quejido profundo, como un lamento. El matón, defraudado, retiró el arma, miró con desprecio a Magaldi que había caído sobre el piano y se retiró a paso vivo, dejándonos con la boca abierta. No voy a contar, por extensos, los comentarios que entonces se sucedieron, el parloteo alarmado de las mujeres y el murmullo de asombro entre los varones. Pero Magaldi era un hombre de decisiones rápidas, pidió silencio golpeando sus palmas, exclamó
"Aquí no ha pasado nada" y dijo que el espectáculo iba a continuar. Todos se animaron nuevamente hasta el momento en que cayeron en la cuenta de que el bandoneón agonizaba sobre las rodillas de su desconsolado dueño por la puñalada recibida. No había poder humano que le arrancase un sonido. El Narigón, con esa facilidad suya para apoderarse de las situaciones, saltó sobre la tarima y gritó:
¡La fiesta recién comienza! ¡No vamos a permitir que una cosa así nos amargue la noche!
Y acto seguido, ante la mirada atribulada del gordito bandoneonista, tomó el herido instrumento diciendo:
Vengan conmigo. Acá cerca hay una gomería.
Y ahí salimos todos en manifestación, ante la mirada atenta de los presentes que aprobaban, entusiastas, la decidida acción de mi amigo. Habremos sido unos catorce los que nos movilizamos hacia la estación de servicio. Hacía frío, recuerdo, y el Narigón tuvo que explicarle a un policía qué era eso de andar a altas horas de la noche llevando un bandoneón en brazos como quien lleva un pibe accidentado. Debo confesar que, dentro del absurdo, la cosa tenía algo de trágica, de litúrgica procesión pagana tras la figura de un dios caído. El agente del orden comprendió era un porteño, después de todo, y nos dejó seguir nuestro camino. Cuando llegamos a la estación de servicio, la gomería estaba cerrada: eran como las tres de la mañana. Había un pibe, sin embargo, sentado en una pequeña caseta vidriada, haciendo la tediosa guardia nocturna, tomando mate.
Queremos ponerle un parche a este fuelle le dijo el Narigón. El pebete lo miró con ojos vivaces y contestó:
Me parece difícil. La gomería está cerrada y don Hipólito está durmiendo.
En efecto, el pequeño galponcito que hacía las veces de gomería, tenía sus puertas de chapa cerradas.
¿Y ahora qué hacemos? pregunté yo.
Esperen nos dijo el pibe, comedido. Si don Hipólito se despierta, tal vez les hace el laburo.
Ante nuestra natural ansiedad, el muchacho se encaminó hasta el galpón y golpeó la puerta. Debo confesar que nosotros esperábamos por toda respuesta el insulto o el silencio más frío, pero de inmediato desde adentro se escuchó una voz áspera y somnolienta.
¿Qué pasa?
En breves palabras el pibe que nos había atendido le contó al tal don Hipólito nuestro problema. Al rato se dio vuelta y nos hizo una seña con la mano: que esperáramos. Enseguida se abrió la puerta, se encendió la luz de adentro y vimos la silueta de un hombrón grandote poniéndose una bufanda.
Pasen dijo. Al gordito dueño del bandoneón se le iluminó la cara.
Nos metimos todos dentro de aquel tinglado y durante casi una hora presenciamos, en un silencio respetuoso, cómo el viejo y el muchacho emparchaban la herida del fuelle, con un cuidado, un amor y una dedicación dignas del equipo más refinado de cirugía. Cuando hubieron terminado le pasaron el instrumento al gordito, que temblaba como un padre ante el retorno de su hijo accidentado.
¿Puedo tocarlo? preguntó.
Por supuesto dijo don Hipólito. Y allí mismo, en ese galpón de chapa, ante nuestro grupo amontonado por la falta de espacio y emocionado hasta las lágrimas, el músico se mandó "Desde el alma" de Rosita Melo. Puedo jurar que lloramos todos y hubo abrazos y aplausos.
Como si eso fuera poco, ni el pibe, ni el viejo de la gomería a quien habíamos despertado de su sueño de laburante, nos quisieron cobrar un peso. Pero no estaba terminada esa noche memorable para mí.
Cuándo volvimos al Tabarí, entre la algazara de la gente que nos recibió como quien recibe a los soldados volviendo del frente, la cosa se prolongó hasta que empezó a amanecer. Después nos fuimos un grupito, el más aguantador, a desayunar esas medias lunas maravillosas al "Viejo Roma", el cafetín de Parador y Reconquista. Me parecía mentira estar en compañía de aquella gente de la noche, entre figuras legendarias, entre nombres que había sentido nombrar una y mil veces en boca de los mayores. Fue allí cuando Natalio Perinetti, el que fuera celebérrimo insider de la Academia, me pasó una mano sobre el hombro y me dijo:
Pibe... de buena se salvó esta noche Agustín haciendo referencia al suceso de la puñalada. Yo asentí con la cabeza.
Ese malevo es muy peligroso me dijo. Muy peligroso.
¿Quién era? pregunté. ¿Usted lo conoce?
Cómo no voy a conocerlo, muchacho dijo Natalio ¡ese hombre era ni más ni menos que Juan Moreira!

De más está decir que el recuerdo de aquella noche ha quedado impreso en mi memoria con caracteres indelebles, máxime cuando con los años me volví a encontrar con uno de sus protagonistas. Una noche, presenciando un espectáculo tanguero en el "Café de Miguel", reconocí a aquel gordito cuyo bandoneón había recibido el puntazo destinado al pecho canoro de Agustín Magaldi. El muchacho estaba un poco más rollizo aun, mantenía su expresión adormilada, pero su nombre ya era un crédito rutilante en las marquesinas de los bailongos porteños: Aníbal Troilo.
Pero sin duda los detalles de esta anécdota memorable estaban destinados a no agotarse tan fácilmente. El año pasado, en ocasión de mi viaje a Estocolmo, con motivo de ir a retirar el premio Nobel con que me galardonaron, tuvo lugar una recepción de festejos en la Embajada Argentina.
No eran muchos los invitados, pero había un ambiente de jolgorio ante la distinción que se me había concedido, a mi juicio, inmerecidamente. De pronto se me acerca un hombre no muy alto, semicalvo, con barba entrecana.
Usted no se acuerda de mí me dice.
Para serle sincero. . . me disculpo.
Yo soy Astor Piazzolla me dice. Es de imaginarse mi emoción ante la presencia de tamaña figura de nuestra música y su cordialidad en el saludo.
Por supuesto que lo conozco recuerdo que le dije. Pero no creo que hayamos tenido oportunidad de vernos personalmente.
Se equivoca me dijo el gran maestro, que se hallaba casualmente en la capital sueca brindando una serie de recitales. ¿Se acuerda de una noche en que usted y unos amigos llevaron un bandoneón a una gomería para emparcharlo?
Mi asombro entonces no tuvo límites. Me quedé mirando a Astor con la boca abierta, sin atinar a soltar su diestra que aún estrechaba.
Yo era el pibe de la gomería me dijo.
¡Después dicen que el destino no suele manifestarse en formas evidentes!
Y le digo más me dice Piazzolla sin darme respiro. El viejo, el viejo a quien desperté para que les arreglara el bandoneón, don Hipólito, era ni más ni menos que don Hipólito Yrigoyen. El mismo que con el tiempo se convirtió en caudillo del movimiento radical.
Aquello fue demasiado para mí. Estreché a Piazzolla en un abrazo y ambos lloramos como niños.
La semana pasada, nomás, leo en un reportaje que la valiente mujercita que apartó el cuerpo de Agustín Magaldi del curso mortal de la hoja del puñal agresor, supo también dejarnos, años más tarde, piezas que se enraizaron en lo más granado de nuestra verba: esa mujer no era otra que doña Juana de Ibarbourou.

