Aun cuando compartimos un lugar de trabajo -Clarín- durante casi tres décadas
nunca tuve más oportunidad que cambiar un civilizado saludo o algún comentario
ocasional con el Negro Fontanarrosa. Esto fue hasta que una tarde de primavera
del 2000, nos sentamos a hablar durante horas sobre la vida. En realidad el
habló y yo lo escuché regalar una sabiduría natural que se extendió hasta la
ingrata idea de la muerte. He rescatado este texto no solo para contribuir a los
muchos homenajes que se le hacen, si no porque es uno de los discursos más
inteligentes que recuerdo haber escuchado.
Por Oscar Cardoso
La vida después de los 50
El humorista y escritor Roberto Fontanarrosa –nacido en 1944– cree que tener 50
años o algo más es habitar un territorio extraño. “Se habla de la mediana edad,
que no tiene una definición muy clara”, afirma el creador de Inodoro Pereyra y
Boogie el Aceitoso, entre otros personajes populares. “Ya no somos jóvenes, al
menos en la dimensión que la sociedad le da hoy a la categoría juventud. Pero
los que estamos ahí tampoco ocupamos el lugar respetable que antes se reservaba
para esta edad”, agrega. Fontanarrosa –autor de ocho libros de cuentos y de las
novelas “El área 18”, “La gansada” y “Best Seller”– admite una única certeza: la
necesidad de “asimilar la idea de que ya no queda mucho tiempo”. Este rosarino
tan entrañable y sedentario como sus personajes acaba de publicar “No te vayas,
campeón”, sobre fútbol, uno de sus temas ya clásicos.
En un presente en el que la expectativa de vida se alargó tanto que la
adolescencia parece llegar hasta los 25 años, ¿qué supone tener 50 o algo más?
Hay como un desfase de esto. Un amigo, el periodista colombiano Daniel Samper,
cuenta que él en la familia siempre escuchaba hablar de su abuelo. De las
alegrías del abuelo, de las tristezas del venerable abuelo. Y un día pregunto:
“¿A qué edad murió?” A los 40, le dijeron. “¡Si era más joven que yo!”, fue su
primera reflexión asombrada. Se lo imaginaba un viejito de barba blanca. Daniel
tiene más de 50 hoy.
¿Entonces una primera inferencia apresurada es que a los 50 uno puede seguir
sintiéndose joven, aun en el sentido literal del término?
Congreso de la Lengua - Parte 1
Sin embargo, no. Ya
no somos jóvenes, al menos en la dimensión que la sociedad le da hoy a la
categoría juventud. Pero el de los 50 años es un lugar extraño, porque los que
estamos ahí o poco más allá tampoco ocupamos el lugar respetable que antes se
reservaba para esta edad. El del hombre que estaba de vuelta y ya había hecho lo
suyo, que había hecho su vida. Ahora se habla de esta etapa como de la mediana
edad, que no tiene una definición muy clara. En algunos momentos se toma una
brusca sensación del lugar que se ocupa, pero es en relación con el futuro
cercano. Algunas veces me pasa cuando leo en un diario algo sobre “el
sexagenario” tal o cual. Ahí es cuando digo “¡Pucha!, lo de sexagenario sí suena
serio”. Suena de verdad como la puerta a la vejez. Pero esto también tiene mucho
de relativo, porque conozco gente de 70 años o más que está fantástica. Mi vieja
tiene 83 años y está activa, tiene una vida completa. Es evidente que le hemos
levantado bastante el techo a la vida, aunque en esto de los grados relativos de
juventud o vejez no pueda generalizarse demasiado porque depende de las
condiciones personales. Siempre recuerdo lo que decía y repetía Javier Villafañe
cuando tenía ya más de 80 años. Lo cargaban porque siempre andaba acompañado con
minas que eran 40 años más jóvenes que él o poco menos. Y le preguntaban con
sorna “¿Cómo hace para estar siempre tan joven?” Y Villafañe respondía:
“Sencillo, no me junto con viejos”.
Además del humor,
¿no hay en esa respuesta un elemento de autoengaño?
Hay, sí, ciertos engaños. Yo, por ejemplo, intento, trato de seguir jugando al
fútbol. Lo hago en forma absolutamente recreativa, porque no puedo ya competir
para nada. Entonces, por ahí juego con chicos que son jóvenes. Por supuesto ya
no podés acercárteles mucho, ni nada por el estilo. Pero el hecho simple de
estar charlando y compartiendo, te da como una sensación de paridad. Pero es
falsa y se viene a pique cuando sacás algunos puntos de referencia en la
conversación. Por ahí mencionás a jugadores y decís: “Bueno, yo me acuerdo de
César Luis Menotti”. Y, entonces, te miran asombrados y te preguntan: “¿Vos lo
viste jugar a Menotti?” Y Menotti jugador es uno de mis recuerdos más recientes.
O me sucede cuando reflexiono sobre la edad de mi hijo, Franco, que tiene 17
años. El número no dice nada por sí solo, pero algunas veces me doy cuenta de
que nació un año después de la guerra por Malvinas. Pero si en mi memoria esa
guerra está ahí no más... Es en estos momentos en que se derrumban los pequeños
trucos de la conciencia.
¿Notaste, o notás, algún cambio sustancial entre los 40 y los 50? ¿Fue el medio
siglo una frontera de alguna forma?
Congreso de la Lengua - Parte 2
Que el tiempo cambió
y se volvió vertiginoso sin aviso previo. Cuando era chico, Navidad no llegaba
nunca. Ahora digo a comienzos de año: “Esto lo vamos a hacer en noviembre” y
cuando te querés acordar estás a mediados de noviembre y ya se terminó el año.
Eso, por un lado, hacia el futuro. Y la otra, hacia atrás, la falta de
percepción. Te doy un ejemplo. Hace poco en una conversación se mencionó el caso
del transbordador espacial que estalló en el aire. Y yo dije: “Si, fue hace seis
o siete años...” Y me corrigieron: había sido en los 80. ¡Hace casi veinte años!
Esa percepción debe ser producto, más o menos, de la edad. Pero también es
cierto que la única forma que he encontrado para detener el tiempo es el
aburrimiento y, sinceramente, no vale la pena.
¿Te aburrís más que antes?
No, me aburro cuando me voy de vacaciones. No sé qué hacer con el tiempo. Pero
esto no creo que tenga que ver con la edad, sino con lo demandante de mi
actividad, que obliga a cumplir con el tiempo, con plazos estrictos.
¿Es la década de los
50 años, como sostienen algunos, un tobogán hacia la nostalgia como modo de vida
permanente?
–En esto cuenta mucho lo personal. Yo no soy un tipo nostálgico. Me acuerdo de
cosas, pero no bajo la sombrilla de que todo era entonces –y no ahora– una
maravilla. Además, y aquí vuelvo a lo particular de mi trabajo que demanda
encontrar enfoques nuevos y actuales, hay una cierta sensación de vitalidad que
te da la tarea. Pero me quedé un poco atrás, en aquello de la frontera entre los
40 y los 50, y pienso que si no pude marcarla con nitidez es porque no han
habido grandes conmociones ni cambios en mi vida. Sigo casado con la misma
mujer, no me fui a vivir a otro lado, sigo en Rosario. No tuve muchos cambios
grandes. Soy un tipo bastante paulatino, no soy de decir: “Desde mañana me voy a
criar ovejas a la Patagonia”, o algo así. En ese continuo es difícil encontrar
diferencias en el paso del tiempo. Sólo algunas cosas me hablan de ese paso como
tal. Por ejemplo, cuando me encuentro repitiendo a mi hijo, con las mismas
palabras, consejos que mi viejo me daba a mí. Ahí, sí, me asombro.
Dicen también que los 50 y sus alrededores son el tiempo en que se agota
definitivamente todo impulso de rebelión y uno se descubre con mansedumbre hasta
los mismos gestos y muecas del padre.¿Te sucede?
Cuento Cambio en tu hijo adolescente, en la voz de
Alejandro Apo (Radio Nacional)
–Es más patético que
eso, digamos. Por ahí me inclino a levantar algo del suelo y en mi esfuerzo, en
mi incomodidad, en la queja, descubro a mi viejo en la misma circunstancia.
Viejos y nuevos miedos.
En un medio que devora creatividad ¿cómo es hoy hacer, esencialmente, el mismo
trabajo que hacías a los 30 y a los 40 años?
El fantasma que está presente hoy es el temor de que no se te vaya a ocurrir
nada más. Recuerdo que esta misma pregunta se la hicieron a Quino en una mesa
redonda. Y citó el miedo, pero agregó algo muy racional: “Siempre he tenido ese
temor. Pero después pienso: si hasta ahora se me han ocurrido, ¿por qué de golpe
no se me va ocurrir más?” Yo siento el temor de repetirme, de empezar a emplear
un lenguaje absolutamente obsoleto. Uno lo com¬pensa con lo que escucha, lo que
lee y con el contacto con jóvenes. Pero hay una limitación, tampoco podés tomar
para vos ese lenguaje nuevo porque es impostado, ya no te corresponde. Y del
otro lado te acecha el anacronismo. Hay puntos de referencia que hablan de
excepciones a esta regla: el negro Alejandro Dolina, que emplea esas palabras
antiquísimas –chichipío, galochas, qué se yo– y sin embargo los chicos lo
aceptan. Creo que esto también es por el carisma que tiene Dolina. Porque si por
ahí dice galocha Raúl Alfonsín, puede parecer un viejo ridículo. Fuera de los
miedos de los que hablé, debo decirte que también es cierto que en mi trabajo
ahora siento –la mayor parte del tiempo al menos– que piso un terreno más firme,
más conocido.
¿Son el peligro del vacío de ideas o de la repetición los únicos miedos de esta
edad?
No, en verdad también me doy cuenta de que uno va interiormente tratando de
asimilar la idea de que ya no queda mucho tiempo. Aunque yo soy optimista y digo
que voy a vivir hasta los 90 años, 30 y pico de años más a pleno, sé que puede
no ser ese el caso. Por eso siempre trabajo como si me fuera a morir mañana. Es
una ven-taja que el trabajo que hago pueda hacerse hasta muy viejo. Llegado el
caso en que mañana no pueda dibujar, escribiré. ¿Cómo te llevás con ese
auténtico signo de los tiempos, la tecnología?
Es algo que
afortunadamente uno no intenta descifrar. Pero hay una dimensión de maravilla.
La televisión es un ejemplo; se le pega mucho por cómo se utiliza. Pero si lo
pensás bien, la televisión es el aleph del que escribió Jorge Luis Borges: el
punto desde el cual se ve todo el universo a un mismo tiempo. Siempre digo que
si solamente hubiera sido una entrada para el fútbol, ya está justificado.
Gracias a la TV vamos a ver a Boca jugar en Japón. Es una cosa mágica, no la
puedo entender, no sé cómo puede haber una cosa así.
¿Integraste la tecnología informática a tu trabajo?
Yo tengo aún una lejanía respecto de todo este avance de la computación. Me
fascina, lo acepto y creo que veo un adelanto bárbaro. Solamente escribo con la
computadora y uso un cinco por ciento o menos del potencial. Y me da temor
apretar otro botón, porque digo: “A ver si se me borra todo”. Pero en mi
trabajo, francamente, a mí no me da mucho la computadora. Ni siquiera estoy
seguro de que me ahorre tiempo. Si yo fuera un diseñador gráfico seguramente
sería distinto. Con el tiempo, seguramente, tendré que utilizar más los
recursos. O cuando se dibuje en la computadora, como si fuera con un lápiz, lo
voy a hacer. Pero mientras yo dibuje acá y aparezca ahí, en la pantalla, no creo
que lo haga. No estoy mentalmente coordinado para eso.
Si vos no tenés más remedio que envejecer, tus personajes no tienen ese dilema.
Inodoro Pereyra –por ejemplo– me sigue pareciendo el mismo tipo de 35, 40 años
que tenía en el inicio de la tira. ¿Cómo se reflejan tus cambios en los
personajes?
Yo también calculo una edad así, de 40 años. Pero creo que los personajes
cambian, hasta desde el punto de vista gráfico, como cambia uno. No es cierto
que sigan igual. Es como cuando te ven después de un tiempo y te dicen: “Vos
siempre estás igual”. Agarrá –habría que responder– una foto de seis años atrás
y mirá la diferencia. Yo no me doy cuenta de los cambios gráficos del personaje
a medida que lo voy haciendo; cuando agarro un libro, digo: “Ah, mirá cómo
cambió la cosa”. Ahora, desde el punto de vista de la actividad, de la actitud,
también yo experimento cambios de acuerdo con el lugar en que publico y a la
frecuencia. Porque si publicás una cosa semanal es distinto a una quincenal o a
una tira diaria. Si tenés más espacio, por ahí podés contar traslados del
personaje de un lugar a otro. Yo me acuerdo cuando publicaba en Siete Días dos
páginas por semana. Ahí el personaje viajaba de un lado para otro. Ahora es
necesario, para mi gusto, que esté en un lugar y que todo ocurra ahí. Entonces,
se ha hecho mucho más sedentario, está siempre ahí, en el rancho o al lado del
rancho.
Es decir que se asemeja mucho a su creador, sedentario y poco propenso a los
grandes cambios...
Tengo el síndrome del historietista. ¿Cómo explicarte? Vos nunca lo viste a
Batman con otra pilcha. Y yo, en ese aspecto, soy un tipo rutinario, a nivel
personal. No he cambiado de mujer, tengo otro auto, por supuesto. Pero tengo un
Citröen del año ‘73, he vivido siempre en Rosario, en la misma casa. Entonces,
por ahí vos ves dibujantes que tienen personalmente otro tipo de altibajos y eso
se refleja también en el dibujo de los personajes. Hubo un caso que era bastante
enfermizo. Era el caso del Príncipe Valiente. El Príncipe Valiente creo que
envejecía un año por cada seis años reales, y Harry Foster tenía prevista la
tira para su muerte. Eso, para mí, es demasiado.
[Publicado en Clarín, el domingo 11 de noviembre del 2000]
(Clarín, 20/07/07)
Murió ayer Fontanarrosa. Padecía una grave enfermedad neuromuscular que incluso
le impidó seguir dibujando. Colaborador de Clarín desde hace décadas, brilló en
varios campos.
Por Alberto Amato
aamato@clarin.com
Nos hizo reír. Mucho. A todos. Durante mucho tiempo.
Sólo por eso, deberíamos haberle colgado del pecho y las solapas las medallas al
heroico valor en combates imposibles.
No intentemos colgárselas ahora que está muerto porque se nos va a reír en la
cara. Y lo peor, con esa risa cargada de ironía que te calificaba para siempre
como un pelotudo impenitente. Palabra ésta, la penúltima, que reivindicó la
memorable tarde (para las letras) de noviembre de 2004 en la que cerró en
Rosario el Congreso Internacional de la Lengua Española.
Ayer, a los 62 años, murió Roberto Fontanarrosa. Una enfermedad neurológica
degenerativa, que entre otras cosas le impedía dibujar, le provocó una
insuficiencia respiratoria. Murió a las tres de la tarde en el Sanatorio Central
de Rosario, apenas una hora después de haber sido internado. "Mi terapia —dijo
no hace mucho— es el cariño de la gente". De haber sido cierto, Roberto seguiría
vivo.
Era un genio. Y era, además, una buena persona. No es común esa conjunción. Era
un amigo fiel, amaba el fútbol, la música popular, la buena mesa, el lenguaje
claro y el humor.
Homenaje (2011)
Sobre todo el humor.
Incapaz de escatimarlo, nos lo regaló durante décadas en sus trazos
inconfundibles e imborrables que ya son un pedazo de historia; en sus personajes
entrañables, como el gaucho Inodoro Pereyra, el Renegáu, y su perro Mendieta, o
despiadados, como Boogie, el Aceitoso, el mercenario que nació sin saber que la
realidad iba a terminar por copiarlo.
Fontanarrosa había nacido en Rosario en 1944. Y allí pasó casi toda su vida,
aferrado a las calles y al paisaje de su ciudad, sabedor que, como aseguraba
Borges, la patria es el sitio donde uno ha transcurrido su juventud.
Rara vez bajaba a Buenos Aires. Sus amigos del alma iban a verlo a Rosario. Uno
de ellos, Joan Manuel Serrat, ha confiado a carcajadas algunos detalles de esos
encuentros que también ya son historia.
¿Qué hacer de ahora en más sin Fontanarrosa? Borges, otra vez: sólo nos queda el
goce de estar tristes. Sin solemnidades. Porque El Negro nos va a sacudir otra
de sus carcajadas. Pero es una pena enorme su muerte. Es de esos tipos que no
tienen reposición. No hay muchos.
Empezó su carrera como dibujante en 1968 como una prolongación lógica de su
infancia anclada a legendarias revistas de historietas: "Rayo Rojo", "Puño
Fuerte", "El Tony", "Misterix" y la inolvidable "Hora Cero" que fundó Héctor
Oesterheld a quien Hugo Pratt le dibujaba Ernie Pike, el corresponsal de guerra
inspirado en un personaje real, Ernie Pyle.
En otra revista de
leyenda, "Hortensia" fundada en Córdoba por Alberto Cognini, nacieron Boogie e
Inodoro. En 1973, de la mano de Caloi, Altuna, Tabaré, Dobal y Crist,
Fontanarrosa se instaló en este diario, para nuestro regocijo.
Ayer, cuando se conoció su muerte, algo extraño sucedió en esta redacción. Poco
a poco, por sectores, la fue ganando un intenso silencio. No debe haber nada más
extraño y turbador que una redacción en silencio. Nació en Deportes, donde El
Negro tenía hondos y buenos amigos, y se extendió luego como una pesada ola
umbría. Fue un silencio que duró poco, antes de que todo volviera a lo habitual.
Pero será difícil lo habitual sin El Negro.
Fontanarrosa fue
también escritor y periodista.
Tenía la repentización, la capacidad de observación y el poder de síntesis de
los periodistas, tan corregidos y aumentados, que muchos de nosotros deberíamos
imitarlo.
En 1983, con la democracia recién recuperada, un semanario le pidió una viñeta
que sintetizara los horrores de la dictadura. Apenas una hora hora después llegó
el fax, desde Rosario, claro, con el retrato de un hombre agobiado, gastado,
deteriorado, envejecido, que hablaba de las virtudes de la democracia. Su
entrevistador le preguntaba entonces cuál era su edad, y el tipo contestaba:
"Catorce".
Escribió tres novelas (Best Seller, El Area 18 y La Gansada) y varios libros de
cuentos desopilantes, con retratos imborrables de guerreros derrotados, de
futbolistas descascarados, de poetas sin rima, de fracasados del alma, de
cultores del quiero y no puedo, habitantes de regiones indómitas con idiomas
inabarcables.
Todos se han editado tal vez en España en un solo tomo en lo que debe ser el
primer y único tratado sociológico sobre el país escrito en forma de cuentos. De
todos sus formidables personajes, sobresalen los aforismos de Ernesto Esteban
Echenique, que ahora también serán historia.
Dicen que Gaetano Donizetti incluyó en su opera cómica "L''Elisir d''Amore" el
aria "Una furtiva lágrima" para que quedara constancia de sus intenciones y
cualidades. En sus muchos cuentos de humor, El Negro incluyó páginas de alta
literatura, de las que le gustaba leer aunque confesara con pudor que jamás leyó
a los clásicos: "No leí El Quijote, y creo haberlo intentado". En 2004, en
cambio, admitió haber leído a Tolstoi, "Anna Karenina" y haberse sorprendido por
lo cinematográfico de las descripciones. Al igual que Tolstoi, Fontanarrosa
pintó su aldea para pintar el mundo entero.
Pero además expresó
como nadie el sentimiento popular para desentrañar los misterios de esas cuatro
o cinco cosas que nos mueven en la vida: el amor, la amistad, la locura, la
muerte, la pasión. Sus libros de cuentos llevan como título el sello de las
frases diarias, que repetimos una y otra vez en las casas: No sé si he sido
claro, Te digo más, Usted no me lo va a creer, El mundo ha vivido equivocado.Ese
humor callejero, de tablón y de real Academia que campeaba en sus cuentos era
fácilmente identificable en algunos juegos de palabras y situaciones absurdas
que encarnaba otros artistas geniales, Les Luthiers, con quienes el Negro
colaboraba con deleite también para nuestro regocijo.
Era un tipo simple consciente de que, reveló alguna vez, la simplicidad es un
punto de llegada, no un punto de partida.
Dos grandes que se nos fueron: Roberto
Fontanarrosa y Osvaldo Soriano
Dato sabido pero
ineludible, era un irreductible hincha de Rosario Central en ese universo
partido en dos que es el Rosario del fútbol. Inventó un cuento de disparate para
eternizar un momento de gloria del club de sus amores, el pase a la final del
campeonato y a la gloria arrancados nada menos que a las manos de su rival
eterno. Y le puso como título la fecha de la epopeya: 19 de diciembre de 1971.
Tenía la lucidez, y también la valentía, necesaria para quitarle dramatismo a
todo, para hacerle pito catalán a la solemnidad, a la que despreciaba con el
ropaje de la ironía, como lo hacía con ciertos círculos intelectuales que
intentaban no hallar oro literario en su humor delirante, que buena falta le
hubiera hecho a Tolstoi, dicho sea de paso.
"En el ámbito intelectual me parece muy pasible de humorizar —dijo hace año y
medio en una entrevista en la revista Ñ de Clarín— Me hace gracia. Porque lo
contrario de lo humorístico no es lo serio. Lo contrario de lo humorístico es lo
pomposo. Todas esas instituciones que son altamente pomposas, el ejército, la
Iglesia y los círculos intelectuales, se prestan para cagarse de risa.
Realmente".
Alguna vez el propio Fontanarrosa habló de sus influencias literarias: Jack
London, Jorge Luis Borges, Ernest Hemingway, J. D. Salinger, Norman Mailer, pero
siempre se sintió más cercano a los dibujantes y a los periodistas. Y mucho más
cercano a los periodistas deportivos, que ayer se dolieron de su muerte con
fiero estupor.
Fontanarrosa transpiraba fútbol. Su lógica tiene la lógica endeble de ese
deporte apasionado. El Negro iba todavía más lejos: "Como juego, el fútbol es
una forma de aprendizaje muy directa de la vida y más cuandose está
constantemente sometido a la competencia".
Otro de sus personajes célebres, que El Negro encerró en el difícil formato de
la crónica periodística breve, estuvo también ligado al fútbol. La Hermana Rosa,
pitonisa, vidente, hechicera y enamorada eterna de los vaivenes del seleccionado
nacional de fútbol y de algunos de sus atletas, que también es ya un pedazo de
la historia.
