HENRY
MILLER (1891-1980) Henry Valentine Miller nació el 26 de diciembre de
1891 en Nueva York, en el seno de una familia humilde de origen alemán, siendo
su madre Louise Nieting y su padre Heinrich Miller, quien se dedicaba a la
sastrería.
Principalmente autodidacta, Miller estudió durante dos meses en el City College
neoyorquino hasta que el joven rebelde, gran amante de la literatura, en
especial del escritor ruso Fedor Dostoievski, fue expulsado de la universidad,
ocupándose posteriormente en distintos oficios, entre ellos ranchero o mensajero
de la Western Union.
En 1917 contrajo matrimonio con una muchacha llamada Beatrice Sylvas Wickens,
con quien tuvo una hija, Barbara. En 1924 se divorció de Beatrice y se casó con
la bailarina June Mansfield Smith, mujer que fue sumamente influyente en Henry
por su modo liberado y despreocupado de vivir.
En los años 30 y en plena época de la Gran Depresión, Miller y June trasladaron
su residencia a París, ciudad en la cual llevó una existencia bohemia junto a
Anais Nin, Gilberte Brassai y Alfred Perlés, empapándose de diferentes
corrientes literarias, entre ellas el surrealismo. En la capital francesa
aparecería su primer libro publicado, "Trópico de Cáncer" (1934), un volumen
prologado por su amiga Anais y censurado en su país hasta la década de los '60.
Junto a Nin escribiría "Una pasión literaria" (1932-1953, libro que recogía la
correspondencia entre ambos autores. El mismo año de la aparición de "Trópico de
Cáncer", publicada en la editorial Obelisk Press de Jack Kahane, Henry y June se
divorciarían.
Posteriormente Miller escribió novelas como "Primavera negra" (1936), "El
universo de la muerte" (1938) y "Trópico de Capricornio" (1939). A pesar de que
"Trópico de Cáncer" fue la primera novela publicada en su trayectoria como
literato, Miller había escrito previamente varios libros que no lograron ver la
luz en su día, como "Clipped Wings", "Moloch" y "Crazy Cock".
Sus textos, ausentes de una estructura convencional y el uso de una narración
lineal, se vinculan a la exposición instrospectiva desde un universo
esencialmente masculino, con tendencia a la exposición erótica y el proceder
nihilista modelado con un cierto sentido lírico de la prosa, esencia libertaria
y vitalista, y plasmación autobiográfica en base al flujo de conciencia.
En 1939 Henry dejó Francia, país en
el que llegó a trabajar como profesor de inglés en el Liceo Carnot de Dijon, y
pasó un tiempo junto a Lawrence Durrell en Grecia para retornar en plena Segunda
Guerra Mundial a los Estados Unidos, ubicándose en California. Allí escribiría
libros como "El coloso de Marussi" (1941, título que abordaba su experiencia
griega, "Pesadilla del aire condicionado" (1945), "Días tranquilos en Clichy"
(1956), "Big Sur y las naranjas del Bosco" (1957) o la afamada trilogía "La
crucifixión rosada", conformada por los volúmenes "Sexus" (1949), "Plexus"
(1952) y "Nexus" (1959), los cuales volvían a incidir en el aspecto sexual que
singulariza sus trabajos literarios.
Henry Miller on Big Sur
Al margen de sus novelas Miller
también escribió ensayos sobre Marcel Proust, James Joyce o D. H. Lawrence.
Después de su divorcio con June, Henry se casó en 1944 con Janina Martha Lepska,
joven inmigrante polaca, estudiante de filosofía, con quien tuvo dos hijos, Tony
y Valentine. En 1952 se divorciarían. Un año más tarde contrajo matrimonio con
Eve McClure, de quien se separaría en 1960. Su última esposa fue la cantante de
cabaret japonesa Hiroko Tokuda, con quien estuvo casado entre 1967 y 1977.
Una de sus últimas amantes fue la joven actriz Brenda Venus. El libro "Querida
Brenda" (1986) recoge las cartas de amor remitidas por el autor de Nueva York a
la morena intérprete, vista en películas como "Foxy Brown" o "Límite 48 horas".
Miller, cuya influencia es muy apreciable en los escritores de la denominada
Generación Beat, como Jack Kerouac, Allen Ginsberg o William Burroughs, moriría
a causa de problemas circulatorios en la localidad californiana de Pacific
Palisades. Era el 7 de junio de 1980 y el escritor tenía 88 años.
Bibliografia
- 1934. Tropic of Cancer / Trópico de Cáncer
- 1934. Black Spring / Primavera Negra
- 1935. Aller Retour New York
- 1938. Max and the White Phagocytes / Max y los fagocitos blancos
- 1938. Tropyc of Capricorn / Trópico de Capricornio
- 1939. The Cosmological Eye / El ojo cosmológico
- 1940. The World of Sex / El mundo del sexo
- 1941. The Colossus of Maroussi / El Coloso de Marusi
- 1944. Sunday After the War / Un día después de la Guerra
- 1945. The Air-Conditioned Nightmare / Pesadilla de aireacondicionado
- 1945. Semblance of a Devoted Past
- 1947. Remember to Remember
- 1948. The Smile at the Foot of the Ladder / La Sonrisa al pie de la escala
- 1949. Sexus
- 1950. Rosy Crucifixion / La Cruxificción rosada
- 1952. Rimbaud / El Tiempo de los Asesinos
- 1953. Plexus
- 1955. Nights of Love and Laughter / Noches de amor y alegrías
- 1957. Big Sur and the Oranges of Hieronymus Bosh
- 1961. To Paint is to Love Again
Ilustración: Ricardo Ajler
Henry Miller - Asleep & Awake (subtitulado
español)
"No tengo dinero ni recursos ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo"
Si
algo atrae de la obra de Henry Miller -desde su Trópico de Cáncer hasta El libro
de mis amigos- es su pasión desmedida, incontenible, cualidad que durante muchos
años la sociedad estadounidense puritana redujo al término de pornógrafo.
Por su vida y obras se convirtió en uno de los máximos defensores de la libertad
tanto individual como literaria y su búsqueda de la "salvación" a través de
experiencias intensas influyó enormemente en las ideas de la llamada Beat
Generation. Los "Trópicos" están consideradas sus mejores novelas por su prosa
fluida en la que funde obscenidad y espiritualismo, y salta con gran naturalidad
del expresionismo más realista al divismo más simbólico. Su obra ha sufrido los
ataques de la crítica feminista, debido a su retrato de la potencia masculina
frente al masoquismo femenino
Su obra nos muestra una poética perfumada de inconformismo y rebeldía que venía
en plan de echar por tierra todo ese puritanismo de aire acondicionado y
Hot-dog, todos esos prejuicios raciales de una Norteamérica preocupada por hacer
la guerra y no el amor.
Los libros de Miller fueron escritos en cuartos baratos, con sexo y
eyaculaciones, sin embargo todo eso lo llevó al papel con una poética feroz,
todo escrito con inteligencia y desfachatez.
Llevó una vida desenfrenada, abocada a todos los excesos, que reflejó en sus
libros como una ráfaga huracanada, ácida; a veces maloliente, repulsiva, pero
con ese pálpito bullente en la literatura que lo es de veras.
Dicen que escribía como un poseso en cuartuchos atiborrados de alcohol y sexo,
con un naturalismo emparentado en línea directa -de extremo a extremo- con un
espiritualismo impensable en alguien que hacía de la crudeza, y hasta de la
desfachatez, la principal de sus armas expresivas.
Henry Miller, el narrador de la urbe, de las prostitutas; el amigo de Anais Nin,
de los locos, de los reventados por la vida rogaba a Dios que lo hiciera
escritor y así escribir, de una manera metafórica, desabrochada, todo ese
delirante modo de vivir americano. Sus libros "Trópico de Cáncer" y "Trópico de
Capricornio" más que novelas, biografía o diarios, eran una poética perfumada de
inconformismo y rebeldía que venía en plan de echar por tierra todo ese
puritanismo de aire acondicionado y Hot-dog, todos esos prejuicios raciales de
una Norteamérica preocupada por hacer la guerra y no el amor. Los libros de
Miller estaban escritos con muchos cuartos baratos, sexo y eyaculaciones, sin
embargo todo eso estaba llevado al papel con una poética feroz, todo escrito con
inteligencia y desfachatez.
En Francia, Miller escribió: "Un hombre escribe para expulsar el veneno que ha
acumulado debido a su estilo de vida falso. Está intentando recapturar su
inocencia, pero todo lo que logra hacer (escribiendo) es inocular el mundo con
un virus de su desilusión. Ningún hombre pondría una sola palabra en un papel si
tuviera el coraje de vivir aquello en lo que creía."
"No tengo dinero ni recursos ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo.
Hace un año, hace seis meses, pensaba que era un artista. Ya no lo pienso, lo
soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros
por escribir, gracias a Dios"
Por la noche cuando contemplo la perilla de Boris reposando sobre la almohada,
me pongo histérico. ¡Oh, Tania! ¿Dónde estarán ahora aquel cálido coño tuyo,
aquellas gruesas y pesadas ligas, aquellos muslos suaves y turgentes? Tengo un
hueso en la picha de quince centímetros. Voy a alisarte todas las arrugas del
coño, Tania, hinchado de semen. Te voy a enviar a casa con tu Sylvester con
dolor en el vientre y una matriz vuelta del revés. ¡Tu Sylvester! Sí, él sabe
encender un fuego, pero yo sé inflamar un coño. Disparo dardos ardientes a tus
entrañas, Tania, te pongo los ovarios incandescentes. ¿Está un poco celoso tu
Sylvester ahora? Siente algo, ¿verdad? Siente los rastros de mi enorme picha. He
dejado un poco más ancha las orillas. He alisado las arrugas. Después de mí,
puedes recibir garañones, toros, carneros, ánades, san bernardos. Puedes
embutirte el recto con sapos, murciélagos, lagartos. Puedes cagar arpegios, si
te apetece, o templar una cítara a través de tu ombligo. Te estoy jodiendo,
Tania, para que permanezcas jodida. Y si tienes miedo a que te jodan en público,
te joderé en privado. Te arrancaré algunos pelos del coño y los pegaré a la
barbilla de Boris. Te morderé el clítoris y escupiré dos monedas de un franco...
Vivo
en la Villa Borghese. No hay ni pizca de suciedad en ningún lado, ni una silla
fuera de su lugar. Aquí estamos todos solos y estamos muertos.
Anoche Boris descubrió que tenía piojos. Tuve que afeitarle los sobacos, ni
siquiera así se le pasó el picor. ¿Cómo puede uno pescarse piojos en un lugar
tan bello como éste?. Pero no importa. Puede que no hubiéramos llegado nunca a
conocernos tan íntimamente Boris y yo, si no hubiese sido por los piojos.
Boris acaba de ofrecerme un resumen de sus opiniones. Es un profeta del tiempo.
Dice que continuará el mal tiempo. Habrá más calamidades, más muertes, más
desesperación. Ni el menor indicio de cambio por ningún lado. El cáncer del
tiempo nos está devorando. Nuestros héroes se han matado o están matándose. Así
que el héroe no es el tiempo, sino la intemporalidad. Debemos marcar el paso, en
filas cerradas, hacia la prisión de la muerte. No hay escapatoria. El tiempo no
va a cambiar.
Estamos ahora en el otoño de mi segundo año en París. Me mandaron aquí por una
razón que todavía no he podido desentrañar.
No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo.
Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy.
Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. ya no hay más libros que
escribir, gracias a Dios.
Entonces, ¿éste?. Éste no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una
difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un
insulto prolongado, es un escupitajo a la cara del arte, una patada en el culo a
Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza... a lo que les
parezca. Cantaré para ustedes, desentonando un poco tal vez, pero cantaré.
Cantaré mientras la palman, bailaré sobre su inmundo cadáver.
Para cantar primero hay que abrir la boca. Hay que tener dos pulmones y algunos
conocimientos de música. No es necesario tener un acordeón, ni una guitarra. Lo
esencial es querer cantar. Así, pues, esto es una canción. Estoy cantando.
"Soy un hombre que desearía vivir una vida heroica, hacer el mundo más
soportable a su vista. Si en algún momento de debilidad, de relajación, de
necesidad, me desahogo dejando escapar un poco de cólera ardiente cristalizada
en palabras -un sueño apasionado, envuelto y atado een imágenes- entonces...
tómenlo ó déjenlo... ¡pero no me molesten!"
"Soy un hombre libre... y necesito mi libertad. Necesito estar solo. Necesito
meditar sobre mi vergüenza y mi desesperación en soledad; necesito el sol y los
adoquines de las calles sin compañía, sin conversación, cara a cara conmigo
mismo, con la compañía exclusiva de la música de mi corazón.
¿Qué quieren de mí?. Cuando tengo algo que decir, lo digo. Cuando tengo algo que
dar lo doy.
¡Su inquisitiva curiosidad me revuelve el estómago! ¡Sus cumplidos me humillan!
¡Su té me envenena! No debo nada a nadie. Sólo sería responsable ante Dios...
¡Si existiera!
"Hay conchas que ríen y conchas que hablan; hay conchas locas, histéricas, en
forma de ocarinas y conchas lujuriantes, sismográficas, que registran la subida
y la bajada de la savia; hay conchas caníbales que se abren de par en par como
las mandíbulas de una ballena y te tragan vivo; hay también conchas masoquistas
que se cierran como las ostras, con una perla o dos dentro; hay conchas
ditirámbicas que se ponen a bailar en cuanto se acerca el pene y se empapan de
éxtasis; hay conchas puercoespines que sueltan sus púas y agitan banderitas en
Navidad; hay conchas telegráficas que practican el código Morse y dejan la mente
llena de puntos y rayas; hay conchas políticas que están saturadas de ideología
y que niegan hasta la menopausia; hay conchas vegetativas que no dan respuesta,
a no ser que las extirpes de raíz; hay conchas adventistas que huelen como los
adventistas del Séptimo Día y están llenos de abalorios, gusanos, conchas de
almeja, excrementos de oveja y de vez en cuando migas de pan; hay conchas
mamíferas que están forradas con piel de nutria e hibernan durante el largo
invierno; hay conchas navegantes equipadas como yates, buenas para solitarios y
epilépticos; hay conchas glaciales en los que puedes dejar caer estrellas
fugaces sin causar el menor temblor; hay conchas diversas que se resisten a
cualquier clasificación y descripción, con las que te tropiezas una vez en la
vida y que te dejan mustio y marcado; hay conchas hechas de pura alegría que no
tienen nombre ni antecedente y estas son las mejores de todos, pero ¿a dónde han
ido a parar?"
