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Beatriz
Viterbo Editora, Rosario, 2007
368 páginas
ISBN
950-845-178-5
[Se reproduce con autorización del
autor]
[La Argentina] Es un lugar de pasaje, como es todo el mundo.
Copi.
LLEGÓ UNA NUEVA NAVE DE BANDERA POLACA: EL CHROBRY
Conduce a un calificado grupo de figuras de esa nacionalidad y turistas
Luciendo un vistoso empavesado, y a los acordes de los himnos Nacional y
polonés, tendió sus amarras ayer a las 11, aproximadamente, en el
desembarcadero de la Dársena Norte, la flamante motonave Chrobry, de la
Gdynia America Linea, poniendo término a su feliz viaje inaugural.(...)
Entre los viajeros que llegaron en el Chrobry se encontraba (...) los
escritores Bohdan Pawlowicz, Witold Gombrowicz y Czeslaw Strazewicz
(sic) (...)
Witol (sic) Gombrowicz es un humorista moderno, de vasta cultura. Acaba
de tener un éxito de resonancia con un folleto titulado “Ferdydurke”.
En puridad de verdad, la conversación que mantuvimos con estos tres
hombres de letras versó sobre el tema de angustiosa actualidad. Había
avidez por obtener noticias sobre la situación europea y si bien es
cierto que ninguno de los tres cree en la inminencia de una guerra, no
desechan la idea de que ésta estalle en la primavera próxima.
(Fragmento del artículo aparecido con ocasión de la llegada del Chrobry
a Buenos Aires, La Nación, 21 de agosto de 1939, p. 8)
Introducción: lectores en la pampa salvaje / lectores en los tristes
trópicos
Jorge Di Paola, uno de los entonces adolescentes argentinos cautivados por la versión “argentino-cubana” de Ferdydurke (un libro que había hallado al azar en la biblioteca de Tandil), nos relata, en un apasionado testimonio, que una mañana de 1957 un amigo español lo llamó para presentarle “un escritor polaco un poco excéntrico que quería conocer a los jóvenes poetas locales”. Nos comenta Di Paola que, al entrar al café Rex, vio a un hombre rubio y delgado que fumaba pipa con aire concentrado. La presentación sería desconcertante. Argumentando que su nombre era muy difícil para los humildes “criollos”, el polaco prefirió escribirlo rápidamente sobre una servilleta. La sorpresa de Di Paola fue entonces inmediata: ¡aquel hombre era el autor de Ferdydurke! No menos sorprendido por el hecho de que alguien lo reconociera, Gombrowicz exclamó (entre conmovido y travestido, como Sarmiento, en ocasional europeo): “¡Oh! ¡Un lector en la pampa salvaje!”.
Se trata, como casi siempre que se habla de Gombrowicz, de una anécdota
y también de una obvia revelación: en esas pampas salvajes Gombrowicz
está fuera de lugar y si en varias ocasiones o testimonios se lo ha
acusado de “desubicado” (argentinismo por ser impertinente) es porque
raigal y literalmente está desubicado; una experiencia de “fuera de
lugar” que podemos recrear cuando al entrar en una biblioteca nos
dirigimos o nos topamos con el 891.85007 (novela polaca contemporánea)
para encontrarnos o descubrir bajo la forma del hallazgo un apellido que
nos suena -a pesar o gracias a sus consonantes que el castellano mal
puede pronunciar- evocadoramente familiar.
Gombrowicz siempre se halla, se debe hallar, pues, al parecer, nunca
está en el rotundo primer plano. Este libro, aunque surgido de una tesis
doctoral, no pretende evadir ese carácter lateral. De esta manera, si un
hallazgo presupone siempre cierto carácter fortuito, quisiera expresar
una vivencia personal y reivindicar las formas o mitología del hallazgo.
Esta reivindicación debe confesar, en primer lugar, un espacio de
escritura: la -al decir de Haroldo de Campos- “megalópolis bestafera” de
São Paulo, Brasil. Suponiendo que todo lugar implica determinadas
posibilidades y puntuales imposibilidades, desearía aclarar un aspecto
esencial sobre las condiciones de escritura de este trabajo: Gombrowicz
es prácticamente desconocido en el Brasil y el par de libros que del
mismo llegaron a editarse durante finales de la década del ’60 (sus
cuentos y A Pornografia) parecen haberse sumido en el más incomprensible
silencio. Por esta razón, encontrar un ajado ejemplar de Ferdydurke en
la biblioteca de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias Humanas
(FFLCH) de la Universidad de São Paulo (USP) no podía dejar de llamar la
atención, una atención redoblada cuando, al abrir el libro, descubrí que
se trataba de uno de los tantos marcados con el sello de “Coleção Néstor
Perlongher”. Se sabe, los libros del neobarroso poeta argentino, fueron
donados a su muerte (por gestión del Prof. Dr. Jorge Schwartz) al
patrimonio institucional de la FFLCH. Imaginé enseguida ese percudido
volumen de Sudamericana viajando (quizás en ómnibus, transporte sobre el
cual, según dicen, Perlongher escribió su célebre poema “Cadáveres”)
desde Buenos Aires hasta São Paulo, ese trayecto que marcó y marca la
travesía y aportuñelada aventura de Perlongher, alguien que - como el
polaco- también hizo de la desubicación una de las formas posibles de la
autobiografía.
No se trata, sin embargo, de encerrar, nuevamente, a Gombrowicz en una
leyenda, pues hay muchas (quizás ya demasiadas) y, algunas, muy buenas.
Todas, sin embargo, incurren en el mismo pecado: dejar de lado los
libros de Gombrowicz para concentrarse, casi siempre, tanto en su
histriónica personalidad como en el azar de su desplazamiento
transatlántico.
Gombrowicz era insoportable. Eso es, al menos, lo que dicen la mayoría
de sus detractores argentinos. En una de las pocas menciones que Sur se
digna a hacer, una reseña sobre la publicación de Diario Argentino (en
1968, cuando el autor polaco, por otro lado, ya estaba plena -y
europeamente- consagrado), Eduardo González Lanuza llega a quejarse (y
en verdad esta queja constituye casi la totalidad de su texto) de que
Gombrowicz le había arruinado, con su inesperada (e indeseable)
presencia, sus vacaciones veraniegas en Piriápolis (Uruguay), comentando
incluso, con fina minuciosidad, cómo “Witoldo” se las ingeniaba para
ofender a su mujer. La desconsideración o sordera para un autor que ese
mismo año estaba siendo considerado para el Premio Nobel y que el año
anterior había ganado, de hecho, el Premio Internacional de Literatura
“Formentor” (el mismo con el que ya habían sido laureados Beckett y
Borges) es verdaderamente notable.
Estamos frente a
un libro sobre Witold Gombrowicz escrito por un argentino de
una generación muy alejada a la que compartió su vida con el
irreverente escritor polaco. Pablo Gasparini, en El exilio
procaz, aprovecha lo que define como las “legendarias
huellas” o, al menos, la “formidable ausencia” o “visible
hueco” de Gombrowicz en el contexto cultural argentino y se
pregunta, tras una acertada lectura de Diario, Ferdydurke y
Transatlántico, qué es lo que hizo de Gombrowicz, o más
precisamente de su literatura, algo insoportable para la
elite intelectual argentina. Lejos al fin de la crítica centrada en el anecdotario de vida y desprendido de los prejuicios y emociones que suscitaba la persona del artista provocador, Gasparini describe ahora un Gombrowicz “desubicado”, rejuvenecido por el exilio, y vislumbra en Ferdydurke la génesis de un sujeto “guarango” y las bases filosóficas y literarias de una “ética estética” desde la que se abrirá, como un guardado e insospechado secreto, la trunca dialéctica que desmoronará las usuales poses del exilio. Gasparini no escoge esconderse tras el autor, sino que propone releer a Gombrowicz desde la originalidad de una escritura y de un precario pero potente lugar intelectual: el del “des-fachatado”. Con tal motivo confronta a Gombrowicz con viajeros en su momento consagrados (como Hermann Keyserling, Ortega y Gasset, Waldo Frank) y algunos exiliados: el notable Roger Caillois y el “provinciano” Roa Bastos. Al escribir sobre la “gesta ferdydurkista” destaca la figura y obra de Virgilio Piñera (una “conexión cubana” que lo lleva hasta Lezama Lima). Gracias a Gasparini descubrimos la lateral herencia gombrowicziana en la escritura de Copi, Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher y encontramos polémicas con Piglia, Saer y Borges. El exilio procaz inventa así un Gombrowicz argentino, algo que, sin dudas, necesitábamos desde hace mucho tiempo. Klementyna Suchanow, Wroclaw (Polonia), 2006 Beatriz Viterbo Editora |
Lo curioso es que si esta reducción de Gombrowicz a su, al parecer,
insoportable personalidad supone un escamoteo de su obra, las
apropiaciones, a veces hasta reivindicaciones (cuando no “rescates”) del
autor polaco dentro del contexto argentino, suelen limitarse a ciertos
planteos estéticos y políticos que no sólo son extraños al Gombrowicz
legendario de las anécdotas, sino también al carácter remiso de sus
textos. La paradoja de Gombrowicz en aquellas llanuras de las que esperó
el rejuvenecimiento parece dada así por esta irresoluble aporía:
mientras Borges dice haber abandonado (por aburrimiento o desinterés) la
lectura de Ferdydurke (además de considerar a Gombrowicz un banal y
proscripto invento de Mastronardi), los vindicadores del polaco
(pongamos por caso Piglia o Saer) no dejan de asimilarlo a (o
disculparlo con) parámetros netamente borgeanos. Esta aporía no deja de
revelar una cierta mala conciencia: quizás lo que resulte insoportable
en Gombrowicz no sea su mitológica personalidad sino, en verdad, las
bases estéticas e ideológicas de su literatura.
La pregunta que quiero responder en este libro es entonces la siguiente:
¿qué es lo que hace de Gombrowicz, o más bien de su literatura, algo
insoportable para el contexto cultural de su exilio? Una pregunta que
supondrá una lectura de su obra, un recorrido de sus desencuentros, un
juicio sobre la validez de su diferencia y una hipótesis sobre su
fantasmal aura en la literatura argentina.
Pascale Casanova sostiene en La République mondiale des Lettres (1999)
que la universalidad parisina se paga al precio de cierta a-historicidad
y de una desconsideración flagrante tanto por los factores locales que
permitieron la emergencia de determinada obra como por el propio idioma
en que la misma fue escrita. Sin pretender otorgar, por supuesto, ningún
halo de consagración (atributo esencialmente francés, o por lo menos
sueco), podemos afirmar que una lectura “argentina” de Gombrowicz
compartiría esas ignorancias. De hecho, es digno de hacer notar que el
único libro (en el sentido fuerte u orgánico de esta palabra) sobre
Gombrowicz en (o desde) Argentina, sea uno cuyo abordaje netamente
disciplinar está metodológicamente despreocupado por cuestiones de
diacronía o historia literaria; me refiero a Gombrowicz. El estilo y la
heráldica (1992) del psicoanalista argentino Germán Leopoldo García.
Sintomáticamente, la perspectiva es la misma en el caso de un alemán.
Hanjo Berresem nos ofrece así un excelente estudio de título
paradigmático: Lines of Desire. Reading Gombrowicz´s Fiction with Lacan
(1998). No quiero decir con esto que se deba ser necesariamente polaco
para leer a Gombrowicz desde el ámbito intrínseco de la literatura
polaca (y, de hecho, el campo académico de la literatura eslava permite
esa posibilidad), sino afirmar que sólo un especialista en esa
literatura podrá evaluar el rol de Gombrowicz en ese contexto sin caer
en reduccionismos o vulgatas esterilizantes. En este sentido, creo
esencial la lectura de Witold Gombrowicz et le monde de sa jeunesse de
Tadeusz Kepinski (2000), como así también la de Borderline Culture. The
Politics of Identity in four Twentieth-century Slavic Novels de Tomislav
Longinovic (1993). Por otro lado, sería fundamental aquí el clásico
Gombrowicz, el hombre y el escritor de Arthur Sandauer (1972), estudio
que bien puede representar la perspectiva que asumió la obra de
Gombrowicz desde las exigencias hermenéuticas del régimen comunista
polaco. Dos tesis provenientes una de Canadá y otra de los Estados
Unidos son imprescindibles para completar esta mirada polaca: The Image
of Polish Society in the Novel of the 1930´s de C. Brown (University of
Toronto, 1984) y Polish Experimental Fiction, 1900-1939: a Comparative
Study of the Novels of Karol Irzykowski, Stanislaw Ignacy Witkiewicz,
Witold Gombrowicz and Bruno Schulz de C. Taylor (Illinois, 1990).
Antes de terminar con esta digresión y volver a imaginar cierta
especificidad de una lectura argentina, quisiera explicar porque no
incluyo los nombres de Konstantin Jelenski y Jerzy Giedroyc entre
quienes leen a Gombrowicz dentro del ámbito especifico de la literatura
polaca. Como veremos, estos nombres, ligados a la revista de exiliados
polacos Kultura (editada en París desde 1947), pueden considerarse como
los introductores de Gombrowicz en el universo francés, particularmente
Jelenski que fue el gran promotor editorial y quien acercó la obra de su
compatriota al influyente editor Maurice Nadeau. En razón de ese
interés, los artículos y textos de estos intelectuales polacos (algunos
reunidos en Cahiers de L´Herne no. 14, 1971; Gombrowicz en Europe, 1988
y Gombrowicz, vingt ans après, 1989) comparten el movimiento por la
universalización de Gombrowicz, y están entonces más bien preocupados en
demostrar la modernidad y pertinencia de los planteos estéticos del
autor de Ferdydurke. Se diría que su perspectiva es la de la crítica
francesa de los ’60 que recibió a Gombrowicz ya sea como un
existencialista heterodoxo (una lectura persistente en la recepción
académica del autor polaco, como lo demuestran por ejemplo las tesis de
Maria Anna Crawford, An Existencial Vision of Man in the Fiction of
Witold Gombrowicz and Selected Novels by Sartre, Sarraute, Robbe Grillet
and M. Butor, 1972, o la de Bronislawa Karst, The Problem of the Other
and of Intersubjectivity in the Works of Jean-Paul Sartre and Witold
Gombrowicz, 1984) o como un estructuralista avant la lettre
(consideraciones sobre esta lectura pueden encontrarse en los clásicos
Gombrowicz de Rosine Georgin, 1977 y Gombrowicz; bourreau, martyr de
Jacques Volle, 1972). Un análisis crítico de estas apropiaciones
teóricas (significativas desde la segunda mitad de los ’60 hasta
mediados y fines de los ´70) puede hallarse en Un écrivain malgré la
critique : essai sur l'oeuvre de Witold Gombrowicz de Lakis Proguidis
(1989). Más recientemente, el énfasis crítico sobre Gombrowicz está
puesto tanto en su carácter extraterritorial o transnacional, como en su
injerencia para con la llamada Queer Theory. Witold Gombrowicz, ou,
L'atheisme généralisé de Jean Pierre Salgas (2000) es significativo en
cuanto a la consideración de estas nuevas tendencias, como así también
los artículos reunidos por Ewa Plonowska Ziarek en Gombrowicz’s
Grimaces. Modernism, Gender, Nationality (1998) que constituye, quizás,
una de las más interesantes antologías críticas sobre Gombrowicz. No
debemos olvidar mencionar el ya aludido Gombrowicz en Europe y
Gombrowicz en Argentine (1984) de Rita Gombrowicz que, junto a Varia
(1978) y Varia II (1989), configuran una de las principales fuentes
documentales para estudiar a este autor (fuentes minuciosamente
establecidas, por otro lado, por los diversos trabajos biográficos-
bibliográficos de Klementyna Suchanow). Aunque ya algo antiguo, una
presentación general a manera de manual sobre el universo gombrowicziano
puede encontrarse en Witold Gombrowicz de Ewa Thompson (1979) que
constituyó, en efecto, una suerte de presentación de este autor a la
academia norteamericana.
Preguntarse por la validez de una lectura argentina luego de esta
sinopsis de la biblioteca crítica que generó la obra de Gombrowicz puede
parecer un absurdo; y sin embargo, la misma ha sido recurrentemente
demandada. A juzgar por Germán García que se pregunta por qué no existe
un libro argentino sobre Gombrowicz, o por la misma Rita Gombrowicz que
siempre se ha preocupado por intentar rescatar cierto “regard latin”,
una reflexión sobre el autor polaco desde “la pampa salvaje” ha sido un
notorio olvido o se lo ha intentado cubrir, por lo general, a través del
testimonio y la evocación. Gombrowicz en Argentine es, de esta manera,
una recopilación (o heterobiografía según Salgas 2000) de declaraciones
de diferentes personas y personalidades que conocieron a Gombrowicz
durante su exilio argentino; “Le ‘regard latin’”, el artículo que
pretende saldar esta mirada en Gombrowicz, vingt ans aprés (1989), un
relato personal de su autor -el escritor brasilero Moacyr Scliar- que
luego de algunas consideraciones comparatistas entre el sur de Brasil y
Argentina, nos describe sus paseos por Buenos Aires en busca de los
cafés y pensiones que, según el Diario de Gombrowicz, habrían sido
frecuentados o habitados por éste. Quizás debimos esperar hasta el 2004,
año en que se celebró el centenario del nacimiento de Gombrowicz, para
que entre algunos nuevos libros de testimonios (Evocando a Gombrowicz de
Grinberg y Las cartas de Gombrowicz de Tcherkaski) surgiera lo que tal
vez constituya la primera tentativa de lectura orgánica y literaria de
la obra de Gombrowicz: Gombrowicz, este hombre me causa problemas del
fiel amigo “Goma” (Juan Carlos Gómez) que ya en el ’99 reuniera la
correspondencia que le enviara Gombrowicz desde Berlín en Cartas a un
amigo argentino. Pienso, sin embargo, que “La perspectiva exterior:
Gombrowicz en la Argentina” (artículo de Juan José Saer incluido junto
al de Moacyr Scliar en la ya citada antología del año 89) sigue siendo
el ensayo argentino más interesante sobre el autor polaco. Más allá de
las recurrentes proyecciones de Gombrowicz en Borges y viceversa (al
estilo de Piglia en “¿Existe la novela argentina? Borges y Gombrowicz”),
allí se dice que quien aborde la lectura de lo comúnmente entendido como
literatura argentina desde la obra de Gombrowicz podrá, precisamente,
extrañarse ante la misma y ganar una perspectiva ajena, exterior.
La reflexión de Saer es esencial, no sólo porque señala que una lectura
argentina de Gombrowicz debe ir entonces hacia su obra, sino también
porque sugiere que esa lectura menos que preocuparse por demostrar la
universalidad o la modernidad de Gombrowicz debe, asumiendo la
desnacionalización del mismo (la inevitable ignorancia de un contexto
cultural que se desconoce o se conoce sólo a medias) orientarse hacia
una relectura (extrañada) del contexto familiar. Una lectura argentina
podría entenderse así como una lectura que desnacionalizando a
Gombrowicz (es decir operando a conciencia una lectura “no polaca”,
comenzando por el hecho obvio de no trabajar con la lengua original del
autor) no pretende por eso -como lo harían los “centrales” franceses-
universalizarlo para convertirlo en un valor de la República mundial de
las letras.
A la propuesta de Saer (1989), mediatizada por Casanova (1999), nos
gustaría agregar la singularidad de una circunstancia: Gombrowicz arriba
a la Argentina no sólo cuando está por estallar la Segunda Guerra, sino
también cuando el contexto literario argentino trabaja, en cierto punto,
para su propia internacionalización y su propia universalidad (por sólo
poner una fecha, en 1951, por iniciativa de Roger Caillois -arribado a
la Argentina el mismo año de Gombrowicz- aparece Fictions en Francia en
la colección “La Croix du Sud” de Gallimard). Desde esta óptica teórica,
intentar responder por qué Gombrowicz se hizo tan insoportable tenga
quizás una hipótesis obvia: Gombrowicz resultó insoportable porque las
bases estéticas e ideológicas de su literatura no encajaban, a priori,
con las expectativas argentinas.
