Nacido en los suburbios del pueblo pampeano bonaerense de Chacabuco, a los doce
años Haroldo Conti ingresó al Colegio Don Bosco de Ramos Mejía y a los catorce
al Seminario de los padres salesianos, del cual se fue y reingresó dos veces. En
1944 pasó al Seminario Metropolitano Conciliar y empezó a escribir una novela
misional, Luz en Oriente, se formó en filosofía y comenzó a leer al padre
Leonardo Castellani. Terminó sus estudios en 1954 en la UBA y desde 1956 ejerció
como profesor de escuela secundaria en Santos Lugares. Sobre un suelo místico y
existencialista, fueron asentándose en él lecturas de Stevenson, Melville,
Conrad, Gorki y, en otra vertiente, Faulkner, Pavese, Dylan Thomas, muy
probablemente los personajes de Horacio Quiroga y los del uruguayo Juan José
Morosoli.
La obra literaria de Haroldo Conti, que reconoce esas fuentes y otras más, tiene
sin embargo una gran originalidad y una gran fuerza, y es de gran importancia
para la literatura argentina y latinoamericana. Desde una de las mejores novelas
que a mi juicio se han escrito aquí, Sudeste (1962), pasando por los cuentos de
Con otra gente (1972), la novelas Alrededor de la jaula (1967) y En vida (que
recibió el premio Barral, fallado por primera vez, en mayo de 1971), los relatos
de La balada del Alamo Carolina (1975), hasta la novela Mascaró el cazador
americano, Premio Casa de las Américas en 1975, ella se caracteriza por su
homogeneidad y su considerable densidad.
Lamentablemente, no tuve relaciones personales con Haroldo Conti. Fue, sí,
jurado, junto a Humberto Costantini, en un concurso de cuentos de la revista
Microcrítica, en el que participé cuando era bastante joven, y donde me
concedieron una mención, según recuerdo. Es posible que, luego, me haya cruzado
con él en alguna librería o café de los comúnmente frecuentados, pero nada más.
Ni siquiera llegué a tratarlo luego de publicar un largo trabajo sobre su obra
literaria en la revista Nuevos Aires (“Haroldo Conti y el padecimiento de la
máscara”), y cuyo anticipo apareció en La Opinión a fines de 1972, puesto que
poco después me fui. Supe de su secuestro estando en Francia, nos preocupamos y
conversamos mucho de él con Augusto Roa Bastos, mi ocasional compañero en
Toulouse, y con otros exiliados, haciendo lo que se podía para denunciar el
atropello y reclamar su libertad.
No obstante esa falta de trato personal, por su lectura, por lo que sé de su
vida, por lo que cuentan quienes lo conocieron de cerca, me parece que, de las
escrituras con las que tuve contacto, la suya es una de las más parecidas al
hombre que la hizo. No suele ocurrir (más bien, sucede lo contrario) y, por eso,
desde que lo percibí, me llamó y sigue llamándome la atención. El río, las
islas, el viento, el barro, los botes, las lanchas, el barco, el transcurso casi
imperceptible del invierno y del verano, las horas muertas como los peces
moribundos, y la pasividad de los seres: toda esa quietud que rodea y contiene
la vida, admite apenas un leve movimiento de tiempo que se repite, que no surca,
que no avanza, pero que deja huellas. Desde Sudeste, su primera novela, siempre
sería así en los relatos de Haroldo Conti.
Haroldo
Conti nació en Chacabuco, provincia de Buenos Aires, en 1925. Fue maestro rural,
actor, director teatral aficionado, seminarista, empresario de transportes,
piloto civil, profesor de filosofía y guionista (escribió con Nicolás Sarquis el
guión cinematográfico de La muerte de Sebastián Arache y su pobre entierro,
1972-1976.)
Comenzó escribiendo teatro: Examinados (que fue seleccionada en 1955, para ser
leída en el teatro Odeón). En 1960 su cuento "La causa" obtuvo una mención en la
edición en español de la revista Life y dos años después Fabril Editora premió
su primera novela, Sudeste, a la que le siguieron Alrededor de la jaula (1966,
llevada al cine en 1977 por Sergio Renán con el título Crecer de golpe), En vida
(1971) y Mascaró el cazador americano (1975, Premio Casa de las Américas) y los
libros de cuentos Todos los veranos (1965), Con otra gente (1967) y La balada
del álamo Carolina (1975).
Según César Aira, "su narrativa es lírica, acuarelada, enigmática a fuerza de
simplicidad". Colaboró en la revista Crisis y viajó a Cuba, donde participó como
jurado del Premio Casa de las Américas.
Haroldo Conti fue secuestrado en la madrugada del 5 de mayo de 1976 por una
patota del Batallón 601 de inteligencia del glorioso Ejército Argentino. Desde
entonces continúa desaparecido. En 2000 se editó un libro sobre su vida: Haroldo
Conti. Biografía de un cazador
El moroso
desenvolvimiento de sus narraciones, la humildad del tono, su anunciada falta de
originalidad y de grandeza temática en historias que, como destaca En vida, “no
significan un carajo para nadie, (son) un montoncito de verdadera tristeza”,
muestran un modo muy especial de aproximación a la materia narrativa. Una
insatisfacción que acompaña las idas y vueltas de héroes cuyas vidas no son
heroicas, ni ejemplares, ni típicas, ni siquiera importantes: hombres que no
tienen nada que contar, como no sea la historia de algún otro; tipos que pueden
cruzar la calle o no, torcer para cualquier lado; gente que “va y viene en un
tiempo que jamás se consume”.
Es un tiempo casi sin presente, que sólo vive desde el futuro de la memoria.
Ella mana el presente: “Fue un lindo tiempo, si se quiere, sólo que estaba
destinado a terminar. Todo tiempo está destinado a terminar, naturalmente, y el
principio de uno no es más que el término de otro. Pero en éste resultaba tan
claro que parecía un recuerdo desde el mismo principio” (Alrededor de la jaula).
La falta de certidumbre lleva a la memoria errátil, como a un campo de
producción de una escritura prerepresentativa. ¿Qué es, qué son, si no, ese
espacio lunar, y esa luna presente, y ese barro, en Sudeste? Origen inapresable,
presente sin datos, futuro contingente: se hace necesario recobrar un tiempo
también incontaminado en un espacio restituyente.
Es esta narrativa esencialista la que siempre me conmovió, esa monotonía, esa
persecución de lo fundamental, del ser y no del tener: los seres despojados de
todo (el Oreste de En vida; igualmente, Milo y el viejo, en Alrededor de la
jaula), personas que están frente a la naturaleza y al mundo y a las cosas y a
los otros seres como desnudos, como desapropiados. Una escritura sin duda
también desapropiada, pobre, con la riqueza de lo pobre, de lo trabajado hasta
pelarlo, para quitarle todo lo accesorio y dejar sólo lo sustantivo, lo
inmanente.
Siendo que “el lujo, el atavío y la disipación no son significantes que
sobrevengan aquí o allá, son los perjuicios del significante o del representante
mismo”, cabe preguntarse con Derrida cuál sería el agua, cuál el barro y cuál la
noche, de estos signos.
No parece absurdo pensar que tan radical poética buscó las respuestas, quizá
cerrando la parábola, en un libro como Mascaró el cazador americano, la última
novela del escritor, tan premonitoria inclusive de su propio destino. Aquí, en
esta fantasía donde los mascarones ya no son sólo máscaras sino proas y guías,
la inmersión en un sueño que se quiere colectivo parece anunciar el movimiento
de recuperación, aquel por el que la palabra sería de todos.
A esa extraordinaria coherencia entre escritura y vida, entre acción y
pensamiento, creo que alude el título de esta nota.
El 5 de mayo de 1976, cuando se cumplían 158 años del nacimiento de Carlos Marx
y 161 de la muerte de Napoleón Bonaparte, un grupo del batallón 601 montó una
trampa en la casita que el escritor Haroldo Conti tenía en la esquina de Fitz
Roy y Humbolt, en pleno Villa Crespo. Los del 601 eran los de Inteligencia y el
genial Conti, en esa oportunidad, no era más que un conejo al que los
inteligentes cazarían para alimentar la máquina del terror. Marta Scavac, su
compañera, estaba con él esa madrugada y dio testimonio de la salvajada: "Apenas
entramos, unos diez hombres estrafalariamente vestidos con vinchas, gorras y
ropas raras, se nos vino encima. Inmediatamente me ataron las manos detrás de la
espalda y me cubrieron, con ropa, la cara y la cabeza. Escucho que hacen lo
mismo con Haroldo; aunque él se resiste, no es fácil reducirlo, es muy fuerte,
pero le dicen que se quede quieto por el pibe, se referían al bebito (Ernesto,
hoy un periodista de 32 años). "Señora, ¿cómo una mujer de su clase se metió en
esto?" le preguntó uno de los inteligentes. "Le pedí que me explicara quiénes
eran, qué querían. Me respondió que estábamos en guerra" dijo Marta. "O nosotros
los matamos o ustedes nos matan a nosotros" contestó el inteligente. "Escucho
que sigue rompiendo papeles. Le suplico que no rompa el cuento que Haroldo
estaba escribiendo. Después comprobé que dejó la máquina de escribir de Haroldo,
junto al borrador del cuento, intacto. Quedó sólo eso sin romper como un símbolo
en medio de la casa revuelta, como sacudida por un terremoto" recuerda su
compañera años después (revista Crisis, abril de 1986). "Comenzó a molestarse
cuanto me preguntó por qué había viajado a Cuba con Haroldo. Le dije el motivo,
que Haroldo había sido jurado de novela de Casa de las Américas".
El documental “El retrato postergado” gira en torno a la relación que tuvo el
escritor desaparecido Haroldo Pedro Conti con un joven realizador
cinematográfico llamado Roberto Cuervo, a mediados de la década del 70 en
Argentina.
Haroldo recorre un período de viraje estético, en el que pasa de una literatura
costumbrista a otra de alto compromiso político, cuando entabla amistad con
Roberto quien comienza a filmarlo para componer un “retrato humano”.
Durante los años de la última dictadura argentina Haroldo es secuestrado y
asesinado, sin conocerse aún datos de su destino ni del de sus restos.
Roberto Cuervo, por su parte, muere en un trágico accidente dejando solos a su
mujer Cristina, viuda a los veinticinco años, y a su único hijo Andrés.
Hoy el tiempo ha pasado; Andrés Cuervo recupera el material filmado por su padre
y completa la película dando cierre así al trabajo comenzado por Roberto hace
treinta años.
Conti estaba por cumplir 41: había
nacido el día de la Patria, un 25 de mayo, en un pueblo de la Pampa tranquila,
Chacabuco, donde había ejercido como maestro rural, actor y director de teatro.
También fue comerciante y piloto de aviones, aficionado a la pesca y profesor de
filosofía. Pero antes de cumplir los 30 se reveló como novelista: con Alrededor
de la jaula ganó un premio de la Universidad de Veracruz, y luego ganó el premio
de la revista Life y el premio Municipal de Buenos Aires. Pero fue con Mascaró,
el cazador americano, que obtuvo su mayor reconocimiento: el Premio Casa de las
Américas, cuya primera edición se hizo en Cuba en 1959, el año de la revolución.
En ese 1975, cuando la Triple A
organizaba sus ataques desde sedes policiales y de gobierno, los inteligentes ya
observaban a Conti. La Dirección de Inteligencia de la Policía bonaerense tenía
una división literaria destinada a espiar a personas como Conti. Según el legajo
2516 de los inteligentes, Mascaró "propicia la difusión de ideologías, doctrinas
o sistemas políticos, económicos o sociales marxistas tendientes a derogar los
principios sustentados en nuestra Constitución Nacional". Las actitudes del
escritor –que se desprenden de la trama de la novela– son calificadas como
apologéticas, respecto de los revolucionarios y guerrilleros, y como críticas o
negativas, respecto de la represión, de la tortura indiscriminada y de la
Iglesia Católica. Para demostrar que Mascaró había sido leído por algún
entendido, el legajo señala que Mascaró "presenta un elevado nivel técnico y
literario" y que Conti "luce una imaginación compleja y sumamente simbólica".
Otros inteligentes
Por entonces no era posible para
muchos levantar la voz por la suerte de secuestrados como Conti. Dos semanas
después de su secuestro, el sacerdote Leonardo Castellani –que conocía a Conti
de su paso por el seminario- fue a almorzar con el dictador Videla en ese
encuentro tremendo donde también estuvieron Ernesto Sábato y Jorge Luis Borges.
Esa vez, tras la comida, Borges dijo lo que pensaba, tal como lo consignaba La
Prensa del día siguiente: "Le agradecí personalmente el golpe del 24 de marzo,
que salvo al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber
enfrentado las responsabilidades del gobierno". Castellani, que no comulgaba
ideológicamente con Conti fue más valiente y pidió por el escritor. Algunos
creen que Castellani pudo verlo, flaco y empalidecido, en los calabozos de la
Policía Federal. La versión no tiene asidero, jamás Videla pudo haber autorizado
una visita semejante, pero hay que destacarlo: mientras la jerarquía
eclesiástica era partícipe del terror, un cura nacionalista pedía por la vida de
un escritor revolucionario.
En la oscuridad del genocidio aparecen conductas que deberían oxigenarse con el
correr de los años: el actor y dramaturgo Sergio Renán filmó Alrededor de la
jaula después del secuestro de Conti. Es decir, mientras el Instituto de Cine
estaba en manos del general de turno y la mayoría de los creadores y directores
de cine se tenían que exiliar o desaparecían, a Renán le dieron autorización (y
recursos) para llevar a la pantalla un cuento del escritor secuestrado y
execrado por los militares. La película se estrenó en junio de 1977 y se llamó
Crecer de golpe.
¿Cómo se puede explicar que Renán haya aceptado filmar a Conti mientras su
familia y hasta un cura de derecha pedían por su paradero y él (Renán) ni tomaba
contacto con ellos? Poco después del Mundial de Fútbol, Renán dirigió La fiesta
de todos, una apología de la dictadura que no tiene desperdicios para quienes
tengan el estómago duro. Fue, ni más ni menos, que propaganda a favor de Videla.
En abril de 2007, cuando Renán estrenaba una película (Clarín, 13 de abril),
Renán dijo: "En torno a esa película (La fiesta de todos) hay miradas
profundamente parciales e injustas. Esa gente no tiene clara la alegría
colectiva que se vivió en el Mundial 78 y que yo admito haber compartido. En
cambio, nadie habla de Crecer de golpe, la película que hice sobre un texto de
Conti, muerto por la dictadura. Crecer de golpe es mi película más querida". Por
suerte, el periodismo y la narrativa enseñan a no calificar lo incalificable.
Por suerte, este próximo miércoles 7 de mayo (2008), a las 13, en la Biblioteca
Nacional, se hará un homenaje a Haroldo Conti. Allí estarán sus hijos Marcelo y
Ernesto, su última compañera Marta Scavac, Hebe de Bonafini y el dirigente
gremial Julio Piumato, preso político en aquellos años. Este recuerdo será el
disparador, intenso, de dos días del seminario Cultura y medios en dictadura y
en democracia. El recuerdo es bueno, en muchos aspectos, uno de ellos es para
evitar las tergiversaciones o las películas más queridas de Renán.
Ayer (11/05/08), sobre el cierre de
la Feria del Libro, se presentó Haroldo Conti, alias Mascaró, alias la vida, un
hermoso volumen de más de trescientas páginas que reúne segmentos narrativos y
artículos periodísticos de, testimonios sobre, entrevistas y comentarios
críticos a y algunas "cartas significativas" del autor de Sudeste, Alrededor de
la jaula, La balada del álamo carolina y En vida, entre otras maravillas.
Compilados por el inmejorable Eduardo Romano –tan riguroso en la lectura como
afectivamente cercano al universo narrativo y personal de Conti–, los textos dan
cuenta exacta de la riqueza del mundo del autor y de la multiplicidad de los
posibles acercamientos. El volumen inaugura, además, la Colección Presencias,
una propuesta conjunta de Editorial Colihue con las Ediciones del Centro
Cultural de la Memoria, una institución que funciona precisamente en lo que
alguna vez fue la tenebrosa ESMA y que hoy se llama, digna y justamente, Haroldo
Conti. Nada menos, casi demasiado.
Precisamente eso. Cuando volvemos
sobre estos temas y sobre ciertos autores que han quedado como víctimas
emblemáticas del terrorismo de Estado hace algo más de treinta años –Urondo,
Walsh, Oesterheld y Conti, principalmente– es inevitable, casi inconsciente, la
sensación de algo ya transitado con reiteración, dicho, recordado y –de algún
modo– archivado en el apartado mental "La Dictadura". Es alevosamente así. Los
recordatorios y los aniversarios tienen, entre otras, la equívoca y
probablemente inevitable característica de ir acumulándose como capas sucesivas
que en lugar de iluminar con crudeza los hechos originarios, los mediatizan, los
van convirtiendo en referencias mecánicas que se suponen consabidas: "Ah, sí...
Haroldo Conti, un escritor desaparecido". Y en realidad la exclamación que
debería despertarnos es otra: "Ah, no... ¿Haroldo Conti, desaparecido" La
pregunta que vuelve y vuelve es doble: cómo fue que llegamos a la situación en
que semejantes cosas pudieran pasar y pasaron, y cómo es posible que al
recordarlas no se nos mueva, no se nos siga moviendo el piso del buen sentido y
la buena conciencia.
Este libro que lleva prólogo de Eduardo Jozami, responsable del Centro Cultural
de la Memoria, contribuye seria y nada solemnemente a mantenernos inquietos y
despiertos, con el piso bien movido. Lo primero que queda claro es que Haroldo
Conti, confirmando sin paradojas el adagio, "algo había hecho". Por un lado,
para hacerse lugar en la memoria amorosa y agradecida de los lectores de
entonces y de hoy: ser uno de los mejores narradores de su generación; por otro,
para que la dictadura lo considerara su enemigo: entregar su vida a la
militancia revolucionaria.
Haroldo Conti. Un viaje
por Mascaró entre la literatura y la política. Producción: Agencia
Radiofónica de Comunicación (Argentina). Fuente: Radioteca.net
Esas dos verdades aparecen transparentes, elocuentes como nunca, en un texto de
algún modo increíble que este libro rescata: el informe anónimo que el "asesor
literario" de la Secretaría de Informaciones del Estado (la tenebrosa SIDE),
elaboró en 1975, aconsejando la prohibición –que se haría efectiva– de la novela
Mascaró, el cazador americano. La tensión alevosa entre la seducción que opera
sobre el funcionario-lector el maravilloso texto literario y los criminales
imperativos de las razones de Estado es uno de los momentos más escalofriantes
de este libro ejemplar.
Haroldo Conti no sólo lo ha escrito en parte; también lo habría leído.
El escritor Haroldo Conti nació en
Chacabuco, provincia de Buenos Aires, el 25 de mayo de 1925. En 1940 ingresó en
el Seminario Metropolitano Conciliar, de Villa Devoto, estudios que abandonó
siete años más tarde, para ingresar en la Facultad de Filosofía y Letras donde
se recibió en 1954. Realizó cursos de piloto civil y vuelos, y en 1952 obtuvo
dos becas del Cine Club Gente de Cine trabajando como asistente de dirección.
Fue maestro rural, director teatral, empresario de transportes, profesor de
Filosofía y de Latín. En 1962, publicó su primera novela, Sudeste, por la que
obtuvo el primer premio del concurso organizado por Fabril Editora. A esta
novela, le siguieron Todos los veranos (1964), Alrededor de la jaula (1966), Con
otra gente (1967) y En vida (1971). En 1971 realizó su primer viaje a Cuba como
jurado de Casa de las Américas, viaje que produjo un viraje en su literatura:
Conti señaló que Cuba constituyó "su primer contacto a flor de piel con América.
Y eso me bastó para hacer una cosa distinta, una novela jubilosa, Mascaró,
abierta, donde por primera vez los personajes no mueren. Decidí hacer una
literatura con un sentido más americano, cosa que, en ese momento, estaba muy
lejos de mí". En 1972 escribió el guión de cine de La muerte de Sebastián Arache
y su pobre entierro, dirigida por Nicolás Sarquis y finalizada en 1977.
Comisión Provincial por la Memoria - Dossier Haroldo Conti
Esta entrevista, publicada bajo
el título "Un simple trabajador", fue realizada el 15 de junio de 1975 con
motivo de la aparición de su libro de cuentos La balada del álamo carolina. En
ella, se perfila una imagen alternativa del escritor profesional, pues Conti se
caracterizó por su ubicación externa a los círculos literarios y por una poética
basada en la experiencia personal de los hechos narrados. Su literatura está
ligada a una experiencia de vida que se supone transmutable a la escritura, en
un intento imaginario de borrar las diferencias entre el arte y la vida.
Meses después de esta entrevista, publicó la novela Mascaró, el cazador
americano, por la que obtuvo el premio Casa de las Américas. Al año siguiente,
el 5 de mayo de 1976, fue secuestrado por la dictadura militar de su
departamento de la calle Fitz Roy. Hasta el día de hoy, su nombre permanece en
la lista de desaparecidos.
Heber Cardoso y Guillermo Boido colaboraron, a comienzos de los años setenta, en
Crisis y La Opinión Cultural; posteriormente, fueron editores de la revista
Ciencia Hoy. El periodista y crítico literario Heber Cardoso nació en Rocha,
Uruguay, en 1946. Colaboró en diversas publicaciones periodísticas y dirigió la
colección "Los grandes éxitos" en el Centro Editor de América Latina. El físico
y poeta Guillermo Boido nació en Buenos Aires en 1941. Su primer libro de
poemas, Situación, se editó en 1971. Luego publicó Poemas para escribir en un
muro, Once poemas, el ensayo Einstein o la armonía del mundo, y los diálogos con
Roberto Juarroz Poesía y creación. Actualmente, se dedica a la historia de la
ciencia y la divulgación científica y ha publicado numerosos artículos en
Análisis, Clarín, Hispamérica, El Ornitorrinco, entre otras publicaciones.