Tío Eugenio

Esa vez que Gardel vino a Rosario fuimos a verlo con mi amigo el Flaco Octavio, mamá y el tío Eugenio. Al tío hubo que insistirle bastante para convencerlo. El decía que le gustaba mucho la música, pero siempre había que rogarle para cualquier cosa. Era una de esas personas que se complacían en que le insistieran. Había logrado forjarse, en la familia, una cierta fama de hombre misterioso, retraído, que de tanto en tanto nos concedía la gracia de su presencia. Venía, eso sí, para Navidad y Año Nuevo, y, en esas ocasiones, permanecía callado, escuchando condescendiente las conversaciones de todos nosotros. A veces sonreía, con comprensión, ante los problemas mundanos, otras veces su mirada se perdía en el vacío y nos daba a entender que se hallaba sumergido en cavilaciones profundas, muy alejadas de las nimiedades que se hablaban en la mesa.
Había ocasiones en que papá, a quien le reventaban bastante esas poses que adoptaba Eugenio, le preguntaba su opinión sobre el tema en discusión. Eugenio, entonces, solía acentuar un poco más la sonrisa bajo el bigote fino, cerraba los ojos e, inclinando la cabeza, hacía un gesto como diciendo "Está bien, puede ser. Dejémoslo ahí. No tiene importancia". Esto lo ponía en llamas a mi viejo quien, a veces, optaba por no insistirle o bien le decía: "¿Qué es eso de. . .?" y le imitaba a Eugenio el gesto con la cabeza que éste había hecho. "Decí, carajo. ¿Qué te parece?". Eugenio, entonces, hacía todo un prolegómeno antes de hablar. Se acomodaba bien en su silla, barría con la mano algunas migas del mantel, carraspeaba, decía "Bueno. . . bueno. . .", tratando de conseguir que se hiciese un silencio general, que nadie dejase de prestarle atención. Incluso llegaba a dirigirle una mirada reprobatoria a los chicos que hacían ruido, o gritaban, mientras jugaban, porque cuando terminaban de comer se les permitía levantarse de la mesa e ir a jugar. Y yo me doy cuenta de que todos entrábamos en el circo. Siempre había alguna tía que, allí, se hacía cómplice y chistaba a los chicos o les decía "Cállense chicos" y hasta mi vieja llegó a decirles alguna vez "Cállense chicos, que va a hablar el tío Eugenio", como si se tratase de Yrigoyen. Y por ahí el tema que se estaba tratando era si a los sifones de soda convenía meterlos en el fuentón con barras de hielo o no. Pero para Eugenio la ceremonia era la misma. Y cuando, por ejemplo, mi vieja decía eso de "Chicos, cállense que va a hablar el tío Eugenio", él tocaba el cielo con las manos. A mí me hinchaba las pelotas cuando mi vieja hacía eso. Entonces Eugenio largaba con el discurso y, ya te digo, aunque el tema fuera cómo hacer el chimichurri, él, a los dos minutos, ya estaba hablando de los griegos, de la condición humana, del descubrimiento del pararrayos. Un infierno. Un plomo total. Era un tipo trascendente. No podía decir cosas sin importancia. No podía decir, por ejemplo, "Alcanzame la sal". No, él tenía que hablar del Todo y la Nada. De la Vida y la Muerte, de los grandes misterios de la Existencia. Y la joda del caso es que todos sabíamos que era un rata. No te digo un croto, un tirado. Pero era un tipo de clase media clase media como todos nosotros, que vivía con lo justo. Pero andaba siempre muy elegante, muy cuidadoso de su presencia, muy dandy. Y claro, como su palabra era un producto escaso, se cotizaba alto. Como todas las cosas escasas. Como el caviar, los diamantes. Eso él lo sabía, y administraba avaramente sus opiniones. Gracias a Dios, después de todo, porque a mí me reventaba. Además, fijate vos, que no era mi tío. No era tío nuestro. Era casado con una tía de mi vieja, una cosa así. Un parentesco bastante lejano. Pero se le decía "tío" como a tantos amigos de la familia que vienen seguido a la casa y uno les dice a los pibes "Saluden al tío" o "A ver, mostrale al tío lo que aprendiste hoy". Pero no era tío nuestro. Lo que pasa es que cuando tía Nena esta tía que te digo de mi mamá vivía, muchos domingos venían a casa a tomar el té con el Eugenio. Mirá el programa. Claro. A Eugenio no lo ibas a llevar a una cancha de fútbol o al hipódromo. Cuando murió tía Nena, Eugenio medio que se borró. Ya empezó a aparecer menos o, como te digo, caía para las fiestas de fin de año. Pero en esa ocasión que vino Gardel, no sé cómo había venido por casa. Papá ya había muerto y yo ya tendría unos 23 años. Andaban todos enloquecidos con Gardel, imagínate. Y la vieja fue la que le dijo a Eugenio que nos acompañara a verlo. No sé si lo hizo de compromiso o porque a la vieja siempre le gustó un poco el Eugenio. Decía que la parecía "un hombre muy interesante". Por supuesto, Eugenio se hizo rogar un poco. Pero al final aceptó acompañarnos. Dijo que había despertado su curiosidad ese fenómeno popular a pesar de que él, aclaró, desconfiaba bastante de los fenómenos populares. Pero nos dijo que había estado comentando el caso de la repercusión de Gardel con Vitantonio. Vitantonio era, para aquella época, un profesor de canto bastante conocido en la ciudad. Un italiano medio maricón, decían, pero muy respetado. Parece que había sido tenorino, que había cantado en la Scala de Milán, al menos así contaba él, pero debía ser verdad. La cuestión es que, cada tanto, tío Eugenio sacaba el tema de su amistad con Vitantonio que, decía, era un hombre terriblemente culto y con el que solían pasarse las noches hablando de música clásica, de ópera y esas cosas.
Muy bien, fuimos al teatro, me acuerdo que Gardel cantaba en el teatro Odeón, que después fue el cine Broadway, ahí en calle San Lorenzo. Era un mundo de gente, Gardel cantó como los dioses y nosotros salimos enloquecidos. Tanta sería nuestra euforia que nos permitimos ir a tomar un cívico y comentar la velada a un café de por ahí. Tío Eugenio permanecía ensimismado, como reconcentrado. El flaco Octavio, pobrecito, que era muy suelto, muy dicharachero, no aguantó más y le preguntó. Le preguntó qué le había parecido Gardel. Eugenio hizo su clásica rutina, se echó hacia atrás, perdió su vista en el vacío entrecerrando un poco los ojos, se cruzó de brazos. . . "Bien" dijo "Bien ¿eh?. . . Bien". Pareció que no iba a agregar nada más pero siguió. "Tiene, realmente, grandes condiciones vocales. Grandes condiciones vocales. Podría, tranquilamente, ser un excelente tenor. Un excelente tenor. Puliendo, claro, algunas imperfecciones evidentes. Algunos vicios. Pero con un buen profesor, alguien que lo guíe. . . Yo podría hablar con Vitantonio. . . Pero. . . está visto que el muchacho prefiere el género popular. Está visto que no le interesa demasiado abordar un género más exigente. Preferirá, es humano, el halago de la repercusión, digamos, masiva. Pero. . . podría ser un excelente tenor, podría serlo. En fin. . . seguirá en esto. . . ". Se acarició repetidamente el bigote, estiró la apretada sonrisa y culminó: "Qué lástima . . . Qué lástima. . . ".