Se podrá replicar que esta postura es cuestionable, o al menos relativa,
pero esta hipótesis, lejos de reducir nuestro trabajo a un mero análisis
de legitimaciones dentro del campo intelectual, nos permitirá -o más
bien exigirá- una lectura atenta de los textos de Gombrowicz, una
lectura formal y literaria que pueda responder a esta inquietud: ¿qué
hay o qué se remueve en estos textos que pueda pensarse como
irremediablemente díscolo a las esperanzas que la literatura argentina,
al menos en su paradigma borgeano, se forjó para sí misma?
Si, de acuerdo a la exégesis elaborada por Gombrowicz para explicar su
novela Cosmos (1965), la obsesión es un fenómeno capaz de ordenar o
imaginar una realidad en sí inexistente, formularnos de manera obsesiva
esta pregunta nos llevará a recortar, imaginar o enfatizar un aspecto
parcial de la obra de Gombrowicz que, más allá de sugerir determinadas
hipótesis o respuestas para la cuestión planteada, colaborará también
para la lectura formal de este autor. Quiero decir que plantear la
lectura de Gombrowicz desde su carácter díscolo a cierto ideario de la
literatura argentina iluminará un aspecto de la literatura del polaco
que quizás otras obsesiones críticas consideren irrelevante o poco
interesante. Leer la Argentina desde Gombrowicz, por supuesto, pero
también leer Gombrowicz desde la Argentina. Extrapolando un fragmento de
su Diario en él que habla del nacimiento de Cosmos, diríamos que “Estos
dos problemas exigen un sentido”.
La tesis de este libro postula que ese sentido está en la predica
gombrowicziana por alcanzar una expresión auténtica, una suerte de
poética de la primera persona que desde Gombrowicz no significó una
ingenuidad sino un problema estético y ético a resolver en cada uno de
sus textos y que dio forma a una procacidad juzgada intolerable o mero
producto (como lo hace González Lanuza en la reseña señalada -Sur, nº
314, Octubre 1968), de un gratuito acto de arrogancia o egocentrismo.
“¿Qué diablos me importa saber lo que dijo Sartorio cuando soy yo quien
habla?”, la (guaranga) réplica del autoficcional Gombrowicz de
Transátlantico contra el supuesto y altanero Borges, no podría dejar de
ser más ilustrativa a este respecto. Contra la demanda de expresión y
originalidad del autor polaco, el “Gran Escritor Local” se place en
construir una refutación en la que la remisión a la cita falla (contra
cualquier pretensión de autenticidad) a favor del reconocimiento de la
literatura, a favor del goce, finamente irónico, en la cultura. Desde
aquí, asimilar Borges a Gombrowicz (y viceversa) en razón de su
necesidad de producir alguna diferencia capaz de conjurar su común
procedencia lateral o periférica, pasa por alto, creemos, la
incompatibilidad de los rasgos o medios elegidos para armar tal
legitimidad o modernidad literaria. Así, si Gombrowicz prefiere erigir
contra la minoridad de Polonia un sujeto que pueda decirse más que su
nación, Borges hará del confín una orilla especialmente apta para
apreciar el mundo o convertirá a éste, como ya sabemos, en un laberinto
o biblioteca azarosamente recorrido.
Si lo que está en juego es, entonces, la autenticidad de un sujeto y la
construcción (en todo su sentido) de un duelo (de un duelo contra
aquello que se considera el carácter esencialmente artificial de la
literatura), nuestra lectura se centra, fundamentalmente, en tres obras
del autor polaco: Ferdydurke (1937), Diario (1953-1969) y Transatlántico
(1953). A través de las mismas, creemos, se podrá recorrer la
elaboración de una estética beligerante (Ferdydurke), de un sujeto
remiso (Diario) y de aquello que proponemos como una suerte de extrema
afrenta de Gombrowicz: la elaboración de un espacio de enunciación que,
pretextado en la experiencia del exilio, se quiere remiso a su propia e
intrínseca irreverencia (Transatlántico). El primer capítulo, “Juventud
americana y nación menor: hacia el silenciado y desubicado Witold
Gombrowicz”, se centra en el Diario para recorrer los diferentes
sentidos que el escritor polaco le asignó a su exilio argentino y para
esbozar, desde esa circunstancia, las diferentes asunciones de un “yo”
particularmente inaprensible.
Por otro lado, apelando al tradicional recurso contrastivo, se intenta
leer o circunscribir la posible originalidad de Gombrowicz en el
contexto cultural del país anfitrión al confrontarlo con dos series que
consideramos primordiales: la de los viajeros-conferencistas (Ortega y
Gasset, Keyserling, Waldo Frank) y la de algunos exiliados
contemporáneos a Gombrowicz (Roger Caillois y Roa Bastos). De esta
manera, intentaremos posicionar al autor polaco dentro del campo
cultural argentino, analizando el (frustrado) intercambio de
reconocimiento y legitimación intelectual. El segundo capítulo, “Ecos de
Ferdydurke o los tonos de la irreverencia”, retoma algunas categorías
que, esbozadas en el capítulo anterior, serán fundamentales en el
desarrollo de nuestra lectura. Las mismas están destinadas a entender la
impertinencia (desfachatez o “guaranguismo”) como un efecto de la
carencia de pertenencia, es decir como un efecto de la desubicación o de
la excentricidad intelectual. En este sentido, no sólo se rastreará ese
carácter irreverente (que en Gombrowicz se liga a la alabanza de “lo
auténtico” o “lo bajo”) en la ética y estética que ánima a la precursora
Ferdydurke, sino que también se indagará cómo ese carácter (o
caricatura) fue relegado por cierta línea dominante de la literatura y
de la intelectualidad argentina a un lugar de frívola ingenuidad o
interdicto descaro. De esta manera, no sólo se comenzará a dialogar aquí
con la estética borgeana (diálogo que será central en el capítulo
siguiente), sino que se destacará cómo las apropiaciones críticas de
Gombrowicz dentro del contexto argentino (paradigmáticamente la
perpetrada por Ricardo Piglia) se han realizado desde el conjuro de
cierta procacidad raigal en el autor polaco. Lejos de entender la
singularidad gombrowicziana como un fenómeno sin mayores efectos, se
analizará, por otro lado, cómo el fracaso de lo que Gombrowicz y Piñera
llamaron la “gesta ferdydurkista” (la traducción al español de
Ferdydurke, coordinada por el autor cubano) supuso el fortalecimiento de
la impertinencia como espacio alternativo de legitimación intelectual no
sólo en el propio Gombrowicz sino, quizás también, en Virgilio Piñera.
En síntesis, este segundo capítulo intenta acompañar la construcción de
cierta retórica de la autenticidad que, desde su puntual significancia
para la elaboración literaria del universo ferdydurkista, parece animar
la (sobre)actuación de cierta figura de autor, e, incluso, al armado y
justificación de una estética y de una ética artística determinada. Por
último, el tercer capítulo “Transatlántico o de las derivas de una nave
corsaria” pretende analizar cómo tanto la beligerancia ferdydurkista
como la fluidez del Diario se transmutan en Transatlántico en hipóstasis
del exilio y cómo, desde ese ambiguo espacio, se labra una acerada
irrisión que desea convertir “lo polaco” en (imposible) pasado; un deseo
de rejuvenecimiento que posiciona a Gombrowicz como un autor que, a
diferencia de Borges, aún siente (o prefiere sentir) el terrible peso de
la Tradición nacional. En todos los casos, fiel a aquella consigna
gombrowicziana que aconseja, en primer lugar, contemplar festivamente la
obra y luego, recién, “ver lo que hay entre los bastidores”, he
intentado (en esta reescritura del siempre burocrático aparato de una
tesis doctoral) que mis argumentos surgieran de la singularidad de los
propios textos literarios sin forzarlos o sin ahogarlos con una postura
teórica excesivamente predeterminada (postura que aparecerá, en todo
caso, en las respectivas y numerosas notas que acompañan cada capítulo).
Con estos capítulos no sólo quiero demostrar, ampliar y matizar la tesis
que aquí nos hemos propuesto (que Gombrowicz fue insoportable en el
contexto argentino por lo insoportable de su literatura, por su
insoportable apelación a la autenticidad, ese rasgo que fue elegido
antes como elemento a descartar que -como en el caso gombrowicziano-
obsesivo objeto de inquietud) sino que también quisiera que hacia el fin
de los mismos pudiéramos responder algunas de las preguntas que han
perfilado o hecho marchar este trabajo: ¿por qué razón Gombrowicz parece
querer instaurar su obra como una labor paranoicamente beligerante?
¿hasta dónde su apelación a la autenticidad le sirvió en esa afrenta?
¿en qué medida la excentricidad a la que lo condenó su exilio colaboró
en esas elecciones?
Una noche de 1963, sobre la cubierta del Federico Costa, el buque que lo
regresa a Europa, ya en alta mar, Gombrowicz aguarda por un
acontecimiento que sabe provocativo: apenas a unos kilómetros de
distancia vería pasar, rumbo a Buenos Aires, el Chrobry, aquella
“motonave” que veinticuatro años antes lo había lanzado a costas
porteñas. Los sentimientos son ambiguos, y desde una reducción
fenomenológica de la Argentina que la confirma como mero lugar de pasaje
(“un regard inattentif, superflu, dans une direction fortuite, un
réverbère, une plaque, un plan d’eau”), el Diario hará de este país una
evocación amorosa o un lugar en el cual teme, visionariamente, que su
figura se reduzca a “petites évocations”, a la figura convencional de un
“artista incomprendido”. Con todo, la Argentina se convertirá para
Gombrowicz en una suerte de fantasma que lo acompañará por aquella
“americanizada” Berlín donde el autor polaco intuye o percibe la
violencia o el horror que nadie quiere ya siquiera mencionar. La
Argentina, o por lo menos las altisonantes polémicas en el bar La
Fragata, se contraponen también al “silencio provincial” que Gombrowicz
declara haber encontrado en París, una París en la que nadie, ni los
representantes del Nouveau Roman Français (a los que calificó de
terriblemente aburridos) ni los representantes de la Nouvelle Critique
(a los que calificó de pomposidad intelectual), se animarían ya a
“salirse del libreto”. ¿Hay una herencia de Gombrowicz? ¿Hay algún
legado argentino que se pueda pensar como netamente gombrowicziano?
Ante la miseria económica y el rotundo plano de no reconocimiento que le
deparó su exilio argentino, pienso que de imaginarse alguna herencia de
Gombrowicz ésta debe pensarse precisamente desde esa falta de
pertenencia que -para jugar con su parónimo- exacerbó la radical y
vanguardista falta de pertinencia gombrowicziana. Por cierto, el regalo
o herencia que Gombrowicz parece hacerle a la Argentina es la de haberla
convertido en la condición de una desfachatez o autenticidad que si bien
ya estaba presente desde Ferdydurke se retraduce como un efecto (y
afecto) de su despojado exilio, como un efecto y afecto argentino. ¿Es
válida entonces la pregunta por los herederos, por los hijos o al menos
por los bastardos de Gombrowicz? Si el autor polaco labra una nueva
ética del exilio donde el exiliado antes que instaurarse en el papel del
(futuro) redentor de su nación se convierte más bien en su insatisfecho
azote, nuestro apéndice “Algunos exiliados filiátricos: Copi, Osvaldo
Lamborghini y Néstor Perlongher” lejos de pretender forjar una
continuidad o herencia estrecha, intenta más bien señalar la pertinencia
de la reflexión gombrowicziana respecto a una identidad nacional que,
acendrada en su esencia trágica, estimuló el desacato de las exigencias
literarias y políticas afines al tradicional exilio romántico. En este
sentido, quisiera agregar que así como los llamados autores inmorales
han sido aquellos que han logrado brindar las percepciones más finas
sobre el mundo moral, podríamos afirmar que los autores que ‘como
Gombrowicz’ se han forjado a sí mismos como desertores a las exigencias
de su nación (es decir, como desertores a las exigencias de su pasado),
han sido aquellos que han provocado una inevitable y fina reflexión
sobre la misma. Así, sin haberlo pretendido, la historia argentina asoma
por entre las argumentaciones de este libro. Por entre la serie de
filósofos conferencistas, se cuelan, de esta manera, las esperanzas de
un país oligárquico que podía y pretendía darse corte invitando y
recibiendo pensadores de moda para que meditasen sobre el desarrollo
espiritual de la joven nación. Por entre los nocturnos paseos por
aquella Retiro colmada de jóvenes (o “cabecitas negras”) que generan la
pasión gombrowicziana, se escuchan, sin dudas, las muchedumbres del
peronismo y el hado de su redención popular. Finalmente, por entre las
manos de Santucho, se declara, acertadamente, la profecía de sangre. De
un país de recepción, recorremos, junto a Gombrowicz, el lento pero
persistente augurio de una tragedia ante la que este “pobre polaco” nos
deja la irreverente osadía, el desafío, de una risa transatlántica y
bufa.
Juventud americana y nación menor: hacia el silenciado y desubicado
Witold Gombrowicz
Un exilio desfachatante
Gombrowicz como desertor
Yo he sido destruido por mis virtudes.
Diario 1: 2541
Las solapas de las ediciones en español de Witold Gombrowicz suelen
rezar una misma y parca biografía: Gombrowicz, invitado por una compañía
naviera al viaje inaugural del transatlántico Chrobry, arriba a la
Argentina en 1939; la guerra estalla y el escritor polaco decide
quedarse en aquel enigmático país del que nada sabía y donde vivirá por
24 años.
La letanía editorial se repite y la figura de Witold Gombrowicz
(impresentable, paradójica, incómoda) se inscribe siempre bajo la
impronta de esta aparición aleatoria o mágica. Se trata de presentar a
un escritor polaco vanguardista que escribirá, en su idioma natal, gran
parte de su obra en Sudamérica; espacio exótico donde traducirá, durante
1946, su principal novela, Ferdydurke, al español.
Signadas por la parquedad y el efectismo típicos de las destrezas del
marketing cultural, las solapas de los libros de Witold no dejan de
insinuar cierta verdad: Gombrowicz es un personaje desubicado, aunque no
precisamente, o sólo, por el azar de su exilio sudamericano. De leer
Ferdydurke como un gran relato autoficcional, o de prestar atención a
los graves y asfixiantes cánticos de los marineros en Événements sur la
goélette Banbury, un texto de 1932, podremos apreciar que la Argentina,
léase una experiencia de esencial desubicación, estaba presente desde
mucho antes de su “aleatorio” exilio. Así, si los marineros del Banbury,
en viaje a Sudamérica, repiten, obsesivamente, ciertos proféticos versos
(“Sous le ciel bleu de l’Argentine /Où toutes les filles sont
câlines...”) [Bajo el cielo azul de la Argentina /donde todas las
jóvenes son cariñosas], Gombrowicz diseñará en su Diario una concienzuda
arquitectura de los recuerdos y retrotraerá su exilio hasta el borde
mismo de su infancia en Maloszyce:
... mais l’Argentine, dès mon enfance, n’était-elle pas inscrite dans
mes destinées, alors qu’écolier en Pologne, je faisais, pendant les
défilés, tout mon possible pour ne pas marcher au rythme de l’orchestre
militaire ? (Journal II: 389).
[... pero la Argentina, desde mi infancia, ¿no estaba ya inscripta en
mis destinos, cuando aún escolar, en Polonia, durante los desfiles,
hacía todo lo posible para no marchar al ritmo de la orquesta militar?
(Journal II: 389).]
En esta cita, una suerte de ontogenia del desacato, Argentina pierde
bastante de su carácter azaroso y, en compensación, se convierte,
fatalmente, en el espacio privilegiado de la irreverencia. Sin embargo,
más allá de las libertades en la construcción de la memoria, y de cierta
capacidad profética de la literatura (el antológico Banvury reencontrado
en “la flamante motonave” Chrobry), resalta aquí, al menos para un
lector argentino, una extrañeza básica: ¿Argentina como posibilidad
liberadora?
Si la Argentina es la posibilidad de no acompañar el ritmo de una
orquesta militar, si la Argentina es esa (nada histórica) osadía, quiere
decir que Gombrowicz, desde la punzante ingenuidad de un polaco recién
llegado, descubrió (o al menos se inventó) una nueva mirada, un
sorprendente e inesperado decir sobre la Argentina y los argentinos.
¿Habrá deseado Gombrowicz ser aquel Extranjero, aquel Forastero que,
luego del ritual bautismo del Rechazo, procuró hacernos más fuertes,
hacernos madurar y, finalmente, con sus palabras provocativas y
extrañas, traernos una Salud insospechada? De juzgar por el ánimo
militante que acompaña la traducción argentina de Ferdydurke (“¡Sonó la
hora! ¡Al combate!”), Gombrowicz bien pudo haber jugado a convertirse en
el profeta de una nueva mirada sobre nuestra (periférica) cultura. Sin
embargo, tanto la propia filosofía de Gombrowicz como su propio errar
biográfico, desvanecen, o más bien atacan, semejantes esperanzas.
Gombrowicz no sirve para ninguna redención, sino, más bien, como escribe
en su Diario, para “aguarnos la fiesta” (Diario 1: 207).
Creo que hacer de este desubicado una esperanza de nueva mirada o
consideración sobre “nuestra” literatura tiene, tan sólo, un efecto
negativo: conjurar o reducir la singularidad gombrowicziana, esa
condición excepcional que causó tanto fascinación como visceral rechazo
en el medio argentino. De hecho, la Argentina le ha asegurado a
Gombrowicz el privilegio de una mirada virginal, pues tanto los
fervientes admiradores como los ocasionales detractores han coincidido
en entreverlo como un raro fenómeno. Polaco antes que europeo,
Gombrowicz se ha entrevisto como virginal por su original vacío frente a
la cultura latinoamericana, por su distancia respecto a aquel circuito
que, desde fines del siglo XIX y comienzos del XX, hizo de París un
“espacio religador de primer orden”2 entre artistas e intelectuales
latinoamericanos y europeos.
Bien sabemos, por otro lado, que este rango de outsider eslavo respecto
a la cosmopolita París, no le aseguró a este autor ningún tipo de
privilegio. Su “extrañeza” o virginidad fue pagada con la casi miseria
que le tocó vivir en Buenos Aires. Por cierto, la poca atractiva
situación de Varsovia (arrasada por la maquinaria de guerra nazista), y
su histórica lejanía de París, relegó a los polacos arribados durante la
Segunda Guerra a un rango de europeos de
segunda, cuando no a la de emigrantes refugiados3. El propio Gombrowicz
llega a traslucir esta condición cuando a propósito de un auditorio
argentino que está escuchando a un conferencista de su nación, observa
que “los argentinos escuchaban con indulgencia (...) ya que comprendían
la situación psicológica del pobre polaco” (Diario 1: 25).
Así como Gombrowicz no aprobó esa indulgencia durante su exilio
argentino, seguramente no aprobaría hoy su conversión en profeta bajo la
figura del rescate de una voz entonces ignorada, suprimida o prohibida.