[Sylvia Saítta y Luis Alberto Romero, Página/12, 18/01/06]
Entrevista
La Opinión, 15 de junio de 1975
¿Cómo Haroldo Conti vino a
resultar un escritor?
–Habría que contar la historia de
uno mismo. La cosa empezó de esta manera. Yo era alumno de una escuela de
pupilos. En aquel tiempo no había cine, y reemplazábamos esa diversión dominical
con unas funciones de títeres. Yo me ocupaba de escribir los libretos que, como
en todas las seriales, se acababan en el momento de mayor suspenso y se
continuaban en el próximo domingo. Así nació en mí una parte de esa vocación por
la literatura.
La otra parte se la debo a mi
padre. El siempre fue un gran cuentero y lo es todavía. Es un hombre de pueblo
que cuenta y cuenta cosas como toda la gente de pueblo, que a veces no tiene
otra cosa que hacer. Mi padre era un viajante, un tendero ambulante y yo salía a
recorrer el campo con él; se encontraba con la gente y antes de venderle nada se
ponía a charlar y contar cosas. Así recibí ese hábito de contar oralmente.
Un día en el colegio de curas donde estudiaba, se me ocurrió escribir una novela
misional, sobre aventuras de misioneros en tierras extrañas. La novela se
llamaba Luz en Oriente. No me acuerdo si la terminé. Así fue naciendo la cosa.
Después ingresé a la Facultad de Filosofía y Letras y hubo una época de silencio
en la que me dediqué a estudiar y, voluntariamente, dejé todo ese tipo de
inquietudes. Por ese camino acabé siendo un triste profesor de escuela
secundaria. Hace veinte años que enseño latín. Después se me dio por el teatro.
En aquella época estaban en boga los teatros independientes. La experiencia fue
dramática: en esa época la Municipalidad de Buenos Aires había organizado
jornadas de teatro leído en el Odeón. Se seleccionaban obras de autores noveles
y se leían al público. Lo lamentable era que el público estaba constituido por
aquellos que habían sido rechazados en el concurso. En cuanto los actores
comenzaban con el parlamento, los del público, que estaban con una bronca negra,
se levantaban y empezaban a despotricar contra la obra. Y eso fue lo que me pasó
a mí y me borré para siempre del teatro. Por aquellos años conocí el Delta, uno
de los metejones de mi vida, me dediqué a construir un barco, me fui metiendo
muy adentro de un determinado mundo, fui conociendo la gente de la costa, los
isleños, la gente de barcos. Y con toda naturalidad, mientras construía ese
barco, surgió Sudeste. Así empezó todo.
–¿Sudeste es para usted su novela más importante?
–Es quizá la novela mía que más ha importado. Pero cada novela mía es un pedazo
de mi vida, son vidas que he vivido con la misma intensidad con que se vive una
vida. En la medida en que quiero esas vidas, quiero esas novelas. Ustedes saben
que yo tengo un especial cariño por Alrededor de la jaula, a diferencia de lo
que muchos lectores opinan.
Una vez usted dijo que En vida
clausuraba una etapa de su obra.
–En parte sí. En el sentido de que me ayudó a superar esa crisis. Pero, además,
hubo otras influencias literarias vitales. Viajé dos veces a Cuba y esa fue una
experiencia decisiva. Creo que Mascaró y La balada del álamo carolina, las obras
que aparecerán dentro de poco, son el resultado de esas influencias.
–¿Le hace feliz escribir?
–En absoluto. Es un gran dolor, un gran esfuerzo, inclusive físico. Me crea
problemas personales, de relación; me vuelvo huraño, fastidioso. Escribo porque
no tengo más remedio. Escribo o me muero. Es como estar embarazado, supongo.
Después uno pare y se acabó. Se siente mejor, más aliviado.
–Cuando escribe, ¿piensa especialmente en algún tipo de lector?
–No lo sé bien. Faulkner, que tenía un concepto machista del asunto, decía que
uno escribe para las mujeres. Yo vengo del cine, hago cine; como novelista me
importa mucho precisar imágenes, formas, colores, sonidos, músicas. Incluso
suelo pensar mis novelas en secuencias, no en capítulos. Bueno, a veces trato de
imaginar a ese lector prototípico para el que escribo. Pero nunca puedo precisar
del todo sus riesgos, su condición social, sus exigencias para conmigo. Quizás
poco antes de morir venga y me diga: "Estuvo escribiendo para mí". Va a ser una
experiencia interesante.
–¿Cómo llega a saber si un tema se convertirá en cuento o novela?
–No lo sé realmente, pero lo intuyo. Sé instintivamente cuándo un tema da para
un cuento y otro para novela. La cosa es inapelable. Si una cosa se me da para
cuento es inútil que la fuerce como novela. Son técnicas totalmente distintas;
incluso mi estado de ánimo es totalmente distinto cuando escribo una novela. La
novela es como una vida que tengo que vivir. En cambio si un cuento no lo
escribo inmediatamente, de una vez, se me madura interiormente y después no me
dice nada; ya me lo conté a mí mismo y ya no lo sé contar de otra forma. Se me
maduró demasiado, se me pudrió. Tengo que estar dos días sobre la máquina y el
cuento sale.
–A lo largo de su oficio se habrá preguntado muchas veces para qué sirve
escribir.
–Por supuesto.
Uno se pregunta si no es una tarea inútil la nuestra, eso de escribir
fatigosamente, de atornillarse a una silla sin saber si vamos a trascender ese
acto individual y llegar a un público. A veces ocurre que las ganas de escribir
son como una enfermedad y uno escribe para curarse. He dicho muchas veces que yo
no escribo la Historia sino las historias de las gentes, de los hombres
concretos. Escribo para rescatar hechos, para rescatarme a mí mismo. Podría
decirles más: creo que toda mi obra es una obsesiva lucha contra el tiempo,
contra el olvido de los seres y las cosas. Uno siente que envejece, que se va y
quiere que algunas cosas, de alguna manera, permanezcan. Es una cuestión,
diríamos, metafísica, y determina todo lo que escribo.
Eso se ve claramente en Mi vida,
que es un claro rescate del pasado. En esa novela puse a Alan Crosby, mi amigo
del Tigre y lo llamé Paco. En la vida real, Alan Crosby no se salvó, ahí anda,
borracho perdido. Yo quise rescatarlo en Paco, en esa figura literaria. Y en
Mascaró, mi nueva novela, y en los cuentos que escribí en estos últimos tiempos
incluyo abiertamente a mis amigos, a la gente que quiero. En Mascaró, por
ejemplo, casi todos los personajes fueron elaborados a partir de amigos míos:
Tony Beck, el Nene Bruzzone, el Capitán Alfonso Domínguez que murió hace años
pero yo lo conservo vivo en esa novela, incluso le he dado un poco más de vida
de la que tenía en la realidad. Es una manera de compartirlos con todo el mundo.
Acabo de dedicar un cuento a mi tía Haydée, que representa mucho para mí; y
pongo "A mi tía Haydée para que nunca se muera". Sé que ese cuento, de alguna
manera, en alguna biblioteca va a sobrevivir y que de acá a cien años alguien va
a abrir ese libro y ella va a estar viva, porque ahí en ese cuento la dejé viva
para siempre. También yo me siento vivo en alguno de esos personajes, Oreste,
por ejemplo, el protagonista de En vida.
Entrevista con Marcelo y Alejandra, hijos de Haroldo Conti. Emision del programa
radial
Atrapados en libertad
por AM 530, La Voz de las Madres, septiembre 2009.
–En alguna ocasión ha dicho que
con En vida había terminado haciendo una literatura muy "individualista". ¿Qué
significa eso?
–Simplemente que estaba contando
el drama de un pobre tipo y no el de un pueblo. La novela apareció en momentos
en que en nuestro país ocurrían hechos sociales de enorme importancia. Algunos
me acusaron de dar la espalda a la realidad del país; otros dijeron que la
novela era francamente reaccionaria, porque yo me ocupaba de un problema
individual en plena dictadura. A muchos amigos uruguayos, por ejemplo, la novela
no les dijo nada, ellos estaban inmersos en el clima político de su patria, en
la efervescencia militante. No fue así en España; claro, allá estaban en otra
cosa. Pero creo que hay tiempos y estados de lectura, y con En vida sucedió
esto: el tiempo de lectura no coincidió con el tiempo social. Tal vez más
adelante pueda ser evaluada como hecho literario y no como desfasaje entre ambos
tiempos.
–¿Para qué sirve, desde el punto social o político, contar el "drama de un pobre
tipo"?
–A veces se habla de compromiso únicamente en términos políticos, como si el
escritor debiera ser solamente el portaestandarte de una causa política. Uno se
puede comprometer con un sistema político, pero también con un drama individual,
por ejemplo el de un hombre que padece un cáncer o un drama amoroso. El hombre
en su totalidad es una causa. Mucha gente habla de revolución y olvida que las
revoluciones las hacen los tipos concretos. En En vida quise hacer la
radiografía de un hombre del montón, jodido por esta sociedad, castrado en sus
posibilidades de elegir.
Haroldo Conti, seminarista, de sotana.
Lo que algunos no vieron es que
Oreste termina por hacer su elección, y eso está dicho explícitamente en el
último párrafo. Hay en el protagonista una revolución interior, un cambio de
actitud vital. Es el problema moral por excelencia: el de la libertad. Y es que
la revolución empieza en el individuo, no se impone por decreto. Si en mi obra
reciente, creo, aparece un mayor compromiso con lo social, eso ocurrió por
añadidura, y me alegro. Pero no me lo propuse ex profeso. Por ejemplo, en uno de
los cuentos, "Mi madre andaba en la luz", traté de contar el drama de un
pueblito, Warnes. Sin abandonar mi tono, mis climas anteriores. Sigo creyendo
que es una torpeza fijar de antemano el tipo de literatura que uno debe
escribir. No puede haber otra preceptiva más que la que surge de la honestidad
consigo mismo.
–Hay una polémica muy actual acerca de la condición del escritor. ¿Se considera
un trabajador?
–Sí, acepto ese término.
–¿Aun en esta sociedad burguesa?
–Claro. Y creo que un trabajador no tiene privilegios en mérito a la función que
cumple. Niego esa aureola, esa condición de aristócrata con que se han revestido
muchos escritores burgueses. ¿Qué diferencia hay entre lo que hacía mi abuelo,
que era carpintero, o mi padre, un tendero y vendedor ambulante, y lo que yo
hago? Mi abuelo manejaba el serrucho y la garlopa; yo manejo mi máquina de
escribir, mis ideas y un lenguaje. Ni siquiera estoy exceptuado del esfuerzo
físico. No quiero que mi oficio me destaque o jerarquice: como dice Mario
Benedetti, "no hay prioridades para el escritor". El único privilegio al que
puedo aspirar es que algún día mis compañeros albañiles o mecánicos me
reconozcan como uno de los suyos. Y así como alguien podrá decir "mi orgullo es
ser albañil", yo diré "mi orgullo es ser escritor", el de construir historias
tal como el albañil construye casas.
–¿Pero, en esta sociedad, acaso el escritor es tan explotado como un albañil?
–La explotación se manifiesta concretamente en la lucha diaria para sobrevivir.
Hablo de la Argentina, caso que conozco bien. A los escritores nos trampean, nos
amarran con contratos leoninos (si es que nos publican), nos arreglan con el
famoso diez por ciento de tapa, no podemos controlar las ediciones ni los
volúmenes de venta. Y los contratos son puramente formales. ¿No es una
explotación como cualquier otra? Y no me pregunten si puedo vivir de la
literatura de este modo. Está claro que no. Miren mi caso personal; tengo seis o
siete premios internacionales y sin embargo mi ingreso fijo siguen siendo los
doscientos mil pesos mensuales que gano como profesor de latín en una escuela
secundaria. Otros halagos económicos no tengo. Me gusta viajar. Creo que para mi
oficio es imprescindible conocer lugares y gentes. Viajaría eternamente, pero
los viajes me los tengo que financiar yo, generalmente. De modo que un viaje
hacia lo desconocido y maravilloso puede ser irme a mi pueblo, a doscientos
kilómetros; es toda una hazaña, pero cuesta muchos pesos. Por eso es que no me
queda más remedio que vender mi obra y discutir el precio.
Buenos Aires, 4 de mayo de 2006 (Por
Marta Conti (*), especial para ANC-UTPBA).- El verano se ha dormido. Un viento
fresco recorre la plaza de mayo en la madrugada. Allí estamos los tres. El brazo
de Haroldo rodea mi espalda. Fuerte, protector en su ternura. Nuestro bebé
duerme apretado contra mi pecho. Una mujer en soledad golpea un bombo peronista.
Tiene muchos inviernos sobre su piel. Un cielo poblado de nubes ofrece sus
matices blancos, celestes, azules hasta llegar a un negro intenso cargado de
amenazas. El silencio nos une en un entenderse de almas.
Un helicóptero aparece de la nada. Revolotea cual ave de rapiña sobre nuestras
cabezas. Lo vemos partir hacia la oscuridad. El sonido del miedo golpea las
ventanas de las casas dormidas. Un gato espantado trepa hasta la copa de un
árbol. Desde allí observa atentamente. Avanza con estudiada lentitud quedándose
en la rama más alta, más segura. Memoria inteligente que le evita dificultades
ya sufridas. La plaza ha quedado vacía. Nuestro hijo se sacude en llanto.
Intento calmarlo. Llora más fuerte. Haroldo le habla suavemente.
Sus manos recorren su rostro sin
tocarlo. Se miran fijamente. Me impactan sus miradas. Mi cuerpo entero es puro
escalofrío. Haroldo besa mi frente. Sus ojos azules / siempre presentes en mi
vida / me llevan por el camino de los sueños. Regresamos lentamente. Como
queriendo detener el tiempo en ese mismo instante. Mis hijas nos esperan sin
dormir. Y están abrazadas muy juntas en un rincón del sillón grande. Nadie
habló. Ya estaba todo dicho no mucho antes de esa fatídica noche del 24 de marzo
de 1976.
El teléfono comienza a sonar
ininterrumpidamente. Así cada día, cada noche.
Se suceden las preguntas. No hay
respuestas. Todavía hoy. ¿Por qué? ¿Quién? ¿Cómo? ¿Dónde están? Los asesinos
callan. Son cobardes. Tanta maldad no cabe en el infierno. Los ingleses se
emborracharon de risas al ver sus lágrimas. No los soldaditos, ellos fueron
víctimas todos de los mismos asesinos uniformados. Ellos se mimetizan en sus
caras pintarrajeadas. Los detectamos por el olor que sale de sus entrañas cual
ratas podridas en las cloacas. Es su hábitat. Cuevas tenebrosas donde no llega
el sol. El sol es la vida. Lo que los señores mensajeros de la muerte no
soportan. Son incapaces de ver un amanecer en su esplendor, de escuchar el canto
de los pájaros, de amar hasta que el corazón duela.
Un remolino de perdidas me despinto el alma. Y yo aquí / en el camino / con
todos en algún lugar/. La memoria intacta esperando en el vacío de mis manos. El
dolor por las ausencias se anidó muy dentro de mí. Golpea duro. Como las
injusticias que se siguen padeciendo. El país del por algo será, esta devastado.
Tanta inocencia pisoteada en los niños sin futuro. Conmueve el total desamparo
en la vejez. La impotencia es tan grande que a veces cierro las puertas al mundo
y me refugio en el silencio que invento todavía.
Pero la vida es más que este momento. Es salir con el corazón bien puesto
buscando señales que nos conduzcan a senderos nuevos aunque el pronóstico
anuncie largos y fríos inviernos y el mar me siga siendo inalcanzable.
Simplemente... porque allí no estarás...
La noche camina sola y ella tampoco escucha sus nombres (ANC-UTPBA).
(*) Compañera del periodista y escritor detenido-desaparecido Haroldo Conti
30
años del secuestro y desaparición de Haroldo Conti
Buenos Aires, 4 de mayo de 2006 (por Néstor Restivo (**), especial para
ANC-UTPBA).- Se perdía entre la gente como isleño en el Delta, como piloto
civil, camionero, seminarista casi cura, bancario, maestro de grado, profesor de
filosofía y latín, esgrimista, cineasta, cronista y náufrago en las costas
uruguayas. Más en la línea viajera de Hemingway o Daylan Thomas que en la de
Borges o Sábato:
"Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo en
la gente. Pero el mundo está tan lleno de vida, de cosas y sucesos, que tarde o
temprano vuelvo con un libro".
Haroldo Conti (1925 – "desaparecido"
por la dictadura militar en 1976) volvía, sí, de cada una de esas experiencias,
con las novelas "Sudeste", "Alrededor de la jaula", "En vida" y "Mascaró, el
cazador americano" o sus libros de cuentos "Todos los veranos", "Con otra gente"
o "La balada del álamo Carolina", o sus relatos sueltos, o sus artículos en la
revista Crisis. Pero volver a la literatura no era separarse de la gente. En sus
libros, el paisaje estaba centrado en el hombre: el Boga de "Sudeste", el tío
Agustín de "Las 12 a Bragado", el niño Milo de "Alrededor de la jaula" o el
Oreste, el alter ego de Conti de "En vida" y "Mascaró, el cazador americano".
Un paisaje que empieza en la riqueza
y memoria cultural de un pueblo bonaerense y que se va desplegando hacia los
ríos, el país profundo y, luego, el vasto territorio latinoamericano. Y que
fluye desde, quizás, una resignada y piadosa desesperanza hasta el optimismo de
su última novela, "Mascaró...", en los años de la utopía.
Pero es difícil encasillar a Conti en una estética realista-naturalista, mucho
menos en el pintoresquismo. Su camino es el reconocimiento, primero, de una
realidad al detalle, para aspirar entonces, desde los libros pero sobre todo
desde su compromiso vital, a una transformación, a una trascendencia de lo
humano.
También es difícil encasillar a Conti en una generación. Comenzó a publicar a
comienzos de la década del setenta, ¿pero se lo puede referir como un escritor
integrante de la llamada Generación del cincuenta y cinco? Es cierto que
coincidió temporalmente con aquellos escritores, influido por las mismas
variables político-culturales: la caída del peronismo, cierta incidencia sobre
todo de las narrativas de Estados Unidos, Francia y España, la Revolución
Cubana, el boom de la novela latinoamericana y el auge del marxismo en la
región, los debates (o la actitud "parricida") con Borges y Cortázar...
Pero todo esto se hace relativo frente a una escritura donde la relación entre
el paisaje y los humanos va más allá de cualquier realismo o costumbrismo, donde
la clave pasa por esa "entrañable comprensión de la cultura popular más que nada
suburbana, de esa zona fronteriza entre las grandes ciudades y lo propiamente
campesino", donde "bajo la aparente inmovilidad provinciana subyacen tensiones a
menudo inadvertidas para ojos poco sagaces, como por ejemplo las que provienen
de los sucesivos desencuentros y reencuentros entre el ritmo de la vida humana y
el de la naturaleza".
Tuvo dos mujeres, dos hijos, una
hija y amigos por donde quiera que hubo andado. Conoció premios importantes en
la Argentina, en América latina y en Europa. Tenía 50 años cuando se lo
llevaron, como a Walsh, Santoro, Bustos, Dorronzoro, "Pirí" Lugones y tantos
otros. Su amigo, el escritor Humberto Constantini -con quien alguna vez se peleó
en la SADE para convertirla en una herramienta del cambio que buscaban- imaginó,
al volver del exilio, que si Conti hubiera seguido viviendo, su narrativa se
habría volcado a los paisajes del mar. Otro amigo, Aníbal Ford, aventura que
habría continuado con algo que ya había comenzado a experimentar: una poética
que se traspasaba de la literatura al periodismo y otras formas de testimonio.
Haroldo
Conti y el Padre Castellani
Corría el mes de mayo de 1976, la dictadura de Videla pretende inicar un
acercamiento con las "fuerzas vivas" de la sociedad, realizando una serie de
encuentros con intelectuales, periodistas, escritores, etc. Son invitados a
almorzar con el dictador, entre otros, los escritores Borges,
Sábato y el Padre Castellani. Nadie más alejado de la posición política de
Haroldo Conti que el controvertido sacerdote nacionalista, sin embargo el cura
tuvo la osadía -entre los arrullos condescendientes y el chupamedismo extremo de
Borges y Sábato- de pasarle al dictador un papelito con el nombre del
recientemente desaparecido Haroldo Conti. Por supuesto no logró nada, solo la
volátil e hipócrita promesa del genocida de ocuparse del caso. Pero el gesto
honra al Padre Castellani. Un
reportaje de la revista Crisis refleja las diferencias de visiones y
criterios entre Sábato y Castellani.
"Mis novelas -afirmó Haroldo una
vez- son bastante testimoniales, aunque uno al decir testimonial piensa
enseguida en el testimonio de un marco social o político. Yo doy el testimonio
de un hombre, y a través de él enfoco el contorno; generalmente doy testimonios
de soledades. Creo que tocando la soledad de un hombre, se toca la soledad de
muchos o quizá de todos".
Su fin prematuro e impune impide corroborar estas hipótesis sobre un desarrollo
literario ulterior. Pero su historia y sus libros permiten saber que el
compromiso de Haroldo Conti existió a lo largo de toda su vida, solitario, en
los hechos más básicos y por lo mismo más genuinos de la vida cotidiana.