Enfrentó su mal con
el coraje de un león. Vistió sus sentimientos con el cauteloso disfraz del
optimismo. Supo y aceptó esa insospechada ironía de Dios que le quitó la
movilidad para dibujar y le quitó, cómo no, dramatismo y solemnidad. No entendía
ni jota de todo lo que la ciencia le decía sobre su mal: "Repito como un loro.
Posiblemente padecí una atrofia monomiélica, una neurona que se muere antes de
tiempo", confesó al periodista de Clarín Camilo Sánchez. Y con un gesto pícaro
decía que los médicos no lo habían tranquilizado cuando admitieron que era un
mal del que se sabe poco: "Ojo, no sólo acá, en el mundo entero se sabe poco de
la enfermedad".
Cuando el daño en su cuerpo fue mayor, escribió veinte o treinta simpáticas
líneas en la que anunciaba que su brazo o su mano habían quedado inútiles y que
confiaba a su amigo Crist los dibujos que él iba a dedicarse a pensar. Vio un
costado positivo en el drama: ahora, sus dibujos tendrían mejores colores.
Aceptó premios y homenajes con la conciencia plena que eran póstumos con
adelanto. No lo dijo, pero lo pensó. En el homenaje que Clarín le rindió el año
pasado cuando la entrega del Premio Novela, sus ojos brillaron con tierna
malignidad cuando dijo: "Un premio a la trayectoria... Está bien que no empecé
recién, pero todavía tengo mucho por delante..." Lo dijo con una sonrisa que
decía más que la frase, junto a su mujer Gabriela y sostenido por su hijo
Franco, de 23 años, un músico, bajista que detesta el fútbol, como debe ser.
Antonio Gala dice que el hombre siempre es más fuerte que cualquier cosa que lo
mata. Dice que aún en medio de una tormenta marina el hombre nunca está a merced
de un elemento: "El hombre sabe que se muere, pero el mar no sabe que lo mata",
dice el escritor español.
Tal vez el Negro no haya leído nunca a Gala, pero con ese espíritu enfrentó sus
horas finales. Supo que se le iba la vida y nos ayudó a reír. Eso es ser fiel a
un estilo.
Ayer mismo, este diario publicó la última genialidad de Fontanarrosa, con los
colores de Crist: una viñeta de rigurosa actualidad, tamizada por una tierna
ironía, sobre las andanzas de la ex ministro de Economía. Eso también es ser
fiel a un estilo.
Ya sabemos como vamos a andar de ahora en más, sin el humor y la compañía
entrañables del Negro Fontanarrosa.
“Tengo que replantearme cómo hacer para volver a la cancha sin que eso le
signifique un quilombo a todo el mundo. Cada vez que yo voy a algún lado hay que
planearlo como el asalto a un banco. Ver por qué puerta entramos, si hay
escalera o no hay...”
De ese modo, siete meses antes de su muerte, de la que hoy se cumplieron cuatro
años, el “Negro” Roberto Fontanarrosa desacralizaba, tal vez conjuraba, la
reclusión a la que lo tenía sometido la esclerosis amiotrófica que ya le había
quitado la posibilidad de dibujar; que casi no lo dejaba escribir y que para
colmo también lo privaba de llegar a la platea alta de calle Cordiviola en el
Gigante, allí desde donde festejó y sufrió tantas veces con su Rosario Central.
Así era el Negro. Un tipo sencillo, de barrio y que se negaba a creérsela,
aunque fuera un muy extraño caso de dibujante, guionista y escritor.
Tal vez por eso mismo, por ser ese tipo que se sentaba en el bar como uno más,
muchos no hayan visto a tiempo su condición de brillante intelectual. Es que no
se calzaba ni la pose ni la pilcha, pero nos retrató mucho y muy bien. En las
obsesiones cotidianas que reflejan las charlas de café, en los comentarios sobre
las minas, en la euforia y la depresión del vestuario.
Creó personajes inmortales como Boogie; Inodoro, la Eulogia y Mendieta, el viejo
Casale (aquel del cuento de la palomita de Poy) y los innumerables roles que les
adjudicó a sus amigos, a los que bautizó como “los Galanes”.
Pero tal vez uno de sus personajes más notorios haya sido el propio fútbol, al
que le dio un lugar en la literatura argentina que hasta ese momento le había
sido negado, pese a su condición evidente de hecho cultural que lo atraviesa
todo.
“El fútbol, incluso a nivel no profesional, incluye una serie de conflictos. La
victoria y la derrota, y después la reacción de cada personaje ante eso”, decía
el Negro cuando se le preguntaba por ése, su gran aporte a las letras. “Siempre
repito que hay cosas que están tan frente a nuestros ojos que no las vemos”,
decía.
Quizás porque aprendió eso en las calles, en los potreros y en las tribunas,
supo ser simple y reivindicar para la cultura argentina ese componente popular.
Y así reivindicó también a las “malas” palabras, jugando de local en Rosario,
ante la propia Real Academia Española en su intervención en el Tercer Congreso
de la Lengua.
Y también de ésa se escapó con una ironía. “Al final, dibujé, escribí libros,
creé personajes y voy a terminar siendo famoso porque pronuncié una puteada ante
escritores y académicos de todo el mundo”, se reía, casi como un chico.
Será por eso que no recurrió jamás a la palabra rebuscada, sino que apeló
siempre a las mismas palabras que usaba a diario. Es que el Negro no se la
creía. Tal vez por eso no teorizaba, él sólo contaba.
Puede que por eso en el mundo académico muchos no lo hayan percibido a tiempo.
Pero en la calle, cuando lo reconocían, siempre recibía un “Grande Negro”. Y él
se desmarcaba enseguida. Decía que “es fácil querer al que te hace reír”,
omitiendo que no cualquiera puede. Entonces sí se rendía y concedía que volvería
a elegir ser querido antes que respetado.
Fue uno de los pocos
que hizo reír al público en el Congreso de la Lengua en Rosario, en 2004. En una
mesa redonda, defendió las palabras proscriptas.
No sé que tiene que ver con lo de la internacionalización, que, aparte, ahora
que pienso, ese título lo habrán puesto para decir que una persona que logra
decir correctamente in-ter-na-cio-na-li-za-ción es capaz de ponerse en un
escenario y hablar algo —porque es como un test que han hecho—.
Algo tendrá que ver el tema, éste, el de la malas palabras, por ejemplo, con
éste, como el que decía el amigo Escribano (José Claudio Escribano. Se nota que
es tan polémica esta mesa que es la única a la que le han asignado "escribano"
para que se controle todo lo que se dice en ella.
Es un aporte real en cuanto al intercambio. Me ha tocado vivir, cuando he tenido
que acompañar a la Selección Argentina a partidos (de fútbol) en Latinoamérica.
El intercambio que hay en esos casos de este lenguaje es de una riqueza notable;
es más, en Paraguay nos decían "come gatos" que es, estrictamente para los
rosarinos, "un rosarinismo".
Un Congreso de la Lengua es, más que todo, para plantearse preguntas. Yo, como
casi siempre hablo desde el desconocimiento, me pregunto por qué son malas las
malas palabras, quién las define como tal. ¿Quién y por qué? ¿Quién dice qué
tienen las malas palabras? ¿O es que acaso les pegan las malas palabras a las
buenas? ¿Son malas porque son de mala calidad? ¿O sea que cuando uno las
pronuncia se deterioran? ¿O, cuando uno las utiliza, tienen actitudes reñidas
con la moral?
Obviamente, no se quién las define como malas palabras. Tal vez sean (ellas)
como esos villanos de viejas películas —como las que nosotros veíamos—, que en
un principio eran buenos, pero que al final la sociedad los hizo malos. Tal vez
nosotros, al marginarlas, las hemos derivado en palabras malas. Lo que yo pienso
es que brindan otros matices, muchas de ellas. Yo soy fundamentalmente
dibujante, con lo que uno se preguntará: ¿qué hace ese muchacho arriba del
escenario? Manejo muy mal el color, por ejemplo, pero a través de eso sé que
cuanto más matices tenga uno, más puede defenderse, para expresarse, para
transmitir, para graficar algo; entonces: hay palabras, palabras de las
denominadas malas palabras que son irremplazables, por sonoridad, por fuerza,
algunas incluso por contextura física de la palabra. No es lo mismo decir que
una persona es tonta o zonza que decir que es un pelotudo. Tonto puede incluso
incluir un problema de disminución neurológica realmente agresivo.
El secreto de la
palabra pelotudo, ya universalizada —no sé si está en el diccionario de dudas—,
está en que también puede hacer referencia a algo que tiene pelotas. Puede hacer
referencia a algo que tiene pelotas, que puede ser un utilero de fútbol que es
un pelotudo porque traslada las pelotas; pero lo que digo, el secreto, la
fuerza, está en la letra t. Analicémoslo —anoten las maestras—: está en la letra
t, puesto que no es lo mismo decir zonzo que decir peloTudo.
Otra cosa, hay una palabra maravillosa que en otros países está exenta de culpa
—esa es otra particularidad, porque todos los países tienen malas palabras pero
se ve que las leyes de algunos países protegen y en otros no—, hay una palabra
maravillosa, decía, que es carajo. Yo tendría que recurrir a mi amigo y
conocedor, Arturo Pérez Reverte, conocedor en cuanto a la navegación, porque
tengo entendido que el carajo era el lugar donde se colocaba el vigía, en lo
alto de los mástiles de los barcos para divisar tierra o lo que fuere; entonces
mandar a una persona al carajo era estrictamente eso, mandarlo ahí arriba.
Amigos mexicanos con los que estuve cenando anoche me estuvieron enseñando una
cantidad de malas palabras mexicanas. Ahora que lo pienso creo que me estaban
insultando porque se suscitó un problema con la cuenta a la hora de pagar. Me
explicaban que las islas Carajo son unas islas que están en el océano Indico.
En España, el carajillo es el café con coñac y acá apareció como mala palabra,
al punto que se llega a los eufemismos, se decía caracho; es de una debilidad
absoluta y de una hipocresía... ¿no?
A veces hay periódicos que ponen: "El senador Fulano de Tal envío a la m... a su
par". La triste función de esos puntos suspensivos, realmente el papel absurdo
que están haciendo ahí, merecería también una discusión acá, en el Congreso de
la Lengua.
Voy a ir cerrando. Hay otra palabra que quiero apuntar que creo es fundamental
en el idioma castellano, que es la palabra "mierda", que también es
irremplazable. El secreto de la contextura física está en la r —anoten las
docentes—, porque es mucho más débil como la dicen los cubanos: mieLda, que
suena a chino, y eso —yo creo que ahí está la base de los problemas que ha
tenido la Revolución cubana—, le quita posibilidades de expresividad.
Voy cerrando, después de este aporte medular que he hecho al lenguaje y al
Congreso. Lo que yo pido es que atendamos a esta condición terapéutica de las
malas palabras. Mi psicoanalista dice que es imprescindible para descargarse,
para dejar de lado el estrés y todo ese tipo de cosas. Lo único que yo pediría
(no quiero hacer una teoría) es reconsiderar la situación de estas palabras.
Pido una amnistía para la mayoría de ellas. Vivamos una Navidad sin malas
palabras e integrémoslas al lenguaje, que las vamos a necesitar.
[Extractado de la
extraordinaria charla abierta que brindó el escritor y humorista en la Feria del
Libro de Rosario en 2006]
- Los libros "Hay un tema que yo he dicho en muchos casos y que puede sonar
provocativo en una feria del libro, pero les voy a explicar desde mi punto de
vista cómo yo elijo un libro. Ustedes lo toman como quieran, pero yo les voy a
decir qué condiciones tiene que tener un libro para que yo lo elija."
"Primero y principal no tiene que ser un libro gordo. Un libro gordo me parece
un abuso de confianza del autor hacia mi tiempo. Es como si aparece alguien y me
dice: ‘Quisiera hablar con vos, tenés dos semanas libres...’. ¿Cuál es el lazo
de confianza que me une a ese escritor para que durante dos meses yo me vaya a
la cama con él y su libro?"
"Segundo, y lo va a comprender la gente que ya tiene cierta edad, y no es por la
madurez: tiene que tener letra grande. Hay escritores que escribían con letra
muy chiquita, y ya a esta altura del campeonato ese esfuerzo es excesivo."
"Otra cosa: tiene que tener espacios en blanco. Si abro un libro y veo un
masacote negro, como si fuera un amontonamiento de hormigas, yo digo: ‘¿Por
dónde entro al texto?’."
"Otra alternativa: fíjense en capítulos cortos. Ustedes mismos se van a dar
cuenta de la sabiduría del cuerpo humano: usted está leyendo un libro y de
repente observa que sin darse cuenta su mano derecha va buscando las páginas
hasta llegar a un capítulo."
"Otra cosa que me
interesa también es que tenga diálogos, porque a mí me gusta escuchar a los
protagonistas. Antes pasaba en algunos diarios, porque ahora el género del
reportaje es mucho más fluido, que hacían un reportaje y decían: ‘Estuvimos en
la casa del afamado escultor fulano de tal, y nos dijo que está pensando en
hacer una escultura que representa a un caballo comiendo una codorniz’."
"Yo digo: dejalo
hablar al escritor, qué te metés en el medio. A mí con los libros me pasa eso. Y
si están bien escritos mejor, pero siempre préstenle atención a esas
consideraciones."
- Los amigos "Es placentero y descansado encontrarse a las ocho de la tarde con
los amigos en El Cairo o en algún boliche, porque a los amigos, a los verdaderos
amigos, no hay por qué darles pelota. Si un amigo te dice: ‘Fui a ver una
película iraní’, yo le digo: ‘Dejáme de romper las pelotas’."
- Los estudios "Yo desde mi ignorancia me hago una pregunta: ¿por qué los chicos
se tienen que levantar tan temprano para ir a la escuela? Gardel se levantaba a
las ocho de la noche. Y fue Gardel. (...) Les voy a contar que estuve en
Córdoba, donde me dieron el Doctor Honoris Causa, lo que indica lo mal que está
la educación argentina. Imagino la desolación de los estudiantes que estudian
ocho horas diarias y ven que a un tipo como yo le dan el Doctor Honoris Causa.
Yo no terminé el tercer año de la escuela secundaria. Y no levanto como bandera
el ser un ‘salvaje ilustrado’; digo que no terminé la escuela porque desde el
comienzo sostuve una batalla desigual contra las matemáticas. Desigual por la
simple condición de superioridad numérica de ellas. Los números son millones, y
yo era uno solo. Yo fui a lo que era el Politécnico y me acuerdo de aquellas
épocas de estudiantes, con todas las expectativas..., ¡qué horrible que era eso!
Para mí era un espanto, similar a lo que me ocurrió no hace mucho, que tuve que
hacer una dieta ayurveda de vegetales."
- La lectura "Siempre he ligado la lectura con el placer. Siempre he sido un
lector vago. Y repito otra consideración que pasará al mármol: creo que casi
todos los grandes logros y avances de la civilización se debieron a la vagancia.
O sea, el tipo que inventó la rueda es porque no quería caminar más. Y después
de la rueda, el otro invento maravilloso, que ha hecho dar un salto cualitativo
y cuantitativo a la humanidad, es el cambiador del televisor. Volviendo a la
literatura, no entiendo el esfuerzo por leer, cuando uno se encuentra con tantos
libros que los empieza y no los puede dejar, se siente atrapado por los libros,
quiere terminarlos y está feliz mientras los lee."
- La relación autor-personaje "Sé que algo mío hay dentro de Boggie e Inodoro
Pereyra; es más parecido a mí y a cualquiera, porque es un antihéroe que a veces
reacciona bien, a veces reacciona mal, es temeroso. Más temeroso es Mendieta.
Pero hay algunas cosas mías en esos personajes. Incluso en Eulogia, pero eso lo
vamos a hablar en otro momento."
- Los nuevos medios de comunicación "Con los mensajes de texto estamos muy
susceptibles. Yo me acuerdo de los telegramas. A nadie se le ocurrió decir que
ese invento estaba arruinando el lenguaje. Está la gente que dice enfadada que
no le gustan los shoppings. Y, no vayas querido, cuál es el problema. Si no, es
muy fácil pegarle a la televisión, que a mi juicio es un invento maravilloso. Y
repito, si solamente hubiera sido creado para transmitir fútbol ya estaría
largamente justificado. Ahora, como todas estas cosas, como la historieta, es un
instrumento. Si alguien me escucha a mí tocar el piano, dirá que el piano es un
instrumento nefasto. Ahora, si lo escucha a Richard Clayderman, por ejemplo,
dirán que es un instrumento sublime. Con la televisión pasa lo mismo. Ahora,
estoy de acuerdo con que se usa un vocabulario bastante pequeño, y en ese
aspecto la lectura te da más posibilidades de expresarte. Para mí la lectura
siempre ha sido un placer. Hay muchísima información, e imperceptiblemente uno
va ganando una vastedad de lenguaje, y aparte es una compañía formidable. Se
puede vivir perfectamente sin leer un libro. Creo que más de las tres cuartas
partes de la población mundial jamás ha leído un libro. Pero, entre una cosa y
otra, prefiero leerlos."
El dibujante y narrador celebra que su circulación en los medios masivos le
sirva para vender más libros, como su novísimo tomo de cuentos "El rey de la
milonga". En estos relatos reaparecen sus típicos cruces entre el mundo popular
y la cultura, su mirada sobre el hombre gris enfrentado a situaciones que lo
superan, su desopilante sociología sobre los sectores medios bajos donde a su
criterio se juega todo: "celos, ambiciones, quiero y no puedo".
Por Vicente Muleiro, Clarín, 2005
Estoy nada menos que
con Roberto Fontanarrosa. ¡Cuando se lo cuente a los muchachos! Hay un cuento
suyo "Cuando se lo cuente a los muchachos" que habla de ese criterio: más que
vivir las cosas lo importante es contarlas. Hay un chiste que dice que en este
país hay eyaculación precoz porque los hombres consuman rápido para ir a
contárselo a los amigos.
"Y está aquel otro dice él: un tipo cae en una isla con una mina despampanante,
y después de unos días con la mina, le pide que por favor se disfrace de tipo.
Entonces, cuando está disfrazada de hombre, se acerca y le dice: ''Vos no sabés
la mina que me estoy cogiendo''. Lo que quería era contarlo, ¿no?"
- Bueno, es una pasión nacional y masculina. Focalizás mucho en eso. ¿Se
transforma en una concepción literaria?
- Puede ser. Son tantas las motivaciones que puede generar un cuento... Una vez
Cipe Lincovsky me hablaba de sus actuaciones en países extraños. Ella pensaba
que todo lo que hacía era para volver y contárselo a la madre. Contárselo al
círculo íntimo. Y bueno, es un poco el caso este. Hay veces que uno se encuentra
en lugares muy particulares, o exóticos, y parte del disfrute es eso: "Uy, mirá
cuando se lo cuente a los muchachos" Compartirlo con la gente habitual. Volver a
la casa o al barrio a contar eso tan particular que se ha vivido.
-
Y a veces pareciera que se estuviera jugando un eterno truco: "Ahora vuelvo con
el as de espada y los mato".
- Es lo que ocurre cuando vas a contar un buen chiste. Saber que por un
minuto o dos minutos vas a ser el centro de atención. Lo mismo que tener una
gran anécdota. Es esa atención que se pone sobre el narrador. Hay un regodeo en
eso, una satisfacción. Estimo que debe ser universal. Y en la tradición de
tertulia nuestra, de los bares, de los cafés, del grupo de amigos, tener algo
importante para contar te hace por un ratito el rey de la milonga.
- En "El rey de la milonga" hay un cuento, "Retiro de Afganistán, ya", que
confronta al hombre común con los VIP''s.
- Claro, y es un pobre infeliz. Eso: tipos comunes puestos en situaciones
extrañas. Me gusta mucho encontrar esa vuelta, porque hace que el personaje esté
mucho más cerca de nosotros. A mí nunca me atrajeron los superhéroes. O sea: si
tenés superpoderes, tenés una ventaja enorme. Y además, yo no tengo
superpoderes, así que no me puedo imaginar qué le pasa por la cabeza al
superhombre. Jamás me atrajeron estos héroes, fundamentalmente de películas
norteamericanas, que no demostraban miedo, que nunca tienen miedo. Están muy
lejos de mí. Yo me cago en las patas con cualquier circunstancia de peligro o de
riesgo. Por eso me parece mucho más excepcional el tipo común y silvestre a
quien de golpe le pasa algo extraño y se encuentra frente a personajes de mucho
poder, o mucha fama, o de mucho prestigio. Me gusta ese contraste.
- Tenés una galería de esos personajes, que están satelitando el poder y lo
miran de una manera muy golosa. ¿Qué ves en ese hombre medio? ¿La lucha por sus
quince minutos de fama de la que habló Andy Warhol?.
- Puede ser. Pero también hay cosas que uno ha visto en los demás y en uno. En
un cuento del libro anterior, hay un pibe que se roba una tostadora eléctrica, y
el padre lo caga a pedos por una cuestión moral, y después descubre que el pibe
también se ha robado un millón de dólares, y entonces le arroja: "Bueno, no es
para tanto". A uno le asalta un poco eso: me resisto a hacer publicidad, no con
mis personajes, pero a aparecer yo recomendando un yogur, no me cierra. Ahora,
después digo: "¿Y si me ofrecen un millón de dólares?" Ahí te entra el
conflicto. Y el conflicto es la base de los cuentos.
- Llama la atención esa capacidad para acercarte a esa especie de hombre gris.
- Es por donde estamos circulando. Uno no tiene mucha cercanía con héroes o
gente demasiado estrafalaria o particular; y me interesa la reacción del hombre
gris ante una situación fuera de lo común. Incluso, sin ser amante de la ciencia
ficción, por ahí he hecho algunas cosas con extraterrestres pero que siempre
parten... bué, cómo en el Eternauta: cuatro tipos jugando al truco en un chalé.
Y eso creo que te da una proximidad Son los mundos con los que uno convive.
- Ese mundo de la clase media baja que es por el que más transitamos, un mundo
popular argentino que posiblemente sea el mayoritario.
- Sí. Le veo muchas posibilidades. Porque toda esa trama de envidias, de celos,
de ambiciones, de quiero y no puedo, se da en esos niveles.
- Hay un cuento "Bahía desesperación", donde se pone en juego la ambición
familiar de unas vacaciones distintas, típico del que está metido en una masa
humana y quiere diferenciarse siquiera un poco, y se encuentra con una tremenda
frustración.
- Y que además son también exageraciones de situaciones que le han pasado a uno.
O sea, eso de ir al mar argentino, que es tan inhóspito, tan áspero. Porque me
acordaba, me reía de la última vez que fui a la playa, porque siempre te decían
"y bueno, estuvo nublado", o llovió, o no llovió. Y nunca te hablan del viento.