La verdad sobre el transbordador Columbia

Hoy, a casi tres años de aquel maravilloso día del 24 de octubre de 1981, llego a la conclusión de que debo contar toda la verdad sobre lo sucedido. No creo, al hacerlo, que transgreda ninguna norma de seguridad ni tampoco que revele secreto importante alguno.
Habrá sí, lo sé, quien sienta, tal vez, en parte menoscabado ese acendrado orgullo nacional que tenemos los americanos desde el instante mismo en que de pequeños vimos en nuestros textos colegiales esa maravillosa lámina que muestra a George Washington cruzando el Potomac, de pie sobre la inestable horizontalidad de aquella barca, envuelto, en un capote y sin atisbo de mareo ni náusea en su rostro altivo.
Pero pienso que no yo, sino todos los norteamericanos guardamos una deuda de gratitud con alguien hasta hoy anónimo y olvidado. Y se trata de una deuda que, de no mediar mi determinación de escribir este artículo, quedaría por siempre sin saldar.
No habría alcanzado a dormir ni media hora cuando Meck Sanduway llamó a mi puerta. Debían haber sido las tres de la tarde cuando caí derrumbado sobre mi litera confiado en que el cansancio y el ronroneo confortable del aire acondicionado colaborarían a que me durmiese de inmediato. Sin embargo, los nervios y el desgaste físico tironeaban compulsivamente de los músculos de mis piernas y me sorprendía a mí mismo pegando puntapiés contra la cucheta de arriba, por fortuna desocupada desde la noche en que Nat Pallukah se cayó de ella ante la excitación que le produjo el estar a punto de completar unas palabras cruzadas.
A pesar de mi desasosiego físico, anímicamente me invadía una inmensa tranquilidad. Por fin, luego de tres larguísimos e infernales meses, había quedado listo, terminado, completo, sellado y aprobado, el Proyecto Opalo. Y allí nomás, a escasos tres kilómetros de nuestras barracas, esperaba, calmo y deslumbrante bajo el sol calcinante del desierto de Najove, el transbordador Columbia.
No era gratuito mi desvelo. El meticuloso plan de trabajo pergeñado por mi grupo de ingenieros a través de cuatro años, había sufrido una demora de casi seis meses. Y todo aquel que haya estado asignado a un proyecto espacial sabe bien del enorme costo adicional en dólares que representa la más mínima demora, el obstáculo más pequeño.
Lo cierto es que se nos había atascado el sistema de gasificación de ozono y no había poder humano que lo pusiera en sus trece. Por lo tanto, los dos carretes centrales que alimentaban la inyección de parafina comprimida a la primera (y más grande) de las toberas, no tenían autoridad alguna para impulsar los propergoles sólidos del segundo sistema. En principio supuse que todo radicaba en la baja potencia de las cargas de hidracina y etanol, lo que me costó que William Congreve me arrojara por dos veces el mismo doughnout a la cara. Finalmente Congreve me convenció, con ayuda de Sato Saigo, de revisar totalmente los vectores del difusor de entrada en relación con la expansión de energía térmica en el primer sistema. Así lo hicimos durante casi un mes, enterrados día y noche en un silo subterráneo. Salvo un pequeño error (que detectó Saigo) en un componente del logaritmo neperiano de R y que en nada modificaba el detestable comportamiento de la gasificación del ozono, no hallamos en nuestra búsqueda las claves de la falla.
Dos meses después, a mi juicio el problema residía en el encendido de la segunda sección (lo que traería aparejado un desfasaje en el perigeo).
Para el danés Odgen había una fuga no computada a partir de un desequilibrio en el variómetro. Según Congreve, la cosa podía estar circunscripta en el radiador de uranio. Y Max Althoughter se hallaba empecinado en que todo consistía en que la propulsión de una fase no puede medirse por la reacción si la fuerza de empuje se mide por la intensidad que el caudal específico de eyección de gases desplaza a la energía cinética perdida por unidad de tiempo. Debo confesar que nunca entendí la seducción que ejercía sobre Althoughter la unidad de tiempo.
Muy a pesar nuestro, admitimos que debía pedirse ayuda. Hablamos con Woollie Pat Sullivan (director general del proyecto) y concluimos que debíamos dejar de lado nuestro orgullo y entender que el éxito del Proyecto Opalo era una causa de interés nacional y así lo entenderían, también, los científicos consultados. Por otra parte, el presidente Ronald Reagan ya había hablado un par de veces por teléfono con Sullivan preguntando por la salud del "nene", nombre clave que se le había conferido al transbordador.
Se habló, entonces, con gente de la Convair y Martin, de la Chrysler, de la Pratt y Whitney, de la Boeing y de la Thiokol. La mayoría de las compañías había licenciado a su personal dado que se iniciaba la temporada de la trucha. Por último, la Lockheed trajo alivio a nuestra inquietud: nos remitirían a Bernard Pseberg Lindon, artífice de la misión Viking, padre de las sondas Mariner y amigo cercano de un ingeniero que había sido verdadero cerebro gris del proyecto Skylab.
Pseberg debió ser rastreado por toda Europa Central ya que, para ese entonces, se hallaba visitando a un primo suyo que nada tenía que ver con los proyectos espaciales, pero que había contribuido grandemente a las comunicaciones humanas mediante la codificación de sombras chinescas sobre paredes.
Aún pienso que la Lockheed aceptó ayudarnos para cabalgar sobre la cresta de la ola de nuestro posible triunfo, y algo así debió pensar también Pseberg, para acceder a volar hasta nuestra ratonera de White Sands.
Debo admitir que la llegada de Pseberg apresuró la solución. Enérgico hasta la crueldad, de una actividad rayana en el fanatismo y con un método analítico más cercano a la pianola que al matemático, Pseberg nos puso frente a la solución del problema en sólo 25 días de trabajo: había que liberar los gases del ozono a través de las toberas de la tercera fase, pero sin contactarlos con los propergoles sólidos del segundo sistema. Y si éstos entraban en pérdida o desprotegían la dirección giroscópica, bastaba con inyectar una mayor proporción de flúor en la masa molar.
El árbol nos había impedido ver el bosque.
El 22 de octubre de 1981 se realizó la prueba final y todo anduvo a la perfección. De allí en más se completaron algunos detalles menores, se chequeó por milésima vez el encendido y todo quedó listo para el tan demorado momento del despegue definitivo. Fue cuando ante una sugerencia de Silvie Mortimer, quien me vio revolviendo el café con la visera de mi gorra, marché en procura de un reparador descanso. Y fue cuando, media hora después de revolverme en la cama como un poseso, Meck Sanduway llamó a mi puerta.
La tobera del segundo sistema se atascó me disparó Sanduway apenas le hube abierto la puerta. Sentí como si millones de pequeños alfileres se clavasen en mi cuerpo. Las piernas se me aflojaron y de no mediar el apresurado sostén de Meck me hubiese destrozado la cabeza contra el piso.
¿Se lo has dicho a alguien? atiné a preguntarle apenas pude recuperar el dominio de mis cuerdas vocales.
No me tranquilizó Meck, con esa austeridad de vocabulario que hace tan rústicos a los hombres del bajo Tennessee.
Para el lector que no conozca los entretelones de un proyecto interespacial, informo que una tobera no tiene actividades intermedias: o funciona o no funciona. No se admiten en una tobera ni falsos encendidos ni ronquidos, ni carrasperas, como tampoco producción a "media máquina".
"Cinthya", la tobera del segundo sistema estaba bajo mi completa responsabilidad y ahora, a sólo 14 horas del lanzamiento del Columbia, se había empacado como un asno. Era un problema tres veces más complejo que el anterior suscitado con la gasificación del ozono. Y el problema de la gasificación del ozono nos había demorado durante medio año.
Vuelve al centro de cómputos recomendé a Meck.Y no digas a nadie nada de esto.
Tomé el casco, salté sobre un jeep, y abandoné las barracas rumbo al transbordador. Afortunadamente a esa hora, cuando el sol era un soplete sobre la arena, sólo me crucé con algunos operarios menores.