Hacia sus últimos años, Conti buscó su camino en una lucha política clara,
abierta y definida; apoyó la Revolución Cubana, cuyo descubrimiento in situ lo
deslumbró, y la tarea del sindicalista Agustín Tosco y los frentes legales que
adherían al Partido Revolucionario de los Trabajadores en la Argentina. Pero
quienes conocieron a Haroldo afirman que estaba en las antípodas del dogmatismo.
Como su literatura, Conti era un humanista. Como narrador, un regalador
incurable de solidaridades sin banderías:
"Me reconozco en las pequeñas cosas y las pequeñas vidas sin residuo de
historia. En el inmenso tejido de los acontecimientos, de los gestos y de las
palabras de que está compuesto el destino de un grupo humano. Prefiero quedarme,
a riesgo de perderme con ellos, con el gesto y la palabra y no con el resumen,
el hito o la pauta. Y acaso parte del compromiso o de la tarea consiste en eso.
En contar una historia de los hombres y no la Historia a sacas" (ANC-UTPBA).
(*) Del libro "Historia crítica de la literatura argentina".
(**) Periodista, se desempeña en el diario Clarín.
A Haroldo Conti, que era un escritor argentino de los grandes, le advirtieron en
octubre de 1975 que las fuerzas armadas lo tenían en una lista de "agentes
subversivos". La advertencia se repitió por distintos conductos en las semanas
siguientes y, a principios de 1976, era ya de dominio público en Buenos Aires.
Por esos días, me escribió una carta a Bogotá, en la cual era evidente su estado
de tensión. "Martha y yo vivimos prácticamente como bandoleros", decía,
"ocultando nuestros movimientos, nuestros domicilios, hablando en clave". Y
terminaba: "Abajo va mi dirección, por si sigo vivo". Esa dirección era la de su
casa alquilada en el número 1205 de la calle Fitz Roy, en Villa Crespo, donde
siguió viviendo sin precauciones de ninguna clase hasta que un comando de seis
hombres armados la asaltó a medianoche, nueve meses después de la primera
advertencia, y se lo llevaron vendado y amarrado de pies y manos, y lo hicieron
desaparecer para siempre. Haroldo Conti tenía entonces 51 años, había publicado
siete libros excelentes y no se avergonzaba de su gran amor a la vida. Su casa
urbana tenía un ambiente rural: criaba gatos, criaba palomas, criaba perros,
criaba niños y cultivaba en canteros legumbres y flores. Como tantos escritores
de nuestra generación, era un lector constante de Hemingway, de quien aprendió
además la disciplina de cajero de banco. Su pensamiento político era claro y
público, lo expresaba de viva voz y lo exponía en la prensa, y su identificación
con la revolución cubana no era un misterio para nadie.
Desde
que recibió las primeras advertencias tenía una invitación para viajar a
Ecuador, pero prefirió quedarse en su casa. "Uno elige", me decía en su carta.
El pretexto principal para no irse era que Martha estaba encinta de siete meses
y no sería aceptada en avión. Pero la verdad es que no quiso irse. "Me quedaré
hasta que pueda, y después Dios verá", me decía en su carta, "porque, aparte de
escribir, y no muy bien que digamos, no sé hacer otra cosa". En febrero de 1976,
Martha dio a luz un varón, a quien pusieron el nombre de Ernesto. Ya para
entonces, Haroldo Conti había colgado un letrero frente a su escritorio: "Este
es mi lugar de combate, y de aquí no me voy". Pero sus secuestradores no
supieron lo que decía ese letrero, porque estaba escrito en latín.
El 4 de mayo de 1976, Haroldo
Conti escribió toda la mañana en el estudio y terminó un cuento que había
empezado el día anterior: A la diestra. Luego se puso saco y corbata para dictar
una clase de rutina en una escuela secundarla del sector, y antes de las seis de
la tarde volvió a casa y se cambió de ropa. Al anochecer ayudó a Martha a poner
cortinas nuevas en el estudio, jugó con su hijo de tres meses y le echó una mano
en las tareas escolares a una hija del matrimonio anterior de Martha, que vivía
con ellos: Myriam, de siete años. A las nueve de la noche, después de comerse un
pedazo de carne asada, se fueron a ver El Padrino II. Era la primera vez que
iban al cine en seis meses. Los dos niños se quedaron al cuidado de un amigo que
había llegado esa tarde de Córdoba y lo invitaron a dormir en el sofá del
estudio.
Cuando volvieron, a las 12.05 horas de la noche, quien les abrió la puerta de su
propia casa fue un civil armado con una ametralladora de guerra. Dentro había
otros cinco hombres, con armas semejantes, que los derribaron a culatazos y los
aturdieron a patadas.
El amigo estaba inconsciente en el suelo, vendado y amarrado, y con la cara
desfigurada a golpes. En su dormitorio, los niños no se dieron cuenta de nada
porque habían sido adormecidos con cloroformo.
Haroldo y Martha fueron conducidos a dos habitaciones distintas, mientras el
comando saqueaba la casa hasta no dejar ningún objeto de valor. Luego los
sometieron a un interrogatorio bárbaro. Martha, que tiene un recuerdo minucioso
de aquella noche espantosa, escuchó las preguntas que le hacían a su marido en
la habitación contigua. Todas se referían a dos viajes que Haroldo Conti había
hecho a La Habana. En realidad. había ido dos veces -en 1971 y en 1974-, y en
ambas ocasiones como jurado del concurso de La Casa de las Américas. Los
interrogadores trataban de establecer por esos dos viajes que Haroldo Conti era
un agente cubano.
A las cuatro de la madrugada, uno de los asaltantes tuvo un gesto humano, y
llevó a Martha a la habitación donde estaba Haroldo para que se despidiera de
él. Estaba deshecha a golpes, con varios dientes partidos, y el hombre tuvo que
llevarla del brazo porque tenía los ojos vendados. Otro que los vio pasar por la
sala, se burló: "¿Vas a bailar con la señora?". Haroldo se despidió de Martha
con un beso. Ella se dio cuenta entonces de que él no estaba vendado, y esa
comprobación la aterrorizó, pues sabía que sólo a los que Iban a morir les
permitían ver la cara de sus torturadores. Fue la última vez que estuvieron
juntos. Seis meses después del secuestro, habiendo pasado de un escondite a otro
con su hijo menor, Martha se asiló en la Embajada de Cuba. Allí estuvo año y
medio esperando el salvoconducto, hasta que el general Omar Torrijos intercedió
ante el almirante Emilio Massera, que entonces era miembro de la Junta de
Gobierno Argentina, y éste le facilitó la salida del país.
Quince días después del secuestro, cuatro escritores argentinos -y entre ellos
los dos más grandes- aceptaron una invitación para almorzar en la casa
presidencial con el general Jorge Videla. Eran Jorge Luis Borges, Ernesto
Sábato, Alberto Ratti, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, v el
sacerdote Leonardo Castellani. Todos habían recibido por distintos conductos la
solicitud de plantearle a Videla el drama de Haroldo Conti. Alberto Ratti lo
hizo, y entregó además una lista de otros once escritores presos. El padre
Castellani, entonces tenía casi ochenta años y había sido maestro de Haroldo
Conti, pidió a Videla que le permitiera verlo en la cárcel. Aunque la noticia no
se publicó nunca, se supo que, en efecto, el padre Castellani lo vio el 8 de
julio de 1976 en la cárcel de Villa Devoto, y que lo encontró en tal estado de
postración que no le fue posible conversar con él.
Otros presos, liberados más tarde, estuvieron con Haroldo Conti. Uno de ellos
rindió un testimonio escrito, según el cual fue su compañero de presidio en el
campo de concentración de la Brigada Gómez, situada en la autopista Richieri, a
doce kilómetros de Buenos Aires por el camino de Ezeiza. "En mayo de 1976", dice
el testimonio, "Haroldo Conti se encontraba en una celda de dos metros por uno,
con piso de cemento y puerta metálica. Llegó el día 20. Dijo haber estado en un
lugar del Ejército, donde lo pasó muy mal. Dijo que se había quedado encerrado
en un baño, donde se desmayó. Apenas sí podía hablar y no podía comer. El día 21
pudo comer algo. Se ve que andaba muy mal porque le dieron una manta y lo iban a
ver con frecuencia. En la madrugada del día 22 lo sacaron de la celda. Parece
que lo iban a revisar o algo así. Estaba muy mal y no retenía orines". El
testigo no lo volvió a ver en la prisión. No ha habido gestión, ni derecha ni
torcida, que la esposa y los amigos de Haroldo Conti no hayamos hecho en el
mundo entero para esclarecer su suerte.
Hace unos dos años sostuve una entrevista en México con el almirante Emilio
Massera, que ya entonces estaba retirado de las armas y del Gobierno, pero que
mantenía buenos contactos con el poder. Me prometió averiguar todo lo que
pudiera sobre Haroldo Conti, pero nunca me dio una respuesta definitiva. En
junio de 1980, la reina Sofía de España viajó a Argentina al frente de una
delegación cultural que asistió al aniversario de Buenos Aires. Un grupo de
exiliados le pidió a algunos miembros de la comitiva que intercedieran ante el
Gobierno argentino para la liberación de varios presos políticos prominentes.
Yo, en nombre de la Fundación Habeas, y como amigo personal de Haroldo Conti,
les pedí una gestión muy modesta: establecer de una vez y para siempre cuál era
su situación real. La gestión se hizo, pero el Gobierno argentino no dio ninguna
respuesta. Sin embargo, en octubre pasado, cuando ya estaba decidido su retiro
de la presidencia, el general Jorge Videla concedió una entrevista a una
delegación de alto nivel de la agencia Efe, y respondió algunas preguntas sobre
los presos políticos. Por primera vez habló entonces de Haroldo Conti. No hizo
ninguna precisión de fecha, ni de lugar ni de ninguna otra circunstancia, pero
reveló sin ninguna duda que estaba muerto. Fue la primeraivnoticia oficial, y
hasta ahora la única. No obstante, el general Videla les pidió a los periodistas
españoles que no la publicaran de inmediato, y ellos cumplieron. Yo considero,
ahora que el general Videla no está en el poder, y sin haberlo consultado con
nadie, que el mundo tiene derecho a conocer esa noticia.
Confuso privilegio ser sobreviviente. En especial cuando a uno –en este caso, a
mí– le piden que tome la palabra para saludar a alguien que ya no está. Nada
menos que "hacer uso de la palabra" en relación a una persona ausente de manera
definitiva, tratando de convocar una presencia que participe de lo episódico y
la congoja. Un conjuro, en realidad, frente a los agravios del olvido.
Trato de ser muy claro: el elogio de sus libros (Sudeste o El álamo carolina)
resultaría tan intenso que, eventualmente, pudiera ser recibido como una
apología. Y las apologías no son mucho más que una colección de ripios,
enfáticos a simple enunciado. O como un epitafio con signos de admiración.
Exorcismo, entonces, de encomios o alabanzas. Al fin de cuentas, si algo resuena
como lo más opuesto a las cortesías es la apelación al luto. Un duelo que nada
tiene de rezongo y mucho menos de victimismo. Y en eso estamos aquí.
Aludí al dilema de un sobreviviente como yo. Desde el otro extremo del
panegírico me hacen señas varias discordancias. Y aclaro aún más: disconformidad
en relación a la piadosa –crédula, incauta– confianza de Haroldo hacia
compatriotas que él creía personas y no eran más que traficantes.
De
donde se sigue, ni elogios legítimos ni reproches fraternales. Pero del dilema
inicial (eso sí, y para trascenderlo) pasar a la diatriba frente a quienes
merodearon a Haroldo abusando de su religiosa –tal cual– credulidad que renegaba
de virtudes oficiales: infidentes, obscenos amenos bastardos, impostores
diestros y veloces, yesmen para lo que les mandaran; y en plano inclinado,
espías delatores y verdugos. Las diatribas, menos mal, son un género muy
transitado por las indignaciones tan clásicas como genuinas; extensas, en
absoluto monótonas, con una inventiva ultrajantemente equitativa, certeza
mediante irrebatibles juicios fidedignos. Y que suelen especializarse en
figurones impávidos y serviciales. La memoria de Haroldo Conti se transforma así
en querella de vestales canonizadas.
Pero, dos cosas para destacar –brevemente– como jubiloso desagravio ante todas
esas miserias: primero el viaje que hicimos juntos con Haroldo y, después, uno
de sus libros fundamentales.
Salimos de La Habana en uno de aquellos aviones vetustos, obstinados a los que
llamaban –creo recordar– Britanias con cuatro hélices aún y con la mitad de la
cabina de pasajeros "despejada" para hacerles lugar a cajas, bultos y demás
correos. Haroldo y yo íbamos sentados con las rodillas recogidas a la altura del
pecho. Bien. Abajo y de un tajo. El portaba una especie de cañón de aluminio
relleno con afiches del nuevo cine cubano; yo, apenas si un cenicero con el
emblema de cierto hotel y destinado a una amiga del barrio de Boedo. Haroldo me
lo reprochó. Aeropuerto de Terranova: Haroldo descifraba un monumento a la Queen
of England mientras yo me resbalé en la pista helada tratando de no resultar
demasiado sentimental. En Irlanda los dos nos descubrimos más corroborados al
verificar el mítico verde calumniado por Oscar Wilde, Shaw y el Ulises. En Praga
abundamos sobre Kafka y en torno al socialismo centroeuropeo. Y nos desquitamos
en Madrid encarnizándonos con el Generalísimo. Haroldo hablaba con fervor de
Buenos Aires eludiendo, reposadamente, toda pasión argentina.
Por eso, de Sudeste quisiera sugerir: se equivocan quienes lo emparentaron con
El viejo y el mar; no se trata en Haroldo del Caribe transparente sino del
Paraná embarrado que finge mansedumbre alterada por bruscos arrebatos a lo
Horacio Quiroga. El río es tiempo que fluye y cuerpo (herida, pejerrey y agobio)
del protagonista, que suele empecinarse en trabajos robinsonianos o en fantasmas
en un delta grotescamente alucinado, a lo Fermín Eguía. Sudeste "elemental" con
agua, desde ya, fuego, zanjas yventarrones. Comarca primordial marcada por
faenas y sabidurías que siempre aluden o preanuncian la presencia de la muerte.
La muerte, muertes, en Sudeste y en los otros libros de Haroldo Conti (baladas,
jaulas y cazadores), casi siempre aparecen como ecos, ráfagas, amagos o
inscripciones en la corteza de los árboles. Es que los epitafios de Haroldo
fundamentalmente son vegetales. La piedras entre nosotros resultan mojones o se
llaman Walsh, Ortega Peña, Paco Urondo. Invictos. Como Haroldo Conti, más
sosegado pero también invicto.
Haroldo Conti fue secuestrado en la madrugada del 5 de mayo de 1976 por una
brigada del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército Argentino. Desde entonces
continúa desaparecido.
Por Marta Scavac
Apenas entramos, unos diez hombres estrafalariamente vestidos con vinchas,
gorras y ropas raras, se nos vino encima. Inmediatamente me ataron las manos
detrás de la espalda y me cubrieron, con ropa, la cara y la cabeza. Escucho que
hacen lo mismo con Haroldo; aunque él se resiste, no es fácil reducirlo, es muy
fuerte, pero le dicen que se quede quieto por el pibe, se referían al bebito.
Escucho luego un ruido de cadenas. Pasados los primeros momentos de sorpresa yo
también intento resistirme, pero las dos personas que me sujetaban me arrojaron
al piso y comenzaron a patearme y a gritarme que me quede quieta. No sabía de
qué se trataba. Pensé que era un asalto porque escuché cómo revisaban toda la
casa y rompían objetos, quizá buscando dinero. Les dije que no teníamos dinero,
que no era una casa de ricos, pero seguían buscando y rompiendo. El otro
muchacho gritaba, les decía "dejen a la señora, cobardes, ella no tiene nada que
ver, no le peguen, déjenla" y le respondían con fuertes golpes. También pedía
agua, aterrada alcancé a pedirles que le diesen agua, que no le pegasen. Él
reclamaba por la Convención de Ginebra. Ahí mi desconcierto era total. No
entendía qué decía al mencionar la Convención de Ginebra. No entendía nada de
toda esa pesadilla espantosa.
Distinguía dos voces entre todas, las del que al parecer dirigía todo, el "malo"
del grupo, y otra suave, la del "bueno" que me sacó del comedor y me llevó al
escritorio. Se notaba que era una persona con cierto nivel cultural y en todo
momento tuvo un trato muy especial conmigo. Lo escuchaba romper papeles. afiches
que teníamos en las paredes, me decia: "señora, ¿cómo una mujer de su clase se
metió en esto?". Le pedí que me explicara quiénes eran, qué querían. Me
respondió que estábamos en guerra: "o nosotros los matamos o ustedes nos matan a
nosotros". Le respondí que nosotros no matábamos a nadie, que yo no conocía
ninguna guerra en nuestro país. Escucho que sigue rompiendo papeles. Le suplico
que no rompa el cuento que Haroldo estaba escribiendo. Después comprobé que dejó
la máquina de escribir de Haroldo, junto al borrador del cuento, intacto. Quedó
sólo eso sin romper como un símbolo en medio de la casa revuelta, como sacudida
por un terremoto.
Me preguntó de dónde veníamos. Le respondí que del cine y que en el abrigo
estaba el programa. Comenzó a molestarse cuanto me preguntó por qué había
viajado a Cuba con Haroldo. Le dije el motivo, que Haroldo había sido jurado de
novela de Casa de las Américas. Me reprochó por qué no viajaba a Estados Unidos
y le respondí que sí había viajado a ese país, y que podía comprobarlo en el
pasaporte. Censuró además mi colaboración con Haroldo en la novela "Mascaró" y
le pregunté qué tenía en contra de la novela. Me respondió que era una novela
subversiva e insistió en por qué había colaborado en eso. Le expliqué que
trabajaba junto a mi marido ayudándolo en su tarea de escritor. Simultáneamente
escuchaba cómo el "malo" le hacía preguntas a Haroldo. No podía distinguir bien
las preguntas y respuestas, aunque se filtró la voz del "malo" diciendo: "Don
Haroldo ¿por qué se metió en esto? Lo va a pagar caro". Me aterroricé al
escuchar esto y le pregunté al "bueno" qué estaba pasando, qué pasaba con mi
marido, por qué le decían eso. No me responadió. Seguía revisando papeles. Yo
escuchaba el ruido de los libros contra el suelo.
Interrumpió el "malo" para preguntarme sobre un escrito taquigráfico que había
en mi cartera. Yo, por los nervios, no podía recordar de qué se trataba. Como
soy taquígrafa, así se lo expliqué, muchas de las notas que hacíamos con Haroldo
para la revista las escribía yo. Uno de ellos dice que les estoy tomando el
pelo. que voy a hablar cuando me lleven. Era desesperante, mi impotencia era
total, no sé si me creyeron, pero yo les decía la verdad.
Me preguntaban sobre la vida del muchacho que estaba en la casa. Yo no sabía
nada de él, solamente que vivía en Córdoba y que estaba de paso por la Capital,
que nos había pedido estar unos días en casa mientras buscaba buenos precios
porque trabajaba de decorador y hacía los arreglos de escenografía en teatros de
Córdoba. Les expliqué que eran frecuentes las visitas y que yo no tenía tiempo,
por el trabajo de la casa y los chicos, de conocer la vida de cada uno. Me
decían que era un guerrillero, yo les preguntaba de dónde, yo no conocía su vida
íntima y seguían insistiendo en que era un subversivo, que por qué estaba en mi
casa. Otra vez trataba de explicarles como podía la presencia de esta persona en
casa. que era muy correcto, muy bueno.
Haroldo Conti personaje del año 1971 para la revista Gente
CLIC PARA AGRANDAR
PARADOS: Roberto De Vicenzo, Francisco Dorignac, Haroldo Conti, Jack Davis, Omar
Pastoriza, Carlos Bianchi.
SENTADOS: Graciela Borges, Cristian Andrade, Raúl de La Torre, Roberto Rimoldi
Fraga, María Ester Lovero, Landrú, Arturo Mor Roig, Juanita Bullrich y Cipe
Lincovsky.
EN ELPISO: Sabú, Fernando Bravo, Vicente Fernández.
Comienza a llorar el nene. Les pido que me dejen ir con mi hijo que lloraba de
hambre. Haroldo escucha y grita: "dejen que la madre esté con el nene dejen a mi
mujer dejen que le dé la mamadera". El "bueno" me pregunta cómo se prepara y
cuando termino de darle las indicaciones, dice que me quede tranquila que él va
a atender a Ernestito. Uno de los sujetos encuentra unas fotos que Federico
Vogelius nos había sacado. a mí y al nene, dos meses atrás en Claromecó. Me dice
qué lindo pibe tenía, qué linda que estaba yo en esa foto, qué bien que habíamos
salido madre e hijo. Vuelve a preguntarme que cómo era que me había metido en
esto. Vuelvo a decirle que yo no estaba metida en nada que nuestra vida era
pública, normal que todo era perfectamente legal, que no teníamos que ocultar
nada. Se aleja y me doy cuenta de que estoy sola en el escritorio. Seguía
escuchando cómo rompían los jarrones de adorno y me doy cuenta que sacan cosas
de la casa, que se llevan los muebles. Ahí me confundo de nuevo pensando que
podía tratarse de ladrones comunes. Vuelve el bueno y me pregunta qué
temperatura debe tener la leche para el nene. yo le explico y le vuelvo a pedir
que me deje atender a mi hijo. Me dice nuevamente que eso no podía ser, que me
quedara tranquila, que él se había hecho cargo. Me quedé con la sensación de que
él era padre o estaba por serlo. Estaba desconcertada. Seguían llevándose cosas
y no entendía cómo podían actuar tan tranquilamente, siendo que la comisaría
29a. estaba a menos de dos cuadras y el patrullaje por esta zona era frecuente.