Y el viento te caga una vacación igual que la lluvia, o que el cielo nublado. Me
acuerdo de días que no se podía bajar a la playa. El Atlántico argentino tiene
un enorme atractivo, por la inmensidad y todo eso pero yo no me meto al agua ni
en pedo, porque es helada. Pero además, el viento, que vos ves las banderas y
parecen de lata. Ni aletean. Esas cosas a mí me causan gracia. Una vez me
acuerdo fuimos a una playa de esas con el Negro Caloi y con Brócoli, que todavía
vivía. Y bueno, llegábamos a la playa, acomodábamos las cosas, aun en días
lindos, y decíamos "¿Y ahora? ¿Qué se hace ahora en la playa?. ¿Cuál es la
joda?" Y por ahí te empiezan a caer unos goterones helados Y vos decís "¡La
puta!"
- En esa exploración de estos mundos populares tenés dos cuentos de futbolistas
"Los heraldos negros" y "El pensador". Los jugadores son visualizados, sobre
todo en el primer caso, casi como humanoides. Pero después nos encontramos con
tipos que se aparecen con una riqueza cultural muy fuerte ¿De dónde sale esa
constante?
- Estuve dudando mucho de "Los heraldos negros" antes de escribirlo, porque me
parecía una relación muy primaria, muy fácil. O sea, el defensor central, que es
una bestia, y que por el otro lado es poeta. Sería como un poco grosero, la
solución; muy fácil. Como decir: "Bueno, pero él tiene otra vida, es bailarín de
ballet". Esto lo hablábamos siempre con el Gordo (Osvaldo) Soriano: sucede que
antes no había mucha literatura sobre fútbol y ahora sí la hay. Entonces me veo
obligado a explorar por otro lado. Por ejemplo ahí está ese jugador
excesivamente reflexivo de "El Pensador", casi un intelectual. Como si Sabato
estuviera jugando de número diez mortificado por la condición humana y la marcha
del mundo.
- El punto que los hila es éste: un deporte popular y un mundo popular y
conectado a su vez con la cultura.
- Bueno, hay personajes como Jorge Valdano, como Juampi Sorin. Mirá Sorin. El
otro día comentábamos con (Roberto) Perfumo: ¿Cómo puede ser?, este pibe,
capitán de la Selección Argentina, pintón, inteligente, buen pibe, lo único que
falta es que cante. Si canta, nos recontracaga a todos. En el mundo del fútbol,
los que más han progresado desde un punto de vista no sé intelectual, de manejo
y todo, han sido los jugadores. Más que los periodistas.
- ¿Cómo te sentís en esa permanente oscilación entre mundos populares y
referencias culturales?
- A mí me divierte. Me atrae la figura del... bueno, hay una figura
caricaturesca del intelectual, ¿no? Woody Allen, suponete. Bueno, esa
posibilidad o esa controversia entre lo popular y lo restringido... Nunca leí
ensayos ni cosas por el estilo, y ahora me interesa leer a tipos que tienen otro
punto de vista, que te explican las cosas diferente. Pero siempre que manejen
una información a la cual yo tenga acceso. Leo a (Fernando) Savater, por ejemplo
y a este inglés... Hobsbawn, Eric Hobsbawn. Pero en el ámbito intelectual me
parece muy pasible de humorizar, me hace gracia. Porque, como dice mi amigo
Samper, lo contrario de lo humorístico no es lo serio, porque Woody Allen es un
tipo muy serio para trabajar, y Les Luthiers son tipos muy serios para trabajar.
Lo contrario de lo humorístico es lo pomposo. Entonces, todas esas instituciones
que son altamente pomposas el ejército, la Iglesia, los círculos intelectuales,
se prestan. Se prestan para cagarse de risa un rato. Realmente.
La Planicie de Yothosawa,
cortometraje de Hernan Vieytes, basado en una historieta de Roberto Fontanarrosa
- Muchas veces
pareciera que tenés que decir que te gusta el fútbol y que vas a la cancha, como
si tuvieras miedo de que por escribir libros los muchachos te pudieran tomar por
maricón.
- Hay algo de eso. No de que tengo miedo de que me digan maricón, pero... yo me
doy cuenta. Mirá, yo tengo muy buena relación con algunos escritores. Tengo
buena relación con Juan Martini, desde hace mil años, con Sasturain, con
Feinmann, con Saccomanno, con el Tano Dal Masetto. No nos vemos con frecuencia,
pero cuando nos encontramos hay buena onda. Pero a veces leo algunas de estas
polémicas entre escritores y me pasa esto: están muy cargados de una información
que yo no conozco. Me quedo afuera.
- ¿Y qué les pedís? Porque manejan un saber y se supone que tienen derecho a
manejarlo.
- Obviamente. No, lo que pasa es que yo no les pido nada.
- Que lo comuniquen, que socialicen su conocimiento...
- Te repito, no les pido nada. En mi caso se da la casualidad que a mí me gusta
el fútbol y a la mayoría de los argentinos les gusta el fútbol. Así como no se
puede impostar un estilo no le puedo pedir a un tipo que se maneja con una
información altamente intelectual que escriba para mí. Buscaré los autores que
son más allegados a mí. Pero en todos los órdenes, lo más difícil es conseguir
el equilibrio. Está toda esa controversia de que si vos aparecés en la
televisión sos mediático, estás robando, estás haciendo circo. Yo me complazco
en ser mediático, en el sentido de que hace treinta años que publico en Clarín.
Mirá qué pavada. Y yo sé que es una gran ayuda para poder vender este libro.
Ahora, que yo publique o no publique no va a hacer que este libro sea mejor o
peor, pero va a acercar a la gente al libro. Ahora por eso te digo lo del
equilibrio yo no voy a ir a un programa de entretenimiento a comer una torta sin
tocarla con la mano, esas boludeces. Iré adonde pueda hablar de lo mío. Eso me
parece totalmente válido.
- Ahí se esconde un reproche al campo intelectual.
- Es que me causan gracia algunas posturas.
- Hay una mirada tuya sobre el campo cultural, que aparece en otros cuentos
Recuerdo uno de un lector que manda una carta furibunda a la página literaria de
un diario...
- ... y que en realidad lo que quiere es escribir para el diario.
- Y en este nuevo libro de cuentos está "Sara Susana Báez, poetisa". Son
personajes que tienen una alta ambición y una crasa mediocridad. ¿Cómo ves ese
mundo de poetas opacos, aspirantes a una gloria que no van a conseguir?
- Son cosas como enternecedoras. En ese cuento yo arranco de la imagen de una
tía de mi vieja, que realmente era poetisa, tengo entendido que era buena
poetisa. Hay otra atracción: me contaban que Gabriela Mistral, Juana de
Ibarbourou, movían multitudes, metían gente en los teatros como si fueran Fito
Páez. Y vuelvo a lo que hablábamos antes: lo enternecedor y lo apto para el
humor es lo pretencioso. Y también esa cosa de la poesía, de la selección de
determinada palabra, y de esos ámbitos muy espirituales. A mí me causan gracia.
- Veo que también te causa gracia la especialización crítica sobre Borges, según
se desprende del cuento "El especialista o la verdad sobre "El Aleph"
- La idea de "El Aleph" siempre me pareció maravillosa, por inexplicable,
también, eso de que en un puntito así se dieran todas las cosas del universo al
mismo tiempo. O sea, desde el punto de vista práctico es imposible. Y después,
releyéndoló para escribir este libro, uno vuelve a decir: "¡Cómo escribía este
hijo de puta, Dios mío!" Y era sencillo. Pero bueno, es lo que siempre se dice,
¿no?: la simplicidad es un punto de llegada, no un punto de partida.
- Otra línea que reaparece es la del sueño y la realidad en "Nada más que un
sueño"
- Me apoyé en tantos y tantos relatos que a mí me decepcionaban muchísimo cuando
leía una situación interesantísima que terminaba así: "Y de repente se despertó,
había sido nada más que un sueño". Y yo digo: ¡Viejo, no me hagás entusiasmar
para terminar así!. Entonces traté de darle otra vuelta, de desafiar ese
facilismo.
- Teniendo en cuenta que una vez me insultaste con ese texto que empezaba "Puto
el que lea esto" ...
- Es popular eso, eh. Te aclaro que eso lo hemos leído todos.
- Ahí hay algunas frases que hablan de la eficacia del escribir esa que dice que
el escritor tiene que apuntar: "Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa." ¿Es una
enunciación estética?
- Es gracioso lo de ese cuento, porque era un cuento, entre tantos otros. Como
se llamaba "Palabras iniciales", lo puse al principio. Entonces, parecía un
mensaje del autor, un prólogo. Pero hay muchas cosas que son ciertas. A mí me
encantan esos libros que los agarro y no los puedo dejar de leer. Y desde el
primer momento puteo cuando los tengo que dejar, y estoy ansioso por terminarlo,
por saber qué va a pasar. Entonces... Lo que pasa es que es muy difícil
conseguir eso. Es muy difícil ¿no? En ese aspecto, yo creo ser un lector
clásico: quiero saber qué va a pasar. O sea, quiero que haya una cierta intriga,
que haya un crecimiento, que haya un desenlace...
- ¿Intentaste otro tipo de lectura y fracasaste?
- Me pasa esto: desde hace muchos años no leo ficción, aunque he leído mucha.
Leo periodismo. A mí me deslumbró la cosa periodística. Mailer, Capote, Walsh,
el Gordo Soriano. Pero por ahí... leí a Pavese, que no tiene eso, y tenía un
clima. que vos decís: ¿cómo mierda consigue esto? ¡Esa tristeza!. Uno ha tomado
de todos ellos. Pero si tengo que elegir, prefiero lo periodístico, lo activo,
donde no sé qué va a pasar. Y me remito un poco a lo que hablábamos antes: la
alegría que te da cuando vos tenés algo digno de ser contado. El tipo que te
cuenta: "¿Sabés lo que me pasó cuando venía para acá?" Y ya te agarró, ¿no? Y
hay otros libros, que vos te preguntás: ¿Dónde está la parte atractiva de este
relato? ¿Viste cuando te ponen una pequeña reseña?: "Fulanito de tal conoce a
una mujer, ella se recibe de economista, y luego se van a vivir a tal parte" Y
vos decís ¡ este tipo es un fenómeno si me atrapa con eso!.
- Hay una constante en tu narrativa y es cómo parodiás discursos de ámbitos
absolutamente diferentes. O sea, tomás a un relator de fútbol y le encontrás el
tono. Tomás en solfa las leyendas también. E inclusive hay ciertos acercamientos
a discursos científicos o pseudocientíficos.
- Absolutamente mentirosos, siempre se nota el barrio atrás.
- ¿Pero te entrenás para conseguir el tono?
- Y... sí.
- Por ejemplo, los diarios de las batallas argentinas.
- Claro. Es que he leído mucho de eso. Este libro último está teñido de
periodismo. Y bueno, es lo que te digo, desde hace muchos años estoy leyendo no
ficción. Entonces, quieras o no aparece. No me lo propuse, pero la forma
periodística de narrar me resulta cómoda y atractiva. Y lo que no leí en la
escuela sobre los relatos históricos, bueno, lo leí fuera de la escuela. Félix
Luna... Incluso, siempre menciono, de (Marcos) Aguinis, La batalla perpetua,
sobre la vida de Guillermo Brown, (Felipe) Pigna, ahora. Y a mí me causa gracia
cuando escriben en presente. Dicen: "El general San Martín piensa...". Me causa
gracia el uso del presente histórico.
- ¿Tiene una marca especial el trabajo sobre este libro?
- Hay más presencia de Rosario. Y después, hay un rasgo que es absolutamente
personal, que creo que no trasciende: para mí fue muy satisfactorio poder sacar
un libro en estas circunstancias de salud.
- ¿Cómo te llevás vos, precisamente un dibujante y escritor con esa enfermedad
que te complica la motricidad?
- Mal pero acostumbrado, como dice Inodoro Pereyra. Porque ha sido muy
paulatino, y vos te vas ajustando el bocho, pero... es difícil convivir con la
preocupación constante. Una cosa es que vos tengas un accidente y pierdas un
brazo, y otra cosa es una enfermedad que puede ser progresiva, puede seguir,
puede detenerse, se puede difícilmente controlar. Entonces, yo digo: ¿Y antes de
qué me preocupaba? Obviamente, de cómo iba a salir Central el domingo, de mi
laburo, del quilombo afectivo. Y ahora, siempre atrás está eso, la esclerosis. O
sea, por ahí estamos acá y charlamos, y me cago de risa, y hablo con los
muchachos, y vamos a un partido de fútbol, y de golpe decís mierda, ando con
este asunto. Pero tengo una expectativa esperanzada. Me hice un tratamiento de
células madres en Uruguay, que es quasi experimental pero tiene fundamentos que
hacen decir a algunos médicos, "debería funcionar". Y bueno, estoy esperando a
ver qué pasa con eso.
- A los 61 años cambia el sentido del tiempo, supongo.
- Y sí... Ya no hay tanto tiempo para adelante. Y encima me cae esto. Pero
nosotros no somos tenistas, que a los veinticuatro años ya no pueden jugar... El
viejo (Alberto) Breccia dibujó hasta tres días antes de morirse. Yo he perdido
fuerza del brazo derecho, entonces, ya te entran... Estoy tratando de poner la
mejor buena voluntad y el mejor optimismo, y decirme que la vamos a pilotear.
"Vamo'' arriba", como dicen los uruguayos: "Vamo'' arriba la celeste".
Roberto Fontanarrosa, más conocido
como "El Negro", nació en Rosario en 1944. Ha publicado en Ediciones de la Flor
23 libros de su personaje de tiras cómicas "Inodoro Pereyra" y 12 de su otro
personaje "Boggie, el Aceitoso", que ya no dibuja. Como escritor, ha publicado
tres novelas –Best Seller, El área 18, y La gansada– y ocho libros de cuentos
cortos. Ha reunido sus chistes sobre fútbol en los libros Fontanarrosa, de
penal, El fútbol es sagrado y Fontanarrosa y el fútbol. A partir del Mundial de
Fútbol de los Estados Unidos (1994), pasando por las eliminatorias y el Mundial
de Francia (1998), cubre para el diario Clarín las actuaciones del seleccionado
argentino, desde un enfoque humorístico en "Las columnas de la Hermana Rosa".
La hilarante
visión del futbol del escritor y humorista. Peter O' Toole, Palermo y Houseman.
Entrevista por Pablo Perantuono, Revista Noticias, 09/12/00
A nadie, seguramente a nadie, se le ocurriría emparentar a Omar Gómez (45),
número 10 de Quilmes en los años 70, con la actriz norteamericana Lauren Bacall.
Gómez, petiso, macizo, de gesto aindiado, era la antítesis de la languidez
extrema y los ojos verdes de la última mujer de Humprey Bogart. A nadie salvo a
Roberto Fontanarrosa (56), que trata de resolver en su libro "No te vayas
campeón" otros inquietantes interrogantes: ¿El 3 de Boca en los '60 era Peter
O'Toole ó Silvio Marzolini? ¿La cintura de Rojitas era neumática? ¿Es Martín
Palermo un refutador de Aldo Rico? ¿Qué es peor, marcar ó pararse en la barrera?
Roberto Fontanarrosa: El libro es una asociación libre de ideas. Lo que busqué
es divertirme. Sé que cuando lo consigo, ese efecto se produce también en el
lector.
Noticias: Parece escrito por un fanático antes que por un escritor entusiasta
del fútbol.
Fontanarrosa: Llego a escribir de fútbol, no porque sea un escritor al que le
gusta el fútbol, sino porque soy un futbolero nato. No es que siempre escribí, y
que mi preocupación era la literatura y además me gustaba el fútbol. No, no.
Posiblemente todas las horas que dediqué a ver fútbol ó ir a la cancha, los
Intelectuales más serios las ocuparon leyendo. Ellos elegían a Tolstoi mientras
yo leía "El Gráfico".
Noticias: ¿Sigue siendo tan fanático?
Fontanarrosa: Sí, sí.
Noticias: ¿Cuántos partidos mira por semana?
Fontanarrosa: No, yo no... bueno, yo digo no: en la semana, si es a la noche,
miro por lo menos un partido. El sábado a la tarde veo fútbol de España y a la
noche el que dan en directo de acá. Los domingos, si voy a ver a Central, trato
también de ver el partido de la reserva. Cuando vuelvo, veo el clásico de las
seis de la tarde. Si no voy a ver a Central, veo un partido de Europa, escucho
la radio y en diferido miro a Central por tevé. Después, "Fútbol de Primera".
Todos lo saben: no me vengan a romper: El domingo, el fútbol es la prioridad.
Como también siempre ha sido prioritario jugar al fútbol.
Noticias: ¿Juega todavía?
Fontanarrosa: Ya decir que juego es demasiado...
Noticias: Participa...
Fontanarrosa: Claro, contemplo. Los sábados juego a la mañana. Debo aclarar que
siempre jugué... mal. Competí durante muchos años en torneos comerciales en
Rosario. Ahora no puedo jugar a nada competitivo. Sólo recreativo. Tengo una
operación de meniscos y una prótesis de cadera.
Noticias: Pero no se resigna...
Fontanarrosa: Entre tantas virtudes que perdí con el tiempo, jugando al fútbol
perdí el amor propio, lo cual me permite seguir jugando. Si tuviera amor propio,
hace 15 años que habría abandonado el fútbol. Uno se va resignando a ver pasar a
los tipos, a no llegar. Pero terapéuticamente es fantástico. Es una descarga muy
grande. Pateás, puteás, corrés. Hace un año y medio, la cadera no me daba más.
Comencé a andar en bicicleta. Pero no es ninguna descarga. Uno sigue pensando en
el laburo.
Noticias: ¿Cree que el fútbol sigue una línea evolutiva?
Fontanarrosa: La tevé consiguió algunos cambios. Aldo Poy, el 10 de Central en
los '70, cuenta que cuando jugaba de visitante en Buenos Aires, los "lineman" no
lo dejaban pasar la mitad de la cancha. Le cobraban "off side", invariablemente.
Ahora eso no pasa. Lo mismo ocurre con las patadas. Creo que eso cambió con el
marcaje escandaloso que le hizo Gentile a Maradona en el Mundial '82. Todo el
mundo lo vio por tevé. Y se dio cuenta de que, si querían espectáculo, debían
cuidar a los que divierten. Es como si la contratás a Mercedes Sosa y le cortás
los cables y le sacás la luz.
Noticias: Usted es fanático de Central. ¿Es de esos que se pelean, gritan,
insultan?
Fontanarrosa: Los partidos los vivo intensamente, pero no grito, sino peor: me
guardo las cosas. Invariablemente vuelvo con un dolor de cabeza tremendo a casa.
A veces pienso: cómo puedo ser tan pelotudo. Las amarguras que me agarro... la
familia que me tiene que aguantar con mala cara... Me lo pregunto siempre: ¿Por
qué? Y... no se entiende. Si no se entiende que es una pasión, no se entiende.
Lo peor es que cuando sufro, o sea cuando el equipo pierde, el sentimiento es
más intenso que cuando gozo.
Noticias: Tienen un espíritu tanguero...
Fontanarrosa: Claro. Lo que pasa es que con clubes como Central los sinsabores
son grandes.
Noticias: ¿Qué le parece Marcelo Bielsa como entrenador?
Fontanarrosa: Me cae bien, me gusta. Me parece serio, honesto. No lo conozco
personalmente, pero es un caso raro porque la mayoría de los tipos que son
obsesivos y estudiosos justifican con eso los sistemas defensivos. Y él no es
defensivo. Además, siempre fue un tipo muy respetuoso en la relación con la
gente de Central, pudiendo haberse agrandado. Cuando dirigía a Newell's, pese a
que tenía un equipo muy superior al de Central, nunca se burló. Y lo que hace
más meritoria su actitud es que es fanático de Ñuls.
Noticias: ¿Le gusta el seleccionado?
Fontanarrosa: Estuve en el partido que le ganó a Colombia, allá. El estadio era
un quilombo, había un clima terrible. Pero estaba seguro de que la Argentina iba
a salir a la cancha y el entorno no le iba a producir nada. Los jugadores tienen
la edad exacta. Además, funcionan bien como grupo, según me comentan. Siempre
tengo la sensación de que el equipo va ganar.
PAUSA. Como la mitad de los habitantes de Rosario, Fontanarrosa no es hincha de
Central, ni siquiera fanático: es un fundamentalista. Capaz de cualquier
desborde. Como festejar un gol a Newell's convertido en... 1971. El 19 de
diciembre de cada año se repite el ritual pagano: Aldo Poy cebecea una pelota
que ingresa en un arco y cientos de hinchas lo llevan en andas.
Fontanarrosa: Yo le digo a Aldo, menos mal que fue de cabeza y no de chilena,
sino te matabas cada vez que te lo hacían repetir.
Noticias: ¿Se acuerda dónde estaba cuando Poy hizo el gol?
Fontanarrosa: Lo vi por tevé. Pasaron el partido en directo. Uno se acuerda
siempre de lo que estaba haciendo cuando ocurren ese tipo de cosas, como el día
que mataron a Kennedy o el del terremoto de San Juan, de la otra vez.
Noticias: El terremoto fue en 1977...
Fontanarrosa: Nooo... (Pausa de unos segundos. Fontanarrosa mira con el ceño
fruncido.) Es verdad. Que lo tiró. Claro, si hay chicos que no lo vieron jugar a
Bochini...
Antes que nada quisiera pedir, señor juez, señores del jurado, que sepan
disculpar si, tal vez, en mi relato, ofendo sin querer el oído de la dama o el
caballero, con palabras que puedan parecer "non sanctas". Pero es que el tema
señor juez, en sí mismo, se hace un poco dificultoso de contar sin recurrir a
esas palabras a las que hago mención.
Yo creo que ha sido el destino, el azar, el que me ha puesto en esta situación,
la casualidad, y, lamentablemente, señores, no tengo, ni mucho menos, dotes de
orador. Procuraré, a lo sumo, ser concreto y lo más breve posible. Pero quería
dejar hecha la salvedad para que nadie, después, diga que no lo he advertido y
se me pueda acusar de maleducado o boca sucia. Por otra parte, estamos entre
gente madura que sabrá comprender lo que yo diga.