Este síndrome que afectó, hace algún tiempo, el relanzamiento editorial
de Gombrowicz en Europa, este éxito devenido seguramente de la pérdida
de lo urticante de sus textos en razón de los nuevos tiempos políticos
(que provocó, entre los polacos, el desfasado deseo de leer a quien
fuera, bajo el régimen comunista, un “anarquista que no reconoce ley
alguna”, Diario 1: 322), puede alertarnos sobre el estéril riesgo de
cualquier consideración de Gombrowicz en esa dirección. Si Gombrowicz no
fue leído u oído en su tiempo, no vale así rescatar su mirada, sino, tal
vez, preguntarse por las razones de ese silencio, indagar el porqué de
un exilio signado por la experiencia “rejuvenecedora” del silencio:
[...] [M]i entendimiento con la América Latina, que encarnaba el
rejuvenecimiento de las espléndidas razas europeas y que resultaba
sorprendentemente silenciosa y discreta en su amable existencia, me
parecía no enturbiada por nada (en esa misma época, mi hermano y mi
sobrino se hallaban en un campo de concentración; mi madre y mi hermana,
tras huir de la Varsovia destruida, vagaban por provincias, y a orillas
del Rhin resonaban los gritos de terror y de dolor de la última
contraofensiva alemana; pero esos gritos, esos aullidos de los que yo no
me olvidaba, no hacían más que aumentar mi silencio) (Diario 1: 236)
La cita de arriba es la única mención de Gombrowicz a los “gritos y
aullidos” de su tragedia familiar. El miedo, el respeto y el horror que
Gombrowicz intuye en la tragedia (Diario 1: 352) parecería ubicar a ésta
en un campo ajeno al de la literatura; ante el Horror, de hecho, la
pluma tiembla en la mano y los labios “no son capaces de emitir más que
un gemido” (Diario 1: 352). Cualquier otra reacción, cualquier actitud
estética de expresar o insinuar ese Horror, no puede ser otra cosa, para
Gombrowicz, que rotunda impostura (Diario 1: 84). En cualquier caso, si
el gemido ante la tragedia es la negación en sí de la literatura, la
toma literaria de ésta haría de la inmensidad de la misma un mero
pretexto para el despliegue ostentoso de la Grandeza, la Profundidad o
la Verdad. De aquí que la creencia de “que sólo en las cumbres hay algo
por descubrir” (Diario 1: 352), se plantee como una “ingenuidad”
típicamente polaca contra la cual se aliente una alabanza de lo pequeño,
o más bien, de lo manejable: Proust supo encontrar más en su magdalena
que ellos en los crematorios durante años (Diario 1: 352).
“Ellos” (figura fantasmal contra la que el Diario se posiciona, cohorte
de rostros “malaxados” en la Grandeza, y, puntualmente los -otros-
escritores e intelectuales polacos), se convierten en los cantores de un
“humo acerbo” de pronto convertido en el “incienso para la nueva
dictadura”. El silencio, única garantía contra el riesgo de
monumentalidad que Gombrowicz atisba en cualquier tipo de expresión
literaria sobre la tragedia, se transforma así en un rasgo a contramano
de lo que podría esperarse de un intelectual polaco de posguerra.
Cismático por naturaleza a cualquier prescripción, la actitud de
Gombrowicz frente al comunismo polaco romperá de igual modo aquello que
podría preverse en un exiliado. Si bien Gombrowicz no deja nunca de
exhibir la falacia de la pretensión de verdad que definiría a los
regímenes comunistas (Diario 1: 331), alerta al mismo tiempo sobre el
riesgo de limitación intelectual que significaría convertir al comunismo
en el único y gran cataclismo polaco. Tanto en el sostén como en la
“exagerada” batalla que los exiliados polacos llevarían contra el
régimen (Diario I: 36), Gombrowicz detecta la recurrente debilidad
humana por creer en un mundo de monstruos precisos y límites
reconocibles. Por afuera de toda solución a favor o en contra del
comunismo (que delataría tan sólo la fascinación general por el mismo
-Diario I: 58) Gombrowicz les propone a los polacos la paradoja de
“alcanzar” o comprender al enemigo en su “veneno y sordidez (es decir en
sus virtudes)” (Diario 2: 218). Son innumerables las veces que
Gombrowicz en su Diario se pregunta por las razones que les impedirían
“pasarse al otro lado” ya que en su condición de desheredado, del que no
tiene nada que perder o del materialmente necesitado se asimilaría,
irónicamente, a los proletarios que el comunismo buscaría redimir
(Diario I: 327). En igual registro irónico, Gombrowicz señala que su
propio pensamiento liberador bien podría acercarse a ese mundo confuso,
móvil y relativo que el marxismo plantea por lo menos antes de su
implantación en determinada sociedad (Diario I: 331). “Pasarse al otro
lado” o, incluso, volver a Polonia (como algunas veces se traduce ese
“pasarse” en su Diario), podría ser así resultado de su propia condición
material o del intrínseco espíritu liberador de su pensamiento; sin
embargo, a esas razones intelectuales bien podría agregársele una
cuestión práctica que a propósito del poeta chileno Pablo Neruda se
resume en la drástica sentencia “no hay como ser un poeta rojo en el
podrido Occidente” (Peregrinaciones Argentinas: 31). Esta sentencia
(válida tal vez para el contexto de elites intelectuales de izquierda
que Gombrowicz percibe durante las décadas del 50 y 60) no hace más que
intensificar las frecuentes enumeraciones de los burgueses privilegios
de aquellos que gracias a su “propaganda roja” gozarían de una vida
felizmente clasista en Occidente. Suntuosas residencias, millones
“largos”, viajes a China, fama universal se citan así para demostrar las
ventajas de los “embajadores culturales” de allende la cortina de hierro
(Peregrinaciones Argentinas: 32). Más allá de la verdad de estas
afirmaciones, queda claro que en el bifronte mundo de los cincuenta el
“intelectual” Gombrowicz hubiera sido mejor recibido ya fuera como
exiliado político o como embajador cultural que como ese “tipo que de
hecho no pertenece a la camarilla” (Diario I: 215).
¿Podemos sospechar el fondo común de una ética por detrás de las
singulares actitudes de Gombrowicz? ¿Tanto su silencio frente a la
Tragedia como su esfuerzo por sortear el “mundo preciso” de los
comunistas y anticomunistas forman parte del mismo ethos personal?
Narcisista, anarquista, solipsista: los adjetivos que Gombrowicz adoptó
o le fueron imputados señalan siempre cierta excentricidad. Gombrowicz
está siempre en otro lugar al esperado, no es Weil ni Milosz ni Neruda4,
es un imprevisible impugnador, o más precisamente un “desubicado” (con
toda la carga moral que este último término supone). En términos
ferdydurkistas, Gombrowicz no pretende adoptar ninguna de las “fachas”5
del exilio, ni la del cantor del humo acerbo ni la del refugiado, sino
más bien pretende “des- fachar” las “malaxaciones”6 de esa experiencia.
Si se suma a la marginalidad de un escritor eslavo (ignorante en
principio del idioma español), el silencio que le deparó como toda
respuesta su férrea desubicación, su deserción frente a lo que sentía
ser los lugares comunes del exiliado, bien podemos pensar la
des-fachatez de Gombrowicz como un verdadero ethos. Al contrario de
Simone Weil, considerada en el Diario como una magnifica exponente de
“todas las morales de la Europa contemporánea” (Diario I: 300)
Gombrowicz confiesa no estar a la altura de los estandartes de su época.
Al contrario de esa “católica, marxista, existencialista” Gombrowicz se
propone como desertor o fugitivo:
[...] [H]e sido juzgado muchas veces: yo y mis obras, y casi siempre sin
sentido. Me habéis tachado de mezquino, cobarde y desertor. En esto
último hay más verdad hiriente de lo que os pueda parecer. Nadie se
imagina siquiera la inmensidad de mi deserción. No en vano Ferdydurke
termina con la frase: “huyo con la facha en las manos” (...)
Pero con permiso: no hay postura espiritual que llevada al extremo y con
consecuencia no sea digna de respeto. Puede existir fuerza en la
debilidad, decisión en la vacilación, consecuencia en la inconsecuencia,
y también grandeza en la mezquindad. Cobardía valiente, blandura
acerada, huida atacante (Diario 1: 300).
Cobardía valiente, huida atacante: las oximorónicas imágenes de estas
“posturas espirituales” plantean toda una virtud de la deserción.
Deserción extrema ante las cumbres o extremidades que significa la
apología de la magdalena proustiana frente a los crematorios y al
“cataclismo” comunista. Rechazo extremo de los extremos para buscar el
medio, esa llanura por la que Gombrowicz parece deambular sin necesidad
de planes trascendentes:
“Lo extremo” me ha asediado por todos lados y es una asedio de terror y
fuerza. Pero -como ya lo he anotado con satisfacción- apago en mí todas
las fuerzas. Un romántico en mi situación se entregaría con placer a
estas furias. Un existencialista profundizaría en las angustias. Un
creyente se postrenaría ante dios. Un marxista trataría de llegar al
fondo del marxismo...
No creo que ninguno de ellos, hombres serios, se defendiera ante la
seriedad de este experimento, yo en cambio, hago lo que puedo para
volver a una dimensión media, a una vida corriente, no demasiado
seria... No quiero abismos ni cumbres, lo que deseo es una llanura...
Retirarme de “lo extremo”... (Diario 1: 303).
Anecdóticamente, como en las letanías editoriales de las solapas, las
“rejuvenecedoras y discretas llanuras argentinas” plasmarán para este
des-fachatante y des-fachatado eslavo sus ansias de planicie, aquella
dimensión media -intrascendente- que la lejanía parece brindarle a todo
paisaje por escabroso o accidentado que se muestre en un rotundo primer
plano.
Huir, perseguir, andar o las diversas formas de pretextar el movimiento
Pero cuando empecé a caminar, el se encaminó conmigo, yo me encaminé con
él y juntos nos encaminamos.
Ferdydurke: 178
Lejos de la fuerza de los extremos, la incomprensible o desubicada
aparición de Gombrowicz en América Latina se quiere describir como un
intrascendente acaso devenido de cierto deambular profesional. Al Witold
Gombrowicz del Diario le gusta considerarse un alegre “paseante pequeño
burgués” que por mero azar puede llegar a los Alpes o al Himalaya, o un
joven vagabundo que puede llegar a toparse, sin buscarlo, con causas
supremas y poderosas (Diario 1: 297). En medio del altisonante fragor de
las ideologías y discursos que lo circundan, Witold Gombrowicz pretende
ser, en ocasiones, un escurridizo flâneur de reposada y placentera
tranquilidad:
La fábrica, gimiendo y precipitándose entre estrépitos y torbellinos, va
produciendo instrumentos progresivamente más perfectos que a su vez
sirven para perfeccionar y acelerar la producción, de tal modo que todo
se vuelve cada vez más poderoso, más violento y más preciso. Pero yo me
paseo entre estas máquinas y sus productos con gesto ensimismado, y por
lo demás sin demasiado interés, igual que si me paseara por mi huerta,
allá en el campo (Diario 1: 163).
El desertor de las Causas deviene en este fragmento un sosegado
caminante pequeño burgués impulsado por la fuerza de su hedonismo. De
hecho, los personajes de Witold suelen caminar, deambular, por el mero
hecho de andar, caminan sin un plan demarcado, sin trascendencia, como
si lo estuvieran haciendo por una amplia llanura desprovista de
cualquier punto de interés. Si hay algún plan erótico en esas derivas,
como sucede en las caminatas por Retiro del Gombrowicz de
Transatlántico, o incluso en las caminatas nocturnas por el provinciano
Santiago del Estero del Diario, nunca tendrán un punto final o
culminante, sino que se evanescerán en la intensidad arrolladora de su
propia acción. La épica que podría sospecharse en la Huida de lo Extremo
perpetrada por el desertor Gombrowicz aparece así relativizada por este
andar inmanente, intrascendente, que parece querer huir hasta del ephos
de la huida. Gombrowicz en su Diario se esboza de esta manera como un
típico personaje gombrowicziano, frecuentemente incapaz de resolver si
está huyendo, persiguiendo o simplemente andando por andar: formas todas
de un tránsito
conflictivo que parece tener al movimiento como única exigencia7.
La descripción de la partida a Argentina en Testamento (Gombrowicz 1991:
88/89) no evade el espíritu de inmanencia del andar gombrowcziano. No
hay ningún especial interés en embarcarse hacia América Latina. Si bien
Gombrowicz le solicita a su amigo, el escritor Czeslaw Straszewicz8, que
intente convencer a la empresa naviera para que él también sea invitado
al viaje inaugural del Chrobry, todo se reduce a una ocasional
conversación en un café de Varsovia y a una serie de peripecias que
podrían haber abortado hasta el último momento el curioso e intempestivo
viaje, posibilidad que no parece perturbar demasiado al despreocupado
Gombrowicz. De creer en las afirmaciones registradas en Testamento, su
embarque se debería agradecer incluso a cierto azar administrativo que
habría resuelto a minutos de zarpar las infaltables exigencias
burocráticas9 .
Ya se trate de intrascendentes deambuleos o de una decidida huida, lo
cierto es que el arribo y permanencia de Gombrowicz en América preservó
a este escritor de la invasión alemana a Polonia. A pesar que la
filiación religiosa de la familia Gombrowicz era la católica, esto no
fue obstáculo para que un hermano y un sobrino del mismo fueran
deportados a un campo de concentración. Por otro lado, sería fácil
entrever el riesgo que hubiera corrido un intelectual heterodoxo como
Gombrowicz de haber permanecido en su nación, más aún si se tiene en
cuenta que -como el propio Gombrowicz lo señala (Testamento: 48)-, la
mayoría de sus amistades intelectuales eran de origen judío (por ejemplo
Bruno Schulz10 y Adolf Rudnicki11) lo cual, graciosa -y
sintomáticamente-, había llevado a que muchos lo apodaran “el rey de los
judíos”. A la rotunda preservación, incluso física, que sin duda le
brindó el exilio, Gombrowicz no parece concederle, sin embargo, ninguna
prerrogativa. En el relato que se esboza en su Diario, y en la misma
Transatlántico, el exilio quiere mostrarse menos como una decisión por
la preservación que como resultado de sus intrascendentes caminatas; y
antes que como tierra de seguridad, el exilio se convertirá en la
posibilidad de vacilación “asegurada” por las inherentes experiencias de
la humillación, la derrota y la soledad. El exilio para Gombrowicz se
convertirá de hecho en el formidable infierno que potenciará aquellas
enfermedades del espíritu tan estimables a la consiguiente y alabada
salud del arte (Diario 1: 78).
El exilio como infierno rejuvenecedor
Soy solo. Por eso soy más.
Diario 1:
357
Hay algo de fáustico en las afirmaciones de Gombrowicz, por lo menos en
el exilio entrevisto como la garantía infernal del ansiado
rejuvenecimiento. El arte, según palabras de Gombrowicz en su célebre
contestación a Cioran (Diario 1: 78), nacería de cierta falta; una falta
que en el caso del exiliado estaría asegurada por el infierno de la
ausencia de reconocimiento y de lectores, por la imposibilidad de editar
y por la carencia, en definitiva, de aquel mecanismo patriótico “que
empuja hacia arriba, hace propaganda y organiza la fama”. La “angustia
metafísica que nace de la intensidad del silencio” (Diario 2: 230) es
puesta así como contrapartida de la Literatura como protegida
institución y, puntualmente, como radical diferencia de la verborrágica
“literatura de café” que Gombrowicz detecta en la feliz y estéril
producción cultural de la Democracia Popular en que habría devenido su
patria (Diario 2: 229):
Verborrea. Cuando a veces aguzo las orejas hacia el lado polaco oigo
eso: verborrea. Son terriblemente charlatanes. Sus libros son como su
prensa literaria, y su prensa literaria como sus cafés: todo rezuma
charlatanería. No conozco ni una obra suya de la que pueda decirse que
ha nacido en el silencio. Tampoco conozco autores (salvo quizás dos) de
los que pueda decirse que no escriben en la acera o en el café que da a
la acera (Diario 2: 229).
“Salir al extranjero, más allá de no importa qué frontera”, (ponzoñoso)
pharmakon que Gombrowicz prescribe para los felices gremios de
escritores, se convierte así en una de las formas en las que el exilio
se traviste en su Diario. Producto de la huida o de sus inmanentes
andadas, el exilio es la enfermedad necesaria para la salud, ese proceso
transformador que se da a través de la “autosuficiencia y satisfacción”
de la escritura:
También me gustaría recordarle a Cioran que no solamente el arte en el
exilio, sino todo arte en general, está en estrecha relación con la
descomposición, nace de la decadencia, es la transformación de la
enfermedad en la salud. Y todo arte en general raya en el ridículo, la
derrota, la humillación (Diario 1: 78).
En su Diario Gombrowicz llega a convertir el exilio en tropo del arte o
por lo menos en tropo de la ruptura de ataduras e intensidad del yo que
éste significaría12 , y, en este sentido, no trazará ninguna diferencia
entre la emigración y el exilio “interno” de aquellos autores que aún en
su propia nación no habrían gozado de ningún respaldo institucional
(“¿La Patria? Pero si cada uno de los hombres célebres, precisamente a
causa de su celebridad, ha sido extranjero en su propia casa”, Diario 1:
78). Así, hacia 1960, llegará a reconocer que por lo menos parte de la
intelectualidad instalada en Polonia habría sabido aprovechar mejor la
asfixia y la violencia propias de la vida en aquel país, que ciertos
emigrados que habrían despilfarrado las amplias libertades de Occidente
en una vida blanda donde la única lucha habría consistido en la lucha
por el dinero (Diario 2: 227).
Hacer de la experiencia del exilio una condición para el arte puede
llegar a hacernos pensar en cómo Gombrowicz justifica de algún modo los
avatares de su biografía con la invención de una estética. Gombrowicz
parece tomar del exilio clásico la idea de renuncia a un espacio de
seguridad y, al escribir su propio nombre en la ostra de la sentencia,
abandonarse a aquel territorio incierto que representaría el silencio y
la soledad. El sufrimiento en este territorio de desamparo no deja de
acercarse, por otro lado, a aquel adanismo o pérdida del paraíso que
haría de todo judeo-cristiano un exiliado de la inmaculada tierra
original. Únicamente que en Gombrowicz no habría sentencia política ni
culpa que pretexte los tormentos del exilio. Habría más bien la
necesidad de una deserción radical como condición de toda mirada
estética. El arte significaría así la salud del exiliado sin que eso
signifique ningún tipo de resolución sino más bien la confirmación de
cierta condición esencialmente vacilante de lo humano, y, en este
sentido, la oportunidad del exilio, más allá de los padecimientos casi
cristianos que pudiera implicar13, será felizmente celebrada:
¡Doy gracias al Ser Supremo por haberme sacado de Polonia cuando mi
situación literaria empezaba a mejorar y por haberme lanzado al
continente americano en medio de gente que habla una lengua extraña, en
la soledad, en la frescura del anonimato, en un país más rico en vacas
que en arte! (Diario 2: 236).
¿Cuál es en definitiva la cara, rostro o mueca que Gombrowicz pone ante
la circunstancia de su “azaroso” exilio? Descartadas las más
convencionales, nos quedaría una larga sucesión de posibles expresiones.
Podríamos enumerar aquellas que se caracterizaban por gestos de
desertor, de fugitivo, de cismático, de flâneur o de vagabundo. Sin
embargo, la progresión de las figuras para “atrapar” a Gombrowicz puede
multiplicarse al infinito pues quizás interese menos su momentánea
validez que la incesante progresión que suponen. La insuficiencia de
cada una de estas imágenes para capturar de forma completa al
escurridizo Gombrowicz del Diario pide un lector que comparta el mismo
horror del autobiográfico héroe por la fijeza en determinada forma o por
la paz en la composición de determinada totalidad. Pues parece tratarse
aquí de una suerte de (cristiana) -y siempre en marcha- ascesis hacia
aquel inmotivado caminar por caminar, de una deserción constante como
garantía contra la detención en cualquier definición o territorio de
amparo. La idea del cambio permanente persigue así a este heracliteano y
contra ella su sarcástico carácter iconoclasta no opone ningún tipo de
resistencia, quizás porque -dentro de este móvil y relativo mundo-
exista una firme antropología que sostiene que el carácter del hombre
reside en su metamorfosis continua, en su siempre incesante desarrollo y
en la necesidad inherente, como se afirma en “Contra las Poetas” 14, de
un suicidio constante.
El exilio no se comportaría así como tierra de abrigo sino más bien como
inclemente soledad y como una formidable oportunidad de apertura y
vacilación entre las contradicciones que, acaso románticamente, se
agitan en la peculiar criatura humana.