Lo que para nada era común era una mudanza a estas horas de a noche. Confiaba en
que alguien se diera cuenta de la situación y que interviniera. pero no pasó
nada.
Ya no escucho llorar al bebé. El "bueno" viene a decirme que me quede tranquila
que Ernestito había comido. Le pregunto por mi hija, no entendía cómo tanto
ruido no la había despertado. Me dice que está bien, que no me preocupe. Vuelve
el "malo" y me informa: "nos llevamos a su marido porque tenemos unas cuantas
preguntas que hacerle. Yo le respondo que había escuchado toda la noche cómo lo
interrogaban y que si querían continuar con las preguntas que lo hicieran en
casa. El "malo" pierde el control otra vez y me insulta, me grita, me amenaza.
Interviene el "bueno" pidiendo que me deje tranquila. Escucho que hablan entre
ellos. No entiendo lo que dicen. Se filtran unas palabras: "no, no tenemos
lugar, el coche está completo". Yo seguía a los pies de ellos. tirada. atada y
encapuchada. De pronto se acerca nuevamente el "malo" y me dice: "bueno, hemos
decidido llevarnos a Haroldo y vos te quedás piola, no intentés escapar porque
dejamos un coche en la puerta y en cuanto asomés la cabeza te limpiamos". Les
pido nuevamente que no se lo lleven. Fueron inútiles mis ruegos.
Cuando comprendí que no podía convencerlos de que lo dejaran, les pedí que se
llevasen los remedios que Haroldo tomaba desde que un patrullero lo había
atropellado en diciembre del '73. Me preguntan dónde están esos remedios y les
digo que en la mesita de luz. No me responden. En un momento de desesperación
les grité que quería despedirme de mi marido. Interviene el "bueno" y me dice:
"yo la voy a llevar señora" . Sigo sus pasos porque, lógicamente, no veía nada.
En el trayecto uno de ellos le dice al que me llevaba: "¿vas a bailar el vals
con la señora que está tan elegante?". Yo imagino que estaría muy elegante
después de haber estado en manos de ellos. Seguimos caminando hasta que, en un
momento, el que me llevaba se detiene y me doy cuenta que estamos en la entrada
del dormitorio. Comienzo a llamar a Haroldo. Le pido que se acerque. que no lo
puedo ver y escucho su voz que me responde y siento su cuerpo próximo al mío. Me
desespero tratando de verlo. de tocarlo pero sigo con las manos atadas y la
cabeza encapuchada. Haroldo me responde: "estoy bien querida, no te preocupes
por mí, cuidate vos y el nene, yo estoy bien. Siento que Haroldo se acerca y me
besa la barbilla, que era la única parte de la cara que tenía descubierta. Ahí
me doy cuenta que Haroldo no estaba encapuchado, ya que me besó directamente la
parte descubierta. Comienzo a gritar que no me lo lleven, quiero tender mis
manos hacia Haroldo pero no puedo desatarme. Siento que bruscamente nos apartan.
Todo sucede rápidamente. Me tiran sobre la cama. Uno de ellos cubre mi cuerpo
con el suyo y me pone un revólver en la nuca. Siento los gritos del muchacho
cuando se lo llevan, siento un ruido de cadenas nuevamente y motores de
automóviles que se encienden. El tipo que me estaba custodiando gritaba sin
parar "no te muevas, no te muevas, no te muevas". Pero no podía moverme. Apenas
podía respirar con mi cara apretada contra el colchón. Escucho que se abre la
puerta de calle y una voz llama al sujeto que estaba conmigo.
Este sale corriendo y ahora escucho un portazo y que cierran la puerta con
llave. Luego un silencio de muerte me rodea. Me doy cuenta que se han ido todos.
Trato, con gran esfuerzo. de incorporarme de la cama y llego al cuarto de mis
hijos. No sé cómo logro desatarme y quitarme la ropa que cubría mi cabeza; son
dos camisas, una de Haroldo y otra de Miriam. Veo al bebito durmiendo en la
cuna, me acerco a la cama de Miriam y comienzo a llamarla a los gritos,
desesperada. Ella no me responde, mis fuerzas físicas no dan más, las piernas se
me doblan y la cabeza me da vueltas. Sigo llamando a la nena, enloquecida
empiezo a sacudirla y siento un olor muy fuerte. Me doy cuenta que estaba
dormida con cloroformo. Ernestito comienza a llorar, seguramente asustado por
mis gritos, y Miriam abre los ojos enormes, sus pupilas están dilatadas.
Rápidamente le cuento a la nena lo que había pasado, le pido que se levante y me
ayude a salir de la casa. Sigue mirándome espantada y comienza a llorar cuando
ve la casa toda revuelta. Las dos lloramos juntas, aterrorizadas. Le pongo un
abrigo sobre el camisón y envuelvo al nene en una frazada. Comienzo a caminar
por la casa hacia la puerta. En el piso hay que sortear objetos rotos, ropa,
papeles y libros. Miro hacia el comedor y veo platos, cubiertos y restos de
comida. Habían comido las milanesas que tenía preparadas. También tomado café.
El aparato de teléfono no estaba, se lo habían llevado.
Dejaron un sillón grande de cuero, allí siento a los chicos y me subo al
respaldo tratando de alcanzar una ventana. La abro y salto a la vereda. No veo
ningún coche vigilando. La nena me pasa al bebito y salta con mi ayuda
Comenzamos a caminar. Eran alrededor de las seis de la mañana. Llovía y hacía
mucho frío. Un amanecer gris y destemplado, clásico de un día de mayo. Cuando
siento que las piernas no me dan más, veo pasar un taxi desocupado. No podía
creer en ese milagro. Lo llamo y el taxista se detiene y baja a ayudarme. Le
cuento brevemente lo que me había pasado y le pido que nos lleve hasta la casa
de mis padres, pero le aclaro que no tengo un solo peso para pagarle, ya que me
habían robado hasta las monedas. El taxista me di jo "señora, yo trabajo de
noche y todos los días veo casos como el suyo, yo la llevo donde sea". El hombre
tapa la banderita del reloj del taxi, me ayuda a sentarme, acomoda a mis hijos y
parte a toda velocidad. No hablamos una palabra en todo el trayecto. Al llegar
se baja y vuelve a ayudarme con los chicos. Me pregunta: "¿en qué puedo
ayudarla?". No sé quién es este hombre, ignoro su nombre, sólo tengo este medio
para agradecerle profundamente su solidaridad. Jamás lo olvidaré.
Testimonio de Marta Scavac, esposa de Haroldo Conti, revista Crisis, Nº 41,
abril de 1986.
Además de periodista, incursionó en la docencia, el teatro, el cine y la
literatura. Mereció los siguientes premios: Revista "Life" (1960), Fabril, en
narrativa (1962), Municipal (1964), Universidad Veracruzana (1966), Barral
Editor (1971) y Casa de las Américas (1975). Colaboró en la revista "Crisis" en
Buenos Aires.
El día 4 de mayo de 1976 fue aprehendido cuando retornaba a su domicilio de
Capital Federal a medianoche, junto a su compañera Marta Beatriz Scavac
Bonavetti y el bebé de ambos. Allí tenía que aguardarlos un amigo. Al arribar a
la vivienda, el amigo se encontraba ya maniatado, había un grupo de individuos
vestidos de civil, quienes golpearon brutalmente a la pareja y la encerraron
allí mismo, mientras se peleaban por el reparto del "botín": los sueldos de
ambos, percibidos esa mañana, efectos patrimoniales de toda naturaleza, etc.,
dejando escasamente los muebles de gran tamañ0. Robaron los originales de todas
las obras de Conti, y documentación personal.
Se llevaron a Conti y al amigo, en varios automotores, que incluían el propio
coche de Conti que tampoco apareció más. La Sra. Scavac debió salir por una
ventana con sus dos hijos, ya que la puerta fue dejada con llave, y el aparato
telefónico hurtado. Según versión de los vecinos, poco más tarde los captores
regresaron, tal vez con el fin de llevársela a ella. Concurrió casi de inmediato
a la Comisaría Seccional 29, donde la atendieron burlonamente y ni siquiera se
trasladaron para verificar el estado en que había quedado la vivienda, donde
todo estaba revuelto. Ante el Poder Judicial no tuvo mejor suerte, ya que en
poco tiempo se archivaron las actuaciones.
Informe sobre Trelew
Al cumplirse dos años de la masacre de Trelew, un puñado de artistas
e intelectuales pertenecientes al grupo de poesía Barrilete y al
Frente de Trabajadores de la Cultura (FATRAC), colaboraron con la
Comisión de Familiares de Presos Políticos, Estudiantiles y
Gremiales (COFAPPEG) para rendir homenaje a los militantes fusilados
el 22 de agosto de 1972, en la Base de la Marina Almirante Zar.
El resultado será la edición de un folleto titulado “Informe sobre
Trelew”, de escasa distribución, en el que participaron con textos,
dibujos y poemas Roberto Santoro, Haroldo Conti, Antonio Clavero,
Enrique Courau, Juan D. Polito, Ricardo Carpani, Julio Canteros,
Humberto Costantini, Carlos Vitale, Dardo S. Dorronzoro, Alberto
Costa, Enrique Puccia, José Antonio Cedrón, Aida Victoria Delpiero,
Felipe Reisin, Carlos Patiño, Vicente Zito Lema y Silvio Frondizi.
El archivo incluye
una breve presentación, los originales enviados por los autores y el
original de imprenta. Clic para descargar.
Explica la Sra. Scavac que en los
medios de prensa le manifestaron que: "tenían orden del Gobierno de no informar
sobre el secuestro de Conti".
Al cabo de tramitar diversos recursos de hábeas corpus con resultado
desfavorable, se inició con fecha 2 de marzo de 1983 una nueva demanda de hábeas
corpus ante el Juzgado Federal Nº 3 de la Capital Federal, Secretaría Nº 7. Los
elementos innovantes que en esta acción se incorporaron son los siguientes:
a) Los diarios de fecha 13 de noviembre de 1982 dieron cuenta de la detención,
en la ciudad de Ginebra, Suiza, de tres argentinos, quienes declararon
pertenecer a grupos secretos de represión política, autores de secuestros
extorsivos cuyos "rescates" cobrarían en aquel país donde resultaron
aprehendidos, y que manifestaron estar en condiciones de proveer información
sobre el destino de Conti ("Clarín" 13l 11/82);
b) En base a las fotografías difundidas en su momento de los individuos
detenidos en Suiza (Bufano, Martínez y otros), la Sra. Scavac reconoció que el
"amigo" que se hallaba en el domicilio antes de que llegaran las fuerzas que
capturaron a Conti, y que decía llamarse "Juan Carlos Fabiani" (quien había
concurrido a casa de Conti una semana antes del secuestro solicitando "asilo"
por sentirse perseguido por la policía a causa de su militancia política), era
el detenido Rubén Osvaldo Bufano -perteneciente, según sus declaraciones al
Batallón 601 del Ejército. Los hijos de Conti -Marcelo Haroldo y Alejandra- del
primer matrimonio, también reconocieron dichas fotografías, ya en sede judicial,
como pertenecientes al "amigo" a quien veían en la casa de su padre cuando le
efectuaba visitas;
c) El ex cabo de la Fuerza Naval Raúl David Vilariño recuerda haber visto a
Conti secuestrado en la ESMA; posteriormente, reconoce su fotografía.
[Fuente: www.desaparecidos.org]
"ESA SENCILLA HISTORIA"
Nació en Chacabuco, provincia de Buenos Aires, el 25 de mayo de 1925. Fue
secuestrado-desaparecido de su hogar el 5 de mayo de 1976 en Capital Federal.
Su obra literaria es tan exitosa como extensa. Veamos: Examinado (pieza
teatral), Premio OLAT, 1955; La Causa (relato), Premio LIFE, 1960; Sudeste
(novela), Premio Fabril, 1962; Todos los veranos (cuentos), Premio Municipalidad
de Buenos Aires, 1964; Alrededor de la jaula (novela), Premio Universidad de
Veracruz (México), 1966; Con otra gente (cuentos), En vida (novela), Premio
Barral de España, 1971; Con gringo (cuento), 1972; La balada del álamo Carolina
(cuentos), 1975; Mascaró, el cazador americano (novela), Premio Casa de las
Américas, Cuba, 1975.
Haroldo fue ex seminarista salesiano en el seminario metropolitano de Villa
Devoto ("Estudié de sacerdote, con sotana y todo. Leía muchos libros misionales,
libros escritos por misioneros. Me imaginaba en algún confín del mundo
redimiendo infieles. Además, me entrenaba con bufanda y sobretodo en verano,
casi desnudo en julio, comiendo grasa para poder acostumbrarme a los rigores que
sin duda se agazapaban en mi vida. Finalmente, todo eso acabó: tuve una gran
crisis religiosa y volví a mi pueblo" A la revista Gente, el 12-8-71).
Profesor de latín desde 1967 a 1976 en el Liceo Nacional N0 7 Domingo Faustino
Sarmiento de Buenos Aires.
Relación escritor-vida
Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo entre
la gente. Pero el mundo está tan lleno de vida, de cosas y sucesos, que tarde o
temprano vuelvo con un libro. Entre la literatura y la vida, elijo la vida. Con
la vida rescato la literatura; pero aunque no fuera así, la elegiría de todas
maneras.
El mundo de Haroldo Conti
Carta
a Roberto Fernández Retamar
(1)
Buenos Aires, 2 de enero de 1976
Roberto, hermano:
Espero que esta carta llegue a tus manos en alguna forma y que algunos meses
después llegue a las mías tu respuesta. Es increíble cómo la distancia nos
separa. Este año que pasó casi no hemos tenido señales de vida de la Casa, salvo
las formales. Yo sé que ustedes nos piensan más de una vez y esa idea nos
sostiene. Nosotros los pensamos casi a diario y necesitamos repetirnos
constantemente que Cuba está ahí, en nuestra misma América, y que hay una
porción de tierra liberada y ahí están nuestros hermanos.
Me dijo Marta que le dijo Gustavo Hernández, de la embajada, que según una
carta de Beba yo daba por sentado que este año iba a La Habana. No sé de dónde
salió eso pero juro que jamás se me cruzó por la cabeza. Para mí lo que decidan
los compañeros está siempre bien porque se hace de acuerdo a los intereses de la
Revolución. Así trabajamos aquí noche y día y esto nos salva del individualismo
y las decisiones personales tan funestas a menudo. Por otra parte mi mayor
alegría es que viaje allí gente nueva para que eso se conozca cada vez más. Sé
lo bien que le hace a los compañeros y ojalá que pudiesen ir todos. Muchos se lo
merecen y lo necesitan más que yo, inclusive para salvar sus vidas. Quiero que
esto quede claro.
En cuanto a la situación aquí, las cosas marchan de mal en peor. Me acaba de
informar muy confidencialmente […] [un amigo] militar, que se espera un golpe
sangriento para marzo. Inclusive los servicios de inteligencia calculan una
cuota de 30 mil muertos. Esto coincide con las apreciaciones de nuestros
compañeros que evalúan la situación constantemente. Desde el punto de vista de
la lucha revolucionaria el aumento de nuestras fuerzas es notable y la
preparación magnífica. Ellos lo saben. Calculamos que los que van a sufrir el
golpe serán los compañeros de superficie, los niveles medios que se mueven a dos
aguas. Nosotros ya nos hemos mudado de casa, por imposición de los compañeros,
pero eso no será suficiente. En este mismo momento las Fuerzas Armadas están
haciendo un operativo rastrillo a pocas cuadras de aquí. Por otra parte nuestra
casa, por lo amplia y desapercibida, sirve a menudo de refugio a compañeros que
están con problemas. Ahora mismo habita aquí la hermana de un compañero que cayó
los otros días en el ataque al Batallón 601 y hasta hace poco vivía uno de los
muchachos del Teatro Libre que huyó de Córdoba después de haber caído su
departamento en un allanamiento que observó desde la calle, por suerte. Mi
señora, a pesar de su avanzado estado de gravidez, cumple una tarea agotadora de
asistencia y atención por caídos y presos. Hay caídos a diario y esa gente
necesita atención, mover a medio mundo para ubicarlos y luego que no los maten.
Recién nos enteramos de que una caída se salvará con 15 millones de pesos como
coima y ayer tuvimos noticias de un compañero de Crisis que desapareció hace 15
días. Está vivo, aunque deshecho.
Bueno. Otra cosa, para no alargarme demasiado, hermano. Mascaró está
prácticamente agotado. Tuvo gran éxito de lectores pero los diarios y revistas
no hablan de él por razones políticas. Soy una especie de contagioso. Sé de
algunos órganos donde hubo órdenes expresas de ignorarme. Es curioso recibir
notas desde el exterior y no tener una sola en mi país. A propósito, me sería de
utilidad recibir cuanto recorte haya de La Habana. Crisis reproduce lo que
puede y se proyecta una campaña con ese material para la reedición en marzo.
A propósito de Crisis, que se vende muy bien y es lo único que sobrevive,
Federico Vogelius, su director propietario, piensa realizar para marzo una gira
por Latinoamérica. Naturalmente quisiera entrar en Cuba y establecer relaciones
con la Casa para ediciones, etc. Si bien es un hombre rico, es progresista y
ayuda mucho. Se puede contar con él ampliamente. No hace todo esto por dinero
sino que le interesa apoyar toda actividad cultural. Me pide que vea si se
puede arreglar su viaje a través de la Casa. Creo que importa.
Para terminar. Sudamericana saca un libro con colaboraciones de todo el mundo
(Cortázar, García Márquez, etc.) cuyos beneficios serán dedicados a los presos
políticos. Se vería con agrado y me piden que te pida una colaboración tuya
(poesía, relato, lo que sea) y de ser posible la de algún otro notable (Guillén,
Carpentier, etc.).
Te abraza
Haroldo
(1) Roberto Fernández Retamar, doctor en Filosofía y Letras (1954) y en Ciencias
Filológicas (1985) por la Universidad de La Habana. Fundador de la Unión de
Escritores y Artistas de Cuba y de la revista Unión (1962). En 1977 recibe el
Premio Latinoamericano de Poesía Rubén Darío por Juana y otros poemas
personales. Doctor Honoris Causa por la Universidad de Sofía, Bulgaria (1988), y
por la Universidad de Buenos Aires, Argentina (1993), preside la revista Casa de
las Américas y es profesor Emérito de la Universidad de La Habana.
Después de Sudeste conocí por fuerza
ese mundo que llaman de las letras, y pensé que nunca más iba a poder escribir
una línea. Allí estaba esa gente que suponía espiritualmente la más rica,
sostenida sobre la cabeza de un alfiler, podada y limitada en sus experiencias
hasta la asfixia y yo con mi novelita debajo del brazo tratando de hacerme un
hueco donde pudiera meter los pies. Entonces decidí seguir donde estaba, igual a
como estaba, porque después de todo no es tan importante vivir como escritor
sino escribir como tal. Lo que yo quería era una literatura que no se
interpusiera entre uno y la vida, sino que fuera justamente un modo de conocerla
y penetrarla mejor. Una literatura así es una tarea solitaria; dramática y
lúdica al mismo tiempo, y sobre todo necesita de los vivos y no de los muertos.
De alguna manera, ellos estaban muertos. En eso no descubrí nada nuevo sino que,
casi por instinto, acepté el camino de aquellos viejos conocidos para quienes la
literatura no fue una forma exquisita de la singularidad sino la imperiosa y
hasta trágica necesidad.
A las pequeñas cosas les doy mucha importancia. Si usted viene a mi casa verá
muchos cachivaches. Bueno, es todo lo que va a quedar de mí, la lámpara que
encendí con tanto cariño, la lapicera que he usado toda mi vida, esta ropa que
para otro no significa nada y que para mí tiene mi olor, mi sustancia... Usted
dice en cuanto a lo que dije de otros escritores, que queda su obra pero
partamos de que es una minoría la que escribe; yo hablo ahora en general, de
toda la humanidad. Además no es sólo el hecho físico de mi ropa. Yo le confiero
que no le doy más importancia a mi obra que a las cosas físicas que dejo, porque
ellas han compartido más mi vida, tienen mucho más sentido que mis libros. Los
libros yo los escribo como vida que vivo, no como un monumento literario que
dejo. (De la charla en el Instituto Superior de Periodismo, 1968).
Su militancia política
...Para terminar con esto, sin dejar por otra parte de ser consecuente con lo
que llevo dicho, quiero dejar establecido, porque son pocas las oportunidades de
proclamar lo que uno piensa, que apoyo al FAS (Frente Antiimperialista y por el
Socialismo), a cuyo IV Congreso en el barrio de Ludueña, de Rosario, acabo de
asistir, (...) que he ofrecido en Córdoba mi colaboración para lo que mande el
compañero Agustín Tosco y que creo decididamente en la patria socialista. Más
claro, imposible. En "Compartir las luchas del pueblo" (Crisis, agosto de 1974).
Y bien, en esto, compañero, puede usted ver lo que significó para mí Cuba. Es lo
que deseo para mi Patria, naturalmente. ¿Cómo no desearlo? Una sociedad más
justa, más digna, más humana. Y mi más encarnizado deseo es que algún día mis
hijos puedan conocer ese territorio libre de América, mis hijos y todos los
compañeros. Para que en los momentos de adversidad sepamos que allí está esa
firme bandera, que alguien en América lo hizo, que esa llama es imparable y que,
tarde o temprano, alumbrará para todos. En "Compartir las luchas del pueblo".
