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La revolución
es el fruto de mil plantas
Julio Carreras (h)
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Julio Carreras (h) Nació en
Santiago del Estero (Argentina), el 19 de agosto de 1949. Estudió pintura
y música desde pequeño. Desde los 14 a los 20 años tocó la guitarra eléctrica
en conjuntos de rock. Desde los veinte empezó a escribir artículos sobre
música (pagos) en el diario El Liberal.
Luego trabajó como periodista en las revistas Posición (Córdoba) y Nuevo
Hombre (Buenos Aires). También integró en 1973 la corresponsalía en Córdoba
del diario El Mundo de Buenos Aires.
A los 23 decidió ser escritor porque había muerto su novia, Clara Beatriz
Ledesma Medina (19), a quien amaba, y le pareció que de alguna forma debía
transmitir las abrumadoras circunstancias que vivía. Pese a ello siguió
trabajando como periodista, en Córdoba, principalmente porque en 1972 se
había vuelto marxista leninista, más bien trotskista, (sin renunciar al
cristianismo) y empezó a militar en el Partido Revolucionario de los Trabajadores
(dirección política del Ejército Revolucionario del Pueblo).
En enero de 1976 las fuerzas represivas lo capturaron en San Francisco de
Córdoba, junto con su esposa. Estuvo siete años en diferentes cárceles -y
campos de concentración-, y su esposa seis.
A los treintaitrés años salió, en los últimos meses del proceso, sin nada
más que lo puesto y la señal de caín entre los ojos.
Quince días luego de su libertad obtuvo, por concurso, la realización de
31 murales en un gigantesco santuario abierto que se construía en Mailín,
sitio de peregrinación santiagueño donde cada año concurren unos 200.000
peregrinos a cada una de las grandes fiestas, en mayo y diciembre. Con lo
que ganó en este trabajo -efectuado en tres meses con dos ayudantes- pudo
comprar una pequeña casita para cobijase con su esposa y su hasta entonces
única hijita de ocho años.
Luego de ese reinicio trabajó: como director de un museo de bellas artes,
como director de un Centro de Capacitación Rural, donde también desarrollaba
actividad de apicultor, pues habían vendido su casa de la ciudad, comprado
cinco hectáreas, construido una ancha casa en su campito, y pretendían conformar,
con un grupo muy interesante de argentinos y alemanes, una comunidad cristiana.
Más tarde editó la revista Quipu de Cultura -ocho números.
También fue director del suplemento Cultura y Educación de El Liberal (un
diario que intenta parecerse a La Nación) y más tarde jefe de Editoriales
de ese diario. Por dos años renunció para poner su propia imprenta, pero
le fue mal y se la transfirió a sus propios empleados, quienes siguen llevando
adelante su explotación.
Fue director de un diario en internet (Pantalla de Noticias), coordinador
general de la Asociación de Periodistas de Internet. Escribe para varias
revistas y medios, en papel e internet. Es, actualmente, editor general
de @DIN (Agencia Digital de Noticias) en Internet.
Terminó de escribir 9 libros, de los cuales cinco son novelas -dos cortas
y tres extensas-, dos libros de cuentos, uno de poesía, además de muchos
artículos -y un par de libros de ensayos juveniles, que prefiere ignorar.
Una de las novelas cortas fue traducida y editada en Italia. Trabaja ahora
(de a poco) en tres novelas.
La revolución es el
fruto de mil plantas
(Especial para El Ortiba). Una falla irreparable iba a abrirse en nuestras
vidas.
Con mi hermano Gustavo compartíamos la habitación. Despertábamos aquel invierno
de 1955 cada amanecer con temor. Gustavo tenía 3 años y 1/2, yo 5. Al levantarnos,
un día supimos que nuestra madre se había ido de casa. Otro día, poco después,
que los militares habían derrocado a Perón.
Adquirían entonces dolorosa coherencia las oscuras imágenes con que interrumpieran
una proyección de Superman, en el Petit Palais. Poco antes de que se fuera
nuestra mamá.
Aquel noticiero nos arruinó el día. Sin comprenderlo muy bien, sentíamos
con Gustavo que algo muy grave estaba pasando en el país, que aquellos cadáveres
calcinados, aquellos restos de automóviles retorcidos en la Plaza de Mayo
eran verdad: unos aviones de la Marina de Guerra habían bombardeado la ciudad
para matar a Perón.
¡Matar a Perón! Para nosotros como decir "matar a nuestro padre", o "matar
a nuestro abuelo": una acción desmesuradamente ominosa, ¡sin la más remota
posibilidad de justificación! Los asesinos de Perón no tenían rostro, mas
por algún luciferino ensalmo acechaban ahí. Eran como una niebla negra,
avanzando sobre la atmósfera, para tapar el sol.