Turbulenta zona de irresolución entre la lejana asfixia de la seguridad
y la impiedosa libertad del desamparo (en palabras de Gombrowicz entre
la “situación literaria” y el “país rico en vacas”), el exilio se
transforma en el Diario en la posibilidad de escapar a todo concepto
demasiado acabado de sí, pues en esta infernal experiencia la falta de
legitimación que cabría esperarse por parte de los otros (por ejemplo de
la refractaria intelectualidad argentina) invalidaría toda pretensión de
auto-reconocimiento. El país más rico en vacas que en literatura
deslegitima la situación literaria de Gombrowicz porque, en su desgano o
indiferencia (Diario 1:130), no sabría ni podría confirmarla.
Sabemos que, en Ferdydurke, Gombrowicz convierte al rostro (o a la
“facha” para seguir la traducción “argentina" de esta novela) en la
imagen viva de la propensión humana a definir o a descansar en la
armonía de determinado concepto. Su “Prefacio al Filifor forrado de
niño” (Capítulo IV de Ferdydurke) hace de esta supuesta inclinación
humana la base de una pragmática social impulsada a fuerza de
irreflexivas repeticiones; una pragmática que, de acuerdo a Les rites
d´interaction de Erwin Goffman (1974), podría entenderse como un
gregario sistema de prácticas sociales que aseguran la determinación
ritual de la conducta pública. En efecto, al igual que en Gombrowicz, en
esta microsociología lo ya dicho y lo esperado conforman un pacto de
mutuo entendimiento y reciprocidad que ayuda a tejer la red de una
sociabilidad sin sobresaltos: la “faz”en Goffman significa,
precisamente, la encarnación de aquel papel o rol a ser jugado por los
diferentes integrantes de una interacción en virtud de lo que cada cual
cree que se espera de su conducta de acuerdo a cierta situación
arquetípica. Únicamente que en Gombrowicz (como en los rígidos rostros
urbanos que Rilke describe en Los cuadernos de Malte) hay una valoración
negativa. En su sociología, que extiende al campo existencial este
aspecto de la pragmática social, todo rostro “alcanzado” por la
reciprocidad de determinado rito será un rostro “malaxado”, es decir un
rostro amasado o sobado por la forma de una colectividad cuyo orden, por
basarse tan sólo en el consenso de la repetición irreflexiva, se juzga
absurdo e inauténtico.
Durante su exilio Gombrowicz parece no poder, ni querer, gozar ningún
rostro. La falta de entendimiento del “país más rico en vacas que en
arte” rompería de hecho la validación mutua de las faces que cimienta y
determina el orden social. Paradójicamente, a pesar de que esto
signifique el infierno y el sufrimiento de no ser reconocido, significa
también la libertad del des-fachatado (o des-carado) para denunciar las
imposturas ajenas, confesar las propias y sostener un canto de alabanza
al cambio (y como veremos, al histrionismo y la metamorfosis) como única
salida intelectual digna de autenticidad. Libre de sustentar cualquier
tipo de “malaxación”, la oportunidad de “desfachatarse” es entendida así
como una oportunidad de rejuvenecimiento, una caída en lo aún inmaduro
que el autobiográfico y procaz “yo” del Diario presiente apenas
desembarcado en una tierra tan joven como rejuvenecedora.
El sujeto americano como sujeto guarango
Ortega y las máscaras (o de la juventud como estado ominoso)
Rocas que asoman desde abismos sin fondos, territorios atróficamente
peninsulares, climas dementes de frío glacial o de ardientes soles
tropicales: en la geografía soñada (o más bien de pesadillas) de Hegel,
América, a excepción de su próspera franja norte, se describe como el
territorio de una deficiencia o inmadurez geográfica, incapaz de
despertar a la vida del Espíritu15 . Reverso exacto de la grandiosidad y
exuberancia de las crónicas de conquista españolas, la débil geografía
americana obedece en Hegel más a la necesidad de justificar la ausencia
de los espirituales “pueblos históricos” que a cualquier otra intención.
Ni las civilizaciones mexicanas o peruanas se salvan de esta suerte de
inmadurez congénita: su desaparición prueba en este filósofo más la
presunta debilidad original que la guerra de exterminio escamoteada tras
la imagen del “arribo del Espíritu”. A la América del Sur, ese alargado
y atrófico territorio en el que Hegel llega a incluir a México, se le
hurta así, en vista de su inferioridad física, la razón a partir de la
cual el Espíritu podría desarrollarse: la razón del Estado (esa
entelequia que en Hegel es hija del agrupamiento humano y de la ciudad).
En efecto, desde Hegel y “desde el mal de la República Argentina es su
extensión” (diagnóstico acuñado por Sarmiento en su Facundo), la
inmadurez anida en América como un mal a erradicar y frente a esto
Gombrowicz, tal vez sin proponérselo, y desde una reflexión más amplia,
instauraría una objeción de valor.
“Zona de contenidos subculturales, no acabados de formar y
rudimentarios” (Diario 2:
15), la inmadurez en Gombrowicz se propone como una salud para la
madurez, como aquel elemento que precipita toda forma o carácter
presuntamente estable (aquello que llamáramos faz o “facha” en el
apartado anterior) asegurando el tránsito y la naturaleza esencialmente
móvil de lo humano. Si en el juego de la interacción social (aquello que
Gombrowicz, desde una perspectiva más bien filosófica, denomina la
“dimensión interhumana”) este papel de desentonar o de des-fachatar toda
prescripción o Forma establecida lo cumpliría, como veremos, lo aún no
acabado (la juventud y el bajo o inferior), a escala cultural le
correspondería a países jóvenes y/o todavía no formados -como la
Argentina o Polonia- la función de “desfachatar” la madurez, acabamiento
y progresiva complejidad que Gombrowicz lee en las naciones demasiado
espirituales o maduras: una función insospechada para aquellos pueblos
que Hegel había desprovisto de Espíritu.
“Todo en nuestra cultura, todos sus mecanismos están pensados para
presionar hacia los extremos o arriba” afirma Gombrowicz a partir de un
detallado análisis de cómo la “natural” música de Mozart y Beethoven
(“frescura, exuberancia, juventud”), habría desaparecido en virtud de
una tendencia general hacia la complejidad representada por Chopin y
Wagner (Diario 2: 241). “Es algo parecido a un país totalitario”,
agrega, luego de analizar cómo la mayoría de los filósofos europeos
habrían desmerecido a Beethoven por “vulgar” en favor de esa “tendencia
dominante” que haría de la complejidad, del formidable acabamiento de la
forma y de la sublime espiritualidad, valores incuestionables (Diario 2:
243).
¿Argentina como posibilidad liberadora? Si “la forma deforma” y el arte
se aleja de la experiencia cotidiana del hombre (inmaduro, en razón de
su tornadiza naturaleza, para la perfecta madurez del arte), a las
“rejuvenecedoras y discretas” (inacabadas y aún en formación) llanuras
argentinas le correspondería la función de romper el totalitarismo de lo
demasiado complejo: ¿Qué es la Argentina? ¿es una masa que todavía no ha
llegado a ser un pastel, es sencillamente algo que no tiene forma
definitiva, o bien es una protesta contra la mecanización del espíritu,
un gesto de desgano o indiferencia de un hombre que aleja de sí mismo la
acumulación demasiado automática, la inteligencia demasiado inteligente,
la belleza demasiado bella, la moralidad demasiado moral? En este clima,
en esta constelación podría surgir una verdadera y creativa protesta
contra Europa si..., si la indefinición pudiese convertirse en un
programa, o sea, en una definición (Diario 1:130).
La afirmación de Gombrowicz sobre el posible papel de Argentina (al que
extenderá a todo país americano) se encuadra por cierto dentro de sus
singulares ideas sobre la provocadora función de lo inmaduro e inacabado
frente a toda pretensión de fijeza y madurez, aunque no deja de ser
contemporánea a una amplia discusión sobre el destino y naturaleza de
América que arduamente se está sosteniendo en el campo cultural que lo
rodea, una discusión que si bien encuadra a Gombrowicz dentro de otros
europeos que vislumbraron a América (más propiamente a América Latina)
como territorio joven o inmaduro, también permite singularizarlo en
razón del radical valor liberador que el polaco atribuye a tal juventud.
De hecho, existe una obsesión por la inmadurez de América durante las
primeras décadas del siglo XX, una obsesión que se plasmará en una
práctica auspiciada por la elite intelectual argentina: la visita de
ilustres visitantes europeos en calidad de conferencistas o más bien de
evaluadores del feliz proceso civilizador de aquel país que prometía
convertirse en la Atenas sudamericana; todo un “conferencialismo”
europeo del cual Arturo Cancela, en su novela Historia Funambulesca,
llega a burlarse dejando evidenciar el carácter explícito y consciente
de tal práctica de legitimación cultural.
De esta manera, el mismo año en que “Witol (sic)” arriba
subrepticiamente a la Argentina, Ortega y Gasset, por entonces un joven
profesor español, se constituirá en la revelación del incipiente diálogo
hispano promovido por la Institución Cultural Española de Buenos Aires.
En 1939, Ortega y Gasset descollará aún por encima de los afamados
nombres que este instituto llevará a costas porteñas (entre ellos Ramón
Menéndez Pidal, Américo Castro y Eugenio D’Ors). Curiosamente, en una de
sus conferencias, Ortega y Gasset afirmará lo mismo que Gombrowicz: la
vida en Buenos Aires le resulta extremamente adolescente o inmadura16.
La afirmación, sin embargo, desentona si se considera la forma en la que
se aprecia tal inmadurez. Para el filósofo español, la juventud de este
pueblo aún “en formación” se convertirá en un mal bastante vergonzante
que su (autoproclamado) crudo amor por la verdad no puede dejar de ver y
señalar.
En “Meditación del pueblo joven”, Ortega trata, por cierto, de
desenmascarar (o “desfachatar”, si preferimos la terminología
ferdydurkista) la nada admirable inmadurez que el argentino intentaría
ocultar tras su mítica arrogancia. Si una nación, como se afirma en este
ensayo, es “un sistema de secretos”, la “Meditación del pueblo joven”
quiere presentarse como un audaz (y soberbio) gesto que desvendaría la
soberbia argentina para mostrar su lado inmaduro, ese secreto colectiva
y celosamente guardado. En la fundamentación de esta sentencia el
célebre español no ahorrará, además, cierta genealogía. Así la
prepotencia y petulancia argentina (la máscara colectiva de una
inmadurez al parecer congénita) estará directamente relacionada a la
herencia de un pasado colonial en el que los habitantes de la nueva
tierra -asemejados a ciertos héroes de Kipling y Conrad- habrían vivido
el retroceso hacia un estado primitivo sin dejar por ello de sobrellevar
-o aparentar- una vida externa moderna y metropolitana. En el
pensamiento de Ortega habría entonces cierta impostura que afectaría al
sujeto colonial y a sus herederos, de alguna manera ni el espacio
geográfico ni el tiempo en que se desarrollan sus vidas le
pertenecerían. El anacronismo y la falta de condición autóctona los
habría relegado así a un espacio nuevo signado por la carencia de vida
metropolitana devenida en mera fachada, inautenticidad radical que los
condenaría a una inmadurez crónica, a ese “fondo de tristeza” e
insatisfacción del ser -esencialmente- promesa (como había prescripto
este mismo pensador diez años antes)17.
En realidad, la inautenticidad del hombre argentino es una constante en
cada uno de los ensayos en que Ortega se dedica a definir su
caracterología, marcada precisamente por la vaguedad y ausencia de un
ser definido. Curiosamente, si Gombrowicz señala que la Argentina es aún
“un pastel no formado” para hacer de esta falta de definición o forma un
valor esencial que podría conmover lo que considera la exagerada madurez
europea, el celebrado Ortega y Gasset hace de cierta “histórica
indigestión” (devenida de la inmigración o “aluvión atlántico” contra lo
que bautiza el “hombre histórico”, eminentemente hispánico)18 una de las
razones del mal argentino.
En síntesis, la falta de consistencia cultural que ambos autores
perciben en la vida argentina es sentida de forma diametralmente
opuesta. Mientras que para Ortega el problema argentino, ese actuar o
aparentar la madurez cuando se es inmaduro, se reduce a una cuestión
narcisista que hace de todo argentino un “guarango” (según Ortega, aquel
que desde la falsa idea que tiene de sí festeja su triunfo)19, en
Gombrowicz esa peculiar audacia que encontrará en la juventud del país,
esa falta de reconocimiento de toda instancia superior o madura, se
constituye en la mejor prueba de su salud cultural:
Este país, saturado de juventud, respira una especie de tranquilidad
aristocrática propia de los seres que no tienen que avergonzarse de nada
y se mueven con desenvoltura. Hablo sólo de la juventud, porque lo
característico de Argentina es la belleza joven y “baja”, próxima a la
tierra, y no la encontrareis en cantidades considerables en las capas
superiores o medias. Aquí solamente el vulgo es distinguido (Diario
1:127).
Con este párrafo del Diario, podríamos confirmar que sobre una misma
afirmación de juventud (o falta de consistencia o madurez cultural), se
sostendría y negaría, en Gombrowicz y Ortega respectivamente, la
autenticidad del ser, ya que mientras que Gombrowiz hace de la saludable
Argentina (por lo menos en sus sectores “bajos”) el país del irreverente
y auténtico Polilla (al menos en aquella instancia en que este personaje
de Ferdydurke desafía la Patria y la Nación con exultantes y grandiosas
mayúsculas), el filósofo español no deja de hacer del argentino un
sujeto desterrado y, esencialmente, un sujeto inauténtico. Debemos
reparar, sin embargo, en que Gombrowicz predica la autenticidad sólo de
la juventud y, más puntualmente, de la juventud “baja”, ya que su visión
nada homogénea de la sociedad argentina encuentra ciertos “estratos” en
los que lo guarango, menos que una característica auténtica (como en el
“distinguido” vulgo joven y bajo), parece ser un gesto inauténtico en el
mejor sentido orteguiano:
En una ocasión, alguien, ya no me acuerdo si era Sábato o Mastronardi,
me contaba que en una recepción a un escritor famoso se le acercó un
estanciero (por lo demás, persona bien educada) y le dijo:
-¡Usted es un imbécil! Tras preguntarle qué era lo que en la creación de
ese autor despertaba en él tanta animadversión, confesó que nunca había
leído nada suyo y que lo había reñido por las dudas, por si acaso: ‘para
que no tenga demasiados humos’.
Este fenómeno tiene aquí su nombre. Se llama la ‘defensiva argentina’.
La defensiva de aquella señora, más bien simpática, aunque quizá un poco
amanerada, no era peligrosa, porque se veía que quería agradar y que
utilizaba ese género porque lo consideraba encantador y distinguido. Sin
embargo, el argentino a la defensiva a veces se vuelve en verdad
impertinente, cosa rara en este país tan cortés (Diario 1: 319).
Gombrowicz cita explícitamente a Ortega sólo en una ocasión en su Diario
y tan sólo para filiarlo a ese “país totalitario” que reclamaba, en su
opinión, la madurez y complejidad del arte a través del desmerecimiento
de la figura de Beethoven (Diario 2: 243). Sin embargo, en el párrafo
recientemente aludido, Gombrowicz se vale casi explícitamente de “El
hombre a la defensiva” (ensayo que Gombrowicz tal vez no conocería por
lectura sino
por esa suerte de Ortega popular -“porte parole de la última
generación”20 - que la fama del español generó) para afirmar la frívola
o amanerada impertinencia o guaranguez21 del poseur 22 argentino de
estirpe. Afirmación de inautenticidad que, en otro sentido, el escritor
polaco no dejará de predicar de aquel sector simpáticamente insultado
por la juguetona guaranguez de los estancieros, la intelectualidad
argentina:
[...] [E]sta elite argentina parecía más bien una juventud dócil y
diligente, cuya ambición fuese aprender cuanto antes la madurez de los
mayores. ¡Ah, dejar de ser jóvenes! ¡Ah, tener una literatura madura!
¡Ah, llegar a la altura de Francia e Inglaterra! ¡Ah, madurar, madurar
cuanto antes! Además, cómo podrían haber sido jóvenes si personalmente
ya era gente de cierta edad, y su situación personal desentonaba con la
juventud general del país, y su pertenencia a una clase social superior
excluía la posibilidad de una verdadera alianza con lo bajo. Así,
Borges, por ejemplo, era un hombre (...) distanciado completamente de
los estratos inferiores; era un hombre maduro (Diario 1: 234).
Si la elite económica argentina era en Gombrowicz inauténtica por
sostener una afectada guaranguez al mejor estilo del “hombre a la
defensiva” orteguiano, la elite intelectual será a la vez inauténtica
por no reconocer (y reconocerse en) la inmadurez del medio en la que se
mueve. Esta afirmación en Gombrowicz es tan absoluta que ni tan siquiera
la predicada madurez de Borges llega a introducir algún tipo de matiz,
ya que valdría menos su excepcional condición que su presunto divorcio
de la tan festejada Argentina “aún no formada” (recurso por el cual, de
paso, Gombrowicz puede convertir a Borges en un mero añadido, en un
objeto casi ornamental -Diario 1: 234- y quizás, en virtud de esto, en
un sujeto -como el propio Gombrowicz- desubicado).
Mientras que la inautenticidad orteguiana radica así en el mantenimiento
narcisista de una apariencia petulante (que Gombrowicz parece atribuir
tan sólo a las clases altas), la inautenticidad que el escritor polaco
le endilga a la elite intelectual es la de no ajustarse a esa suerte de
vitalidad que prometen los sectores bajos y que, según su pensamiento,
podría redimir la demasiado moral, demasiado bella y demasiado
inteligente Europa (Diario 1:
130). Sin embargo, debemos destacar que, sin considerar la desvergonzada
desenvoltura de los sectores bajos (amaneradamente plagiada por los
sectores altos y rechazada de plano por los “maduros” integrantes de la
elite intelectual), la cultura argentina es, en ambos pensadores (y es
útil insistir en esta curiosa coincidencia), carente y, tal vez, algo
pretenciosa, aunque su falta, de hecho, se convierta en Ortega en la
máscara del desterrado sujeto colonial y en Gombrowicz en una (fallida)
promesa de redención.
Preguntarse el porqué de la popularidad de Ortega y la causa del
silencio sobre Gombrowicz quizás sea un absurdo a la hora de esbozar las
posiciones de ambos europeos en el universo cultural argentino de las
primeras décadas del siglo. Ortega es, como dijimos, un invitado
oficial. Gombrowicz un exiliado cuyo nombre, en el breve y fugaz
artículo aparecido en La Nación en ocasión del arribo del Chrobry,
aparece (como el de otros polacos) mal escrito. Sin embargo, a pesar de
estas asimetrías, la recepción de ambos discursos no puede dejar de
pensarse en virtud de su propia naturaleza. De hecho, el “hombre a la
defensiva” que Ortega extiende a todos los sectores del país anfitrión y
que liga a una suerte de impostura cultural, le asegura al argentino ser
un desterrado de Europa y quizás esta condición le fuera más tolerable
que aceptar esa inquietante e incomprensible inmadurez que, según
Gombrowicz, se encontraría en la belleza joven y “baja”, en la
fascinante oscuridad de Retiro (Diario 1: 233) o en las provincianas
calles de Santiago del Estero. Después de todo Ortega le garantizaba al
argentino la sanción de su supuesta inmadurez cultural y esto descartaba
de plano toda peligrosa posibilidad, gombrowicziana, de reconocerse en
ella.
Keyserling y la belleza ( o de “la gana” como bello y bajo estadio
original)
La inmadurez que Hegel predica de América parece revelarse así, en el
caso argentino, como una imposibilidad de definición debida a su
incipiente estado de formación. A pesar de las diferentes valoraciones
de esa “histórica indigestión” o “pastel aún no formado”, los
involuntarios traductores de esa premisa hegeliana, Ortega 23 y
Gombrowicz24, no dudan en reconocer, al parecer, la arrolladora juventud
de la nación anfitriona. Es interesante observar que otras de las
grandes visitas europeas, el Conde Hermann De Keyserling, quien arriba a
Buenos Aires en el otoño de 1929, sea, quizás, quien mejor logre
explicitar o describir, a partir de Hegel, esa deficiencia americana.