Su desaparición
El 4 de mayo de 1976 por la noche, Haroldo y su compañera Marta fueron al cine a
ver "El Padrino" y dejaron dos niños al cuidado de un amigo que había venido de
Córdoba esa tarde y que iba a pasar la noche en el sofá del estudio. Cuando
volvieron después de las 12 de la noche, quien le abrió la puerta de su propia
casa fue un civil armado de una ametralladora. Adentro había otros cinco hombres
con armas semejantes, que las derribaron a culatazos y los aturdieron a patadas.
El amigo estaba inconsciente en el suelo, vendado y amarrado y con la cara
desfigurada por los golpes. En su dormitorio, los niños no se dieron cuenta de
nada porque habían sido adormecidos con cloroformo.
Haroldo y Marta fueron conducidos a dos habitaciones distintas mientras el
comando saqueaba la casa hasta no dejar ningún objeto de valor. Luego los
sometieron a un interrogatorio violento. Marta que tiene un recuerdo minucioso
de aquella noche espantosa, escuchó las preguntas que le hacían a su marido en
la pieza contigua. Todas se referían a dos viajes que Haroldo Conti había hecho
a Cuba. Las dos veces en 1971 y 1974, había concurrido como jurado del Concurso
de Casa de las Américas. Los interrogadores trataban de establecer por esos dos
viajes que Haroldo Conti era un agente cubano.
A las cuatro de la madrugada, uno de los asaltantes llevó a Marta a la
habitación donde estaba Haroldo para que se despidiera de él. Estaba deshecha a
golpes, con varios dientes partidos, y el hombre tuvo que llevarla del brazo
porque tenía los ojos vendados. Otro que los vio pasar por la sala, se burló:
"¿Vas a bailar con la señora?". Haroldo se despidió de Marta con un beso. Ella
se dio cuenta entonces de que él no estaba vendado, y esa comprobación la
aterrorizó, porque sabía que sólo a los que iban a morir les permitían ver la
cara de sus torturadores. Fue la última vez que estuvieron juntos. Seis meses
después del secuestro, habiendo pasado de un escondite a otro con su hijo menor,
Marta se asiló en la embajada de Cuba. Allí estuvo un año y medio esperando el
salvoconducto que al final llegó por una intermediación del general panameño
Torrijos ante el almirante Massera.
El sacerdote y profesor Leonardo Castellani, junto con otros escritores (Sábato,
Ratti y Borges) se reunió con el general Videla al poco tiempo de producido el
golpe militar del 24 de marzo de 1976. Una estratagema de los militares para
blanquearse en el exterior y conseguir el apoyo de los círculos culturales
nativos.
En tanto Sábato confraternizaba con el dictador Videla y Borges decía
textualmente que "fue una reunión muy grata y el presidente le pareció una
persona simpática y amable", Castellani pidió por la vida de Haroldo Conti, ex
alumno suyo en el seminario de Villa Devoto. Inclusive llegó a verlo el 8 de
julio de ese año en una celda –según confió el mismo antes de morir– en
Coordinación Federal, un organismo de la policía capitalina.
Haroldo estaba postrado por el tratamiento recibido y no le fue posible
conversar con él.
Como homenaje a Haroldo desearía concluir esta semblanza de él con algo que
escribió en La Rioja en junio de 1967: "No sé si tiene sentido pero me digo cada
vez: contá la historia de la gente como si cantaras en medio de un camino,
despójate de toda pretensión y cantá, simplemente cantá con todo tu corazón: que
nadie recuerde tu nombre sino toda esa vieja y sencilla historia".
[Revista Crisis Nº 38, Buenos Aires y diario Excelsior, Mexico, junio de 1976],
Escuchamos el ruido del motor creciendo desde lejos. Estábamos en el muelle, de
pie, esperando. Haroldo balanceaba el farol con un brazo; con el otro envolvía a
Marta, que temblaba de frío.
El faro buscahuellas atravesó la neblina y nos encontró.
Saltamos a la lancha.
Por un instante alcancé a ver el bote destartalado, bien tirante de la cuerda;
en seguida se lo tragó la neblina. En ese bote yo remaba, todas las tardes,
hasta la isla del almacén.
La neblina brotaba del río oscuro, como un hervor.
Hacía mucho frío en la lancha. Los pasajeros cuchicheaban. El frío golpeaba más
porque se estaba acabando la noche. La Cruz del Sur descendía lentamente tras
las negras siluetas de los álamos.
Remontamos un arroyo angosto, luego otro más ancho, y desembocamos en el río. Al
mismo tiempo irrumpió en el aire la primera claridad del día.
La vaga luz iba desnudando las casitas de madera medio comidas por las
crecientes, una iglesia blanca, las hileras de álamos, los sauces llorones.
Poquito a poco se iluminaban los penachos de las casuarinas.
Me
alcé en la popa. Se sentía un olor a limpio. La brisa fresca me daba en la cara.
Me entretuve mirando el tajo de espuma que perseguía a la lancha y el brillo
creciente de las ondas del río. Por el aire iba subiendo un calor lento.
Haroldo se había parado a mi lado. Me hizo volverme y lo ví, un enorme sol de
cobre estaba invadiendo la boca del río.
Haroldo conoce como pocos este mundo del delta. Sabe cuáles son los buenos
lugares para pescar y cuáles los atajos y los rincones ignorados de las islas;
conoce el pulso de las mareas y las vidas de cada pescador y cada bote, los
secretos de la comarca y de la gente. Sabe andar por el delta como sabe viajar,
cuando escribe, por los túneles del tiempo. Vagabundea por los arroyos o anda
días y noches por el río abierto, a la ventura, buscando aquel navío fantasma en
que navegó allá en la infancia o en los sueños; y mientras persigue lo que
perdió va escuchando voces y contando historias a los hombres que se le parecen.
Triste, solo y manso, Haroldo vive al ritmo del río, que corre sin apuro. Cuando
llega la violencia, le sube de a poco, como crece suavemente el agua, pero que
se cuiden los hijos de puta: la corriente alzada arranca árboles y casas: lo he
visto embestir y le conozco las furias.
¿Cuántos naufragios sufrió mi hermano Haroldo, además de aquel que le rompió el
barco contra las costas del Brasil? ¿Cuántas veces creyó descubrir, en la bruma,
la perdida nave azul? ¿Cuántas veces se reventó contra las rocas? ¿Para qué
escribe mi hermano Haroldo si no es para salvarse y salvar lo que merece ser
salvado?.
Los pescadores van y vienen por el Paraná. ¿Qué aventuras prometen o devuelven,
hermano Haroldo, el río barroso y la alta mar? ¿Encontrarás lo que venís
persiguiendo, un mediodía cualquiera, en el centro de las aguas o del cielo? ¿O
has descubierto ya que tu navío imposible viaja por los caminos del jodido
mundo? ¿Es dura la travesía hermano? ¿Andar duele? Al final del recorrido no
está la eternidad sino nosotros. No te detengas. No te vayas a caer, que te
andamos precisando.
El río se vuelca en la gran vertiente y moja y abraza las islas solitarias. Así
nos dan tus palabras agua y calorcito.
¿Está muerto? Quién sabe. Hoy hace una semana que lo arrancaron de su casa. Le
vendaron los ojos y los golpearon y se lo llevaron. Tenían armas con
silenciadores. Dejaron la casa vacía. Robaron todo, hasta las frazadas. Los
diarios no publicaron una línea. Las radios no dijeron una palabra. El diario de
hoy trae la lista completa de las victimas del terremoto de Udine, en Italia.
Hoy Marta me estrujó llorando, y me dijo: "Dame fuerzas". Ella estaba en la casa
cuando ocurrió. También a ella le habían vendado los ojos. La dejaron despedirse
y se quedó con un gusto a sangre en los labios.
Hoy hace una semana que se lo llevaron y yo ya no tengo cómo decirle que lo
quiero y que nunca se lo dije por la vergüenza o la pereza que me daba.
Buenos Aires, 12 de mayo de 1976
[De "Haroldo Conti, Biografía de un cazador", de N. Restivo y C. Sánchez, TEA.
1999]
“Ciruelo de mi puerta, si no
volviese yo, la primavera siempre volverá. Tú florece”
El abuelo está sentado frente a la casa en medio de una gran mancha de luz. El
sol le golpea desde arriba y a ratos la cabeza desaparece en una llamarada que
le baja por el cuerpo. Tiene los pantalones recogidos hasta las rodillas para
que el calor se le meta en los huesos, pero por lo visto ya no le cabe ni
siquiera eso dentro del pellejo. Está flaco y sumido como una urraca y las
piernas son dos estacas peladas de esas que escupe el río. No se le mueve un
pelo y a ratos simplemente parece un muñeco. Sin embargo el hueco negro de los
ojos se le vacía de repente y los anteojos relumbran como fogonazos que le
vuelan la cara.
Detrás de él la casa se empina contra el cielo, un poco ladeada hacia el molino.
Las sombras se le marcan negras e intensas, a contragolpe de la luz, de manera
que parece más hueca y vacía y, por supuesto, más grande. A esa hora. A mediodía
se achata y llamea. Por la tarde se empequeñece. Al oscurecer se anima y hasta
se mueve.
Su madre aparece un momento en la puerta, mira hacia donde está y después se la
traga el hueco de sombras.
La Tere se mueve en los corrales. Entra y sale de una mancha de sombra a una
mancha de luz. En este momento reaparece sobre el piso blanco y movedizo del
corral de patos. Está un poco más alta y un poco más gruesa y el pecho se le
hincha debajo de la blusa. Tiene la cara arrebolada y la piel lustrosa a punto
de reventón como los caquis que su madre pone a madurar sobre la campana de la
cocina.
Más lejos, a través de las acacias, sobre un reverbero que palpita, el Román
raja la tierra. Los surcos nuevos son más negros. Los pájaros revolotean sobre
el Román a veces tan cerca que con alzar una mano podría tocarlos. De vez en
cuando se para, se pasa la mano por la cara y mira hacia la casa. Eso acaba de
hacer, justamente. Levanta la mano y le sonríe. Él responde con un gesto desde
la sombra de la acacia. Luego levanta el barrilete y se lo muestra al peón, pero
éste ha vuelto a inclinarse sobre la tierra.
El Román le estuvo ayudando a preparar el barrilete todos esos días, después del
trabajo. Se sentaban en la galería a la caída de la tarde y, con la Tere que
canturreaba a sus espaldas, primero armaron el esqueleto, luego pegaron los
papeles con aquellos lindos flecos roncadores y la tarde anterior el Román,
después de sopesar el juguete con aire crítico, dispuso las riendas y le amarró
una cola. Sosteniéndolo en alto, contra el viento, se estremecía como un pájaro.
Primero lo hizo el Román. Después él. Entonces sintió aquel frágil temblor que
le bajaba por el brazo y se le metía en el cuerpo.
El perro bayo, que estaba echado junto al pozo, cruza lentamente la gran mancha
de luz y va a tirarse al otro lado, debajo de la sembradora. Casi tropieza con
el viejo porque está cegatón. Antes lo seguía a todas partes y hasta jugaba con
él, pero ahora parece sumido en muchas y graves cavilaciones. La Tere se ha
puesto a cantar. Oye su voz, retazos de su voz, detrás de los corrales. El
vastago del molino golpea en lo alto cada vez más rápido. Lo ha oído golpear
toda la noche. Empezó al atardecer, cuando se sentó con el Román en la galería.
Se miraron y sonrieron. Llegaba el viento. A Alejo le gusta ese ruido. Suena en
lo alto y se escucha desde cualquier parte. A veces se mete debajo del molino y
arrima una oreja a la armadura de fierro. El ruido baja entonces desde arriba
como un trueno y le hace temblar el cuerpo. Mientras dure habrá viento.
Alejo termina de ovillar los cincuenta metros de piola, levanta el barrilete con
cuidado y él mismo sale a la luz. El viento viene desde el bañado, pasa sobre el
galpón y se pierde por encima de los pinos. Entre el galpón y los pinos hay
suficiente trecho como para remontar el barrilete.
El viejo sigue quieto como un muñeco. La Tere canta Cabeza de melón. Es la única
que canta, aparte del molino. Nunca oyó cantar a su madre y sin embargo tiene
una boca dulce.
Alejo se para frente a los pinos, que siente zumbar a sus espaldas. El vastago
golpea y golpea. Levanta el barrilete, que tiembla y se sacude en la mano. Traga
aire y echa a correr. El barrilete se sacude más fuerte y comienza a tirar de su
mano. Por el rabillo del ojo ve la figura inmóvil del abuelo, la mancha de luz
que cabecea, la punta de la casa que gira y se recuesta contra el cielo y el
galpón que crece rápidamente. Los flecos chasquean sobre su cabeza como si
transportara una rama encendida. Entonces suelta el barrilete y cuando vuelve la
cabeza lo ve colgado del aire contra el brillo oscuro de los pinos.
Tira de la piola y corre y el barrilete golpea en el aire y sube más alto. La
cola roza la cresta amarilla de los árboles y el pino más alto lo oculta por un
momento, pero él siente en la mano su aleteo. Tira y corre otra vez y el
barrilete se empina sorbido por aquella gran luz que le golpea en los ojos.
Alejo oye allá abajo el ruido de sus pasos sobre el lomo áspero de la tierra,
pero su cabeza está muy lejos, metida en el viento.
El vastago golpea alegremente y la yoz de la Tere rueda de un lado a otro. Tan
pronto le brota en la oreja como golpea al fondo del camino, débii y
entrecortada.
Ahora ve nada más que la cresta encendida de los pinos y la punta ladeada de la
casa que saltan en el borde de sus ojos. Por encima, el barrilete trepa y se
zambulle en el aire como un pez de papel. En realidad no ve otra cosa.
De pronto los golpes del vastago suenan más espaciados. |B1 barrilete vacila un
momento y comienza a caer a los cabezazos. Alejo, ya cerca del galpón, cobra
rápidamente la piola y el barrilete se remonta unos metros, sin fuerza. Cuelga
flojamente del cielo un instante y luego se hunde en dirección de la casa. Alejo
ya no tiene lugar para correr, de manera que recorre algunos metros de piola
mientras los pinos y la casa suben por sus ojos. El barrilete cabecea
bruscamente y tira de su mano. Luego corre de lado rozando el borde oscuro de
los pinos y por fin se precipita de punta sobre el techo de la casa.
El molino se ha parado por completo. No hay una gota de viento. La casa, por su
parte, ha comenzado a llamear. Dentro de un rato aparecerá su padre en la punta
del camino. Apenas ve al abuelo, en medio de la luz, como una mancha de bordes
encendidos.
Alejo recoge el hilo hasta que queda tenso. Tampoco ve el hilo, sólo unos pocos
metros que suben y se pierden en el aire. Tira con cuidado y siente que el
barrilete se arrastra sobre el techo. Tira otro poco y el hilo se resiste. Ha
quedado enredado en el borde oxidado de alguna chapa o en un clavo. Si sigue
tirando terminará por cortarse o, lo más probable, los filos y los clavos
desgarrarán el papel. Siente los desgarrones en la propia piel, las chapas y los
clavos con cabeza de plomo que le brotan en las piernas y los brazos. Al mismo
tiempo siente el olor y el calor de las chapas recalentadas por el sol. Hace
tiempo que no sube al techo. La última vez fue con el Román, el verano anterior.
Llovió un día seguido y la casa goteaba por todas partes. Su padre le previno
que no subiera porque una vez arriba no se estaba quieto y aflojaba los clavos,
pero apenas se marchó el viejo el Román lo dejó subir con él. Desde allí las
cosas se veían distintas, tal vez como debían ser realmente. Abajo veía tan sólo
unas pocas y el resto era un montón de ideas. Sabía todo el tiempo que más allá
de los pinos estaba el camino y en mitad del camino el puente, la laguna detrás
de la loma y al fondo del campo el montecito de mimbre, pero salvo un trozo
polvoriento del camino, en realidad un trozo de tierra pelada y reseca que podía
ser cualquier otra cosa, no veía nada de eso.
Había que ir hasta allí en cada caso y entonces dejaba de ver todo lo otro, como
si se borrara y perdiera una cosa a cambio de otra.
El abuelo empuja las ruedas y hace correr la silla unos metros. Los bujes están
gastados y resecos de manera que a cada vuelta producen un golpeteo áspero y
estrangulado que se mete en los oídos como una lezna. Su madre asoma la cabeza.
El ruido en cierta forma se parece al abuelo, como si saliera de sus huesos. A
medida que se sume se vuelve más áspero y dañino. No habla, pero si lo hiciera,
pues lo haría justamente en esa forma. Nunca fue un tipo alegre como el Román,
por ejemplo, pero de todos modos cuando estaba sano se comportaba como el resto
de la gente. Después enfermó y comenzó a secarse como un higo.
Ahora no queda de él más que la piel y los huesos y esa cabeza de urraca con el
pellejo agrietado de la que no puede salir nada bueno. Últimamente le ha dado
por hacerse encima y parece sentir cierto placer en ello. Su madre lo para en
medio del patio, le baja los pantalones, a veces lo desnuda entero, y lo baldea.
El abuelo chilla y voltea los brazos como aspas y si su madre se descuida le
descarga un golpe en la espalda. Si uno le mira a la cara descubre por debajo
una expresión contenta, sólo que nadie le presta atención y cree más bien que
sufre.
Alejo cruza el patio en dirección de la casa. El perro bayo levanta hacia él sus
ojos legañosos desde abajo de la sembradora, aunque no lo ve. Tiene los ojos
mellados como un par de bolones. El mundo para él es un mundo de manchas que
flotan a distintas alturas, se comprimen y se dilatan como nubes de vapor. Alejo
es una sombra esfumada que se estira hacia los ruidos de la casa sobre un
resplandor amarillo.
Primero hay que subirse al excusado. Sobre el excusado asoma una escalera con
las maderas rajadas por la lluvia y el sol. Está allí hace tiempo porque siempre
hay que emparchar alguna chapa. Alejo trepa al excusado metiendo las manos y los
pies en los huecos carcomidos por la humedad. La pared huele a barro podrido. El
techo del excusado está cargado de ladrillos, tarros picados, una cubierta y un
elástico de cama. Aguanta bien porque es angosto. Una vez arriba se quita los
zapatos para no hacer ruido. El Román camina sobre la línea de clavos porque
debajo de los clavos están los tirantes que sostienen las chapas. Esa es la
forma. Todavía mejor deslizarse acostado, siempre sobre los tirantes. El techo
de la casa es bastante empinado y cuando uno está en la cresta conviene montarla
para no terminar en el suelo.
Desde el frente llega el ruido plañidero de los bujes. Tiene que repechar toda
la casa, de manera que suena muy alto.
A medida que asciende por la escalera, que cimbra y se comba así pise en las
uniones, la luz crece alrededor de su cabeza. Los ruidos se alargan y se
recuestan sobre el suelo. El cuerpo le tiembla un poco pero al mismo tiempo se
le ha puesto liviano.
El techo aparece por fin al ras de sus ojos. Trepa otro poco y una vez en la
punta de la escalera se recuesta sobre el borde de las chapas y voltea las
piernas. A la derecha, el cañón de la chimenea escupe un chorro de humo. Alejo
se arrastra hasta ahí con la cara pegada a las chapas, que hierven de calor. Se
sienta contra el cañón y afirmando la espalda se pone de pie. Los ladrillos
están tibios y pringosos con grandes costras de humo negras como el alquitrán.
Los borbollones de humo sacuden la chimenea como un tazón vacío y si uno arrima
la oreja siente que la casa tiembla toda entera.
El barrilete está bastante más arriba, cerca de la cumbrera, y al tirar de la
piola se ha metido debajo de una chapa desclavada con los bordes negros y
mellados. La cabeza de un clavo asoma a través del papel.
Alejo permanece un rato apoyado contra la chimenea para acostumbrarse a la
altura. Desde allí se ve la cresta de los pinos un poco por debajo de sus pies,
detrás del camino, hasta el fondo, como el cauce seco de un río, la línea
inmóvil del alambrado que lo corta por el medio, el montecito de mimbre, una
mancha oscura claramente recortada contra el verde escuálido y polvoriento de la
tierra. Por el otro costado asoma parte del tanque y la cabeza del molino. Nunca
ha subido al molino, pero está seguro de que podría hacerlo si el viejo lo
dejara. Por ahora ni quiere oír hablar de eso. Alejo levanta un pie porque el
Calor de la chapa le cocina el pellejo.
No ve al Román, oculto por los árboles, pero oye su voz que grita algo en
dirección de la casa. Hay unos cuantos clavos que asoman la cabeza y una punta
de la cumbrera está levantada.
El Román silba ahora.
Alejo se encoge muy despacio y luego se recuesta de panza contra las chapas.
Están que pelan. En ese momento siente el golpeteo del vastago e inclusive el
zumbido de las aspas, como si un gran pájaro removiera las alas por encima de su
cabeza. El viento sacude el barrilete y si alarga un poco el brazo alcanza la
cola. Tendido en medio del techo siente crujir la casa y el chisporroteo
interior de las chapas. Tira de la cola y el barrilete se desprende con un
desgarrón. Podría volver ahora, pero en realidad ya no le interesa tanto el
barrilete y quisiera llegar hasta la cumbrera.
El molino se detiene en seco, pero al rato vuelve a empezar con más fuerza de
manera que cuando asoma la cabeza por encima de la cumbrera el viento le golpea
de lleno en la cara y los ruidos se pierden por completo. Ahora ve todo lo que
se puede ver de una manera clara y precisa, pero curiosamente no oye nada, como
no sea el viento. Alcanza a ver inclusive el trazo tembloroso de las vías que
reverbera en la mañana. Es algo que ha visto pocas veces aunque desde abajo y
según el viento oye el golpe oscuro de los vagones o el silbato de la locomotora
que describe un largo círculo en el borde de ese mundo imaginado. Abajo, chato y
como suspendido a ras del suelo, ve al abuelo. Se ha corrido en dirección de la
acacia, pero sigue bajo el sol. El molino gira cada vez con más fuerza si bien
el golpe no es tan intenso como abajo.
