Prolífica (una veintena de libros), escrita al margen de camarillas
e internas, alabada por críticos y escritores de lo más disímiles, y
bendecida por un público cada vez más grande, Roberto Fontanarrosa viene
forjando, a la par de su carrera como dibujante y humorista, una de
las reputaciones literarias más veneradas de los últimos tiempos. En
esta entrevista, el hombre que abrió y cerró el último Congreso de la
Lengua en su Rosario natal habla del arte (y los trucos) de escribir,
la parodia que tanto cultivó (y de la que ahora se aleja), las lecciones
de Hemingway, Soriano y Dal Masetto, la importancia de escribir sobre
el deporte, la relación entre la violencia de los ‘70 y las armas de
Boogie, y la influencia de la literatura en los diálogos de Inodoro.
"Los diplomas no cuentan y el talento no siempre ayuda: lo que cuenta
es el trabajo. Yo me considero un dibujante correcto, que no tiene el
afán del virtuosismo. Es que un buen chiste salva un mal dibujo, pero
no al revés."
Esta mañana de primavera, soleada y azul, en este bar en la orilla del
Paraná, somos dos los que esperamos que el Negro termine su clase de
inglés para entrevistarlo. Primero está la nena.
La nena debe de tener unos diez años y está sentada junto a su papá
a una mesa. El bar se llama Metrópolis, en la calle Wheelright, y está
frente a una ex estación de tren, Rosario Central, reciclada en moderno
complejo oficinesco con una denominación que es un oxímoron: Centro
de Descentralización del Centro. La nena mira con ansiedad la mesa más
allá, donde el Negro está con Eddie, su profesor de inglés, Eddie, un
galán de más de sesenta, una carpeta, un diccionario entre ambos y los
pocillos. "Si no estudié inglés de pibe fue porque mi viejo era peronista,
antiimperialista", dirá más tarde el Negro. "Hace unos años estaba en
una muestra de humor gráfico en Estambul. Imaginate lo que es comunicarse
en un inglés chapurreado con polacos, búlgaros y alemanes en una lengua
que es la de todos pero que nadie habla como la propia. Por la noche,
al volver al cuarto de hotel, no me daba más la cabeza." Pero todavía
falta para que el Negro lo diga. Antes está esa nena, esperando.
Falta también que Eddie levante el diccionario, la carpeta y le dé la
mano al Negro, que Rocío –la nena junto su padre–, nerviosa, contenta
y nerviosa, se acerque a la mesa y ponga su grabador. Para la nena entrevistarlo
al Negro es como salir abanderada. "Las maestras se mueren por un dibujo
tuyo", dice pícara la nena. Después aclara, como si fuera necesario,
que el reportaje es para el colegio. Rocío despliega una hoja en la
que tiene anotado en mayúsculas el cuestionario. Suspira, toma envión.
Y arranca: "¿Cómo es ser famoso?". El Negro se acomoda en la silla y
sonríe: "Yo famoso no soy. Famoso es Fito Páez. Por ahí lo que influyó
en que tenga cierta popularidad es publicar desde el ‘73 un cuadrito
de humor en Clarín todos los días".
A Rocío parece no conformarle la respuesta. Y sigue: "¿Cómo nació Inodoro?",
le pregunta. "Fue en los ‘70, en Hortensia", hace memoria el Negro.
"El Gordo Cognini me pidió una tira de humor para su revista. Por entonces
la música que se escuchaba era el folklore y eso me influyó, porque
de campo yo no sabía nada. Siempre fui un tipo de ciudad. Nunca estuve
en el campo."
Rocío ataca de nuevo: "¿Desde chico soñabas con esto?". El Negro podría
preguntarle a la nena qué es soñar "esto". Pero le contesta: "En mi
época de pibe no había tele. Había historietas. Y yo era muy lector".
Ahora Rocío se prepara para una pregunta trascendente:
"¿Qué pensás del Congreso
de la Lengua?"
"Que fue importante", dice
el Negro. "Importante para la ciudad. Hubo sol esos días. El tiempo
ayudó. Todo salió bien. Pero lo más valioso es que sirvió para darnos
cuenta de que hablamos un idioma importante, algo a lo que no se le
presta habitualmente mucha atención. Se tomó conciencia de eso. De lo
que significa nuestra lengua, la lengua que usamos para comunicarnos.
Además fue toda una experiencia para Rosario y para el futuro de los
rosarinos, una ciudad que cambió para mejor. Que ahora tiene un millón
y medio de habitantes. Yo no quiero una ciudad con más habitantes, con
los conflictos de las grandes urbes, quiero una ciudad a escala humana."
Rocío
pone cara seria. Controla el grabador. Vuelve a tomar impulso: ¿Cómo
es tu nombre completo? El Negro sonríe: Roberto Alfredo. Rocío carga
otra vez: ¿Y de qué signo sos? El Negro contesta: Sagitario. Rocío:
¿De qué cuadro sos? El Negro se enorgullece ahora: Rosario Central.
Y mira por encima de la nena, hacia la estación reciclada. ¿Un número?,
pregunta Rocío. El Negro no vacila: El 3. Rocío: ¿Un juguete? El Negro:
Los soldaditos de plomo. El Negro considera a la nena con la misma atención
que podría prestarle a Oriana Fallaci. ¿Un referente? Así lo ha preguntado
la nena: ¿Un referente?, repite el Negro. Hugo Pratt. Y después, siguiendoel
ping pong: ¿Ves tele? Fútbol, dice el Negro. Veo fútbol. Rocío: ¿El
mejor libro? El Negro: No puedo nombrar uno. Sería una lista. Muchos.
Rocío: ¿Un animal? El Negro: El gato. Rocío: ¿Una película? El Negro:
El Padrino. Todas las de El Padrino.
El reportaje terminó. Sin embargo Rocío todavía no está conforme. Tarda
en pedirle al Negro lo más importante: un dibujo. Y el Negro se lo hace.
En la tele del bar un noticiero transmite las imágenes del huracán Katrina
y la inminencia de Rita. Pasan imágenes de un reportaje. Pero éstas
no son noticias para Rocío. Noticia es la suya. Su reportaje al Negro.
Y ahora es mi turno. No estoy menos nervioso que la nena. Porque si
un don tiene la literatura del Negro es hacerles sentir a sus lectores
la estupidez humana. El Negro logra este efecto sin soberbia, con una
inteligencia que, cuando asoma es sabiduría, y la irradia también sobre
el lector. Tal vez esto es lo que hace que su literatura, sin preocuparse
por los prestigios de género, supere la contradicción civilización/barbarie
que se traslada en la literatura entre lo culto y lo masivo poniéndose
simplemente a escuchar con una percepción que le envidiaría el mismísimo
Puig. Esta es la naturaleza de su escritura, que puede funcionar como
denuncia de las vilezas familiares de la clase media en picada, las
traiciones amorosas, los crímenes domésticos, los fracasos del machismo
y las defecciones de presuntos heroísmos. Superando el costumbrismo,
sus cuentos le entran sin anestesia a una realidad que lastima. Quien
no se haya reconocido en uno de sus cuentos, miente. Y se miente. Y
cuando el Negro te mira vos tenés la certeza de que no te está juzgando.
Simplemente, te comprende. Por algo el Negro es el artista de todos.
NO SE SI HE SIDO CLARO
Al observar la trayectoria
de Fontanarrosa como humorista quizá pueda notarse que, desde sus inicios,
cuando era un pibe fan de Pratt, hasta conseguir una personalidad gráfica,
una vez lograda, su dibujo empezó a aquietarse en la exploración gráfica,
a volverse cada vez más igual a sí mismo, mientras que sus cuentos fueron
avanzando en incisión, en un ahondamiento del lenguaje y en la construcción
de las tramas, más preocupado por el detalle que hace a la construcción
del personaje y la atmósfera que por el gag de impacto directo. La lectura
de la realidad, los climas, la puesta en escena del absurdo en los instantes
en apariencia monótonos de intimidad de lo cotidiano, eso le interesa
ahora. En tanto, ni Boogie, el Aceitoso ni Inodoro Pereyra, el Renegau,
perdieron eficacia: los diálogos y los globos fueron incursionando en
una mayor teatralización del lenguaje y esto, con seguridad, se debió
a la escritura de cuentos.
Vamos a decirlo de una vez, y de paso explicamos la razón de ser de
esta entrevista: Fontanarrosa es uno de los narradores argentinos más
notables y menos pillados, con una llegada inmensurable a un público
que, además de serle fiel, aumenta y aumenta sin parar mientras el escritor,
como recelando de este fenómeno, se mantiene, sin creérsela, en una
reserva irónica, apartado de todo circuito literario y toda rosquita
de consagración. Sus seguidores componen un público diverso que va desde
los hinchas de fútbol a los lectores de comics.
Todo esto explica por qué
Fontanarrosa fue elegido para abrir el último Congreso de la Lengua
en Rosario, su ciudad, y también para cerrarlo en lugar de Saer, a quien
se le había confiado el cierre, pero que estuvo imposibilitado de hacerlo
aun por teleconferencia debido a su enfermedad. En el Congreso, con
su habitual socarronería de pibe que parece haberse colado más que haber
sido un invitado de lujo, un Fontanarrosa tímido y desacralizador dejó
empequeñecidos a figurones como Saramago. Fontanarrosa, en su intervención
en el Congreso, fue corto y conciso, se refirió a algo que constituye
la materia de sus personajes: la lengua y las malas palabras. Con modestia,
Fontanarrosa pidió una amnistía para lasmalas palabras. Porque sus personajes,
hombres, mujeres, pibes, pertenecientes a una clase media baja, cada
vez más baja, hablan así y Fontanarrosa los escucha con unción pues
ellos son las criaturas de su narrativa y sus "bocas sucias" son la
carne con la que crea esos relatos en los que si una función cumple
el humor es atenuar las miserias sociales, miserias de clase. Y también
las humanas, muchas veces individuales.
Sobre fútbol y literatura
UNO NUNCA SABE
El Negro tenía unos pocos años más que Rocío cuando estudiaba dibujo
técnico en el industrial con el Goro, el Goro es el arquitecto Gorodischer,
esposo de la gran escritora Angélica Gorodischer. El Negro, según cuenta
el Goro, era vagoneta. Un día el Goro lo reprendió con severidad: si
no se aplicaba, se acuerda el Goro que le garantizó, no iba a ser nadie
en la vida. Pasado el tiempo, se ríe el Goro, el alumno Fontanarrosa
llegó a ser alguien. Y en una exposición consagratoria en el Museo Castagnino,
ya humorista consagrado, expuso unos de sus primeros dibujos donde,
al pie, indicaba: "Colección Arquitecto Gorodischer". Así como al Goro
le gusta acordarse de esta historia, también al Negro, que tiene su
versión: "Es que en esa época yo ya estaba haciendo por correspondencia
el curso de los Doce Famosos Artistas, donde entre otros grandes del
dibujo, además de Pratt, estaban Breccia y Del Castillo".
"Yo le digo a mi hijo Franco
que no hay diploma de músico ni de jugador de fútbol. Los diplomas no
cuentan y el talento no siempre ayuda: lo que cuenta es el trabajo.
Yo me considero un dibujante correcto, que no tiene el afán del virtuosismo.
Virtuosismo tienen Crist, Caloi o los Breccia. Es que un buen chiste
salva un mal dibujo, pero no al revés. Y esto me pasa con los cuentos,
que escribo tres y cuatro veces. Me pregunto qué es lo que voy a contar,
cuál es la situación, cuál es el género, a qué corresponde y después,
recién después, el cómo contarla. Ahora, por lo general escribo a mano,
en cuadernos. Gabi, mi mujer, pasa en la compu lo que puede descifrar
de mi letra y después corrijo de nuevo. Nunca se termina de corregir."
Vicente Battista:
Fútbol y literatura, FM Freeway
Antes de subir al micro
para entrevistarlo al Negro volví a leer algunos de sus libros de cuentos.
Digo algunos. Porque en su totalidad sobrepasan la decena. Y como si
esta cantidad fuera escasa, en estos días el Negro está entregándole
a su editor y amigo, Daniel Divinsky, un libro más. Bromeando, por teléfono,
le avisé previamente al Negro que venía en el micro intentando leer
su obra completa. "Un viaje a Rosario no te va a alcanzar", dijo. "Hubieras
sacado un pasaje a Río."
Los últimos cuentos del Negro, como lo señaló en otra entrevista, vienen
alejándose cada vez más de la parodia que tanto supo rendirle. La parodia,
en su narrativa, empieza quizá en Sobre la podrida pista, una nouvelle
de los ‘70, que caricaturizaba los relatos más burdos de la serie negra,
los de Mickey Spillane o Brett Halliday en sus abominables traducciones
mexicanas o españolas. Y llega, hasta acá, caricaturizando la literatura
japonesa, la ramplonería aforística, la mitología de guapos y tangueros,
el testimonialismo reality, la crónica de viajes, la bobaliconada de
la mística new age, lo que se te ocurra. La parodia, en la escritura
de Fontanarrosa, pasa por encima de la imitación a lo Chamico, como
firmaba Conrado Nalé Roxlo sus imitaciones a la manera de las prosas
consagradas de su tiempo. La parodia en el Negro es más totalizadora
y en primer plano: el auscultar los discursos y sus formas, los diferentes
registros que circulan en la actualidad si se piensa que todo es relato.
Pero al Negro, como se dijo, ya no le entusiasma tanto la parodia. No
es que haya perdido afición a la parodia, admite. Y se explica: "¿Pero
cuánto tiempo se puede mantener la parodia? Tenés un mecanismo, te pegás
a su funcionamiento, lo exacerbás. Tarde o temprano se agota, se falsea
el mecanismo. Quizá lo que pasa es que ahora me interesa más contar
algodesde mi propia voz". De ser así, ¿cómo surge esa propia voz en
un cuento que no es paródico, uno de los cuentos "realistas" que ahora
parecen preocuparle más? Y le pongo un ejemplo: Julito, un cuento que
pertenece a la colección Usted no me lo va a creer: un adolescente trae
a su casa una valija y la esconde bajo su cama. Los padres le recriminan
su conducta, le rezongan, lo flanquean con un discurso moral sobre su
comportamiento atorrante hasta que descubren que el contenido de la
valija es un fangote de dólares. Entonces la actitud de los padres cambia.
"Ahí –dice el Negro–, lo que buscaba era indagar sobre los dobles discursos."
Tres grandes: Miguel Rep,
Fontanarrosa y Caloi
"En otros cuentos trato
de usar la primera persona, de ponerme en el lugar de los otros. A mí
me gustaría tener lo que tienen algunos músicos: oído absoluto. Porque
uno, por más que se esmera, no escribe como la gente habla. Por más
que uno tuviera oído absoluto, no alcanzaría. Uno edita. Como esa vez
que le hice un reportaje a la Brujita Verón. No podía transcribirlo
tal cual, con los ecos del ambiente, las vacilaciones, los balbuceos.