De hecho, al recoger en Méditations Sud-américaines25 las impresiones de
su viaje por Sudamérica (impresiones que se convierten en fascinantes
pretextos para su especulación filosófica), Keyserling hace de
Sudamérica una tierra aún detenida en la época primordial (MS:18), una
tierra aún no fecundada por el Espíritu y por lo tanto la patria por
excelencia de lo que denomina “los bajos fondos”. A pesar de que en
Keyserling la joven época
americana dará paso, por supuesto, a la actualidad europea (ya que nunca
deja de considerar a Sudamérica como el pasado que Europa ya habría
superado, ver MS: 171), lo bajo será, a igual que en Gombrowicz, una
fuerza de sorprendente autenticidad que no puede ser negada sino a costa
de grandes peligros. “Si se niegan los bajos fondos, éstos estallan como
prueba la guerra mundial y la revolución mundial” leemos en Keyserling
(MS:78). La misma suspicacia ante la negación o alejamiento de lo bajo
puede ser encontrada en Gombrowicz. Comentando una fracasada conferencia
en Argentina, el escritor polaco expresa que: “¿De qué hablé? De la
regresión de Europa y de cómo y por qué Europa sintió el deseo de
salvajismo, y cómo esta inclinación enfermiza del espíritu europeo puede
aprovecharse para la revisión de la cultura demasiado alejada de sus
propias bases” (Diario 1: 227).
Gombrowicz, sin embargo, nunca definirá con precisión qué entiende por
“lo bajo”. Lo bajo, simplemente, se hace carne en aquellos marineros,
soldados o muchachos de Retiro, jóvenes exponentes de fascinante belleza
(Diario 1:229), o en aquel lustrabotas de Santiago del Estero (Diario
2:148), dueño de una honrada y pura sencillez de la que Gombrowicz dice
carecer por ser ya no un producto natural, sino un producto de una
“segunda naturaleza” marcada por la perversión, el refinamiento, la
complicación e, incluso, el Espíritu (Diario 2: 149). Lo “bajo” en
Gombrowicz se manifiesta como arrebatadora pasión y toda construcción
mental destinada a justificarlo le es indiferente (Diario 1: 231), aun
cuando esa bajeza constituya la auténtica redención que habría esperado
de las “rejuvenecedoras llanuras argentinas” más allá de las
pretensiones de madurez de sus sectores intelectuales.
Al igual que Gombrowicz, el autor de Méditations Sud-américaines leerá
los “bajos fondos” sudamericanos como una fuerza por afuera del Espíritu
y ligada (en razón, al parecer, de su fragilidad) a la belleza (MS:190),
aunque el aclamado “filósofo viajero”, a diferencia del polaco, se
resistirá al pathos de su encantadora atracción. Lo bajo, menos que una
vivencia inefable, será así el pretexto para un extenso discurrir
metafísico.
En este sentido, su viaje por Sudamérica le habría hecho descubrir la
insólita experiencia de la “gana”, una manifestación vital no reglada
por el Espíritu (MS: 152) y, como tal, perteneciente a los bajos fondos.
Emplazada más allá del dominio de la conciencia, la “gana” (en español,
en el original) es definida como una impulsión original e interior -y
por ende, fuertemente auténtico- al que el hombre sudamericano, en tanto
europeo primitivo, no podría resistirse (MS: 142). Las consecuencias
sociales de esta impulsión espontánea e inconsciente no podrían dejar de
ser, por otro lado, menos excepcionales: todo mandato social o
sometimiento a la colectividad resultará sorteado, ya que esta fuerza
primordial, por ser precisamente discontinua y azarosa, anula toda
capacidad de planificar y prever, generando un mundo de actitudes y
acciones arrebatadamente singulares. Esta fuerza ciega es, obviamente,
la que el “anciano” hombre europeo habría perdido: “En Europa la vida
personal se ha hundido en la proyección de una tradición impersonal.
Esto no revela un colectivismo primario, sino un hundirse en lo
colectivo por miedo a la experiencia interior personal” (MS: 86).
La “gana”, fuerza eminentemente impetuosa, individual, anti-política26,
es en Keyserling el reverso del europeo subsumido en la prescripción, en
la colectividad y en ese riesgoso exceso de Estado que habría llevado a
Europa a la extenuación que Oswald Spengler, por su parte, ya había
descrito y augurado en La decadencia de Occidente (1917). Queremos
insistir, sin embargo, en que pese a las características al parecer
positivas (o al menos bellas) de “la gana”, ésta nunca se plantea como
una redención para Europa, sino más bien como una fuerza o pulsión que
América debe vencer y superar para espiritualizarse e integrarse al
movimiento ascendente que el inconmovible idealismo de Keyserling
supone. La “gana” de los bajos fondos podrá ser así -en regla con el tan
mentado vitalismo de Keyserling- una fuerza auténtica y bella, aunque,
finalmente, cierta implícita sed de Absoluto, haga de la autenticidad de
lo bello una autenticidad paradójicamente frágil y mentirosa (MS: 191).
Refiriéndose a este mismo marco filosófico, Gombrowicz extinguirá
también la belleza, sin embargo esta extinción, lejos de obedecer a un
movimiento de superación, será efecto de la resistencia gombrowicziana a
todo tipo de trascendencia. De esta manera, el autor polaco generalizará
la belleza sudamericana hasta el límite de su propia degradación, hasta
lograr convertirla en algo ya no excepcional y transitorio, sino, por el
contrario, en la garantía de un desarrollo normal; la garantía, en fin,
de una salud que, remisa a la instauración de cualquier verdad, podrá
sortear (con increíble fuerza) la política, la colectividad y la
impostura de cualquier “Facha”:
Los que conocen mi Diario quizás recuerden el pasaje dedicado a la
belleza argentina: en él digo que aquí no falta gente hermosa, lo cual
incluso confiere a este país un cierto rasgo aristocrático, pero que,
por otro lado, esta belleza es algo tan normal y cotidiano que acaba
perdiendo su sentido superior, digamos celestial, es decir, que deja de
ser excepción, la gracia, la revelación, para convertirse precisamente
en la expresión de lo corriente, de la salud, del bienestar, de un
desarrollo normal... Y esa degradación de la belleza, propia de
Argentina y quizás de toda Sudamérica, siempre me ha parecido muy
característica, puesto que como ya se ha dicho -creo que fue Keyserling
quien lo definió- existen naciones que viven bajo el signo de la verdad
y otras bajo el signo de la belleza. Al parecer, aquí, en América
Latina, el polo de la belleza es más fuerte que el polo de la verdad
(Peregrinaciones Argentinas: 25).
Waldo Frank y el vulgo (o de los inmaduros bajos fondos como reserva
moral)
La exclusión de Sudamérica de la Filosofía construida por Hegel, su
incapacidad -por telúrica o congénita inmadurez- de disponerse a la
formación de un Estado y de alentar, en consecuencia, el sentido de la
colectividad, son así ventajas para Gombrowicz, rasgos de un bello pero
transitorio estadio primitivo para Keyserling y vergonzosas deficiencias
para Ortega. La originalidad de Gombrowicz frente a estos conferencistas
europeos no radica así tanto en su distancia respecto a Hegel, sino en
la inversión de valor que su pensamiento supone y en el no menos
original vislumbre de una sociedad no homogénea en la que en verdad sólo
los “sectores bajos” detentarían aquellos rasgos de inmadurez que el
resto de los pensadores hace extensivos, idealmente, a todo un cuerpo
social.
Sólo en Waldo Frank (quien arriba a la Argentina en 1929 invitado por el
Instituto Argentino-Norteamericano de Cultura y será decisivo para la
fundación de Sur), esta visión socialmente estratificada de los vitales
e inmaduros “bajos fondos” encuentra una formulación semejante. Sus
conferencias por Latinoamérica, reunidas en Primer Mensaje a la América
Hispana27, resultan fundamentales para la revisión de éste y otros
conceptos. La primera nota original es que el pensador norteamericano
detecta en su nación el mismo “exceso de preocupación por la cosa
pública” (PMAH: 245) que tanto Keyserling como Gombrowicz reducían a la
“extenuada” Europa. Sin embargo, más allá de este rasgo que viene, en
verdad, a destacar la madurez y desarrollo del país anglosajón frente a
la incipiente formación sudamericana (lo que no sería, por cierto, más
que otra premisa hegeliana), la característica verdaderamente singular
es que esa “cosa pública” no se extendería de forma lisa y homogénea por
toda la sociedad norteamericana. En sus discursos Waldo Frank nos
presenta al menos un lugar que escaparía a esa homogeneidad: la
heteróclita ciudad de New York. De hecho, en Primer Mensaje a la América
Hispana, New York se describe como una ciudad estratificada, en la que
las agobiantes normas de la colectividad no lograrían arraigar o llegar
por igual a todos sus habitantes:
New York es un buen escenario para iniciar la vida de un muchacho
moderno. Porque en New York los estratos de la vida hállanse muy ceñidos
los unos a los otros. Si partís de Park Avenue podéis recorrer en siete
minutos todas las clases sociales del mundo. [...] [L]uego vienen las
moradas de los humildes; y en menos tiempo del que tardáis en contarlo
os halláis en los bajos fondos. [...] [A]quí donde moraban los
ciudadanos de la soberbia república, no se respiraba sino hollín y
hedor. [...] [C]omencé a amenguar la lectura de los grandes oradores y
aumentar la de los dioses populares. Ahí, en medio de las páginas
sombrías, yacían corrompiéndose y náufragos, los fragmentos de la vida
humana -emoción, sueño, heroísmo y crimen - todos enmadejados y
reducidos juntos a una especie de desperdicio (PMAH: 242/3).
En medio o más bien “entre” el universo reglamentado, Waldo Frank
encuentra así una bajeza abyecta que promete, a través de su vitalidad,
una “criminal”28 redención al parecer bastante provechosa para el hombre
(o más bien para el burgués blanco de Manhattan) devenido de un cosmos
impersonal y demasiado determinado. El desperdicio de los “bajos fondos”
(Gombrowicz diría “el basurero” de los bajos fondos29) le permite así a
Waldo Frank una nueva mirada -o más bien una nueva perspectiva- que
acentúa la necesidad de transformar el mundo represivo del orden:
De esas secretas expediciones me hurtaba yo para regresar a casa, para
enjuagar mis manos, cambiarme la ropa y retornar a la mesa familiar... o
ir a la escuela, a los teatros y conciertos. Pero mis ojos y mis oídos
cambiaban. [...] [M]e convencí de que no hay más que reglas de tráfico.
El orden queda en los libros, el orden actual era un orden represivo
(...) nuestras vidas interiores no eran en modo integrales; existían tan
sólo reglas de tráfico para prohibir tales pensamientos, reprimir tales
sueños y hacer de policía frente a tales y cuales acciones. La misma
educación no tendía a realizar nuestra vida, sino a abolir gran parte de
nuestra vida íntima. La educación consistía en reglas de tráfico (PMAH:
245).
A pesar de que estas “reglas de tráfico” (en las que Waldo Frank llega a
incluir el mundo cultural establecido, nada vital y alejado de la
vida30) parezcan estrechar vínculos con el concepto gombrowicziano de
Forma, y a pesar de que la alabanza a los “bajos fondos” se relacione,
como en Gombrowicz, con una suerte de redención a partir de la
fascinadora humanidad “espontánea y natural” del vulgo, la convicción
utópico-política del pensador norteamericano impide, sin embargo,
cualquier intento de asimilación plena con el escritor polaco. En
realidad, para Waldo Frank, el orden de las “reglas de tráfico”, ese
orden que divorcia -de la misma manera que en Musil y Keyserling- al
“hombre social” del “hombre individual” (PMAH: 269), no representaría
más que un orden no integral y por lo tanto un caos. Curiosamente, en
Waldo Frank, lo que en primera instancia parece ser una crítica al orden
termina siendo, de esta manera, una crítica al caos y una búsqueda
férrea de nueva armonía. Su crítica a la sociedad contemporánea acaba en
una acerada crítica al capitalismo industrial al que acusa de haber
instaurado un orden fragmentario y de superficial velocidad en el que
sólo sería posible la artificial unidad del confort físico. Como para
Waldo Frank el capitalismo es más bien una fuerza destructora de valores
nacida de la disolución de lo que curiosamente llama la “República
Católica Medieval”, los valores que vendrán a redimir este orden sin
unidad o caos no podrán venir más que de España o de los países más
atrasados, es decir, de los más cercanos a la ensalzada vitalidad
medieval, y es aquí donde los “jóvenes, frescos” americanos (PMAH: 262)
que Waldo Frank habría conocido en París jugarán un papel fundamental.
Hijos de las culturas más antiguas del mundo y padres de la redención
del capitalismo por venir31, los americanos al sur del Río Grande,
especialmente los argentinos al cual estos discursos van dirigidos,
serán llamados a abandonar “el grave sueño del embrión” (PMAH: 272) para
-sin dejarse alucinar por la “periférica velocidad” de sus ya demasiado
modernas urbes (PMAH:275) - despertar a un “crecimiento hacia abajo:
hacia abajo en el suelo, hacia abajo en vosotros mismos” (PMAH:272). El
sustrato de la España “estática, rígida, fanática” (PMAH:257), el sueño,
la emoción, el heroísmo e incluso el crimen de los bajos fondos y,
finalmente, el espíritu de las minorías32, se convierten así para Waldo
Frank en los saludables depositarios de aquellos valores que fundarían
un mundo armónicamente integral frente al despojado mundo contemporáneo,
marcado por el vacío y por un caótico orden de partículas individuales
impulsadas tan sólo a fuerza de una egocéntrica voluntad de poderío
(PMAH: 282).
Frente a las mayorías de excluidos y las minorías conservadoras en las
que Waldo Frank cree encontrar los valores arrasados por la voluntad de
poder del capitalismo, frente a la noble juventud americana que podría
levantarse como una nueva (y retrógrada) unidad ante la atomización
contemporánea, la apelación a lo bajo y a lo joven de Witold Gombrowicz
no implica, sabemos, ningún mítico regreso ni ninguna unidad. Muy por el
contrario, lo joven y lo bajo parecen ser en Gombrowicz fuerzas que
pueden derrumbar (en razón precisamente de su falta de reconocimiento,
de su “guaranguez” y de su autenticidad) las máscaras o “fachas” de la
madurez que serían, en tanto “imponentes” faces impuestas, máscaras del
y para el poder. La voluntad de poder de la facha que cristalizaría al
sujeto en determinada definición (asegurando a su vez la pragmática
social que lo reprimiría y forjaría), la voluntad de poder de esa
máscara que no deja de ser amenaza para aquel que no puede o no pretende
definirse, no sería así monopolio del capitalismo o de su circunstancial
adversario. En Gombrowicz, la voluntad de poder de la “facha” es
intrínseca al ser humano, y su Diario, convertido en una máquina de
des-fachatar, alardeará de no tener contemplaciones o compromiso con
ningún régimen político o posición ideológica. Por otro lado, la
apelación a la juventud y a lo bajo no significaría en Gombrowicz
ninguna asunción o definición. Como lo demuestran los “juventones” de
Ferdydurke, hasta la propia juventud podría convertirse en mero ritual,
en mera faz o facha, en una escandalosa y grotesca impostura. Si se
apela así a lo joven y bajo es para derrumbar lo Adulto y Alto
asegurando, en última instancia, el movimiento. Si bien es cierto que
hay una verdadera fascinación de Gombrowicz por las fuerzas de la
juventud y de lo bajo, ya que lo joven y bajo es, además (y por sobre
todo) bello, esta fascinación se circunscribe al ámbito biográfico que
Gombrowicz diseña para el “Yo” sofisticado y no joven de su Diario, a la
particular e inclemente necesidad de rejuvenecimiento que atormenta a
este “Yo” perteneciente, como ya vimos, a una segunda naturaleza o clase
de existencia (Diario 2: 144).
Las predicados de Gombrowicz sobre la juventud americana no dejan de
enunciarse de esta manera desde una fascinación personal que recorre
toda la obra del autor. Sin embargo, es importante notar que sin la
puntual intención de intervenir en el debate, las afirmaciones de
Gombrowicz revelan una importante fuga de ese gran topos que constituyó
la juventud del continente americano y del cual gran cantidad de
“filósofos viajeros” echaron mano durante las primeras décadas del siglo
XX. Tanto Ortega y Gasset, como Keyserling y Waldo Frank pretenden
rediseñar, ante un público al parecer ansioso de definición y
reconocimiento, la negación hegeliana de América (o por lo menos de
aquel subterritorio al sur del Río Grande: América Latina). Gombrowicz,
con su alabanza a lo inmaduro entendido como desfachatez frente a la
madurez europea, invierte, de hecho, la valoración hegeliana, en cambio
otros pensadores -como Ortega y Gasset y Keyserling- intentan “reparar”
o matizar la a-historicidad americana y no dejan de hacer de su
inmadurez una deficiencia vanamente disimulada (Ortega) o un estadio
intenso y bello que será de todos modos superado (Keyserling).
Gombrowicz, como Ortega, reconoce la inautenticidad de ese peculiar
joven americano argentino pero la reduce a sus sectores altos
(inauténticos por vivir una guaranguez o desfachatez fingida) y cuadros
intelectuales (inauténticos por exigir y exigirse madurez en un ambiente
naturalmente inmaduro). Gombrowicz, como Keyserling, descubre la
vitalidad, la belleza y la espontaneidad de los bajos fondos pero, a
diferencia del pensador lituano, no hace de los mismos una
característica general americana sino una propiedad exclusiva del “joven
y bello vulgo”. Como en Waldo Frank, el vulgo es finalmente alabado por
su indiferencia frente a lo reglamentado de una sociedad fosilizada,
pero esta fuerza no se prestará, como sucede en el escritor
norteamericano, a ningún nuevo orden.
El verdadero joven americano, el verdadero sujeto americano, es así para
Gombrowicz el guarango joven del vulgo que, en su desfachatez, no
reconocerá ningún maduro concepto de Nación, Literatura o Belleza. La
juventud americana parece radicar así, paradójicamente, en la
despreocupación por su americanidad o por cualquier otro tipo de
definición: algo inadmisible para los honorables pensadores viajeros que
buscarían durante las primeras décadas del XX rendir la hegeliana
juventud de América al altar de algún concepto que la pudiera definir.
De cómo inventarse una patria
Combien de ceux qui avaient réussi à l’épreuve du champ de bataille se
son montrés poltrons quand il a fallu défendre d’autres barricades, les
invisibles
barricades de la vérité et de l’honneur? Combien sont-ils qui auraient
résisté, comme Gombrowicz a résisté en Argentine, vingt ans durant, sans
changer un iota à ses idées, sans écrire une seule phrase de
compromission?
Czeslaw Milosz en Rita Gombrowicz 1988: 62
[¿Cuántos de los que lograron pasar la prueba del campo de batalla no se
han mostrado cobardes a la hora de defender otras barricadas, las
invisibles barricadas de la verdad y el honor? ¿Cuántos hubieran
resistido, como Gombrowicz ha resistido en la Argentina, durante veinte
años sin cambiar una
letra a sus ideas, sin escribir una sola frase de compromiso?
Czeslaw Milosz en Rita Gombrowicz 1988: 62]
Cómo inventarse una patria central: Caillois y la liberación (política)
de Francia
Frecuentemente, en su Diario, Gombrowicz hace de la desubicación de su
pensamiento la principal razón de su desajuste a aquella suerte de
aparato de recepción intelectual desarrollado por la intelectualidad
argentina durante la Segunda Guerra. Abierta a los exiliados de la
Europa en armas, Sur (1931-1981) abrió de hecho un espacio en el que
Gombrowicz no figurará a pesar de haber cultivado la amistad de
escritores que orbitaron alrededor de aquella revista, como Adolfo de
Obieta y Ernesto Sábato. La reticencia de Mastronardi en presentarlo a
Victoria Ocampo (Diario 1: 232), es un buen ejemplo de la provocadora
suspicacia de la que el escritor polaco solió ufanarse. Sin embargo,
aunque Gombrowicz se enorgulleció en numerosas ocasiones de la mala
impresión que su figura habría causado en el medio intelectual
argentino, no es tampoco menos cierto que en un primer momento, y en
especial en razón de la publicación de la traducción al español de
Ferdydurke (1947), buscó acercarse al mismo. La mesa o encuentro
“experimental” organizado por Mastronardi entre Silvina Ocampo, Bioy
Casares y Borges no tuvo, sin embargo, efectos posteriores, y la edición
de 1947 de Ferdydurke será pasada por alto por la importante revista a
pesar de los intentos de Gombrowicz de publicar en ella un fragmento de
la novela33.