En un tiempo pensé que ser humano era el objetivo más alto que podía tener un
hombre, pero ahora veo que estaba destinado a destruirme. Hoy me siento
orgulloso al decir que soy "inhumano" que no pertenezco a los hombres ni a los
gobiernos, que no tengo nada que ver con credos ni principios. No tengo nada que
ver con la
maquinaria
crujiente de la humanidad: ¡Pertenezco a la tierra!. Digo esto con la cabeza
reclinada en la almohada y siento los cuernos que me brotan en las sienes. Veo a
mi alrededor a todos esos antepasados míos bailando en torno a la cama,
consolándome, incitándome, flagelándome con sus lenguas viperinas, sonriéndome y
mirándome de reojo con sus siniestras calaveras. ¡SOY INHUMANO!. Lo digo con una
sonrisa demente, alucinada y voy a seguir diciéndolo aunque lluevan cocodrilos.
Tras mis palabras se encuentran todas esas calaveras siniestras que sonríen y
miran de reojo, unas muertas y sonriendo hace mucho tiempo, otras sonriendo como
si tuvieran trismo, otras sonriendo con la mueca de una sonrisa, el sabor
anticipado y las consecuencias de lo que ocurre siempre. Más clara que nada veo
mi propia calavera sonriente, veo el esqueleto bailando al viento, serpientes
saliendo de la lengua podrida y las ampulosas páginas de éxtasis sucias de
excrementos. E incorporo mi lodo, mi excremento, mi locura, mi éxtasis al gran
circuito que circula a través de los subterráneos de la carne. Todo ese vómito
espontáneo indeseable, de borracho, seguir manando sin cesar, a través de las
mentes de los que han de venir, a la vasija inagotable que contiene la historia
de la raza. Codo a codo con la raza humana corre otra raza de seres, los
inhumanos, la raza de los artistas que estimulados por impulsos desconocidos,
toman la masa inerte de la humanidad y mediante la fiebre y el fermento de que
la imbuyen, convierten esa pasta húmeda en pan y el pan en vino y el vino en
canción.
Con el abono muerto y la escoria inerte producen una canción que se contagia.
Veo esa otra raza de individuos saqueando el universo, dejando todo patas para
arriba, con las manos vacías, siempre tratando de agarrar y asir el más allá el
dios inalcanzable: matando a todo lo que está a su alcance para calmar al
monstruo que les roe las entrañas. Lo veo cuando se arrancan los pelos en su
esfuerzo por comprender, por aprehender lo que es eternamente inalcanzable, lo
que veo cuando braman como bestias enloquecidas y se precipitan dando cornadas,
veo que está bien y que no queda otro camino. Un hombre que pertenezca a esa
raza ha de subir al lugar más alto y arrancarse las entrañas, mientras pronuncia
palabras incoherentes. ¡Está bien y es justo, porque debe hacerlo! y todo lo que
se quede corto con respecto a ese espectáculo espantoso, todo lo que sea menos
escalofriante, menos aterrador, menos demencial, menos embriagador, menos
contagioso, no es arte. El resto es falso. El resto es humano. El resto
corresponde a la vida y a la ausencia de la vida.
"La mujer raras veces ríe, pero cuando lo hace es como un volcán. Cuando la
mujer ríe, lo mejor que puede hacer el hombre es largarse al sótano refugio
contra ciclones. Nada quedará en pie ante la carcajada vaginal, ni siquiera el
hormigón armado. Cuando se le despierta la capacidad de reír, la mujer puede
superar en risa a la hiena o al chacal o al gato montés. De vez en cuando se la
oye en una reunión de linchadores. Significa que se ha quitado la tapa, que todo
vale. Significa que va a salir de caza… y ten cuidado, no te vaya a cortar los
cojones. Significa que, si se acerca la peste, ELLA llega primero, y con enormes
correas te arrancarán la piel a tiras. Significa que se acostará no sólo con
Tom, Dick y Harry, sino también con el Cólera, la Meningitis y la Lepra:
significa que se tumbará en el altar como una yegua en celo y aceptará a todos
los que se presenten incluido el Espíritu Santo. Significa que demolerá en una
noche lo que el pobre hombre tardó, con su habilidad logarítmica, cinco mil,
diez mil, veinte mil años en construir. Lo demolerá y se meará en ello, y nadie
la detendrá, una vez que empiece a reír en serio."
En la tumba que es ahora mi memoria
la veo a ella, a la que amé más que a nadie, más que al mundo, más que a Dios,
más que a mis propias carne y sangre. La veo pudrirse en ella, en esa
sanguinolenta herida de amor, tan próxima a mí que no podría distinguirla de la
propia tumba. La veo luchar para liberarse, para limpiarse del dolor del amor, y
sumergirse más con cada forcejeo en la herida, atascada, ahogada, retorciéndose
en la sangre.
Veo la horrible expresión de sus ojos, la lastimosa agonía muda, la mirada del
animal atrapado. La veo abrir las piernas para liberarse y cada orgasmo es un
gemido de angustia. Oigo las paredes caer, derrumbarse sobre nosotros y la casa
deshacerse en llamas. Oigo que nos llaman desde la calle, las órdenes de
trabajar, las llamadas a las armas, pero estamos clavados al suelo y las ratas
nos están devorando. La tumba y la matriz del amor nos sepultan, la noche nos
llena las entrañas y las estrellas brillan sobre el negro lado sin fondo.
Pierdo el recuerdo de las palabras, incluso de su nombre que pronuncié como un
monomaníaco. Olvidé qué aspecto tenía, qué sensación producía, cómo olía,
mientras penetraba cada vez más profundamente en la noche de la caverna
insondable. La seguía hasta el agujero más profundo de su ser, hasta el osario
de su alma, hasta el aliento que todavía no había expirado de sus labios. Busqué
incansablemente a aquella cuyo nombre no estaba escrito en ninguna parte,
penetré hasta el altar mismo y no encontré… nada.
Me enrosqué en torno a esa concha de nada como una serpiente de anillos
flameantes, me quedé inmóvil durante seis siglos sin respirar, mientras los
acontecimientos del mundo se colaban y formaban en el fondo un viscoso lecho
lleno de moco. Vi el Dragón agitarse y liberarse del dharma y del karma, vi a la
nueva raza del hombre cociéndose en la yema del porvenir. Vi hasta el último
signo y el último símbolo, pero no pude interpretar las expresiones de su
rostro. Sólo pude ver sus ojos brillantes, enormes, luminosos, como senos
carnosos, como si yo estuviera nadando por detrás de ellos con los efluvios
eléctricos de su visión incandescente. (…)
Así caminamos, dormimos y comimos juntos, los gemelos siameses a quienes Dios
había juntado y a quienes sólo la muerte podría separar. Caminábamos con los
pies para arriba y las manos cogidas. Ella se vestía casi exclusivamente de
negro, salvo algunos parches purpúreos, de vez en cuando. No llevaba ropa
interior, sólo un vestido de terciopelo negro saturado de perfume diabólico. Nos
acostábamos al amanecer y nos levantábamos justo cuando estaba oscureciendo.
Vivíamos en agujeros negros con las cortinas cerradas, comíamos en platos
negros, leíamos libros negros. Por el agujero negro de nuestra vida nos
asomábamos al agujero negro del mundo. El sol estaba oscurecido permanentemente,
como para ayudarnos en nuestra continua lucha intestina. Nuestro sol era Marte,
nuestra luna Saturno; vivíamos permanentemente en el cenit del averno. La Tierra
había dejado de girar y a través del agujero en el cielo colgaba por encima de
nosotros la negra estrella que nunca destellaba. De vez en cuando nos daban
ataques de risa, una risa loca, de batracio, que hacía temblar a nuestros
vecinos. De vez en cuando cantábamos, delirantes, desafinados, en puro trémolo.
Estábamos encerrados durante la larga y oscura noche del alma, período de tiempo
inconmensurable que empezaba y acababa al modo de un eclipse. Girábamos en torno
a nuestros propios yoes como satélites fantasmas. Estábamos ebrios con nuestra
propia imagen, que veíamos cuando nos mirábamos a los ojos. Entonces, ¿cómo
mirábamos a los demás? Como el animal mira a la planta, como las estrellas miran
al animal. O como dios miraría la hombre, si el demonio le hubiera dado alas. Y,
a pesar de todo, en la fija y estrecha intimidad de una noche sin fin, ella
estaba radiante, alborozada.
Tenía dos cañones, como una escopeta, era un toro hembra con una antorcha de
acetileno en la matriz. Cuando estaba en celo, se concentraba en el gran
cosmocrator, los ojos se le quedaban en blanco, los labios llenos de saliva. En
el ciego agujero del sexo, valsaba como un ratón amaestrado, con las mandíbulas
desencajadas como las de una serpiente, con la piel erizada de plumas armadas de
púas. Tenía la lascivia insaciable de un unicornio, el prurito que provocó la
decadencia de los egipcios.
¿Qué era la vida en la tierra sólida para nosotros que estábamos decapitados y
unidos para siempre por los genitales? La vida era un joder perpetuo y negro en
torno a un poste fijo de insomnio. La vida era escorpión en conjunción con
Marte, en conjunción con Mercurio, en conjunción con Venus, en conjunción con
Saturno, en conjunción con Plutón, en conjunción con Urano, en conjunción con el
mercurio, el láudano, el radio, el bismuto. (…)
La razón por la que es difícil contarlo es porque recuerdo demasiado. Recuerdo
todo, pero como un muñeco sentado en las rodillas de un ventrílocuo. Me parece
que durante el largo e ininterrumpido solsticio conyugal estuve sentado en su
regazo y recité el discurso que ella me había enseñado. Me parece que debió
ordenar al fontanero jefe de Dios que mantuviera brillando la negra estrella a
través del agujero en el techo, debió de mandarle que derramase una noche
perpetua. ¿Imaginé simplemente que ella hablaba sin cesar, o es que me había
convertido en un muñeco tan maravillosamente amaestrado, que interpretaba el
pensamiento antes de que llegara a los labios?
Tenía el don de la transformación, era casi tan rápida y sutil como el propio
diablo. Después de la de la pantera y la del jaguar, la transformación que mejor
se le daba era la de ave: la de garza salvaje, la de ibis, la de flamenco, la de
cisne en celo. Tenía una forma de bajar en picado de repente, como si hubiera
avistado un cadáver maduro, lanzándose derecho a las entrañas, arrojándose
inmediatamente sobre los bocados preferidos –el corazón, el hígado o los
ovarios- y remontando el vuelo de nuevo en un abrir y cerrar de ojos. Si alguien
la descubría, se quedaba quieta como una piedra n la base de un árbol, con los
ojos no del todo cerrados, pero inmóviles, con esa mirada fija de basilisco. Si
la aguijoneaban un poco se convertía en una rosa, una rosa intensamente negra
con los pétalos más sedosos y de una fragancia irresistible.
¡Qué apacible nuestra vida de paloma y buitre en la oscuridad! Exceptuando el
alucinante agujero en el techo, una vida en el útero casi perfecta. Pero allí
estaba el agujero –como una fisura en la vejiga- y no había orina que pudiera
pasar con una sonrisa. Mear larga y libremente, sí, pero ¿cómo olvidar la grieta
en el campanario, el silencio no natural, la inminencia, el terror, la fatalidad
del "otro" mundo? Comer hasta hartarse, sí y mañana otro hartazgo, y mañana y
mañana, y mañana… pero al final ¿qué? ¿Al final? ¿Qué era el final?
¿Un cambio de ventrílocuo, un cambio de regazo, un desplazamiento del eje, otra
grieta en la bóveda… qué? ¿Qué?
Tony Bring está solo, sentado y es medianoche. Entre otras cosas, piensa en "un
ordenado desorden, una justicia desquiciada, una fría desunión que permite que
un individuo se siente tranquilamente frente a su chimenea mientras alguien
arroja una piedra y al hacerlo asesina vilmente a otro". Sus silenciosas
divagaciones son interrumpidas por el regreso de Vanya, aunque tal vez sería
mejor decir Miriam, aunque la que estuvo una temporada en compañía de una mujer
krupanowa ya no es la misma que le pregunta a Hildred si todavía la ama... La
profusión de nombres y de registros dramáticos corresponde a la multiplicidad de
estados de ánimo que el autor de los Trópicos, entre otras obras inolvidables,
maneja en este cuento inédito en español y traducido con tino y sensibilidad por
Helena Guardia.
1
Un rincón en América remoto y desolado. Vastas llanuras cenagosas en donde nada
con vida puede crecer, ninguna flor. Grietas que se extienden en todas
direcciones, perdiéndose en la inmensidad del espacio.
Sobre el andén, con sus pesadas botas de cuero y un grueso cinturón de latón
alrededor de la cintura, ella fuma nerviosamente un cigarrillo. Su largo pelo
negro cae pesadamente sobre sus hombros. El silbato suena, las ruedas inician su
fatal revolución. El suelo se escapa en un infinito cinturón escurridizo.