2. Primeros combates
De la calle escuchamos unas bocinas, esa tarde. Y una música, y gritos,
y parlantes. Para ver bien lo que ocurría subimos al techo. Eran los vecinos
de enfrente, angosta calle de tierra por medio: radicales... Gritaban con
alegría: "¡El tirano ha caído!", "¡Muera Perón!" Un camioncito con bocinas
en el techo propalaba marchas militares, interrumpidas cada momento por
una voz engolada que difundía noticias y agitaba. "¡Viva la revolución libertadora!"
"¡Viva el general Lonardi!"
Al techo de la casa de enfrente, en leve diagonal con la nuestra, subió
Chuni Barraza, el único varón de esa familia, dos años mayor que yo. "¡Viva
Lonardi!", se puso a gritar, "¡Viva Balbín!", "¡Viva la Unión Cívica Radical
del Pueblo!"
Descolgué la honda de mi cintura, la cargué con una piedra de mi bolsillo
y contesté más alto: "¡Viva Perón!", "¡Viva Evita!", "¡Mueran los gorilas!",
acompañando mis gritos con el primer hondazo, que hizo saltar un trozo de
revoque en el borde de la terraza de enfrente, apenas unos centímetros por
debajo de Chuni.
3. La clandestinidad
Traición. Empezamos, con Gustavo, a escuchar esa palabra con frecuencia.
Fulanito había traicionado. Menganito, un sindicalista, había traicionado:
se había vendido a los asesinos. Por eso en las ocultas reuniones peronistas
se lo llamaba "alma de gallina".
Mi tío Agustín andaba escondido. Había perdido su puesto como maestro de
escuela. Lo buscaba la policía. "Llevale esta comida, muchacho", me decía
mi abuela. En un plato hondo, tapado con otro plato, estaba. Dos panes encima,
todo envuelto con un repasador. Apurado por el calor sobre mis manos y para
que nadie me viera -me lo había dicho mi abuela- caminaba las dos cuadras
en ángulo recto hasta la casa de mi tío Mariano. Todas las puertas y ventanas
de la casa estaban cerradas (mi tío Mariano con su familia vivían en el
campo).
Mi tío Agustín escribía, con luz artificial. A su lado, un 38 largo. El
arma me pareció gigantesca y helada. Al verla me sobrevino un desaliento,
por comprender repentinamente el peligro en que vivíamos.
Traición. Traición. Por esos tiempos comenzamos, con Gustavo, a escuchar
también esa palabra con relación a mi madre.
4. Uturuncos
No recuerdo cómo ocurrió que con Gustavo fuimos a parar a la plaza principal,
frente al Cabildo (convertido en Jefatura de Policía) cierto mediodía con
mi tío Mariano. Los traían a los Uturuncos de Tucumán. Una discreta muchedumbre
se había congregado en la vereda del frente, sobre la plaza. En la calle
que hasta el 55 se había llamado Eva Perón y ahora se llamaba Libertad se
detuvo un colectivo como un escarabajo. De él bajaron cuatro o cinco muchachos,
esposados. Eran los guerrilleros peronistas, que habían capturado en las
selvas tucumanas algunos días atrás. Multitud de policías y soldados los
custodiaban.
Los rostros de los guerrilleros quedaron grabados para siempre en mi memoria,
en particular el de uno. Era muy joven, de ojos altaneros, rostro pálido:
tal vez no tenía bigotes esos bigotes negrísimos, con sus apenas 17 años,
pero yo se los dibujé. Luis Enrique Uriondo. Lo admiré. Se había jugado
por Perón. Se había jugado por la patria.
Era un macho de verdad, con el sentido que nos había enseñado mi abuelo.
Ser macho no significaba andar alardeando, ni pegarles a los chicos o a
las mujeres. Ser macho era arriesgar la vida por un ideal. La Patria o la
vida de los demás. Eso era ser macho. Eso es ser macho de verdad, en nuestra
cultura nacional.
Era otro invierno, el de 1960. Yo tenía 10 años ya, Gustavo 8 y 1/2.
5. Neoperonismo
A los 14 años -Gustavo 12 y 1/2- habíamos aprendido a dar un alto valor
a las palabras. Fue cuando escuchamos por primera vez -y leímos- el término
"neoperonismo". Se hablaba de la imposibilidad de proscribir indefinidamente
al peronismo, demostrada por la realidad a los gorilas en el gobierno. Y
de un oscuro plan para integrarlo por medio de una reforma desde dentro,
de un peronismo domesticado, "democrático", aceptador de las sagradas verdades
del liberalismo capitalista y sus sumos sacerdotes, los presidentes norteamericanos.