Ni las dificultades técnicas (el desconocimiento del idioma español) ni,
incluso, la diferente concepción de cultura que Gombrowicz alega para
explicar esta falta de entendimiento (Diario 1: 233), podrían, creo,
llegar a ser suficientes para justificar tal deliberada ignorancia. El
cosmopolitismo de Sur, su cierto grado de pluralismo e incluso su nada
inocente posición frente a la cultura occidental, invalidarían las
razones invocadas por Gombrowicz. Incluso la tantas veces atacada
“erudición europea” de Borges (Diario 2: 258-9) deja a Gombrowicz en el
lugar de aquel lector que no llega a apreciar el grado de ironía que le
toca a la misma, y desde la cual la acusación del escritor polaco no
deja de ser relativa. Desde tal posición, creo que la exclusión de
Gombrowicz del medio intelectual dominante no obedece tan sólo a la
ciertamente irritante y perturbadora diferencia de sus enunciados, sino
también a su provocadora o “desfachatada” enunciación.
Si Gombrowicz histrioniza a veces la voz de un provocante y arrogante
profeta (llega a bautizarse el “Moisés” de los polacos, Diario 1: 165)
esto parece ocurrir, en apariencia, más en virtud de la verborrágica y
charlatana falta de reconocimiento de la que se dice rodeado (Diario2:
230 y Diario 1: 214), que de la creencia en la posesión de una verdad
singular. Desde el fatídico año de 1939, Gombrowicz no deja de
radicalizar aún más su voz en la misma medida en que crece su
aislamiento y el sentimiento de quien no tiene nada que perder. No hay
más que leer los desenfadados comentarios del escritor polaco sobre los
grandes nombres de la literatura argentina (Diario 1: 232/3) para
percibir su lejanía y falta de compromiso con aquel medio. Su valoración
prácticamente negativa de la literatura argentina (Peregrinaciones
Argentinas: 12), resulta sorprendente a la hora de confrontarla con la
de otros exiliados europeos durante la misma época, por ejemplo con la
de Roger Caillois, ex “boussole mentale” del surrealismo, que arriba a
la Argentina el mismo año en que lo hiciera el polaco.
El caso de Roger Caillois, de hecho, es un buen ejemplo si se quiere
analizar cómo determinada posición institucional puede definir una
conducta intelectual. Arribado a Buenos Aires en 1939 con el fin de dar
algunas conferencias por invitación de Victoria Ocampo, quien fuera el
activo colaborador de la Nouvelle Revue Française (NRF) y del Collège de
Sociologie, será sorprendido por el estallido de la Segunda Guerra y
decidirá permanecer en Argentina hasta 1944. Entre el desembarque
anónimo del escritor polaco y la esperada llegada del célebre francés (a
quien Victoria Ocampo habría tenido oportunidad de conocer en París en
un curso a cargo de Georges Bataille) se abre así un pecado original -el
no haber sido invitado- que el polaco no llegará nunca a remontar. De
este modo, aunque el perfil intelectual del pensador francés no
pareciera tan distante al de Gombrowicz (por lo menos por la radicalidad
del joven Caillois vanguardista) se abre entre ellos el poderoso abismo
de la literatura como institución. Frente al exilio desnudo de aparato
institucional del desconocido polaco, Caillois arriba con el brillante
marco de su reconocida historia: una diferencia capital que marcará el
tenor de sus voces y aún la forma misma de pensarse como exiliados.
Irónicamente Gombrowicz escribe en su Diario:
Se decía que un escritor francés de renombre había caído ante ella
[Victoria Ocampo] de rodillas gritando que no se levantaría hasta
recibir dinero suficiente para fundar una revue literaria. Obtuvo el
dinero, porque -dijo Ocampo-, ¿qué iba a hacer con un hombre arrodillado
y que no quería levantarse? (Diario 1: 232).
Luego de apuntar que Victoria Ocampo no habría tenido más remedio que
entregarle el dinero solicitado, Gombrowicz evalúa su propia situación:
A mí, la actitud de ese escritor francés ante la señora Ocampo me
pareció la más sana y sincera de todas, pero sabía que sin ser famoso en
París no le sonsacaría nada aún permaneciendo arrodillado durante meses.
De modo que no tenía prisa alguna en emprender el peregrinaje hasta la
residencia de San Isidro (Diario 1: 232).
Al abrigo de la protección institucional -a la que no debe pensarse tan
sólo desde el obvio respaldo económico- la voz parece no precisar
elevarse o agudizarse, como la de Gombrowicz, para intentar ser
escuchada. Las sosegadas y esmeradas opiniones de Caillois sobre la
intelectualidad argentina (frecuentes en la correspondencia entre
Caillois y Victoria Ocampo34) se instauran así como el reverso armónico
del descaro gombrowicziano. Y hasta cierta visión inaugural de la tierra
anfitriona -esa construcción imaginaria del paisaje que parece ser una
verdadera necesidad o exigencia para el recién llegado- se vislumbra, en
virtud de esa radical diferencia, como exactamente disímil. De esta
manera, a la heterogénea mirada de Gombrowicz, esa mirada que descubre
los estratos, “fachas” y contradicciones de “un pastel todavía no
formado” (esa mirada por la que Gombrowicz prefiere vislumbrarse a sí
mismo como un sujeto seducido) podemos anteponer la homogeneidad, la
sinceridad y la esencialidad con que Caillois reviste al paisaje
argentino:
Este suelo nada ofrece a la vista fuera de sí mismo, indivisible,
homogéneo y, como el ser de Parménides, sin licencia de existir
diferente o desigual en parte alguna. Tierra sin rostros ni aderezos,
tendría que ser además [sic] e infecunda; que no nutriera al hombre ya
que nada tiene para gustarle, que fuera inútil como es monótona, avara
de frutos como pobre de seducción (en Pereira 1984: 63).
Ya sea, entonces, por la esmerada predisposición del campo intelectual
que lo acogía, ya sea por la propia manera de entenderse como
intelectual, Roger Caillois cumplió en Argentina una intensa actividad
institucional que tuvo el fortalecimiento de la cultura francesa como
principal objetivo. Frente al debilitamiento de los valores de aquella
cultura en la Argentina de los treinta, Roger Caillois significó un
importante impulso que lo posiciona, en opinión de algunos, como el
principal representante de la misma en el cono sur durante el período
bélico35. De hecho, en julio de 1941, aparecerá el primer número de
Lettres françaises, aquella revue sobre la que Gombrowicz ironiza y que
fue, ciertamente, auspiciada por Victoria Ocampo bajo la dirección de
Caillois. En esta publicación, adherida al Comité De Gaulle, escribirán
destacados nombres de las letras francesas como Maritain, Focillon,
Saint John Perse (refugiados en América del Norte), Aron (refugiado en
Inglaterra), Malraux, Michaux, y otros importantes exiliados. A esta
actividad se sumará, en 1942, la creación, en Buenos Aires, de una
suerte de filial de la École Libre des Hautes
Etudes, por lo cual resulta redundante decir que Francia se convirtió
para Caillois en la principal ocupación de su exilio, y que a ella le
dedicó tanto la divulgación de sus valores como la lucha política por el
logro de su desocupación y libertad. Todo esto sumado al papel que
Caillois decidió darse como introductor de la literatura sudamericana,
especialmente Borges, al universo francés. En efecto, como feliz
resultado de su propuesta a Gallimard, en
1945, de hacer una colección sólo de autores sudamericanos, verá a la
luz, en 1951, la famosa colección “La Croix du Sud” cuya primera
publicación será Fictions de Jorge Luis Borges.
El caso Caillois en Argentina demuestra la amplitud del circuito al que
un exiliado podía acceder siempre que cumpliera con el requisito de su
reconocimiento institucional. Si ese reconocimiento parece involucrar o
exigir un concienzudo trabajo de diálogo cultural entre los valores de
la patria del exiliado y los de la nación anfitriona, podría afirmarse
que Gombrowicz no sólo no gozó de reconocimiento en virtud de su
inesperado arribo y marginal origen, sino también por negarse a
cualquier tipo de tarea cultural en el sentido antes señalado: una
conducta que su propio concepto de nación le impediría. En efecto, la
Francia ocupada de Roger Caillois le permitió a éste una impronta
política y cultural que la
Polonia inferior o “menor” de Gombrowicz estaría lejos de poder llevar a
cabo. De este modo se puede pensar que gran parte de la posición
excéntrica de Gombrowicz obedeció a su resistencia a imaginar una patria
que pudiera valuarse en términos de diálogo cultural, afrontando la
falta de amparo institucional que esa falta de valor implicaría. En este
sentido, el epígrafe de Czeslaw Milosz que apuntamos al comienzo de este
apartado, parece sugerir toda una ética de la resistencia: “Dans une
telle situation -agrega el gran poeta polaco- quelle conviction de la
valeur de ce qu’on fait ne faut-il pas avoir pour ne pas déchoir, ne pas
accepter d’écrire pour gagner de l’argent ou, du moins, des
applaudissements?” (en Rita Gombrowicz 1988: 62). [“En tal situación,
¿cuánta convicción en el valor de lo que se hace será necesaria no sólo
para no decaer, sino también para negarse a escribir por dinero o, al
menos, por los aplausos” (en Rita Gombrowicz 1988:62)]
Cómo inventarse una patria periférica: Roa Bastos y la fundación
(literaria) del Paraguay
Si se sostiene que la incompatibilidad de Gombrowicz con el grupo
dominante de la intelectualidad argentina se debió tal vez a la
urticante violencia enunciativa de unos, ya de por sí, desubicados o
desajustados enunciados, debemos ahora concluir que esa enunciación
implicó también una actitud vital por la que la propia vida de
Gombrowicz se ajustó a aquellas convicciones que fueron las rectoras de
su trabajo intelectual. De hecho, si la tesitura era la inmadurez de
Polonia ningún sentido tenía el trabajo institucional a partir de los
valores de esa cultura, por más que esa tarea significara tal vez la
oportunidad de una posición personal más desahogada, material y
simbólicamente, en el ambiente cultural que lo circundaba.
Una vez más debemos señalar en Gombrowicz una ética, y tal vez una
obstinación casi cristiana, a llevar su pensamiento a la vida (o la
palabra a la carne, como alguna vez lo formulara) aunque, claro, resulte
extremamente difícil indicar en qué medida su pensamiento está creado a
medida de su excéntrica posición o, por otro lado, en qué grado ésta
obedece al cumplimiento de su pensamiento. Inútil sería preguntarse aquí
por el hacer intelectual de Gombrowicz si el Chrobry, en lugar de
desembarcarlo en “un país más rico en vacas que en literatura”, lo
hubiera hecho en un lugar que lo absorbiera y reconociese en tanto que
escritor, o al menos en alguno que no lo hubiese confinado a la miseria
económica.
De hecho, no existían en Argentina cátedras de lenguas y literaturas
eslavas, como aquellas que acogieron a Czeslaw Milosz al comienzo de su
exilio norteamericano, aunque también resulte cierto que de haber
arribado a ese destino materialmente más promisorio sería difícil creer
que Gombrowicz, en vista de lo remiso de su pensamiento, hubiera sido
tan felizmente aceptado (recordemos el lugar ya laureado de Milosz
cuando arriba a Estados Unidos, donde se lo considera no sólo un
intelectual directamente comprometido en la lucha contra el nazismo,
sino también como aquel que había hecho pública y explícita su ruptura
con el régimen comunista polaco).
Más acá de toda conjetura, se destacan algunos hechos que dejan ver,
claramente, las urgencias concretas con las que Gombrowicz pagó su
excentricidad. Su ingreso al Banco Polaco de Buenos Aires como empleado
(donde trabajó por ocho años), o la inversión de sus primeros derechos
de escritor en la compra de una máquina inyectora (por la que se podía
producir en material plástico iconos de la religiosidad popular
argentina: virgencitas
del Luján y grotescas figuritas de San Cayetano36), no son más que los
hitos anecdóticos de una raigal falta de legitimación dentro del campo
intelectual local que fortaleció, sin dudas, aquello que desde cierta
perspectiva parece una desmotivada arenga sobre la desubicación como
alternativa artística.
Sin embargo, la pregunta que en verdad debiéramos formularnos es hasta
qué punto una crítica fundamentada en el análisis de las relaciones de
fuerza dentro del campo intelectual, puede dar cuenta de la práctica que
emana de ese campo; hasta qué punto -nos preguntaríamos en nuestro caso-
la desubicación en el campo cultural instituido implicaría la asunción
de una actitud intelectual impertinente.
En este sentido, me parece relevante dialogar con una experiencia de
exilio que, al igual que la de Gombrowicz, no goza (al menos en un
primer momento) de un amparo institucional fuerte. Me refiero a un caso
“provinciano”, a un exiliado proveniente de la “Polonia
latinoamericana”: el paraguayo Roa Bastos.
Habiendo apoyado en su país, en calidad de periodista, una fracasada
revolución nacionalista, Augusto Roa Bastos arriba a la Argentina en
1947, el mismo año de la publicación en español de Ferdydurke. La
circunstancia de su exilio parece anticipar así la de muchos
intelectuales latinoamericanos a partir de la década del ’70: se trata
aquí de una decisión por la preservación de la propia vida, de una neta
emigración política que fue, además, masiva37. Podríamos suponer que la
circunstancia de provenir de un país vecino (donde, por otro lado, era
ya un reconocido hombre de las letras38) facilitase la inserción de este
escritor en el ambiente intelectual argentino (tan complaciente, como ya
vimos, para con un Roger Caillois); la realidad, sin embargo, es otra:
durante sus primeros años en Argentina, apartado del centro de la
discusión literaria, Roa sobrevive trabajando, principalmente, como
empleado en una agencia de seguros. Aunque resulte claro comprender que
un escritor proveniente de la periferia de la periferia no interesara de
forma inmediata a un campo intelectual que, como el argentino, estaba en
pleno proceso de internacionalización, debemos señalar aquí otra razón
quizás más poderosa. Roa, era, como Gombrowicz, un impertinente, en su
caso, un impertinente claramente político. Se trataba, por cierto, de un
exiliado político paraguayo al que la intelectualidad argentina, o al
menos la franja representada por Sur, difícilmente podría tolerarle
(precisamente a mitad de los años cuarenta) su declarado agrado por el
peronismo, una simpatía que Roa Bastos seguramente sentía por sus
férreas convicciones nacionalistas y anti-liberales39, aquellas que en
1954 lo llevarían a escribir -con motivo al arribo al poder del Gral.
Stroessner- su poema laudatorio “Stroessner y Perón”40.
Si Gombrowicz, ante esa falta de amparo institucional, esgrimió, como
vimos, un soberbio "Soy sólo, por eso soy más" (Diario 1: 357),
manifestando así una suerte de voluntad mesiánica; Roa Bastos se ha
presentado, en diversos momentos, como un escritor que proviene de un
“país sin Literatura, sin Historia” (Roa Bastos, 1986:99) para expresar
que él y su obra son, los que en definitiva, han fundado esa Literatura
y esa Historia. Su pretensión fundadora se confunde, de esta manera, con
la del héroe de su monumental novela, Yo el Supremo: “Digamos -afirma el
Supremo en este texto- sentirme aquí un recatado Abraham empuñado el
cuchillo entre estos matorrales del tercer día de la Fundación.
Solitario Moisés enarbolando las tablas de mi propia Ley (...) Sin
necesidad de recibir de Jehová las Verdades Rebeladas. Descubriendo por
mí mismo las mentiras dominadas” (Yo el Supremo: 355). Si el Paraguay
“aislado” del siglo XIX auspicia el mesianismo político, la
excentricidad intelectual parece llevar al mesianismo literario. De
pensar en Sarmiento, sintomáticamente apodado por Martínez Estrada como
“el profeta de las pampas”, podríamos concluir que esa excéntrica
condición, fruto -en ocasiones- de la experiencia del exilio, llegó
incluso a operar un profetismo tanto político como literario.
Sin ánimo de generalizar o formalizar una retórica o discursividad del
exilio, vale señalar que tanto Roa como Gombrowicz, el periférico
exiliado paraguayo y el periférico exiliado polaco, pretenden enarbolar,
como Moisés, “las tablas” de su propia Ley; coincidencia desde la cual
podría celebrarse una profunda simetría entre la desubicación o la falta
de legitimación simbólica y la asunción de determinada actitud
intelectual (aquí una actitud delirante y compensadoramente mesiánica).
Esta reducción, se rompe, sin embargo, apenas contemplamos otro aspecto:
el mesianismo de Roa busca construir la hermenéutica de su pueblo,
Gombrowicz destruirla.
Como lo ha sugerido Ángel Rama41, Yo el Supremo parece querer
constituirse -como lo fue y de algún modo lo sigue siendo el Facundo
para la Argentina- en ese gran relato nacional o fundador de lo
nacional, ese libro que, como la Biblia, “hace un pueblo” (Yo el
Supremo: 74); una esperanza mesiánica en la que la fúnebre voz del
Supremo se confundiría con la del propio Roa. Esta fuerte vocación
interpretativa no es ajena, por otro lado, al valor moral que Roa
acostumbra asignarle a su escritura de ficción. Así resulta curioso
observar que si bien la práctica de la escritura (sobre la que Yo el
Supremo teoriza incisivamente desde los postulados de la crítica
francesa de los ’60) se define constantemente como una práctica
autónoma, esto se da en forma paralela a una valoración social y
política de la misma. Hay en Roa una explicita intención de unir
practica literaria con practica moral, una intención que se manifiesta
tanto en la construcción de una figura de autor ligada a cierto
compromiso con su devastada nación (así en una entrevista Roa afirma
provenir de "un pueblo en riesgo de perder su memoria colectiva"42),
como en la decidida presentación de su política de escritura como una
suerte de anti-programa del programa “real” implementado sangrientamente
en su Paraguay natal43 (un programa que Roa dice consistir, básicamente,
en la “extinción del sujeto crítico” llevada a cabo por las diversas
dictaduras en América Latina44). En síntesis, encontramos en el escritor
paraguayo una inquietud por el valor directamente político de la
escritura (compatible quizás con un exiliado que ha sido derrotado en el
terreno político y a quien sólo le ha quedado el “consuelo” de la
escritura45), una inquietud por la que Yo el Supremo no sólo se erige
como un monumental proyecto de modernización (y fundación) literaria,
sino también como una monumental tentativa de análisis político que,
examinando la vocación tiránica de los líderes providenciales, pretende
fundar cierta matriz interpretativa nacional. Esta preocupación
latinoamericana está completamente ausente en Gombrowicz, que, a pesar
de provenir también de una “provincia”, de un “confín”, está lejos de
sentir su nación como un vacío. El problema, de
hecho, es exactamente inverso, Polonia está demasiado llena (o rellena)
de una literatura que supura, como lo afirma en su ensayo sobre
Sienkiewicz, cierta arrolladora moralidad nacional. De esta manera, su
mesianismo, lejos de pretender, como el de Roa, fundar una hermenéutica
nacional, propondrá liberar a la literatura polaca de su religioso culto
a la Nación: “Hace cien años un poeta lituano plasmó la forma del
espíritu polaco; hoy yo, igual que Moisés, libro a los polacos de la
esclavitud de esta forma, libero al polaco de sí mismo” (Diario 1: 72).
Cómo inventarse una patria menor: Gombrowicz y... Polonia
¡Polonia aún no está perdida!