En ese momento brota una nubecita de polvo en la punta del camino, que se alarga
lentamente en dirección de la casa. Es su padre que vuelve. Tardará un rato en
llegar, pero de todas maneras conviene que baje.
Alejo levanta el barrilete y lo deja caer por encima de la cumbrera hacia el
patio. Luego comienza a gatear hacia atrás siguiendo la línea de clavos. En
realidad se hace más difícil bajar. De pronto uno se resbala y si no acierta con
la chimenea puede seguir hasta el suelo.
En la mitad, lejos de todo asidero, se pega bien a las chapas y recula muy
despacio tanteando los clavos con la punta de los pies. Las chapas huelen a orín
y se agitan por dentro. Clic, clic, traccc, clic... Un borde áspero lo retiene
de la camisa. Vuelve un poco hacia arriba y trata de desprenderse.
Entonces descubre aquel agujero casi pegado a un ojo. Se ha corrido de la línea
de clavos y está sencillamente en el aire. Es apenas más grueso que un clavo de
seis pulgadas aunque brilla de pronto como una gota de acero fundido. Alejo pega
la cara a la chapa pero no ve nada más que una mancha de bordes carcomidos y
borrosos.
Luego, como a través de un lente, la imagen se ajusta, los trazos se endurecen y
las sombras calzan en sus huecos. La mancha de luz es la franja de sol que
penetra por la puerta de la cocina. Al principio no ve más que eso y el gato
tieso en medio de la franja. Lentamente, a medida que la cocina se ahueca con
aquel resplandor amarillento, brotan de la penumbra la mesa de pino, el
aparador, la máquina de coser, la caja del carbón y, más cerca, los tirantes de
la armadura.
La cocina queda oculta por la campana pero el resplandor del fogón rebota
brevemente en el piso. Las cosas están quietas, naturalmente. Con todo, desde
esa perspectiva no sólo parecen distintas sino vivas, no en la medida de un
árbol, por ejemplo, sino casi de una persona. De cualquier forma es la primera
vez que las ve bajo esa luz. Su madre aparece en ese momento junto a la mesa.
No alcanza a ver su rostro, ya es difícil vérselo cuando uno está abajo porque
vive inclinada y además no mira o mira muy poco y si uno no ve los ojos pues
realmente no ve la cara, pero le basta con verla comba mansa de su espalda y el
perfil resignado de sus hombros para sentir a su madre toda entera. Acaba de
apoyar algo sobre la mesa y sus manos se mueven afanosamente. Sin embargo, antes
de volver a la cocina, levanta la cabeza y se abandona un momento.
Parece muy frágil y muy sola en ese instante y Alejo siente en la garganta un
pujo de vieja ternura. Recuerda o tal vez siente al mismo tiempo el cálido olor
de sus ropas y el roce blando de su piel.
Su madre desaparece debajo de la campana.
El bayo ladra plañideramente. "El viejo", piensa. Se había olvidado de él. Ha
ido al pueblo muy temprano, con la jardinera. Va una vez por semana y a veces
dos. Cada tanto lo lleva a él pero es inútil que se lo pida. Su madre lo lava,
lo peina, le pone el traje de franela, que ya le queda chico y además le pica,
le calza la gorra y lo besa. (Es raro, está pensando en su madre como si
estuviera lejos.)
Durante el camino su padre casi no habla o, mejor dicho, no habla nada porque no
puede decirse que hable porque le grite al caballo o putee por lo bajo a los
Amaga cuando pasa frente a su campo. Los Arriaga son unos lindos tipos y los
saludan alegremente pero tienen los ojos espesos y algo les da vuelta en la
cabeza. El hecho es que su padre no habla más que eso durante las cuatro leguas
de polvo que los separa del pueblo. Sin embargo, apenas asoman las primeras
casas a Alejo le golpea la cabeza y las cosas se agrandan y se abrillantan. Pues
ese mismo brillo tiene a veces su viejo a pesar de todo. Cuando piensa en el
pueblo no tiene más remedio que pensarlo a través de él, esto es con el viejo
por delante, y el pueblo tiene tanto brillo que al fin se lo pega.
Una sombra corta por el medio la franja de sol que entra por la puerta, y el
gato se hace a un lado. Su padre aparece debajo, en el extremo de la franja. El
sombrero le oculta la cara y la luz le brota debajo de las botas. Arroja el
sombrero sobre la mesa y se sienta. Permanece un rato inmóvil con la cabeza
volteada sobre el pecho.
De pronto, en ese momento de inmovilidad teñido por aquella floja luz de otoño,
su padre tiene el mismo aire desdichado del abuelo. Sí, es eso lo que ha visto
últimamente sólo que desde abajo no lo podía ver tal como ahora porque su padre,
alto y cejijunto, le infundía una especie de temor. Ahora, en cambio, aparece
realmente viejo y como abandonado en medio de un desierto. Su madre está
igualmente sola pero la alumbra una llama interior, a pesar del aspecto débil y
encogido que tiene. El viejo, por el contrario, ha comenzado a secarse como el
abuelo.
Alejo levanta la vista y contempla un instante la rueda del molino que zumba
alegremente. Piensa en su padre tal como ha sido hasta ahora, un árbol firme,
alto y silencioso.
La voz áspera de su padre rebota en el hueco de la casa. Habla con su madre, por
lo visto, aunque más bien parece que no se dirigiera a nadie en particular, o en
todo caso al aparador que tiene justo adelante. No entiende lo que dice, por
supuesto, pero es su voz. Suena monótona y exasperada y luego de golpear la mesa
con el puño termina en un grito.
Ahora mira hacia su madre, con el rostro contraído. Solamente ve las manos de su
madre, firmemente entrelazadas. Luego alarga un brazo hacia su padre, que lo
aparta con brus quedad y vuelve a golpear la mesa con el puño. Sobre la voz de
su padre que resuena oscuramente en la casa, oye una palabra que otra de su
madre. Oye el sonido, mejor dicho, porque sigue sin entender nada. Alejo apoya
la oreja contra la chapa y lo que oye realmente es casi un llanto.
Su padre ha callado, por fin, y comprende que no volverá a hablar. Arma
nerviosamente un cigarrillo, lo enciende y fuma con la mirada clavada en el
aparador, que ahora parece todavía más grande y más vivo. Sobre el techo del
aparador está el fusil de madera que le talló el Román y que creía perdido hace
tiempo. Su padre se pone de pie, aplasta el cigarrillo con la bota sale con la
cabeza gacha sobre la franja de luz, que lo enciende todo entero antes de
desaparecer.
El molino ha dejado de zumbar. Oye la voz del Román que azuza a los caballos.
¡Va, va!...
La voz del Román es fuerte y llena, como un tazón de leche caliente. Ésa es la
imagen, aunque no tenga nada que ver una cosa con otra.
La casa, abajo, está ahora vacía y silenciosa y parece que respirara igual que
un animal dormido. La luz se ha corrido basta la mesa y enciende las patas del
aparador. > Alejo aplasta el ojo contra la chapa y trata de ver debajo de la
campana. Su madre está sentada en la punta oscura de la mesa, quieta o dormida
ella también. Alejo siente deseos de meter el brazo por el agujero y apoyar la
mano en su espalda, sólo que el agujero es muy pequeño aunque de pronto quepa
tanto dentro de él.
El sol cae a plomo sobre la casa y las chapas vibran ligeramente. A Alejo le
arde el cuello y le zumban los oídos. Se vuelve un rato de espaldas y contempla
el cielo que es simplemente una gran mancha de luz con un boquete de fuego en el
atedio. Al principio sólo ve puntos de luz que saltan de un lado a otro y luego
la silueta furtiva de un chimango que planea en lo alto. Los ojos le arden y la
piel se le estira alrededor de ellos pero sin embargo ve cada vez mejor. En
cierta forma la luz está ahora dentro de él, la luz y el pájaro solitario. Por
momentos se ve a sí mismo tendido en cruz sobre las chapas calcinadas y el campo
inmenso y las cosas inmóviles sumergidas en aquella espesa claridad.
-¡Va, va!... -grita el Román.
El pájaro se borra al pasar frente al sol.
Alguien golpea las manos en el patio. Es el abuelo que llama a su madre para que
lo saque de allí. Algo después se tiente el chirrido de las ruedas que se mete
debajo de la casa.
El pájaro reaparece en el borde de sus ojos.
Alejo se vuelve y trata de mirar a través del agujero pero no ve absolutamente
nada, tan sólo esponjosas manchas de luz que se derraman en el hueco de sus ojos
y cambian lentamente de forma y color. Se cubre la cara con las manos y al rato
vuelve a mirar.
El abuelo está allá abajo en su silla, entre el aparador y la mesa. Alejo se
sentó una vez en ella y la echó a andar, pero no pudo aguantar mucho tiempo el
olor del abuelo. Además, aunque el viejo no esté metido en ella, se le parece
demasiado. Es una vulgar silla de madera a la que su padre le adaptó el par de
ruedas de una segadora y un par de rulemanes detrás. Por eso mete tanto ruido
cuando se mueve.
Alejo oye la voz de su madre en el patio y, algo después, la voz de la Tere que
le responde desde la huerta, detrás del galpón.
El abuelo se pone trabajosamente de pie y permanece un momento junto a la silla
hamacándose sobre sus piernas. Alejo lo mira con sorpresa porque creía que no
era capaz de hacerlo por sí solo. Luego comienza a moverse, es decir, a caminar,
aunque no parezca exactamente eso. Se bambolea sobre las piernas, tiesas como
dos estacas, girando un poco de lado cada vez que adelanta una de ellas. Como de
todas maneras avanza, se puede decir igualmente que camina. Por fin llega junto
al aparador, abre una de las puertas de arriba y mirando de lado, hacia la
entrada, hurga dentro con mano ávida. Saca una botella, la descorcha con los
dientes y bebe un buen trago. Luego se recuesta contra el aparador, tose y se
sacude todo entero y bebe otro trago. Alejo no ve bien pero cree reconocer una
botella que ha visto a menudo en manos de su padre.
Generalmente después de las comidas se sirve un vasito. Un vasito él y otro el
Román. Su padre chasquea la lengua, se anima un poco y recién entonces se le
suelta la lengua. El Román no necesita de eso porque es charlatán y animoso de
por sí pero los ojos se le encienden como " dos brasas y se le arrebata la cara.
Su madre le ha dicho una vez que se trata de cierta medicina y en ese caso él no
comprende qué le puede estar pasando al Román, por lo menos. Tampoco comprende
por qué no la bebe el abuelo, que es el que más la necesita, y al mismo tiempo
comprende por qué la bebe ahora, sólo que le haría falta un frasco cada día.
El abuelo vuelve la botella al aparador y voleando siempre las piernas da toda
una vuelta alrededor de la mesa. Tarda mucho en hacerlo y se detiene cada tanto,
tosiendo y golpeándose el pecho con un puño. De pronto levanta la cabeza y
aquellos dos espejuelos ciegos y relucientes le apuntan directamente. No sabe si
el abuelo tan sólo mira el techo o acaso lo mira a él. Aguanta la respiración y
tapa el agujero con una mano.
Oye la voz de su madre que lo llama desde el patio.
-¡Alejo! ¡Alejo!
Quita la mano. El abuelo está de nuevo en la silla como si nunca se hubiera
movido de allí.
-¡Aleeejo!
La voz de su madre rebota en la casa y se pierde hacia arriba, en el viento,
pero él no puede responderle.
-Sí, ma..., dice de todas maneras, por lo bajo.
Pero es como si la voz de su madre sonara muy lejos, en otro tiempo, y él fuera
ahora grande y solitario como su padre.
El Román canturrea en el patio mientras se lava debajo de la bomba. Su padre
está sentado en la punta de la mesa con la expresión de siempre. Por más que lo
mire Alejo no descubre en él ningún rastro del hombre que viera hace apenas un
rato desde arriba. En realidad, todo, no sólo su padre está igual que antes. Es
como si las cosas se hubieran cerrado, por así decir. Su madre se mueve junto a
la cocina, la Tere aguarda a un lado con la sopera en las manos y el abuelo
golpea con la cuchara sobre el brazo de la silla.
La voz del Román se interrumpe.
Alejo mira hacia el techo pero apenas distingue el trazo oscuro de los primeros
tirantes.
La voz del Román se aproxima hacia la puerta. Su sombra se derrama velozmente
sobre la mesa, se vuelca sobre el piso y se quiebra contra la cocina. Le
zamarrea el pelo al pasar y se sienta a la derecha de su padre. El aire parece
animarse cuando él entra en la cocina.
Alejo recuerda todavía el día en que apareció en la punta del camino, un año
atrás. Había comenzado el otoño, justamente. Los árboles se estaban pelando y
dejaban ver el camino hasta la primera vuelta, detrás del montecito de mimbre.
Para Alejo era como si empezara ahí realmente.
El Román apareció empujado por una nubecita de polvo. En el primer momento creyó
que iba a pasar de largo, mejor dicho, pasó de largo y al rato volvió hacia
atrás, miró la casa y cruzó el alambrado. En aquel tiempo el perro bayo estaba
sano, igual que el abuelo, y apenas lo vio se le fue encima pero él siguió
caminando. Cuando pasó junto al primer corral el perro le trotaba al lado.
El Román habló con su padre y mientras hablaba lo miró y le sonrió. Tenía la
ropa cubierta de polvo y la tierra se le pegaba a la cara.
Así llegó el Román. Brotó una tarde del camino como si el polvo y la tierra lo
hubieran amasado y estuviera hecho con la misma sustancia del camino. No es sólo
una imagen sino que verdaderamente se le parecía. Era seguro, alegre y solitario
como él.
Alejo se sentaba a veces a la orilla del camino y al rato sentía toda la gente y
los pueblos que estaban sobre él. Algo por el estilo le sucedía con el Román. Su
padre, en cambio, terminaba en la espalda, igual que los otros, si se entiende
esto. Pensándolo mejor, ahora que lo tenía al lado, el Román era el tínico de
ellos que no había cambiado mirándolo desde arriba.
El patio brilla intensamente a través de la puerta. Alcanza a ver las copas
borrosas de los árboles pero más abajo desaparecen en la luz que brota del
suelo. No hay una gota de viento y la claridad se inflama y termina de borrar
los árboles. Cuando se vuelve, la cocina se ahueca con un resplandor
amarillento. Su padre se aleja hacia el extremo de la mesa pero reaparece al
cabo de un rato en el mismo lugar.
Los platos de sopa humean sobre la mesa. El abuelo corta trocitos de galleta y
los echa dentro del plato. Cuando estaba J"en le agregaba un chorrito de vino y
si por él fuera lo seguiría haciendo. Inclina la cabeza sobre el plato y come
con avidez soplando después de cada sorbo. Su madre le espanta las moscas con el
repasador y él a su vez espanta a su madre alargando un brazo, sin dejar de
comer y soplar.
Su padre golpea el vaso con el canto del cuchillo y la Tere, que estaba por
sentarse, va hasta el aparador y trae la botella de vino.
-Alejo, no te llenes de pan -dice la voz de su madre desde el rincón del abuelo.
Alejo deja la galleta, mira a su madre y empuña la cuchara.
El Román lo mira divertido y le arroja una miga.
-¿Qué tal te fue con el barrilete?
Piensa un rato y dice:
-Se ensartó en una rama.
El Román menea la cabeza.
-Hay que esperar que el viento se afirme.
Su padre, que ha terminado con la sopa, chasquea la lengua y llena los vasos de
vino. Bebe la mitad del suyo de un trago y al rato se le afloja la cara.
Comienza a hablar con el Román sobre la siembra de forrajeras, que es lo que
tienen entre manos. Hace días que está con eso pero todavía sigue dudando entre
el sudan grass dulce y di pasto llorón. En realidad no duda nada porque su padre
decide las cosas de una vez, pero de cualquier forma le gusta darle vueltas al
asunto. El Román mueve la cabeza, arquea las cejas y de vez en cuando suelta una
palabra.
Alejo alarga el brazo hacia la jarra de agua y mira hacia el techo. Tampoco así
alcanza a ver el boquetito. Está entre las dos primeras viguetas, casi sobre su
padre. Piensa cómo se verá aquello desde arriba pero sencillamente ve a otra
gente. Están quietos y silenciosos y como apartados en medio de esa claridad
cenagosa que brota del suelo. Su padre, con la cabeza volteada sobre el pecho,
parece el más solo de todos.
La Tere canta algo que no alcanza a oír. Solamente ve el movimiento de su boca y
por la expresión debe ser un canto más bien triste. Su madre escucha de pie al
borde de la franja de luz que entra por la puerta. Alejo siente sobre su pecho
el peso leve de aquella espalda pero su madre está lejos y él no puede hacer
nada para llamar su atención.
El Román está igualmente inmóvil y desde arriba no alcanza a ver la expresión de
su rostro, pero a esa imagen quieta y doblegada se superpone aquel rostro
polvoriento que le sonríe como el primer día y de pronto ve el camino que se
alarga en la distancia sobre un reverbero de luz. Y siente el viento que se
enrosca alrededor de su cabeza y el golpeteo del molino y desde la mancha que
palpita muy alto en el cielo se descuelga lentamente aquel pájaro solitario. El
sol lo deslumbra, pero luego no es el sol sino los ojos crueles y vacíos del
abuelo que le apuntan brevemente.
El repique del tren sobre las vías brota muy lejos, en un punto impreciso a sus
espaldas, y crece rápidamente hacia el centro de su cabeza. Llena el vaso de
agua. Cuando levanta la vista tropieza con la mirada de su padre que lo observa
con alguna atención.
El ruido describe un gran semicírculo. Los hombres han dejado de hablar. Su
padre saca el reloj del bolsillo y observa la hora. El ruido se ahueca
bruscamente. El tren está atravesando el puente.
Alejo ha ido un par de veces hasta las vías, una legua al norte. Cuando el
viento sopla de ahí el tren se oye mucho más cerca, naturalmente. Ninguna de las
veces vio pasar el tren. Sin embargo, apoyando una oreja sobre las vías se
siente un ruido parecido. Zumban y se agitan por dentro y hasta le parece oír un
montón de voces que se atropellan a lo lejos.
El ruido se pierde con un último rebote en dirección al pueblo. Cuando pasa de
largo por la estación vuelve a oírse un breve y lejano repiqueteo.
Terminan de comer y la Tere trae la medicina que su padre guarda en el aparador.
El viejo llena dos copitas hasta el borde, bebe un trago, entrecierra los ojos y
se queda como esperando que le suceda algo.
Los anteojos del abuelo brillan furtivamente en el rincón.
El viejo bebe otro trago y estirándose en la silla vuelve a hablar sobre el
asunto de las forrajeras.
El sol está exactamente sobre la casa. Alejo ha tratado de mirarlo una vez pero
ha sido como si saltara disparado por el aire. Los ojos se le ahuecaron como dos
cavernas por las que ambulaban opacas antorchas que cambiaban de formas. El sol
es lo único vivo en este momento porque lo demás aparece seco y desolado, sin
bordes ni sombras.
Su padre está echado debajo del aromo con el sombrero volteado sobre la frente.
El aromo ha perdido las flores y el brillo. Parece el plumaje hinchado y
polvoriento de un pavo. Una mancha de luz resbala lentamente por el cuerpo de su
padre.
" Detrás de los pinos el campo se borra en el aire encendido. El montecito de
mimbre llamea un instante y por fin desaparece consumido por ese fuego que baja
del cielo. Muy lejos brotan como disparos unos destellos que cambian de lugar.
Alejo levanta un brazo y un breve chorro de sombra se descuelga sobre las
chapas. Luego el brazo se abrillanta y comienza a borrarse él también. Alejo
cierra los ojos y apoya la frente sobre las manos cruzadas, de espaldas al sol.
La silla del abuelo se mueve debajo. El ruido se detiene un momento y luego se
hace más áspero y continuo. Está atravesando el patio. Atraviesa el patio en
dirección del galpón. El viejo se mete allí hasta que pasa la resolana. El
galpón es caliente pero si se abren los portones de cada lado el poco viento que
anda suelto se cuela por ahí. El viejo dormita entre los aperos y fardos de
pasto.
La voz de la Tere rebota en la cavidad de la casa. Canta la misma canción de
siempre. Alejo no entiende qué gusto puede encontrar en eso. Es simplemente un
ruido, aunque hay ruidos, como el del molino, que se parecen a un canto.
Ahora que recuerda, su padre, en otro tiempo, también tenía un canto. Algo muy
simple, sobre la guardia civil. Lo había olvidado. Mejor dicho, recién ahora lo
recuerda. Antes, de alguna manera no había olvido porque no había pasado. Ahora,
de pronto, su padre tiene una historia, y las cosas también. Su padre cantaba en
otro tiempo, eso es. "Yo me voy, yo me voy... a la guardia civil". No tan
seguido ni por cualquier cosa como la Tere, es decir, por nada, sino cuando se
sentaba en la galería al caer la tarde o cuando se poma a sobar las botas con
aceite castor, debajo del mismo aromo donde está echado ahora. ¿Qué sería eso de
la guardia civil?