Pero tenía que conseguir que las inflexiones, la respiración, el tono,
todo, sonara real. Entonces tenía que editarlo. Es decir, hacer una
simulación. Por ejemplo, con las repeticiones, para que sonaran ciertas.
Y eso se aprende con la lectura. Fijate Hemingway cómo repite palabras.
Cómo repite ‘dijo’. A menos que tengas una idea y que sea necesario
no repetir para sugerir algo distinto, en un estado de ánimo, como podría
ser ‘advirtió’, quedate con el ‘dijo’."
"Hace poco pasó por acá Dal Masetto. Yo lo leí mucho al Tano. Y hace
poco había leído Bosque. Estuvimos hablando bastante. A mí lo que me
gusta de su manera de contar es que el narrador nunca supone. Lo que
no ve el protagonista no lo cuenta. Sólo cuenta lo que ve. Yo soy un
lector clásico. Como lo era también el Gordo Soriano. Quiero que me
cuenten una historia. Que ocurra el mismo fenómeno de encantamiento
como cuando viene un amigo y me dice ‘Esto no me lo vas a creer’. Cuando
de pibe descubrí a Cortázar, me impresionó. Entonces me dije: Si tengo
que contar no puedo hacerlo sencillo. Pero después leí a los norteamericanos,
que fue en la época en que leía a Pavese, otro escritor que me deslumbró,
y se me aclaró, me di cuenta de que no era así. Que se podía contar
sencillo. Lo que pasa es que contar sencillo no es fácil, exige todo
un aprendizaje."
TE DIGO MAS
A propósito del aprendizaje, El Negro cuenta: "En mi casa había libros
porque mi madre era muy lectora. Por gusto leía ella. De todo. Yo estaba
enganchado con la colección infaltable, la Robin Hood. Hasta que un
día agarré un libro de los que leía mi madre, uno de Huxley. No me acuerdo
si era Un mundo feliz o Contrapunto. Entonces me di cuenta de que ahí
había otra cosa. Después, Viñas. Dar la cara creo que fue lo primero
que leí de Viñas. Toda una revelación fue: los personajes puteaban como
mi viejo, hablaban como nosotros. Entonces me sentí interpretado. Y
eso era válido: reflejar el alrededor era válido. Viñas es para mí el
recuerdo del primer escritor argentino importante que leí, un autor
argentino distinto. Nada que ver con Amalia, María, esas novelas que
te imponían en el colegio. Viñas era cercano. Y lo era por el lenguaje.
Pensemos que en esa época hasta el cine era artificial: los personajes
hablaban de tú. Quizá lo real empezó a pasar por la tele. Aunque después
se fue produciendo un ida y vuelta con lo real: la tele copia la realidad
y la realidad copia la tele".
Cuando
se le pregunta si la fidelidad a la lengua no puede acaso restarle otros
lectores, otros públicos, el Negro insiste en la cuestión del lenguaje.
Hace poco Alfaguara publicó en España su narrativa dividida en dos gruesos
tomos. La crítica y la prensa en general, dice como justificándolos
por haberlo tratado bien, conocían su trayectoria. Sin citarlo, el Negro
coincide con Beckett en que "la patria de un escritor es su lengua".
"Es que si vos leés un cubano, un venezolano, querés que suspersonajes
hablen como hablan ellos y no el neutro de los Simpson. No hace mucho
fui al teatro a ver Art. Y precisamente por la asepsia de la traducción
no sabés dónde pasa esa obra. Fijate vos en una película de Kubrick,
Full Metal Jacket, la jerga en que hablan los soldados. Kubrick respetó
la manera de hablar del libro original de Michael Herr, la lengua de
una tropa de infantería yanqui. ¿Cómo traducir eso? Siempre es mejor
ser fiel a la propia lengua. Siempre. Prefiero que los personajes hablen
su propio idioma. Por supuesto habrá cosas que no se comprenderán, pero
es mejor que un castellano neutro. Y esto se agradece en un cuento de
box, por ejemplo. Aunque no sepás la jerga del box, igual te avivás
de qué viene la historia."
EL FUTBOL ES SAGRADO
Le había anticipado al Negro que quería conversar de literatura y que
perdonara mi ignorancia deliberada de todo lo que es fútbol. Habíamos
acordado que el fútbol, justamente por mi ignorancia, para salvar el
papelón, quedaría fuera de la entrevista. Pero el Negro fue acomodando
la pelota, como sin querer, en la conversación. De pronto, sin dejar
de lado la literatura, estábamos en el fútbol. Daniel Samper, mencionaba
ahora el Negro. Hermano del presidente de Colombia, periodista estrella
y escritor. Vive en Madrid. "Samper siempre dice que el periodismo latinoamericano
creció leyendo el Billiken y el Gráfico. Yo, por ejemplo, me siento
más cerca del periodismo. Casi no leo ficción. Leo reportajes, biografías
o eso que es fiction non fiction. Pero lo que sí me genera expectativas
y ansiedad es escribir."
"Cuando leía a los norteamericanos me daba cuenta de que ellos escribían
sobre deporte. Hemingway sobre boxeadores, sobre toreros. Mailer sobre
Clay. Philip Roth describe en uno de sus libros la literatura norteamericana
como si se tratara de un partido de baseball. Pero acá esto no pasaba.
De acuerdo, Cortázar y algún otro más habían escrito sobre box, pero
sobre fútbol, nadie. Y el fútbol era y es nuestro deporte nacional.
Uno que fue pionero fue el uruguayo Enrique Estrázulas que, creo que
fue en Crisis, escribió sobre Pepe Sasía, un jugador magnífico. Desde
el barro se llamaba el cuento. Y no transcurría en la cancha sino afuera.
A mí me llamó mucho la atención ese cuento porque por este lado nadie
escribía sobre fútbol. Hasta que empezó Soriano. Después, Sasturain.
Y no muchos más. Quien más ayudó a difundir esta relación entre el fútbol
y la literatura fue el periodista Alejandro Apo con su programa de radio.
Es que escribir sobre fútbol no es contar un partido, lo que pasa en
la cancha, sino lo que está afuera, lo que rodea y hace a la cancha.
Como hicieron los norteamericanos con sus boxeadores: la pelea es lo
de menos. Y lo que interesa no es el combate en sí sino lo que hace
a su esencia."
Al Negro no se le escapa una cualidad de su literatura: "En las ferias
de libros, la gente que se me acerca no viene por la literatura. Se
me acerca por el fútbol. Es decir, no son lectores ‘cultos’".
Encuentro entre Roberto Fontanarrosa
y Osvaldo Soriano
FONTANARROSA DE PENAL
Escribir sobre la escritura del Negro es todo un riesgo. La bibliografía
sobre su obra es inabarcable. Son escasos y contados los escritores
que no se ocuparon de subrayar los méritos de su narrativa. Rodrigo
Fresán, Juan Sasturain, Elvio Gandolfo, Daniel Link, Marcelo Birmajer,
Sergio Olguín y Pablo de Santis son apenas algunos de los que escribieron
sobre el Negro en los últimos años. La enumeración completa sería interminable.
Además de haber participado en el Congreso de la Lengua, antes el Negro
está citado varias veces en el volumen La narración gana la partida
de la Historia crítica de la literatura argentina de Noé Jitrik. Sin
embargo, considerado un autor a la vez popular y de culto, el Negro
permanece al margen del gallinero literario. Lo suyo, más bien, es lo
de Mark Twain. Al referirse a Mark Twain, en Por qué leer los clásicos,
Italo Calvino festeja su profesión de ética social.Twain tiene el mérito
de hacer esta profesión sincera y verificable, más que muchas otras
cuyas ambiciosas pretensiones didascálicas. El gran mérito de Twain
sigue siendo el de haber dado la prueba de un estilo de alcance histórico:
el ingreso del lenguaje hablado americano con la estridente voz de Huck
Finn. Toda su obra a pesar de que parece desigual e indisciplinada,
indica lo contrario. Twain se nos presenta como un infatigable experimentador
y manipulador de instrumentos linguísticos y retóricos.
Retomando lo que Calvino opina de Twain, los cuentos del Negro, los
más despiadados y, a la vez, más conmovedores son aquellos donde tus
vecinos, o también vos, protagonizan escenas en las que el límite entre
nobleza y rafañería es borroso. Cada lector que se sumerja en la lectura
de sus libros de cuentos hará su antología personal. Pero el fenómeno
no se agota acá sino que se reproduce cuando sus lectores, al comentar
sus cuentos favoritos, empiezan a contarlos como si se tratara de cuentos
populares, y entonces se produce ese milagro que persiguen en su sueño
muchos escritores: que la historia, Madame Bovary, por ejemplo, adquiera
vida propia y borre el nombre de su creador. Viene al caso quizáz una
observación más: el Negro, a diferencia de otros autores, para su narrativa,
no ha apelado a un seudónimo. Tampoco se ha quitado un segundo nombre
ni agregado o quitado un segundo apellido. O dejado sólo el apellido.
En la tapa de sus libros de cuentos publicados por De la Flor siempre
firma R. Fontanarrosa. Hay algo del orden de la escolaridad en ese modo
de firmar, como el pibe que pone la inicial de su nombre y el apellido
en la prueba que debe entregar. Y ésa es su identidad.
Si bien reconocido por los escritores, al Negro le importa, más que
el mundito "intelectual", el de sus lectores. Basta un ejemplo, a propósito
de su cuento Mamá. Contado en primera persona, en clave de relato iniciático,
Mamá es la historia de un hijo que cuenta los vicios secretos de su
madre y los va disculpando. El tabaco, el alcohol, el juego. Hasta que
un médico le diagnóstica que el verdadero problema de su madre no es
ni el tabaco ni el alcohol ni el juego sino la "ninfomanía". A partir
de ahí el hijo decide no evocar más a su madre y prefiere no enterarse
de qué se trata esta enfermedad. Una vez publicado el cuento, al Negro
lo llamaron tías y vecinas: Robertito, le dijeron, nosotras no sabíamos
que tu mamá era así.
Empezó el partido. Arde el fuego de la pasión entre todos los
hinchas. Esa pasión que inflama sus corazones con el mismo
entusiasmo que al pibe que va con el padre por primera vez a la
cancha, a conocer en persona al equipo que será dueño de su amor por
el resto de su vida. Este libro homenajea esa pasión con cuentos
sobre padres e hijos, hinchas, relatores y jugadores de ayer, que
dejaban la piel en el césped más allá de los premios y los sueldos,
se peinaban con gomina por respeto y se bancaban todos los
guadañazos, descosiendo los hilos gruesos de las pelotas de tiento y
salían a la cancha aún con fiebre o resaca, haciendo de su profesión
un culto al amor por la camiseta.
Para ustedes, fieles amantes del deporte más popular, son estas
historias.
Fuente: Programa Libros y Casas,
Clic para descargar.
El más sorprendido fue Chalo cuando (no iban ni cinco minutos de empezado
el partido) el Lalita se cruzó toda la cancha y le entró muy fuerte
y abajo a Pascual y Pascual, aún antes de caer pesadamente junto a la
línea del área, le preguntó al Lalita por que no se iba a la recalcada
concha de su madre puta. Pensándolo bien, recordaba luego Chalo (los
brazos en jarra, algo alejado del quilombo) antes de empezar, había
escuchado a los muchachos conversando mientras se cambiaban en ese vestuario
de mierda y Polenta se había dicho que, seguramente, Pascual y Lalita
se iban a cagar a trompadas otra vez. Es más -rememoró Chalo, viendo
como los muchachos trataban de separar a los calentones- Salvador lo
había cargado bastante a Pascual preguntándole si esa tarde lo iban
a echar de nuevo por cagarse a trompadas con el Lalita.
- ¿Será posible? -pasó a su lado el ocho de ellos, buen jugador, callado-.
Siempre lo mismo con estos dos infelices.
- Cosa de locos -dijo el Chalo, tocándolo en la panza, en gesto de amistad.
- ¡Aprendé a jugar al fútbol, choto de mierda! -gritaba, ya de pie,
Pascual, contenido a medias por Norberto.
- ¡Sí, seguro que vos me vas a enseñar, pajero! -respondió Lalita.
- ¿Ah no? ¿Ah no? ¿No te voy a enseñar yo? ¿No te voy a enseñar yo?
Sabes comó te enseño, la puta madre que te parió!
- ¡Seguro! ¡Vos me vas a enseñar, forro! ¡Vos me vas a enseñar a jugar
al fútbol!
- ¡Choto de mierda, en la puta vida jugaste al fútbol, sorete!
- ¡Vos me vas a enseñar, maricón!
- ¡Sorete, sos un sorete mal cagado!
Tal vez ese concepto de "maricón" exaltó más a Pascual, que se libró
del esfuerzo de Norberto y se le fue encima al Lalita. El Alemán se
abalanzó para agarrarlo, con Prado y el flaco Peralta. El referí pegaba
saltitos en torno al tumulto como un perro que no puede zambullirse
en una pelea multitudinaria.
- ¡Pero dejalos que se maten! -gritó desde lejos el cuatro de ellos-.
¡Dejalos que se maten de una vez por todas esos boludos!
- ¡Así nos dejan jugar tranquilos!
- ¡Vení, vení a enseñarme, maricón! -insistía Lalita, contenido por
sus compañeros, viendo como Pascual se debatía entre una maraña de brazos.
- ¡Callate, pelotudo! -se anotó, desde lejos, Hernán, con escaso sentido
de la oportunidad en el uso del humor-. ¡Si vos tuviste poliomelitis
de chico y no te dijeron!
- ¡Pero pisale la cabeza a ese conchudo! -saltó de pronto Antonio corriendo
también hacia Lalita-. ¡Siempre el mismo hijo de puta ese hijo de puta!
Allí Chalo pensó que el conflicto se generalizaría.
- ¡Antonio! ¡Antonio! -trato de pararlo el Negro.
- ¡Agarralo! ¡Agarralo, Pedro!
- ¡Hijo de mil putas, la otra vez hiciste lo mismo! -recordaba Antonio,
medio estrangulado por un brazo de Pedro, las venas del cuello a punto
de estallar, la cara roja como una brasa.
- ¿Qué querés vos? ¿Qué querés vos? -Lalita se volvió hacia Antonio,
estirando el mentón hacia adelante. Dos de ellos lo agarraron de la
camiseta y otro de la cintura.
- ¡Te hacés mucho el gallito porque nuncan te han puesto una buena quema!
- ¡Aflojá, Lalita, no seas boludo!
- ¡Te echan, pelotudo, te van a echar!
- ¿Qué querés vos? ¿Qué querés negrito villero y la concha de tu madre?
- ¡Tito! ¡Paralo, carajo, paralo!
- ¡Cortala, cinco, no te metás que es peor!
- ¡Pará, Mario, pará!
- ¡Te voy a reventar, la concha de tu madre! -Pascual se había zafado
de los que lo contenían y corría en un movimiento semicircular hacia
su enemigo tratando de eludir los nuevos componedores que se le interponían.
Chalo se dejo caer sentado sobre el césped sin llegar a entender demasiado
bien como se podía armar semejante quilombo cuando incluso algunos no
habían llegado siquiera a tocar la pelota (como él). Miró al dos de
ellos y enarcó las cejas en señal de complicidad.