Ya sé, ya sé, señor juez, perdóneme. Iré al grano. Pero ocurre que no es fácil
para un hombre humilde, como yo, desenvolverme en esta situación, frente a tan
honorables mandatarios. Es el destino, como le decía, el que ha querido que yo
fuese testigo de los hechos, y procuraré ser lo más claro posible, sin ofender a
nadie. Voy a comenzar la historia por el principio, o al menos, voy a tratar,
señor juez, señores del jurado, de darles una idea de quién era Miguel Panizo,
Miguelito, como le decíamos en el barrio, el Burro Panizo. Y Miguel Panizo,
allá, en Saladillo, era famoso por una cosa, señor juez, por su virilidad, su
hombría. Y cuando digo su virilidad, su hombría, no me refiero con esto a que
era un guapo, un hombre de coraje, o un tipo valiente. Eso no lo sé. Nunca lo
demostró, o no tuvo oportunidad de demostrarlo. Tampoco era un tipo provocador
como para tener oportunidad de demostrarlo. Todo lo contrario, Miguelito era un
pan de Dios, un muchachote buenazo, señores. Por eso, cuando yo digo que Miguel
Panizo era famoso por su virilidad me refiero a otra cosa. Y ustedes saben bien
a qué me refiero. Me refiero, procuraré ser más explícito, me refiero. . .
porque veo entre los presentes rostros algo dubitativos. . . algunos ya veo que
me han compendido. . . sí, sí. . . eso mismo. . . eso mismo. . . Pero seré
claro, me refiero a que Miguel Panizo era famoso por el. . . digamos. . . por lo
que calzaba. . . ¿Cómo explicarlo? . . . El aparato que calzaba, el sexo,
digamos, el miembro viril, exactamente. Puedo asegurarle, señor juez, y perdone
si soy muy crudo en mis términos, que era inhumano lo que tenía ese muchacho
entre las piernas. Una cosa bárbara. Así, observe. Mi antebrazo, casi. Soy un
hombre grande, he visto muchas cosas, pero puedo asegurarles que nunca en mi
vida había visto algo así. ¡Una cosa tremenda! Por algo le decían "El Burro", a
Miguelito. El "Burro" Miguel, porque como ustedes saben. . . noto que han
comprendido por las miradas de todos ustedes. . . los burros son notorios por. .
. Está bien, sí señor juez, perdóneme. . . intento ser claro para ilustrar al
jurado, y a la vez, no aparecer demasiado grosero para las damas que lo
componen, también. . . Ellas sabrán perdonarme.
Sí, sí, continúo, señor juez. Puedo asegurarles, señores del jurado, que el
atributo de Miguel Panizo era para ser expuesto en circos, en ferias públicas,
de la misma forma que a veces se muestran terneros de dos cabezas, o jorobados,
u otras deformidades físicas. Pero él, Miguelito, siempre se había negado a eso
porque decía, y tenía razón, señores del jurado, que él no era un payaso, o un
animal, para ser exhibido en una kermesse, o en algún circo. Y yo les aseguro,
señores del jurado, que ese muchacho podía haberse ganado la vida muy fácilmente
trabajando en el Tihany, o en el Ringlin Brothers, por dar un ejemplo.
Pero no, Miguel siempre trabajó en el Almacén de don Isidro, a la vuelta del
club Calzada, como cualquier hijo de vecino. Pero eso sí, tiempo atrás solía
aceptar desafíos, apuestas, de gente que venía de otras partes. Eso sí. Un poco
porque no dejaba de ser una diversión para los muchachos del barrio, que lo
seguíamos como quien sigue a un equipo de fútbol. Nosotros éramos su hinchada. Y
otro poco porque así, de cuando en cuando, se ganaba los buenos pesos. Pero
hacía mucho que eso ya no pasaba en Saladillo. El último que recuerdo, hace como
ocho años, fue un. . . un bobalicón de Santa Fe. . . un grandote que jugaba al
básquet y vino a desafiarlo a Miguel. Me acuerdo que la competencia fue a
puertas cerradas, por supuesto, en la sala de los trofeos del club Unión y
Gloria, frente a un escribano público, y estábamos todos. Se había acondicionado
una mesa, quisiera explicarles el procedimiento a los señores del jurado, una
mesa a la que se le había pintado, muy prolijo, en la madera, un sistema
métrico, que llegaba al metro y medio, más o menos, y sobre esa mesa se hacía la
exhibición. . . bueno. . . de las piezas. Disculpen las damas si me extralimito,
porque veo. . . bueno. . . rostros un tanto ruborizados, pero entiendo que es mi
deber de testigo aportar, en lo posible. . .
Está bien, está bien, señor juez, perdóneme. Pido disculpas. Quizás mi intención
de colaborar hace que me extralimite. . . Sí, sí, continúo. Bueno, aquella vez
del santafecino fue un fiasco porque Miguel le ganó, casi, por veinte
centímetros. Sí, señores, advierto ciertas miradas suspicaces entre los
honorables presentes, pero puedo jurarles por lo que más quiero, por el cariño
de mi madre, que no les miento. Es que lo de Miguelito era pavoroso. Y estoy
hablando del aparato. . . ¿cómo podría explicarlo?. . . del aparato en posición
de descanso. No les hablo, no quiero contarles lo que era eso cuando entraba en
actividad, porque en esos. . .
Bien, perdón señor juez. Lo que ocurre es que la gente suele no creer cuando uno
les cuenta, piensan que uno está fantaseando, pero quiero recordarles que yo he
jurado decir solamente, la verdad y no voy a defraudar ni la confianza que ha
depositado en mí el jurado al llamarme a declarar, ni mucho menos la mirada de
mi padre, quien, tal vez, desde el Cielo. . .
Ya sé, señor juez, perdón. Mil perdones. Continúo. Esa vez con el santafecino,
fue la última vez que Miguel participó en un desafío de ese tipo. Estoy hablando
de casi ocho, si no nueve años atrás. Pero, por lo demás, Miguel Panizo, llevaba
una vida normal, tranquila, común. No era un hombre de farolear, digamos, de
engrupirse con sus condiciones fuera de lo común. ¡Y mire que cualquiera pudiera
haberlo hecho, en su misma situación! Más considerando, ustedes bien saben cómo
son los barrios, ese culto que existe por el machismo, por la cosa viril. ¡Cómo
se habla de eso en la barra del café, en el club, los chistes de los amigos, las
cargadas, las bromas! Pero no, Miguelito ya dije que era un pan de Dios, no le
daba mucha bolilla a esas cosas. Tampoco las desmentía porque no era tonto. No
las desmentía. El sabía que, en la medida en que esa fama se difundiera, él
sacaba sus buenas ventajas. ¿De qué modo? Permítame explicarlo, señor juez, dado
que aprecio miradas algo confundidas entre los presentes. Todos sabemos que las
mujeres son bastante curiosas, señor juez. . . No sé si me explico. . . No sé si
ha sido clara mi intención. No sé si han logrado captar lo que quiero decir con
esto. . . Un momento, un momento. . . quisiera aclarar, porque veo rostros un
tanto enojados entre las damas del jurado. . . Es solamente lo que he dicho. . .
En ese aspecto, en el aspecto de la relación, digamos, por así decirlo,
hombre-mujer, la relación íntima, o bien, sexual, la mujer se dice que es más
inquieta que el hombre. Más curiosa, la subyuga lo desconocido, o lo misterioso.
Se siente atraída por aquello que no conoce. Al menos leí algo así en alguna
revista especializada. ¡No quiero que se piense que yo, señor juez, soy el
inventor de esta teoría! Creo haberlo visto en el "Maribel". O al menos algunas
mujeres son así, si no todas. Por lo menos, y eso doy fe, lo juro por la salud
de mis hijos, en el barrio yo he visto varias mujeres, incluso digo más, muchas
de ellas "señoras", "señoras respetables", venir al club a la hora en que ellas
sabían que nos reuníamos los muchachos, para verlo al Miguel. Y le buscaban la
conversación, le "daban calce", como dicen los muchachos. Y el Miguelito
aprovechaba, porque era un grandote algo quedado en algunas cosas, pero de tonto
no tenía nada. Y al día siguiente se las veía a esas mujeres con el rostro
cambiado, con una sonrisa, así, como perdidas y uno entonces sabía que el Miguel
les había hecho saber lo que es la buena eh. . . ustedes ya me comprenden, la
buena. . . creo ser claro, la buena herramienta, disculpen si soy crudo en mis
palabras. Y voy llegando al núcleo de lo que tengo que contar, según todos
sabemos, y pido disculpas si me he excedido en detalles irrelevantes, vuelvo a
repetir que no soy orador y. . .
Bien, señor juez, tiene razón. Perdone usted. La cuestión es que una semana
atrás, el lunes pasado, sí, el lunes pasado, llega al barrio un enano. Un enano
de Resistencia, Chaco. Se imagina, señor juez, que la noticia corrió enseguida
porque un enano es muy notorio, siempre, por la misma razón de su baja estatura.
Pero este enano, señores del jurado, Sosa se llamaba, o se hacía llamar, desafía
al Miguelito. Así como lo oyen. Podría sonar como una petulancia, o una falta de
humildad de parte del enano, desafiar a un coloso como Miguel, pero ustedes bien
saben lo que se dice, lo que se comenta en torno a los enanos. . . No sé si soy
claro. . . No sé si ustedes entienden el sentido de lo que quiero transmitirles,
porque veo algunos rostros como. . . como que no comprenden. Se dice, no sé si
es cierto, que los enanos, a pesar de su escasa talla, de su tamaño reducido,
están, podríamos decir. . . están muy bien provistos.
Bien, señor juez, sí, sí, comprendo, continúo. No. . . Además veo que me han
comprendido perfectamente, veo por sus miradas que ellos también conocen la fama
de estos enanos, o al menos han oído de ella. Incluso a este Sosa, Marcial Sosa,
el enano que se presentó en el buffet del club el lunes pasado, le decían el
"Bracero". Por supuesto que es un apodo, que no configuraba un dechado de
imaginación porque es un apodo muy remanido, digamos, porque. . . claro. . . no
le decían el "Bracero" porque hubiese trabajado en la zafra. . . y perdonen la
ironía. No sé si me llegan a entender. No sé si comprenden, en especial las
damas, porque noto ciertas caritas como que no entienden. El brasero, por el
brasero brasero, el aparatito para calentar cosas, la pava, digamos. El brasero
que como todos sabemos tiene tres patas y suele llamarse así a ciertas personas,
lógicamente, hombres, cuando se comenta que, justamente. . .
Muy bien, muy bien, señor juez, es que intento ser lo más gráfico posible.
Perdone usted. Disculpe. Continúo y sepan disculparme las damas si soy un tanto
crudo en mis explicaciones. En el club de inmediato se creó una efervescencia
ante el desafío del recién llegado del Chaco e, incluso, comenzaron a tejerse
historias disparatadas. Usted sabe cómo son las barras de los clubes. Cómo se
habla ahí al divino botón. Porque este enano era del Chaco y el Miguelito Panizo
también es chaqueño. No de Resistencia pero sí del Chaco. De Roque Sáenz Peña,
creo. Se vino acá hace como quince años, pero es del Chaco. Y se empezó a decir
en la mesa del club que en Chaco todos los hombres son así, que era así por la
alimentación, o por el clima seco, qué sé yo. Hasta que Fermín, el Toto Fermín,
que es el macaneador mayor del club. . . Usted sabe, señor juez, que en todo
club, en todo barrio hay un macaneador, un loco, un tontito, bueno. . . Fermín,
que es el macaneador del club, inventó que el enano era en realidad hijo de
Miguel, un hijo natural, que por eso estaba también digamos. . . que por eso
cargaba también su buen, su buen aparato, que Miguel había huido del Chaco
justamente por eso, para no hacerse cargo del enano y todas esas cosas. ¡La que
se armó! De cualquier manera el desafío ya se había concertado, Miguel había
dicho que sí, y el enano había apostado cualquier guita a su. . . a su pingo. No
me pregunten cuánto porque mentiría si les digo, pero sí que era una cantidad
más que considerable, se hablaba de dólares, incluso. Bueno, el miércoles a la
noche, fue la cosa. Se cerró el club con la excusa de que había desinfección,
nos fuimos todos para el salón de los trofeos, éramos como treinta, y allí
estaba la mesa ésa que yo ya les expliqué, se había acondicionado como para este
tipo de. . . confrontaciones. Quiero aclarar que en este tipo de cosas no se
aceptan mujeres ni niños, que quede bien claro que es nada más que una
competencia con un público exclusivamente de hombres. No hay ninguna corrupción
ni porquería. Estaba también el escribano, pero no se permitían fotógrafos.
El enano llegó medio tarde, cuando ya pensábamos que se había borrado, temeroso
de pasar papelones. Pero llegó, agitado, con un envoltorio alargado de papel de
diario bajo el brazo, donde decía que traía una regla para constatar las
medidas. Ahí se armó medio una discusión porque hubo que decirle que él obraba
en condición de desafiante, y que acá las cosas se regían por las
reglamentaciones de la provincia de Santa Fe, y esas cosas. Yo no sé qué había
de cierto en todo eso, pero supongo que los muchachos medio lo apuraron para no
dejarse prepotear por un desconocido de afuera que venía a desconfiar de
nosotros, y para colmo, enano. De cualquier manera, después de la parada de
carro, hubo que hacer las cosas bien por derecha, no fuera a ser que el enano, o
el mismo escribano, pensaran que los queríamos llevar por delante y robarles el
dinero. El escribano sorteó quién debía. . . digamos, desenfundar primero. Y
salió elegido Miguelito, pobre. Miguel peló el termo y lo puso sobre la mesa.
Una cosa monumental, vea. El enano se puso pálido, yo lo estaba mirando de
reojo, blanco se puso. El escribano midió, no sé bien cuánto acusó Miguel si lo
supiese no me lo creerían, y le tocó el turno al enano. Yo vi que el enano
agarraba la regla envuelta en papel de diario y pensé: "Este no está convencido.
No lo puede creer". Y por ahí el enano saca del envoltorio alargado, no una
regla, saca un machete de este porte, de esos de abrir picadas en el monte y. .
.
Cuando revivo esa escena le juro, señor juez, que me recorre la comuna vertebral
un estremecimiento de arriba abajo. Fue un solo tajo, señor juez, un machetazo
seco sobre la mesa. . . Mire. . . El aparato de Miguelito era una víbora, un
brazo mutilado retorciéndose sobre la mesa. No quiero abundar en detalles porque
veo en los rostros transfigurados de todos ustedes. . . el mismo espanto que
sentí yo. . . Pobre Miguel. . . Después nos contaron que este enano, Sosa, había
resultado el marido de una mujer que un día probó con Miguel, allá en el Chaco.
No sé. Una historia así. Y que se la había jurado al Miguel. El enano era
obrajero. ¡Cómo son las cosas! ¿De qué vale, a veces, tener tanto, señor juez?
Me pregunto yo. . . ¿de qué vale tener tanto?
El espeleólogo uruguayo Filisberto Nelson Amatista realizó un descubrimiento
asombroso en una de sus, obviamente, profundas investigaciones por tierras
peruanas.
Amatista se dio, literalmente, de narices, contra un libro de tapas
ferruginosas, enmohecido hasta lo irreconocible, pero milagrosamente conservado,
cuando recorría una interminable caverna en la incaica provincia de Huamanga.
A la escasa luz de la linterna que llevaba adosada a su casco de seguridad, el
estudioso oriental pudo comprobar, con asombro, que dicho libro no era otra cosa
que un diario de conquista, llevado cientos de años atrás por la mano severa de
un adelantado español. No era tal material periodístico, por supuesto, lo que
ambicionaba encontrar Filisberto Nelson Amatista en aquella gruta. El
montevideano tenía un propósito muy distinto en principio, que consistía en
hallar de una buena vez un especial tipo de gallina que, según le habían
informado, pululaba en aquellos recovecos subterráneos ubicados nada menos que a
86 metros bajo la superficie de la tierra. El dato se lo había acercado un
caciquejo de la tribu Potó, tributaria de los milenarios "cancas", parientes
pobres de los incas. El caciquejo en cuestión fue encontrado casualmente por
Amatista en Berna, en un Simposio de Productores de Líquidos de Frenos para
Automotores, adonde el indígena había concurrido pensando que se trataba de una
mesa redonda sobre temas aborígenes. Lo cierto es que el inquieto uruguayo,
solo, según su costumbre, cargó su mochila y se lanzó en busca de aquella
colonia avícola que moraba en las profundidades de la tierra.
Las aventuras y desventuras que le acaecieran durante su azaroso periplo tras
las gallináceas subterráneas serían motivo, por sí solas, de constituir un
libro. (1) Pero el hallazgo de aquel documento invalorable es lo que ahora nos
ocupa y lo que pasamos a transcribir procurando disimular, de ser posible, las
omisiones, ausencias y obligadas confusiones propias de un escrito devastado por
el tiempo y un ámbito húmedo y soterrado. De cualquier forma, la narración del
capitán Diego de Mula Merced Uranga y Alvarado, condestable de La Pollina, es
una pequeña joya que encarna un ejemplo del drama encerrado entre la codicia y
el reuma.
13 de enero de 1528
Hemos atrapado a un nativo. Se acercó mucho a Francisco Urquijo de Samaniego,
quizás deslumbrado por el brillo de la armadura y Pancho lo atrapó. El nativo se
empeñaba en no hablar la lengua de Castilla. Son indios austeros en el lenguaje
y empecinados. Debimos recurrir a un lenguaraz ya que los gestos en nada
colaboraron. Es más, sospecho que muchos de los gestos que nos hacía el salvaje
con las manos no eran otra cosa que una serie de procacidades. Se tomaba mucho
los testículos, por ejemplo. Entre los aztecas eso significa: "Deben caminar dos
lunas hacia la derecha", pero entre estas criaturas no arriesgaría una
traducción. Finalmente pudimos hacerle entender que nuestro deseo era saber
dónde se hallaba el tesoro de los "cancas", del cual tanto nos han hablado. El
salvaje meneaba la cabeza, en señal de no comprender. No sé cómo pude conservar
la paciencia. Siempre he sido partidario del suplicio. El padre Aparicio me
convenció de que debemos persistir en la persuasión. Cercanas ya las sombras de
la noche abandonamos el intento.
14 de enero de 1528
Espero que la decisión haya sido la más acertada. Hoy por la mañana el nativo
prisionero insistía en decir que desconocía el sitio donde se halla oculto el
tesoro de los "cancas". No sólo eso: reclamaba a voces el desayuno. Yo perdí la
calma. El padre Aparicio pudo contenerme cuando ya estaba por pasar de lado a
lado al insolente con mi espada, pero debió suministrarme un par de hostias para
calmarme. Comprendo que mis nervios empeoran. Antes mi organismo no necesitaba
nada para mantener la templanza. Hoy por hoy sólo duermo si ingiero una hostia
antes de reposar. Es la única forma en que logro retener el cristianismo en el
cuerpo, me ha dicho el padre Aparicio.
Enrique Pinzón me sugirió otra cosa para convencer al cautivo: comprar su
voluntad con lo que nos quedaba de baratijas y chafalonías. Ante la vista de las
fantasías multicolores la expresión del salvaje cambió. Su rostro cetrino se
iluminó cuando arrojamos delante de él el contenido de dos alforjas de minucias.
Estuvo probándose collares, pulseras y dijes durante más de tres horas, abusando
de nuestra cristiana paciencia. Juro que debí contenerme para no degollarlo de
un solo tajo. Pero lo que más me ofuscó fue que, agotado ese tiempo, arrojó
todas las chafalonías a un lado haciendo gestos claros de que no le gustaban.
Luego él nos ofreció algunos de sus inmundos collares hechos con vértebras de
cochinillo y semillas de mandioca enhebradas en una tripa. Allí me tuvieron que
contener entre cuatro en tanto el padre Aparicio me hacía tomar una hostia de
las más fuertes. Cristóbal de Zarzaparrilla puso a mi consideración otra
alternativa entonces: ofrecerle los espejos. Así fue que pusimos ante los ojos
del salvaje varios trozos de espejo que sacamos del morral de Pinzón. Nunca he
visto a ser humano alguno, si se puede llamar seres humanos a estas criaturas
selváticas, poner expresión tal. Sólo recuerdo esa expresión en los ojos del
adelantado Florián Hernández de Argensola, la jornada aquella en que nos caímos
en la carabela por las cataratas del Diablo. El pobre Florián murió creyendo que
la tierra era cuadrada. Lo cierto es que el indio modificó su tesitura negativa
ante la visión de los espejos. Dijo que nos traería toda la información
necesaria para llegar hasta el tesoro, solamente si le dábamos el morral
completo conteniendo todos los espejos. Tuve que morderme para no destriparlo
con mi daga. Sucio analfabeto. Hemos comprado cosechas enteras con un solo
anillo de plomo. Obtuvimos cientos de onzas del mejor oro de Iquique, a cambio
de un orinal de latón. Pero este insensato pedía todos los espejos que eran como
quince trozos de buen porte. Decidimos discutirlo entre todos. Nos llevó más de
una hora ponernos de acuerdo, especialmente convencer a Cristóbal de
Zarzaparrilla, quien no puede peinarse sin que algo lo refleje. Finalmente,
decidimos aceptar el canje. Si logramos dar con ese tesoro podremos ya volver a
España e iniciar el armado de una nueva nave con más comodidades, con baños, por
ejemplo. Fue ahí que el nativo salió con un desplante: debíamos dejarlo ir con
los espejos y mañana él volvería con los datos. Tuvieron que tomarme de los
brazos para que no castrase al impío. El padre Aparicio pidió mi asentimiento
para dejarlo ir bajo su responsabilidad. Me dijo ser él un conocedor del
espíritu humano y que había visto en los ojos de ese anacoreta el brillo
inequívoco de la lealtad. Lo dejamos marchar.
15 de enero de 1528
No vino el indio.
16 de enero de 1528
Hoy tampoco.
17 de enero de 1528
Hoy hice crisis. Venía soportando bastante bien la ansiedad pero mis nervios me
traicionaron. Para colmo me picó un bicho y me puse morado negro. Eugenio de
Castellondo y Alcántara hubo de sajarme la pierna con su daga en torno a la
picadura del maldito insecto para que fluyese la sangre adulterada. El imbécil
del padre Aparicio, consciente de que su torpe actitud de liberar al indígena
había sido un error histórico, no se aproximó a mi camastro. No sé que hubiese
pasado de haber yo necesitado los últimos sacramentos. Recién se hizo presente a
la noche cuando ya la fiebre se había retirado de mi cuerpo maltrecho. Me hizo
tomar tres hostias y así, solamente, pude dormir. Al despertarme de unas horas
de sueño, comimos con Eugenio un poco de lagarto. La cola de lagarto sabe muy
bien. ¡Pensar que en mi lejana Castilla, veía pasar estos animalejos por entre
las almenas del castillo y ni tan siquiera sentía hambre! Este último lagarto no
me ha gustado. Quizás sea producto de la fiebre. La temperatura me sube cuando
pienso en el salvaje que desapareció con nuestros espejos. Por otra parte, no
puedo comer sin vino. Conservamos nuestros copones de oro, pero la única bebida
que podemos poner en ellos es agua o una melaza fermentada que consumen los
indios. Durante semanas la estuvimos bebiendo, hasta que nos enteramos de que
los "cancas" sólo la usan para preservar el pelaje de los puercos.