Los ingenieros y científicos se habían refugiado en sus habitaciones disfrutando de hallarse, por fin, en vísperas de la cuenta regresiva. En tanto ascendía mediante el ascensor interno hacia las visceras del Columbia, pensaba en qué palabras emplearía para comunicar a nuestro jefe Woollie Pat Sullivan, el nuevo drama que se había desatado. Lo recordaba, un año atrás, masticando, transpuesto de odio, una minicalculadora Sharp ante la noticia de la quemadura de una bujía de su coche. Además, debería ser yo, en persona, quien explicara al presidente Reagan, el flamante e incalculable retraso del Proyecto Opalo. Y yo conocía bien al presidente. Por mucho menos que eso lo había visto hacer cosas terribles con los indios, largo tiempo atrás, en el cine de Tollucah, mi ciudad natal.
Cuando llegué al compartimento que hacía las veces de antesala, sólo encontré a un empleado de mantenimiento, quien se había refugiado en la tranquililidad de esa sección para apurar su emparedado de tocino y maní. Le ordené, perentoriamente, que se fuera. El hombre, sin decir palabra, envolvió su merienda y se alejó.
Con el alma en un hilo, oprimí el encendido de "Cinthya". Me respondió un silencio funerario. Repetí la acción cinco o seis veces. Ni un chasquido. Nada. "Cinthya" estaba muerta, fría y yerta. Me dejé caer, vencido, sobre el piso de metal. Entonces me encontré, de nuevo, con la mirada del empleado de mantenimiento. No se había ido. Estaba sentado sobre el sistema de apertura de compuertas externas, junto a la salida que no había transpuesto, masticando con poco entusiasmo su comida, observándome con expresión indiferente.
En aquel momento, con ese pudor lógico de todo científico egresado de Denver, deseé que aquel desconocido confundiese mis lágrimas con posibles gotas de transpiración. Lo que iba a ser difícil de explicarle eran mis berridos animaloides y los puñetazos que propinaba contra el blindaje de las mamparas. Con la tobera de la sección superior atascada, el soñado despegue del transbordador Columbia en 1981 era utópico.
La preeminencia de la carrera espacial volvería a manos de los comunistas y podía decirse que el mundo libre estaría al borde de la destrucción, el holocausto atómico y ¿por qué no? la contaminación de los ríos.
Controlar, chequear y verificar todas y cada una de las 573.829 piezas mecánicas y electrónicas encerradas en aquella cúpula cilindrica de 38 metros de largo por 11,07 de ancho que constituía la médula energética del Columbia podía insumir de uno a dos quinquenios de planes galácticos. Reagan no lo soportaría.
Dentro de mi desesperación vi que el operario, sin dejar de comer, adelantaba un par de veces el mentón hacia mí, en mudo interrogante.
¿No le dije que se fuera? le grité, desde el suelo, furioso. Frunció el entrecejo y volvió a avanzar su mentón, inquisidor. Comprendí que no entendía bien el idioma.
¿No habla inglés? le pregunté, más enojado aún.
Sí, sí dijo. Se puso de pie, tiró desaprensivamente los restos del sandwich en un rincón y limpió con energía las palmas de sus manos golpeándolas contra los fundillos de su pantalón en tanto se me acercaba. Sin dejar de hurguetearse los dientes con la punta de la lengua y el reborde de los labios, me tomó de un brazo y me ayudó a ponerme de pie. Allí pude leer, entonces, el nombre de aquel sujeto moreno y bajo, en el solapero que lo identificaba: "Artemio Pablo Sosa". Un hispanoparlante.
Hablo inglés me explicó. Pero si me habla muy rápido. . . se quedó en silencio mirando fijamente hacia un punto ubicado en las cercanías de mi hombro derecho y yo pensé que buscaba palabras para completar la frase. Chasqueó los labios y escupió un residuo de carne.
¿Qué pasa, maestro? preguntó luego.
¿Qué es usted?me interesé. ¿Mejicano?
Argentino me dijo. Yo apoyé mi empapada espalda contra una mampara y meneé la cabeza con desaliento.
La tobera señalé con gesto vago, baja la vista.
¿Qué pasa? ¿Qué tiene la tobera?
Oscilé mis manos, con las palmas hacia abajo, a la altura de mi cintura.
Reventó sólo atiné a decir. Fin.
¿No camina? dijo el hombre. Estuve tentado de explicarle, pero me frenó el ridículo de enredarme en una charla técnica con un auxiliar electricista que no sólo no detentaba cargo relevante alguno, sino que ni siquiera era sajón. Por otra parte ya el desprolijo personaje me había dado la espalda y, mientras se rascaba los dorsales lentamente con el pulgar de la mano derecha, atisbaba hacia lo alto de la tobera a través del triple cristal atérmico que nos separaba de ella, sobre la consola de mandos.
Sosa volvió hacia mí. Ahora se estiraba hacia abajo, impudorosamente, la tela que le recubría la entrepierna.
¿Está abierto? señaló a sus espaldas la puerta que accedía a la tobera. Asentí con la cabeza. Pero no volvió hacia allí. Caminó hasta donde había estado sentado y comenzó a revolver en un bolso de trabajo abandonado junto a los restos de su merienda. Sacó una manzana y entonces sí, pasó de nuevo junto a mí, hacia la puerta de entrada a la tobera.
Yo permanecí quieto en el mismo lugar, como vacío de hálito vital, pensando tan sólo en el sombrío futuro que acechaba a mis hijos, en el hipotético caso de que llegase a tenerlos.
Habrían pasado seis minutos cuando apareció de nuevo el argentino.
¿Tiene un alambre? me preguntó. Sacudí la cabeza, negando.
Me parece que yo. . . masculló. Algo me queda. . .
Fue hasta su bolso, revolvió en él y sacó un trozo de alambre de unos veinte centímetros. Mientras procuraba enderezarlo (había estado plegado en secciones de unos seis centímetros) me miró y enarcó las cejas.
Vamos a ver, dijo un ciego informó, serio. Pasó de nuevo frente a mí y se metió en la tobera. Por quince minutos sólo lo escuché silbar una música extraña. Yo, en tanto, sopesaba la posibilidad de salir al exterior de la nave, ganar la superficie de una de sus cortas alas y de allí lanzarme de cabeza a la pista, distante lo suficiente como para hacer estallar una bóveda craneana.
Apareció de nuevo el argentino: se estaba frotando las manos con un trapo.
A ver, maestro me dijo.
¿Qué?
Préndala me indicó, señalando con un movimiento de cabeza hacia la tobera.
Ahora sí, lo miré como comprendiendo que se trataba de un ser viviente quien me hablaba.
Préndala. Dele insistió, mientras volvía hacia su bolso y metía el trapo en su interior. Caminé cuatro lentos y arrastrados pasos hacia el encendido, apoyé un dedo sobre el botón y giré mis ojos para mirar al argentino, compasivamente. Apreté el botón y se escuchó un ronroneo suave y parejo primero, y luego un rugido saludable. Casi estrello mi cara contra el triple cristal en procura de ver desde más cerca lo que no podía creer. ¡Aquella maldita tobera funcionaba! Me di vuelta, incrédulo, hacia ese sudamericano providencial. El hombre había corrido el cierre relámpago de su bolso, había metido éste bajo su brazo izquierdo y miraba hacia el techo, prestando atención al sonido trepidante de "Cinthya".
No pareció contradecirse. Va andar bien. Luego, sí, se dirigió a mí: Le va aguantar bastante. Por lo menos para sacarlo del paso. Eso sí. . . advirtió . . . capaz que de aquí a un par de años le tenga que pegar una revisada. Pero. . . por ahora. . . pareció conformarse.
Se tocó luego la ceja derecha en un remedo de desmañado saludo militar, cabeceó para despedirse, abrió la compuerta neumática que daba a la escalera externa y se fue. Yo, en tanto, escuchaba a mis espaldas el dulce canto de "Cinthya", funcionando.
Al día siguiente, el transbordador Columbia, tras corta cabalgata sobre su avión-madre, salió disparado hacia el límpido cielo de Najove y de allí en más la historia es conocida.
De Artemio Pablo Sosa, nunca jamás tuve conocimiento. Superada la efervescencia del éxito de la misión Opalo, lo busqué por las distintas dependencias, talleres y barracas de White Sands. Finalmente, en la oficina de personal me informaron que había viajado la misma tarde del lanzamiento, posiblemente a New York, con un nuevo contrato.
Un año después, una agencia de averiguaciones privada me informó que Sosa había trabajado cuatro meses como lavacopas en un restaurante italiano sobre la Séptima Avenida.
Alguien me contó, también, que una persona de ese mismo apellido había estado trabajando como iluminador en un teatro de quinta categoría donde ponían piezas musicales para público latino, en Broadway. Pero nunca más pude encontrarlo.