Bajo ella, un páramo gris sofocado por el polvo y la artemisia. Una vasta,
vasta, infinita extensión de tierra solitaria. Un Eldorado con menos de un
habitante por cada milla cuadrada. De las montañas nevadas que sostienen el
cielo soplan fuertes ventarrones. Con el crepúsculo, el termómetro desciende
como un ancla. Aquí y allá, montes aislados y mesetas salpicadas con arbustos de
creosota. Tranquila está la tierra bajo el gemido del viento.
"Vista tal cual soy, y como siempre seré, siento que soy una fuerza tanto
creadora como de muerte, que soy un valor real, y tengo un derecho, un lugar,
una misión entre los hombres."
Lánguidamente
se acomodó en su asiento. La sensación de movimiento más que el movimiento
mismo. Su cuerpo, quieto y relajado, se hundió profundamente en los acojinados
huecos del asiento. Vista tal cual soy... Las palabras parecían surgir por sí
solas del océano de signos y flotar en una bruma incolora ante su silenciosa
mirada. ¿Existía algo más allá de la pantalla del lenguaje, que nos comunica...?
Le resultaba imposible formular, aun para ella misma, el significado de aquel
torrente que en ese momento le iluminaba los oscuros rincones de su ser.
Después, las palabras desaparecieron del estanque interno de sus ojos; se
esfumaron como el ectoplasma que dicen se desprende del cuerpo de los poseídos.
"¿Quién soy?", murmuró para sí misma. "¿Qué soy?" Y de pronto recordó que estaba
dejando un mundo tras de sí. El libro se resbaló de sus manos. Se encontraba de
nuevo en el cementerio, atrás de la casa en el rancho, abrazando los árboles;
cabalgando desnuda sobre un semental blanco hacia el lago congelado; por todas
partes había valles sofocados por el sol, la tierra fértil gimiendo bajo el peso
de los frutos y las flores.
Fue después de la aparición de la mujer krupanowa cuando ella decidió llamarse a
sí misma Vanya. Antes había sido Miriam, y ser Miriam significaba ser un alma
considerada y autonulificada.
La mujer krupanowa era escultora. Que poseía otras habilidades –habilidades
menos fáciles de ser catalogadas– era innegable. El impacto con una estrella de
esta magnitud lanzó a Vanya fuera de su órbita superficial; mientras que antes
había existido en un estado nebuloso, la cola de un cometa, por así decirlo,
ahora se había transformado en un sol cuya cromósfera interior resplandecía con
imperecedera energía. Una pasión voluptuosa invadía su trabajo. Con bistre y
sangre seca, con verdín y amarillos cetrinos, perseguía los ritmos y las formas
que consumían su visión. Naranjos desnudos, de estatura colosal, apresaban
pechos que goteaban limo y sangre; odaliscas vendadas como momias y apóstoles
que ni siquiera el mismo Cristo había visto exponer sus heridas, sus miembros
gangrenados, su túmida concupiscencia. Estaban San Sossima y San Savatyi, Juan
el Guerrero y Juan el Precursor. A sus madonnas las ceñía con pétalos de loto,
con escorpinas doradas y elfos perversos, con una abundancia de frutos
incipientes. Inspirada por Kali y por Tlaloo, inventó diosas de cuyos cráneos
sonrientes brotaban reptiles de ojos topacio que miraban al cielo, sus labios
hinchados de blasfemia.
Llevó una vida singular al lado de la mujer krupanowa. Drogadas con el ritual de
la misa, se tambaleaban hasta el matadero, y de ahí a las vidas de los Papas.
Recorrían con sus dedos la piel de los cretinos y de los elefantes,
fotografiaban joyas y flores artificiales, y culís desnudos hasta la cintura;
exploraban los patológicos monstruos del mundo de los insectos y los aún más
patológicos monstruos de Roma. Por las noches soñaban con los ídolos enterrados
en la morena de Campeche y con toros embistiendo desde la estacada para venir a
morir bajo los sombreros de paja.
Su pulso se aceleró con la tumultuosa procesión de pensamientos que impulsaba a
través de sus venas la brillante y tibia sangre, encrespada al máximo. Miró el
libro que tenía sobre el regazo y de nuevo leyó estas palabras:
"Vista tal cual soy, y como siempre seré, siento que soy una fuerza tanto
creadora como de muerte, que soy un valor real, y tengo un derecho, un lugar,
una misión entre los hombres."
Súbitamente, sin ningún obstáculo ni advertencia, un dinamo se desató en su
interior. Cada partícula de su derretido ser se crispó violentamente con una
estremecedora embriaguez... Abigarradas palabras la drogaban con venenosa
concupiscencia... Supo que detrás de todas las cosas, sublimes o innobles, se
escondía una turbulenta fuerza vital, un significado y una belleza de lo cual el
arte, por glorioso que fuera, era tan sólo un pálido reflejo. "¡Quiero vivir!",
murmuró salvajemente. "¡Quiero vivir!"
2
Tony Bring, sentado solo en una habitación amueblada que dominaba el puerto. Era
medianoche. Esto significaba que había estado leyendo el mismo capítulo durante
dos horas o más. Todo era demasiado incomprensible, una orgía de aprendizaje
envuelta en armiño. Sintió que se hundía cada vez más y más profundamente, sin
llegar jamás al fondo.
Hacía apenas unos cuantos días que su amiga había puesto en sus manos esta
morfología de la historia, como se llamaba. Y ahora, pensó, el cuerpo de su
amiga se descomponía calladamente bajo un montecillo oculto con rosas.
Se sintió oprimido. No era tan sólo que el espíritu de su amiga yaciera
embalsamado entre las páginas del libro, tampoco era el hecho de que se le
escapara el significado del texto, era que ya no podía soportar la soledad que
sentía al estar ahí sentado, esperando escuchar el sonido de sus pasos.
La infernal espera se había prolongado ya varias semanas, no todas las noches,
es cierto, pero sí intermitentemente, y con una frecuencia que irritaba sus
nervios. Allá abajo, donde el puerto se dilataba en una inmensa explosión
tintada, había paz. La rizada superficie del agua se unía al manto nocturno
arrojando una película de silencio líquido sobre la tierra. Mientras hacía a un
lado la cortina para mirar en la oscuridad, un inexplicable terror se apoderó de
él. Le pareció sentir, como si fuera la primera vez, que estaba completamente
solo en el mundo. "Todos estamos solos", musitó para sí mismo, pero incluso al
decirlo no pudo evitar sentirse más solo que nadie en la tierra.
Por lo menos, se dijo (se había estado repitiendo lo mismo varias veces), no
había nada definitivo de qué preocuparse. ¿No lo había, en verdad? Mientras más
intentaba tranquilizarse, más se convencía de que alguna siniestra desgracia lo
acechaba, cuya realidad e inminencia se manifestaban a través de estos tenues y
oscuros presentimientos. Poco consuelo encontraba al pensar que la ordalía no
duraría mucho. Se trataba más bien de saber si ésta no constituía el preludio a
un aislamiento continuo y definitivo. Los periodos de ansiedad, que en un
principio tenían una duración razonable de una o dos horas, ahora se prolongaban
por lapsos de tiempo verdaderamente inconmensurables. ¿Mediante qué cálculo
podría medirse la absoluta agonía acumulativa entre la espera de una hora o la
de cinco? ¿Qué podía aclarar, en un problema como éste, el paso del tiempo
medido según el lento transcurrir de las manecillas de un reloj?
¿Pero, había explicación...? Sí, para las explicaciones no había límite. El aire
a veces se ponía triste con ellas. Sin embargo, no explicaban nada. El mismo
hecho de que existieran las explicaciones requería una explicación.
Su mente deambuló un rato por las complejidades de esa vida que se vive en las
grandes ciudades –las ciudades otoñales– donde reina un ordenado desorden, una
justicia desquiciada, una fría desunión que permite que un individuo se siente
tranquilamente frente a su chimenea mientras alguien arroja una piedra y al
hacerlo asesina vilmente a otro. Una ciudad, se dijo a sí mismo, es como un
universo, cada cuadra una constelación danzante, cada hogar una estrella
encendida, o un planeta incendiado. La vida cálida, gregaria, el humo y las
oraciones, la algarabía y la procesión, todo el maldito espectáculo tenía como
pivote al miedo. Si un hombre era capaz de amar a su prójimo tal vez pudiera
respetarse a sí mismo; si podía tener fe tal vez podría obtener paz –pero ¿cómo,
cómo, en este universo de ladrillos, en un manicomio de egocéntricos, en una
atmósfera de agitación, de lucha, de terror y violencia? Para el hombre de las
ciudades otoñales sólo quedaba la visión de la gran puta, madre de las rameras y
de las abominaciones de la tierra. Ellos odiarán a la ramera, la abandonarán y
la desnudarán y se comerán su carne, y la quemarán en el fuego. Esta era la
revelación de los espiritualmente muertos... el último capítulo... el libro de
los libros.
Tan absorto estaba en su fantasía que cuando repentinamente volteó y la vio de
pie en el umbral, casi se cae.
Estaba desnuda bajo su camisa morada. Él la retuvo a la distancia de sus brazos
y la miró larga, intensamente.
"¿Por qué me miras así?", dijo jadeando, todavía sin aliento.
"Estaba pensado qué diferente..."
"¿Vas a empezar con eso otra vez?"
"No", dijo tranquilamente. "No voy a insistir más, pero... bueno, mira Hildred,
a veces te ves tan terrible, sencillamente terrible. Cuando quieres, te puedes
ver peor que una puta." (Le faltó valor para decirle directamente: "¿Dónde
estabas?" o "¿Qué estuviste haciendo todo este tiempo?")
Ella fue al baño y regresó casi inmediatamente con una pequeña botella de aceite
de olivo y una toalla. Vertiendo unas cuantas gotas de aceite en sus manos,
comenzó a frotar su cara. La suave y esponjosa pelusa de la toalla absorbió la
mugre y la grasa que se habían acumulado en sus poros. Parecía el trapo con el
que un pintor limpia sus pinceles.
"¿No estabas preocupado por mí?", preguntó ella.
"Por supuesto que sí."
"¡Por supuesto! ¡Qué manera de decirlo! Y no hago más que llegar y lo primero
que me dices es que parezco una puta... peor que una puta."
"Tú sabes que yo no te dije puta", dijo él.
"Es lo mismo. Te gusta decirme cosas. No eres feliz a menos que me estés
criticando."
"Ay, no entremos en eso", dijo él fastidiado. Tenía ganas de gritar: "¡Al diablo
con todo! ¡Me amas, eso es todo lo que quiero saber! ¿Me amas?" Pero antes de
que se lo pudiera soltar, ella ya lo había calmado con su profunda y vibrante
voz. Su lenguaje era fluido... demasiado fluido. La pulsación de su oscuro y
exuberante ritmo latiendo a través de él como la tibia sangre en sus venas
femeninas despertaron en él sensaciones que confundía con el sentido de las
palabras que ella pronunciaba. Agrupándose en secreto, profusos y oscuros, sus
pensamientos penetraron en los de ella y quedaron suspendidos detrás de las
palabras, un velo que el más ligero viento podía desgarrar.
3
Ahí estaba sentado, el pequeño y repugnante farsante, con sus rizos dorados y
sus puntiagudas uñas chinas. Estaba casi en el escaparate, de espaldas a la
calle. Su parecido con Juan el Bautista era sorprendente. Cuando se levantó,
mostrándose plenamente, se transformó de súbito en un mastín, esa raza
inteligente que aprende a caminar sobre sus patas traseras después de arrebatar
algunos trozos de carne cruda. Exhibía una expresión habitualmente plácida. O
acababa de comer bien, o estaba a punto de hacerlo. Una pasividad oriental. Un
lago de cristal que al ondularse se rompería.
Los hombros anchos de Vanya y su portentosa estructura lo escondían casi por
completo. Resultaba cómica su solicitud. Tomando su mano, la mojaba con sus
labios como un cachorro lamiendo la mano de su dueña.
Un olor a comida rancia lo penetraba todo.
"¡Come, Vanya, come!", le imploraba él obsequiosamente. "Come todo lo que
quieras. ¡Come hasta reventar!" A Hildred la ignoraba cortésmente, o si se veía
obligado a dirigirse a ella, elaboraba sus comentarios con tan florida
hipocresía que ella hubiera querido estrangularlo. Tenía una manera especial de
levantar el labio superior y sonreír a través de sus dientes amarillos –mueca de
una blandura odiosa. "Te ves muy seductora esta noche", decía, "muy seductora",
dándole la espalda antes de terminar el cumplido.
La presencia de un poeta que insistía en guardar espagueti en los bolsillos de
su chaleco estaba provocando una ligera conmoción. En el último grado de
embriaguez se esforzaba por divertir a un par de mujeres que se le colgaban como
buitres. Estaban desnudas bajo sus abrigos de piel, que él abría ocasionalmente.
En las esquinas de sus ojos inyectados en sangre había una sustancia blancuzca;
los párpados, despojados ya de sus pestañas, parecían gomas ulceradas. Al
sonreír se asomaban entre sus gruesos y amorfos labios unos cuantos muñones
chamuscados y la punta de una lengua húmeda. Se reía sin cesar, con una risa que
era como el gorgotear de una alcantarilla.
Las perras a cuyos oídos susurraba tartamudeando sus delicadas palabras lo
miraban con infatuada incomprensión. En relación al sexo opuesto, a él sólo le
preocupaba una cosa –que sus mujeres tuvieran los órganos necesarios para su
gratificación. Fuera de eso, poco le importaba si eran morenas o blancas, bizcas
o sordas, enfermas o imbéciles. En cuanto a ese pequeño farsante, Willie Hyslop
y su pandilla, uno no podría decir nada a menos que le viera de la cintura para
abajo, y aún así el problema era complicado.
"¡Criatura vil y repugnante!", estalló Hildred al salir de la cafetería. "No
entiendo cómo puedes soportarlo."
"Oh, realmente no es tan malo", dijo Vanya. "No veo por qué lo desprecias más
que a los otros."