Augusto Timoteo Vandor, un sindicalista que supo ubicarse en un puesto clave
para la entonces aún potente Argentina industrial, se postulaba como "alternativa"
de un "peronismo" potable para los gorilas. (Básicamente, la misma maniobra
que realizará casi 30 años después Carlos Saúl Menem). Lo acompañaban varios
gobernadores de provincia.
Era un tiempo en el que la organización de la Resistencia crecía sobre pequeñas
agrupaciones que habían brotado aquí y allá a lo largo de la Patria. Pequeñas
pero ejemplares. El neoperonismo no prosperó entre las masas. Pronto la
gente común o los militantes intermedios (como mi padre, mi abuelo y mis
tíos) les darían la espalda.
6. Taco Ralo, Massetti, el Ché
Mi padre y mis tíos (Mariano y Agustín) compraban todas las revistas informativas
que se podían obtener entonces (sí: todas). Esta voracidad lectora se debía
seguramente a que estaban en lucha. Debían manejar la mayor cantidad de
información posible. Antes que ellos incluso las hojeábamos con Gustavo,
para observar las imágenes.
Así pasaban ante nuestros ojos hermosas fotografías a toda página de Maria
Félix, Gina Lollobrigida o Burt Lancaster publicadas por Life en español.
Coloridos dibujos humorísticos en la revista O´ Cruzeiro, inextricables
alusiones y caricaturas que nos parecían desmañadas, en Tía Vicenta.
Por medio de estas revistas -Leoplán, Visión, 7 días "Ilustrados"-, nos
íbamos a enterar también del surgimiento de la guerrilla y su fugaz performance
en Taco Ralo. De la guerrilla de Massetti (apadrinada por el Ché) y de la
pasión y muerte del mismo Ché.
La participación de curas, como Camilo Torres, en las diferentes guerrillas
que aparecían aquí y allá en Latinoamérica como hongos, calaría muy hondo
en nuestra mentalidad católica. "¿Qué estudian tus hijos?", preguntaría
unos años más tarde cierto amigo a nuestro padre. "Uno para cura, otro para
guerrillero" le respondería, espontáneamente, con la vaga convicción de
ser vocaciones semejantes.
7. De Perón a Marx
En el invierno de 1972 tomamos la facultad de Ciencias Económicas de Santiago
del Estero. La conmemoración del tercer aniversario del cordobazo había
sido un pretexto para hacerlo y reclamar, contra la privatización de la
Universidad, por el retorno de la democracia, la libertad de los presos
políticos. Fue una noche larga, intensa e inolvidable. Nadie durmió, no
porque el ejército nos hubiera rodeado, cubriendo la plazoleta del Convento
de Belén con ametralladoras pesadas. No porque toda la ciudad estuviera
pendiente de esos doscientos jóvenes, que se habían atrincherado en el edificio
clerical de esta arcaica población. Sino porque nos apasionaba la Revolución,
que íbamos descubriendo como una Tierra Prometida, y se nos dibujaba cada
vez mejor en cada charla, en cada debate de aquella noche luminosa. Gustavo
no iba conmigo, pues ya había ingresado en el Seminario de Tucumán. Clara
sí.
Por la mañana, luego de que el rector Cerro, escoltado por una multitud
de soldados y policías se aviniera a "considerar" algunas de las peticiones,
fuimos saliendo en fila india para ser subidos en celulares. Una de las
condiciones pactadas era el buen trato y que nadie iba a quedar detenido,
así que nos tuvieron sólo el tiempo suficiente para pintarnos los dedos
y dejarnos fichados. Al volver a casa, cansado, como a las cuatro de la
tarde de un día neblinoso, fui directamente a mi habitación, para tirarme
un rato en la cama. Desde allí busqué con los ojos al afiche de Marx, que
tenía pegado sobre mi escritorio, a la derecha. No estaba. En su lugar habían
puesto una foto de Perón. Alarmado, me di vuelta a buscar la efigie del
Ché que tenía tras de mi cama. ¡Tampoco estaba! ¡En su lugar una foto de
Paulo VI!... "Mi papá", pensé, indignado. Y fui a buscarlo inmediatamente.
"¿Quién carajo te crees vos para arrancarme los afiches y cambiármelos por
los de esos viejos pelotudos?", le reclamé a los gritos.
"Escuchame bien porque te lo diré una sola vez -contestó mi padre con firmeza-:
no vuelvas a poner a esos tipos en la pared, porque si lo haces te quitaré
la llave de nuestra casa y te vas de aquí. ¡Lo último que podría tolerar
es tener un hijo comunista!"
8. La militancia marxista
Volví a poner afiches, y más grandes, no sólo de Marx y el Ché sino también
de Trotsky, a quien por entonces había empezado a admirar. Mi padre no cumplió
con su amenaza; pero tampoco yo me quedaría por demasiado tiempo en casa.