Fragmento del Himno Nacional Polaco
Frente a la Francia ocupada de Roger Caillois y frente al Paraguay sin
Literatura y en riesgo de degradación cultural de Roa Bastos, frente a
esas patrias imaginadas que permiten (ya sea para honrar su centralidad,
o para resarcir su falta) un intenso trabajo moral y político,
Gombrowicz prefiere concebir una patria que no requiera ningún culto y
que le permita la libertad de movimiento exigida por su desfachatante,
rejuvenecedor e infernal exilio.
¿En qué consiste la nación menor de Gombrowicz? Así como sucede con su
valoración de la juventud americana, la patria que imagina desde su
exilio parece erigirse desde lo usualmente deshonroso o descartado. Ni
la “gracia” del intercambio igualitario dentro de un mismo canon
occidental (a la manera de Caillois), ni la intención de llevar su
nación hacia la modernidad literaria (al modo de Roa) parecen
interesarlo. En primera instancia, la minoridad con que adjetiva su idea
de nación obedecería a cierta falta de homogeneidad cultural que
comprometería, precisamente, su filiación a la tradición occidental.
Polonia es definida por Gombrowicz como un lugar de transición en que el
Este y Occidente encontrarían su muerte pues se trataría de un
territorio intermedio, en que ambos mundos comenzarían a fallar, un
espacio en que ni el Este ni el Oeste podrían llegar a ser ellos mismos,
sino su propia caricatura (Diario 2: 250). Curiosamente, si la gran
promesa de Argentina obedecía a su falta aún de formación, Polonia
podría llegar a ser también aquella que des-fachatara las imposturas de
Occidente pues se trataría de un terreno accidentado, carente de unidad,
de una fracturada frontera en que ninguna definición podría reposar de
forma absoluta. En este sentido, es importante hacer notar que
Gombrowicz expresa estar cada vez menos interesado por un supuesto
“Milosz-defensor de la cultura occidental” que por un “Milosz-adversario
y rival de Occidente” (Diario 1: 36), y arenga a los polacos en la misma
dirección que hiciera con los argentinos: “Atacad más bien el arte
europeo, sed vosotros los que desenmascaren; en lugar de intentar
alcanzar la madurez ajena, tratad más bien de sacar a relucir la
inmadurez de Europa” (Diario 1: 57). Argentina y Polonia son propuestas
de este modo como los guarangos confines que podrían llegar a no
reconocer los Sublimes Valores al parecer instaurados en la Absoluta
Europa.
Preguntarse en profundidad por aquellos valores contra los que
Gombrowicz alienta un ataque tan furibundo, tal vez nos enfrente a una
multiplicidad de respuestas. A veces ese enemigo es el Arte
institucionalmente establecido, otras la instrumentación de ese Arte
como portador de determinados valores morales; en ocasiones, incluso, el
fascismo literalmente entendido como el totalitarismo de una sola idea.
En todo caso, estos monstruos que Gombrowicz forja como enemigos
necesarios para la radicalidad de su discurso se caracterizan siempre
por su masificadora homogeneidad y su artificial complejidad, esas
terribles amenazas frente a las cuales el autor polaco antepone la
rehabilitación de lo individual como transgresora diferencia o como lujo
aristocrático.
Así, lejos de madurar o de culpabilizarse en su inmadurez, lejos de
saldarse o integrarse en un ser, las naciones menores, que serían, antes
que nada -como Polonia y Argentina- naciones culturalmente heterogéneas
y en virtud de eso naciones aún no definidas, naciones excéntricas o
desubicadas, naciones -en fin- reverberantes, anfractuosas o “no
formadas” (cuando no “degradadas”), estarían en condiciones de incitar
individualidades (como, por supuesto, la del propio Gombrowicz) capaces
de demostrar la falacia universal, las falacias de la razón, de la
estética y de la política de las otras naciones, de aquellas que habrían
supeditado el desarrollo individual en aras de la creación de una
“fuerza colectiva” (Peregrinaciones Argentinas: 151). “Imaginaos
-escribe Gombrowicz en su Diario- el choque cuando el orgulloso ‘yo soy
francés’ de un francés y el ‘yo soy inglés’ de un inglés, topase, por
parte del polaco, con el inesperado ‘yo no soy únicamente polaco, yo soy
más que polaco” (Diario 2: 79).
Al parecer se trataría en Gombrowicz de un juego de niveles, donde a un
mayor grado de madurez y poderío nacional le correspondería una menor
individualidad y viceversa. De esta manera, la tendencia de los
escritores polacos a cantar y fortalecer la Nación Polaca (políticamente
intermitente durante el siglo XIX46) merecerá su mayor repudio: a
Sienkiewicz47 lo acusa así de haber querido embellecer la Nación (Diario
1: 379 y siguientes), a Przbyszewski 48de sentir la cultura como algo
superior y sobrehumano (Diario 1: 268), a Kasprowicz49 de haber
idealizado el campesinado polaco (Diario 1: 270) y a Wyspiansky50 de
haber deseado engrandecerse con la monumentalidad de sus desbordantes
tragedias sobre la realidad patria (Diario 1: 267). Frente a esas
sumisiones a la grandeza nacional (al imperio o dominio de la grandeza
nacional) es significativo el comienzo de su Diario: “Lunes Yo. Martes
Yo. Miércoles Yo. Jueves Yo” (Diario 1: 19).
Más allá de entender esta posición como una mera repetición de topos
literarios (la rehabilitación del individuo frente al impersonal proceso
“masificador” de la modernidad), importa aquí el querer hacer de la
nación no una entidad capaz de brindar una identidad (proceso que al
parecer sólo valdría si esa identidad posee carácter universal o
central) sino como una suerte de ensanchado territorio de frontera en
que los individuos, desconcertados por la abigarrada contradicción o
ausencia de ser de su espacio, deben procurar ser ellos mismos: problema
ético y estético que Gombrowicz (un autor que hizo de su literatura una
denuncia del inevitable carácter construido o “malaxado” de la
subjetividad) intentó, quizás, resolver con la “expresión” de una
autenticidad bufa.
¿Celebración del individualismo frente a la modernidad o las ideologías
masificantes?, ¿cosmopolitismo o espíritu universal (a lo Rousseau)
frente al nazionalismo de los 30?, ¿desarraigo nacional debido al
conflictivo estatus de su tierra natal (Maloszyce)51?, ¿estrategia de
universalización literaria imprescindible para alguien de los confines?
¿desilusión o furia frente a una nación que no logró o no permitió la
debida protección y cobijo a sus familiares y amistades intelectuales?
Las explicaciones han sido y podrán ser muchas, lo cierto es que
Gombrowicz convirtió la minoridad de su nación en imperiosa exigencia.
De hecho, su novela Transatlántico es la formidable respuesta al
(absurdo) sacrificio de la expresión individual a aquello que pretende
ser la Gran Voz de la Nación, y en consonancia a esta postura su Diario
se cuida de hacer “literatura de exilio” en un sentido nostálgico o
trágico. Polonia se convierte en el Diario en la exigencia de una
reacción antes que en aquel territorio distante al cual el exiliado debe
rendir su vida y su fidelidad. Ni la divulgación de los valores
culturales y literarios de su patria, ni la lucha por la libertad
política de la misma le pueden caber de este modo a Gombrowicz, tampoco
cualquier intento de diálogo cultural con ese otro territorio que podría
responder a Europa si resignara sus ansias de madurez: América (de la
cual Argentina, en el planteo del autor polaco, no sería más que una
sinécdoque). A diferencia del grupo polaco exiliado en Inglaterra y
agrupado alrededor de la revista Wiadomosci, Gombrowicz hace de Polonia
menos un tesoro a libertar que aquel accidentado espacio cultural del
cual podría surgir (en razón de su propia inmadurez) una réplica a las
imposturas totalitarias. De este modo Polonia es menos una identidad en
sí que aquella extrema exigencia de autenticidad que Gombrowicz se
impuso e impuso a su idea del arte. De manera insospechada, la tan
detestada polonidad aflora en Gombrowicz con la implacable fuerza que
sólo puede poseer lo reprimido: como el siempre esforzado y sacrificado
patriota polaco, Gombrowicz no deja de someter o con-fundir su destino
individual al destino (deseado o exigido) de su patria.
Notas
1 Para el Diario, utilizaremos la edición de Alianza Editorial, 1988.
Esta traducción al español de Bozena Zaboklicka y Frances Miravitlles,
sigue la edición del Diario en su idioma original realizada por
Wydawnictwo Literackie, Cracovia, 1986, y repone (a través de la
comparación con la edición polaca de París realizada por el Instytut
Literacki en 1984) los fragmentos eliminados por la censura del régimen
comunista polaco. Teniendo entonces como base la edición de Cracovia
(Dziennik 1953-1956 y Dziennik 1957-1961) la edición de Alianza, también
en dos tomos (Diario 1. 1953-1956 y Diario 2. 1957-1961), llega sólo
hasta principios del año 1961. Desde entonces hasta el final del Diario
(en 1969) seguimos la traducción francesa (Journal. Tome II, 1959-1969.
Traduction du polonais, revue et complétée, par Dominique Autrand,
Christophe Jezewski et Allan Kosko, Gallimard, Paris, 1975). Hemos
preferido trabajar así con la versión completa del Diario para no
someternos al recorte que el propio Gombrowicz realiza en su llamado
Diario Argentino, libro que reúne los fragmentos que, desde la óptica
del autor polaco, están relacionados con su estadía en Argentina. La
numeración de las diversas obras de Gombrowicz responden a las ediciones
citadas en bibliografía.
2 Utilizamos aquí el concepto de Ángel Rama adoptado por Susana Zanetti
para analizar los encuentros de escritores e intelectuales
latinoamericanos en Europa. Ver Susana Zanetti: “Modernidad y
religación: una perspectiva continental (1880-1916)” en Pizarro, Ana
(org.), cit. en bibliografía.
3 Sigo aquí la distinción propuesta por Abdelmalek Sayad (1998) en
“Imigração e convenções internacionais” y “A ordem da imigração na ordem
das nações”. Según las reflexiones del autor citado, aunque no exista
diferencia jurídica entre la condición de extranjero y la de inmigrante
(pues, desde el punto de vista legal, la categoría de extranjero subsume
a cualquier otra), sería necesario superar las limitaciones del estatuto
jurídico para poder aprehender la verdadera situación de las personas
que atraviesan fronteras nacionales. Así, de acuerdo a Sayad, el
inmigrante es aquel en quien "os efeitos da condição social dobram os
efeitos da origem nacional" [los efectos de la condición social doblan
los efectos del origen nacional”] y estos, a su vez, recalcan la
jerarquía usualmente establecida entre las naciones. De aquí que el
inmigrante siempre sea alguien oriundo de un mundo dominado, “que só
forneceria imigrantes’ [que sólo proveería inmigrantes]. Por su parte,
el extranjero, según Sayad, sería aquel en quien los efectos de la
condición social anulan los efectos del origen nacional y, por ende, es
tratado siempre “com o respeito devido a sua qualidade de ‘estrangeiro’”
[con el respeto debido a su condición de extranjero”]. De acuerdo a
estas distinciones, podríamos concluir que Gombrowicz intenta ser
considerado un extranjero en un ambiente donde los polacos fueron
entendidos como meros inmigrantes. Los artículos mencionados pueden
encontrarse en A imigração (ou Os paradoxos da alteridade), São Paulo,
Edusp, pp. 235-263 y 265-286.
4 Diferentes intelectuales y artistas ocasionalmente mencionados en el
Diario en razón de su compromiso ideológico.
Simone Weil: pensadora francesa (Paris, 1909-Ashford, 1943). Autora de,
entre otras obras, La condición obrera y Las raíces del existir, etc.
Pablo Neruda: escritor chileno (Parral, 1904 - Santiago de Chile, 1973).
Premio Nobel de Literatura en 1971. Ocupó cargos diplomáticos en varios
países. Miembro del Partido Comunista, fue senador y candidato a la
presidencia de su país. Czeslaw Milosz: escritor polaco (Vilna, Lituania
1911). Milosz permaneció en Varsovia durante la ocupación alemana y
trabajó clandestinamente como poeta y editor de textos de la
resistencia. Luego de la guerra fue nombrado agregado cultural en
Washington y luego en París, donde, en 1951, rompe con el régimen
comunista (dos años más tarde publica El pensamiento cautivo, una aguda
crítica al stalinismo soviético). Residió en los Estados Unidos, donde
enseñó, a partir de 1961, lenguas y literaturas eslavas en la
universidad de california, Berkeley. Milosz fue Premio Nobel de
Literatura en 1980, y es autor, entre otros de los libros de poesía
Salvación, La luz del día y Ciudad sin nombre. El diálogo que Gombrowicz
establece con Milosz en el Diario alterna entre una crítica a su
compromiso político y una consideración notable hacia su obra. Ambos
serán editados por Kultura y, desde el regreso de Gombrowicz a Europa,
sellarán una estrecha amistad personal. Sobre la cuestión de Gombrowicz
y el régimen comunista polaco, es interesante hacer notar que, contra la
reticencia declarada en su Diario, Gombrowicz publica en Polska
Wyzwolona (un semanario publicado en Argentina y sostenido por el
gobierno polaco del régimen) un artículo sobre Ferdydurke (23/12/1947) y
otro sobre la llegada de Jaroslaw Iwaszkiewicz a Buenos Aires (octubre
de 1948). Agradezco a Klementyna Suchanow estas informaciones.
5 El uso de la palabra “facha” en lugar de “rostro” es recurrente a lo
largo de Ferdydurke. El principal traductor de esta novela, Virgilio
Piñera, afirma en “Nota sobre la traducción” (incluida en la primera
edición) que esta palabra “[ha sido] tomada exclusivamente en su
acepción latina de cara”. Más allá de esta afirmación, el vocablo parece
rescatado del lunfardo argentino que la tomó, seguramente, del italiano
“faccia”. La elección de Piñera es magistralmente pertinente, ya que
“facha” está connotada en Argentina por el aparentar algo que no se es.
Así “fachero” es aquel que finge una condición (principalmente de
belleza) y “hacer facha” es aparentar. Como veremos más adelante, el
histrionismo es fundamental en la filosofía de Gombrowicz. Sobre las
cuestiones genéricas, sería importante resaltar que el término se aplica
sólo a los hombres, siendo, tal vez, la única palabra por la cual un
hombre “heterosexual” podría aludir a la belleza de un par (un tipo
“fachero”) sin ser sospechado de “homosexual”. Debemos decir también que
este vocablo perteneció a la jerga adolescente argentina aunque hoy ha
perdido actualidad. En la traducción francesa de Ferdydurke, el vocablo
francés “gueule” corresponde a facha, y ambos serían traducciones del
vocablo polaco “geba” (que no posee, curiosamente, connotaciones
referidas al aparentar). El escritor argentino Manuel Gálvez en carta a
Gombrowicz (del 3 de junio de 1947) dice que la palabra “escracho”
hubiera sido una mejor opción que “facha” (Gombrowicz en Argentine:
105). Adolfo de Obieta, en el reportaje realizado por Laura Isola,
afirma que las opciones anteriores a “facha” habían sido “caricatura” y
“careta” (en Diario de Poesía, no. 51, 1999, p. 13).
6 El rostro “malaxado” (masificado) asume, en Ferdydurke, el sentido de
una individualidad coartada por determinada ideología o por determinada
imposición sobre cierta mítica naturalidad del ser. Lo torcido o
“malaxado” se erige así como signo de una individualidad sacrificada a
la “masa” de una colectividad que, en su necesidad de validarse, exige
la imposición de sus valores por arbitrarios que estos sean (así, en el
capítulo III de Ferdydurke, el protagonista, abrumado por las diferentes
poses que toman los adolescentes -el comunismo, el fascismo, la juventud
católica, la juventud patriótica, etc. - clama por “un solo rostro no
torcido”, Ferdydurke: 52). Volveremos más adelante sobre este concepto
contraponiéndolo al concepto sociológico de faz en Erwin Goffman (1974).
7 Tanto, la “huida” del protagonista con Isabel hacia el final de esta
novela como el final del capítulo X de Ferdydurke, en el que el
protagonista “se encamina” junto a Polilla, son paradigmáticos en este
sentido: “ - ¿Qué pasa? ¿Masajean a alguien? No contesté y él, viendo la
valijita en mi mano, preguntó:
- ¿Huyes?
Bajé la cabeza. Sabía que me iba a agarrar, que debía atraparme, pues
estábamos los dos... y próximos. Mas no podía alejarme de él sin motivo.
Se acercó, pues, y su mano tomó mi mano.
- ¿Huyes? Entonces yo también huiré. Iremos juntos. Violé a la
sirvienta. Pero no es eso, no es eso... ¡El peón, el
peón! ¿Quieres? Huiremos al campo. Al campo huiremos.¡Allí hay peones!
¡En el campo! Iremos juntos. ¿quieres? ¡Al peón, Pepe, al peón, al peón!
- repetía obcecadamente.
Yo tenía la cabeza erguida y rígida sin mirar.
- Polilla ¿qué me importa tu peón?
Pero cuando empecé a caminar, él se encaminó conmigo, yo me encaminé con
él y juntos nos encaminamos” (Ferdydurke: 178).
8 Czeslaw Straszewicz (1904-1963). Escritor polaco, viaja con Gombrowicz
en 1939 hacia la Argentina, pero regresa a Europa (Francia) al estallar
la Guerra. Se desempeñó como editor en diversas radios (en Londres de
1943 a 1944, en Montevideo en 1944 y en Radio Libre de Berlín de 1956 a
1961 ). Regresó a Montevideo en 1963. Autor de las novelas (citamos en
inglés) Exhibition of God (1933), Cursed Venice (1938), Mercy (1939),
Sky (1936), Tourists from Paris (1953), entre otras obras.
9 Es notorio agregar que la falta burocrática de Gombrowicz se refiere a
papeles relacionados a la autoridad militar: “La víspera de mi partida,
con todo listo y todos mis papeles en regla, me pasé por el café. Allí,
alguien me dijo:
‘Supongo que tendrá usted el permiso de las autoridades militares...’
‘Tengo el pasaporte, y he presentado todos los certificados militares
posibles, de otro modo no lo tendría.’ ‘¡No es suficiente! Necesita
además un permiso especial de la autoridad militar; se trata de una
simple formalidad, pero sin ese papel no podrá subir al barco’”
(Testamento: 89). La insistencia que el texto pone en la tramitación
militar transparenta algunas suspicacias sobre los motivos que llevaron
a Gombrowicz a embarcarse en el Chrobry más allá de que el escritor
niegue expresamente que lo hiciera para huir de la inminente amenaza que
se cernía sobre Polonia. Con todo, lo que importa en nuestro trabajo es
menos una estricta indagación biográfica que la forma en que Gombrowicz
nos lega su partida. Por otro lado, desde el punto de vista
estrictamente documental, deberíamos hacer notar que Gombrowicz arriba a
Argentina el 20 de agosto (y no el 21, como erróneamente lo afirma La
Nación) y que la guerra estallará cuando el Chrobry se encuentre ya en
su viaje de regreso, anclado en Recife. Agradezco a Klementyna Suchanow
estas informaciones.
10 Bruno Schulz (Drohobycz 1892, 1942). Escritor y artista polaco. Suele
ser colocado junto a los escritores S.I. Witkiewicz y W. Gombrowicz
conformando una trilogía vanguardista de la cual este último y el propio
Schulz siempre renegaron. De familia judía, fue confinado a un ghetto en
1941, donde fue asesinado por los nazis en 1942. Es autor de (citamos
del francés) Les boutiques de cannelle (1933) y Le sanatorium au
croque-mort (1937). Sus cartas, Correspondance et essais critiques,
fueron publicadas por Denoël en 1975. En este libro se encuentra una
carta dirigida a Gombrowicz en 1938 y la elogiosa reseña sobre
Ferdydurke escrita para la revista polaca Skamander durante el mismo
año. Gombrowicz le dedica a Schulz varias páginas de su Diario,
rescatando, más allá de las diferencias estéticas, las razones de una
amistad entrañable.