18 de enero de 1528
¡Apareció el indio! Por supuesto, sin la información y sin los espejos. El muy
ladino surgió desde la espesura acompañado de un lenguaraz que nos explicó que
el tesoro de los "cancas" había sido robado por un cacique joven quien huyó con
la fortuna a Europa. Según el intérprete, dicho cacique conoció a la hija de un
Adelantado y ésta lo convenció de hacerse de las riquezas y escapar a vivir en
una cabaña en los Alpes. Lógicamente todo esto me sonó a cuento. De un estoque
pasé de parte a parte al traductor. Luego hice atar al salvaje que se llevara
nuestros espejos y lo sometí a suplicio. En esta ocasión el padre Aparicio optó
por callar. ¡Bueno hubiese sido que hablase! Lo suyo fue un error mayúsculo.
Aunque vaya a saber luego qué escriben sobre él los historiadores. Así como
dijeron que Hernán Cortés había quemado sus naves para afirmar su determinación
de quedarse en estas tierras. Lo cierto es que se le había ocurrido festejar San
Pedro y San Pablo y se le prendió una vela. Incluso había grumetes vestidos de
cabezudos. Los historiadores arreglan todo a su gusto.
Lo importante es que pude demostrar palmariamente lo eficaz de mi sistema. Tan
sólo había pasado una hora de tormento cuando el salvaje hizo señas de que nos
indicaría el camino a seguir para llegar hasta el tesoro de los "cancas". Lo
pusimos de pie y, orinando sobre el piso, dibujó en el suelo terroso el camino a
la riqueza. El lugar queda a dos días de marcha si no nos detenemos a merendar y
luego hay que descender a una serie de pasadizos subterráneos. No han sido
tontos los "cancas" para ocultar sus valores. Yo ya había oído hablar sobre las
cavernas subterráneas de la región, un laberinto de túneles naturales, poblados
de demonios, monstruos y dioses del Mal, según los nativos. De un hachazo
terminé con el salvaje, ya obtenido el informe. No me agrada verlos sufrir.
22 de enero de 1528
Hemos hallado la boca de la cueva. Se inicia en ella un túnel descendente que
parece llevarnos a las mismas entrañas de la tierra. Mis articulaciones crujen
por la humedad. Encendemos antorchas. Iniciamos el descenso.
23 de enero de 1528
El maldito tesoro no aparece por ningún lado. No sé cuánto tiempo llevamos
recorriendo pasadizos, hostigados por los murciélagos a los que ya nos hemos
acostumbrados a ver como acompañantes de ruta. Pero nos distraen en nuestro
cometido ya que sus metálicos chistidos nos hacen pensar que alguien nos chista
a nosotros y permanentenemente volteamos nuestras cabezas mirando a todas
partes. No quiero pensar que hemos sido objeto de un nuevo engaño de parte de
ese salvaje. No debe resquebrajarse nuestro temple.
Enero de 1528
Dimos con el tesoro. Paso a explicar el porqué de mi falta de alegría. El tesoro
se hallaba en el centro de una amplia caverna donde incluso se apreciaba una
laguna subterránea. Se trataba de unas cincuenta canastas de paja trenzada por
los "cancas" y en ellas una enormidad de cuentas multicolores, pulseras de
fantasía y aretes de latón pintado, producto del trueque, sin duda, con otros
españoles. No dimos con nuestros espejos. Se ve que no tuvieron tiempo para
depositarlos allí. Desalentados abandonamos toda aquella chafalonía barata y
emprendemos el regreso.
Febrero de 1528
No hallamos la salida.
1528
Han muerto Esteban Cuquejo de Arancibia y Torres, Ezequiel Villaplana de
Montepío "Baturro", y Armando Arguello de Aragón y Mosquera. El padre Aparicio
propuso darles cristiana sepultura pero privó el lógico razonamiento de que es
una redundancia enterrar a alguien que ya se halla unos cuarenta metros bajo la
superficie. Temo que se termine la resina de nuestras teas. La oscuridad sería
el fin de todos nosotros.
1528
Hay una tenue esperanza. Hoy, al límite de nuestras fuerzas, llegamos a la
confluencia de dos pasadizos. Allí, debíamos decidir por cuál optar. Nuestra
debilidad no permitía que nos equivocásemos de rumbo. Envié dos expedicionarios
a que investigasen unos cien metros de cada túnel. ¡Y Federico "El Pollo" trajo
la buena nueva! Al fondo de uno de los pasadizos podía advertirse una débil luz.
Sin duda, la salida de este infierno. Optamos por descansar unas horas y, luego,
lanzarnos al tramo final.
Ya la última tea se apaga. Quiero dejar constancia de que caminamos a buen paso
en dirección a la luz que advirtiese Federico al fondo de una de las catacumbas.
A medida que avanzábamos la luz se agrandaba, lo que redobló nuestro ánimo. De
pronto, nos dimos de bruces contra una pared de roca que sellaba el fondo del
pasadizo. Prolijamente pegados a esa pared pudimos comprobar que se hallaban los
trozos de espejo que ese maldito salvaje tomara en canje de su información.
Habían logrado así, esos perversos, una superfiecie espejada. Y la luz que
advirtiésemos, confundiendo con la luz del día al final del pasadizo, no era
otra cosa que el reflejo de nuestras propias antorchas. Le he pedido una hostia
al padre Aparicio, pero ya no le quedan.
De reojo, y ya a punto de taquear, Dardo Dardánelo observó la entrada del
Sardina, por la puerta del bar, pool y cafetería "Prólogo's".
En verdad, sólo entrevió la silueta del muchacho recortada contra la luz de la
calle, pero eso le bastó para reconocer la figura más bien pequeña, delgada y el
pelo con rulos.
Dardo Dardánelo midió el golpe sobre la bola rayada, calculó el impacto contra
la banda, el posterior desplazamiento hacia la tronera y taqueó. La bola rayada
recibió el empujón de la blanca, rebotó contra la banda y se perdió más lejos de
lo previsto. La blanca, en cambio, derivó caprichosamente tras el impacto, rozó
una lisa y cayó por la tronera.
Dardánelo quitó el cigarrillo de su boca y chasqueó los labios.
¿De qué sirve el cientificismo, amigo Rosales? preguntó. A lo que Rosales no
contestó nada, preocupado por su próximo juego.
El Sardina se había acercado a Dardánelo y miraba el paño verde, con una sonrisa
de compromiso, apoyado en la mesa contigua.
¿Cómo le va don Dardo? dijo.
¿Qué dice, Sardina? contestó, sin mirarlo, Dardánelo, poniéndole tiza a su taco.
¿Cómo le va a usted?
Sardina se quedó en silencio, siempre con la sonrisa algo forzada. No se
acostumbraba a ese trato de "usted" que le dispensaba Dardánelo, a pesar de la
diferencia de edad. Tal vez hubiese preferido una fórmula más familiar, más
campechana, pero era conocido ese acento formal, cordial pero austero que
campeaba en las costumbres del viejo maestro.
Incluso en la vestimenta de Dardánelo, aun en verano y con un pretendido tinte
de sport, se advertían los vestigios de una elegancia no del todo perdida. La
camisa blanca abierta en el botón de arriba que dejaba ver el cuello de la
camiseta, el saco marrón oscuro, brilloso por el uso, el pantalón también marrón
pero ostensiblemente de otro marrón y otro traje, los zapatos negros de cuero
trenzado sobre el empeine. Y además, el gesto delicado para sostener el
cigarrillo, permanente entre los dedos finos manchados de nicotina. El toque
deportivo podía detectarse, tal vez, en la sombra de barba que oscurecía las
mejillas y amenazaba con unirse al bigotito fino y renegrido bajo la nariz
afilada, casi larga.
Aquí me ve decidió proseguir la conversación Dardánelo, consciente de que la
timidez del muchacho podía abrir un insondable pozo de silencio tras los saludos
de rigor procurando acercarme a los secretos de esta nueva disciplina lúdica,
Sardina.
Rosales le había hecho una seña con la cabeza, anunciándole su turno y Dardánelo
comenzó a girar en torno de la mesa calculando su próximo golpe.
Yo. . . continuó diciendo en tanto sus ojitos pequeños y negros reconocían la
ubicación anárquica de las bolas . . . debo reconocerle que prefiero el billar.
Es un juego más. . . digno. Algo más acorde con un caballero. Pero tampoco uno
puede dejarse avasallar por la mocosada. ¿No es así, Rosales? Rosales aprobó con
la cabeza. Si bien nunca era demasiado locuaz, a esa hora de la siesta, lo era
menos que nunca.
Si uno se deja ir acorralando en sus pequeños hábitos. . . prosiguió Dardánelo,
que ya había decidido su próximo golpe . . . llega un momento en que se
encuentra encerrado en el pasado. Si uno no acepta la televisión, la licuadora,
los satélites artificiales y todo eso, termina atrincherado en la radio galena,
el Glostora Tango Club, esas cosas y ya no puede salir a la calle. Se inclinó
para taquear y la atención en la maniobra le hizo bajar el tono de voz. Y yo
empiezo por el pool. Para que no se diga. . . esta vez la rayada boqueó en torno
a la tronera y volvió al ruedo.
Eso sí. . . enarcó las cejas Dardánelo, irguiéndose . . . me va para el culo.
Pero no es cosa tampoco de aceptar, sin ofrecer resistencia, la prepotencia de
la muchachada. Juega usted Rosales.
Me imagino que el rock nacional también le tira aventuró con una sonrisa el
Sardina.
No, no, no descartó, fingidamente enojado, Dardánelo. Hay límites. Hay límites
para un criollo.
Sardina se rió. Se hizo un silencio y por unos minutos sólo se escuchó el
golpear de las bolas sobre el paño verde.
Dardánelo, sin mirarlo, adivinó la intención del Sardina.
¿Qué lo trae por acá, Sardina? le facilitó las cosas. Sardina se puso serio,
como sorprendido en falta. Porque esta no es la hora a la que viene su barra.
No, no dijo el Sardina rascándose la frente. Quiero hablar un momentito con
usted. Pero no sé. . . se apresuró a aclarar . . . en otro momento, cuando no
esté ocupado.
Dardánelo aprobó con la cabeza.
Cómo no. Cómo no. dijo, estudiando su próximo tacazo. Pero déjeme antes que meta
aquella bola en su agujero. . . es un momentito nomás.
No, don Dardo pareció ofenderse el Sardina. Terminen el partido. Dardánelo
taqueó, hizo un gesto de contrariedad y depositó el taco sobre una mesa vecina.
Juegue usted por mí, Rosales ordenó. Rosales aceptó con un gesto, sin dejar de
mirar las bolas, en tanto sacaba del bolsillo de su saco pijama un dado de tiza.
Dardánelo caminó lentamente hacia una de las mesas cercanas a la entrada, en un
sector alejado de la luz que bañaba la mesa de pool donde había estado jugando.
Se sentaron los dos. Dardánelo con la espalda apoyada contra la pared de madera
aglomerada que separaba el salón del kiosco que daba a la calle. Sardina con los
brazos apoyados en el nerolite de la mesa, algo envarado. Dardánelo primero se
alisó, como distraído, el negro cabello bien pegado al cráneo por la
brillantina. Luego buscó en el bolsillo interno del saco un nuevo cigarrillo.
Lo bueno de jugar con Rosales dijo es que uno se distrae.
Sardina se sonrió.
Un hombre de una conversación brillante prosiguió Dardánelo, serio. Hubiese sido
un orador de fuste si no lo ganaba su vocación de justicia. Encendió un
cigarrillo. Se guarda las tizas en los bolsillos ¿vio? siguió mirando Dardánelo
hacia la mesa de pool. Se las debe llevar a la casa. Vaya a saber qué hace con
eso. ¿Hará caldo? Por ahí piensa que es caldo en cubo.
No había ni una sonrisa en el soliloquio de Dardánelo, pero se lo adivinaba de
buen humor. Sardina comprendió que con él hacía un distingo, permitiéndole
compartir sus chistes.
Don Dardo. . . se animó, de pronto, el Sardina quería contarle algo.
Usted dirá.
Sardina realizó unos golpeteos sobre la mesa con sus manos, buscando el
comienzo.
Bueno. . . se decidió anteayer me hice un grabador.
Ahá.
Un lindo grabador. Extranjero. Se ve que es bueno. Yo no sé mucho de esas cosas
pero se ve que es bueno.
Ahá. . .
Fue una cosa. . . este. . . fácil se animó Sardina . . . un auto importado que
se habían dejado la puerta abierta. Bah, abierta, sin seguro.
Dardánelo seguía mirando la mesa de pool, donde Rosales continuaba su solitario,
asintiendo con la cabeza.
Estaba estacionado en una calle con árboles, y no había nadie explicó Sardina,
era como esta hora. Yo manotié el grabador, había unas bolsas, de esas bolsas de
plástico con zapatos de mujer, y me llevé hasta una carpeta que había ahí
adentro, en el asiento de atrás. Y estaba todo ahí, a la vista, ni siquiera
habían puesto las cosas en el piso. Porque vio que hay gente que, por ahí, pone
las cosas debajo de los asientos para que no queden a la vista. Especialmente el
grabador. . .
Ahá. . .
. . . Porque esos grabadores son caros. Uno de ésos.
¿Y lo vieron? cortó Dardánelo.
No, no, no, fue una cosa fácil. Rápida Sardina detectó la impaciencia en
Dardánelo. No. No es eso lo que quiero contarle. Bah. . . o no es eso lo más
importante. Se imagina que no lo iba a molestar a usted para contarle que me
afané un grabador de un auto estacionado.
Dardánelo se encogió de hombros, como descartándolo.
Pero. . . escuche lo que pasó Sardina se acomodó en el asiento, entusiasmado. Es
increíble. Esa noche, anteanoche, llego a casa, llego a casa con el paquete con
las cosas, el grabador y esas cosas, las escondo todas en mi pieza, mis viejos
ni aportan por ahí, es un altillo. Bajo, y me pongo a ver televisión. Un
noticioso. Y por ahí veo que le hacían una entrevista a Zulema Carina, la
artista. ¿La conoce?
Por supuesto Dardánelo lo había mirado, de pronto, más interesado.
Que ha trabajado en varias películas. . . informó Sardina ha hecho cosas en
teatro. Que es muy linda.
Una hermosa mujer acordó Dardánelo. Y no sólo una hermosa mujer, sino que es una
mujer muy inteligente. Yo he leído reportajes que le han hecho y me ha parecido
una persona muy lúcida. Muy ubicada. No es sólo un rostro bonito. Nada de eso.
Sardina pareció exultante ante el reconocimiento del viejo maestro.
¡Claro! ¡Claro! exclamó. Es bárbara. Es una barbaridad. A mí me gusta. . . una
locura.
Y además, pibe. . . Dardánelo lo miró profundamente a los ojos al Sardina está
rebuena. Es un camión. Usted la ve, esa mujer de carnes firmes, duras. De rasgos
bien marcados. Muy meridional. Tipo itálico. Muy bien. Muy bien.
Sí, es así. Es así le había causado gracia al Sardina la inclusión de algunos
adjetivos francamente nuevos en el vocabulario por lo general, clásico, de
Dardánelo. Y bueno, con lo que a mí me gusta esa mina, me quedé mirando a ver
qué decía, en el noticiero. Y entonces la Carina dice que estaba muy apenada,
"desolada" dijo, ésa era la palabra que yo no me acordaba, "desolada" porque le
habían robado del auto un grabador, unos pares de zapatos que había traído para
su próxima obra, los había traído de Nueva York, de por ahí. . . y que también
le habían robado un guión. . . Un guión ¿vio? Un argumento de una película, que
lo estaba estudiando, no sé. . .
Dardánelo se había echado un poco hacia atrás en su silla, como tomando
distancia para mirar mejor a Sardina, su mano derecha apoyada en el borde de la
mesa, las cejas enarcadas, la boca una "U" invertida, la otra mano sosteniendo
en lo alto el cigarrillo. Por un momento no dijo nada. Luego volvió a su postura
reposada, volvió a mirar hacia la iluminada mesa de pool.
Mire usted. . . musitó.
¡Pero mirá qué casualidad! se tomó la cabeza el Sardina. Mire lo que son las
casualidades.
El Destino sentenció Dardánelo.
Porque mire. . . no sé. . . Sardina bamboleó la cabeza, como dudando . . . a
usted le parecerá tonto . . . Pero yo soy fanático-fanático de esa mina. Soy un
admirador. En mi pieza, ahí, en el altillo, tengo un montón de fotos de ella.
Que las fui recortando de las revistas. Me acuerdo de que una vez me fui a la
puerta de un teatro donde trabajaba ella, en una obra de teatro, para pedirle un
autógrafo a la salida. Y. . . qué se yo, me dio no se qué. . . la verdad que me
cagué. Al final ella salió, pero medio a los apurones, rodeada de gente, y me
dio vergüenza acercarme. Está bien que yo era más chico. Tendría 16, 17 años. .
. Pero me dio vergüenza. Y no le pedí nada. Y eso que me había cagado mojando
porque. . . ¡llovía!. . . Era un diluvio eso.
Dardánelo se había quedado pensando, abstraído en el humo del cigarrillo.
¿Qué edad tiene usted ahora, Sardina? se interesó.
20. Cumplí 20.
Y bueno. . . pareció decir, a título de resumen, Dardánelo . . . ya tiene su
anécdota, Sardina. No muchos podemos decir que le hemos robado un par de zapatos
a Zulema Carina.
No. . . se rió, incómodo, Sardina.
Es más, dentro de algunos años podrá contar que ella se los regaló.
No insistió Sardina. Pero lo que yo le quería consultar es otra cosa.
Dardánelo lo miró, de reojo.
Le quiero devolver las cosas a Zulema soltó el Sardina.
Dardánelo no le quitaba la vista de encima, ahora.
Le quiere devolver las cosas. . . repitió lo dicho por Sardina, pensando en el
significado de la frase.
Se las quiero devolver.
Dardánelo tornó a mirar hacia adelante, entrecerrando los ojos por el humo del
cigarrillo, que hacía girar entre sus dedos, como acomodando el tabaco.
Sí, porque. . . empezó morosamente Sardina.
¿Ya lo decidió, o lo está pensando? preguntó Dardánelo.
Bueno. . . No. . . vaciló el muchacho . . . lo tengo casi decidido. Bah. . .
Sabía que su determinación implicaba un menosprecio al hecho de buscar consejo
en el viejo maestro. Dardánelo se había quedado en silencio.
¿Sabe lo que pasa? retomó Sardina. Yo hablé con Zulema.
Dardánelo volvió a mirarlo, deteniendo el movimiento del cigarrillo hacia su
boca.
Ayer, le hablé por teléfono siguió, como avergonzado, Sardina. Dardánelo hizo un
visaje de asombro.
La puta dijo.
Sí. ¿Vio? apuró la explicación Sardina ya le dije que yo soy, fui siempre muy
fana de esta. . . mina. Y una vez, en un Radiolandia, o en un TV Guía, no sé
dónde, había salido el teléfono de ella. ¿Vio en esas cartas que escriben los
lectores? Se ve que un tipo pedía el teléfono de ella para pedirle no sé qué
cosa, un autógrafo, o guita, qué sé yo. Y ahí en la revista ponían el número de
teléfono de ella. Y yo me acuerdo que agarré y lo recorté. Lo recorté y lo
guardé. ¿Vio? Qué sé yo. Yo pensaba que algún día me iba a atrever y la iba a
llamar, para hablarle, qué sé yo. Por supuesto que después nunca me dio el cuero
para llamarla. De pensar que me podía atender ella, me cagaba todo. Pero ayer me
acordé que tenía el número y lo busqué. Llamé y me dio con una oficina, qué sé
yo, la oficina de un representante, no sé qué era eso. Yo después pensaba, ¡qué
boludo!, más bien que no van a dar el número de la casa de ella porque
hincharían todo el día las bolas llamándola.
Dardánelo había permanecido mirándolo, fijamente, el cigarrillo suspendido casi
a la altura de su mentón.
Entonces. . . continuó Sardina . . . me atendió un tipo, le dije, no sé, que era
de una revista nueva y que le quería hacer una nota a Zulema Sardina ya decía
"Zulema" con una familiaridad llamativa . . . que era una cosa urgente, qué sé
yo, la cosa que el tipo me dio el teléfono de ella. El teléfono de la casa. Y la
llamé.
Dardánelo nuevamente enarcó las cejas, asombrado.
La llamé y le conté todo. Lo del auto, que yo le había afanado, que. . . en fin
que no sabía que era de ella. . . que le quería devolver las cosas. . .
El relato del Sardina fue apagándose. El muchacho mantenía los ojos bajos, en
tanto golpeteaba con las puntas de los dedos de su mano derecha sobre el
nerolite. Dardánelo lo contemplaba, serio. Estuvieron unos segundos así.
Me atendió ella. . . siguió el Sardina, sin levantar la cabeza . . . medio me
asusté porque yo pensaba que iba a atenderme alguna secretaria o qué sé yo.
Porque uno nunca piensa que esas. . . este. . . estrellas, uno las va a llamar y
ellas van a atender el teléfono. ¿Vio? Pero me atendió ella.
Sardina volvió a golpetear con los dedos sobre el nerolite. Luego persiguió un
residuo de ceniza, tal vez desprendido del cigarrillo de Dardánelo, procurando
que se le pegase en la yema del índice. Después se atrevió a mirar al viejo
maestro a los ojos.
¿Y qué quiere que le diga, Sardina? dijo éste, tras un instante. Usted me trae
ya el hecho consumado.
Sardina resopló, se echó hacia atrás hasta encontrar el respaldo de la silla y
se encogió de hombros.
No. . . pero. . . amagó defenderse.
¿Usted no necesita ese grabador? Dardánelo optó por no persistir en un tono
demasiado severo.
¿El grabador?. . . pensó Sardina, mirando al techo. No. No. Pensaba dárselo a mi
hermanita, por si lo necesita para estudiar. Pero ya tiene uno, uno que me afané
de un negocio hace bastante.
Lo podría vender.
Sí. . . pero. . . No se encogió de hombros Sardina, nuevamente.
¿Su madre no necesita la plata?
No. . . pareció vacilar el Sardina. Bah. . . plata siempre se necesita. Pero por
ahora andamos bien. Yo laburé bastante bien estos últimos tiempos.
Mire que su madre ha hecho mucho por usted recordó Dardánelo. Sardina aprobó con
la cabeza. Otra vez hicieron silencio.
¿Y cómo le va a devolver las cosas, Sardina? preguntó el viejo maestro. ¿Se las
va a mandar por correo, las va a dejar en alguna parte. . .? ¿Cómo piensa hacer?
Sardina se animó visiblemente. Retomó su posición erguida en la silla.
No. Se las voy a llevar a la casa.
Dardánelo lo contempló largamente, el ceño fruncido. Paseaba la punta de la
lengua bajo los labios cerrados.