- ¿Podés creer, vos? -dijo el otro, parado en el círculo central y acomodándose
los huevos. Escupió a un costado.
Prácticamente todos los muchachos, sin olvidar al tío del Perita (fiel
y único hincha del "Olimpia") se habían metido en la cancha y estaban
separando a los beligerantes. Eran dos grupos que se movilizaban en
bloque, hacia atrás o hacia adelante, correlativos unos con otros, como
dos arañas negras y deformes, de acuerdo a los impulsos mas o menos
homicidas de los contendientes.
- ¡Vos me vas a venir seguro a enseñar a jugar al fútbol, sorete! -la
seguía Lalita-. ¡Seguro que vos me vas a venir a enseñar!
- ¡No te enloquesá, Lalita! ¡No te enloquesá! -repetía una voz aguda,
desde afuera, como un sonsonete.
- ¡Choto de mierda! ¡Choto de mierda! -Pascual se atragantaba con las
palabras y despedía por la boca una baba blanca, casi acogotado por
los compañeros-. ¡Claro que te voy...! ¡Choto de...! -obnubilado, no
encontraba los mas elementales sinónimos para enriquecer sus agravios
y recaía siempre en las mismas diatribas-. ¡Choto de mierda! ¡Chotazo!
El árbitro, apreciando un claro en el tumulto, dió dos zancadas mayúsculas
hacia adelante, manoteó el bolsillo superior y anunció a Pascual.
- ¡Señor! -y le plantó una tarjeta roja incandescente frente a los ojos.
Pascual ni lo miró. Después el árbitro giró con la misma aparatosidad,
caminó tres pasos hacia Lalita y repitió el gesto de la mano en alto,
como dando por terminado el problema. A Pascual ya se lo llevaban hacia
el costado. Lalita caminaba medio ladeado, aplastado en parte por el
peso de sus compañeros, buscando todavía con los ojos a su rival, respirando
fuerte por la nariz, como un toro.
- ¡Dejame! ¡Dejame, Miguel! -pidió, sofocado, y hasta llegó a tirar
un par de piñas a sus amigos.
- Ya está, Lalita -le recitaba el cuatro al oído-. Cortala.
El lungo que jugaba al arco le pasó un par de veces la mano por el pelo,
comprensivo, pero el Lalita apartó la cabeza, negándose a la caricia.
- ¡Señores! ¡Señores! -gritó el referí-. ¡Miren! ¡Miren! -y mostró la
fatídica tarjeta roja casi oculta en la palma de la mano, como una carta
tramposa-. ¡No la guardo! ¡No la guardo! ¡La tengo en la mano! ¡Al primero
que siga jodiendo lo echo de la cancha! ¿Estamos? -y salió corriendo
para atrás, elástico, señalando con la mano donde debía ponerse la pelota-.
¡Juego, señores!
Y decían que no había que joder mucho con ese árbitro. Que era cana.
Que siempre andaba con un bufoso dentro del bolso. Así le había contado
Camargo al Chalo, porque lo conocía de la liga de Veteranos Mayores,
los que están entre los 42 y la muerte.
Cuentos
del fútbol argentino
Antología
de una pasión nacional
Selección y prólogo de Roberto Fontanarrosa
Es probable que esta antología haya comenzado a gestarse en su
antecedente inmediato, que con selección y prólogo de Jorge Valdano
reunió hace dos años a escritores de España y América latina tras
una tapa con el mismo título de este libro (sin las restricciones
del gentilicio, por supuesto). O quizá todo haya empezado en los
pies de los jugadores que pasaron por el inolvidable Alumni, allá
cuando el siglo actual nacía, para, después de décadas, crecer con
las gambetas y los goles de Sarlanga, Di Stéfano, Bianchi, Kempes o
Maradona; los relatos de Fioravanti o Muñoz, y los anhelos de
cualquier chico que en un potrero soñó con llegar a primera... Quién
sabe. Tampoco interesa demasiado. Lo realmente importante es que
este deporte plástico y viril para unos, violento e insensato para
otros, ya forma parte, a su modo, de nuestra historia literaria. Y,
para demostrarlo, Roberto Fontanarrosa seleccionó textos que van
desde la anécdota chispeante y el relato ingenioso hasta la pintura
del drama social y humano que a veces envuelve tanto al ídolo como
al más miserable de los hinchas.
Dentro de esta variada gama, las aguafuertes más logradas
corresponden a Osvaldo Soriano, Alejandro Dolina y el propio
Fontanarrosa, quienes, conocedores de los códigos barriales, recrean
satíricamente y con envidiable ingenio la magia del picado, los
amistosos y las sacrificadas ligas regionales.
Por su parte, Guillermo Saccomano, Juan Sasturain y Marcos Mayer se
ajustan a las reglas del cuento creando obras que se despegan de lo
anecdótico y alcanzan la dimensión artística necesaria para bucear
en el fracaso, el resentimiento, la locura y los sueños que habitan
en el fútbol como fenómeno social. A los trabajos de ellos se suman
dos obras maestras del género: "Falucho", de Pacho O`Donnell, que
desnuda con crudeza el mundo anónimo de un hincha y sus absurdas
ansias de heroísmo, e "Insai izquierdo", de Humberto Costantini, que
narra magistralmente la inestable relación entre un gran jugador
venido a menos y sus simpatizantes.
En este mismo sentido, el de las relaciones humanas (pues qué es si
no esa suerte de rechazos y adhesiones entre la hinchada y el
deportista), se expresan los trabajos de Juan Pablo Feinman, Liliana
Heker y Marcelo Cohen. Es de lamentar que el cuento de este último
narrador, aunque excelente, esté ambientado en España y que el
lector deba realizar una forzada conversión de términos como chutar,
portería y carrerilla, más cuando de fútbol argentino se trata. Del
resto de los autores, Rodrigo Fresán, Luisa Valenzuela, Elvio
Gandolfo y Héctor Libertella no consiguen despegarse de lo meramente
anecdótico y, al respecto, cabe mencionar que varios de los trabajos
son inéditos, lo que mueve a la sospecha de que fueron realizados
especialmente para esta antología y, por ende, no alcanzan el vuelo
de lo escrito sin la imposición del tema. Aunque nunca falta la
excepción, y en este caso se trata de Inés Fernández Moreno, quien,
sorprendiendo desde su condición de mujer, compone un breve y
formidable cuento en el que se rinde homenaje a los relatores
radiales y se pone de manifiesto la ilusión colectiva que genera la
camiseta albiceleste.
Por último, y para demostrar que nadie podía permanecer ajeno a esta
pasión de multitudes, Fontanarrosa incluyó en su selección una
aguafuerte "lunfarda" del recordado periodista Luis Sciutto, quien
con el seudónimo de Diego Lucero dejó unas inolvidables crónicas
deportivas, y un cuento de Bioy Casares y Borges, que por medio del
célebre Bustos Domecq asisten al extraño caso de la desaparición de
los estadios de fútbol. En fin, una antología para todos los gustos
y para todos los aficionados, no importa cuál sea el cuadro de sus
amores.
Ya sentado en la vereda, la espalda empapada contra la pared del quiosco,
las piernas extendidas sobre el piso, desprendidos los cordones de los
botines, Chalo se apretó fuerte los parpados para mitigar el escozor
profundo que le producía el sudor al metérsele en los ojos. Sin decir
palabra, el Lito, al lado suyo, le alargó la botella de Seven familiar,
casi vacía. Chalo tomó unos seis tragos apurados, puso despues el culo
frío y humedo de la botella sobre su muslo derecho, eructó con deliberación
y se secó la boca.
- Hay que joderse -exhaló-. Qué manera de correr al pedo -y le extendió
la botella a Salvador que esperaba, mirando la calle, las manos en la
cintura, a su lado.
- ¡Chau, loco! -gritó Antonio, subiendo al auto de Pedro, yéndose- ¡Chau,
Salva!
- ¿Hablastes con el referí? -le preguntó Lito. Antonio se encogió de
hombros.
- ¿Para qué?
- Para que no te escrache en el informe.
- Me echó por tumulto.
- Por pelotudo te echo -rió Salvador. Antonio levantó la mano, se metió
en el auto de Pedro y Pedro puso marcha atrás cuidando de no caerse
en la cuneta.
- Veinte fechas le van a dar a este -dijo Salva, limpiando el pico de
la botella de Seven con la manga de la camiseta verde. Chalo no contestó.
Apenas si tenía aliento para hablar. Lito, más que sentarse a su lado,
se derrumbó, con un quejido animal.
- Parece mentira -dijo Chalo-. Cuando yo jugaba en la "25 de Mayo",
donde no hay limite de edad, pensaba que los veteranos serían más tranquilos,
que cuando pasara a la liga de veteranos las cosas se iban a tomar de
otra manera.
- Nooo... -Lito se reía.
- ¡Pero es peor! Es indudable que las locuras se agudizan cuando viejos.
Acá me he encontrado con tipos de cincuenta, cincuenta y pico de años,
que se cagan a trompadas, le pegan al referí, se putean entre ellos,
más que los jóvenes.
- Y... -dijo Lito-. Las manías, cuando viejo, se agudizan...
- Además, Chalo -Salvador ya había encontrado las llaves del auto entre
los mil bolsillos de su bolsón deportivo-. El fútbol es asi. Hay tipos
que descargan todas las jodeduras de toda la semana acá en la cancha.
Yo he visto a tipos cagarse a trompadas en un partido de papi, en un
mezclado, que no son ni por los puntos ni por nada. Un picado cualquiera
y se han cagado a trompadas, oíme.
- Sí -aprobó Chalo-. Son calenturas del juego...
- Es así -cerró Salvador. Dijo "Chau muchachos", puso en duda su presencia
para el difícil compromiso del sabado siguiente contra el Sarratea y
se fue hacia el auto rengueando ostensiblemente de su pierna derecha.
Chalo se inclinó con esfuerzo hacia sus medias, ceñidas bajo las rodillas
por dos banditas elásticas, y las fue bajando hasta enrollarlas sobre
los tobillos. Recién allí cayó en la cuenta de cuanto necesitaba liberar
su circulación sanguínea de tal tortura y se preguntó como había podido
sobrevivir hasta ese momento bajo presión semejante. Volvió a recostarse
contra la pared caliente.
- De todas maneras -retomó- por más que sean cosas del fútbol, esto
de Pascual es difícil de entender.
- No son cosas del fútbol, Chalo -dijo Lito, sin mirarlo.
- Dejame de joder... ¡No iban más de cinco minutos!
- No son cosas del fútbol, Chalo... -Lito hizo un paréntesis largo-.
Acá el asunto viene de lejos. Un asunto de guita.
- Ah... Ah... -se contuvo Chalo. Empezaba a comprender. Lito bajo la
voz, confidente, como si alguien pudiese oirlo.
- Pascual le salió de garantía de un crédito a Lalita. Y el Lalita lo
cagó. De ahí viene la cosa.
- Ahhh... Ese es otro cantar.
- Claro... Eran socios, o algo así. A mí me conto el Hugo, que era cuñado
del Lalita en esa época. Tenían una gomería o algo así, no sé muy bien.
Y la cosa vino por el asunto del crédito.
- Bueno, ya me parecía -dijo Chalo-. No te digo que uno no vaya a entender
que dos tipos se agarren a piñas en un partido, porque es lo más común
del mundo... Pero, cuando ya uno ve que un tipo, a los cuatro minutos
de estar jugando, se cruza la cancha para estrolarlo a otro, y después
se reputean de arriba a abajo... Ya sale de lo común, es sospechoso.
- No -precisó Lito-. La cosa viene de antes. Son cosas extrafutbolísticas
-. Con un esfuerzo digno de un levantador de pesas, Chalo se puso de
pie.
- Y ahora les van a dar como ocho fechas a cada uno-dijo.
- Lo menos. Porque son reincidentes -aprobó Lito.
Fueron ocho las fechas,
o diez, o quince. Lo cierto es que, en la segunda rueda, en el partido
revancha contra Minerva, Pascual y Lalita estaban en la cancha. Hasta
los veinte minutos del segundo tiempo no sucedió nada e incluso dio
la impresión de que habían surtido efecto los reiterados consejos de
los compañeros de ambos bandos en el sentido de que los seculares contendientes
evitaran la conflagración. Hubo un par de cruces, sí, alguna trabada
dura, fuerte pero abajo, pero Pascual y el Lalita ni se miraron después
tras el choque, atentos a aquello de "reciba y pegue callado" que tantos
futboleros pregonan virilmente. Pero, casi sobre el final, en una jugada
tonta que no los tuvo como protagonistas directos, los envolvió esa
violencia recurrente que parecía ser su sino. Hubo de nuevo corridas,
gritos, insultos y el consabido intercambio de golpes entre Pascual
y el Lalita, al punto que todos se olvidaron de los otros dos anónimos
jugadores que habían iniciado la escaramuza para ocuparse de ellos.
La tarjeta roja en alto, elevada por el árbitro con la firmeza y pomposidad
con la que puede elevarse un cáliz, marcó, simplemente, el final de
un nuevo capítulo para los duelistas.
Una hora después, sentados a una mesa de "El Morocho de Abasto", Chalo
apuraba una cerveza con el Alemán. Y el Alemán no cesaba de preguntarse
como podía ser Pascual tan pelotudo.
- Es que... -inició Chalo, consciente de que quien tiene la información
tiene el poder-. No es un fato meramente futbolístico, Alemán. Hubo
un quilombo de guita entre ellos.
El Alemán lo miró, curioso.
- Me contó Lito -siguió Chalo-. Una cuestión de un crédito. Parece que
Pascual salió de garantía.
- No -la respuesta del Alemán fue lo suficientemente breve y segura
como para cortar a Chalo- Eso fue después.
- Me lo contó Lito.
- Te lo contó Lito. Pero Lito solamente sabe esa parte porque el llegó
al equipo hace tres años recién. Eso fue después. Yo sé la justa, Chalo.
El quilombo fue de polleras. Lala, en la facultad, estuvo a punto de
casarse con una mina y el Pascual se la chorió.
- ¿En la facultad?
- Y el Pascual se la chorió.
- ¡Entonces se conocen de hace una punta de años!
- ¡Añares! Amigos de pendejos. Entonces Pascual se casó con esa mina,
su actual mujer para más datos, sin saber que la mina le había salido
de garantía al Lalita en un crédito para una moto.
- ¡Ah! ¡Y ese es el crédito famoso!
- Ese es el crédito famoso. Por supuesto, Lalita, en llamas porque el
otro le había choreado la mina, dejó de pagar el crédito, y el Pascual
se tuvo que poner rigurosamente hasta el último mango. Eso le hizo un
buen buco al Pascual.
- Mirá vos. Así había sido la cosa.