"No puedo evitarlo", dijo Hildred. "Me molesta que lo dejes utilizarte."
"Pero si ya te lo dije, estoy arruinada... completamente arruinada. Si no fuera
por él, por el pobre tonto que es, no sé dónde estaría yo ahora."
Hablaban en la calle, a la puerta de Vanya.
¿Por qué se queda aquí parada? pensó Hildred. ¿Por qué no me invita a pasar?
Como si sus pensamientos se dividieran, Vanya cambió de postura, intranquila,
sintiéndose extrañamente turbada, haciendo vacilantes intentos por prolongar la
conversación. Había algo en su mente que durante toda la noche había estado
tratando de expresar. Más de una vez había intentado abordar el tema
indirectamente pero, o Hildred era muy torpe, o no estaba dispuesta a colaborar
en lo más mínimo.
"¿Entonces, te gustaría ir a París conmigo?", dijo Vanya impulsivamente.
"Me encantaría más que nada en el mundo. Pero..."
"Escucha, ¿no te parece extraño que te haya hablado como lo hice esta noche?"
"Siento como si te conociera de toda la vida." Y entonces, de repente, añadió
serenamente: "¿Aquí es donde vives?"
"Por el momento", respondió Vanya, afirmando con la cabeza.
Se quedaron en silencio durante un momento.
"Vanya", dijo Hildred, de nuevo impulsivamente, con voz suave, vehemente,
"Vanya, quiero que me dejes ayudarte. ¡Debes hacerlo! No puedes seguir así."
Vanya tomó la mano de Hildred. Se miraron a los ojos. Permanecieron así durante
todo un minuto, sin que ninguna de las dos se atreviera a romper los límites de
la palabra.
Finalmente, Vanya dijo serena: "Sí, te dejaré ayudarme... con gusto... ¿pero
cómo?"
Hildred titubeó. "Eso", respondió, "no lo sé ni yo misma." Las palabras cayeron
lentas, como copos de nieve de sus labios. "Sólo considérame tu amiga", añadió
con sinceridad.
Ya fuera por el efecto de estas últimas palabras, o por la determinación de
llevar a cabo alguna idea preconcebida, de cualquier manera, Vanya se volteó
intempestivamente, decidida a condescender.
Desdeñando a su un tanto asustada compañera, su amiga, le suplicó que esperara.
"Solo un momento", imploró. "Tengo algo que quiero darte."
Hay un tema relacionado con la lectura de libros que creo que vale la pena
desarrollar porque implica un hábito que es muy generalizado y sobre el cual,
que yo sepa, muy poco se ha escrito: me refiero a la lectura en el retrete.
Siendo joven, en busca de un lugar seguro donde devorar los clásicos prohibidos,
a veces acudía a refugiarme en el cuarto de baño. Desde esa época juvenil ya
nunca volví a leer en el retrete. Cuando busco paz y quietud tomo el libro y me
marcho al bosque. No conozco mejor lugar para leer un buen libro que las
profundidades de la espesura. Con preferencia junto a un arroyo.
Inmediatamente escucho objeciones. "¡Pero no todos tenemos la fortuna de usted!
Tenemos empleos, vamos al trabajo y regresamos de él en tranvías, autobuses y
metros atestados; a duras penas tenemos un minuto que podamos llamar nuestro."
Yo mismo fui "trabajador" hasta los treinta y tres años. Fue en este período
temprano de mi vida cuando realicé la mayor parte de mis lecturas.
Invariablemente leía en condiciones difíciles. Recuerdo que cierta vez me
reprendieron al sorprenderme leyendo a Nietzsche, en vez de corregir el catálogo
de pedidos por correo, que era entonces mi ocupación. Ahora que lo pienso
comprendo que fue afortunado que me hayan despedido. ¿Acaso Nietzsche no fue
mucho más importante en mi vida que el conocimiento del negocio de los pedidos
por correo?
Durante cuatro años consecutivos, en el trayecto de ida y vuelta entre las
oficinas de la Everlasting Portland Cement Co. y mi casa, leí los libros más
"pesados". Leía de pie, apretujado por los cuatro costados por pasajeros como
yo. No solamente leía durante estos viajes en el suburbano sino que memorizaba
extensos pasajes de esos tomos demasiado compactos. Aunque no hubiera servido
para otra cosa, fue un valioso ejercicio en el arte de la concentración. En este
empleo muchas veces me quedaba trabajando hasta muy avanzada la noche, por lo
general sin almorzar, no porque quisiera leer durante la hora del almuerzo sino
porque no tenía dinero para comer. De noche cenaba deprisa y corría a reunirme
con mis compañeros. En esos años, y muchos años después, raras veces dormí más
de cuatro a cinco horas diarias, pero leía enormemente. Además, repito, leí -por
lo menos para mí- los libros más difíciles y no los fáciles. Nunca leí para
matar el tiempo. Raras veces leo en la cama, a menos que me sienta indispuesto o
finja sentirme mal para gozar un breve descanso. Contemplando el pasado, me
parece que siempre leía en posición incómoda. (Que es la forma en que escriben
la mayoría de los escritores y pintan la mayoría de los pintores, según
compruebo.) Pero lo leído penetró. Lo importante es, y debo recalcarlo, que leía
sin desviar la atención y con todas las facultades que poseía. Cuando jugaba me
sucedía lo mismo.
De vez en cuando iba a pasar la noche en la biblioteca pública, para leer. Eso
era como ocupar un palco en el paraíso. A menudo, cuando abandonaba la
biblioteca, decía para mis adentros: "¿Por qué no vienes más a menudo?" El
motivo de que no lo hiciera, por supuesto, era que la vida se interponía en el
camino. Uno muchas veces dice la "vida" para indicar el placer o cualquier
distracción tonta.
Por lo que he podido establecer mediante conversaciones con amigos íntimos, la
mayoría de las lecturas que se hacen en el retrete es lectura inútil. Los
periódicos, las revistas gráficas, los folletines, las novelas policíacas y de
aventuras, y todos los cabos sueltos de la literatura, es lo que la gente lleva
al baño para leer. Algunos, según me dicen, tienen estantes con libros en el
cuarto de baño. Su material de lectura los espera, por así decirlo, como los
espera en el consultorio del dentista. Es sorprendente la avidez con que la
gente examina el "material de lectura", según se le llama, que encuentra en
grandes pilas en las salas de espera de los profesionales. ¿Será para distraer
la mente de la dolorosa prueba que los aguarda? Mis limitadas observaciones me
indican que estos individuos ya han absorbido más de lo que les corresponde en
cuanto a los "acontecimientos de actualidad": guerra, accidentes, más guerra,
desastres, guerra otra vez, homicidios, más guerra, suicidios, guerra de nuevo,
asaltos de bancos, nuevamente guerra y más guerra, fría y caliente. No cabe duda
de que son los mismos individuos que tienen la radio funcionando prácticamente
todo el día y la noche, que van al cine con la máxima frecuencia posible -donde
reciben más noticias frescas, más "acontecimientos de actualidad"- y que compran
televisores para sus hijos. ¡Todo para estar informados! ¿Pero saben algo que
realmente valga la pena saber sobre estos acontecimientos de tremenda
importancia que conmueven al mundo?
La gente podrá insistir en que devora los diarios o pega las orejas a la radio
(a veces las dos al mismo tiempo) para mantenerse al corriente de las
actividades del mundo, pero es pura ilusión. Lo cierto es que apenas estos
tristes individuos no están activos, no están ocupados, adquieren noción de un
siniestro y doloroso vacío dentro de sí mismos. Francamente no importa con qué
papilla se harten, lo importante es no ponerse cara a cara frente a sí mismos.
Meditar sobre el problema del día, o siquiera sobre los problemas personales, es
lo último que el individuo normal quiere hacer.
Incluso en el retrete, donde uno creería innecesario hacer algo, pensar algo,
donde por lo menos una vez al día uno se encuentra a solas consigo mismo y todo
lo que suceda sucede automáticamente, hasta este momento de gloria, porque es en
realidad un tipo de gloria menor, debe ser interrumpido mediante la
concentración en el material impreso. Creo que cada cual tiene su tipo de
lectura preferida para la intimidad del excusado. Algunos navegan por largas
novelas; otros, en cambio, sólo leen la hojarasca más superficial. Algunos, no
cabe la menor duda, simplemente vuelven las páginas y sueñan. ¿Cómo son los
sueños que sueñan?, nos preguntamos. ¿De qué se tiñen sus sueños?
Hay madres que nos dirán que sólo en la toilette tienen oportunidad de leer.
¡Pobres madres! La vida es realmente dura para vosotras en estos tiempos. Sin
embargo, comparadas con las madres de cincuenta años atrás, vosotras tenéis más
oportunidad para desarrollaros a vosotras mismas. En vuestro completo arsenal de
dispositivos que economizan trabajo tenéis lo que ni siquiera las emperatrices
de la antigüedad poseyeron. Si al adquirir todos esos artefactos queríais
realmente ahorrar "tiempo", entonces habéis sido cruelmente engañadas.
Después están los niños, por supuesto. Cuando todas las demás excusas fallan,
siempre son "los niños". Vosotras tenéis jardines de infantes, campos de juego,
niñeras y Dios sabe qué otras cosas. Hacéis dormir la siesta a los niños después
de almorzar y los acostáis lo antes posible, todo de acuerdo con los "modernos"
métodos aprobados. En suma, tenéis lo menos posible que hacer con vuestros
hijos. Son eliminados, tal como sucede con los odiosos menesteres domésticos.
Todo en nombre de la ciencia y la eficiencia.
("Francais, encore un tout petit effort...!")
Sí, mis queridas madres, sabemos que por mucho que hagáis siempre hay más que
hacer. Es verdad que vuestra tarea nunca se acaba. ¿De quién será, me pregunto?
¿Quién descansa el séptimo día, no siendo Dios? ¿Quién contempla su obra, cuando
está terminada, y la halla buena? Al parecer el único que lo hace es el Creador.
A
veces me pregunto si estas madres conscientes que siempre se quejan de que nunca
terminan su trabajo (forma inventada de autoelogio), me pregunto, como decía, si
alguna vez se les ocurre llevarse al retrete, no material de lectura sino
pequeños trabajitos que han dejado sin terminar. O bien, diciéndolo de otra
manera, ¿alguna vez se les ocurre sentarse a meditar sobre su suerte durante
esos preciosos momentos de completa intimidad? ¿Alguna vez, en tales momentos,
piden al buen Señor fuerzas y valor para seguir marchando por el camino del
martirio?
Muchas veces me pregunto cómo se las arreglaron nuestros pobres antepasados,
empobrecidos y totalmente incapacitados, para hacer lo que hicieron. Algunas
madres de antes, como sabemos por las vidas de los grandes hombres, lograron
leer en abundancia a pesar de esas graves "incapacidades". Parecería como si
algunas hubiesen tenido tiempo para todo. No solamente cuidaron a sus hijos, les
enseñaron todo lo que sabían, los amamantaron, les dieron de comer, los
limpiaron, jugaron con ellos y hasta les confeccionaron la ropa (y a veces hasta
las telas), no solamente lavaban y planchaban la ropa de todos, sino que por lo
menos algunas también consiguieron echar una mano a sus esposos, especialmente
si eran gente sencilla del campo. Son innumerables las cosas grandes y pequeñas
que nuestros antepasados hicieron sin ninguna ayuda, antes de que hubiese
dispositivos que ahorraran trabajo, dispositivos que ahorraran tiempo, antes de
que hubiese medios para aprender más rápido, antes de que hubiese jardines de
infantes, guarderías, centros de recreo, trabajadores sociales, cinematógrafos y
oficinas de asistencia federal de todo tipo.
Puede que las madres de nuestros grandes hombres también hayan tenido la
costumbre de leer en el baño. Si es así, comúnmente no se sabe. Tampoco he leído
que lectores omnívoros como Macaulay, Saintsbury y Rémy de Gourmont, por
ejemplo, cultivasen este hábito. Sospecho, en cambio, que estos lectores
gargantuescos han vivido demasiado activos, demasiado concentrados en su
objetivo, como para derrochar el tiempo de esta manera. El hecho mismo de que
fueran lectores tan prodigiosos indicaría que su atención siempre estuvo
indivisa. Es cierto, sin embargo, que existen bibliómanos que leen durante las
comidas o mientras caminan; puede que algunos hasta consigan leer y conversar al
mismo tiempo. Hay un tipo de persona que no puede resistir la lectura de todo
cuanto entra dentro de su campo visual: leen literalmente de todo, hasta los
avisos de objetos perdidos en el diario. Están obsesionados y son dignos de
compasión.
Quizá no esté de más un sano consejo en esta encrucijada. Si tus intestinos se
niegan a funcionar, consulta a un herborista chino. No leas para distraer la
mente de la ocupación que tienes entre manos. Al sistema autónomo le agrada la
concentración total y responde a ella, sea al comer, dormir, evacuar o lo que tú
quieras. Si no puedes comer, si no puedes dormir, es porque algo te molesta. Hay
algo "sobre tu mente", donde en realidad no debería estar, en otras palabras. Lo
mismo reza en cuanto a las deposiciones. Elimina de tu cabeza todo lo que no sea
la ocupación que estás cumpliendo. No importa lo que hagas, encáralo con la
mente libre y la conciencia limpia. Este es un consejo antiguo y sano. En la
actualidad se tiende a intentar varias cosas al mismo tiempo para "aprovechar el
tiempo al máximo", como se dice. Esto es completamente desacertado,
antihigiénico e ineficaz. ¡Las cosas se hacen con lo fácil! "Ocúpate de las
cosas pequeñas, porque las grandes se hacen solas". Todo el mundo escucha eso
cuando es niño. Muy pocos lo practican.
Si reviste vital importancia alimentar el cuerpo y la mente, la misma
importancia tiene eliminar del cuerpo y la mente lo que ha servido a sus fines.