Mamá

A mi mamá le gustaba mucho el trago. No puedo decir que tomaba una barbaridad, pero, a veces, cuando a la noche se acercaba a darme un beso, yo podía percibir su aliento pesado por el alcohol. Ella siempre me besaba antes de irse a dormir. Yo era chico, estoy hablando de cuando tenía 8 o 9 años. Ella se quedaba viendo televisión hasta tarde y, antes de ir a acostarse, venía y me daba un beso. Nunca dejaba de hacerlo. En la mayoría de los casos yo fingía dormir. O, si estaba dormido, habitualmente ella me despertaba sin querer porque se tropezaba contra los muebles en la semipenumbra. Tampoco podría precisar cuándo fue que ella empezó a beber con mayor asiduidad. Cuando nuestro padre vivía con nosotros, mamá casi no tomaba. En el almuerzo solía llenar su vaso con soda y luego coloreba la soda con un chorrito mínimo de vino. Cuidadosamente, como si fuera un químico elaborando una fórmula altamente explosiva. Pero lo cierto es que, esas noches, en ocasiones, yo podía adivinar cuándo se asomaba a la puerta de mi cuarto por el aliento. Me llegaba una vaharada espesa a vino común. Así y todo, me gustaba mucho que viniera a darme un beso. Además, musitaba algo, como una plegaria o una bendición, que yo no llega a escuchar, pero agradecía.