En el camino de vuelta hasta la casa, Chalo no dejó de pensar en las
mujeres, en el dinero, temas por siempre conflictivos que pueden llegar
a torpedear una amistad, en apariencia milenaria, como la de Pascual
y el Lalita. Y siguió cavilando sobre eso casi hasta el final de la
segunda rueda, máxime que se había hecho bastante compinche con el Pascual
mismo, hombre en el que había descubierto una afabilidad y un certero
sentido del humor tras la apariencia rústica y silenciosa del áspero
cuevero. Y quiso el destino ("empeñado en deshacer" diría el tango)
que en la cuarta fecha del torneo Consuelo, volvieran a encontrarse
en el campo con Minerva. Y que volvieran a enfrentarse sobre el campo
de juego Pascual y Lalita, quienes, para colmo, no faltaban nunca a
sus compromisos futboleros. Como arrastrados por un designio oriental
y fatalista, los presentes asistieron puntualmente a las consabidas
trompadas, insultos y forcejeos que terminaron, esta vez, con cinco
hombres fuera de la cancha.
Suplente de un ocho nuevo que habían traído de "La Cortada", Chalo,
recostado sobre un césped que se hacía yuyo, miraba el despelote desde
bastante lejos, sin siquiera levantar la cabeza de la pelota que le
servía de almohada, propiedad del hijo más chico del Cabezón Miraglia.
- El asunto no es futbolístico, Cabezón -le confío, locuaz, al Cabezón
Miraglia, que todavía estaba rumiando su bronca por no haber entrado
de titular-. Hubo un problema de mujeres.
Miraglia no contestó. Siguió masticando chicle, mirando como el Pascual,
desaliñado, caminaba hacia afuera de la cancha y se tiraba unos veinte
metros más alla, en su ya remanido sendero hacia el exilio de la expulsión.
El Cabezón giró hacia Chalo, se acercó un poco más como para que el
viento que favorecía al equipo adversario no llevara sus palabras hacia
Pascual y, mientras pateaba prolijamente un hormiguero, le dijo al Chalo:
- Eso fue después, Chalo.
- ¿Como después?
- Lo de la mina fue después. La cosa fue política, más que nada...
Chalo frunció el entrecejo sin quitar sus manos entrelazadas de bajo
la nuca, sintiendo el roce auténtico y voluptuoso de la pelota a gajos
hexagonales. Le parecía mentira asistir a ese relato por capítulos futbolísticos,
fecha a fecha, expulsión tras expulsión, que lo iba ahondando en la
vida de dos sujetos conocidos casualmente en las canchas de fútbol,
abocados a la defensa de una divisa. El Cabezón se agachó para seguir
contando.
- En la secundaria, Pascual era dirigente estudiantil de izquierda.
Estaba en una de esas agrupaciones como el P.T.P., el R.T. nosecuanto,
una de esas. Te estoy hablando de los sesenta. Y el Lalita militaba
con él. Y un día, yo pienso que debe haber habido uno de esos clásicos
celos por la dirigencia, una cosa así, el Lalita se aparece en la escuela,
ya estarían por sexto año, con una foto del Pascual, de traje blanco,
bailando en una fiesta del Jockey Club.
- ¡No me jodás! -se asombró Chalo.
- ¡Te imaginás! -se rió el Cabezón-. En esa época, pasabas nomás frente
al Jockey Club y ya eras un conservador, un facho...
- ¡Claro! Estaba todo tan politizado...
- Y de traje blanco para colmo el Pascual. En una de esas fiestas a
todo culo que se daban ahí.
- Lo crucificaron.
- Lo hicieron mierda. Los compañeros de ruta no se lo perdonaron.
- El Pascual habrá dicho que el puesto que no se ocupa lo ocupa el enemigo
-volvió a reírse Chalo.
- No sé, no sé. Pero se le acabó la carrera política. Pasó de golpe
a ser un chancho burgués, un enemigo de la clase obrera.
Se quedaron un rato en silencio, mirando el partido. Tatino acababa
de perderse un gol increíble.
- Es por eso que, después... -retomó el Cabezón-. Pascual se empecinó
en afanarle la mina al Lalita. Porque creo yo que fue un capricho, nomás.
En venganza.
- Pero mirá vos -se quedó pensativo, Chalo, mirando al cielo. El Cabezón
había empezado a trotar porque Salvador le gritaba "Calentá, calentá!",
mientras se agarraba el rebelde aductor derecho que lo tenía loco desde
hacía mucho.
Fue Pascual quien le pidió a Chalo que lo alcanzara con el auto. Se
había puesto un viejo pantalón de salir sobre el pantaloncito de fútbol
y después se había vuelto a calzar pero sin atarse los trabajosos cordones,
a los que arrastró hasta que salieron del predio. "Un chico" comparó
Chalo, mientras desestimaba la idea de decirle que se atara los cordones
porque se podía cagar de un golpe. Y luego, ya en el auto, siguió dando
vueltas a los conceptos de dinero, mujeres y política, que entreveraban
sus coordenadas y llevaban a dos personas mayores, como Pascual y Lalita,
a romperse literalmente la crisma del mismo modo formal y caballeresco
con que aquellos románticos personajes cruzaban sus espadas en el relato
de Conrad.
-... porque me han dicho que vos, con el Lalita, se conocen de hace
mucho -se animó a decirle, por fin, al Pascual, tras un largo silencio
en el auto, solo amenizado por el sobrio comentario radial de José Pipo
Parattore desde el estadio "Gabino Sosa" de Central Córdoba. El mismo
Pascual le había dado pie, tras quejarse de que le ardía una peladura
en la rodilla y tambien el piñón voleado que le había acertado Lalita
en medio del despelote.
- Mucho. Demasiado -crispó una sonrisa, Pascual, tocándose una ceja-.
Es al pedo -concluyó, con esa críptica frase donde no se entendía bien
si encerraba un escepticismo existencial frente al misterio de la vida,
o una desalentada conclusión ante el inútil acopio de años de amistad,
o de la convicción del guerrero de cara a una lucha que adivina estéril
e inconducente.
- Pero... claro... -se animó Chalo, quizá ante la ambiguedad de la afirmación
de Pascual-. Me contaban que no es un asunto futbolero, ¿no? De lo contrario,
sería difícil de entender. Por más que uno entienda perfectamente que
te podes cagar a trompadas incluso jugando un cabeza en un pasillo...
Pascual volvió a sonreir, o quizá fue solo la expulsión de un poco de
aire de sus pulmones.
- ¿Qué te contaron? -apuró.
Chalo esgrimió la mano derecha en el aire, como espantando una mosca,
antes de depositarla de nuevo sobre la palanca de cambios.
- El asunto de un crédito -intentó ser vago-. Un fato relacionado con
la política, algo así...
Omitió el detalle de la mujer, temiendo meterse en temas demasiado privados
o bien deschavar al ocasional informante. Pascual estiró otra sonrisa
apretada mientras se tocaba la nariz. Pareció que iba a sumirse en uno
de sus habituales silencios de cuevero. Pero la siguió.
- Te informaron mal -dijo.
- Bueno... te cuento...-mintió Chalo- que no fueron conversaciones formales.
Fueron, digamos, comentarios al pasar, opiniones...
- Ya sé, ya sé... Pero te informaron mal.
Ya habían llegado. Chalo puteó para sus adentros. Tal vez hubiese debido
retrasar la marcha, pero la maniobra dilatoria hubiera sido demasiado
ostensible. Pascual abrió la puerta de su lado, puso el bolso sobre
sus muslos y saco el pie derecho como para bajarse. "Me pierdo el final"
pensó Chalo.
Pascual se había tomado del borde del techo del auto con su mano diestra
para dar el envión de salida. Era muy grandote.
- ¿Sabés de cuando lo conozco yo al Lalita? -dijo, pese a todo-. ¿Sabés
de cuando lo conozco yo a ese hijo de puta? -Chalo lo miraba fijo-.
De cuando teníamos los dos cinco años y jugábamos en el baby del club
Fisherton.
- Mirá vos -dijo el Chalo.
- ¿Y sabés de donde arranca todo? ¿Sabés de donde arranca la bronca?
Chalo negó con la cabeza.
- De un día en que jugábamos contra El Torito y al Lalita le hacen un
penal y nos peleamos por patearlo. Mirá lo que te digo. Cinco años teníamos.
Pascual, ya incorporado, medio cuerpo metido dentro del auto, osciló
los cinco dedos de su mano derecha frente a los ojos de Chalo.
- ¿Qué? -amagó reirse Chalo-. ¿Lo quería patear él?
- ¡Tomá, patear él! -percutió el puño cerrado como un émbolo, Pascual-.
El penal se lo habían hecho a él, pero el que los pateaba siempre era
yo. Esa era la orden que yo tenía del director técnico. Pero él ya era
un pendejo caprichoso. Y nos cagamos a trompadas -Pascual se refregó
la cara con la palma de la mano, como con intención de desfigurarse-.
¡Cómo nos cagamos a trompadas ese día, Dios querido! Y de ahí viene
todo...
Se irguió por completo y cerró la puerta. Chalo se inclinó un poco para
verle la cara.
- ¿De ahí viene todo?
- De ahí. Lo demás llega por añadidura. Pero el quilombo empieza con
aquel penal.
Pascual dijo chau con la mano y se metió en su casa. Chalo puso primera
y se fue, pensando. La vida era mas simple de lo que uno suponía, al
final de cuentas.
Porque yo lo conocí a Cardaña. Y porque lo conocí
a Cardaña puedo afirmar que mucho se equivocan aquellos que juzgaron
o juzgan al áspero centrohalf peñarolense a través de la imagen recogida
en los campos de juego.
Yo se que es difícil imaginar, suponer, adivinar, una personalidad tierna
y sensible escondida tras la carnadura hosca y prepotente del capitán
de los aurinegros. Yo entiendo que no es sencillo intuir el gesto amable
o la frase cordial en un hombre que hizo del encontronazo cruel, la
pierna arriba o el gesto acerbo, una marca personal e indeleble a lo
largo de su prolongada campaña. A lo sumo, admito, era factible entrever
en el la grandeza, el coraje y una hombría de bien reconocida incluso
por aquellos que fueron sus victimas, encarnizados rivales o detractores.
Pero yo lo conocí a Cardaña y creo que fui uno de los pocos privilegiados
que pudo compartir su circulo áulico, cimentado en el respeto mutuo
y los afectossobreentendidos. Y fue ese respeto, ese sobreentendido.
el que me permitió ser testigo de un hecho, de una anécdota, que echa
por tierra el equivocado concepto de considerar a Wilmar Everton Cardaña
como un mero cacique huraño, un ríspido patrón de la media cancha, temido
y evitado por los rivales. Cuantas veces el insulto hiriente, el epíteto
injusto, el cántico soez, cayo desde la gradería rival sobre la humanidad
generosa de mi amigo!
Sin duda alguna, muchos de aquellos que ayer desgranaron los mas pesados
e injuriosos improperios contra Wilmar Everton Cardaña se sentirán incómodos
o arrepentidos al finalizar de leer esta nota que revela la otra cara
del ídolo deportivo. Cuanta nobleza habitaba el pecho inconmensurable
de Wilmar!
Cuanto valor cívico podía esconderse bajo el glorioso numero cinco prendido
a la mirasol peñarolense, ya fuera sobre el césped del Estadio Centenario,
en cualquier campo de la vecina Buenos Aires, o en la grama misma de
tantos y tantos estadios brasileños donde los frágiles y siempre pusilánimes
morenos le temían como a una figura mitológica !
No por nada, mi amigo y colega Pablo Aladino Puseya, inolvidable periodista,
desaparecido ya, que supo firmar sus columnas en "El Tero Alerta" de
Rocha con el ingenioso seudónimo de "Banderín de Corner", bautizo a
Cardaña como "El Hombre". Así, a secas, con mayúsculas, porque supo
advertir en Cardaña al luchador indoblegable, al deportista cabal de
vergüenza invicta, mas allá de la circunstancial controversia sobre
un puntapié a destiempo o una fractura expuesta.
Tiempo después, algún pícaro modifico el apelativo para extenderlo a
"El Hombre de Roble", lo que, en si, parecía configurar un elogio a
la increíble solidez de sus piernas ligeramente chuecas, pero que en
verdad escamoteaba la verdadera intención del apodo, que aproximaba
a Cardaña a la infame condición de "tronco". Lo avieso de la maniobra
lo certifica el hecho de que esta deformación de su apodo fue adaptada
velozmente por los seguidores de Nacional. Y no quedo allí la cosa,
porque después de aquel desgraciado incidente con Fanego (el veloz punterito
de Huracán Buceo que se destrozara una clavícula contra el alambrado
olímpico en un cruce fortuito con Cardaña) parte de un periodismo no
propiamente imparcial, paso a llamarlo "El Hombre de Neanderthal".
Quisiera que esta anécdota, que puedo contar dado el particular contacto
que tuve con el caudillo indiscutible de Peñarol, eche algo de luz sobre
la "leyenda negra" que sobre el se derramara desaprensivamente. A mucho
tiempo de los hechos, pienso que el mismo Cardaña, refugiado hoy en
la paz y el reposo de su hogar en Treinta y Tres, me perdonara que refiera
lo ocurrido en circunstancias de aquella histórica final del 54, tema
que el, por pudor y humildad, jamás quiso develar.
Puede que el relato aporte también nuevas referencias a los amigos tangueros,
ya que lo sucedido en torno a esa final inolvidable fue inmortalizado
en un tango que, precisamente, lleva por nombre "La numero cinco". La
anécdota revelara que el titulo de la pieza se refiere a la casquivana
pelota de fútbol, y no al numero que lucia la camiseta de Wilmar Everton
Cardaña sobre sus dorsales, ni al que identificaba (este fue un rumor
poco serio y malintencionado) a una damisela aspirante al trono de "Miss
Paysandú" y por quien, dicen, suspiraba el inspirado compositor de tangos.
Aquella mañana del 3 de noviembre de 1954 llegue al hotel Olinto Gallo,
donde se alojaba habitualmente el plantel de Peñarol, palpitando encontrarme
con un clima de nervios y tensión, acorde con la magnitud del gran encontronazo
final con el clásico enemigo de todos los tiempos: Nacional. Había una
efervescencia formidable en Montevideo y los tamborines de la murga
"Los que pelan la chaucha" no habían dejado de atronar el barrio de
La Tumba en toda la noche.
Sin embargo, me halle con un grupo de muchachos -jugadores, técnicos
y dirigentes- departiendo mansamente luego del desayuno, al parecer
olvidados de la proximidad de la justa. Pero esa primera impresión fue
efímera. Algún gesto falso, ciertas torpezas en los movimientos, un
par de respuestas destempladas o el rechinar penetrante de algunas dentaduras,
denotaban el crispamiento interior, el desgarro insoportable de la espera.
Pregunté por Cardaña y me contestaron que el recio capitán se había
retirado a su habitación luego de merendar. Subí a su pieza, con la
familiaridad que me confería su actitud amistosa hacia mí, y me invitó
a pasar con un gruñido. Wilmar Everton Cardaña era hombre de pocas palabras,
muy pocas, como todo hombre criado en el campo, entre vacas y animales
poco propensos al dialogo. Creo que hasta ese DIA -y ya llevábamos mas
de dos años de amistad-, solo le había contabilizado nueve palabras,
monosilabitas en su mayoría. Y vale la pena consignar que mas de la
mitad de ellas las había gastado en una sola frase, previa a otro partido
importante, cuando levantándose imprevistamente de una tertulia, anuncio:
"Permiso, voy a ir al baño".