Traspasado por el dolor de haber perdido a Clara, había "madurado" a pasos
agigantados, si por esto se entiende el conocimiento del dolor hasta límites
insoportables, y la adopción de postulados solemnes como cualidad esencial
de la existencia. Casi un año después de aquella toma de facultad y otros
sucesos vertiginosos me fui a Córdoba, contratado por la revista Posición,
para ocuparme de tareas periodísticas en ese medio financiado por el PRT.
Gustavo casi había desaparecido de mi vida, Perón había sido dejado atrás:
pero en un fascículo especial que nuestra revista publicara sobre el fascismo,
aún lo defendí parcialmente al negar que tal término pudiera ser aplicado
al justicialismo. Y un tiempo más tarde, el 1º de julio de 1974, ese día
tan frío y húmedo de su muerte, mientras me dirigía a toda prisa por las
ondulantes veredas de Barrio Observatorio hacia mi trabajo en la imprenta,
no podía evitar que las lágrimas se mezclaran sobre mi rostro con las vírgulas
congeladas de la llovizna mientras caminaba.
9. Ni yanquis ni marxistas
En la cárcel volví a acercarme a los sectores peronistas. No a Montoneros,
con quienes mantuve siempre una cordial aunque algo distante relación. Sino
a los "históricos" como Lerner, que había estado en la guerrilla de Taco
Ralo, de Massetti y luego en las Fuerzas Armadas Peronistas. O a algunos
sindicalistas de la UOCRA y la UOM, que decían: "Pensar que si hubiésemos
estado afuera, nos hubiésemos cagado a tiros... ¡qué pelotudos que éramos!"
Les contestaba entonces que nuestro Ejército Revolucionario del Pueblo no
disparaba contra sindicalistas, por más que los considerásemos burócratas.
Nuestros blancos eran los militares y la policía.
Pese a esto, no volví a ser peronista. Gustavo tampoco. Su camino de sacerdote
lo acercaría a sectores llamados "progresistas" de la Iglesia Católica.
Y después del "Santiagueñazo", él sería líder de un nuevo partido: Memoria
y Participación.
Ambos continuamos nuestra acción política en un área comúnmente llamada
izquierda... pero ni él ni yo nos consideramos marxistas.
10. Un nuevo movimiento revolucionario
Desde mis conversaciones con Lerner en la cárcel de Sierra Chica, en 1977,
no dejó de rondarme la imaginación la posibilidad de un nuevo movimiento
revolucionario latinoamericano. Un movimiento que sea nacionalista -pero
no fascista-; un movimiento que sea socialista -pero no marxista-. Algo
parecido a lo que habían buscado en su tiempo Árbenz, Haya de La Torre,
Perón. Pero sin la infiltración insidiosa de esas células cancerígenas de
la ultraderecha o el neoliberalismo, que habían infectado los movimientos
de los dos últimos, para terminar aniquilándolos.
En ese tren comencé a recuperar entonces el pensamiento del primer Santucho
-Francisco René- quien en los documentos liminares del FRIP abogaba por
un partido revolucionario latinoamericano, que se cuidara tanto del imperialismo
norteamericano como del marxista.
El surgimiento de Chávez en Venezuela pareció dar al fin un tono preciso
a nuestras especulaciones de todos estos años. Es preciso sin embargo determinar
claramente las dificultades internas con que hoy chocamos, para evitar que
esta revolución también termine en el fracaso.
La principal de ellas -en realidad la que motivó la escritura de estos comentarios-,
la principal dificultad con que están tropezando hoy los movimientos revolucionarios
es el sectarismo político interno. Pues si los observamos desde una serena
distancia, todos los grupos políticos populares venezolanos buscan objetivos
que podrían unificarse. También los brasileños, o los argentinos. Pese a
ello, no logran actuar en común.
Esta división feroz no sólo libera a quienes llegaron al poder soliviantados
por la marejada revolucionaria, abriéndoles la posibilidad de corromperse,
sino también debilita este embate original, permitiendo a la monolítica
oligarquía reponerse.
Una vez más debe decirse: unámonos, o seremos derrotados. El peronismo ya
no existe. El izquierdismo tampoco. Ambos han dado origen a movimientos
nuevos, más creativos, menos permeables a desviaciones mezquinas, aunque
aún no tengan nombre (y si no lo tienen, mejor, ello puede significar que
son espontáneos y siempre en desenvolvimiento, como la vida).
A quienes combatimos en los 50, 60 y 70 se nos van los últimos cartuchos
en esto: atrevámonos, esta vez, a la unidad.
Santiago del Estero, 28 de junio de 2006