Se las va a llevar a la casa repitió.
Sí. Quedamos así.
Ah. . . Quedaron así Dardánelo osciló su cabeza, recorriendo con su mirada el
salón. Sardina. . . advirtió va a meter usted la cabeza en la boca del león. ¿Se
da cuenta?
Bueno. . . no. . . defendió su posición, Sardina.
En este trabajo . . . reclamó silencio Dardánelo apenas con un gesto de su mano
derecha . . . y creo que lo hemos hablado alguna vez, Sardina, hay un elemento
vital, primario e impostergable. . .
La...
La seguridad.
La seguridad Sardina casi terminó la frase a coro con el maestro.
Eso es prioritario, Sardina. Uno no puede andar jugando con estas cosas porque
no es como en otros trabajos, donde uno si se equivoca pierde guita, o le meten
unos días de suspensión en el laburo, o le descuentan algo del sueldo. No. En
este trabajo, Sardina, si uno se equivoca, va en cana. Va en cana cuando tiene
suerte. Con un poco nomás de mala suerte si uno se equivoca es boleta, Sardina.
Usted lo sabe.
Sardina aceptó, con la cabeza.
Esta historia con esta mujer, con esta joven. . . por primera vez, Dardánelo
había girado el torso dando el frente al Sardina, asumiendo por fin su condición
pedagógica . . . es francamente romántica. . . Créame que es muy linda. Pero
usted va a ir como un chorlito a meterse en la propia casa de la persona a la
que usted le ha chorreado una serie de cosas, de su propio auto. Y va a ir a esa
casa no solamente como el asesino que vuelve al lugar del crimen, sino que
además va a ir como el asesino que antes de volver al lugar del crimen habla por
teléfono y avisa que va a ir.
Dardánelo mantuvo su mirada sobre Sardina, quien, la frente gacha, se rascaba la
oreja, dudando.
Usted es hijo único de madre viuda, Sardina recordó Dardánelo. Tiene un
compromiso frente a su familia. Es único sostén de su madre. Debe pensar en todo
eso, incluso antes que en la posibilidad de conocer a la mujer de sus sueños,
estar en su casa, y hasta por ahí, encamarse.
Esto último hizo sonreír a Sardina, como desestimando la alternativa.
No se ría, Sardina. La gente que anda en lo nuestro ejerce una atracción muy
especial en las mujeres. Se lo digo yo.
Sardina hizo un gesto escéptico.
Recuerde, además. . . prosiguió Dardánelo . . . que la mayoría de los grandes
malandras internacionales, ladrones de guante blanco, señores lo que se dice
señores en esta actividad tan discutida, Sardina, han terminado cagados por
alguna mujer. Siempre alguna mina les ha hecho pisar el palito. La joda es la
joda, Sardina. Y el laburo es el laburo.
Sardina aguantó a pie firme el chubasco. Sabía que, en parte, era el precio que
debía pagar por no haber consultado antes al maestro. Ahora, éste se desquitaba.
Es que ella me prometió total seguridad dijo, cuando estuvo seguro que Dardánelo
había finalizado su parrafada.
¿Ella se lo prometió?. Repítame qué le dijo.
Sardina mostró regocijo al recordar nuevamente el diálogo telefónico.
Yo le dije que estaba arrepentido. . . empezó . . . y que le iba a devolver
todas las cosas. Que estaban intactas. Que si hubiese sabido que eran de ella no
las hubiese tocado. Entonces ella me dijo que me creía, que iba a tener mucho
gusto en recibirme en su casa, eso me dijo, que iba a tener mucho gusto en
recibirme en su casa, que le llevara las cosas, y que me iba a invitar a tomar
el té.
Otra vez la boca de Dardánelo se convirtió en una "U" invertida.
Cágate de risa musitó, como para así, tomar el té.
Le cuento más se entusiasmó Sardina. Me dijo que me iba a preparar una torta y
me preguntó qué tipo de torta me gustaba a mí. Yo, por decir algo, porque tenía
unos nervios bárbaros, le dije que. . . no sé qué es. . . esas tortas que tienen
azúcar quemada arriba, que a veces hace mi vieja. Y ella me dijo que ésa no la
sabía hacer y que me iba a hacer una de chocolate.
¿De chocolate? se interesó Dardánelo. ¿Porqué no la llama y le pregunta si no
puede ir con un amigo?
Sardina se rió. El clima se había aflojado. Dardánelo advirtió eso y retomó su
tono académico.
Dígame, Sardina. . . dijo. ¿Se puede saber a qué carajo vino a verme?
Este. . . se replegó el muchacho.
Todas las cagadas que tenía que hacer, ya las hizo. Ya afanó de un auto
equivocado, ya llamó a la persona a la que usted le afanó, ya quedó con esa
persona en que iba a ir a su casa. . . ¿Qué me quiere consultar, entonces?
Sardina aspiró hondo, sin dejar de mirar la cubierta de la mesa.
Es que no sé si ir. . . exclamó . . . tengo un poco de cagazo.
Dardánelo lo miró, comprensivo. Hizo girar el cigarrillo entre los dedos, como
procurando afinarlo.
Mire Sardina. . . dijo después . . . yo no puedo tomar la responsabilidad de
decirle que vaya o que deje de ir. Pero, para serle sincero, como profesional el
asunto no me gusta. Como profesional le diría que no. Ahora bien, como hombre,
como ser humano, le confieso que la historia me parece hermosa. Sinceramente, es
una oportunidad que se da una vez en la vida, y nada más. Esa es la verdad. Y yo
siempre sostengo que lo nuestro no puede tomarse nada más que como un laburo
frío y matemático. Esto requiere también sensibilidad y hasta sentido del humor.
Como alguien con experiencia que le puede dar un consejo yo le diría: "no vaya".
Ahora, yo, en su lugar, iría. Pienso que la mujer es confiable, parece una mujer
seria, no una tarambana cualquiera. . . es una oportunidad de que usted se
relacione con otros niveles, otros ámbitos, más intelectuales, eso siempre
ayuda, enseña. . . No sé. Es un riesgo. Está en usted asumirlo, o no.
Sardina aprobó con la cabeza, enérgicamente.
Eso sí, epilogó Dardánelo, no vaya armado.
Sardina hizo un gesto como descartando de raíz esa posibilidad. Dardánelo se
puso de pie, dando por terminada la charla, levantándose el pantalón que, ya
habitualmente, usaba con el cinto muy cercano al esternón.
Después me cuenta agregó, caminando hacia la mesa de pool, donde Rosales
continuaba el juego. ¿Cómo va eso, Rosales? preguntó, en voz alta, Dardánelo.
¿Me ganó?
Al día siguiente, a eso de las siete de la tarde, Dardo Dardánelo llegó al café
de Quico, recién bañado y afeitado. Había tenido una larga noche de naipes, y
por lo tanto, había salteado su siestero aprendizaje de pool en "Prólogo's".
Se sentó en una de las mesas junto a la ventana y pidió un fernet. A esa hora
del atardecer, el café de Quico era el lugar indicado, ya que el pool pasaba a
manos de los jóvenes, exclusivamente. Por eso Dardánelo se sorprendió cuando el
"Panadero", uno de los muchachos de la barra juvenil, entró a lo de Quico con un
diario bajo el brazo y se acercó a su mesa.
¿Puedo, don Dardo? preguntó el "Panadero", señalando la silla vacía.
Sentate aceptó Dardánelo, frunciendo el entrecejo. El Panadero se sentó casi
enroscado en el asiento. El pecho inclinado sobre la mesa, las piernas apuntando
hacia el mostrador.
¿Vio lo del Sardina? preguntó el Panadero, en voz baja. Dardánelo acentuó su
gesto de preocupación.
No. ¿Qué pasó? dijo. El Panadero meneó la cabeza.
Se la dieron.
¿Cómo. . .? atinó a preguntar Dardánelo. ¿No me digas? Pero. . . ¿Lo agarraron.
. .?
No. . . el Panadero volvió a negar con la cabeza. Hizo un ademán corto,
deslizando la palma de su mano derecha paralela a la mesa. Un balazo.
Dardánelo se quedó callado, visiblemente perturbado. Miraba algo más atrás, más
allá del Panadero.
La puta madre silabeó, al fin.
Acá está dijo el Panadero, alcanzando al viejo maestro el diario de la tarde.
Dardánelo lo tomó y lo desplegó sobre la mesa.
"En confuso suceso. . ." comenzó a leer en voz alta. Luego prosiguió la lectura
en voz inaudible, marcando los renglones con sus dedos índice y mayor de la mano
derecha, adonde sostenía el cigarrillo . . . "Adalberto Giarditti, de 20 años. .
."
Ese es el Sardina acotó el Panadero.
Dardánelo prosiguió la lectura, en un murmullo.
"Notoriamente conmocionada, la estrella. . . elevó la voz Dardánelo . . . no
quiso extenderse en declaraciones al respecto. Yo le había prometido que iba a
estar sola en mi departamento informó solamente. Pero comenté el caso con una
amiga y ésta me dijo que eso era una locura. Que al menos contratase un custodia
para que permaneciese oculto en una habitación contigua, por si el ladrón
intentaba algo. Así lo hice y ése fue mi error."
Dardánelo continuó leyendo la noticia de policía. Luego elevó su mirada hacia el
Panadero, quien prestaba atención, las manos cruzadas junto al pecho.
Parece que contrató un detective privado, o algo así le dijo. No quiso llamar a
la Policía.
Un pata de plomo silabeó el Panadero, con desprecio. Después dice.
Ah sí. Acá está señaló Dardánelo. "Gabriel Rosalba, hombre avezado en tareas de
vigilancia en fincas privadas".
La concha de la lora reflexionó el Panadero.
"Requerido por la prensa, Rosalba expresó:" retomó el relato del diario
Dardánelo . . . "La Carina me había pedido que yo sólo interviniese si el
delincuente intentaba hacerle algo a ella. Pero yo soy de la idea que esa clase
de gente debe estar entre rejas. Se hizo un silencio prolongado y pensé que algo
raro ocurría. Entré al living, donde estaban la Carina y el delincuente y le
ordené a éste que se entregara. Pero se asustó, trató de huir y tuve que
dispararle. Son gente peligrosa y dispuesta a cualquier cosa. Este, además, era
un fanático de la Carina, por lo que no hubiera sido de extrañar que intentara
cualquier aberración con ella. Es increíble lo que el fanatismo puede llevar a
hacer a ciertas personas."
Dardánelo repasó someramente el artículo y recién volvió a ponerse el cigarrillo
entre los labios. Luego, empujó el diario, aún abierto, hacia el Panadero. Este
lo tomó y, lentamente, lo dobló, para meterlo después bajo su brazo izquierdo.
Se quedaron un momento en silencio.
Es increíble lo que el fanatismo puede llevar a hacer a ciertas personas repitió
Dardánelo, mirando hacia afuera. Levantó el vaso de fernet y lo dejó unos
segundos junto a su boca, sin beberlo.
El que conocía todos los piringundines era mi amigo, el Narigón Costoya. Hombre
de la noche a pesar de su juventud, era para mí una imagen digna de admiración y
envidia, cuando se entreveraba con gente avezada en el trajín algo turbio de
boliches y reductos tangueros. Por eso, aquella vez en que me dijo: "Esta noche
nos vamos al Tabarí", no puse ningún tipo de objeción, dado que mi confianza en
el Narigón era completa.
Purretes todavía, a pesar del estímulo varonil que nos prestaban el cigarrillo
con boquilla y la botita charolada, el ambiente noctámbulo nos atraía como la
miel a las moscas.
Canta un coso que no te podes perder me confió Costoya. No teníamos mucho níquel
en el bolsillo, eran otros tiempos, pero sí podíamos ufanarnos de un
atrevimiento a toda prueba. En especial de parte del Narigón, poseedor de un
ángel y una soltura verdaderamente notables.
Años más tarde hablaría de él aquel inmortal bardo que fuera don Nicolás Casona.
La verdad fue que llegamos al Tabarí, ahí por Suipacha al 400, pasamos bajo la
mirada entre severa y cómplice de "Lopecito", el portero, y nos mandamos para
adentro. "Lopecito" no se dejaba engañar por nuestros bigotes ni por nuestros
sombreros, él sabía que éramos menores, pero muy a menudo el Narigón le pasaba
algún dato para Palermo y así se había ganado la amistad de aquel hombre. Tiempo
después me enteré de que Lopecito había muerto de una gripe mal curada,
pobrecito, en un sórdido hospital de Montevideo, la capital uruguaya.
Esa noche de sábado, el "Tabarí" estaba de bote en bote y corría la bebida entre
la algarabía del gentío. Gracias a la gentileza de uno de los mozos (el Narigón
le tiró unas rupias) conseguimos una mesa cerca del escenario. Ya se había
dejado de bailar y recuerdo que muy pronto tuvimos la compañía de dos niñas que
trabajaban en el local. Eso colmaba todas mis aspiraciones de sentirme hombre
mundano, a pesar de saber perfectamente que aquellas muchachas estaban
trabajando y sólo pretendían un mayor consumo de nuestra parte. Yo, bastante más
tímido que mi amigo, no vacilé, no obstante, en pedir un par de botellas de
champagne, ante la admiración de nuestras ocasionales acompañantes. No habría
pasado más de una hora cuando subió al escenario, hasta ese momento desierto,
una pequeña orquesta y a renglón seguido un hombre aún joven, delgado y pálido
como una porcelana. Hubo aplausos y vivas al artista pero pronto se hizo un
respetuoso silencio cuando el bandoneón rompió con sus primeras quejas. ¡Qué
notable el mutismo de aquel público de habitual mordaz y bullanguero! ¡Qué
dominio sobre la audiencia poseía aquel cantor de fino bigotito y voz cristalina
que a cada momento amenazaba quebrarse!
El artista finalizó sus canciones y no pudo abandonar el proscenio, ante los
hurras y reclamos de la gente que pedía, a grito pelado, alargar su actuación.
Fue cuando yo, intrigado por ese magnetismo increíble que irradiaba de esa
garganta privilegiada, le toco el codo al Narigón y le pregunto: Che, ¿Quién es?
¿Cómo? ¿No lo conoce? se adelanta, entonces, una de las pibas.
Es Agustín Magaldi dice la otra. Yo, recuerdo, hice un gesto de asentimiento
sorprendido pero, en verdad, no conocía mucho sobre ese tal Magaldi. Había oído
de sus condiciones, sí, pero sólo un par de veces, como de paso.
El gran Agustín Magaldi sentenció el Narigón, que había vuelto a sentarse, tras
la euforia del agasajo. En el escenario, Magaldi estaba anunciando ante la ávida
expectativa de la multitud, su última entrega. En eso, una voz estentórea
interrumpe su soliloquio:
¡Tenga mano, compañero! Giramos todos nuestras miradas hacia la puerta y vemos
la silueta amenazadora de un hombre recortada frente a los vidrios de la
entrada. Se hizo un silencio de muerte cuando el recién llegado comenzó a
avanzar hacia el escenario a paso firme. Llevaba una daga impresionante en la
mano. De más está decir que la gente se abrió, presurosa, en el camino de aquel
malevo. Cuando trepó al tablado pude verlo mejor, un morocho grandote, aindiado,
de rasgos nobles a pesar de su ferocidad, con el hombro derecho cubierto por un
poncho y el toque elegante de unos gemelos de oro en el puño que sobresalía bajo
la manga que cubría el brazo sostenedor de la faca amenazante. Se enfrentó a
Magaldi y, ante el horror de todos, gritó:
¡No me gustan los cantores de voz finita! y le tiró una puñalada. Pero quiso
Dios Todopoderoso que un segundo antes una mano femenina le propinara un empujón
a Magaldi quitándolo del rumbo homicida del puñal. El fierro prosiguió su vuelo
y se ensartó en el instrumento del primer bandoneonista. Recuerdo que el fuelle,
herido, exhaló un quejido profundo, como un lamento. El matón, defraudado,
retiró el arma, miró con desprecio a Magaldi que había caído sobre el piano y se
retiró a paso vivo, dejándonos con la boca abierta. No voy a contar, por
extensos, los comentarios que entonces se sucedieron, el parloteo alarmado de
las mujeres y el murmullo de asombro entre los varones. Pero Magaldi era un
hombre de decisiones rápidas, pidió silencio golpeando sus palmas, exclamó
"Aquí no ha pasado nada" y dijo que el espectáculo iba a continuar. Todos se
animaron nuevamente hasta el momento en que cayeron en la cuenta de que el
bandoneón agonizaba sobre las rodillas de su desconsolado dueño por la puñalada
recibida. No había poder humano que le arrancase un sonido. El Narigón, con esa
facilidad suya para apoderarse de las situaciones, saltó sobre la tarima y
gritó:
¡La fiesta recién comienza! ¡No vamos a permitir que una cosa así nos amargue la
noche!
Y acto seguido, ante la mirada atribulada del gordito bandoneonista, tomó el
herido instrumento diciendo:
Vengan conmigo. Acá cerca hay una gomería.
Y ahí salimos todos en manifestación, ante la mirada atenta de los presentes que
aprobaban, entusiastas, la decidida acción de mi amigo. Habremos sido unos
catorce los que nos movilizamos hacia la estación de servicio. Hacía frío,
recuerdo, y el Narigón tuvo que explicarle a un policía qué era eso de andar a
altas horas de la noche llevando un bandoneón en brazos como quien lleva un pibe
accidentado. Debo confesar que, dentro del absurdo, la cosa tenía algo de
trágica, de litúrgica procesión pagana tras la figura de un dios caído. El
agente del orden comprendió era un porteño, después de todo, y nos dejó seguir
nuestro camino. Cuando llegamos a la estación de servicio, la gomería estaba
cerrada: eran como las tres de la mañana. Había un pibe, sin embargo, sentado en
una pequeña caseta vidriada, haciendo la tediosa guardia nocturna, tomando mate.
Queremos ponerle un parche a este fuelle le dijo el Narigón. El pebete lo miró
con ojos vivaces y contestó:
Me parece difícil. La gomería está cerrada y don Hipólito está durmiendo.
En efecto, el pequeño galponcito que hacía las veces de gomería, tenía sus
puertas de chapa cerradas.
¿Y ahora qué hacemos? pregunté yo.
Esperen nos dijo el pibe, comedido. Si don Hipólito se despierta, tal vez les
hace el laburo.
Ante nuestra natural ansiedad, el muchacho se encaminó hasta el galpón y golpeó
la puerta. Debo confesar que nosotros esperábamos por toda respuesta el insulto
o el silencio más frío, pero de inmediato desde adentro se escuchó una voz
áspera y somnolienta.
¿Qué pasa?
En breves palabras el pibe que nos había atendido le contó al tal don Hipólito
nuestro problema. Al rato se dio vuelta y nos hizo una seña con la mano: que
esperáramos. Enseguida se abrió la puerta, se encendió la luz de adentro y vimos
la silueta de un hombrón grandote poniéndose una bufanda.
Pasen dijo. Al gordito dueño del bandoneón se le iluminó la cara.
Nos metimos todos dentro de aquel tinglado y durante casi una hora presenciamos,
en un silencio respetuoso, cómo el viejo y el muchacho emparchaban la herida del
fuelle, con un cuidado, un amor y una dedicación dignas del equipo más refinado
de cirugía. Cuando hubieron terminado le pasaron el instrumento al gordito, que
temblaba como un padre ante el retorno de su hijo accidentado.
¿Puedo tocarlo? preguntó.
Por supuesto dijo don Hipólito. Y allí mismo, en ese galpón de chapa, ante
nuestro grupo amontonado por la falta de espacio y emocionado hasta las
lágrimas, el músico se mandó "Desde el alma" de Rosita Melo. Puedo jurar que
lloramos todos y hubo abrazos y aplausos.
Como si eso fuera poco, ni el pibe, ni el viejo de la gomería a quien habíamos
despertado de su sueño de laburante, nos quisieron cobrar un peso. Pero no
estaba terminada esa noche memorable para mí.
Cuándo volvimos al Tabarí, entre la algazara de la gente que nos recibió como
quien recibe a los soldados volviendo del frente, la cosa se prolongó hasta que
empezó a amanecer. Después nos fuimos un grupito, el más aguantador, a desayunar
esas medias lunas maravillosas al "Viejo Roma", el cafetín de Parador y
Reconquista. Me parecía mentira estar en compañía de aquella gente de la noche,
entre figuras legendarias, entre nombres que había sentido nombrar una y mil
veces en boca de los mayores. Fue allí cuando Natalio Perinetti, el que fuera
celebérrimo insider de la Academia, me pasó una mano sobre el hombro y me dijo:
Pibe... de buena se salvó esta noche Agustín haciendo referencia al suceso de la
puñalada. Yo asentí con la cabeza.
Ese malevo es muy peligroso me dijo. Muy peligroso.
¿Quién era? pregunté. ¿Usted lo conoce?
Cómo no voy a conocerlo, muchacho dijo Natalio ¡ese hombre era ni más ni menos
que Juan Moreira!
De más está decir que el recuerdo de aquella noche ha quedado impreso en mi
memoria con caracteres indelebles, máxime cuando con los años me volví a
encontrar con uno de sus protagonistas. Una noche, presenciando un espectáculo
tanguero en el "Café de Miguel", reconocí a aquel gordito cuyo bandoneón había
recibido el puntazo destinado al pecho canoro de Agustín Magaldi. El muchacho
estaba un poco más rollizo aun, mantenía su expresión adormilada, pero su nombre
ya era un crédito rutilante en las marquesinas de los bailongos porteños: Aníbal
Troilo.
Pero sin duda los detalles de esta anécdota memorable estaban destinados a no
agotarse tan fácilmente. El año pasado, en ocasión de mi viaje a Estocolmo, con
motivo de ir a retirar el premio Nobel con que me galardonaron, tuvo lugar una
recepción de festejos en la Embajada Argentina.
No eran muchos los invitados, pero había un ambiente de jolgorio ante la
distinción que se me había concedido, a mi juicio, inmerecidamente. De pronto se
me acerca un hombre no muy alto, semicalvo, con barba entrecana.
Usted no se acuerda de mí me dice.
Para serle sincero. . . me disculpo.
Yo soy Astor Piazzolla me dice. Es de imaginarse mi emoción ante la presencia de
tamaña figura de nuestra música y su cordialidad en el saludo.
Por supuesto que lo conozco recuerdo que le dije. Pero no creo que hayamos
tenido oportunidad de vernos personalmente.
Se equivoca me dijo el gran maestro, que se hallaba casualmente en la capital
sueca brindando una serie de recitales. ¿Se acuerda de una noche en que usted y
unos amigos llevaron un bandoneón a una gomería para emparcharlo?
Mi asombro entonces no tuvo límites. Me quedé mirando a Astor con la boca
abierta, sin atinar a soltar su diestra que aún estrechaba.