A medida que recuerda ese tiempo, sin levantar la cabeza ni abrir los ojos,
Alejo vuelve a ver la misma casa y el mismo campo sólo que bajo otra luz. El
molino voltea la tarde, la cerca luce recién encalada, el perro bayo arrastra
una bolsa vacía de una punta a otra del patio, su madre está sentada en el
sillón de mimbre con la costura en la mano, la Tere pela un manojo de arvejas
junto a la bomba. Ellos están en medio de esa luz que no ciega, ni adormece,
mientras a lo lejos, exactamente sobre las vías, el cielo comienza a
oscurecerse. Un pájaro tardío vuela; muy alto, por encima de los pinos. Su madre
levanta la cabeza y le sonríe. ¿Cómo pudo olvidar todo eso?...
El molino se sacude sobre su cabeza, el montecito de mimbre reaparece
brevemente, una nubecita de polvo se desprende del camino y, mucho más lejos,
siguiendo el trazo del viento, se sacuden esos reverberos que flotan en el
horizonte.
Su madre atraviesa el patio con el pañuelo atado a la cabeza y el balde con los
restos de la comida. La figura, neta y sin relieve, desaparece detrás del
galpón.
Hacia el este, casi sobre la tierra, hay un par de nubes.
El canturreo de la Tere se interrumpe y al rato Alejo oye una risa sofocada que
viene desde abajo.
Esta vez tarda un poco en acomodar el ojo a la penumbra de la cocina. Al
principio distingue nada más que los trazos oscuros de los tirantes y unas
roscas de luz que se inflaman hasta cambiar de color. Cuelgan blandamente entre
los tirantes como guirnaldas de niebla. Se comprimen, se superponen y por último
se funden en un tremendo ojo grumoso con los bordes agrietados. Al rato, la
mancha se disuelve y la cosas aparecen claras y precisas. La mesa, una pila de
platos sobre la mesa, el aparador, algo más oscuro y corpulento, el rifle de
madera, la máquina de coser con el gato tendido a un costado, la caja de carbón,
el farol de viento que cuelga de un clavo en la pared. La franja de sol ha
desaparecido pero en cambio envuelve a todas las cosas una Opaca y difusa
claridad.
El cuerpo de la Tere asoma por el borde, en una perspectiva confusa. Tan sólo la
nuca y la espalda, aunque él sabe muy bien que es la Tere. Se apoya en la mesa,
apretando el canto con las manos. Luego el cuerpo se inclina otro poco y el
rostro arrebolado de la Tere se vuelve hacia arriba, con los ojos entrecerrados.
Alejo no entiende al principio. Hay una mano que le acaricia el cuerpo y una
cabeza que se encima a aquel rostro y por ultimo una espalda ancha y dura que la
oculta. No entiende, de cualquier forma.
La cabeza se aparta bruscamente y permanece un segundo vuelta hacia la puerta.
Ahora no hay nadie en el boquete, nada más que las cosas y al rato una mano
breve que entra por el borde y posa un plato encima de la pila. La voz de la
Tere canturrea otra vez.
Alejo alza la vista y ve a su madre que se aproxima a la casa por el medio del
patio.
Las nubes están sobre las vías. La mancha de sol trepa por el pecho de su padre.
Un borde de sombras cuelga ahora de las cosas, que comienzan a crecer y a
animarse.
Alejo alcanza a ver la figura del Román que desaparece detrás de los árboles,
por el lado del galpón.
Otro golpe de viento sacude el molino, al segundo se agita el montecito de
mimbre y algo después se remonta una nube de polvo en la punta del camino. El
montecito es ahora un vellón amarillento con los bordes encendidos. La sombra de
una nube atraviesa el campo velozmente, entre el montecito y las vías.
Acaba de ver a la Tere en la misma dirección.
El molino se afirma y una nube de polvo más grande que las otras borra el
camino.
El hombre vino en mitad de la tarde y se metió en la casa con su padre. El
hombre se sentó a la mesa y su padre sacó la botella del aparador. Alejo no
podía verle el rostro porque estaba casi debajo suyo y tenía el chambergo
puesto. Ni siquiera se lo quitó para saludar a su madre.
Su padre habló casi todo el tiempo y el tipo escuchaba. Su padre tenía una
expresión ansiosa y de vez en cuando se fregaba la cara, lo cual es una mala
señal.
El tipo levantó el rostro una vez. Alejo se había puesto a escarbar el boquete y
un chorrito de basura cayó sobre la mesa. Entonces el tipo miró hacia arriba.
Su padre seguía hablando.
El tipo habló a su vez, por fin. Se inclinó sobre la mesa y dijo poca cosa
porque en seguida se levantó y salió de la casa. Su padre lo siguió fregándose
la cara.
El tipo se ha ido ahora. El sulky trota sobre el camino, en dirección al pueblo.
En realidad, no ve el sulky sino el montón de polvo que levanta. La luz del
camino es todavía firme pero la tierra se desvanece hacia el este.
Su padre sigue apoyado en la tranquera. Hace un rato que está ahí.
Del otro lado, al oeste, la punta de los árboles relumbran como un cacharro de
bronce. De pronto los árboles se inflaman y desaparecen. Un molino solitario se
agranda de golpe y se recuesta a lo largo del campo. Los postes y los alambrados
cambian de lugar.
Su padre vuelve lentamente hacia la casa.
Para ese lado hay otro pueblo, que no conoce. Y luego otro y otro. Así debe ser.
Ahora el día está sobre ellos mientras aquí entra la noche. ¿Qué tal serán esos
pueblos? Él trata de imaginarlos pero simplemente cambia de lugar las casas del
único que conoce.
Arriba, justo sobre su cabeza, el cielo es muy claro, leve y profundo. Más abajo
se oscurece y se comba. Hay un gran silencio. Mejor dicho, de la tierra brotan
toda clase de rumores, como si respirara, pero de cualquier forma se parece a un
gran silencio.
Todavía hay polvo sobre el camino pero el sulky ha desaparecido por el lado de
los Amaga.
Su padre ha desaparecido también.
Ahora no hay viento. Solamente el aliento húmedo de la noche que llega desde el
este.
Alejo se sienta en la cumbrera. La casa, desde abajo, es un bulto de sombras de
manera que nadie alcanza a ver lo que hay allá arriba. Él mismo ya no ve las
cosas con claridad.
La voz de la Tere suena en alguna parte, muy débil.
Más allá del patio tiene que imaginarse el resto. En ese momento el patio
aparece iluminado por esa misma quieta y melancólica claridad que tiene en su
recuerdo.
Por un instante la cerca se endereza y se blanquea, su padre se instala bajo el
aromo, su madre aparece sentada en el sillón de mimbre con la costura en la mano
y la Tere limpia la verdura junto a la bomba. Su padre soba las botas de cuero y
silba.
Alejo se quita los zapatos, se para con cuidado y echando un pie delante del
otro comienza a caminar a lo largo de la cumbrera con los brazos en cruz. Cerca
de la punta se detiene y observa a su padre. Su madre y la Tere levantan los
ojos y le sonríen animosamente. Su padre lo ha visto también pero sigue silbando
como si tal cosa.
Alejo se siente liviano como un pájaro. Sonríe a su vez y agita una mano.
Entonces resbala y cae. Cierra los ojos y se pega a las chapas y cuando termina
de resbalar se queda quieto un buen rato. Después vuelve a trepar hasta la
cumbrera y se calza los zapatos.
En realidad, el patio está vacío. Gastado y vacío.
La luz en lo alto se reduce cada vez más. Abajo simplemente es de noche. Todavía
queda una nube morada sobre el horizonte pero el resto es oscuridad y silencio.
Una vara de luz brota repentinamente del boquete y un trazo amarillento asoma
por debajo de la casa, sobre el patio oscurecido. Alguien acaba de encender el
sol de noche.
Alejo arrima un ojo a la chapa.
Su padre y el Román están sentados a la mesa. El abuelo espera en el rincón con
la cuchara en la mano. Los tres aguardan en silencio blanqueados por la luz que
derrama sobre ellos el sol de noche.
Entonces oye la voz de su madre en el patio.
- ¡Alejo!
Una sombra borra en parte el rectángulo de luz que atraviesa el patio hasta el
pie de la bomba.
- ¡Aleejo!
-Sí, má -dice Alejo por lo bajo.
Su madre no lo puede oír, naturalmente. Su madre camina en las sombras y lo
llama y él dice, o lo piensa, "sí, ma" pero es inútil. Nunca más podrá oírlo.
La sombra desaparece del patio. Los platos de sopa humean sobre la mesa. Hay un
plato frente a la silla vacía de Alejo.
La Tere coloca la botella de vino al alcance de su padre, que sigue sin moverse.
Ahora están todos sentados a la mesa, debajo de la luz que los cubre y los
aparta.
Su padre llena los vasos y bebe un trago.
Parecen haberlo olvidado. Más bien parece que nunca hubiese vivido entre ellos.
Un buen día me hice un vago. Así como lo oyen. No sé cuándo empezó pero aquí me
tienen, tumbado a un costado del camino esperando que pase un camión y me lleve
a cualquier parte. Ustedes deben haber visto un tipo de esos desde la ventanilla
de un ómnibus o del tren. Pues yo soy uno de esos exactamente y puedo
asegurarles que me siento muy a gusto. Cualquiera de ustedes dirian que
solamente al último de los hombres se le puede ocurrir tal cosa. Soy el último
de los hombres. También eso. Lo que posiblemente a nadie se le pase por la
cabeza es que alguien pueda ser feliz justamente siendo el último de los
hombres. Ni siquiera a mí mismo se me hubiera ocurrido hace un tiempo, cuando,
dentro de mis alcances, luchaba con todas mis fuerzas para estar entre los
primeros. Pero no es eso lo que quiero decir, al menos por ahora.
Me preguntaba sencillamente cuándo empezó. Éste es un hábito que me queda de la
otra vida, es decir, la vida de ustedes porque qué puede importarle a un
verdadero vago cómo y cuándo empezó cualquier cosa. El día que se me quite esta
costumbre habré alcanzado la perfección pero comprenderán ustedes que no puedo
proponérmelo porque, ante todo, un vago no se propone nada, de manera que lo
mejor es dejar así las cosas.
Mezclando un asunto y otro, lo mismo me pregunté el día que, del brazo de
Margarita, mis manoseos en Parque Lezama, que entonces no tenía esas malditas
luces de mercurio que le alumbran a uno hasta el pensamiento, me encontré frente
a un cura. Tal vez la cosa empezó ahí. No quiero decir que me tomara
desprevenido pero de cualquier forma con el tiempo pareció que había sido así.
Entonces me estaba preguntando cómo y cuándo fue que empezó aquella vida de
perro. No es que hubiese dejado de querer a Margarita.
Supongo que tampoco ella había dejado de quererme, a su manera. Pero justamente
era esa podrida manera lo que me tenía desconcertado. Bastara que yo dijera
blanco para que ella dijera negro. De saberlo un poco antes yo también habría
dicho negro aunque estoy seguro de que eso tampoco habría servido para nada
porque lo más probable es que entonces ella hubiese dicho blanco. Así era
Margarita y no le guardo rencor.
Quiero que comprendan esto. No le guardo rencor a Margarita ni a toda esa puta
vida, como se dice vulgarmente y para abreviar. En ese caso no sería un
verdadero vago, si bien tampoco lo soy del todo, aunque por otro motivo, como
queda dicho.
¿Me creerán ustedes si les digo que, a pesar de todo, conservo muy buenos
recuerdos de aquel tiempo? Yo era feliz, también a mi manera, y si aquello
terminó es porque no podía pasar otra cosa. Quiero decir que mis pies apuntaban
en una dirección y los de ella en otra y la tristeza habría sido seguir juntos
cuando cada uno tenía su camino por delante. En cuanto a ella, es posible que a
estas horas esté maldiciendo al tipo aquel que se le cruzó un día en el camino,
lo cual es muy propio de Margarita. Si dejara de hacerlo pues simplemente
dejaría de ser Margarita. Eso es lo que trato de decir. Cada uno es una flecha
lanzada en una dirección y no hay como dejarse llevar para acertar en el blanco,
cualquiera sea.
Hablando con estricta justicia más bien fue Margarita la que se me cruzó en mi
camino y no yo en el de ella. Sin embargo, estoy dispuesto a reconocer que fue
una simple coincidencia. Por coincidencia tomábamos el 48 a la misma hora, por
coincidencia bajábamos en la misma esquina y, supongo que por coincidencia, un
día me atravesó una de sus piernas entre las mías. En fin, otro día la acompañé
hasta la casa y por coincidencia estaba el viejo en la puerta. Cuando quise
acordarme estaba adentro tomando una copita de anís y hablando de la decadencia
de las costumbres, un tema, como se ve, que puede terminar en cualquier cosa. En
aquel tiempo yo era hincha furioso de Estudiantes de La Plata, cosa que todavía
hoy no me explico. Los domingos iba a la cancha con toda la bosta en el
camioncito de los hermanos Antonelli. La bosta fue lo que dijo Margarita el
primer domingo después de casados que traté de ir a la cancha. Jugaban
Estudiantes y Chacarita, lo recuerdo aunque no viene al caso. Hasta entonces la
bosta habían sido "los muchachos", cariñosamente. Inclusive llegó a tejerme una
bufanda con los colores de Estudiantes. Esto es lo que se dice astucia femenina
pero yo digo simplemente la vida.
Dije adiós a la bosta y me puse a trabajar como un condenado a trabajos
forzados. Soy un tipo optimista por naturaleza, como ustedes habrán visto, de
manera que con el tiempo hasta a eso le encontré el gusto. Los demás tipos, es
decir, la verdadera bosta, gemían y crujían a mi alrededor. Yo en cambio pateaba
alegremente la calle primero vendiendo seguros de La Agrícola y después caminos,
esteras y carpetas de formio, coco y sisal. Los sábados me la pasaba cambiando
los muebles de lugar, tapando las manchas de humedad y escuchando en todo
momento los reproches y maldiciones de Margarita. Yo no escuchaba las palabras
sino simplemente la voz y por inexplicable que les parezca esto me ponía más
bien contento porque Margarita era algo vivo e intenso que me obligaba a tirar
para adelante cuando los demás hacía tiempo que estaban muertos.
Los domingos íbamos a comer a lo de los viejos y por la tarde veíamos la tele
hasta que se nos saltaban los ojos. He oído muchas cosas contra la tele pero yo
digo que es el mejor invento de la bosta. Por de pronto era la única manera de
callar a Margarita. Entonces la sentía más viva e intensa, sólo que en otro
sentido. Si no había manera de entendernos el resto de la semana en aquel
momento nuestros cuerpos se acercaban misteriosamente y éramos una sola y misma
cosa pendientes de aquel agujero en la pared. El agujero que digo era la tele,
como se comprende, y convendrán ustedes en que es una imagen bastante feliz. De
cualquier forma, ésa era la impresión. Bastaba con girar la perilla y entonces
se abría aquel boquete en el mísero departamento de la calle México, 5 piso "C",
al lado del ascensor, que no funcionaba la mitad de las veces, y el mundo se
derramaba alegremente por allí.
Ahora que lo pienso, tal vez la cosa empezó recién entonces. Yo me quitaba los
zapatos en la penumbra, me aflojaba el cinturón y al rato estaba en las islas
Marquesas, por ejemplo. Como dije las Marquesas pude haber dicho Hong Kong o
Miami o el fondo del mar. En un par de horas saltaba de un lado a otro e
inclusive de un tiempo a otro. Randall, Peter Gunn, Kentucky Jones, Maverick y
hasta Gorila Maguila me resultaban tan familiares como mi viejo o mi vieja, por
así decir, porque en realidad nunca entendí a mi vieja y apenas si conocí a mi
padre. Hablábamos de ellos con Margarita como si vivieran en la misma cuadra y
algunas veces les hablaba a ellos mismos, como si pudieran oírme. Opino que son
todos unos grandes tipos, los verdaderos grandes tipos que se necesitan y no
esos pelmas que salen en los diarios todos los días, y sinceramente me felicito
de que los domingos se asomaran por aquel agujero para hacernos ver las cosas
tal cual son.
En cuanto a los avisos, que para muchos resultan la cosa más estúpida del mundo,
nos divertían como locos. No sé qué sentido tiene pretender que nos echen un
discurso con citas de algún gran tipo para vendemos una pasta de afeitar o un
frasco de café instantáneo. Las cosas hay que tomarlas como son. Eso es lo que
siempre he dicho. Para nosotros, en cambio, aquello fue una verdadera
revelación. Yo,fpor lo menos, aprendí a apreciar las cosa recién entonces y hoy
me parece perfectamente natural que una lata de tomates le hable a una cacerola
a presión y que un reloj con voz de pito nos avise el momento de tomar tal o
cual pastilla para la digestión.
Quiero decir que las cosas están llenas de vida, o por lo menos muertas o vivas
en la medida que nosotros estamos muertos o vivos, y que mis zapatos tienen algo
que decirme con sólo que les preste un poco de atención. Que es lo que hago,
justamente, cuando no sé para dónde tirar el primer paso.
A Margarita le gustaba acompañar los jingles, mientras yo le hacía una especie
de contracanto, y por lo que recuerdo fue la única ocasión en que oí cantar a
Margarita. Por lo que a mí toca, muchas veces pateando la calle con las muestras
de aquellas benditas esteras y carpetas y el mundo que se ponía realmente negro
me bastaba con silbar una de esas musiquitas y el cielo se abría en alguna
parte.
En fin, que todo eso también terminó. Margarita le tomó fastidio a Mike Hammer
que, según ella, en el fondo era un fascista hijo de puta y a mí que se me dio
por defender al tipo como si fuera mi hermano. Total que un día, mientras
volaban los tiros de un lado a otro detrás del agujero, Margarita le zampó la
plancha justo en el medio. El televisor, es decir, el mundo saltó en mil pedazos
y al principio creí que uno de los tiros me había volado la cabeza. Herido como
estaba, tomé lo primero que encontré a mano, creo que uno de esos ceniceros
hechos con un pistón recortado, y se lo tiré a la cabeza con tan buena puntería
que cayó al suelo como si la hubiera tumbado un rayo. Todavía humeaba el
televisor y ya estaban allí los viejos, el administrador y un cabo de policía
con cara de patíbulo que parecía salido de la propia televisión.
Cuando volví de la 2a el administrador todavía estaba allí, o simplemente estaba
de nuevo allí. Es un detalle. Lo que me interesa señalar es que había llegado la
hora de que cada uno echara a andar para su lado, sólo que en ese momento no me
di cuenta. De todas maneras fue lo que pasó. La vida decide por uno las más de
las veces y todo lo que queda por hacer es preguntarse un tiempo después cómo y
cuándo empezó, lo que sea.
Por esos días, y ésta es otra señal, quebró el tipo de las esteras y quedé en la
calle, lo cual es un decir porque nunca había salido de ella. Las cosas iban tan
mal entonces que en lugar de amargarme más bien me alegré. Sea lo que fuere que
me reservara la vida nunca iba a ser peor de lo que había sido hasta entonces.
Cuando uno siente deseos de darse la cabeza contra la pared ése es el momento
preciso para las grandes cosas porque uno en realidad está tan limpio y vacío
como si acabara de nacer.
Claro que yo no pensé en eso. Eché mano de un par de diarios y en una página de
los clasificados topé con el siguiente aviso: "Joven emprendedor con experiencia
comercial para importante negocio". Allí estaba el destino. Me corté el pelo a
la americana, me puse un saco sport con cueritos y al rato estaba golpeando en
la puerta de una oficina en el segundo patio de una especie de gallinero en la
calle Lima y que a primera vista no tenía el aspecto de un negocio ni de otra
cosa importante sino más bien de una pocilga.
Me atendió un tipo parecido al de "Patrulla de caminos" que sin mirarme siquiera
dijo: "Usted es el hombre!" y se puso a hablar sobre el futuro, un futuro que no
sé muy bien a quién correspondía, en todo caso a la humanidad en general y como
tal proporcionalmente a mí también. Cualquier otro se habría dado cuenta de que
el tipo estaba medio chiflado, por no decir del todo.
En realidad eso me pareció a mí también pero en lugar de largarme como hubiera
hecho cualquiera de ustedes en su sano juicio ya que nada bueno podía salir de
allí, en el sentido de la bosta, me quedé escuchando al tipo tal vez por eso
mismo. Quiero decir que esta clase de chiflados son justamente la sal del mundo
sólo que la bosta se da cuenta demasiado tarde.
El tipo hablaba como un profeta. Nunca he oído hablar a un profeta, por
supuesto, pero me figuro que deben hacerlo así.
Según me pareció se trataba de fundar una sociedad nueva a partir de la venta de
lotes en mensualidades. Digo que me pareció porque, como siempre, yo más bien le
prestaba atención al sonido de la voz y al aspecto general del fulano. Tal vez
las cosas que decía no tuvieran mucho sentido pero igual era hermoso oírlas
porque en medio de toda la roña sencillamente había un tipo que creía en algo
distinto de lo que cree el resto de la bosta.
Cuando terminó el discurso sacó un plano que extendió sobre el piso y comenzó a
explicarme el aspecto más vulgar del asunto. Se trataba de unos lotes en San
Vicente con el pomposo título de Barrio Parque "La Esperanza". Según el tipo
aquélla era la tierra del futuro y estoy seguro de que estaba en lo cierto
porque, como decía mi viejo, si hay algo que tiene futuro es la tierra,
cualquiera sea. Solamente se trata de esperar el tiempo necesario. Lo digo aun
de esta tierra en la que estoy echado y que, por ahora, no es más que polvo y
silencio. Día vendrá. ..
¿Pero para qué hablar del día que vendrá? Es el estilo que me contagió el tipo.
Lo arreglaba todo con el día que vendrá.
Cuando le pregunté cuánto me tocaba en todo eso, no del futuro, se entiende,
sino de lo que pagarían por él me echó otro discurso. Yo lo miré a la cara y
comprendí en el acto que era el destino el que me hablaba a través de aquel
chiflado. De manera que tomé los planos, boletas y folletos que me dio y salí a
patear la calle como si esta vez tirara de mí una fuerza desconocida y cada paso
que diera de ahora en adelante fuese a abrir un camino entre la gente.