Bebía a escondidas o, al menos, no lo hacía abiertamente frente a mí. Seguía tomando el vaso de soda coloreada al mediodía y también a la noche, pero nada más que eso. No sé si tomaría frente a Alcira, la señora que venía una vez a a la semana a planchar, o en compañía de Zulema, la vecina del segundo piso, pero al menos frente a mí conservaba cierto recato. Poco tiempo después, cuando yo regresaba de la secundaria, había ocasiones en que la encontraba tirada en el gallinero. Tenía un gallinero que compartíamos con Zulema, en uno de los ángulos de la terraza. Varias veces la encontré a mamá tirada entre las gallinas, que la picoteaban. No era lindo de ver. Las gallinas le ensuciaban encima, o ella se ensuciaba con la caca de las gallinas y, además, se le llenaba el vestido de plumas. Yo no sabía bien qué hacer en esas ocasiones. Al principio me volvía al departamento y me hacía la leche yo solo, para no ponerla en el difícil trance de explicarme su situación. Pero una vez, enojado, la zamarreé hasta despertarla. Me dijo que se había dormido sin querer, mientras buscaba huevos para la noche; que el sol estaba muy lindo allí en la terraza. Pero olía espantoso y no sé dónde metía las botellas.

Compraba, recuerdo, licor de huevo al chocolate. Las borracheras con licor de huevo al chocolate son terribles, devastadoras. Había días en que amanecía verde, descompuesta, con un dolor de cabeza infernal. Me decía que había tomado una copita de licor de huevo y le había caído mal. Que el hígado le latía. Siempre recuerdo esa expresión suya, "que el hígado le latía". Era muy ocurrente para hablar, muy divertida. Pero yo veía, en el cajón de basura, cómo se acumulaban las botellas. se escondía para beber. A veces mirábamos televisión -a ella le gustaba muchísimo el programa de Pipo Mancera- y de pronto se iba al baño. Sabía que el baño era un lugar eminentemente privado y que yo no me iba a atrever a espiarla allí, como sí lo había hecho una vez cuando ella se metió debajo de la mesa del living con la excusa de buscar un carretel de hilo que se le había caído. Alcé el mantel y la sorprendí con una petaca.

Me empecé a preocupar realmente cuando se tomó una botella de alcohol Abeja, un alcohol para desinfectar lastimaduras. Mamá era increíblemente dulce conmigo. Un día yo me corté un dedo recortando figuritas con la tijera. Desde chico me gustó recortar figuritas de la revista de modas. De los figurines, como decía ella. Me salía bastante sangre. La yema del dedo siempre sangra mucho. Ella vino corriendo con gasa y la botella de alcohol. Me puso alcohol en el dedo y después, directamente del pico del frasco, se tomó un trago. "¡Mamá!", la alerté. Mi padre nos retaba cuando nosotros bebíamos directamente del pico, aun siendo gaseosas. "Es que me ponés nerviosa", me dijo. Pero después se tomó todo lo que quedaba en el frasco. Sin embargo, no dio señales de que le hubiese caído mal ni mucho menos. Tenía bastante conducta alcohólica con el Abeja. No así con el perfume. Un día la acompañé a una perfumería, después de ir al cine. A ella le gustaba mucho el cine, en especial las películas de piratas. Vio tres veces Todos los hermanos eran valientes. Conozco mucha gente que ha visto tres veces una misma película. Pero ella la vio en un mismo día. Me dijo que quería comprarse un perfume. A la vendedora le pidió alguno que fuera frutado. Yo no creo que mamá tuviese un gusto refinado para los vinos. Se había hecho, lógicamente, dentro de los parámetros de la clase media. Y mi padre no pasaba de los vinos Chamaquito, Copiapó o Fuerte del Rey. Yo la veía aparecer a mamá oliendo a perfume y nunca sabía si se lo había puesto o se lo había tomado. O las dos cosas. Era difícil, sin embargo, verla dando pena o tambaleante. Se dormía con facilidad, eso sí, como en el caso con las gallinas, o se le ponía un poquito pesada la lengua, pero nada más. Podría afirmar, por ejemplo, que nunca me hizo pasar un papelón en alguna fiesta familiar. Yo detectaba un cierto cuidado, una cierta atención especial hacia ella de parte de mis tías o de abuela Alicia, como decir: "Sacale la copa a Dora" o "Decile a Dora que pare", pero nada más. Algún codazo intencionado, a veces, cuando mamá preguntaba por el clericó. Eso sí, se reía con mucha facilidad cuando tomaba, lo que no dejaba de ser, por otra parte, un costado simpático de su personalidad. Admito que hubo una especie de nervio y hasta una suerte de incomodidad en mi tío Adalberto, durante un almuerzo improvisado en casa de Chuco y Popola, cuando mamá no pudo parar de reírse en toda la sobremesa, aunque acabábamos de llegar del entierro de tía Clorinda. Pero era una mujer encantadora.

En verdad encantadora. Siempre alegre, siempre dispuesta, pese a todos los problemas que vivimos y al asunto de papá, antes de que se fuera de casa. A la que no le gustaba nada el asunto era a Elenita, mi hermana. Obvié contar que tengo una hermana mayor que se llama Elena. Ella se ponía fatal cuando pasaban esas cosas, no soportaba que mamá bebiera como no lo soportaba a papá, tampoco, por otras razones. En el caso de papá, creo que tenía algo de razón. Con mamá, en cambio, era excesivamente dura. Un psicólogo me dijo que mi hermana reclamaba lo que a ella le correspondía.

No sé si coincido demasiado con eso. Por suerte, nunca Elenita encontró a mamá tirada entre las gallinas en el gallinero. Lo que pasa es que mi hermana nunca subía a la terraza, porque decía que le tenía terror a las alturas y porque aún conserva una extraña alergía a los animales con plumas. Veía un pollo y se brotaba. Si comía algo que incluyera gallina, se hinchaba como un globo.