Lo que no se usa y se "acapara" se torna ponzoñoso. Esto es sentido común liso y
llano. Se desprende, por lo tanto, que si acudes al baño para eliminar el
material de desecho acumulado en tu organismo, te perjudicas si empleas esos
preciosos momentos en llenarte la cabeza con "desperdicios". ¿Acaso para ahorrar
tiempo se te ocurriría comer y beber sentado en el excusado?
Si todo momento de la vida es tan precioso para ti, si insistes en razonar para
tus adentros que el tiempo que pierdes todos los días en el retrete no es
despreciable -algunas personas prefieren llamarlo "W.C." o el "John"- entonces,
cuando tomes tu material de lectura preferido pregúntate: "¿Necesito esto? ¿Por
qué?" (Los fumadores muchas veces lo hacen cuando tratan de quitarse del vicio y
lo mismo hacen los alcohólicos. Es una estratagema que no debe desdeñarse.)
Supongamos -¡y ya es suponer mucho!- que eres una persona que solamente lee en
el excusado "la mejor literatura del mundo". Aun así, sostengo que te valdrá la
pena preguntarte: "¿Necesito esto?". Supongamos que te resistieras a leer La
Divina Comedia. Supongamos que en vez de leer este gran clásico medites sobre lo
que has leído sobre él o lo que has oído decir de él. Eso produciría una ligera
mejoría. Mejor todavía, sin embargo, sería no meditar sobre literatura en
absoluto sino simplemente mantener la mente tan abierta como el intestino. Si
por fuerza tienes que hacer algo, ¿por qué no ofreces una silenciosa oración al
Creador, una oración de agradecimiento porque tus intestinos todavía funcionan?
¡Imagínate cuál sería tu situación si se paralizaran! Poco tiempo lleva ofrecer
una oración de este tipo y, además, ofrece la ventaja de poder sacar al Dante a
la luz del sol, donde podrás comulgar con él en términos más iguales. Tengo la
certeza de que ningún escritor, ni siquiera muerto, se sentiría halagado si
alguien asociara su obra con el sistema de cloacas. Ni siquiera las obras
escatológicas se gozan al máximo en el excusado. Habría que ser un auténtico
coprófilo para explotar al máximo una situación así.
Habiendo dicho algunas cosas duras sobre la madre moderna, ¿qué me quedaría para
el padre moderno? Me limitaré al padre norteamericano porque lo conozco mejor.
Esta especie de padre de familia, como sabemos perfectamente, se considera a sí
misma un desdichado esclavo al que nadie aprecia. Además de proveer para los
lujos y necesidades de la vida, hace todo lo posible por mantenerse en segundo
plano. Si tuviera uno o dos minutos de ocio, se creería en el deber de lavar los
platos o cantar al nene para que se duerma. A veces se siente tan apremiado, tan
acuciado y tan abusado que cuando su pobre mujer agotada, desnutrida y opaca se
encierra en el baño -o sea el "W.C."- durante una hora interminable, se enfurece
hasta el extremo de querer romper la puerta para asesinarla allí mismo.
A estos pobres diablos que desconocen su verdadero papel quisiera recomendarles
el siguiente procedimiento para el caso de presentarse una crisis así. Digamos
que ella ha estado encerrada "allí" por lo menos media hora. No está constipada,
no se está masturbando ni se está hermoseando. "¿Entonces qué demonios hace
allí?" ¡Cuidado! Yo sé lo que pasa cuando te pones a hablar solo. No pierdas los
estribos. Simplemente trata de imaginar que, sentada allí, en el excusado, está
la mujer que antaño amaste tan locamente que por nada en el mundo te habrías
enfadado con ella. No te pongas celoso de Dante, de Balzac o Dostoievsky si
éstas son las sombras con las cuales ella se está comunicando allí. "¡Y hasta
puede que lea la Biblia! Ha estado allí lo suficiente como para leer el
Deuteronomio." Lo sé. Sé la impresión que esto te causa. Pero no está leyendo la
Biblia, y tú lo sabes. Quizá tampoco sea Los poseídos, ni Seraphita, ni Holy
Living (Vida Santa) de Jeremy Taylor. Podría ser Lo que el viento se llevó.
¿Pero qué importa? El remedio -créeme hermano, ¡el único remedio!- es ensayar
una actitud distinta. Ensaya las preguntas y respuestas. Como éstas, por
ejemplo.
-¿Qué haces allí dentro, querida?
-Estoy leyendo.
-¿Se puede saber qué?
-Algo sobre la Batalla del Marne.
(Simula no irritarte por eso. ¡Prosigue!)
-Me pareció que estabas puliendo tu español.
-¿Cómo dices, amor mío?
-Te preguntaba si es bueno.
-Oh, no, muy aburrido.
-¿Quieres que te traiga otra cosa?
-¿Cómo dices, querido?
-Decía si quieres que te traiga una bebida fresca mientras lees ese material.
-¿Que material?
-La Batalla del Marne.
-Oh, eso ya lo terminé. Ahora estoy leyendo otra cosa.
-¿Necesitas algún libro de referencia, querida?
-Me parece que sí. Me gustaría un diccionario abreviado, el Websters, si no es
molestia.
-¿Molestia? Es un placer. Te traeré el no abreviado.
-No, con el abreviado es suficiente. Es más manejable.
(Corre ahora de un lado para otro, como si buscaras el diccionario.)
-Querida, no encuentro ni el abreviado ni el no abreviado ¿Te serviría la
enciclopedia? ¿Qué es lo que buscas, una palabra, una fecha, o...?
-Oye, querido, lo que en realidad quiero es paz y tranquilidad.
-Sí, querida, por supuesto. Quitaré la mesa, lavaré los platos y acostaré a los
chicos. Después si quieres te leeré. Acabo de descubrir un magnífico libro sobre
Nostradamus.
-Eres muy atento, querido. Pero prefiero seguir leyendo.
-¿Leyendo qué?
-Se llama Las memorias del mariscal Joffre, con un prefacio de Napoleón y un
detallado estudio de las principales campañas escrito por un profesor de
estrategia militar -¡no figura su nombre!- de West Point. ¿Ahora estás conforme,
querido?
-Perfectamente.
(Entonces vete a buscar el hacha en la pila de leña. Si no hay pila de leña
tendrás que inventarla. Rechina los dientes como si afilaras el hacha, tal como
hace Minutten en Mysteries.)
Pero he de darte otro consejo. Cuando ella no mire, deja un ejemplar de la obra
de Balzac Sobre Catalina de Médicis en el W.C., ponle una marca en la página 169
y subraya el siguiente pasaje:
El
cardenal acababa de comprobar que Catalina le había traicionado. La taimada
italiana había visto en la rama joven de la familia real un obstáculo que podría
utilizar para contrarrestar las pretensiones de los Guisas, y, a pesar del
consejo de los dos Gondis, quienes le indicaron que dejara actuar contra los
Borbones a los Guisas con toda la violencia de que eran capaces, consiguió
frustrar, poniendo sobre aviso a la reina de Navarra, el complot para secuestrar
Béarn que los Guisas habían urdido con el rey de España. Como solamente conocían
este secreto de Estado ellos mismos y Catalina, los príncipes de Lorena tuvieron
la seguridad de que los había traicionado y quisieron enviarla de nuevo a
Florencia; pero para obtener pruebas de la traición de Catalina al Estado -el
Estado era la Casa de Lorena- el duque y el cardenal la utilizaron como
instrumento para deshacerse del rey de Navarra.
La ventaja de darle a leer un texto como éste consiste en que apartará por
completo su mente de los quehaceres domésticos y la colocará en condiciones de
charlar contigo de historia, profecías o simbolismos el resto de la noche. Hasta
es probable que se sienta tentada a leer la introducción escrita por George
Saintsbury, uno de los más grandes lectores del mundo, virtud o vicio que no le
impidió escribir algunos de los prefacios o introducciones más tediosos y
superfluos para las obras de otros.
Podría sugerir, por supuesto, otros libros absorbentes, principalmente uno
llamado Nature and Man (La Naturaleza y el Hombre) de Paul Weiss, profesor de
filosofía y lógica, que si no es simplemente de primera fila, por lo menos es de
"aguas lustrosas", un ventrílocuo capaz de retorcerle los sesos a un pundit
rabínico para hacer un nudo gordiano con ellos. Se puede leer al azar esta obra
sin perder ni un solo hilo de su destilada lógica. Todo ha sido predigerido por
el autor. El texto no tiene otra cosa que pensamiento puro. He aquí un ejemplo,
de la parte sobre "Inferencia".
La inferencia necesaria difiere de la contingente en que la premisa basta para
justificar la conclusión. En la inferencia necesaria sólo existe una relación
lógica entre la premisa y la conclusión: no hay ningún principio que provea el
contenido para la conclusión. Tal inferencia es derivable de una inferencia
contingente tratando al principio contingente como premisa. C. S. Pierce parece
haber sido el primero que descubrió esta verdad. "Designemos las premisas de
cualquier argumento con la letra P, la conclusión con C y el principio con L
-dijo-. Entonces, si todo el principio se expresa como premisa, el argumento se
convertirá en L y P (ergo) C. Pero este nuevo argumento también tiene que tener
su principio, que puede denotarse con L. Ahora bien, como L y P (suponiendo que
sean verídicas) contienen todo lo necesario para determinar la verdad probable o
necesaria de C, entonces contienen a L. Por lo tanto, L tiene que estar
contenida en el principio, esté expresado en la premisa o no. De ahí que todo
argumento tenga, como porción de su principio, cierto principio que no puede
eliminarse de su principio. Tal principio podría denominarse principio lógico."
Todo principio de inferencia, como indica con claridad la observación de Pierce,
contiene un principio lógico mediante el cual es posible avanzar rigurosamente
desde una premisa y el principio original hasta la conclusión. Todo resultado de
la naturaleza o de la mente, por lo tanto, es consecuencia necesaria de algún
antecedente y de algún curso que parte de ese antecedente y termina en ese
resultado 1.
El lector se preguntará por qué no he sugerido la Fenomenología de la mente, de
Hegel, que es la piedra angular reconocida de toda la suite Cascanueces de la
prestidigitación intelectual, o sea Wittgenstein, Korzybski, Gurdjieff y Cía.
¡Por qué no! ¿Por qué no la Philosophy of As If (Filosofía del como si) de
Vaihinger? ¿O The Alphabet (El alfabeto) de David Diringer? ¿Por qué no The
Ninety-Five Theses (Las noventa y cinco tesis) de Lutero o el Preface to the
History of the World (Prefacio a la Historia del Mundo) de Walter Raleigh? ¿Por
qué no la Aeropagitica de Milton? Todos son libros amorosos. Tan edificantes,
tan instructivos...
Ah, si nuestro pobre pater familias norteamericano tomase a pecho este problema
de la lectura en el cuarto de baño, si prestase seria consideración al medio más
eficaz para romper este hábito, ¡qué lista de libros no idearía para un Estante
Privado de Un Metro Cincuenta! Con un poco de ingenio conseguiría curar a su
esposa del hábito o disgregarle la mente.
Si realmente fuera ingenioso pensaría en un sustituto de este pernicioso hábito
de lectura. Podría, por ejemplo, tapizar las paredes del "waterre", como dicen
los franceses, con lienzos. ¡Qué agradable, sedante, lenitivo y educativo sería
dejar que la mirada recorra algunas obras maestras mientras se responde a la
llamada de la naturaleza! Para empezar, Romney, Gainsborough, Watteau, Dalí,
Grant Wood, Soutine, Brueghel el Viejo y los hermanos Albright. (Las obras de
arte, dicho sea de paso, no son una afrenta para el sistema autónomo.) O bien,
si su gusto no tiende hacia esas direcciones, podría revestir las paredes del
"waterre" con las cubiertas del Saturday Evening Post o con tapas de Time, pues
nada podría ser más "básico-básico", para emplear el lenguaje de la dianética. O
bien podría aprovechar los ratos de ocio para ponerse a bordar en sedas
multicolores alguna leyenda rara para colgar a la altura de los ojos cuando ella
ocupa su lugar acostumbrado en el "waterre", una leyenda como esta: Hogar es
todo sitio donde uno cuelga el sombrero. Como esto entraña una moraleja, podría
cautivarla de manera inimaginable. ¡Hasta la liberaría de la blanca muleta del
excusado en tiempo récord, vaya uno a saber!
En este punto creo importante mencionar el hecho de que la ciencia acaba de
descubrir la eficacia, la eficacia terapéutica, del Amor. Los suplementos
dominicales están repletos de temas así. Al parecer éste es el gran
descubrimiento del siglo, después de la dianética, los platillos volantes y la
cibernética. El hecho de que hasta los psiquiatras reconozcan ahora la validez
del amor, imparte un sello de aprobación que (al parecer) Jesucristo, La Luz del
Mundo, no consiguió facilitar. Las madres, que ahora han despertado a este hecho
incontrovertible, ya no tendrán problemas en sus tratos con sus hijos ni
tampoco, "ipso facto", en sus tratos con sus maridos. Los alcaides abrirán las
cárceles para soltar a los reclusos; los generales ordenarán a sus hombres que
abandonen las armas. El milenio está a la vuelta de la esquina.
No obstante, y a pesar de la llegada del milenio, los seres humanos todavía
estarán obligados a reparar en el "water closet" diariamente. Todavía tropezarán
con el problema de cómo sentarse en el excusado para aprovechar mejor el tiempo.
Este problema es virtualmente un problema metafísico. Para desempeñar esta
función la naturaleza no nos pide otra cosa que completa conformidad. La única
colaboración que demanda de nuestra parte es nuestra disposición a dejar salir.