Era así, directo, franco, hombre de llamar al pan, pan, y al vino, vino,
y no podían esperarse de él frases grandilocuentes o inflamados discursos.
De más esta decir que era la tortura de los periodistas radiales quienes,
mas de una vez, debieron quitarle los auriculares sin haber obtenido
de el ni un dato, ni un nombre, ni una fecha. Encontré a un Cardaña
taciturno y cariacontecido, cosa que atribuí a la responsabilidad del
partido de la tarde. En aquella época no habían proliferado las líneas
de ropa deportivas; por lo tanto, en las concentraciones, los playera
usaban sus propios atuendos a veces de gustos caprichosos o discutibles.
Cardaña llevaba puesto un saco marrón, colocado al revez, o sea, con
la pechera sobre la espalda,lo que lo hacia parecer sujeto por un chaleco
de fuerza.
-Es por el pecho- me dijo, señalándose el cuello. Yo sabia que sufría
de severas anginas de pecho. El cigarrillo -aquellos cigarritos negros
"Barbudas", de la época, que solía lucir detrás de la oreja durante
los partidos- le había instalado una tos seca en el pulmón derecho y
una tos convulsa en el izquierdo. Parecía mentira que un hombre que
fumaba como el, casi siete etiquetas por DIA, pudiese tener ese despliegue
incesante y depredador en el campo de juego.
Cuantos jugadores de hoy en DIA, con los tan mentados y publicitados
sistemas de entrenamiento, dietas especiales y cuidados dignos de una
odalisca quisieran poseer aquella inagotable capacidad física que acreditaba
Cardaña, aun considerando sus excesos y descuidos! Cuantos de los señoritos
de hoy en día, atentos siempre a sus peinados y manicuras, se hubieran
atrevido a mostrarse a la prensa en saco de calle vuelto del revés,
camiseta musculosa debajo y pantalón pijama, sin temor a ser el hazmerreír
o al escarnio!
En la misma habitación de Cardaña estaba Nelson Amadeus Farragudo, aquel
implacable marcador de punta, el del gol agónico al Wanderers en el
49, de sombrero de fieltro sobre los ojos, tomando mate. Le decían "El
Buitre" Farragudo, no solo por la nauseabunda peladura de su cuello,
sino porque, cual la conocida ave carroñera, era quien caía sobre los
restos de las victimas de Cardaña, cuando este recibía a los delanteros
rivales por el medio de la cancha. Por la mustia actitud de Farragudo
-mitigaba el sonido del mate cubriéndose la cabeza con una toalla- comprendí
que algo no andaba bien en mi amigo, su compañero de pieza, el legendario
centrohalf peñarolense.
Por si no lo he dicho, Wilson Everton Cardaña tenia una cara de rasgos
grandes, muy marcados. Las cejas, negras y pobladas, se juntaban sobre
el puente de la nariz. Los ojos, sin ser bellos, eran saltones y parecían
querer fugarse por debajo de unos párpados gruesos, de piel porosa como
la de los citrus. La nariz era prominente, larga, carnosa, de aletas
amplias.
La boca se abultaba bajo el bigote generoso y se alargaba hacia los
costados, pareciendo que las comisuras profundas podían alcanzar los
peludos lóbulos de las orejas, también enormes.
Entre estos lóbulos y la boca, sin embargo, se interponían dos hondonadas
como tajos, arrancando desde los pómulos protuberantes para bajar y
delimitar con claridad el mentón avanzado y desafiante. Daba la impresión
de que uno podía tomar esa porción inferior de la cara, por aquellos
surcos que partían de las mejillas, y quitarla de allí, como si fuese
un aditamento plástico removible. Había en ese rostro algo perturbador
y obsceno pero, al mismo tiempo, sobrecogedor. Era como contemplar un
fiordo inmemorial, un precipicio de roca desnuda, el magma primigenio.
Era asomarse al inicio de la naturaleza. Y ese rostro, aquel DIA, estaba
transfigurado.
Consciente Cardaña de que yo había percibido ese clima extraño y dislocado,
fue hasta una cómoda y saco algo de uno de los cajones. Pronto se me
acerco con la facilidad que le daba nuestra confianza mutua, y me extendio
una hoja de papel azul.
-Es una carta- me aclaro.
Ley la carta y, en ella, con una letra despareja, salpicada de errores
ortográficos, decía: "Soy casi un niño y, desde hace mucho tiempo, me
hallo encerrado en una oscura sala del Hospital Muñoz. Padezco de un
mal reversible y, por eso mismo, no estaré el domingo en el estadio
para alentar al glorioso Peñarol. Si no es mucho pedir, me aria muy
feliz tener en mis manos la pelota con que se juegue el encuentro, firmada
por todo el plantel mirasol. Si es necesario pagar, adjúnteme la factura,
que oblare gustoso con dinero que he ahorrado privándome de la medicación.
Suyo, José Petunio Invenianto, cama 747."
Confieso que termine de leer aquella carta con los ojos nublados por
el llanto. Cuantos purretes de hoy en DIA, deslumbrados por el artificio
de la tecnología y la banalidad de la computación, serian capaces de
solicitar a su ídolo deportivo el humilde y significativo obsequio de
una pelota?
Cuantos niños de la actualidad, engañados por la urgencia de una sociedad
que no sabe de la pausa para la charla amable o la reflexión, tendrían
la delicada paciencia de solicitar la pelota para "después" del partido
y no para "antes" del mismo, con todos los inconvenientes que esa voracidad
podría provocar en la popular justa?.
Pero mi sorpresa fue inmensa y total cuando alce los ojos. Allí, delante
mío, Wilson Everton Cardaña, "El Hombre", "El Capitán Invicto", "El
Hacha" Cardaña estaba llorando. Aquel que hiciera callar de un solo
chistido a 150.000 brasileños aterrados en el estadio Pacaembu, cuando
la final de la Copa Roca! Aquel que se bajo los pantaloncitos y el calzoncillo
punzo para mostrar sus testículos velludos, uruguayos y celestes a la
Reina Isabel en el mismísimo estadio de Wembley! Aquel que ya a los
ocho años quebrara en tres partes el tabique nasal a su profesora de
música en la escuelita sanducense... estaba llorando! Esta cartita escrita
sobre el burdo papel azul por aquel botija preso en la fría sala del
Hospital Muñoz había hecho el milagro de ablandar el corazón, en apariencia
fiero, del granítico centrohalf de Peñarol y la selección uruguaya.
No abundare en detalles ni cederé a la tentación periodística de recordar
los avatares de aquel partido memorable que termino con el resultado
por todos conocido. Calle la historia por mi presenciada en la habitación
de Cardaña, por pudor y por prudencia, consciente de que no saldría
de mis labios ese relato, como así tampoco de los del "Buitre" Farragudo,
austero en su vocabulario como en su manejo del bacón.
El lunes, al DIA siguiente del encuentro, acudí al Hospital Marcelo
Muñoz, a ser testigo del final de la historia. Esperaba hallar allí
tan solo a Cardaña pero cuan grande seria mi sorpresa al ver a las puertas
de nosocomio el plantel integro de Peñarol, algunos aun con la camiseta
puesta bajo el saco, deseosos de cumplir con el pedido postal! Y lo
increíble, lo conmovedor, es que no se habían reunido allí por un acuerdo
previo o concertado.
Uno a uno, por su propia cuenta, con la misma coordinación que ponían
en el campo de juego para implementar la ley del off-side o presionar
a un juez de línea, habían llegado hasta el Muñoz para acompañar al
capitán en la entrega del preciado regalo! Cuanto planteles de la actualidad,
ahítos de dinero y fama fácil, serian capaces de repetir aquella escena,
aquella convocatoria, llevada a cabo por hombres simples y cabales,
deportista que no conocían los devaneos en torno a contratos fabulosos
ni los desplantes exigentes por unas cuantas monedas de oro, antes de
comenzar algún encuentro?.
Y entonces fue el sinceramiento. Ante esa presencia masiva y espontánea,
frente a tanta humanidad enternecida, Wilson Everton Cardaña no aguantó
mas y lloró como una criatura. Lo seguí yo y luego el plantel. LLoramos
abrazados sin avergonzarnos de los facultativos que nos miraban con
cierta curiosidad o de los transeúntes que acertaban a pasar por el
lugar. Algún periodista, mal periodista, arriesgo luego la mezquina
versión que el plantel de Peñarol lloraba aun el lunes la ignominia
de la abultada derrota, soslayando el hecho irrefutable de que se trataba
tan solo de un acto de amor y desprendimiento. Cuantos periodistas de
hoy en día, mercenarios que ponen su pluma al servicio de quien mas
paga, habrían hecho exactamente lo mismo que aquel sicario de la prensa
amarilla!.
Desahogados en parte, pero aun trémulos por lo tocante de la escena,
pudimos seguir rumbo a la sala 2, media hora mas tarde. Adelante, Cardaña,
con la numero cinco entre sus manos enormes. Atrás, yo y el plantel,
encolumnados en un remedo de la tantas veces repetida entrada a la cancha.
Y quiero ser cauteloso al narrar lo que sucedió después, ya que tuvo
ciertos rasgos sorpresivos e inesperados. Como así también advertir
al lector que mi fidelidad al relato me obliga al uso de palabras que
no son de mi predilección, a pesar de ser moneda corriente en la vía
publica.
Fue casi simultaneo entrar en la sala 2 e individualizar al pequeño
que había solicitado el obsequio. Tendría doce, trece años y, cubierto
por un camisón blanco de tela basta, se hallaba de pie sobre su cama,
expectante, mirando hacia la puerta como si nos hubiese adivinado. Tal
vez el revuelo de enfermeras y doctores lo alerto, quizás la intuición
infantil, o tal vez el hecho de que, nosotros, nos acercábamos cruzando
los largos y umbrosos pasillos cantando la Marcha del Deporte. Pareció
no dar crédito a lo que veían sus ojos, las pupilas se le empañaron
y comenzó a temblar como atacado por la fiebre. Impresionado, Cardaña
se acerco a el y le entrego la pelota firmada por todos.
El pibe la miro, nos miro a nosotros, volvió a mirar la pelota, nos
volvió a mirar a nosotros y finalmente grito:
-Hijos de puta! Como pueden perder con esos chotos de Nacional?
Confieso que nos quedamos estupefactos, helados por lo sorpresivo de
la agresión.
-Como carajo puede ser que esos putos nos hagan cuatro goles?- siguió
gritando el imberbe, ya absolutamente desaforado, roja la cara, las
venas del cuello tensas, como a punto de estallar-. Hijos de mil putas!
Troncos de mierda! Metanse la pelota en el culo!.
Y, acto seguido, arrojo el bacón al rostro de Cardaña, estrellándolo
contra su nariz. Vi palidecer al capitán y temí lo peor.
-Vendidos!- seguía, para colmo, el botija- Se vendieron como unos miserables!
Cuanta guita les pusieron para ir para atrás, guachos de mierda?
Vi a Cardaña dar un paso hacia el muchacho y supe que no podría contenerlo.
-Cagones!-vocifero el chico, empinándose hasta caer, casi, de la cama-.
Maricones! Vayan a trabajar, ladrones!
Advertí, en el ultimo instante, el brillo asesino de tigre en los ojos
de Cardaña, el mismo que había apreciado tantas veces en las inmediaciones
del arrea, y supe que atacaba. Se lanzo con los dos pies hacia adelante
en la temida "patada voladora" y alcanzo al muchacho en pleno tórax,
de la misma forma que puso fin a la carrera de Alberto Ignacio Murinigo,
el prometedor numero nueve del River Plate. Cayeron los dos del otro
lado de la cama y, sobre ellos, se abalanzo una docena de enfermeros
que se habían acercado
atraídos por los gritos del botija.
Salimos destrozados del Muñoz. Los muchachos de Peñarol, heridos hasta
lo mas recóndito por la injusticia de los agravios recibidos. Yo, por
lo estremecedor de la escena presenciada.
Al día siguiente, un medico de guardia me informo que el chico tenia
cuatro costillas fisuradas, lo que obligaría a prolongar su interacción
seis meses mas. También me dijo que el botija padecía de una calvicie
irreversible, y que había solicitado permanecer internado a los efectos
de no concurrir a una escuela técnica que detestaba. Que era un buen
chico, en verdad muy hincha de Peñarol y que, meses atrás, se había
hecho regalar un planeador firmado por un diestro del volovelismo que
había batido un record sudamericano.
Muy pocos conocen esta anécdota, ya que una conjura de silencio se cernió
en torno a ella. Yo me abrigue en el secreto profesional para no revelarla.
El plantel de Peñarol callo el suceso por un natural prurito del deportista
derrotado y en cuanto al agresivo muchacho, tengo información de que
aun sigue en el mismo hospital, aunque ahora con el cargo de "jefe de
enfermeras". Wilmar Everton Cardaña siguió jugando, desparramando coraje
y sangre charrúa en cuanto campo de juego le toco en suerte asolar.
Siguió acrecentando su fama de guapeza y virilidad sin limites. Siguió
mostrando, en suma, una sola de sus dos caras o facetas: la del enérgico,
pétreo y filoso centrohalf de los de aquellos tiempos.
Apenas un puñado de sus mas íntimos guarda, como un tesoro, el secreto
de aquellas lagrimas que supo derramar ante el conmovedor y sencillo
pedido de un niño.
Los 73.000 espectadores que concurrieron el 15 de enero de 1988 al Duisburg
Stadium de Oberhausen no pudieron dejar de apreciar que entre los protagonistas
del espectáculo había significativas ausencias.
Y no se trataba, por cierto, de que el Ruhr 214 no alistara entre sus
filas a Hans "Caperucita" Gfrörer, o bien que entre los fervorosos "barqueros"
del Postfach no estuviese Fritz, "El talabartero" Kiepenheuer. Lisa
y llanamente, lo que brillaba por su ausencia aquella tarde en el Duisburg
Stadium era el público, dado que, la "Effektivaterien Ballönem Helveticen"
había anunciado el match como una prueba piloto de un nuevo sistema
de "referato a distancia". Efectivamente, a escasos cien metros del
coqueto estadio de Oberhausen, los concurrentes podían advertir una
misteriosa construcción de cemento, de forma tubular, que alcanzaba
la respetable altura de 75 metros.
Esta torre no representaba ventaja alguna, y más podía confundirse con
un monumento moderno, o con alguna reminiscencia emblemática de la majestuosidad
nazi que con lo que verdaderamente era: la central computarizada de
control desde donde se dirigía el encuentro. Los curiosos asistentes
al match tampoco podían adivinar que, bajo sus pies, una intrincada
maraña de cables, sensores electrónicos, filamento inalámbricos y terminales
computadorizadas, unían el estadio propiamente dicho con la torre de
referato.