Aunque no supiera que el plato contenía gallina, lo mismo se hinchaba, con lo que quiero decir que no era algo meramente psicológico. Un día, tía Chuco, pobre, desconociendo el problema de Elena, le regaló una gallinita de chocolate para Pascuas, y a mi hermana la salvaron con un Decadrón. Se le había hinchado tanto la cara que parecía una japonesa. Los ojos eran dos tajos. Ella, justamente, que siempre ha presumido de tener ojos muy lindos. Pero mamá le caía muy bien a todo el mundo. En realidad, el problema de mamá no era el alochol. Era el cigarrillo.

Fumar sí, lo hacía públicamente. En eso diría que fue una adelantada del feminismo. Una activista. Ella me contaba que fumaba desde los 11 años, a instancias de su padre, que tenía un puesto alto en el ferrocarril Mitre. El padre la convidó con un cigarro de hoja, muy fuerte, justamente para que le desagradara y nunca más probara el tabaco, pero ella se envició. Había momentos en que eso sí me molestaba, porque fumaba mientras comía.

Dejaba el cigarrillo -fumaba Marvel cortos, negros, sin filtro-, cortaba un pedazo de milanesa, por ejemplo; lo masticaba, lo tragaba y le pegaba otra pitada al cigarrillo. Tenía el dedo índice y el anular de la mano derecha amarillos por la nicotina, casi verdes.

Había veces en que mi padre le reprochaba que fumara durante la comida, agitando la mano exageradamente frente a su cara, como apartando el humo. "Es mi único vicio", decía mamá. Y en esos momentos era verdad, pues creo que ella empezó a beber vodka y ginebra después de que se marchó mi padre, sin que nadie supiera muy bien por qué. Y no pienso que mamá se lanzara a la bebida para olvidar el abandono de mi padre. Creo que, simplemente, se sintió liberada y ya pudo hacerlo sin mayores complejos ni presiones, salvo la actitud recriminatoria de Elena. Elena a veces se levantaba antes de la mesa, molesta por el humo. Se hacía la que tosía, incluso, para que no la retaran reclamándole que comiera el postre.

Elena fue siempre muy dramática, muy histriónica. En casa éramos de una clase media típica. Pero de aquellos tiempos, cuando la clase media vivía bien, cómoda, tranquila. Al mediodía comíamos tres platos, por ejemplo. Una sopa de entrada, el plato fuerte y el postre, que casi siempre era fruta o queso y dulce. Elena tosía, se levantaba y se iba. Siempre fue un poco teatral mi hermana. Para empezar a fumar, mamá aprovechaba cuando la sopa estaba bien caliente y echaba humo. Suponía que el humo de sus cigarrillos se mezclaba con el de la sopa y así se disimulaba.

Sin embargo, no era abusiva. No era una persona a la que le importara muy poco lo que pasaba a su alrededor, con sus semejantes. La prueba es que se ofrecía, en ocasiones, a ir a leerles a los enfermos. El problema es que les leía sólo lo que le gustaba a ella y tuvo una agarrada muy fuerte con un estibador que había perdido una pierna al caérsele encima una grúa portuaria, y a quien mamá insistía en leerle Mujercitas, de Luisa M. Alcott. Digamos -para que quede claro- cuando papá y Elena insistieron con sus quejas por el hecho de que mamá fumaba en la mesa, dejó de hacerlo. Así de simple. Dejó de hacerlo. Fue cuando empezó a mascar tabaco, una costumbre que yo creía desaparecida con los últimos arrieros. Cuando compraba la fruta, mamá se traía para ella unas hojas de tabaco, las plegaba, se las metía en la boca y comenzaba a masticarlas. Es cierto, no producía humo, pero llegaba un momento en que se le escapaba un hilo de saliva marrón verdoso por la comisura de los labios, que me desagradaba mucho. Debo reconocer que siempre he sido un tipo bastante sensible. Y de chico, más.

Con el tiempo, mamá volvió a fumar. Le molestaba tener que ir a escupir al baño cada tanto, mientras masticaba tabaco, ya que, cuidadosa, no quería hacerlo frente a nosotros. Apunto que era muy obsesiva con el cuidado de la casa. Enormemente prolija, muy aficionada a los mantelitos calados, a las cortinas con encajes, a los macramés, a las puntillas. Bordaba muy bien. A mí me gustaba mirarla por las noches acostado en su cama, escuchando en la radio el Radioteatro Palmolive del Aire, mientras ella bordaba pañuelitos, masticando tabaco.

Era muy hábil para las manualidades. Después empezó a armar sus propios cigarrillos. Al terminar el almuerzo se recostaba en una reposera, en el patio, y empezaba a armar los cigarrillos. Tenía su propio papel, su propio tabaco. Era lindo mirarla mientras humedecía con saliva el borde del papel, apretaba el cilindrito como si fuera un canelón minúsculo, lo encendía, entrecerraba los ojos en tanto el humo subía. Empezó a hacer eso, es claro, cuando tuvo más tiempo, cuando ya papá se había ido y tampoco le aceptaban tanto que fuera a leerles a los enfermos. Toda una sala del Clemente Alvarez había hecho una huelga de hambre contra su presencia. Llegaron a organizar una marcha de protesta contra mamá, un tanto injustamente, porque ella tenía la mejor de las voluntades.

En esa marcha un anciano, a poco de intentar caminar, sufrió la dolorosa revelación de descubrir que le habían amputado una pierna, lo que provocó más animosidad contra mi madre. Pero a ella no le importaba demasiado. Le bastaba tenernos a mí y a mi hermana, pese a que Elena también se iría poco tiempo después, cuando mamá le tomó -le bebió, digamos- un perfume carísimo que le había regalado su primer novio, el imbécil de Gogo Santiesteban.

Por cierto, cuando se le dio por fumar toscanitos Génova, el aliento que tenía por las noches, cuando se acercaba a darme el beso de despedida, era insoportable. Es duro decirlo, pero es así. Era como si hubiesen destapado una cisterna cenagosa, con agua estancada, con aguas servidas, una mezcla de solución biliosa con aroma a animal muerto.

Era feo. Con el tiempo le daban accesos de tos muy fuertes. Ella decía que era culpa de la pelusa de las bolitas de los paraísos, esos árboles que, en verdad, le han arruinado los pulmones a más de un rosarino. Y luego, años después, le echaba la culpa a ese polvillo que llegaba desde el puerto, cuando los barcos cargaban cereal, no sé cómo le llaman. Tomaba miel, entonces, para suavizarse la garganta. Comía pastillas de oruzus. O iba a buscar huevos a la terraza para mezclarlos con coñac y quitarse la carraspera, y allí es cuando yo solía encontrarla tirada en el gallinero. Tenía linda voz mamá, muy cristalina, y solía cantar una canción que hablaba de la hija de un viejito guardafaros, que era la princesita de aquella soledad. O esa otra que decía "en qué se mete, la chica del diecisiete".