Evidentemente, cuando el Creador diseñó el organismo humano comprendió que sería
mejor para nosotros dejar libradas ciertas funciones a sí mismas; es evidente
que si funciones tan vitales como la respiración, el sueño o la defecación
quedasen libradas a nuestra disposición, algunos dejaríamos de respirar, de
dormir o de concurrir al baño. Muchas personas, recordemos que no todos están en
el manicomio, ponen en tela de juicio la inteligencia de su propio organismo.
Preguntan por qué, no para saber sino para ridiculizar lo que su limitada
inteligencia no alcanza a comprender. Contemplan las demandas del cuerpo como
tiempo desperdiciado. ¿Cómo pasan, entonces, el tiempo esos seres superiores?
¿Están completamente al servicio de la humanidad? ¿No comprenden la razón de que
haya que perder tiempo en comer, beber, dormir y defecar porque tienen tantas
obras buenas que hacer? Sería interesante saber lo que quiere decir esta gente
cuando habla de "perder el tiempo".
Tiempo, tiempo... Muchas veces me he preguntado qué haríamos con el tiempo si de
pronto tuviésemos el privilegio de funcionar a la perfección. Porque en cuanto
pensamos en el funcionamiento perfecto, ya no podemos retener la imagen de la
sociedad tal como está constituida en la actualidad. Gastamos la mayor parte de
nuestra vida luchando contra desajustes de todo tipo; todo está fuera de sus
carriles, desde el cuerpo humano hasta el cuerpo político. Suponiendo que el
cuerpo humano funcione bien y que el cuerpo social también funcione bien,
pregunto: "¿Qué haríamos con nuestro tiempo?" Para circunscribir por el momento
el problema a un solo aspecto, la lectura, ruego al lector que imagine qué
libros, qué tipo de libros, consideraría entonces necesarios o dignos de merecer
un poco de tiempo. En cuanto estudiamos el problema de la lectura desde este
punto de vista toda la literatura se desmorona. Según mi entender, en la
actualidad leemos principalmente por los siguiente motivos: uno, para escapar de
nosotros mismos; dos, para armarnos contra peligros reales o imaginarios; tres,
para "mantenernos a la altura" de nuestros vecinos o para impresionarles, lo
cual es lo mismo; cuatro, para saber lo que pasa en el mundo; cinco, para
entretenernos, lo que significa ser estimulados a una actividad mayor y
superior, y a una existencia más rica. Podríamos agregar otras razones, pero
estas cinco me parecen las principales, y las he consignado por orden de
importancia actual, según creo conocer a mis semejantes. No hace falta
reflexionar mucho para llegar a la conclusión de que si fuésemos correctos con
nosotros mismos y todo marchase bien en el mundo, la única razón válida, la que
tiene menor importancia en el presente, sería la última. Las otras
desaparecerían porque no tendrían razón de existir. E incluso la nombrada en
último término, dadas las condiciones ideales mencionadas, tendría poco o ningún
asidero en nosotros. Hay y siempre hubo individuos raros que ya no necesitan los
libros, ni siquiera los libros "sagrados". Éstos son precisamente los
iluminados, los que han despertado. Saben perfectamente bien lo que sucede en el
mundo. No consideran la vida como un problema ni un calvario, sino como un
privilegio y una bendición. No buscan imbuirse de conocimientos sino de
sabiduría. No viven torturados por el miedo, la ansiedad, la ambición, la
envidia, la codicia, el odio o la rivalidad. Se interesan profundamente pero al
mismo tiempo se despreocupan. Gozan todo lo que hacen porque participan
directamente. No tienen necesidad de leer libros sagrados ni de comportarse como
santos porque ven la vida en su totalidad y ellos mismos son totales, de manera
que para ellos todo es total y sagrado.
¿Cómo gastan su tiempo estos individuos excepcionales?
Ah, se han dado muchas respuestas a esta pregunta. Y el motivo por el cual
existen muchas respuestas es que todo el que sea capaz de plantearse tal
pregunta ante sí mismo, piensa en un tipo distinto de individuo "excepcional".
Algunos consideran que estos raros individuos pasan su vida entregados a la
oración y a la meditación; otros los ven actuando en el concierto de la vida,
desempeñando un sinnúmero de ocupaciones, pero sin hacerse notar nunca. Sin
embargo, no importa cómo contemplemos a estas almas raras, no importa el mucho o
poco desacuerdo que haya en cuanto a la validez o la eficacia de su manera de
vivir, estos hombres tienen en común una cualidad, cualidad que los distingue
radicalmente del resto de la humanidad y proporciona la clave de su
personalidad, su raison dêtre: ¡tienen todo el tiempo en sus propias manos!
Estos hombres jamás están demasiado apurados, jamás demasiado ocupados como para
no responder a una llamada. El problema del tiempo sencillamente no existe para
ellos. Viven el momento y tienen noción de que cada momento es una eternidad.
Todos los demás tipos de individuos que conocemos establecen límites a su tiempo
"libre". Los primeros, en cambio, no tienen otra cosa que tiempo libre.
Si pudiera darte un pensamiento que te conviene llevar contigo todos los días al
baño sería el siguiente: "Medita en tus momentos libres". Si este pensamiento no
rinde sus frutos, entonces vuelve a tus libros, a tus revistas, a tus diarios, a
tus historietas cómicas, a tus aventuras. Amaos, informaos, preparaos,
divertíos, olvidaos de vosotros mismos, dividíos los unos a los otros. Y cuando
hayáis hecho todas estas cosas (inclusive el bruñido del oro, como recomienda
Cennini), preguntaos si sois seres más fuertes, más sabios, más felices, más
nobles, más conformes. Sé que no lo seréis, pero eso está en vosotros
descubrirlo.
Es curioso, pero el mejor tipo de excusado -según los médicos- es aquel donde
sólo un equilibrista podría leer. Me refiero a los que encontramos en Europa,
Francia especialmente, y que hacen gemir al turista norteamericano. No hay
asiento, no hay un cuenco, sino simplemente un agujero en el piso con dos
baldosas para los pies y un pasamanos a ambos lados para sostenerse. Uno no se
sienta como de ordinario, sino que se pone en cuclillas. (Les vrais chiottes,
quoi!) En estos extraños retretes jamás se le mete a uno en la cabeza la idea de
leer. Lo único que uno quiere es terminar lo antes posible v no mojarse los
pies. Nosotros, los norteamericanos, aunque disimulamos todo lo que se relacione
con las funciones vitales, terminamos haciendo tan atractivo al "W.C." que nos
quedamos allí sin hacer nada después de haber terminando lo que teníamos que
hacer. La combinación de excusado y baño nos resulta por demás atractiva.
Bañarse en un lugar distinto de la casa nos parecería absurdo. Pero no podría
parecerlo para personas realmente delicadas.
Interrupción... Hace unos momentos dormí la siesta al aire libre, en medio de
una densa niebla. Fue un sueño liviano, interrumpido por el zumbido de un
insistente moscardón. En uno de mis sobresaltos, entre dormido y despierto,
acudió a mi mente el recuerdo de un sueño o, para ser más exacto, el fragmento
de un sueño. Se trata de un sueño viejo, muy viejo, y sumamente maravilloso, que
vuelve a mí -en ocasiones- con insistencia. Por momentos se me presenta con
tanta claridad, aunque colado por una grieta, que dudo que haya sido un sueño.
Me pongo entonces a devanarme los sesos para recordar el título de una serie de
libros que en una época mantuve encerrados en un cofrecito. En este momento la
naturaleza y contenido de este sueño recurrente no aparecen tan nítidos como en
otras ocasiones. No obstante, su aura todavía conserva su intensidad, como
también las asociaciones que suelen acompañar a su evocación.
Hace un instante me preguntaba por qué siempre pienso en este sueño en relación
con el retrete, pero entonces recordé de pronto que al salir de mi estado
onírico, o, mejor dicho, cuando estaba a punto de salir de él, percibí el
desagradable olor del excusado que está escondido en ese "pozo negro" de mi
casa, en ese barrio que siempre prolongo a la "calle de los viejos pesares". En
invierno era un verdadero problema refugiarse en este congelado y hermético
cubículo que nunca estaba alumbrado, ni siquiera por una vacilante mecha de
aceite comestible.
Pero otra cosa más precipitó el recuerdo de esos días idos tanto tiempo atrás.
Esta misma mañana examiné el índice que aparece en el último volumen de The
Harvard Classics con el fin de refrescar la memoria. Como siempre, la simple
idea de esta colección despierta memorias de días sombríos pasados en el altillo
con estos sangrientos libros. Considerando el triste estado de ánimo en que
solía estar cuando me retiraba a este ala funeraria de la casa, no puedo menos
que maravillarme por el hecho de que haya navegado por una literatura como Rabbi
Ben Ezra, The Chambered Nautilus, Ode to a Waterfowl, I Promessi Sposi, Samson
Agonistes, Guillermo Tell, La Riqueza de las Naciones, Las Crónicas de
Froissart, la Autobiografía de John Stuart Mill, y otras por el estilo. Ahora
creo que no ha sido la fría niebla sino el peso abrumador de esos días pasados
en el altillo, cuando luchaba con autores por los cuales no experimentaba
ninguna simpatía, lo que me hizo dormir tan bien hace un rato. En ese caso debo
agradecer a sus espíritus ausentes por haberme hecho recordar este caprichoso
sueño, en el que aparece una colección de mágicos libros que valoraba hasta tal
extremo que los escondí -en un cofrecito- y jamás volví a encontrarlos
nuevamente. ¿No es extraño que esos libros, libros que pertenecen a mi juventud,
tengan que revestir más importancia para mí que todo lo que he leído después?
Obviamente debo de haberlos leído en el sueño, inventando títulos, contenido,
autor, todo. De vez en cuando como he mencionado previamente, con los destel1os
del sueño regresan a veces nítidos recuerdos de la misma textura de la
narración. En tales momentos me pongo casi frenético, porque en la serie del
sueño hay un libro que encierra la clave de toda la obra, y este libro en
particular, su título, su contenido y su significado, llega a veces hasta el
umbral mismo de la conciencia.
Uno de los aspectos más borrosos, confusos y atormentadores relacionados con
este recuerdo es que siempre me impone la sensación -¿por quién?, ¿en virtud de
qué? - de haber leído esos libros en el barrio de Fort Hamilton (Brooklyn). Se
me impone el convencimiento de que todavía están escondidos en la casa donde los
leí, pero no tengo la menor noción del sitio donde estaba esa casa, a quién
pertenecía ni por qué motivo llegué allí. Lo único que recuerdo hoy sobre Fort
Hamilton es haber andado en bicicleta por los lugares hacia los cuales me
encaminaba los solitarios sábados por la tarde, en la época en que me consumía
un desolado amor por mi primera novia. Como un fantasma sobre ruedas recorría el
trayecto de rutina -Dyker Heights, Bensonhurst, Fort Hamilton- siempre que salía
de casa pensando en ella. Viajaba tan absorto pensando en ella que perdía por
completo la noción de mi cuerpo. por momentos pedaleaba pegado al parachoques
trasero de un automóvil que marchaba a sesenta kilómetros por hora y por
momentos deambulaba como un sonámbulo. No podría decir que el tiempo haya
gravitado pesadamente en mis manos. La pesadez se alojaba enteramente en mi
corazón. En ocasiones me arrancaba de la ensoñación el paso de una pelota de
golf sobre mi cabeza. En ocasiones la vista del cuartel me llevaba allí, porque
siempre que espío viviendas militares, viviendas que los hombres habitan
hacinados como ganado, experimento una sensación de repugnancia. Pero también
había intermedios -o "remisiones", si se quiere- agradables. Siempre, por
ejemplo, me agradaba entrar en Bensonhurts, donde de niño había pasado días tan
encantadores con Joey y Tony. ¡Cómo ha cambiado todo con el tiempo! En esa
época, en esas tardes de los sábados, era un joven desesperadamente enamorado,
un becerro lunar completamente indiferente a todo lo demás en el mundo. Si me
echaba en brazos de un libro sólo era para olvidar el dolor de un amor que
resultaba demasiado grande para mí. Mi refugio era la bicicleta. Montado en la
bicicleta tenía la sensación de sacar a ventilar mi doliente amor. El panorama
que se desplegaba ante mis ojos o que desaparecía a mis espaldas era un sueño
perfecto: bien podría haber estado recorriendo una pista en un escenario. Todo
lo que miraba sólo servía para recordarme a ella. A veces, creo que para no
caerme al suelo completamente desesperado y abrumado, alimentaba esas fatuas
fantasías que asaltan a los enamorados, la chispa de esperanza, digamos, de que
en un recodo del camino ella me aguardase para recibirme con una cálida,
radiante y amorosa sonrisa... pero ella. Si ella no se "materializaba" en este
punto, imaginaba que estaría en otro, hacia el cual, con oraciones y esperanzas,
avanzaría a toda velocidad, sólo para llegar sin aliento y otra vez
decepcionado.