Al domingo siguiente fuimos a San Vicente en una "banadera" que cargamos con los
candidatos que habíamos juntado entre Requena y yo. Requena se llamaba el tipo.
La mitad de los candidatos iban porque no tenían nada que hacer y seguramente
habrían ido al mismo culo del mundo con tal de viajar de arriba. Antes de
partir, desde la plaza Congreso, Requena enarboló una especie de estandarte e
improvisó un breve discurso sobre el futuro, el día que vendrá y todas esas
cosas. Los tipos quedaron desconcertados y uno preguntó si detrás de eso no
estaban los comunistas. De cualquier forma subieron a la "banadera", Requena
colgó el estandarte de un costado y zarpamos alegremente hacia esa tierra de
promisión.
Aquello era un desierto. Me refiero a los terrenos. Sólo faltaba un par de
camellos y no me hubiera sorprendido que aparecieran en cualquier momento. La
mitad de los tipos ni siquiera quiso bajar a cambiar el agua. Yo vi tan pronto
como los otros que era un verdadero desierto y que lo seguiría siendo aún por
mucho tiempo pero el sur me tiró siempre y la tierra pelada y vacía me llena de
ansiedad, aunque no está bien dicho ansiedad, ni entusiasmo, ni ninguna otra
cosa de las que ustedes dicen en tales casos.
Es algo distinto. Yo sé que entre ustedes hay muchos que esperan el día, que
quisieran sacudirle un puntapié a la vieja o al jefe o al primer botón que se
les cruce en el camino y por eso me permito un consejo. No hagan nada de eso. No
lo van a hacer de todas maneras. Vengan y miren la tierra vacía, así como la veo
yo ahora, y tal vez las cosas les dejen de dar vueltas dentro de la cabeza y
echen a andar por su camino.
En ese sentido Requena tenía razón. Aquélla era la tierra del futuro, por lo
menos para mí. De manera que eché a andar detrás del estandarte sin importarme
un pito los tipos que quedaban en la "banadera". No tenían ni ojos, ni oídos.
Requena plantó el estandarte en medio del campo y se puso a hablar. El viento
traía y llevaba su voz y al rato nos pareció que hablaba la misma tierra. Así
era aquel tipo. Yo sé que estaba solo y que en el fondo le importaba muy poco de
nosotros porque sencillamente no necesitaba de nosotros ni de nadie y veía con
claridad dónde ponía los pies. Mientras hablaba empezamos a ver que brotaban de
la tierra casas, torres, fábricas, negocios, una estación del Roca, un
supermercado, dos escuelas, cuatro edificios en torre y un lago artificial.
Cuando terminó, los tipos siguieron haciendo cálculos y suposiciones por su
cuenta y al rato había una usina, un cuartel, dos hospitales, un matadero, un
frigorífico, un canal de televisión, un monumento a San Martín y por lo menos
cuatro Bancos. Vendimos 15 lotes en total. Tres mil quinientos en la mano y 24
cuotas de mil. En los meses que siguieron vendimos otros 30 pero llegó el
invierno y con las primeras lluvias un arroyito de esos que nunca faltan se
salió de madre y de la noche a la mañana el desierto se transformó en un lago,
casi en un mar interior. La policía tuvo que sacar en un bote a un tipo que
había levantado una casilla.
De la calle Lima nos mudamos a la calle Piedras. De Piedras a Bolívar. De
Bolívar a Golfarini, que en realidad es una calle que no existe. Su verdadero
nombre es Giuffra pero todo el mundo la conoce por Golfarini. Para Requena era
una cosa u otra según los casos. Golfarini cuando tenía que cobrar y Giuffra en
todos los demás. Les digo, de paso, que si quieren conocer una calle de la vida
vayan alguna vez por ahí.
A todo esto yo apenas si pisaba el departamento de México. Estaba todo el día en
la calle o en uno de esos desiertos que loteaba Requena, marcando calles o
clavando banderitas o plantando un letrero y atendiendo al mismo tiempo a los
tipos. Era una vida vagabunda. Sólo que yo no era un vago propiamente dicho sino
como un tipo perdido, hasta que tomara la medida justa de la tierra. Dormía en
cualquier parte y comía salteado. Eso puede desmoralizar a cualquiera, para mí,
en cambio, fue un gran aprendizaje. Uno duerme y come más de la cuenta.
No me voy a poner en moralista ahora. Precisamente estoy echado sobre la tierra
hace un par de horas sin hacer nada, como no sea pensar en esto que les digo.
Además aunque no estuviera tirado aquí tampoco haría nada. En el sentido de la
bosta, se entiende. De manera que soy el menos indicado para echarles un sermón,
aparte de que me importa un queso. Pero quiero poner las cosas en su lugar. Hay
que dejar que el cuerpo se maneje solo y no estarle todo el día encima. En ese
caso se vuelve un estorbo y nos planta cuando todavía nos quedan un par de cosas
por hacer. Eso fue lo que aprendí entonces. Cuando menos atención le prestaba
más liviano y alegre se volvía. Es justo el cuerpo que necesita un vago.
Las pocas veces que aparecía por mi casa (para llamarla de algún modo) entraba o
salía el administrador. Sigue siendo un detalle. Margarita había dado vuelta el
televisor contra la pared y no se habló más del asunto. En realidad tampoco
hablábamos de otra cosa. No parecía guardarme rencor sino que se mostraba más
bien solícita. Tal vez yo hubiera preferido que me regañara porque así me
resultaba casi una desconocida, pero no tiene importancia. Cenamos una vez en
casa del administrador y otra el tipo cenó en la nuestra. Ambos se interesaron
juiciosamente en mi nueva vida y, supongo que por casualidad, también ellos
hablaron del futuro. A cada rato nos mirábamos y sonreíamos. Dimos vuelta el
asunto de todos lados pero la verdad que no daba para mucho.
Lo de Requena tenía que terminar tarde o temprano, si es que iba a seguir mi
camino. Fue por la venta de unos lotes en Garín. Trescientos veinte fabulosos
lotes, 2a serie, barrio Los Tilos, sobre ruta pavimentada, 3 cuotas de anticipo
y posesión 3 cuotas más. Los tilos brillaban por su ausencia y la ruta
pavimentada era sólo un proyecto del año 34, pero de cualquier forma los lotes
eran muy buenos. En una sola tarde vendimos 54 lotes. Yo mismo compré uno de tan
entusiasmado que estaba con lo que decía. Y eso fue lo que me salvó. Los lotes
eran buenos, como dije, pero resulta que ya habían sido vendidos en un loteo
anterior. Cuando cayó la taquería estaba solo en la oficina y me salvé por un
pelo porque, perdido por perdido, les mostré la boleta y les dije que era uno de
los candidatos.
No sé qué se habrá hecho de Requena pero donde quiera que esté allá va la vida.
Era un gran tipo, a pesar de todo, y estaba vivo de la cabeza a los pies. Al
principio, después que me largué solo, si alguna vez me sentía descorazonado
pensaba en Requena y las cosas volvían a sonreír. Yo sé que debe estar en alguna
parte sobre esta misma tierra hablando sobre el futuro y el día que vendrá y
espero toparme con él un día de éstos, en la primera vuelta del camino.
Había llegado mi momento. Con la poca plata que pude arañar en los bolsillos me
compré una bicicleta de paseo. Ustedes se preguntarán qué tiene que ver en esto
una bicicleta. Si quena largarme todo lo que debía hacer era tomar el primer
camino que se me pusiera por delante.
Tienen razón. Sin embargo todavía estaba lleno de dudas y vacilaciones, es
decir, en el fondo aún tomaba en cuenta a la bosta. De manera que me compré una
bicicleta, como digo, le reforcé el cuadro, le alargué el portaequipaje, me
conseguí un equipo de boyscout, me saqué una foto e hice imprimir un centenar de
hojas en las cuales anunciaba mis propósitos, daba una serie de detalles sobre
la bicicleta, fijaba metas y objetivos, recomendaba el uso de gomas Pirelli, por
lo cual me habían pagado unos pesos, y terminaba con un par de consejos que
saqué de un libro titulado La mansedumbre de las flores que me había regalado
Margarita cuando andábamos de novios, seguramente para impresionarme.
Cuando estuve listo le anuncié mis proyectos a Margarita para ver la cara que
ponía.
Contra lo que esperaba, le pareció la mejor idea que había tenido en toda mi
vida. Entre ella y el administrador me ayudaron a terminar lo que faltaba, me
proveyeron de vituallas y dinero, me sugirieron rutas prolongadas y desconocidas
y, por fin, una neblinosa mañana de abril me despidieron junto con un grupito de
curiosos que se había reunido en la vereda. Di una vuelta a la manzana seguido
por un par de chicos y cuando pasé frente a la casa Margarita ya había
desaparecido. Levanté una mano de cualquier forma y dije adiós a aquella vida.
No voy a contarles los pormenores del viaje pero, en general, la pasé bien y
todavía le estaría dando a los pedales si no fuese que estaba hecho para otra
cosa. Es necesario que entiendan esto. Tengo en un gran concepto a los
andarines, exploradores, raidistas y demás gente por el estilo, pero un vago es
otra cosa. No establezco comparaciones. Son algo distinto, simplemente. Desde
afuera parece todo lo contrario. Por eso comencé yo en esa forma, porque veía
las cosas desde afuera.
Por un tiempo me encontré a gusto con aquella vida. La gente me trataba bien. No
me tomaba muy en serio pero estoy seguro de que más de uno habría cambiado su
maldita jaula por mi bicicleta Alpina. A ése le digo que todavía está a tiempo.
Allá iba yo silbando y pedaleando y el mundo tiraba de mí alegremente. Hasta que
un día la verdad me golpeó en la cabeza, así de rápido y simple. Y fue el día
que vi un verdadero vago tumbado al costado del camino. Estaba echado así como
yo en este momento y aunque seguramente era la única persona que veía en mucho
tiempo no se le movió un pelo cuando pasé junto a él arrastrando una nube de
polvo. Sin embargo me bastó mirarlo a los ojos y comprendí en el acto. Yo iba de
un punto a otro, él sencillamente estaba tumbado en el centro del mundo. Quiero
decir que para mí las cosas se resolvían en distancias, estaban más o menos
lejos y yo más o menos cerca, pero por mucho que me moviera no iban a cambiar
demasiado.
No pretendo que me comprendan, pero con sólo que hagan un esfuerzo sabrán lo que
digo. Algunos, por supuesto. Los que todavía están vivos pero con el agua al
cuello.
Vendí la bicicleta en el primer pueblo que me salió al paso y volví al camino
nada más que con lo que tenía puesto. Desde ahí arranca mi verdadera historia
porque en cierta forma acababa de nacer. No les voy a contar esa historia porque
sólo tiene sentido para un vago.
Veo una nube de polvo en la punta del camino. Debe ser un camión.
Solamente les digo esto. No tengo nada, de manera que tampoco tengo de qué
preocuparme, lo poco que recuerdo, en los términos de ustedes, lo recuerdo como
si fuera de otro y si miro para adelante pues sencillamente no espero nada, lo
cual es la mejor manera de estar preparado para lo que sea. Debiera explicar lo
que entiendo por estar preparado porque es un término más bien de ustedes pero
no vale la pena y además el camión está cerca.
Es un camión, efectivamente.
Mi cuerpo se pone de pie liviano y contento. Es la ventaja que les decía. Eso me
tiene constantemente de buen humor o a lo sumo de un humor melancólico, lo cual
me ayuda a pensar en todas estas cosas que me enseña el camino. Estoy limpio y
vacío en medio de él, de manera que siento la tierra como nadie podría hacerlo
en este momento, excepto otro vago.
El tipo me debe haber visto y tal vez se alegre porque viene solo. Extiendo mi
admiración por los raidistas a los camioneros también. Por lo menos cuando están
en el camino se parecen más a nosotros que a ustedes. Lo digo sin rencor.
No sé a dónde me llevará ese camión ni qué será de mí el día de mañana. La
verdad que el día de mañana no existe para mí y creo que por eso me siento vivo.
Levanto la mano y el camión se detiene.
Hace un rato era una mancha borrosa al extremo del camino. Sé que en este punto
mi vida se cruza con la del tipo que trae encima y que a partir de ahora me nace
otra vida, por así decir. Sé también que como estoy limpio y vacío le sacaré
todo el gusto posible.
Así una vez y otra vez.
El tipo abre la puerta y agita una mano.
¡Allá voy, donde sea!
El tren salía a las
ocho o tal vez a las ocho y media. Recién diez minutos antes enganchaban la
locomotora pero de cualquier forma el tío se ponía nervioso una hora antes.
Todos los del pueblo eran así. Apenas llegaban y ya estaban pensando en la
vuelta. Su padre había hecho lo mismo. La mitad del tiempo pensaba en las
gallinas, que comían a su hora, o en el perro, que había dejado en lo del
vecino. Para el Buenos Aires era la Torre de los Ingleses, Alem, la avenida de
Mayo y, por excepción, el monumento a Garibaldi, en Plaza Italia, porque la
primera vez que vino, con la vieja, se extraviaron y fueron a parar allí. Se
sacaron una foto y el tipo de la máquina los puso en un tranvía que los llevó a
Retiro. De cualquier forma llegaron una hora antes y con todo estaban tan
excitados que casi se meten en otro tren.
Mientras cruzaba la Plaza Británica con aquella torre que de alguna manera
presidia su vida, vista o entrevista a cualquier hora del día en que pisó Buenos
Aires, y luego los años y toda la perra vida, y ahora esa vieja tristeza que le
nacía de adentro, bueno, y la torre siempre alli como el primer día. mientras
cruzaba la plaza, pues, vió al tío por anticipado en un rincón del hall del
Pacífico (ellos todavía decían Pacífico) encogido dentro del sobretodo que olía
a tabaco, con la valija de cartón imitación cuero a un lado y un montón de
paquetes sobre las rodillas, manoseando el boleto de segunda dentro del bolsillo
para asegurarse de que todavía seguia allí.
Lo había llamado dos o tres veces desde el hotel Universo pero él estaba fuera y
la muchacha entendió las cosas a medias. Después trato de llegar hasta la casa,
a pie, por supuesto, pues los troles y los colectivos lo espantaban. Se había
extraviado en algún punto de Leandro Alem y antes de perder de vista la Plaza
Britanica prefirió volver a Retiro y esperar el tren.
Hacía un par de años que Oreste no veía al tío pero estaba seguro de encontrarlo
igual. La misma cara blanca y esponjosa salpicada de barritos y de pelos con
aquellos ojos deslumbrados que se empequeñecían cuando miraba algo fijo, el
moñito a lunares marchito y grasiento, el mismo sobretodo negro con el cuello de
terciopelo, el chambergo alto y aludo que se calzaba con las dos manos y el par
de botines con elásticos.
La estación Pacífico se había empequeñecido con los años. Eso parecía, al menos.
En realidad era un mísero galpón con un par de andenes mal iluminados. En otro
tiempo, sin embargo, veóa todo aquello coloreado por una luz misteriosa. La
propia gente estaba impregnada de esa luz. Era espléndida, leve y gentil, como
si no fuera a cambiar ni a morir nunca y la estación lucía como un circo. Pero
la gente había cambiado de cualquier forma y la vieja estación Pacífico lucía
ahora como lo que era, un misero galpón de chapas lleno de ruidos y olor a
frito.
Vió al tío en un banco, debajo del horario de trenes. Parecía muy pequeño e
insignificante. Tenía las manos metidas en los bolsillos, las piernas bien
juntas, un paraguas sobre las rodillas y la mirada perdida en el aire.
Miraba en su dirección pero no lo veía. No veía nada.
Reaccionó cuando lo tuvo delante. --!Oreste!
Se abrazaron y se besaron, de acuerdo a la vieja costumbre. Oreste dejó que el
tío lo palmeara un buen rato. Tenía ese olor familiar, un olor masculino que
evocaba a aquellos hombres reservados de su infancia que le sonreían, con breve
indulgencia, como el tío Ernesto, grande como un ropero y delante del cual
tragaba saliva invariablemente, o el gran tío Agustín, la única vez que lo vió
el día que vino de Bragado en aquel Ford A con cadenas que echaba una nube de
vapor por el gollete del radiador, o al propio tío Bautista cuando era el mismo
por entero y no apenas esta sombra.
Se apartaron y el tío pregunto sin soltarle los brazos:
-¿Cómo va? --Bien, bien.
Se miraron y sonrieron un rato y después se volvieron a abrazar.
-¿Y usted, que tal? --Bien, bien.
-¿La tía?
-Y, bien.....
Le puso una mano sobre un hombro y lo miró largamente. Oreste sonrió despacio.
Estaba acostumbrado a aquel estilo.
-¿A qué hora sale el tren? -A las ocho y media.
-Son las siete y cuarto. Vamos a tomar algo.
-No... mejor nos quedamos aquí. ¿Adónde vamos a ir? Entre que arriman el tren,y
enganchan la locomotora se va el tiempo.
Sí, pero nosotros no tenemos nada que ver en todo eso. Vamos.
-¿Y a dónde? No hagas cumplidos conmigo, hijo.
Estuvieron forcejeando un rato hasta que por fin lo convenció y se metieron en
el bar de la estación. Consiguieron un lugar desde el cual, a través de una
perspectiva complicada, veían un pedazo del andén número 4.
Oreste pidió hesperidina y el tío, a fuerza de insistir, un Cinzano con bíter.
-¿Cómo se largó hasta aquí?
-¡Eh!... hacia tiempo que lo tenía pensado.
El tío miró el reloj del bar y puso cara de espanto.
-Está parado --dijo Oreste sujetándolo por un brazo.
No parecía convencido. Sacó y examinó el viejo Tissot con agujas orientales.
-¿Que te decía?... ¡Ah, si! Vine a ver a mi primo, Vicente. Hacía seis años que
no lo veía. Somos del mismo pueblo, Baigorrita. Le estaba prometiendo siempre.
Que hoy, que mañana. Sorbió un traguito de Cinzano.
-Está viejo. Casi no lo conozco.
Permaneció un rato en silencio con el mismo gesto abstraído que tenía cuando
esperaba en el hall.
-¿Qué tal? ¿Como va eso?--volvió a preguntar con desgano.
-Bien, bien.
-¿Se progresa?
-Se progresa.
Se miraron con afecto, sonrieron y callaron.
El tío había sido siempre así. El tío y todos ellos.
-Traje una punta de encargues. La tía me pidió unas latas de "Sal de Hunt". Hace
mas de un año que anda detrás de eso. Fui a buscarlas a Junín hace dos meses.
No... en noviembre. Hace cuatro meses.
-¿Para qué sirve?
-Para el estómago. Es una gran cosa. La gente toma ahora toda clase de
porquerías, pero ésto es realmente bueno.
Silbó una locomotora y el tío se alarmó.
-Falta todavía.
Volvió a mirar el reloj y sorbió otro poco de Cinzano.
-Bueno, fui a la Franco-Inglesa y conseguí todo lo que quise. Le mostré el
tarrito al tipo y me dijo: "Cuantos quiere?". Apenas lo miró. ¿Te das cuenta?
Dentro de un rato iba a desaparecer en la ventanilla de un vagón de segunda y no
lo vería hasta dentro de cuatro o cinco años. Había otros cinco antes de ahora.
Su viejo desapareció así un día y no lo vió más.
-¿Qué tal todo aquello? --preguntó Oreste después de un rato.
Todo aquello. Era un roce lastimero, un crepitar de años envejecidos, una
pregunta hecha a si mismo, a un negro hoyo de sombras.
-Igual.
-¿Los muchachos?
-Siempre igual.
Callaron otra vez.
El tío hizo girar la copa y sorbió el último trago.
-¿Qué hora es?
-Las ocho menos cuarto.
El tío saco el reloj y lo observó inquieto.
-Casi menos diez. ¿Vamos?
Oreste dudó un rato.
Vamos.
Estaban enganchando la locomotora. El tío recogió los paquetes y la valijas y
comenzó a caminar apresuradamente hacia el andén número 4. Parecía haberlo
olvidado.
Oreste trató de tomarle la valija y el tío lo miró con extrañeza.
-Está bien, muchacho. No te molestés.
-Déle saludos a la tía. A todos.
-Gracias, querido. Gracias.
Corrieron a lo largo del tren tropezando con los tipos de segunda que corrían a
su vez como si la estación se les fuera a caer encima y metían por las
ventanillas los chicos o las valijas para conseguir asiento. El tío trepó a uno
de los vagones cerca de la locomotora y al rato sacó la cabeza por una
ventanilla.
-¿Cuándo vas a ir por allá? -preguntó mirando mas bien a la gente que se apiñaba
sobre el andén.
-Apenas pueda.
-Tenés que ir, eso es. ¿Cuándo dijiste?
-Cuando pueda.
El tío se apartó un momento para acomodar la valija. Después se sentó en la
punta del banco y permaneció en silencio.
Se miraron una vez y el tío sonrió y dijo:
-¡Oreste!...
Él sonrió también, desde muy lejos, al borde del andén.
Sonó la campana y el tío asomó apresuradamente medio cuerpo por la ventanilla.
-¡Chau, querido, chau! -dijo y lo besó en la mejilla como pudo.
Trató de besarlo a su vez pero ya se había sentado.
El tren se sacudió de punta a punta. El tío agitó una mano y sonrió seguro.
Oreste corrió un trecho a la par del tren. Corría y miraba al tío que sonreía
satisfecho, como aquellos hombres de la infancia.
Luego el tren se embaló y Oreste levantó una mano que no encontró respuesta.