Pero se negaba a culpar al tabaco por su tos, cuando parecía que iba a escupir los dos pulmones a cada momento. Se le salían los ojos de las órbitas y lagrimeaba. Nunca la vi lagrimear por otra cosa a ella. Era muy alegre y ponía al mal tiempo buena cara. De inmediato mezclaba coñac con leche bien caliente, y decía que eso le calmaría la picazón de garganta, producida por las bolitas de paraíso.

Yo sabía perfectamente que ése era un remedio para bajar la fiebre, pero ella se tomaba tres o cuatro vasos y luego me decía que se sentía mejor. Cantaba para demostrármelo. Pero son cosas que, tarde o temprano, afectan a una persona. Tiempo después, de grande, a mamá se le habían caído dos uñas de los dedos de la mano derecha por la nicotina y al respirar se le escuchaba un crujido, como el que hace un sillón de mimbre al recibir el peso de una persona. Se agitaba con facilidad y casi no podía subir los veinte escalones hasta le terraza. Sin embargo, sin embargo, yo creo que el problema de mamá no era el tabaco. Era el juego.

Ella sostenía que nunca jugaban por plata, con sus amigas, tía Eve, Zulema y las hermanitas Mendoza. Se encontraban una vez a la semana en casa de Zulema, casi siempre, y jugaban a la canasta uruguaya. se pasaban, a veces, seis o siete horas jugando. "Es mi único vicio", decía mamá, y tal vez fuera cierto. Ella decía que el vino y el tabaco constituían, apenas, rasgos de personalidad.

Lo cierto es que muchas veces desaparecían cosas de casa. Adornos, jarrones, espejos o ropa de ella misma, y yo estoy seguro de que eso sucedía porque eran cosas que perdía en el juego con sus amigas. Reconocí, un día, un prendedor con forma de lagarto, muy lindo, verdecito, que le había regalado mi padre para el Día del Empleado Bancario, en la pechera de Marilú, una de las hermanas Mendoza.

Yo no me animé a decir nada, pero mi hermana sí le preguntó, y Marilú dijo que se lo habían regalado, que eran muy comunes. Que si uno en Casa Tía, por ejemplo, compraba cosas por más de un determinado valor, le regalaban uno de esos prendedores de lagarto. Era difícil de creer. Como cuando Zulema apareció con una estola, una boa símil zorro que a mí me impresionaba de chico porque tenía la cabeza disecada del animal sacando un poco la lengua que, sin lugar a dudas, era la misma boa que había sido de mamá. Mamá me dijo que se la había regalado a Zulema para su cumpleaños, pero yo no le creí. Lo mismo pasó con la bicicleta de Elena y creo que ésa fue otra de las cosas que mi hermana no pudo digerir y la llevó a irse de la casa. Aunque, en rigor de verdad, mi hermana ya hacía mucho que había dejado de andar en bicicleta cuando sucedió aquel asunto, pero lo mismo se enojó.

Para mamá fue un golpe fuerte cuando le prohibieron la entrada al otro hospital, el Vilela. Ya en el Clemente Alvarez le impedían leerles a los enfermos, a partir de aquel problema con el portuario, y más que nada cuando decidió leerle La peste, de Camus, a un grupo que estaba en terapia intensiva. Entonces optó por ir al Vilela y jugar a los naipes con los internados, para entretenerlos. Supe que eso iba por mal camino cuando volvió a casa con un papagayo enlozado, casi nuevo. Me negó que se lo hubiera ganado a un tuberculoso en una partida de monte criollo. Insistía en que se lo había regalado un viejito nefrítico que estaba enamorado de ella. Admito que, de última, se había vuelto bastante mentirosa. "Imaginativa", decía ella, riéndose de mis reproches. Porque siempre me negó que ella jugara con los enfermos por dinero. Pero solía ganarles cosas valiosas a los pobres viejos. Bastones, piyamas, radios portátiles, cosas que significaban mucho para ellos. "Me sorprende de vos -le dije un día-. Siempre fuiste una persona muy buena y amable con la gente." Se puso seria. "Son viejos enfermos, terminales algunos, indefensos", le insistí. Fue la primera vez, podría jurarlo, que percibí una arista dura en sus palabras. "Las deudas de juego se pagan", me dijo, y encendió un Avanti.

Cuando perdimos el departamento y debimos mudarnos a uno mucho más chico, fue demasiado para mí. Ella decía que mi padre y Elena ya no estaban con nosotros, y que era al divino botón mantener un departamento tan grande como el de la calle Catamarca. Que a ella le costaba mucho cuidarlo, limpiarlo y arreglarlo. Pero yo sabía que eran todas mentiras. Que había perdido el departamento en una partida de pase inglés jugando en el subsuelo del Club Náutico Avellaneda. Me fui a vivir, entonces, con Mario, un amigo. Me costó sangre, porque he querido muchísimo a mi madre. Aún la quiero.

La última vez que la vi la noté mal. No nos vemos muy a menudo. Está muy encorvada, los ojos salidos de las órbitas y su piel luce un color grisáceo arratonado. Sigue, de todos modos, siendo una persona encantadora, de risa fácil y trato jovial. La vi tan desmejorada que me tomé el atrevimiento de llamar al doctor Pruneda para preguntarle por su salud. El doctor Pruneda me tranquilizó. Me dijo que mamá está muy bien. Demasiado bien para sus vicios. Pero me dijo que el problema de ella no es el alcohol ni el tabaco ni el juego. Y me dio el nombre de una enfermedad. Ninfomanía, me dijo. Y reconozco que no quise averiguar nada más. Incluso ni siquiera le pregunté a Carlos, que está estudiando medicina y hubiera podido explicarme. Pero él se pone como loco cuando le toco el tema de mi familia. No sé, por lo tanto, qué significa esa palabra que me dijo el médico ni quiero saberlo. Temo enterarme de que a mi madre le queda poco tiempo de vida. Y prefiero guardar en mi memoria, en el recuerdo, esa imagen que siempre he tenido de ella. Esplendorosa, vital, encantadora, cariñosa y alegre.


[La mayoría de los cuentos pertenecen a "No sé si he sido claro y otros cuentos", © 1985 by Ediciones de la Flor S.R.L., Décima edición: noviembre de 1998]

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