No cabe duda que la mágica naturaleza de estos libros del sueño guardaba
relación con mi acumulada nostalgia por esta niña que nunca lograba encontrar, y
había sido inspirada por ella. No cabe duda de que en algún lugar de Fort
Hamilton, en breves momentos tan negros, tan torturados por el dolor, tan
desolados, tan singularmente míos, mi corazón debe haberse destrozado varias
veces. Sin embargo -y de esto estoy seguro- esos libros nada tenían que ver con
el amor. Estaban más allá de eso... ¿de qué? Trataban de cosas indecibles. Aún
ahora, a pesar de lo nublado y carcomido por el tiempo que el sueño aparece en
el recuerdo, reconozco elementos tenues, sombríos pero reveladores, como los
siguientes: una mágica figura blanca sentada en un trono (como en las antiguas
piezas de ajedrez de piedra), que sostenía en las manos un llavero de llaves
grandes y pesadas (como una antigua moneda sueca) y no se parece ni a Hermes
Trimegisto ni a Apolonio de Tiana, ni siquiera al temible Merlín, sino que más
se asemeja a Noé o a Matusalén. Trata de decirme, con prístina claridad, algo
que escapa a mi comprensión, algo que he venido ansiando y afanándome por
conocer. (Un secreto cósmico, sin duda). La figura pertenece al libro clave que,
como he destacado, es el eslabón perdido de toda la serie. Hasta este punto la
narración, si pudiéramos llamarla así -a través de los libros precedentes de la
colección del sueño- ha sido una serie de aventuras extraterrenas,
interplanetarias o, a falta de una palabra mejor, "prohibidas", de la más
asombrosa variedad y naturaleza. Es como si la leyenda, la historia y el mito,
combinadas con incursiones suprasensibles y que escapan a toda descripción, se
hubiesen entremezclado y comprimido en un prolongado y sostenido momento de
divina fantasía. Y, por supuesto, ¡para mi beneficio especial! Pero lo que
agrava la situación en el sueño es que siempre recuerdo el hecho de que comencé
la lectura del libro que falta, pero -¡ah, si lo supiera!- lo abandoné sin
ninguna razón obvia, evidente o siquiera oculta. Una sensación de pérdida
irreparable alisa, literalmente aplana, todo sentido de culpa que quiere
emerger. ¿Por qué, por qué, me pregunto, no proseguí la lectura de este libro?
Si lo hubiese hecho jamás habría perdido ese libro y tampoco lo demás. En el
sueño la doble pérdida -la pérdida del contenido y la pérdida del libro mismo-
se acentúa y se presenta como una sola.
Pero este sueño tiene asociada otra característica más: la parte que tuvo en
ello mi madre. En La Crucifixión Rosada he descrito mis visitas al viejo hogar,
visitas que hice expresamente para recuperar los bienes de mi juventud,
particularmente ciertos libros que, por alguna razón inexplicable, eran muy
preciosos para mí en estas ocasiones. Según lo interpreto, mi madre parece
haberse deleitado perversamente en decirme que "mucho tiempo" antes había
regalado los libros. "¿A quién?", pregunté fuera de mí. Nunca pudo recordarlo,
sólo que había sido mucho tiempo atrás. O bien, si lo recordaba, la gente a la
cual los había entregado se había mudado mucho tiempo antes y, por supuesto, ya
no sabía dónde vivían ni le parecía -y esto fue gratuito por su parte- que se
hubieran quedado con esos libros para siempre. Y así sucesivamente. Algunos los
había regalado, según confesó, a la Sociedad de Beneficencia o a la Sociedad de
San Vicente de Paúl. Estas explicaciones siempre me sacaban de quicio. A veces,
en momentos de vigilia, me preguntaba si en realidad esos libros perdidos en el
sueño y cuyos títulos habían desaparecido por completo de mi memoria, no eran
libros reales de carne y hueso que mi madre había obsequiado irreflexiva e
irresponsablemente.
Por supuesto, siempre que estuve allí en el altillo leyendo la imponente
biblioteca de un metro cincuenta de alto, mi madre se mostraba tan intrigada por
este proceder como por todo lo que se me ocurría hacer. No comprendía que
pudiera "desperdiciar" una tarde tan hermosa leyendo esos libros soporíferos.
Ella sabía que yo sufría, pero jamás tuvo la más remota idea de la causa de ese
sufrimiento. En ocasiones expresó el parecer de que vivía deprimido a causa de
los libros. Y, por supuesto, los libros contribuyeron a deprimirme con mayor
profundidad porque no contenían ningún remedio para el mal que me aquejaba.
Quería ahogarme en mis penas, y los libros fueron otros tantos moscardones
gordos y zumbones que me mantenían despierto, haciéndome arder el cuero
cabelludo de aburrimiento.
Cómo salté el otro día al leer en uno de los libros de Marie Corelli, ahora
olvidados, lo siguiente: "¡Dadnos algo duradero! es la exclamación de la cansada
humanidad. Las cosas que hemos pasado, en razón de su efímera naturaleza, son
inútiles. ¡Dadnos algo que podamos guardar y llamar nuestro para siempre! Por
esta razón ensayamos y probamos todas las cosas que parecen mostrarnos el
elemento suprasensible que hay en el hombre, y cuando comprobamos que fuimos
engañados por impostores y conjurados, nuestro disgusto y contrariedad resultan
demasiado amargos hasta para ventilarse con palabras".
Hay otro sueño concerniente a otro libro y al cual me refiero en La Crucifixión
Rosada. El sueño es por demás extraño y en él aparece un gran libro que esta
niña que amaba (¡la misma!) y otra persona (su amante desconocido, quizá) están
leyendo por encima de mis hombros. El libro es mío, quiero decir que es un libro
escrito por mí. Menciono esto sólo para sugerir que de todas las leyes de la
lógica resultaría que el libro perdido en el sueño, la clave de toda la serie
-¿de qué serie?- había sido escrito por mí y no por otro. Si había conseguido
escribirlo en sueños, ¿por qué no podría escribirlo soñando despierto? ¿Acaso un
estado difiere tanto del otro? Puesto que me he aventurado a decir tanto, ¿por
qué no completar el pensamiento y agregar que la única finalidad que me animó a
escribir radicó en esclarecer un misterio? (Nunca he sabido abiertamente en qué
consiste este misterio). Sí, desde el momento en que comencé a escribir con
absoluta dedicación, mi único deseo fue sacarme de encima este libro que llevo
dentro, en lo profundo de mi ser, a todas las latitudes y longitudes y en todas
las faenas y vicisitudes. Arrancar este libro de mis entrañas, darle calor, vida
y existencia física, tal ha sido mi empeño y preocupación... El mago iluminado
que aparece en oníricos destellos oculto en un cofre diminuto -cofre soñado,
podríamos decir- ¿quién es sino yo mismo, el más antiguo de mis seres? ¿Acaso no
tiene en las manos un llavero? Y está situado en el centro crucial de todo el
misterioso andamiaje. Pues bien, ¿qué es ese libro desaparecido, entonces, sino
"la historia de mi corazón" según el nombre tan hermoso que le ha dado
Jefferies? ¿Acaso un hombre puede narrar otra historia que no sea la suya?
¿Acaso no es ésta la más difícil de narrar entre todas las historias, la más
oculta, la más abstrusa, la más mistificadora?
El hecho de que hasta en sueños leamos es un hecho significativo. ¿Qué leemos,
qué podemos leer en las tinieblas del inconsciente, no siendo nuestros más
profundos pensamientos? Los pensamientos jamás cesan de agitar el cerebro. En
ocasiones percibimos la diferencia entre los pensamientos y el pensamiento,
entre el que piensa y la mente que es todo pensamiento. A veces, como a través
de una pequeña hendidura, captamos un destello de nuestro ser dual. Cerebro no
es mente, de eso podemos estar seguros. Si fuese posible localizar el asiento de
la mente, entonces sería más correcto situarlo en el corazón. Pero el corazón es
simplemente un receptáculo o transformador por cuyo intermedio el pensamiento se
torna reconocible y efectivo. El pensamiento tiene que pasar por el corazón para
volverse activo y significativo.
Existe un libro que forma parte de nuestro ser y que está contenido en nuestro
ser, y ese libro es el registro de nuestro ser. He dicho nuestro ser y no
nuestro devenir. Comenzamos a escribir este libro en el momento de nacer y lo
proseguimos después de la muerte. Solamente cuando estamos a punto de renacer lo
terminamos y le ponemos la palabra "Fin". En consecuencia, es toda una serie de
libros que, desde un nacimiento hasta el siguiente, continúa la historia de la
identidad. Todos somos escritores, pero no todos heraldos ni profetas. Lo que
sacamos a relucir del registro oculto lo firmamos con nuestro nombre de pila,
que jamás es el nombre real. Pero lo único que llega a conocer alguna vez la luz
es lo mejor de nosotros, lo más fuerte, lo más valiente, lo mejor dotado. Lo que
entorpece nuestro estilo, lo que falsea la narración, son las porciones del
registro que ya no podemos descifrar. El arte de escribir no lo perdemos nunca,
pero lo que a veces perdemos es el arte de leer. Cuando encontramos un adepto de
este arte, recuperamos el don de la visión. Es el don de la interpretación,
naturalmente, porque leer siempre es interpretar.
La universalidad del pensamiento es suprema y está por encima de las cosas. Nada
escapa a la comprensión o al entendimiento. Lo que falla en nosotros es el deseo
de saber, el deseo de leer o interpretar, el deseo de dar significado a todo
pensamiento que expresamos. Acidia: el gran pecado contra el Espíritu Santo.
Abrumados por el dolor de la privación, cualquiera sea la forma en que se
manifieste -y asume muchas, muchas formas-, nos refugiamos en la mistificación.
La humanidad, en el sentido más profundo, no es huérfana porque haya sido
abandonada, sino porque obstinadamente se niega a reconocer su paternidad
divina. Terminamos el libro de la vida en el otro mundo porque nos negamos a
comprender que hemos escrito aquí y ahora...
Pero volvamos a les cabinets, que es el equivalente francés de retrete y que por
alguna extraña razón siempre se emplea en plural. Algunos de mis lectores
recordarán un pasaje en el cual consigno tiernas reminiscencias de Francia,
concernientes a una apresurada visita al retrete y a la visión totalmente
inesperada de París que tuve desde la ventana de ese estrecho lugar. 2 ¿No sería
formidable, pensaría cierta gente, construir nuestra casa de manera que desde el
asiento del excusado pudiéramos divisar un imponente panorama? Me parece que no
interesa en lo más mínimo la vista que se tenga desde el retrete. Si al acudir
al retrete llevas contigo algo más que tú mismo, además de tu propia necesidad
vital de evacuar y limpiar el organismo, puede que entonces el desiderátum sea
una vista hermosa o imponente desde la ventana del cuarto de baño. En ese caso
bien valdría la pena montar una estantería para libros, colgar cuadros y
hermosear de otra manera este lieu daisance. Así, en vez de salir al aire libre
y tenderse bajo un árbol frondoso, valdría la pena sentarse en el "baño" y
meditar. Si fuese necesario hasta se podría construir todo el mundo personal en
torno al "W.C.". Se podría hacer que el resto de la casa quedase subordinado al
asiento de esta suprema función. Se forjaría así una raza que, altamente
consciente del arte de la eliminación, se dedicaría a eliminar todo lo que hay
de feo, inútil, malo y "deletéreo" en la vida cotidiana. Haciendo eso
elevaríamos el retrete a lugar celestial. Pero mientras usemos este sagrado
retiro no perdamos el tiempo leyendo sobre la eliminación de esto o aquello, o
ni siquiera sobre la eliminación misma. La diferencia entre la gente que se
refugia en el retrete, sea para leer, rezar o meditar, y la que sólo concurre
allí para hacer lo que tiene que hacer, radica en que la primera siempre tiene
una ocupación inconclusa entre manos y la segunda siempre está lista para el
próximo movimiento, para el próximo acto.
Hay un antiguo dicho que dice: "¡Mantén abierto tu intestino y confía en el
Señor!" Esto encierra su sabiduría. Hablando en términos amplios, significa que
manteniendo nuestro organismo libre de venenos estaremos en condiciones de tener
la mente libre y despejada, abierta y receptiva; dejaremos de preocuparnos por
cuestiones que no nos atañen -como la forma en que debe dirigirse el cosmos, por
ejemplo- y haremos en paz y tranquilidad lo que debe hacerse. Este sano consejo
no contiene la menor insinuación de que al mantener abierto el intestino también
se debe luchar por mantenerse al tanto de los acontecimientos mundiales o estar
al día sobre los libros o comedias de actualidad, o familiarizarse con la última
moda, con los cosméticos más refinados o los fundamentos del inglés básico. En
efecto, esa breve máxima implica que cuanto menos se haga para ello, tanto
mejor. Digo "ello" entendiendo que la ocupación de ir al retrete es muy seria y
no absurda ni repulsiva. Las palabras claves son "abrid" y "confiad". Ahora
bien, si se arguye que leyendo sentado en el excusado se contribuye a liberar el
intestino, sugeriría entonces la lectura de un material lo más leve posible.
Leed los Evangelios, por ejemplo, porque los Evangelios son del Señor, y el
segundo mandamiento es "confiad en el Señor". Yo mismo estoy convencido de que
se puede tener fe y confianza en el Señor sin leer el Santo Mandato en el
retrete y, en efecto, abrigo la certeza de que se tiende a creer y confiar más
en el Señor no leyendo absolutamente nada en el retrete.
¿Cuando visitas al psicoanalista éste te pregunta qué lees en el excusado?
Debería hacerlo. Para el psicoanalista debería ser muy distinto que el paciente
lea un tipo de literatura en el retrete y otro en otra parte. Incluso debería
ser importante el hecho de que tú leas o no leas en el retrete. Lamentablemente
estas cuestiones no se comentan con suficiente amplitud. Se presume que lo que
se haga en el "W.C." pertenece al fuero privado de cada cual. No es así.
Interesa al universo entero. Si, según vamos creyendo cada vez más, nos vigilan
criaturas de otros planetas, no cabe duda de que espían hasta nuestros actos más
secretos. Si logran penetrar la atmósfera de esta tierra, ¿qué podría impedirles
atravesar las puertas cerradas de nuestros retretes? Reflexionad sobre esto
cuando no tengáis nada mejor en qué pensar, allí dentro. Quisiera instar a los
que experimentan con cohetes y otros medios de comunicación y transporte
interestelar, que imaginen por un instante qué aspecto tendrían para los
moradores de otros mundos si los viesen leyendo Time o The New York, por
ejemplo, en el "John". Vuestra lectura dice mucho de vuestro ser interior, pero
no todo. Sin embargo, el hecho de que estéis leyendo en un sitio donde deberíais
estar haciendo, reviste cierta importancia. Es una característica que hombres
ajenos a este planeta destacarían inmediatamente, y bien podría influir en su
juicio sobre nosotros.