11 Adolf Rudnicki (Varsovia 1912). Escritor polaco, publicó luego de la
guerra libros de relatos que se desarrollan durante la ocupación
alemana. Algunos de sus títulos (citamos del italiano) son Shakespeare
(1948), La fuga di Jasnaja Poljana (1949), Mare vivo e morto
(1953-1955), La mucca (1960). Ha escrito también ensayos como "Polvere
d'amore" (1964), "Foto di gruppo" (1967) y La notte sarà fresca e il
cielo purpureo (1977). Ha sido traducido al búlgaro, checo, francés,
alemán, húngaro, italiano y ruso.
12 “He aquí la élite de un país expulsada al extranjero. Puede pensar,
sentir, escribir, desde afuera. Toma distancia. Consigue una
extraordinaria libertad espiritual. Se rompen todas las ataduras. Se
puede ser mucho más uno mismo” (Diario 1: 80).
13 Más allá de condenar la ideología cristiana por el quietismo que,
especialmente en Polonia, ésta significaría (Diario2: 220), Gombrowicz
no deja de coincidir con ella en el sufrimiento como condición inherente
a lo humano (Diario 1: 62) y apela en varios momentos a la sencillez del
primer cristianismo (el que todavía se refugiaba en las catacumbas) al
que llega a considerar una “simple virtud mental” (Diario 1: 63). La
fascinación de Gombrowicz por la capacidad del cristianismo para llegar
a todas las mentes, desde “las más altas a las más bajas” (Diario 1: 64)
es otro de los rasgos a tener en cuenta si se analiza la impronta
cristiana de este autor. Se diría así que Gombrowicz ataca más bien la
administración burocrática del catolicismo polaco, que cierto
cristianismo original o primitivo al que no deja de idealizar.
14 Ensayo sobre la poesía escrito por Gombrowicz en 1947. En el próximo
capítulo nos referiremos detenidamente al mismo.
15 “Le Fondement Géographique de l’Histoire Universelle” en Leçons sur
la Philosophie de L’Historie, ver bibliografía.
16 “Meditación del pueblo joven” (1939) en Maharg, James (org.), José
Ortega y Gasset, ver bibliografía.
17 “La pampa... promesas” (1929) en Maharg, J. (org.), ver bibliografía.
18 “El hombre a la defensiva” (1929) en Maharg, J. (org.) ver
bibliografía.
19 La definición del ser argentino como guarango aparece en “El hombre a
la defensiva”, y llega a ser tan fuerte en Ortega que habría proyectado
escribir un ensayo sobre los argentinos bajo el título de “Meditación de
los guarangos”. Las palabras “guarango” o “guaso” en el habla del Río de
la Plata hacen referencia a un individuo grosero, ignorante de la
urbanidad y del trato social. Retomaremos la cuestión al tratar, más
adelante, sobe Martínez Estrada.
20 “Porte parole de la última generación” es el epíteto asignado por
Gombrowicz a Ortega en Diario 2: 245.
21 Gombrowicz no utiliza el término “guarango”en su Diario pese a que en
ocasiones suele incluir algunos vocablos en español. Sí aparece este
término, en español, en Peregrinaciones Argentinas para referirse al
habla desprejuiciada e irreverente de la juventud del país
(Peregrinaciones Argentinas: 57).
22 La figura del poseur aparece en Ferdydurke (capítulo VI) para
referirse al sujeto maduro (o al menos con ansías de madurez) que finge
o presume la inmadurez. Se trataría de una inmadurez actuada, de un
histrionismo de la inmadurez que gana, automáticamente, el desprecio y
reconvención de los sectores que se sienten y dicen existencial y
esencialmente jóvenes o inmaduros. Cesar Aira en la introducción a
Gombrowicz, este hombre me causa problemas de Juan Carlos Gómez (2004)
lee al poseur en el sentido que en el próximo capítulo leeremos el
histrionismo de Gombrowicz. El poseur, escribe Aira, “falsea la
situación, le quita su condición de genuina expresión de un estado de
cosas. Introduce las interpretaciones delirantes. (...) El poseur es el
hombre-imagen, el hombre que deliberadamente, por ansia de libertad, se
hace imagen, crea mirada en los otros, y con ello produce libertad, al
interrumpir el sentido social establecido y previsible” (Gómez 2004:
13).
23 Para la crítica de Ortega a Hegel sobre la cuestión americana, ver
“Hegel y América” (1924) e “Ideas y Creencias” (1940).
24 La coincidencia de Gombrowicz con el filósofo alemán se restringe a
la idea de América como tierra aún en formación, y esto con la inversión
de valor ya señalada. La filosofía de Gombrowicz (que crítica
precisamente la construcción de cualquier sistema) se enuncia desde un
declarado antihegelianismo: “¿Hegel? Hegel tiene poco que ver con
nosotros, porque nosotros somos una danza”, escribe en su Diario (Diario
1: 168). Sobre el punto en cuestión en este apartado, la identidad
hegeliana entre Espíritu y Estado, Gombrowicz escribe: “Para Hegel la
realidad del Estado es superior a la del individuo. Para él el Estado es
la encarnación del Espíritu en el mundo (...) El Estado es la realidad
de la idea moral. Es el espíritu moral en tanto que querer -voluntad- ,
evidente para sí misma y substancial, que piensa por sí misma y sabe y
realiza lo que sabe en tanto que saber. Esta horrible frase muestra el
sentido más profundo de la idea hegeliana (...)” (Curso de Filosofía en
seis horas y cuarto: 73/74).
25 Citamos de la edición francesa (París, Stock, 1932), traducción
nuestra. Abreviaremos MS.
26 La política, según Keyserling, no se impone a la “gana” sino que ésta
rige la vida política sudamericana. Así los caudillos sudamericanos
descriptos por Keyserling no persiguen fines políticos determinados,
sino que los mismos se ven animados por una serie de precipitadas y
ciegas impulsiones: “Así Rosas, el peor de los tiranos de Argentina, no
tenía otro fin que sí mismo (...) Yrigoyen no entra en la guerra porque
no le daba la gana”(MS: 166) Por supuesto, esta falta de cohesión es el
pasado de Europa: “Si miramos todos los primeros comienzos de la
historia, reconoceremos que todos los pueblos son parecidos a como ahora
están las cosas en Sudamérica. (...) Las viejas épocas están llenas de
reyes autónomos”(MS :171)
27 Primer Mensaje a la América Hispana, ver bibliografía. Abreviaremos
PMAH.
28La valoración de la vitalidad que Waldo Frank vislumbra en los
sectores bajos de New York llega al punto de hacer una exaltación de su,
al parecer, innata criminalidad: “Hay hoy una voracidad en quebrantar
las leyes. El hombre reprimido ama al criminal (...). Nuestro éxito ha
sido tan desorbitante, tan embotador y tan perfecto al transformar la
vida humana en un ejército de producción mecánico, que ahora necesitamos
quebrantadores de leyes” (PMAH: 214-15)
29 El desperdicio o basura se convierte también en Gombrowicz en
metáfora de lo institucionalmente desconsiderado como cultura en
determinada sociedad. Así el sobrante, el residuo o el desecho se
considerará como una zona que ya no puede dejar de ser negada y que ha
conservado aquello que la Cultura y el Hombre habrían “querido olvidar”:
ver Diario 1: 74 y Grzegorczyk Marzena: “Discursos desde el margen:
Gombrowicz, Piglia y la estética del basurero”, en Hispamérica, no. 73,
1995. Volveremos sobre esta cuestión en el capítulo 3.
30 Comentando la vida cultural durante su adolescencia neoyorkina, Waldo
Frank opina que “ [...] [P]ara gustar un libro, una comedia o un cuadro,
consistía el desideratum supremo en no aportar base vital alguna, en no
aportar una experiencia de vida: aquellas obras debían mentir o bien
hacernos olvidar” (PMAH: 245)
31 Sobre esta metáfora generacional Waldo Frank escribe que: “ (los
americanos) somos hijos de todos los viejos mundos. No hay una cultura
(...) cuya esencia no se haya transfundido en nuestras mentes. Pero
también los padres potenciales de una nueva cultura ¡Y entre el gozo de
ser hijo y el de ser padre potencial, no es difícil escoger! (PMAH: 283)
32 “No se debe excluir la minoría blanca, ni roja, ni negra. Somos la
minoría. Pero el verdadero espíritu de una tierra existe siempre en su
minoría” (PMAH: 284) Es increíble como Waldo Frank con su apelación a
las minorías como generadoras de valores anticipa problemáticas que la
crítica norteamericana actual considera hoy en día centrales. Sin
embargo, su planteo se refiere a valores compatibles con el ideal
cristiano y medieval. Por otro lado Waldo Frank se considera a sí mismo
una minoría por representar “la tradición más antigua y fundamental de
mi país, el ideal americano...”
33 En efecto, sólo se cuentan dos menciones sobre Gombrowicz en Sur. Una
reseña de Tirri sobre La seducción y otra de Eduardo González Lanuza
sobre la publicación del llamado Diario argentino (ambas en el nº 314,
octubre de 1968), claro que por el año en que estas reseñas se publican
el autor polaco ya era una figura plenamente consagrada en Europa. La
reseña de Lanuza, por otro lado, es menos una presentación del texto de
Gombrowicz que una caracterología, en algunos tramos extremamente
resentida, del autor polaco (González Lanuza llega a quejarse de que
Gombrowicz le habría arruinado, con su petulante presencia, las
vacaciones que él y su mujer pasaban en Piriápolis). La consagración
europea de Gombrowicz, y la bendición de Caillois desde Francia, hará
también que José Bianco traduzca Opetani (“Los hechizados”) de la
versión en francés al español (Los Hechizados, Sudamericana, 1982).
Guillermo David en Witoldo o la mirada extranjera elabora un texto
ficcional sobre esta paradoja, recreando un posible encuentro entre
Bianco, el director editorial de Sur, y Gombrowicz.
34 Felgine, Odile (org.). (1997) Correspóndance, Roger Caillois-Victoria
Ocampo. Paris, Stock.
35 Ver Denis Rolland. (1991). “Politique, Culture et Propagandes
Françaises en Argentine. L’univers de Caillois entre 1939 et 1944”, en
Lambert, J. (org.) Roger Caillois. Paris, La Différence.
36 Maria Swieczewska relata en Gombrowicz en Argentine este episodio.
Después de haber renunciado al Banco Polaco, Gombrowicz le solicita a
Maria Swieczewska y su esposo (emigrados polacos y amigos del autor) ser
contador en la pequeña fábrica de objetos de plástico que poseía este
matrimonio. En 1957, con el primer dinero proveniente de sus
publicaciones en Kultura, Gombrowicz decide comprar una máquina
semiautomática que producía las figuras mencionadas en el texto (una
muestra de las mismas aparece fotografiada en Gombrowicz en Argentine).
Swieczewska apunta: “Nous avons établi une somme mensuelle fixe à verser
à Witold, d’après les bénéfices. Tous les mois, régulièrement, il
recevait une somme suffisante pour payer plus ou moins son loyer”
[Habíamos establecido una suma mensual fija para pasarle a Witold. Todos
los meses, regularmente, recibía una suma suficiente para por lo menos
poder pagar su alquiler]. Swieczewska agrega luego que: “La réalité,
c’était que depuis longtemps, déjà bien avant son départ, cette machine
produisait à perte et que j’avais de réelles difficultés à payer ce
qu’il me demandait. Le pays s’était industrialisé et on disposait de
machines automatiques plus efficaces. Mais Witold, de Vence, ne se
rendait pas compte de cette évolution et je n’osais pas le lui dire. Il
m’écrivait toujours au sujet des revenus de sa machine. Ses lettres
étaient précises comme celles d’un homme d’affaires. Il me demandait
d’envoyer de l’argent à sa famille en Pologne ou à Mariano Betelú pour
ses études: ce que j’ai continue à faire jusqu’à sa mort” (Gombrowicz en
Argentine:
170). [La realidad era que después de algún tiempo, aún antes de su
partida, esta máquina producía con pérdida y yo tenía reales
dificultades para pagar lo que él me solicitaba. El país se había
industrializado y se disponía de máquinas automáticas más eficaces. Pero
Witold, desde Vence, no se daba cuenta de esta evolución y yo no me
atrevía a decírselo. Siempre me escribía sobre la renta de su máquina.
Sus cartas eran tan precisas como las de un hombre de negocios. Me pedía
que enviase el dinero a su familia en Polonia o a Mariano Betelú para
sus estudios: lo cual yo he hecho hasta el día de su muerte (Gombrowicz
en Argentine: 170)].
37 Por cierto, la revolución del Gral. Franco en 1947 amalgamó en un
frente común a los aliados de este general, y a los liberales y
comunistas formando así una fuerza heterogénea opuesta al Gral.
Morínigo, quien al triunfar persiguió a sus opositores de forma tan
cruenta que provocó la emigración a la Argentina de 400.000 paraguayos
(aproximadamente la tercera parte de la población del país).
38 En 1942 Roa Bastos había obtenido el Premio Nacional de Poesía de su
país y en 1952 había publicado los relatos de El trueno entre las hojas.
A pesar de ese prestigio literario, Roa Bastos debe esperar hasta 1960,
año en que gana el Premio Losada por su novela Hijo de hombre, para
comenzar a ganar espacio en el campo intelectual argentino. En 1962 lo
encontramos, por ejemplo, dirigiendo junto a Ernesto Sábato el taller
literario de la Sociedad Argentina de Escritores. La invitación a
componer el volumen colectivo que la editorial Gallimard, a pedido de
Carlos Fuentes y de Vargas Llosa, editaría con el nombre de “Los padres
de la patria", señala el reconocimiento creciente de Roa en el contexto
cultural latinoamericano. Debemos señalar, por otro lado, que tanto el
revés de la vida política argentina (en la que la violencia de los
gobiernos militares antiperonistas flexibilizaría antiguas reticencias y
distanciamientos) como la revisión que Roa realiza (ante el
descubrimiento del autoritarismo de Stroessner) de su ideario
revisionista y nacionalista, facilita su progresivo acercamiento al
medio intelectual argentino.
39 Recordemos que desde el gobierno nacionalista del Gral. Franco
(1936-1937) el revisionismo histórico, anti-liberal por naturaleza,
cobra en el Paraguay el carácter de ideología de estado. Fue durante el
gobierno de este general que se nombró a Solano López héroe máximo del
Paraguay, inaugurándose, con la inhumación de sus restos, el Panteón
Nacional de los Héroes.
40 Este poema en el que se celebra a Stroessner y a Perón como líderes
providenciales fue publicado en El País, uno de los principales diarios
paraguayos de aquella época, el 20 de agosto de 1954.
41 Aunque en Los Dictadores Latinoamericanos Ángel Rama repara en la
radical diferencia que separa un texto contemporáneo como Yo el Supremo
de un texto decimonónico como Facundo de Sarmiento, los relaciona no
sólo por cierta común falta de especificidad en cuanto al género, sino
también debido a la común obsesión por el logro de un proyecto nacional
(Rama 1982: 394).
42 En Roa Bastos, Augusto (1986). Semana del autor. Madrid, Instituto de
Cooperación Iberoamericano.
43 No de otro modo nos es presentada su literatura en la introducción de
El trueno entre las hojas de editorial Losada, 1976.
44 Transcribimos la cita completa: “En mi condición de escritor, debo
limitar mi exposición a los aspectos humanos, sociales y culturales de
mi país, que han servido de temas para mi obra narrativa. Ella ha sido
escrita en su totalidad en el exilio como una manera de permanecer unido
raigalmente a la realidad de mi tierra, de expresar los sentimientos
comunes de su gente, de su historia, fiel a sus esencias locales, pero
tratando de darles una proyección universal desde el ámbito del mundo
iberoamericano.
A lo largo de este trabajo de más de cuatro décadas, lejos del país
durante el mismo tiempo de exilio forzoso, he podido comprobar los
efectos destructivos que un régimen autoritario produce sobre los
mecanismos vitales de comunicación de una sociedad inerme y en
permanente estado de sitio.
En mi obra novelística, escrita en la clave del lenguaje simbólico
propio del género narrativo, he tratado de hacer el análisis de la
degradación y extinción del pueblo y su transformación en mero objeto
pasivo en un ámbito dominado por el miedo como la única forma posible de
expresión de la conciencia pública. La extinción del sujeto como fuente
de conciencia crítica individual y colectiva, gravitó y continúa
gravitando de una manera evidente en todos los campos de la producción
intelectual, de tal suerte que la esquizofrenia colectiva se instituyó
entonces en la única antropología cultural posible” (Roa Bastos 1994: 20
en Sosnowski, Saúl org. Hacia una cultura para la democracia en el
Paraguay. Asunción, University of Maryland at Collage Park).
45 Así en Yo el Supremo se sentencia que "Cuando nada se puede hacer, se
escribe” (Yo el Supremo: 122). Por otro lado, la escritura -por
disolvente, por trabajar desde la incertidumbre y por atraer “querellas
y polémicas” -recurrentemente se nos presenta en esta novela como
reverso del dogma fracasado.
46 Luego que los repartos de finales del siglo XVIII pusieran fin a la
soberanía de Polonia, Napoleón Bonaparte funda en 1807 el “Gran Condado
de Varsovia”, un estado satélite de Francia que se disuelve en 1815
luego de la derrota de Napoleón contra Rusia. Será en ese año que el
Congreso de Viena funda la "Polonia del Congreso", reino con soberanía
limitada sujeto a una suerte de unión personal con Rusia. Luego de una
serie de rebeliones polacas, este reino es disuelto en 1832, desde
entonces Polonia se subordina totalmente a las potencia vecinas hasta
luego de la Primera Guerra Mundial.
47 Sienkiewicz, Henryk (Wola Okrsejska 1846- Vevey 1916): novelista
polaco, autor de Quo vadis?, A sangre y fuego, Hania, En vano, entre
otras. Posee numerosos relatos sobre sus viajes por Europa, África y
América del Norte. Premio Nobel de Literatura en 1905. En el tercer
capítulo nos referiremos ampliamente al ensayo de Gombrowicz sobre este
autor (incluido en Diario 1, págs. 379/391 y publicado originalmente en
Kultura de París, n. 6, 1953).
48 Przybyszewski, Stanislaw (1868-1927): escritor y dramaturgo polaco,
representante del espíritu “fin de siglo”; sus dominios fueron el
erotismo y el satanismo (nota incluida por los traductores en Diario 1:
267).
49 Kasprowicz, Jan (1860-1926): poeta polaco de origen campesino,
representante del simbolismo y el expresionismo en la lírica de la Joven
Polonia. Tradujo poesía griega y a numerosos poetas europeos del siglo
XIX (nota incluida por los traductores en Diario 1: 269).
50 Wyspiansky, Stanislaw (Cracovia 1869- íd. 1907): dramaturgo, poeta,
innovador en materia de teatro, pintor y grabador; el representante más
célebre del período de la Joven Polonia. Sobresale entre sus obras las
vidrieras de la iglesia de los franciscanos en Cracovia. Autor de El
Anatema y La boda, llevada al cine por el director de cine polaco
Andrzej Wajda.
51 Salgas (2000) hace notar que la provincia de Sandomierz, a la cual
pertenecía Maloszyce, estaba, al momento de la infancia de Gombrowicz,
bajo dominación austriaca. Georgin (1977), por otro lado, destaca la
lituanidad de Gombrowicz y las propias declaraciones de éste sobre la
posición política y socialmente fronteriza de su familia; “En cette
époque proustienne, au début du siècle, nous étions une famille
déracinée, dont la situation sociale, n’était pas tout à fait claire,
entre la Lituanie et la Pologne du Congrès, entre la terre et
l’industrie, entre ce qu’on appelle ‘la bonne société’ et une autre plus
moyenne”(en Georgin 1977 : 36). [“En esta época proustiana, al inicio
del siglo, éramos una familia desarraigada, cuya situación social no era
muy clara del todo, entre Lituania y la Polonia del Congreso, entre la
tierra y la industria, entre lo que se denomina 'la buena sociedad' y
otra más bien media" (en Georgin 1977 : 36)].
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