Yo era el pibe de la gomería me dijo.
¡Después dicen que el destino no suele manifestarse en formas evidentes!
Y le digo más me dice Piazzolla sin darme respiro. El viejo, el viejo a quien
desperté para que les arreglara el bandoneón, don Hipólito, era ni más ni menos
que don Hipólito Yrigoyen. El mismo que con el tiempo se convirtió en caudillo
del movimiento radical.
Aquello fue demasiado para mí. Estreché a Piazzolla en un abrazo y ambos
lloramos como niños.
La semana pasada, nomás, leo en un reportaje que la valiente mujercita que
apartó el cuerpo de Agustín Magaldi del curso mortal de la hoja del puñal
agresor, supo también dejarnos, años más tarde, piezas que se enraizaron en lo
más granado de nuestra verba: esa mujer no era otra que doña Juana de
Ibarbourou.
Esa vez que Gardel vino a Rosario fuimos a verlo con mi amigo el Flaco Octavio,
mamá y el tío Eugenio. Al tío hubo que insistirle bastante para convencerlo. El
decía que le gustaba mucho la música, pero siempre había que rogarle para
cualquier cosa. Era una de esas personas que se complacían en que le
insistieran. Había logrado forjarse, en la familia, una cierta fama de hombre
misterioso, retraído, que de tanto en tanto nos concedía la gracia de su
presencia. Venía, eso sí, para Navidad y Año Nuevo, y, en esas ocasiones,
permanecía callado, escuchando condescendiente las conversaciones de todos
nosotros. A veces sonreía, con comprensión, ante los problemas mundanos, otras
veces su mirada se perdía en el vacío y nos daba a entender que se hallaba
sumergido en cavilaciones profundas, muy alejadas de las nimiedades que se
hablaban en la mesa.
Había ocasiones en que papá, a quien le reventaban bastante esas poses que
adoptaba Eugenio, le preguntaba su opinión sobre el tema en discusión. Eugenio,
entonces, solía acentuar un poco más la sonrisa bajo el bigote fino, cerraba los
ojos e, inclinando la cabeza, hacía un gesto como diciendo "Está bien, puede
ser. Dejémoslo ahí. No tiene importancia". Esto lo ponía en llamas a mi viejo
quien, a veces, optaba por no insistirle o bien le decía: "¿Qué es eso de. . .?"
y le imitaba a Eugenio el gesto con la cabeza que éste había hecho. "Decí,
carajo. ¿Qué te parece?". Eugenio, entonces, hacía todo un prolegómeno antes de
hablar. Se acomodaba bien en su silla, barría con la mano algunas migas del
mantel, carraspeaba, decía "Bueno. . . bueno. . .", tratando de conseguir que se
hiciese un silencio general, que nadie dejase de prestarle atención. Incluso
llegaba a dirigirle una mirada reprobatoria a los chicos que hacían ruido, o
gritaban, mientras jugaban, porque cuando terminaban de comer se les permitía
levantarse de la mesa e ir a jugar. Y yo me doy cuenta de que todos entrábamos
en el circo. Siempre había alguna tía que, allí, se hacía cómplice y chistaba a
los chicos o les decía "Cállense chicos" y hasta mi vieja llegó a decirles
alguna vez "Cállense chicos, que va a hablar el tío Eugenio", como si se tratase
de Yrigoyen. Y por ahí el tema que se estaba tratando era si a los sifones de
soda convenía meterlos en el fuentón con barras de hielo o no. Pero para Eugenio
la ceremonia era la misma. Y cuando, por ejemplo, mi vieja decía eso de "Chicos,
cállense que va a hablar el tío Eugenio", él tocaba el cielo con las manos. A mí
me hinchaba las pelotas cuando mi vieja hacía eso. Entonces Eugenio largaba con
el discurso y, ya te digo, aunque el tema fuera cómo hacer el chimichurri, él, a
los dos minutos, ya estaba hablando de los griegos, de la condición humana, del
descubrimiento del pararrayos. Un infierno. Un plomo total. Era un tipo
trascendente. No podía decir cosas sin importancia. No podía decir, por ejemplo,
"Alcanzame la sal". No, él tenía que hablar del Todo y la Nada. De la Vida y la
Muerte, de los grandes misterios de la Existencia. Y la joda del caso es que
todos sabíamos que era un rata. No te digo un croto, un tirado. Pero era un tipo
de clase media clase media como todos nosotros, que vivía con lo justo. Pero
andaba siempre muy elegante, muy cuidadoso de su presencia, muy dandy. Y claro,
como su palabra era un producto escaso, se cotizaba alto. Como todas las cosas
escasas. Como el caviar, los diamantes. Eso él lo sabía, y administraba
avaramente sus opiniones. Gracias a Dios, después de todo, porque a mí me
reventaba. Además, fijate vos, que no era mi tío. No era tío nuestro. Era casado
con una tía de mi vieja, una cosa así. Un parentesco bastante lejano. Pero se le
decía "tío" como a tantos amigos de la familia que vienen seguido a la casa y
uno les dice a los pibes "Saluden al tío" o "A ver, mostrale al tío lo que
aprendiste hoy". Pero no era tío nuestro. Lo que pasa es que cuando tía Nena
esta tía que te digo de mi mamá vivía, muchos domingos venían a casa a tomar el
té con el Eugenio. Mirá el programa. Claro. A Eugenio no lo ibas a llevar a una
cancha de fútbol o al hipódromo. Cuando murió tía Nena, Eugenio medio que se
borró. Ya empezó a aparecer menos o, como te digo, caía para las fiestas de fin
de año. Pero en esa ocasión que vino Gardel, no sé cómo había venido por casa.
Papá ya había muerto y yo ya tendría unos 23 años. Andaban todos enloquecidos
con Gardel, imagínate. Y la vieja fue la que le dijo a Eugenio que nos
acompañara a verlo. No sé si lo hizo de compromiso o porque a la vieja siempre
le gustó un poco el Eugenio. Decía que la parecía "un hombre muy interesante".
Por supuesto, Eugenio se hizo rogar un poco. Pero al final aceptó acompañarnos.
Dijo que había despertado su curiosidad ese fenómeno popular a pesar de que él,
aclaró, desconfiaba bastante de los fenómenos populares. Pero nos dijo que había
estado comentando el caso de la repercusión de Gardel con Vitantonio. Vitantonio
era, para aquella época, un profesor de canto bastante conocido en la ciudad. Un
italiano medio maricón, decían, pero muy respetado. Parece que había sido
tenorino, que había cantado en la Scala de Milán, al menos así contaba él, pero
debía ser verdad. La cuestión es que, cada tanto, tío Eugenio sacaba el tema de
su amistad con Vitantonio que, decía, era un hombre terriblemente culto y con el
que solían pasarse las noches hablando de música clásica, de ópera y esas cosas.
Muy bien, fuimos al teatro, me acuerdo que Gardel cantaba en el teatro Odeón,
que después fue el cine Broadway, ahí en calle San Lorenzo. Era un mundo de
gente, Gardel cantó como los dioses y nosotros salimos enloquecidos. Tanta sería
nuestra euforia que nos permitimos ir a tomar un cívico y comentar la velada a
un café de por ahí. Tío Eugenio permanecía ensimismado, como reconcentrado. El
flaco Octavio, pobrecito, que era muy suelto, muy dicharachero, no aguantó más y
le preguntó. Le preguntó qué le había parecido Gardel. Eugenio hizo su clásica
rutina, se echó hacia atrás, perdió su vista en el vacío entrecerrando un poco
los ojos, se cruzó de brazos. . . "Bien" dijo "Bien ¿eh?. . . Bien". Pareció que
no iba a agregar nada más pero siguió. "Tiene, realmente, grandes condiciones
vocales. Grandes condiciones vocales. Podría, tranquilamente, ser un excelente
tenor. Un excelente tenor. Puliendo, claro, algunas imperfecciones evidentes.
Algunos vicios. Pero con un buen profesor, alguien que lo guíe. . . Yo podría
hablar con Vitantonio. . . Pero. . . está visto que el muchacho prefiere el
género popular. Está visto que no le interesa demasiado abordar un género más
exigente. Preferirá, es humano, el halago de la repercusión, digamos, masiva.
Pero. . . podría ser un excelente tenor, podría serlo. En fin. . . seguirá en
esto. . . ". Se acarició repetidamente el bigote, estiró la apretada sonrisa y
culminó: "Qué lástima . . . Qué lástima. . . ".
Hoy, a casi tres años de aquel maravilloso día del 24 de octubre de 1981, llego
a la conclusión de que debo contar toda la verdad sobre lo sucedido. No creo, al
hacerlo, que transgreda ninguna norma de seguridad ni tampoco que revele secreto
importante alguno.
Habrá sí, lo sé, quien sienta, tal vez, en parte menoscabado ese acendrado
orgullo nacional que tenemos los americanos desde el instante mismo en que de
pequeños vimos en nuestros textos colegiales esa maravillosa lámina que muestra
a George Washington cruzando el Potomac, de pie sobre la inestable
horizontalidad de aquella barca, envuelto, en un capote y sin atisbo de mareo ni
náusea en su rostro altivo.
Pero pienso que no yo, sino todos los norteamericanos guardamos una deuda de
gratitud con alguien hasta hoy anónimo y olvidado. Y se trata de una deuda que,
de no mediar mi determinación de escribir este artículo, quedaría por siempre
sin saldar.
No habría alcanzado a dormir ni media hora cuando Meck Sanduway llamó a mi
puerta. Debían haber sido las tres de la tarde cuando caí derrumbado sobre mi
litera confiado en que el cansancio y el ronroneo confortable del aire
acondicionado colaborarían a que me durmiese de inmediato. Sin embargo, los
nervios y el desgaste físico tironeaban compulsivamente de los músculos de mis
piernas y me sorprendía a mí mismo pegando puntapiés contra la cucheta de
arriba, por fortuna desocupada desde la noche en que Nat Pallukah se cayó de
ella ante la excitación que le produjo el estar a punto de completar unas
palabras cruzadas.
A pesar de mi desasosiego físico, anímicamente me invadía una inmensa
tranquilidad. Por fin, luego de tres larguísimos e infernales meses, había
quedado listo, terminado, completo, sellado y aprobado, el Proyecto Opalo. Y
allí nomás, a escasos tres kilómetros de nuestras barracas, esperaba, calmo y
deslumbrante bajo el sol calcinante del desierto de Najove, el transbordador
Columbia.
No era gratuito mi desvelo. El meticuloso plan de trabajo pergeñado por mi grupo
de ingenieros a través de cuatro años, había sufrido una demora de casi seis
meses. Y todo aquel que haya estado asignado a un proyecto espacial sabe bien
del enorme costo adicional en dólares que representa la más mínima demora, el
obstáculo más pequeño.
Lo cierto es que se nos había atascado el sistema de gasificación de ozono y no
había poder humano que lo pusiera en sus trece. Por lo tanto, los dos carretes
centrales que alimentaban la inyección de parafina comprimida a la primera (y
más grande) de las toberas, no tenían autoridad alguna para impulsar los
propergoles sólidos del segundo sistema. En principio supuse que todo radicaba
en la baja potencia de las cargas de hidracina y etanol, lo que me costó que
William Congreve me arrojara por dos veces el mismo doughnout a la cara.
Finalmente Congreve me convenció, con ayuda de Sato Saigo, de revisar totalmente
los vectores del difusor de entrada en relación con la expansión de energía
térmica en el primer sistema. Así lo hicimos durante casi un mes, enterrados día
y noche en un silo subterráneo. Salvo un pequeño error (que detectó Saigo) en un
componente del logaritmo neperiano de R y que en nada modificaba el detestable
comportamiento de la gasificación del ozono, no hallamos en nuestra búsqueda las
claves de la falla.
Dos meses después, a mi juicio el problema residía en el encendido de la segunda
sección (lo que traería aparejado un desfasaje en el perigeo).
Para el danés Odgen había una fuga no computada a partir de un desequilibrio en
el variómetro. Según Congreve, la cosa podía estar circunscripta en el radiador
de uranio. Y Max Althoughter se hallaba empecinado en que todo consistía en que
la propulsión de una fase no puede medirse por la reacción si la fuerza de
empuje se mide por la intensidad que el caudal específico de eyección de gases
desplaza a la energía cinética perdida por unidad de tiempo. Debo confesar que
nunca entendí la seducción que ejercía sobre Althoughter la unidad de tiempo.
Muy a pesar nuestro, admitimos que debía pedirse ayuda. Hablamos con Woollie Pat
Sullivan (director general del proyecto) y concluimos que debíamos dejar de lado
nuestro orgullo y entender que el éxito del Proyecto Opalo era una causa de
interés nacional y así lo entenderían, también, los científicos consultados. Por
otra parte, el presidente Ronald Reagan ya había hablado un par de veces por
teléfono con Sullivan preguntando por la salud del "nene", nombre clave que se
le había conferido al transbordador.
Se habló, entonces, con gente de la Convair y Martin, de la Chrysler, de la
Pratt y Whitney, de la Boeing y de la Thiokol. La mayoría de las compañías había
licenciado a su personal dado que se iniciaba la temporada de la trucha. Por
último, la Lockheed trajo alivio a nuestra inquietud: nos remitirían a Bernard
Pseberg Lindon, artífice de la misión Viking, padre de las sondas Mariner y
amigo cercano de un ingeniero que había sido verdadero cerebro gris del proyecto
Skylab.
Pseberg debió ser rastreado por toda Europa Central ya que, para ese entonces,
se hallaba visitando a un primo suyo que nada tenía que ver con los proyectos
espaciales, pero que había contribuido grandemente a las comunicaciones humanas
mediante la codificación de sombras chinescas sobre paredes.
Aún pienso que la Lockheed aceptó ayudarnos para cabalgar sobre la cresta de la
ola de nuestro posible triunfo, y algo así debió pensar también Pseberg, para
acceder a volar hasta nuestra ratonera de White Sands.
Debo admitir que la llegada de Pseberg apresuró la solución. Enérgico hasta la
crueldad, de una actividad rayana en el fanatismo y con un método analítico más
cercano a la pianola que al matemático, Pseberg nos puso frente a la solución
del problema en sólo 25 días de trabajo: había que liberar los gases del ozono a
través de las toberas de la tercera fase, pero sin contactarlos con los
propergoles sólidos del segundo sistema. Y si éstos entraban en pérdida o
desprotegían la dirección giroscópica, bastaba con inyectar una mayor proporción
de flúor en la masa molar.
El árbol nos había impedido ver el bosque.
El 22 de octubre de 1981 se realizó la prueba final y todo anduvo a la
perfección. De allí en más se completaron algunos detalles menores, se chequeó
por milésima vez el encendido y todo quedó listo para el tan demorado momento
del despegue definitivo. Fue cuando ante una sugerencia de Silvie Mortimer,
quien me vio revolviendo el café con la visera de mi gorra, marché en procura de
un reparador descanso. Y fue cuando, media hora después de revolverme en la cama
como un poseso, Meck Sanduway llamó a mi puerta.
La tobera del segundo sistema se atascó me disparó Sanduway apenas le hube
abierto la puerta. Sentí como si millones de pequeños alfileres se clavasen en
mi cuerpo. Las piernas se me aflojaron y de no mediar el apresurado sostén de
Meck me hubiese destrozado la cabeza contra el piso.
¿Se lo has dicho a alguien? atiné a preguntarle apenas pude recuperar el dominio
de mis cuerdas vocales.
No me tranquilizó Meck, con esa austeridad de vocabulario que hace tan rústicos
a los hombres del bajo Tennessee.
Para el lector que no conozca los entretelones de un proyecto interespacial,
informo que una tobera no tiene actividades intermedias: o funciona o no
funciona. No se admiten en una tobera ni falsos encendidos ni ronquidos, ni
carrasperas, como tampoco producción a "media máquina".
"Cinthya", la tobera del segundo sistema estaba bajo mi completa responsabilidad
y ahora, a sólo 14 horas del lanzamiento del Columbia, se había empacado como un
asno. Era un problema tres veces más complejo que el anterior suscitado con la
gasificación del ozono. Y el problema de la gasificación del ozono nos había
demorado durante medio año.
Vuelve al centro de cómputos recomendé a Meck.Y no digas a nadie nada de esto.
Tomé el casco, salté sobre un jeep, y abandoné las barracas rumbo al
transbordador. Afortunadamente a esa hora, cuando el sol era un soplete sobre la
arena, sólo me crucé con algunos operarios menores.
Los ingenieros y científicos se habían refugiado en sus habitaciones disfrutando
de hallarse, por fin, en vísperas de la cuenta regresiva. En tanto ascendía
mediante el ascensor interno hacia las visceras del Columbia, pensaba en qué
palabras emplearía para comunicar a nuestro jefe Woollie Pat Sullivan, el nuevo
drama que se había desatado. Lo recordaba, un año atrás, masticando, transpuesto
de odio, una minicalculadora Sharp ante la noticia de la quemadura de una bujía
de su coche. Además, debería ser yo, en persona, quien explicara al presidente
Reagan, el flamante e incalculable retraso del Proyecto Opalo. Y yo conocía bien
al presidente. Por mucho menos que eso lo había visto hacer cosas terribles con
los indios, largo tiempo atrás, en el cine de Tollucah, mi ciudad natal.
Cuando llegué al compartimento que hacía las veces de antesala, sólo encontré a
un empleado de mantenimiento, quien se había refugiado en la tranquililidad de
esa sección para apurar su emparedado de tocino y maní. Le ordené,
perentoriamente, que se fuera. El hombre, sin decir palabra, envolvió su
merienda y se alejó.
Con el alma en un hilo, oprimí el encendido de "Cinthya". Me respondió un
silencio funerario. Repetí la acción cinco o seis veces. Ni un chasquido. Nada.
"Cinthya" estaba muerta, fría y yerta. Me dejé caer, vencido, sobre el piso de
metal. Entonces me encontré, de nuevo, con la mirada del empleado de
mantenimiento. No se había ido. Estaba sentado sobre el sistema de apertura de
compuertas externas, junto a la salida que no había transpuesto, masticando con
poco entusiasmo su comida, observándome con expresión indiferente.
En aquel momento, con ese pudor lógico de todo científico egresado de Denver,
deseé que aquel desconocido confundiese mis lágrimas con posibles gotas de
transpiración. Lo que iba a ser difícil de explicarle eran mis berridos
animaloides y los puñetazos que propinaba contra el blindaje de las mamparas.
Con la tobera de la sección superior atascada, el soñado despegue del
transbordador Columbia en 1981 era utópico.
La preeminencia de la carrera espacial volvería a manos de los comunistas y
podía decirse que el mundo libre estaría al borde de la destrucción, el
holocausto atómico y ¿por qué no? la contaminación de los ríos.
Controlar, chequear y verificar todas y cada una de las 573.829 piezas mecánicas
y electrónicas encerradas en aquella cúpula cilindrica de 38 metros de largo por
11,07 de ancho que constituía la médula energética del Columbia podía insumir de
uno a dos quinquenios de planes galácticos. Reagan no lo soportaría.
Dentro de mi desesperación vi que el operario, sin dejar de comer, adelantaba un
par de veces el mentón hacia mí, en mudo interrogante.
¿No le dije que se fuera? le grité, desde el suelo, furioso. Frunció el
entrecejo y volvió a avanzar su mentón, inquisidor. Comprendí que no entendía
bien el idioma.
¿No habla inglés? le pregunté, más enojado aún.
Sí, sí dijo. Se puso de pie, tiró desaprensivamente los restos del sandwich en
un rincón y limpió con energía las palmas de sus manos golpeándolas contra los
fundillos de su pantalón en tanto se me acercaba. Sin dejar de hurguetearse los
dientes con la punta de la lengua y el reborde de los labios, me tomó de un
brazo y me ayudó a ponerme de pie. Allí pude leer, entonces, el nombre de aquel
sujeto moreno y bajo, en el solapero que lo identificaba: "Artemio Pablo Sosa".
Un hispanoparlante.
Hablo inglés me explicó. Pero si me habla muy rápido. . . se quedó en silencio
mirando fijamente hacia un punto ubicado en las cercanías de mi hombro derecho y
yo pensé que buscaba palabras para completar la frase. Chasqueó los labios y
escupió un residuo de carne.
¿Qué pasa, maestro? preguntó luego.
¿Qué es usted?me interesé. ¿Mejicano?
Argentino me dijo. Yo apoyé mi empapada espalda contra una mampara y meneé la
cabeza con desaliento.
La tobera señalé con gesto vago, baja la vista.
¿Qué pasa? ¿Qué tiene la tobera?
Oscilé mis manos, con las palmas hacia abajo, a la altura de mi cintura.
Reventó sólo atiné a decir. Fin.
¿No camina? dijo el hombre. Estuve tentado de explicarle, pero me frenó el
ridículo de enredarme en una charla técnica con un auxiliar electricista que no
sólo no detentaba cargo relevante alguno, sino que ni siquiera era sajón. Por
otra parte ya el desprolijo personaje me había dado la espalda y, mientras se
rascaba los dorsales lentamente con el pulgar de la mano derecha, atisbaba hacia
lo alto de la tobera a través del triple cristal atérmico que nos separaba de
ella, sobre la consola de mandos.
Sosa volvió hacia mí. Ahora se estiraba hacia abajo, impudorosamente, la tela
que le recubría la entrepierna.
¿Está abierto? señaló a sus espaldas la puerta que accedía a la tobera. Asentí
con la cabeza. Pero no volvió hacia allí. Caminó hasta donde había estado
sentado y comenzó a revolver en un bolso de trabajo abandonado junto a los
restos de su merienda. Sacó una manzana y entonces sí, pasó de nuevo junto a mí,
hacia la puerta de entrada a la tobera.
Yo permanecí quieto en el mismo lugar, como vacío de hálito vital, pensando tan
sólo en el sombrío futuro que acechaba a mis hijos, en el hipotético caso de que
llegase a tenerlos.
Habrían pasado seis minutos cuando apareció de nuevo el argentino.
¿Tiene un alambre? me preguntó. Sacudí la cabeza, negando.
Me parece que yo. . . masculló. Algo me queda. . .
Fue hasta su bolso, revolvió en él y sacó un trozo de alambre de unos veinte
centímetros. Mientras procuraba enderezarlo (había estado plegado en secciones
de unos seis centímetros) me miró y enarcó las cejas.
Vamos a ver, dijo un ciego informó, serio. Pasó de nuevo frente a mí y se metió
en la tobera. Por quince minutos sólo lo escuché silbar una música extraña. Yo,
en tanto, sopesaba la posibilidad de salir al exterior de la nave, ganar la
superficie de una de sus cortas alas y de allí lanzarme de cabeza a la pista,
distante lo suficiente como para hacer estallar una bóveda craneana.
Apareció de nuevo el argentino: se estaba frotando las manos con un trapo.