Y si para cambiar de tono nos limitamos a la opinión de los seres simplemente
terrestres, pero seres alerta y discernidores, el cuadro no se modifica mucho.
No solamente es grotesco y ridículo mirar la página impresa estando sentado en
el excusado, sino que también tiene visos de locura. Este elemento patológico se
pone en evidencia con bastante claridad cuando la lectura se combina con la
comida, por ejemplo, o durante un paseo. ¿Por qué no impresiona lo mismo cuando
lo observamos vinculado con el acto de la defecación? ¿Tiene algo de natural
hacer estas dos cosas simultáneamente? Supongamos que, aunque nunca quisiste ser
cantante de ópera, siempre que acudes al retrete te pones a practicar la escala
musical. Supongamos que, aunque el canto fuese todo en la vida para ti,
insistieras en que el único momento en que puedes cantar es cuando estás en el
"W.C.". O supongamos que sencillamente dices que cantas en el retrete porque no
tienes otra cosa que hacer. ¿Colaría eso en el consultorio de un psiquiatra?
Pero éste es el tipo de coartada que da la gente cuando se le apremia a explicar
por qué tiene que leer en el retrete.
¿Entonces con limitarse a abrir el intestino no basta? ¿Hace falta incluir a
Shakespeare, Dante, William Faulkner y a toda la galería de escritores de libros
de bolsillo? ¡Dios mío, qué complicada se ha vuelto la vida! En otra época
cualquier lugar nos venía bien. Por compañía teníamos el sol o las estrellas, el
canto de los pájaros o el graznido de la lechuza. No se trataba de matar el
tiempo ni de matar dos pájaros de una sola pedrada. Simplemente se trataba de
dejar salir. Ni siquiera se nos ocurría confiar en el Señor. Esta confianza en
el Señor era tan inherente a la naturaleza del hombre, que vincularla con el
movimiento intestinal habría parecido blasfemo y absurdo. En la actualidad se
requiere un eximio matemático, que también sea metafísico y astrofísico, para
explicar el sencillo funcionamiento del sistema autónomo. Ya nada es sencillo.
Debido al análisis y a la experimentación, hasta las cosas más ínfimas han
asumido proporciones tan complicadas que es extraño que alguien pueda decir que
todo lo sabe de todas las cosas. Hasta la conducta instintiva resulta ser
altamente compleja. Las emociones primitivas, como el miedo, el odio, el amor y
la angustia, resultan terriblemente complejas.
¡Pensar que somos nosotros quienes en los próximos cincuenta años nos lanzaremos
a conquistar el espacio! ¡Somos las criaturas que, no queriendo convertirnos en
ángeles, vamos a desarrollarnos como seres interplanetarios! Pues bien, no cabe
duda de que por lo menos una cosa es previsible: ¡que hasta en el espacio
tendremos excusados! Dondequiera que vayamos, el "John" nos acompaña, según
observo. Antes solíamos preguntar: "¿Y si las vacas volaran?" Este chiste ya es
antediluviano. Ahora, en vista de los proyectados viajes más allá de la
atracción gravitacional, se impone la siguiente interrogante: "¿Cómo funcionarán
nuestros órganos cuando ya no estemos sometidos a la atracción de la gravedad?"
Viajando a mayor velocidad que el pensamiento -¡hasta se ha sugerido que seremos
capaces de lograrlo!-, ¿podremos leer algo allí, entre las estrellas y los
planetas? Lo pregunto porque supongo que la nave espacial modelo estará equipada
con lavabos, además de laboratorios, y que en ese caso nuestros nuevos
exploradores del tiempo y el espacio sin duda se llevarán consigo material para
leer en el retrete.
Hay un aspecto que se presta a conjeturas: la índole de esta literatura
interespacial. Solíamos ver de tiempo en tiempo cuestionarios en los que se nos
preguntaba qué leeríamos si fuésemos a refugiarnos en una isla desierta. Nadie,
que yo sepa, ha preparado todavía un cuestionario sobre lo que sería buena
lectura en el excusado de una nave espacial. Si obtuviésemos las mismas
respuestas de siempre en este próximo cuestionario, o sea Homero, Dante,
Shakespeare y compañía, mi desilusión sería sumamente cruel.
Esta primera nave que abandone la tierra, quizá para no regresar jamás... ¡Qué
no daría por conocer los títulos de los libros que habría en ella! Me parece que
no se han escrito todavía libros que ofrezcan sustento mental, moral y
espiritual a esos audaces precursores. Es posible, según lo veo, que estos
hombres no se preocupen para nada por la lectura, ni siquiera en el retrete;
quizá se conformen con ponerse a tono con los ángeles, con escuchar las voces de
los seres queridos que partieron, aguzando el oído para captar la incesante
canción celestial.
1. Nature and Man, por Paul Weiss; Henry Holt y Co., Nueva York, 1947.
2. Véase el capítulo titulado "Recordar para recordar", en mi libro Remember to
Remember; New Directions, Nueva York.
Henry Miller es uno de esos escritores que más huella acostumbran a dejar entre
aquellos jóvenes que se sienten rebeldes y aquellos no tan jóvenes que odian
anudarse la corbata. Encumbrado por los inadaptados de la generación Beat e
incomprendido por la critica más puritana. Miller responde a esa clase de
escritores de corte individualista que adoptan una postura de enfrentamiento
contra la sociedad en la que viven.
Nacido en Nueva York en 1891, muy pronto decidirá que sus sueños no se
correspondían a la vida a que estaba tocado a adecuarse. Cruzará el océano
decidido a romper con su pasado y convertirse en escritor. Llegará a París con
únicamente diez dólares en el bolsillo. Continuos cambios de empleo y una
constante lucha por su subsistencia que le llevará a formar parte de la colonia
de anónimos bohemios que deambulaban por los barrios artísticos de Montmartre y
Montparnasse. A partir de entonces desarrollará una vida llena de dificultades
que le alejará completamente de posturas cómodas o cotidianas; huyendo de
horarios y sueldos fijos; encontrando la inspiración al mezclarse entre el
bullicio de las calles; arrimándose a otros artistas errantes, a sabios
villanos, y a delincuentes de poca monta.
En su último libro El libro de mis amigos, Miller homenajeaba a todos aquellos
amigos que habían sido fundamentales en su vida. La mayoría eran seres anónimos,
seres de la calle que no pertenecían a los ambientes culturales. Sólo algunas de
sus amistades podrían catalogarse como conocidas, entre éstas, estarían sin duda
los escritores Lawrence Durrell y Anais Nin.
Durrell es particularmente famoso por su Cuarteto de Alejandría, y en especial
por el primero de los volúmenes: Justine, cuya protagonista, tal como el
personaje sadiano, se encargará de buscar el placer como forma plena de
aprendizaje. El libro destaca por la bellas imágenes con las que se describe la
ciudad de Alejandría y por su alto contenido erótico. La obra más conocida de
Anais es Delta a Venus, un libro que sería considerado por las feministas como
una declaración de principios en la liberación sexual femenina. Y en el cual,
Anais trabajó escribiendo historias cargadas de erotismo. El argumento es el de
una chica escritora que trabaja bajo el mecenazgo de un excéntrico millonario y
que éste le paga un dólar por cada página escrita. Tras su publicación se ha ido
alimentando la leyenda de que ésta era en realidad una historia autobiográfica.
Miller conoció a Anais Nin en su estancia en París, durante su segundo viaje a
Europa, en el año 1931. Años después mantuvieron ambos una intensa relación
triangular con la mujer de Miller, June Mansfield. Al británico Durrell lo
conoció en 1937, una amistad que se fue afianzando tras el paso de los años.
Miller incluso vivió como invitado durante un año en la casa que Durrell tenía
con su esposa en la isla griega de Corfú. Vivencias que le sirvieron luego, para
escribir El Coloso de Marusi (1941). Tanto con Durrell como con Anais mantuvo
prolíficas relaciones epistolares, que posteriormente fueron recopiladas y
publicadas.
Esta triada de pluma rebelde destacó por abordar crudamente el tema del erotismo
desde sus libros. Miller afirmaba que éste, era consecuencia del ejercicio
desbocado del amor; era como alcanzar un grado de espiritualidad máxima. Anais
en cambio, supo cubrir ese erotismo con velos transparentes de misterio,
provocados por los arraigos y desarraigos del autoconocimiento. Durrell teorizó
sobre el placer como búsqueda. Los tres escritores previamente habían sido
influenciados por el escritor británico D. H. Lawrence, y su novela El amante de
lady Chatterley, donde se narran las relaciones sexuales entre una mujer y el
guardabosques de su noble esposo. Miller y Anais habían comenzado sendos ensayos
sobre éste. El de Anais se publicó en 1932 con el nombre D. H. Lawrence: An
Unprofesional Study; mientras que el de Miller se editó con el nombre de World
of Lawrence en 1979 (lo que había comenzado como un simple ensayo en 1933 y con
el que Miller bromeó durante el resto de su vida, pues estuvo a punto de no
terminarlo nunca).
Estos encuentros entre Henry Miller, Anais Nin y Lawrence Durrell lo que hacen
es reafirmar la conocida frase de Borges que decía que cada escritor crea a sus
propios precursores. Los encuentros entre los tres escritores fueron en parte
casuales, y en parte buscados por cada uno de ellos, de tal manera que los tres
buscaban compartir y desarrollar una nueva forma de escritura, en que se primara
el impulso vital, y donde el erotismo no fuese censurado. Así, con un poco de
suerte, era inevitable que antes o después dichos escritores se acabasen
conociendo. Leyendo los libros autobiográficos que se realizaron a partir de
conversaciones con Henry Miller, el de Bradley Smith Mi vida y mi tiempo y el de
Christian de Bartillat Conversaciones con Henry Miller sorprende sin embargo una
ausencia entre sus influencias. Sorprende que en ningún momento Miller nombrara
al pintor Balthus, aunque el motivo fuese posiblemente que esa misma casualidad
que hizo que se acercara a Anais y a Durrell, fuera también la que impidió que
se cruzara con Balthus. Los dos artistas coincidieron en París durante la década
de los 30, pero en aquella época París era un hervidero de artistas, con el
dadaismo y el surrealismo en pleno auge. Además, tanto Miller como Balthus se
mantuvieron siempre independientes a aquellos círculos artísticos, por los que
sus influencias fueron bastante particulares.
Miller siempre tuvo un interés especial hacia la pintura, él mismo presumía de
haber llegado a pintar varios millares de acuarelas. Y es que, únicamente tras
la perdida de visión del ojo derecho en sus últimos años, dejó de pintar. Decía
que para él escribir era trabajar mientras que pintar significaba en cambio
jugar. La relación de Miller con la pintura fue siempre muy estrecha: expuso la
primera vez sus acuarelas en 1927, en Greenwich Village; en los momentos de
penuria económica las acuarelas llegarían a servirle como tabla de salvación al
ser canjeadas por comida, ropa o incluso las cuentas del dentista. Miller
publicó también un libro dedicado a la pintura Pintar es volver a amar (1960).
El escritor, preguntado por sus gustos sobre pintura, exponía sus preferencias:
Hans Reichel, Paul Klee, John Martin, Picasso, George Grosz, Marc Chagall, etc,
pero nunca Balthus. ¿Y por qué debería de estar Balthus? Porque Balthus fue a la
pintura lo que durante esos años Miller fue a la escritura.
Balthus, nacido en París en 1908, cuyo nombre verdadero era Balthazar Klossowski
de Rola, descendía de un linaje aristocrático. Se caracterizó por una pintura
muy realista, llena de vida y erotismo. Durante muchos años se le criticó el uso
de jovencitas para sus cuadros, a lo que él siempre contestó que su búsqueda
artística iba encarrilada hacia encontrar la pureza y la belleza, y éstas
características eran especialmente notorias en las jóvenes lolitas, que
utilizaba como modelos.
Tanto Miller como Balthus sufrieron la dura crítica norteamericana por su
elevado erotismo. Miller sufrió la censura y durante treinta años la publicación
y venta de sus dos Trópicos fue prohibida en los Estados Unidos, las ediciones
originales en inglés publicadas en Francia serían un bien muy buscado para
aquellos norteamericanos que pasaban por Francia. Pero también allí, tras la
publicación de Sexus se formó un gran escándalo: fue interrogado por un tribunal
parisino con la posibilidad de que se le abriera un proceso penal, del que
finalmente fue absuelto. Balthus por su parte, protagonizó un duro
enfrentamiento contra los críticos norteamericanos que le colgaron la etiqueta
de pintor pornográfico y que incluso llegaron a acusarle de pedofilia.
Curiosamente, tanto Miller como Balthus declararon que su arte era un canto a la
libertad, a la vida y a la belleza; que el erotismo era sólo una consecuencia de
sus obras. Ambos, a lo largo de su vida se desvincularon una y otra vez de estar
haciendo arte pornográfico, e incluso los dos confesarían en sus escasas
entrevistas, que ésta no sólo no les estimulaba sino que les aburría. Otro dato
anecdótico que parece unir a ambos artistas, es su atracción hacia las culturas
orientales. A Miller le gustaba leer sobre el budismo zen, sobre la China, el
Tibet y el arte Japonés. Balthus viajó varias veces al Japón. Se da la
casualidad de que ambos se casaron en 1967 con mujeres japonesas, a las que
superaban en varias decenas de años. Balthus se casó con Setsuko Ideta, siendo
esta su segunda esposa mientras que Miller se casaría en su quinto matrimonio
con la pianista japonesa Hoki Tokuda, un matrimonio que se rompería diez años
después, aunque ya nunca volvería a divorciarse. Su último gran amor
correspondería a la actriz Brenda Venus a la cual dedicaría los últimos años de
su vida, muy menguado físicamente, pero dotado con la misma intensidad vital que
tenía durante los años locos de París.
Daniel Vigo, Miller, encuentros y desencuentros, Minotauro Digital, Enero 2003