Dentro de la torre, a una altura de 50 metros sobre el nivel del piso,
se encuentra la nave central, a la cual se accede mediante el servicio
de tres elevadores, uno para el árbitro y los restantes para ambos jueces
de línea.
Quien entra allí, a ese vasto recinto privado de luz natural y arrullado
por el permanente murmullo de los acondicionadores de aire, podrá pensar
que se halla en alguna de las centrales de control de vuelo de la NASA,
o bien que ha caído en el vientre mismo del Nautilius, el legendario
sumergible del capitán Nemo.
Ciento veintisiete pantallas
de televisión, prolijamente alineadas, emiten su mensaje, desde las
paredes levemente curvadas del salón. En frente de ellas, en medio de
ellas, tres hombres, tres profesionales del difícil arte del referato
futbolístico, recepcionan hasta el más mínimo detalle de cuanto ocurre
sobre el campo de juego. Allí, alejados de la gritería ensordecedora
de la turbamulta, ajenos a la indudable presión que configura el hostigamiento
de los partidarios, los colegiados pueden dirigir, asépticamente, el
encuentro.
El sistema, costoso hasta el momento, simplifica notablemente la tarea
del árbitro y ha reducido en forma sensible los disturbios en los campos
de juego. El juez, fría su mente, gozando del privilegio de beber su
marca de cerveza preferida en tanto vigila a los 22 jugadores, cuenta,
entonces, con la inestimable ayuda de mil ojos electrónicos, que complementan
los suyos.
En cuanto detecta una infracción, oprime un botón y un silbato estridente
se escucha a unos cien metros más allá, en todo el estadio. Si la jugada
no ha sido clara o si la infracción es dudosa, el colegiado cuenta con
otro valioso recurso para calmar y convencer, en forma palmaria, al
bando que se considera perjudicado: con otro simple botón desplegará
sobre las dos inmensas pantallas electrónicas colocadas en ambas cabeceras
del estadio, la escena repetida, con detención de imagen y ampliación
de los ángulos necesarios para refrendar con sólidas razones la penalidad
adoptada.
Cualquiera podría suponer que esa maniobra requeriría dos o tres minutos
en concretarse, con el consiguiente retraso y ruptura del ritmo del
partido.
Pero no es así, ya que la memoria computarizada seleccionará entre los
centenares de enfoques de la misma acción, las cuatro o cinco que considera
más gráficas y contundentes, brindando al juez, en una fracción de segundo,
la posibilidad de poner frente al público las que juzgue más válidas.
Todo esto, sin que la máxima autoridad del match sufra el reproche de
los jugadores ni sus estentóreos reclamos.
Más simple aun, para le nuevo sistema de referato, es eliminar cuanta
duda pueda presentarse respecto de balones fuera de juego, balones ingresados
o no tras la línea de la portería o bien, incluso, ante la siempre controvertida
"Ley del Offside". Un sistema televisivo tipo "Fotochart" turfístico,
elimina cualquier clase de duda, ya que le ojo eléctrico que patrulla
la línea del último defensor captará, precisará y denunciará a quien
reciba el balón en posición prohibida.
En los casos de un discutido hand, por ejemplo, donde ni siquiera la
visión televisiva puede dictaminar en un ciento por ciento el contacto
del balón con la mano del defensor, también la insospechable computación
vendrá en auxilio del señor árbitro, puesto que las pantallas mostrarán
la acción, agregando un luminoso pespunte verde. Nilo de coordenadas
y flechas indicatorias que avalan la posibilidad o la imposibilidad,
de que dicho contacto haya tenido lugar.
De cualquier manera, el revolucionario sistema, llamado provisoriamente
A.U.P. (Arbipeissal Und Perspecktiven) admite también el encanto de
la controversia. Nadie puede negar el importante condimento que significa
para el partidario del fútbol la discusión en la oficina, durante toda
la semana, sobre si tal o cual fallo estuvo acertadamente tomado. Y
no puede tampoco, quitársele al aficionado común la posibilidad de exorcizar
sus frustraciones y represiones domésticas, denostando la figura del
colegiado. Así ha sido siempre y lo seguirá siendo, aunque en menor
medida con el nuevo sistema, que también deja, sabiamente, resquicios
para la discusión.
En algunos casos, muy puntuales, el poder de decisión quedará en manos
del clásico y consabido criterio personal del árbitro. Allí, como siempre
la falibilidad humana seguirá alimentando el intercambio de opiniones.
Se dará, por ejemplo, con la inefable "Ley de la ventaja". No habrá
computadora, entonces, que ayude a dictaminar a su referí si tal o cual
jugador cometió una infracción adrede o sin quererlo, como tampoco contará
el árbitro con ayuda tecnológica para decidir si el delantero que se
proyectaba solo hacia el gol ha de caer definitivamente o podrá continuar
con su carrera, luego del golpe que intentara derribarlo.
La misma incógnita deberá enfrentar el colegiado cuando deba determinar,
sin respaldo científico alguno, cuándo una "mano" dentro del área, es
intencional o casual, ya que no hay todavía, por fortuna, computadora
alguna que esté conectada con el cerebro mismo de los futbolistas. Se
podrán repetir, entonces, protestas o abucheos del público, pero ya
nunca de la magnitud de la ocurrida en torno al recordado árbitro internacional
belga, Henri Degrelle*.
Justamente en virtud de este suceso, la FIFA aceleró los estudios y
puesta en práctica del sistema A.U.P. De todos modos, ese grado de controversia,
ese resquicio de humana posibilidad de error ha sido minuciosamente
estudiado por los sicólogos que trabajaron en el proyecto para no revestir
al más popular de los deportes de un halo tecnocrático que le reste
espontaneísmo y creatividad. Así será, entonces, que los seguidores
partidarios de los conjuntos podrán continuar exteriorizando sus quejas
comosiempre, como en todas las épocas, a pesar de que, también en ese
orden, se han detectado indicios inquietantes.
En efecto, desde el 17 de junio último, un adelanto significativo se
puso de manifiesto en el campo de la protesta partidaria, en ocasión
de llevarse a cabo el clásico encuentro entre el Benelux-Gotha de Mons
y el Astipalaia de Grecia. Tras un discutido fallo del colegiado sueco
Gustavo Skelleftea, un proyectil misilístico del tipo M-L7, versión
soviética de segunda generación, impactó y redujo a polvo la torre de
control de referato. Se piensa que el proyectil fue accionado por un
fanático del Astipalaia, mediante un propulsor personal, desde atrás
del arco norte del estadio, distante casi unos 250 metros de la sólida
construcción tubular, aún hoy hecha escombros. "Ellos también han progresado
mucho", sólo atinó a decir Gerd Walde, titular del Consejo Arbitral
Germano y propulsor del sistema A.U.P., a título de conformista comentario.
Yo sé que ahora hay muchos que dicen que fuimos unos
hijos de puta por lo que le hicimos al viejo Casale. Yo sé, nunca falta
gente así, pero ahora es fácil decirlo, ahora es fácil. Había que estar
esos días en Rosario para entender el fato mi viejo. Ahora es fácil
hablar al pedo, ahora habla cualquiera.
Yo no sé si vos te acordás lo que era Rosario esos días
anteriores al partido. Y te digo esos días, desde semanas antes se venía
hablando del partido, la ciudad era una caldera. Porque eso era lo que
era la ciudad: una caldera. Claro, los que ahora hablan son estos turros,
que después vos los veías por la calle gritando y saltando como unos
desgraciados, festejando, en pedo, a los gritos y después, ahora te
salen con que son…..¿que son? moralistas…… De que se la tiran, hijos
de mil putas.
Ahora son todos piolas, es muy fácil hablar, pero si vos vieras lo que
era la ciudad en esos días hermano. Prendías un fósforo y volaba todo
a la mierda. No se hablaba de otra cosa, en los boliches, en la calle,
en cualquier parte, saltaban chispas, pero te lo juro. Y la cosa arrancó
con el fato de las cábalas, ó mejor dicho, de los maleficios. Hay que
entender que no era un partido cualquiera hermano, era una final, final.
Porque no era un final, final, era una semifinal. El
que ganaba después venía a jugar a Rosario, y le ganaba a cualquiera,
fuera Central como Newels. Acá le hacia la fiesta a cualquiera.
Y cómo estaban los lepra! Ellos tendrían que acordarse ahora, los que
hablan al reverendo pedo y nos vienen a romper las pelotas con el asunto
del viejo Casale. No se acuerdan esos turros cómo estaban los lepra,
no se acuerdan ahora! Había que aguantarlos, porque se corrían una fija!
Pero una fija se corrían hermanito! Que hasta creo que se pensaban que
nos iban a llenar la canasta. No que sólo se pensaban que nos iban a
hacer la colita, sino que además nos iban a meter cinco en el monumental
y para la televisión Pero porque no se van a la puta madre que los parió!
Que mierda nos van a hacer cinco goles estos culo roto!
La verdad hermano, con una mano en el corazón, tenían un equipazo! Un
equipazo de padre y señor mío! Hay que reconocerlo! Jugaban y daba gusto,
buen toque, te abrochaban bien abrochadito. Marito Zanabria, el Mono
Oberti. Dios querido, el Mono Oberti, qué jugador! Silva, el que era
de Lanus, el albañil, Montes de cinco, Santamaría, el cucurucho. Qué
se yo, era un equipazo! Un equipazo, hay que reconocerlo. Y la lepra
se corría una fija. Sabés cuántos había en la ruta el día del partido.
Yo no sé. Eran miles, millones. Yo no sé de dónde habían salido tantos
leprosos. Si son cuatro gatos locos! Y de golpe para ese partido aparecieron
como hormigas, de abajo de la tierra, esos desgraciados. Todos fueron!
Lo que era esa ruta, papito querido! Entonces oíme. Había que recurrir
a cualquier cosa! Hay partidos que no podes perder, tenés que ganar
o ganar! No hay tutía! Entonces si a mí me decían que tenía que matar
a mi vieja, que tenía que hacer cagar a Kenedy, me daba lo mismo hermano!
Hay partidos que no se pueden perder! Y qué! Te vas a dejar basurear
por estos soretes! Para que después te refrieguen y te pongan la bandera
por la jeta toda la vida! No mi viejo. Entonces hay que recurrir a cualquier
cosa. Es como cuando tenés un pariente enfermo viste. Tu vieja por ejemplo.
Que por ahí sos capas hasta de ir a la iglesia viste.
Y te digo yo, esa vez no fui a la iglesia. No fui a la iglesia porque
te juro que no se me ocurrió, mirá vos que si nó te aseguro que me confesaba.
Y todo si servía para algo. Pero con los muchachos nos enganchamos con
la cuestión de la brujería, de la ruda macho, de enterrar un sapo detrás
del arco de Fenoy, de tirar sal en la puerta de los jugadores de Newels.
Y de todas esas cosas de que siempre se habla.
Por supuesto que todas las brujas del barrio ya estaban laburando en
la cosa y había muñecos con la camiseta de Newels clavados con alfileres,
maldiciones pedidas por teléfono y hasta mi vieja, que no manya nada
de todo esto, tenía un pañuelo atado desde hacía como diez días, de
esos de Pilato, Pilato, sino gana Central en River no te desato. Después
la vieja decía que habíamos ganado por ella. Pobre vieja, si hubiera
sabido lo del viejo Casale. Pero yo le decía que sí, para no desilusionarla
a la pobre vieja.
Pero todo el fato de la ruda macho y el sapo de atrás del arco eran
que sé yo, cosas muy generales. Ya había tipos que lo estaban haciendo
y además el partido era en el Monumental. Y no te vas a meter en la
pista olímpica a enterrar un sapo porque vas en cana con 30 cadenas,
y no te saca ni Dios después hermanito.
Entonces me acuerdo que empezamos con la cosa de las cábalas personales.
Porque me acuerdo que estábamos en el boliche de Pedro y veníamos hablando
de eso, y veníamos y veníamos. Entonces por ejemplo resolvimos que a
Buenos Aires íbamos a ir en el auto del Dani, porque era el auto con
el que habíamos ido una vez a La Plata, en un partido contra Estudiantes
y que habíamos ganado dos a cero.
Yo iba a llevar por supuesto el gorrito, que venía llevando a la cancha
todos los últimos partidos, y no me había fallado nunca el gorrito ese.
A ese lo iba a llevar. Era un gorrito milagroso. El Cuqui iba a ir con
el reloj cambiado de lugar, o sea en la muñeca derecha, no en la izquierda,
porque en un partido contra no sé quien, se lo había cambiado en el
medio tiempo, porque íbamos perdiendo, y con eso empatamos.
O sea todo el mundo repasó todas las cábalas posibles, como para ir
bien de bien, no dejar ningún detalle suelto. Te digo más, estuvimos
como media hora discutiendo cómo mierda estábamos parados en la tribuna
en el partido contra Atlanta, para pararnos de la misma manera, en el
partido contra la lepra.
El boludo de Michi decía que él había estado detrás del Valija, y el
Miguelito porfiaba que era él, el que había estado detrás del Valija.
Mirá vos, hasta eso estudiamos antes del partido. Para que veas cómo
venía la mano en esos días. Sabés que te lleva eso, hermano, sabes que
te lleva a eso: el cagazo. El cagazo hermano, te lleva a hacer cualquier
cosa. Como lo que hicimos con el viejo Casale. Porque si llegábamos
a perder, mamita querida. Nos teníamos que ir de la ciudad, mi viejo.
Nos teníamos que refugiar en el extranjero, te juro. No podíamos volver
nunca más acá. Íbamos a parecer esos refugiados Camboyanos, que se tomaron
el piro en una balsa. Bueno te juro que si perdíamos, agarrábamos el
Ciudad de Rosario y por acá por el Paraná, nos teníamos que ir todos,
millones de canallas, no sé, a Diamante, a Perú, a Cuzco, a la concha
de su madre. Pero acá no se iba a poder vivir nunca más con la cargada
de los leprosos putos mi viejo!
Ya el Miguelito había dicho bien claro que él se la daba, que sí perdíamos,
agarraba un bufo y se volaba la sabiola, y te digo que el Miguelito
es capaz de eso y mucho más, porque es loco. Así que yo le creía.
O hacerse trolo! Y a otra cosa Mariposa. Darle a las plumas, y salir
vestido de loca por Pellegrini, y no volver nunca más a la casa, pero
te digo, nadie quería ni siquiera oír hablar de esa posibilidad.
Ni se nombraba la palabra derrota. Era como cuando se habla del cáncer
hermano. Vos ves que por ahí te dicen la papa, ó tiene otra cosa, algo
malo, pero el cangrejo mi viejo, no te lo nombra nadie!