A ver, maestro me dijo.
¿Qué?
Préndala me indicó, señalando con un movimiento de cabeza hacia la tobera.
Ahora sí, lo miré como comprendiendo que se trataba de un ser viviente quien me
hablaba.
Préndala. Dele insistió, mientras volvía hacia su bolso y metía el trapo en su
interior. Caminé cuatro lentos y arrastrados pasos hacia el encendido, apoyé un
dedo sobre el botón y giré mis ojos para mirar al argentino, compasivamente.
Apreté el botón y se escuchó un ronroneo suave y parejo primero, y luego un
rugido saludable. Casi estrello mi cara contra el triple cristal en procura de
ver desde más cerca lo que no podía creer. ¡Aquella maldita tobera funcionaba!
Me di vuelta, incrédulo, hacia ese sudamericano providencial. El hombre había
corrido el cierre relámpago de su bolso, había metido éste bajo su brazo
izquierdo y miraba hacia el techo, prestando atención al sonido trepidante de
"Cinthya".
No pareció contradecirse. Va andar bien. Luego, sí, se dirigió a mí: Le va
aguantar bastante. Por lo menos para sacarlo del paso. Eso sí. . . advirtió . .
. capaz que de aquí a un par de años le tenga que pegar una revisada. Pero. . .
por ahora. . . pareció conformarse.
Se tocó luego la ceja derecha en un remedo de desmañado saludo militar, cabeceó
para despedirse, abrió la compuerta neumática que daba a la escalera externa y
se fue. Yo, en tanto, escuchaba a mis espaldas el dulce canto de "Cinthya",
funcionando.
Al día siguiente, el transbordador Columbia, tras corta cabalgata sobre su
avión-madre, salió disparado hacia el límpido cielo de Najove y de allí en más
la historia es conocida.
De Artemio Pablo Sosa, nunca jamás tuve conocimiento. Superada la efervescencia
del éxito de la misión Opalo, lo busqué por las distintas dependencias, talleres
y barracas de White Sands. Finalmente, en la oficina de personal me informaron
que había viajado la misma tarde del lanzamiento, posiblemente a New York, con
un nuevo contrato.
Un año después, una agencia de averiguaciones privada me informó que Sosa había
trabajado cuatro meses como lavacopas en un restaurante italiano sobre la
Séptima Avenida.
Alguien me contó, también, que una persona de ese mismo apellido había estado
trabajando como iluminador en un teatro de quinta categoría donde ponían piezas
musicales para público latino, en Broadway. Pero nunca más pude encontrarlo.
A mi mamá le gustaba mucho el trago. No puedo decir que tomaba una barbaridad,
pero, a veces, cuando a la noche se acercaba a darme un beso, yo podía percibir
su aliento pesado por el alcohol. Ella siempre me besaba antes de irse a dormir.
Yo era chico, estoy hablando de cuando tenía 8 o 9 años. Ella se quedaba viendo
televisión hasta tarde y, antes de ir a acostarse, venía y me daba un beso.
Nunca dejaba de hacerlo. En la mayoría de los casos yo fingía dormir. O, si
estaba dormido, habitualmente ella me despertaba sin querer porque se tropezaba
contra los muebles en la semipenumbra. Tampoco podría precisar cuándo fue que
ella empezó a beber con mayor asiduidad. Cuando nuestro padre vivía con
nosotros, mamá casi no tomaba. En el almuerzo solía llenar su vaso con soda y
luego coloreba la soda con un chorrito mínimo de vino. Cuidadosamente, como si
fuera un químico elaborando una fórmula altamente explosiva. Pero lo cierto es
que, esas noches, en ocasiones, yo podía adivinar cuándo se asomaba a la puerta
de mi cuarto por el aliento. Me llegaba una vaharada espesa a vino común. Así y
todo, me gustaba mucho que viniera a darme un beso. Además, musitaba algo, como
una plegaria o una bendición, que yo no llega a escuchar, pero agradecía.
Bebía a escondidas o, al menos, no lo hacía abiertamente frente a mí. Seguía
tomando el vaso de soda coloreada al mediodía y también a la noche, pero nada
más que eso. No sé si tomaría frente a Alcira, la señora que venía una vez a a
la semana a planchar, o en compañía de Zulema, la vecina del segundo piso, pero
al menos frente a mí conservaba cierto recato. Poco tiempo después, cuando yo
regresaba de la secundaria, había ocasiones en que la encontraba tirada en el
gallinero. Tenía un gallinero que compartíamos con Zulema, en uno de los ángulos
de la terraza. Varias veces la encontré a mamá tirada entre las gallinas, que la
picoteaban. No era lindo de ver. Las gallinas le ensuciaban encima, o ella se
ensuciaba con la caca de las gallinas y, además, se le llenaba el vestido de
plumas. Yo no sabía bien qué hacer en esas ocasiones. Al principio me volvía al
departamento y me hacía la leche yo solo, para no ponerla en el difícil trance
de explicarme su situación. Pero una vez, enojado, la zamarreé hasta
despertarla. Me dijo que se había dormido sin querer, mientras buscaba huevos
para la noche; que el sol estaba muy lindo allí en la terraza. Pero olía
espantoso y no sé dónde metía las botellas.
Compraba, recuerdo, licor de huevo al chocolate. Las borracheras con licor de
huevo al chocolate son terribles, devastadoras. Había días en que amanecía
verde, descompuesta, con un dolor de cabeza infernal. Me decía que había tomado
una copita de licor de huevo y le había caído mal. Que el hígado le latía.
Siempre recuerdo esa expresión suya, "que el hígado le latía". Era muy ocurrente
para hablar, muy divertida. Pero yo veía, en el cajón de basura, cómo se
acumulaban las botellas. se escondía para beber. A veces mirábamos televisión -a
ella le gustaba muchísimo el programa de Pipo Mancera- y de pronto se iba al
baño. Sabía que el baño era un lugar eminentemente privado y que yo no me iba a
atrever a espiarla allí, como sí lo había hecho una vez cuando ella se metió
debajo de la mesa del living con la excusa de buscar un carretel de hilo que se
le había caído. Alcé el mantel y la sorprendí con una petaca.
Me empecé a preocupar realmente cuando se tomó una botella de alcohol Abeja, un
alcohol para desinfectar lastimaduras. Mamá era increíblemente dulce conmigo. Un
día yo me corté un dedo recortando figuritas con la tijera. Desde chico me gustó
recortar figuritas de la revista de modas. De los figurines, como decía ella. Me
salía bastante sangre. La yema del dedo siempre sangra mucho. Ella vino
corriendo con gasa y la botella de alcohol. Me puso alcohol en el dedo y
después, directamente del pico del frasco, se tomó un trago. "¡Mamá!", la
alerté. Mi padre nos retaba cuando nosotros bebíamos directamente del pico, aun
siendo gaseosas. "Es que me ponés nerviosa", me dijo. Pero después se tomó todo
lo que quedaba en el frasco. Sin embargo, no dio señales de que le hubiese caído
mal ni mucho menos. Tenía bastante conducta alcohólica con el Abeja. No así con
el perfume. Un día la acompañé a una perfumería, después de ir al cine. A ella
le gustaba mucho el cine, en especial las películas de piratas. Vio tres veces
Todos los hermanos eran valientes. Conozco mucha gente que ha visto tres veces
una misma película. Pero ella la vio en un mismo día. Me dijo que quería
comprarse un perfume. A la vendedora le pidió alguno que fuera frutado. Yo no
creo que mamá tuviese un gusto refinado para los vinos. Se había hecho,
lógicamente, dentro de los parámetros de la clase media. Y mi padre no pasaba de
los vinos Chamaquito, Copiapó o Fuerte del Rey. Yo la veía aparecer a mamá
oliendo a perfume y nunca sabía si se lo había puesto o se lo había tomado. O
las dos cosas. Era difícil, sin embargo, verla dando pena o tambaleante. Se
dormía con facilidad, eso sí, como en el caso con las gallinas, o se le ponía un
poquito pesada la lengua, pero nada más. Podría afirmar, por ejemplo, que nunca
me hizo pasar un papelón en alguna fiesta familiar. Yo detectaba un cierto
cuidado, una cierta atención especial hacia ella de parte de mis tías o de
abuela Alicia, como decir: "Sacale la copa a Dora" o "Decile a Dora que pare",
pero nada más. Algún codazo intencionado, a veces, cuando mamá preguntaba por el
clericó. Eso sí, se reía con mucha facilidad cuando tomaba, lo que no dejaba de
ser, por otra parte, un costado simpático de su personalidad. Admito que hubo
una especie de nervio y hasta una suerte de incomodidad en mi tío Adalberto,
durante un almuerzo improvisado en casa de Chuco y Popola, cuando mamá no pudo
parar de reírse en toda la sobremesa, aunque acabábamos de llegar del entierro
de tía Clorinda. Pero era una mujer encantadora.
En verdad encantadora. Siempre alegre, siempre dispuesta, pese a todos los
problemas que vivimos y al asunto de papá, antes de que se fuera de casa. A la
que no le gustaba nada el asunto era a Elenita, mi hermana. Obvié contar que
tengo una hermana mayor que se llama Elena. Ella se ponía fatal cuando pasaban
esas cosas, no soportaba que mamá bebiera como no lo soportaba a papá, tampoco,
por otras razones. En el caso de papá, creo que tenía algo de razón. Con mamá,
en cambio, era excesivamente dura. Un psicólogo me dijo que mi hermana reclamaba
lo que a ella le correspondía.
No sé si coincido demasiado con eso. Por suerte, nunca Elenita encontró a mamá
tirada entre las gallinas en el gallinero. Lo que pasa es que mi hermana nunca
subía a la terraza, porque decía que le tenía terror a las alturas y porque aún
conserva una extraña alergía a los animales con plumas. Veía un pollo y se
brotaba. Si comía algo que incluyera gallina, se hinchaba como un globo.
Aunque no supiera que el plato contenía gallina, lo mismo se hinchaba, con lo
que quiero decir que no era algo meramente psicológico. Un día, tía Chuco,
pobre, desconociendo el problema de Elena, le regaló una gallinita de chocolate
para Pascuas, y a mi hermana la salvaron con un Decadrón. Se le había hinchado
tanto la cara que parecía una japonesa. Los ojos eran dos tajos. Ella,
justamente, que siempre ha presumido de tener ojos muy lindos. Pero mamá le caía
muy bien a todo el mundo. En realidad, el problema de mamá no era el alochol.
Era el cigarrillo.
Fumar sí, lo hacía públicamente. En eso diría que fue una adelantada del
feminismo. Una activista. Ella me contaba que fumaba desde los 11 años, a
instancias de su padre, que tenía un puesto alto en el ferrocarril Mitre. El
padre la convidó con un cigarro de hoja, muy fuerte, justamente para que le
desagradara y nunca más probara el tabaco, pero ella se envició. Había momentos
en que eso sí me molestaba, porque fumaba mientras comía.
Dejaba el cigarrillo -fumaba Marvel cortos, negros, sin filtro-, cortaba un
pedazo de milanesa, por ejemplo; lo masticaba, lo tragaba y le pegaba otra
pitada al cigarrillo. Tenía el dedo índice y el anular de la mano derecha
amarillos por la nicotina, casi verdes.
Había veces en que mi padre le reprochaba que fumara durante la comida, agitando
la mano exageradamente frente a su cara, como apartando el humo. "Es mi único
vicio", decía mamá. Y en esos momentos era verdad, pues creo que ella empezó a
beber vodka y ginebra después de que se marchó mi padre, sin que nadie supiera
muy bien por qué. Y no pienso que mamá se lanzara a la bebida para olvidar el
abandono de mi padre. Creo que, simplemente, se sintió liberada y ya pudo
hacerlo sin mayores complejos ni presiones, salvo la actitud recriminatoria de
Elena. Elena a veces se levantaba antes de la mesa, molesta por el humo. Se
hacía la que tosía, incluso, para que no la retaran reclamándole que comiera el
postre.
Elena fue siempre muy dramática, muy histriónica. En casa éramos de una clase
media típica. Pero de aquellos tiempos, cuando la clase media vivía bien,
cómoda, tranquila. Al mediodía comíamos tres platos, por ejemplo. Una sopa de
entrada, el plato fuerte y el postre, que casi siempre era fruta o queso y
dulce. Elena tosía, se levantaba y se iba. Siempre fue un poco teatral mi
hermana. Para empezar a fumar, mamá aprovechaba cuando la sopa estaba bien
caliente y echaba humo. Suponía que el humo de sus cigarrillos se mezclaba con
el de la sopa y así se disimulaba.
Sin embargo, no era abusiva. No era una persona a la que le importara muy poco
lo que pasaba a su alrededor, con sus semejantes. La prueba es que se ofrecía,
en ocasiones, a ir a leerles a los enfermos. El problema es que les leía sólo lo
que le gustaba a ella y tuvo una agarrada muy fuerte con un estibador que había
perdido una pierna al caérsele encima una grúa portuaria, y a quien mamá
insistía en leerle Mujercitas, de Luisa M. Alcott. Digamos -para que quede
claro- cuando papá y Elena insistieron con sus quejas por el hecho de que mamá
fumaba en la mesa, dejó de hacerlo. Así de simple. Dejó de hacerlo. Fue cuando
empezó a mascar tabaco, una costumbre que yo creía desaparecida con los últimos
arrieros. Cuando compraba la fruta, mamá se traía para ella unas hojas de
tabaco, las plegaba, se las metía en la boca y comenzaba a masticarlas. Es
cierto, no producía humo, pero llegaba un momento en que se le escapaba un hilo
de saliva marrón verdoso por la comisura de los labios, que me desagradaba
mucho. Debo reconocer que siempre he sido un tipo bastante sensible. Y de chico,
más.
Con el tiempo, mamá volvió a fumar. Le molestaba tener que ir a escupir al baño
cada tanto, mientras masticaba tabaco, ya que, cuidadosa, no quería hacerlo
frente a nosotros. Apunto que era muy obsesiva con el cuidado de la casa.
Enormemente prolija, muy aficionada a los mantelitos calados, a las cortinas con
encajes, a los macramés, a las puntillas. Bordaba muy bien. A mí me gustaba
mirarla por las noches acostado en su cama, escuchando en la radio el
Radioteatro Palmolive del Aire, mientras ella bordaba pañuelitos, masticando
tabaco.
Era muy hábil para las manualidades. Después empezó a armar sus propios
cigarrillos. Al terminar el almuerzo se recostaba en una reposera, en el patio,
y empezaba a armar los cigarrillos. Tenía su propio papel, su propio tabaco. Era
lindo mirarla mientras humedecía con saliva el borde del papel, apretaba el
cilindrito como si fuera un canelón minúsculo, lo encendía, entrecerraba los
ojos en tanto el humo subía. Empezó a hacer eso, es claro, cuando tuvo más
tiempo, cuando ya papá se había ido y tampoco le aceptaban tanto que fuera a
leerles a los enfermos. Toda una sala del Clemente Alvarez había hecho una
huelga de hambre contra su presencia. Llegaron a organizar una marcha de
protesta contra mamá, un tanto injustamente, porque ella tenía la mejor de las
voluntades.
En esa marcha un anciano, a poco de intentar caminar, sufrió la dolorosa
revelación de descubrir que le habían amputado una pierna, lo que provocó más
animosidad contra mi madre. Pero a ella no le importaba demasiado. Le bastaba
tenernos a mí y a mi hermana, pese a que Elena también se iría poco tiempo
después, cuando mamá le tomó -le bebió, digamos- un perfume carísimo que le
había regalado su primer novio, el imbécil de Gogo Santiesteban.
Por cierto, cuando se le dio por fumar toscanitos Génova, el aliento que tenía
por las noches, cuando se acercaba a darme el beso de despedida, era
insoportable. Es duro decirlo, pero es así. Era como si hubiesen destapado una
cisterna cenagosa, con agua estancada, con aguas servidas, una mezcla de
solución biliosa con aroma a animal muerto.
Era feo. Con el tiempo le daban accesos de tos muy fuertes. Ella decía que era
culpa de la pelusa de las bolitas de los paraísos, esos árboles que, en verdad,
le han arruinado los pulmones a más de un rosarino. Y luego, años después, le
echaba la culpa a ese polvillo que llegaba desde el puerto, cuando los barcos
cargaban cereal, no sé cómo le llaman. Tomaba miel, entonces, para suavizarse la
garganta. Comía pastillas de oruzus. O iba a buscar huevos a la terraza para
mezclarlos con coñac y quitarse la carraspera, y allí es cuando yo solía
encontrarla tirada en el gallinero. Tenía linda voz mamá, muy cristalina, y
solía cantar una canción que hablaba de la hija de un viejito guardafaros, que
era la princesita de aquella soledad. O esa otra que decía "en qué se mete, la
chica del diecisiete".
Pero se negaba a culpar al tabaco por su tos, cuando parecía que iba a escupir
los dos pulmones a cada momento. Se le salían los ojos de las órbitas y
lagrimeaba. Nunca la vi lagrimear por otra cosa a ella. Era muy alegre y ponía
al mal tiempo buena cara. De inmediato mezclaba coñac con leche bien caliente, y
decía que eso le calmaría la picazón de garganta, producida por las bolitas de
paraíso.
Yo sabía perfectamente que ése era un remedio para bajar la fiebre, pero ella se
tomaba tres o cuatro vasos y luego me decía que se sentía mejor. Cantaba para
demostrármelo. Pero son cosas que, tarde o temprano, afectan a una persona.
Tiempo después, de grande, a mamá se le habían caído dos uñas de los dedos de la
mano derecha por la nicotina y al respirar se le escuchaba un crujido, como el
que hace un sillón de mimbre al recibir el peso de una persona. Se agitaba con
facilidad y casi no podía subir los veinte escalones hasta le terraza. Sin
embargo, sin embargo, yo creo que el problema de mamá no era el tabaco. Era el
juego.
Ella sostenía que nunca jugaban por plata, con sus amigas, tía Eve, Zulema y las
hermanitas Mendoza. Se encontraban una vez a la semana en casa de Zulema, casi
siempre, y jugaban a la canasta uruguaya. se pasaban, a veces, seis o siete
horas jugando. "Es mi único vicio", decía mamá, y tal vez fuera cierto. Ella
decía que el vino y el tabaco constituían, apenas, rasgos de personalidad.
Lo cierto es que muchas veces desaparecían cosas de casa. Adornos, jarrones,
espejos o ropa de ella misma, y yo estoy seguro de que eso sucedía porque eran
cosas que perdía en el juego con sus amigas. Reconocí, un día, un prendedor con
forma de lagarto, muy lindo, verdecito, que le había regalado mi padre para el
Día del Empleado Bancario, en la pechera de Marilú, una de las hermanas Mendoza.
Yo no me animé a decir nada, pero mi hermana sí le preguntó, y Marilú dijo que
se lo habían regalado, que eran muy comunes. Que si uno en Casa Tía, por
ejemplo, compraba cosas por más de un determinado valor, le regalaban uno de
esos prendedores de lagarto. Era difícil de creer. Como cuando Zulema apareció
con una estola, una boa símil zorro que a mí me impresionaba de chico porque
tenía la cabeza disecada del animal sacando un poco la lengua que, sin lugar a
dudas, era la misma boa que había sido de mamá. Mamá me dijo que se la había
regalado a Zulema para su cumpleaños, pero yo no le creí. Lo mismo pasó con la
bicicleta de Elena y creo que ésa fue otra de las cosas que mi hermana no pudo
digerir y la llevó a irse de la casa. Aunque, en rigor de verdad, mi hermana ya
hacía mucho que había dejado de andar en bicicleta cuando sucedió aquel asunto,
pero lo mismo se enojó.
Para mamá fue un golpe fuerte cuando le prohibieron la entrada al otro hospital,
el Vilela. Ya en el Clemente Alvarez le impedían leerles a los enfermos, a
partir de aquel problema con el portuario, y más que nada cuando decidió leerle
La peste, de Camus, a un grupo que estaba en terapia intensiva. Entonces optó
por ir al Vilela y jugar a los naipes con los internados, para entretenerlos.
Supe que eso iba por mal camino cuando volvió a casa con un papagayo enlozado,
casi nuevo. Me negó que se lo hubiera ganado a un tuberculoso en una partida de
monte criollo. Insistía en que se lo había regalado un viejito nefrítico que
estaba enamorado de ella. Admito que, de última, se había vuelto bastante
mentirosa. "Imaginativa", decía ella, riéndose de mis reproches. Porque siempre
me negó que ella jugara con los enfermos por dinero. Pero solía ganarles cosas
valiosas a los pobres viejos. Bastones, piyamas, radios portátiles, cosas que
significaban mucho para ellos. "Me sorprende de vos -le dije un día-. Siempre
fuiste una persona muy buena y amable con la gente." Se puso seria. "Son viejos
enfermos, terminales algunos, indefensos", le insistí. Fue la primera vez,
podría jurarlo, que percibí una arista dura en sus palabras. "Las deudas de
juego se pagan", me dijo, y encendió un Avanti.
Cuando perdimos el departamento y debimos mudarnos a uno mucho más chico, fue
demasiado para mí. Ella decía que mi padre y Elena ya no estaban con nosotros, y
que era al divino botón mantener un departamento tan grande como el de la calle
Catamarca. Que a ella le costaba mucho cuidarlo, limpiarlo y arreglarlo. Pero yo
sabía que eran todas mentiras. Que había perdido el departamento en una partida
de pase inglés jugando en el subsuelo del Club Náutico Avellaneda. Me fui a
vivir, entonces, con Mario, un amigo. Me costó sangre, porque he querido
muchísimo a mi madre. Aún la quiero.
La última vez que la vi la noté mal. No nos vemos muy a menudo. Está muy
encorvada, los ojos salidos de las órbitas y su piel luce un color grisáceo
arratonado. Sigue, de todos modos, siendo una persona encantadora, de risa fácil
y trato jovial. La vi tan desmejorada que me tomé el atrevimiento de llamar al
doctor Pruneda para preguntarle por su salud. El doctor Pruneda me tranquilizó.
Me dijo que mamá está muy bien. Demasiado bien para sus vicios. Pero me dijo que
el problema de ella no es el alcohol ni el tabaco ni el juego. Y me dio el
nombre de una enfermedad. Ninfomanía, me dijo. Y reconozco que no quise
averiguar nada más. Incluso ni siquiera le pregunté a Carlos, que está
estudiando medicina y hubiera podido explicarme. Pero él se pone como loco
cuando le toco el tema de mi familia. No sé, por lo tanto, qué significa esa
palabra que me dijo el médico ni quiero saberlo. Temo enterarme de que a mi
madre le queda poco tiempo de vida. Y prefiero guardar en mi memoria, en el
recuerdo, esa imagen que siempre he tenido de ella. Esplendorosa, vital,
encantadora, cariñosa y alegre.