Y ahí fue cuando sale a relucir lo del Viejo Casale. Era el viejo del
Cabezón Casale, un pibe que siempre venía al boliche, y que durante
años vino a la cancha con nosotros. Pero que ya para ese entonces, se
había ido a vivir al norte, a Salta creo. Lo vi hace poco por acá, que
estaba de paso. Y ahí fue que nos acordamos que en la casa del cabezón,
el viejo había dicho que el nunca pero nunca lo había visto perder a
Central contra Newels. Me acuerdo que nos había impresionado porque
ese tipo era un privilegiado del destino. Aunque al principio, vos te
preguntás, cómo carajo hizo este tipo para no verlo perder nunca a Central
contra Newels. Que mierda hizo! Este coso no va nunca a la cancha! Porque
oíme, alguna vez lo tuviste que ver perder. A menos que no vayas a los
clásicos. Y ojo que yo conozco muchos así. Que se borran bien borrados
de los clásicos. O que van en arroyito, pero que a la cancha del Parque
no van en la Puta vida.
Y me acuerdo que le preguntamos eso al viejo. Y el viejo nos dijo que
no. Y nos explicó que él iba siempre, un fana de Central que ni te cuento.
Pero se había dado, qué se yo, una serie de cosas, de casualidades que
hicieron que en un montón de partidos con Newels, él no pudiera ir por
un montón de causas que ni me acuerdo, ni se acuerda él. Que estaba
de viaje por Misiones, el viejo era comisionista. Que ese día se había
torcido un tobillo y no podía caminar. Que estaba engripado. Otra vez
le dolía un huevo. Que se yo. La verdad hermano, la posta era que al
viejo nunca le había tocado ver un partido en que la lepra nos había
ganado. Era un privilegiado el viejo! Y además un talismán. Porque así
como hay tipos mufas que te hacen perder partidos adonde vayan, hay
otros que si vos los llevás, es número puesto, tu equipo gana. No es
joda! Y el viejo Casale era uno de éstos. De los ojetudos.
Entonces ahí nos dijimos: este viejo tiene que estar en el monumental
contra Newels, no puede ser de otra forma, tiene que estar. Claro, dijimos,
seguro que va a estar. Si es fana de Central, canalla a muerte. Pero
nos agarro como la duda viste. Porque nosotros no era que lo veíamos
todos los días al viejo. Te digo más, desde que el Cabezón se había
ido al norte a laburar, al viejo de él no lo habíamos vuelto a ver en
la cancha. Ni en la calle, ni en ninguna parte. Además el viejo ya estaba
bastante veterano, porque debía tener como ochenta pirulos por ese entonces.
Bah, en realidad ochenta no, pero sus 60, 75 los tenía por debajo de
las patas.
Entonces, con el Valija, el Colorado y el Miguelito, decimos, vamos
a la casa del viejo a asegurarnos que vaya y si no lo llevamos atado.
Porque también podía ser que el viejo no fuera porque no tuviera guita,
que se yo, nosotros no sabíamos. Ya habíamos pensado en hacer una rifa
a beneficio, o una kermés, cualquier cosa, el viejo tenía que ir, era
una bandera, un cheque al portador.
La cuestión es que vamos a la casa, y a que no sabés con la que nos
sale el viejo. Que andaba mal del bobo, que el médico le había prohibido
terminantemente ir a la cancha. Nos sale con eso. Que no, que había
tenido un infarto, en no sé que partido, un partido de mierda, después
de una pelota que pegó en el palo. Que había estado muerto como media
hora. Que lo habían salvado entre los indios con respiración artificial
y masajes en el cuore. Y que no había clavado las guampas de puro pedo
y que le había quedado tal cagazo que no había vuelto a ir a una cancha
desde hacía ya, mirá no se lo que te digo, dos años, dos años y medio.
Y no era sólo que el no quería ir sino que el médico y por supuesto
la familia le tenían terminantemente prohibido ir, lógicamente. No sé
si no le prohibían incluso escuchar los partidos por radio, para que
no le pateara el bobo.
Porque parece que el viejo escuchaba cualquier cosa demasiado fuerte
y se moría. Tan jodido andaba! Vos le hacías Uuuuuhhh! en la cara y
el viejo partía. Para que! Te imaginas nosotros, la desesperación! Porque
eso era como un presagio, un anuncio del infierno hermano! Era un anuncio
de que nos iban a hacer cagar en Buenos Aires.
Entonces empezamos a tratar de hacerle la croqueta al viejo. A convencerlo,
a decirle: pero mire don Casale, usted tiene que estar, es una sita
de honor. Que va a estar mal del cuore usted! Si se lo ve cero kilómetro!
Vamos Casale!
Me acuerdo que lo jodía Miguelito y le decía: “cuantos polvos se hecha
por día?” “usted está echo un toro”. Pero el viejo ni mierda, en la
suya, que no y que no. Le decíamos que el partido iba a ser una joda,
que Newels tenía un equipo de mierda, y que ya a los 15 minutos íbamos
a estar 3 a 0 arriba, y que el partido era una mera formalidad. Que
el gobierno ya había decidido que tenía que ganar Central, para hacer
feliz a mayor cantidad de gente. No sé la cantidad de boludeces que
le dijimos al viejo para convencerlo. Pero el viejo nada! Una piedra
el hijo de puta. Para colmo ya habían empezado a rondar la mujer del
viejo, la madre del Cabezón, una hermana del Cabezón, que querían saber
qué queríamos decirle nosotros al viejo en esa reunión. Porque medio
que ya se sospechaban que nosotros no íbamos para nada bueno.
En resumen, que el viejo nos dijo que no. Que ni loco! Que ni siquiera
sabia si iba poder resistir la tensión de saber que se jugaba el partido,
aún sin escucharlo! Porque el viejo, los diarios los leía, tan boludo
no era! Sabía cómo venía la mano, como era la cosa, como formaban los
equipos, suplentes, historial, antecedentes, chaquetillas, color, todo.
Nos dijo: ese día bien temprano, antes de que empiecen a pasar los camiones
y los onmibus con la gente yendo para Buenos Aires, yo me voy a la quinta
de un hermano mío, que vive en Villa Diego. No quería ni escuchar los
bocinazos el viejo!
“Me voy tempranito a lo de mi hermano, que a él no le importa nada el
fútbol, y ahí paso el día, sin escuchar radio ni nada.”
Porque el viejo decía, y tenía razón, que si se quedaba en la casa,
por más que se encerrara en un ropero, algo iba a oír, algún grito,
algún gol, alguna cosa iba a oír. Pobre desgraciado! Y se iba a quedar
ahí mismo seco en el lugar. Así que se iba a ir a radicar a la quinta
de ese hermano que tenía para borrarse del asunto. Muy bien.
Te digo que salimos de allí, hechos bosta! Porque veíamos que la cosa
venía muy mal. Casi ya era un dato seguro, como para seguir, que éramos
boleta. Para como al Valija, el día anterior, le había caído una tía
del campo. Y el se acordaba que en un partido que perdimos contra San
Lorenzo, esa misma tía le había venido el día antes. Era un presagio
funesto el de la tía.
Fue cuando decidimos lo del secuestro. Si no te asustes, decidimos lo
del secuestro.
Nos fuimos al boliche y esa noche lo charlamos seriamente. El Dani decía
que no, que era una barbaridad. Que el viejo se nos iba a morir en el
viaje o en la cancha. Y que después se iba a armar un quilombo. Que
íbamos a terminar todos en cana. Y que además eso era casi un asesinato.
Pero al Dani mucha bola no le dimos, porque siempre ha sido un exagerado.
Y más que un exagerado, medio cagón, el Dani.
Pero nosotros estábamos bien decididos. Y más que nada, por una cosa
que dijo el Valija. El viejo estaba diez puntos, había tenido un infarto,
tenés razón. Pero hay miles de tipos que han tenido un infarto, y vos
lo ves caminando tranquilamente por la yeca y sin hacer tanto quilombo
como este viejo pelotudo, con eso de meterse dentro de un ropero ó no
ir a la cancha. O dejar que te rigoree la familia, como la esposa, y
la otra, la hermana del cabezón. Por otra parte, y vos lo sabés, los
médicos son unos turros, que se ve que lo querían hacer durar al viejo
como mil años para sacarle la guita, hacerle experimentos y chuparle
la sangre. Y además como decía el Miguelito, y eso era cierto, vos lo
veías al viejo, y estaba fenómeno.
Con casi sesenta años, no te digo que parecía un pendejo, pero andaba
lo más bien. Caminaba, hablaba, se sentaba, se movía, que se yo, chupaba…….porque
a nosotros nos convidó con Cinzano, y el viejo se mandó su medidita.
No te digo un vazaso, pero su medidita se mandó. La cosa que el Miguelito
elaboró una teoría que te digo aún hoy, no me parece descabellada.
El viejo era un turro hermano, un turro que especulaba con el fato del
bobo, para pasarla bien. Y no laburarla nunca más en la vida de dios.
Con el verso del bobo no ponía el lomo, lo atendían a cuerpo de rey.
La tenía a la vieja y a la hermana del Cabezón pendientes de él viviendo
como un bacan el viejo. Y de qué se privaba? De algún faso. Que no sé
si no fasearía a escondidas. Y de no ir a la cancha. Fijate vos eso
era todo. Y vivía como Carolina de Mónaco, el otario.
Bueno, con ese argumento y con lo que dijo el colorado, se resolvió
todo. El colorado vino y habló clarito. Nos habló de los grandes ideales.
De nuestra misión frente a la sociedad. De nuestro deber frente a las
generaciones posteriores, los pendejos. Nos dijo que si ese partido
se perdía, miles y miles de pendejos iban a sufrir las consecuencias.
Que para nosotros eso era verdad. Iba a ser muy duro, pero que nosotros
ya estábamos jugados. Que habíamos tenido lo nuestro. Y que de última
teníamos experiencia en malos ratos y en fulerías. Pero los pibes, los
pendejitos de Central iban a tener de por vida una marca, que los iba
a marcar para siempre como un fierro caliente. Las cargadas que iban
a recibir esos pibes, esas criaturas, en la escuela! Los iban a destrozar.
Les iban a pudrir el bocho para siempre. Iban a ser una ó dos generaciones
de tipos hechos bolsa. Disminuidos ante los leprosos. Temerosos de salir
a la calle, de mostrarse en público. Y eso es verdad hermano. Porque
yo me acuerdo lo que eran las cargadas en la escuela primaria, sobre
todo. Yo me acuerdo cuando perdimos cinco a tres con la lepra en el
parque, después de ir ganando dos a cero, cuando se vendió el colorado
Bertoldi. Que todavía se estará gastando la guita. Y te juro que yo
por una semana no me pude levantar de la cama, porque no me atrevía
a ir a la escuela. Para no bancarme la cargada de la lepra. Los pibes
son muy hijos de puta para la cargada, son crueles. No viste como descuartizaban
bichos. Que agarran una langosta y le sacan todas las patas. Son hijos
de puta los pibes en ese sentido. Lo que decía el colorado era verdad.
Ahora todo el mundo habla de la deuda externa, y bueno hermano, eso
era algo así como lo de la deuda externa. Que por la cagada de cuatro
reverendo hijos de puta que empeñaron el país, la tenemos que pagar
todos. Y los hijos y los hijos de nuestros hijos. Y si estaba en nosotros
hacer algo para que eso no pasara, había que hacerlo, mi querido.
Además como decía el colorado, ya no era el problema de la cargada de
los pendejos newelistas. Estaba también el fato del exitismo. Los pibes
ven que gana un equipo, y se hacen hinchas de ese equipo. Son así, son
hinchas del campeón. Entonces, ponele que hubiese ganado Newels, y a
la mierda! De ahí en más todos los pibes se hacían de Newels, ponéle
la firma. Y no te vale de nada llevarlos a la cancha, converzarlos,
hablarle del Gitano Juárez, del flaco Menotti, ni comprarle la camiseta
de Central apenas nacen. No te vale de nada. Los pendejos ven que River
sale campeón y se hacen de River. Son así. Y en ese momento no era como
ahora, que mal que mal, vos los llevás al gigante y los pibes se caen
de culo. Entonces cuando van al chiquero del parque, por mejor equipo
que pueda tener Newels, los pibes piensan: ¡yo no puedo ser hincha de
esta villa miseria! Y se hacen de Central. Porque todo entra por los
ojos, y vos ves que ahora, los pibes por ahí ni siquiera han visto jugar
a Central ó a Newels, y ya se hacen hinchas de Central por el estadio.
Es otra época. Los pendejos son más materialistas. Yo no sé si es la
televisión ó que, pero la cosa es que se van de boca con los edificios.
Entonces la cosa estaba clara. Había que secuestrar al viejo Casale.
Y si no aguantarse que quince ó veinte años después, hoy por ejemplo,
la ciudad estuviese llena de leprosos, nacidos después de ese partido.
Y esto hoy sabés lo que sería. Beirut sería un poroto al lado de esto,
te lo juro hermano.
El que organizó la “operación Eichmann”, como la llamamos, fue el colorado.
La llamamos así porque, ese general alemán, torturador, que se chorearon
de acá una vez los judíos viste. Y lo nuestro era más ó menos lo mismo.
El colorado era un tipo muy cerebral, le carbura bien el bocho, y el
organizó todo. El colorado para ese entonces ya no estaba en la OCAL.
La OCAL no sé si sabés, es una organización de acá de Rosario, que se
llama así porque son iniciales, es Organización Canalla Anti Lepra.
Son un grupo de ñatos como el Klux Klux Klan, mas o menos. Que tienen
reuniones secretas y no sé si no van con capucha y todo a las reuniones.
O si queman algún leproso vivo en cada reunión. Mirá yo no sé si es
requisito indispensable ser hincha de Central, pero seguro, seguro tenés
que odiar a la lepra. Tenés que odiar más a los lepra, que lo que querés
a Central. Hacen reuniones, escriben el libro de actas. Piensan maldades
contra los lepra. Festejan fechas patria de partidos que le hemos ganado,
tienen himnos. Son como esos tipos, los masones, esos que nadie sabe
quienes son. Andan con antorchas.
Bueno de la OCAL, al colorado lo echaron por fanático, con eso te digo
todo. Pero es un bocho el colores. Y el fue el que organizó todo el
operativo. Y te la cuento porque es linda. No sé si un día de estos
no aparece en el Selecciones.
Averiguamos que ómnibus iba para Villa Diego, adonde tenia la quinta
el hermano del viejo Casale. Desde donde vivía el viejo, ahí por San
Juan al 1400, lo único que lo dejaba, por ese entonces si mal no recuerdo,
era el 305 que pasaba por la calle San Luis. O sea que el viejo tenía
que tomarlo en San Luis y Paraguay ó San Luis y Corrientes. No más allá
de eso. A menos que fuera un pelotudo y lo fuera a tomar a Bulevar Oroño,
que no sé para que mierda iba a hacer eso. Ahora la duda era si el viejo
se iba a ir en ómnibus ó en auto. Porque si se iba en auto nos recagaba.
Pero nos jugábamos a que iba a ser en ómnibus.
Porque auto no tenía. Y seguro que el hermano tampoco tenía, porque
debía ser un muerto de hambre cómo el seguramente. Y te digo que la
cosa venía perfecta, porque el viejo nos había dicho que iba a salir
bien tempranito, para no infartarse con las bocinas. O sea que nosotros
podíamos combinarlo con el horario de salida nuestro para el partido.
Porque también nos cagaba si salía a la una de la tarde para Villa Diego,
porque después como llegamos nosotros a Buenos Aires, para la hora del
partido, con el quilombo que era la ruta, y en un ómnibus de línea.
Lo más probable es que nos hiciéramos pelota en el camino por ir a los
pedos. Por otra parte, hermano, Villa Diego queda saliendo para Buenos
Aires. O sea que la cosa estaba clavada, era posta posta. Después hubo
que hablar con los otros muchachos, porque convencer al Rulo no nos
costó nada, a él le daba lo mismo. Además le contamos los entretelones
del asunto. Te digo que el colorado manejo la cosa como un capo, un
maestro.
El asunto era así. El Rulo, es un amigo fana de Central, que tiene un
par de ómnibus, está muy bien el Rulo. Y en esa época tenía un par de
coches de la 305. Tuvimos un ojete así de grande. Porque sino teníamos
que conseguir otro coche, cambiarle el color, pintarlo, que se yo, ponerle
el número, un laburo bárbaro. Pero el Rulo tenía dos 305. Y con uno
de esos ya tenía pensado pirarse para el monumental el día del partido.
Y más bien que se llevaba como 900 o 1000 monos que iban para allá.
Lo sacaba de servicio y que se fueran todos a la reputísima madre que
los pario. No iba a perderse el partido ese. Entonces el Rulo, con los
monos arriba y nosotros, tenía que estar con el ómnibus preparado, el
motor en marcha por España estacionadito. Y el Miguelito se ponía de
guardia, tomando un café, justo en el boliche de ahí cerquita. Desde
donde veía la puerta de la casa del viejo Casale. Creo que a las cinco
de la matina ya estaba el Miguelito apostado en el boliche, haciéndose
el boludo, junando para la casa del viejo. Te juro que ni los Tupamaros
hubieran hecho un operativo como este, hermano. Fue una maravilla.
Apenas vio que salía el viejo, con una canastita, donde seguro se llevaba
algún matambre casero, algo de eso el pobre viejo. El Miguelito casó
una Vespa, que tenía en ese entonces. Dio vuelta la manzana, y nos avisó.
Cargó la moto en el ómnibus, en la parte de atrás, detrás de los últimos
asientos y nos pusimos en marcha.
Ya les habíamos dicho a tres ó cuatro pibes, de estos quilomberos de
la barra, que se hicieran bien los sota. Que no dijeran ni media palabra
y se hicieran los que apoliyaban. Nosotros también, para que no nos
reconociera el viejo, estábamos en los asientos traseros, haciéndonos
los dormidos, incluso con la cara tapada con algún pulóver, como si
nos jodiera la luz, ó con algún piloto.
Te digo que aquél día había amanecido frío y lluvioso, como la otra
fecha patria, el 25 de Mayo. Además el quilombo había sido guardar todas
las banderas, las cornetas, las bolsas con papelitos, los termos, todo
eso. Uno de los muchachos llevaba una bandera de la gran puta, que media
52 metros loco. Media cuadra de bandera, que decía: “Empalme Graneros,
presente”. Y tuvimos que meterla debajo de un asiento, para que el viejardo
no la bichara.
La cosa es que el viejo subió medio dormido. Se sentó en uno de los
asientos de adelante. Que ya habíamos dejado libre apropósito. Para
que no viera mucho del ómnibus. Rulo le cobró boleto y todo. Nadie se
hablaba, como si no nos conociéramos. Y como el ómnibus iba haciendo
el recorrido normal, el viejo iba lo más piola, mirando por la ventanilla.
La cuestión es que llegamos a Villa Diego y el viejo tranquilo. Cada
tanto, cuando nos pasaba algún auto, con banderas en el techo, tocando
bocina, el viejo miraba a los que tenía cerca y movía la cabeza, como
diciendo “mirá vos”.
Se ve que tenía ganas de hablar. Pero nadie quería darle mucha bola,
para no pisarse en una de esas. Así que nos hacíamos todos los dormidos.
Parecía que habían tirado un gas adentro de ese ómnibus, hermano. Como
cuando se muere algún ñato, viste, que se queda a apoliyar en el auto,
con el motor prendido, y lo hace cagar el monóxido de carbono, creo.
Bueno, así, parecía que a nosotros nos había agarrado el monóxido de
carbono. Pero cuando llegamos a Villa Diego, por ahí el viejo se levanta
y le dice al Rulo: “En la esquina jefe”.
Y yo no sé que le dijo el Rulo. Algo de que ahí no se podía parar, de
que estaba cerrado el tránsito, de que había que seguir un poco más
adelante. Y el viejo se la comió. Pero se quedó paradito al lado de
la puerta. Al rato, de nuevo el viejo: “en la esquina”, le dijo. Ahí
ya el Rulo nos miró, porque se le habían acabado los versos. Y ahí hermano,
vos no sabés lo que fue! Fue como si nos hubiésemos puesto todos de
acuerdo. Y te juro que ni siquiera lo habíamos hablado. Empezaron los
muchachos a desplegar las banderas, a sacar las cornetas, y las banderas
por las ventanas. Y a los gritos, hermano: “Soy canalla, soy canalla”,
por las ventanas.
Pero no para el lado del viejo. El pobre viejo, la cara que puso, mirá
no te la puedo describir con palabras. Sino para afuera mirábamos, porque
los grone, con lo quilomberos que son, se habían ido aguantando hasta
ahí, sin gritar ni armar quilombo para no deschabarse con el viejo.
Pero cuando llegó el momento, agarraron las banderas, empezaron a sacar
los brazos, a golpear las chapas del costado del ómnibus. Y también
el Rulo empezó a seguir el ritmo con la bocina.
¿Viste esas películas de cowboy, cuando los chorros van a asaltar una
carreta, donde parece que no hay nadie. O que la maneja nada más que
un par de jovatos, y de golpe se abren los costados, y aparecen 17.000
soldados que los cagan a tiros? ¿ Que levantan la lona, y estaban todos
adentro, haciéndose los sotas? Bueno, ese ómnibus debió ser algo así.
De golpe se transformó en un quilombo, un escándalo, una de gritos,
bocinas, bocinazos, cornetas, una joda.
¡Y la gente al lado de la ruta! Porque desde la madrugada ya había gente
a los costados de la ruta, esperando que pasaran las caravanas de hinchas.
Era para llorar. Eso era conmovedor. Te saludaban, gritaban, levantaban
los puños. Por ahí algún lepra, a las perdidas, te tiraba un cascotazo.
Pero vuelvo al viejo. No sabés la caripela del viejo. Porque nosotros
lo estábamos mirando porque decíamos, este es el momento crucial. Ahí
el viejo, o cagaba la fruta, el corazón se le hacía bosta, ó salía adelante.
El viejo miraba para atrás, a todos los monos que saltaban y gritaban.
No lo podía creer. Se volvió a sentar y creo que hasta San Nicolás no
volvió a articular ni una palabra. Te digo que el Rábano, el hijo de
la Nancy, que ya se había ofrecido a hacerle respiración boca a boca,
llegado el caso, que era algo a lo que todos, mal que mal, le habíamos
esquivado el bulto, porque, que se yo, te da un poco de asco. Además
con un viejo!
Pero mirá te la hago corta. Cuando el viejo vio que no había arreglo,
que no había posibilidad que lo dejáramos bajar del ómnibus, se entregó.
Pero entregó, entregó, eh.
Porque al principio nosotros nos acercamos y nos reputió. Nos dijo que
éramos unos irresponsables, asesinos, que no teníamos conciencia, que
era una vergüenza. Qué se yo todo lo que nos dijo. Pero después cuando
nosotros le dijimos que él estaba perfecto. Que estaba hecho un toro.
Que si se había bancado la sorpresa del ómnibus, quería decir que ese
cuore se podía bancar cualquier cosa. Y empezó a tranquilizarse.
El colorado llegó a decirle que todo era una maniobra nuestra, para
demostrarle que él estaba perfectamente sano. Y que incluso, el médico
estaba implicado en la cosa.
Mirá hermano, y creéme porque es la pura verdad, que intención puedo
tener en mentirte hoy por hoy.
Mucho antes ya de entrar en Buenos Aires, ese viejo era el más feliz
de los mortales. Te lo digo yo, y te lo juro por la salud de mis hijos.
El viejo cantaba, puteaba, chupaba mate, comía factura, gritaba por
la ventana. Y a la cancha se bajó envuelto en una bandera!
No había en la hinchada un tipo más feliz que él. Vino con nosotros
a la popu. Se bancó toda la espera del partido, que fue más larga que
la puta que lo parió. Y después se bancó el partido. Estaba verde, eso
sí, y había momentos en que parecía que vos lo pinchabas con un alfiler
y reventaba como un sapo, porque yo lo relojeaba a cada momento. Y después
del gol del Aldo, yo lo busqué, lo busqué, porque fue tal el quilombo
y el desparramo cuando el Aldo la mandó adentro que yo ni sé por dónde
fuimos a caer entre las avalanchas y los abrazos y los desmayos y esas
cosas.
Pero después miré para el lado del viejo y lo ví abrazado a un grandote
en musculosa casi trepado arriba del grandote, llorando. Y ahí me dije:
si éste no se murió aquí, no se muere más. Es inmortal. Y después ni
me acordé más del viejo, que lo que alambramos, lo que cortamos clavos,
los fierros que cortamos con el upite, hermano, ni te la cuento. Eso
no se puede relatar, hermano, porque rezábamos, nos dábamos vueltas,
había gente que se sentaba entre todo ese quilombo porque no quería
ni mirar. Porque nos cagaron a pelotazos, ya el segundo tiempo era una
cosa que la tenían siempre ellos y ¿sabés qué era lo fulero, lo terrible?
¡Que si nos empataban nos ganaban, hermano, porque ésa es la justa!
¡Nos ganaban esos hijos de puta! ¡Nos empataban, íbamos a un suplementario
y ahí nos iban a hacer refucilar el orto porque estaban más enteros
y se venían como un malón los guachos! ¡Qué manera de alambrar1 Decí
que ese día, Dios querido, yo no sé qué tenía el flaco Menotti que sacó
cualquier cosa, sacó todo, vos no quieras creer lo que sacó ese día
ese flaco enclenque que parecía que se rompia a pedazos en cada centro.
Le sacó un cabezazo de pique al suelo a Silva que lo vimos todos adentro,
hermano, que era para ir todos en procesión y besarle el culo al flaco
ése ¡Qué pelota le sacó a Silva! Ahí nos infartamos todos, faltaban
cinco minutos y si nos empataban, te repito, éramos boleta en el suplementario.
Me acuerdo que miro para atrás y lo veo al viejo, blanco, pálido, con
los ojos desencajados, pobrecito, pero vivo.
Y ahora yo te digo, te digo y me gustaría que me contesten todos esos
que ahora dicen que fue una hijaputez lo que hicimos con el viejo Casale
ese día. Me gustaría que alguno de esos turritos me constestara si alguno
de ellos lo vio como lo vi yo al viejo Casale cuando el referí dio por
terminado el partido, hermano. Que alguno me diga si, de puta casualidad,
lo vio al viejo Casale como lo vi yo cuando el referí dio por terminado
el partido y la cancha era un infierno que no se puede describir en
palabras. Te digo que me gustaría que alguien me diga si alguien lo
vio como lo vi yo. ¡La cara de felicidad de ese viejo, hermano, la locura
de alegría en la cara de ese viejo! ¡Que alguien me diga si lo vio llorar
abrazado a todos como lo vi llorar yo a ese viejo, que te puedo asegurar
que ese día fue para ese viejo el día el día más feliz de su vida, pero
lejos lejos el día más feliz de su vida, porque te juro que la alegría
que tenía ese viejo era algo impresionante! Y cuando lo vi caerse al
suelo como fulminado por un rayo, porque quedó seco el pobre viejo,
un poco que todos pensamos: “¡Qué importa!” ¡Qué más quería que morir
así ese hombre! ¿Iba a seguir viviendo? ¿Para qué? ¿Para vivir dos o
tres años rasposos más, así como estaba viviendo, adentro de un ropero,
basureado por la esposa y toda la familia? ¡Más vale morirse así, hermano!
Se murió saltando, feliz, abrazado a los muchachos, al aire libre, con
la alegría de haberle roto el orto a la lepra por el resto de los siglos!
¡Así se tenía que morir, que hasta lo envidio, hermano, te juro, lo
envidio! ¡Porque si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo
ésa, hermano! Yo elijo ésa.
Se apoyará, primero, los brazos estirados, las palmas de las manos contra
la pared. Respirará hondo y acompasadamente varias veces, hasta que
el frío de la pared le llegue. Cerrará los ojos, no mucho tiempo. Sentirá
entonces, penetrándole, un reposo húmedo. Será la tristeza. Algo tibio.
Íntimo, casi fraterno. Decididamente poético. Eso. Poético. Se sentará
entonces, sin mirar a nadie. Le punzarán algunas miradas furtivas. De
reojo. No deberá hablar casi. Ni insultar. Deberá callar largamente.
Sentirá entonces, creciéndole, un orgullo callado, quieto. Será la dignidad.
Lo tomará del hombro, llenado con blandura el silencio que acompaña
a los fracasos. No deberá llorar. Nunca. Tal vez apretar fuertemente
la mandibula. Un instante. Se pondrá de pie. Sentirá entonces, en el
pecho, detrás de los albios, un escozor denso y aguachento. Será el
romanticismo, que envuelve en una gasa tenue todas las derrotas. Tomará
entonces su frágil fama, su trémulo orgullo antes impecable, se vestirá
con ellos cuidadosamente, casi con cariño, y se marchará. No habrá las
historias resonantes de las victoria. Estará solo. Y tendrá que caminar
lento, pero no muy lento. Una mano en el bolsillo y un gesto vacío en
la cara. Apenas una palidez quebradiza en la cara en la piel cubierta
paternalmente por la solapa levantada. No habrá ni un solo amigo. Ni
uno. O tal vez uno que respetará el momento, el silencio, la tristeza,
que dejará caer casi con temor, o con respeto, una palmada leve sobre
el hombro, como temiendo romper algo, como temiendo que se le desprenda
al vencido ese fino revoque de la melancolía, de la nostalgia.
El vencido sacudirá una vez la cabeza, o dos en agradecimiento, sin
hablar, porque una palabra, un gesto amartillado en falso, puede precipitar
el llanto. Y el vencido digno no se permitirá llorar ante terceros.
Se marchará solo. Se preparará en su casa un café fuerte, negro, espeso
y caliente. Se tomará la cara con las manos, para apretarse aun más
sobre los párpados esa poesía inútil de las derrotas. Para fijarse sobre
los pómulos todo el romanticismo suave e impalpable de las derrotas.
Se podrá permitir ahora sí, un gesto nervioso, un puñetazo corto y duro
al aire dulzón de la cocina o bien sobre la mesa. Se podrá permitir,
ahora sí, llorar con un llanto comprimido, convulsivo, desesperado y
hondo contra el marco de la puerta del comedor. Deberá luego lavarse
la cara, secarse los ojos con una toalla. Mirarse al espejo preguntándose
si tenía realmente necesidad de llorar.