Diez años que desangraron a Colombia
Allá por los años cuarenta, el prestigioso
economista colombiano Luis Eduardo Nieto Arteta escribió una apología del
café. El café había logrado lo que nunca consiguieron, en los anteriores
ciclos económicos del país, las minas ni el tabaco, ni el añil ni la quina:
dar nacimiento a un orden maduro y progresista. Las fábricas textiles y
otras industrias livianas habían nacido, y no por casualidad, en los departamentos
productores de café: Antoquia, Caldas, Valle del Cauca, Cundimarca. Una
democracia de pequeños productores agrícolas, dedicados al café, había convertido
a los colombianos en «hombres moderados y sobrios». «El supuesto más vigoroso
–decía-, para la normalidad en el funcionamiento de la vida política colombiana
ha sido la consecución de una peculiar estabilidad económica. El café la
ha producido, y con ella el sosiego y la mesura».
Poco tiempo después, estalló la violencia. En realidad, los elogios al café
no habían interrumpido, como por arte de magia, la larga historia de revueltas
y represiones sanguinarias en Colombia. Esta vez, durante diez años, entre
1948 y 1957, la guerra campesina abarcó los minifundios y los latifundios,
los desiertos y los sembradíos, los valles y las selvas y los páramos andinos,
empujó al éxodo a comunidades enteras, generó guerrillas revolucionarias
y bandas de criminales y convirtió al país entero en un cementerio: se estima
que dejó un saldo de ciento ochenta mil muertos.
El baño de sangre coincidió con un período de euforia económica para la
clase dominante: ¿es lícito confundir la prosperidad de una clase como el
bienestar de un país? La violencia había empezado como un enfrentamiento
entre liberales y conservadores, pero la dinámica del odio de clases fue
acentuando cada vez más su carácter de lucha social. Jorge Eliécer Gaitán,
el caudillo liberal a quien la oligarquía de su propio partido, entre despectiva
y temerosa, llamaba «el lobo» o «el Badulaque», había ganado un formidable
prestigio popular y amenazaba el orden establecido; cuando lo asesinaron
a tiros, se desencadenó el huracán.
Primero fue una marea humana incontenible en las calles de la capital, el
espontáneo «bogotazo», y en seguida la violencia derivó al campo, donde,
desde hacía un tiempo, ya las bandas organizadas por los conservadores venían
sembrando el terror. El odio largamente masticado por los campesinos hizo
explosión, y mientras el gobierno enviaba policías y soldados a cortar testículos,
abrir los vientres de las mujeres embarazadas o arrojar a los niños al aire
para ensartarlos a puntas de bayoneta bajo la consigna de «no dejar ni la
semilla», los doctores del Partido Liberal se recluían en sus casas sin
alterar los buenos modales ni el tono caballeresco de sus manifiestos o,
en el peor de los casos, viajaban al exilio. Fueron los campesinos quienes
pusieron los muertos. La guerra alcanzó extremos de increíble crueldad,
impulsada por un afán de venganza que crecía con la guerra misma. Surgieron
nuevos estilos de la muerte: en el «corte corbata», la lengua quedaba colgando
desde el pescuezo. Se sucedían las violaciones, los incendios, los saqueos;
los hombres eran descuartizados o quemados vivos, desollados o partidos
lentamente en pedazos; los batallones arrasaban las aldeas y las plantaciones;
los ríos quedaban teñidos de rojo; los bandoleros otorgaban el permiso de
vivir a cambio de tributos en dinero o cargamentos de café y las fuerzas
represivas expulsaban y perseguían a innumerables familias que huían a las
montañas a buscar refugio: en los bosques, parían las mujeres. Los primeros
jefes guerrilleros, animados por la necesidad de revancha pero sin horizontes
políticos claros, se lanzaban a la destrucción por la desnutrición, el deshogo
a sangre y fuego sin otros objetivos. Los nombres de los protagonistas de
la violencia (Teniente Gorila, Malasombra, El Cóndor, Piel roja, El Vampiro,
Avenegra, El Terror del Llano) no sugieren una epopeya de la revolución.
Pero el acento de rebelión social se imprimía hasta en las coplas que cantaban
las bandas:
Yo soy campesino puro
y no empecé la pelea
pero si me buscan ruido
la bailan con la más fea.
Y en definitiva, el terror indiscriminado había aparecido también, mezclado
con las reivindicaciones de justicia, en la revolución mexicana de Emiliano
Zapata y Pancho Villa. En Colombia la rabia estallaba de cualquier manera,
pero no es casual que de aquella década de violencia nacieran las posteriores
guerrillas políticas que, levantando las banderas de la revolución social,
llegaron a ocupar y controlar extensas zonas del país. Los campesinos, asediados
por la represión, emigraron a las montañas y allí organizaron el trabajo
agrícola y la autodefensa. Las llamadas «repúblicas independientes» continuaron
ofreciendo refugio a los perseguidos después de que los conservadores y
los liberales firmaron, en Madrid, le pacto de la paz. Los dirigentes de
ambos partidos, en un clima de brindis y palomas, resolvieron turnarse sucesivamente
en el poder en aras de la concordia nacional y entonces comenzaron, ya de
común acuerdo, la faena de la «limpieza» contra los focos de perturbación
del sistema. En una sola de las operaciones, para abatir a los rebeldes
de Marquetalia, se dispararon un millón y medio de proyectiles, se arrojaron
veinte mil bombas y se movilizaron, por tierra y por aire, dieciséis mil
soldados.
En plena violencia había un oficial que decía: «A mí no me traigan cuentos.
Tráiganme orejas» el sadismo de la represión y la ferocidad de la guerra
¿podrían explicarse por razones clínicas? ¿Fueron el resultado de la maldad
natural de sus protagonistas?
Un hombre que cortó las manos de un sacerdote, prendió fuego a su cuerpo
y a su casa y luego lo despedazó y lo arrojó a un caño, gritaba, cuando
ya la guerra había terminado: «Yo no soy culpable. Yo no soy culpable. Déjenme
solo» Había perdido la razón, pero en cierto modo la tenía: el horror de
la violencia no hizo más que poner de manifiesto el horror del sistema.
Porque el café no trajo consigo la felicidad y la armonía, como había profetizado
Nieto Arteta. Es verdad que gracias al café se activó la navegación del
Magdalena y nacieron líneas de ferrocarril y carreteras y se acumularon
capitales que dieron origen a ciertas industrias, pero el orden oligárquico
interno y la dependencia económica ante los centros extranjeros de poder
no solo resultaron vulnerados por el proceso ascendente del café, sino que,
por el contrario, se hicieron infinitamente más agobiantes para los colombianos.
Cuando la década de la violencia llegaba a su fin, las Naciones Unidas publicaban
los resultados de su encuesta sobre la nutrición en Colombia. Desde entonces
la situación no ha mejorado en absoluto: un 88 por ciento de los escolares
de Bogotá padecía avitaminosis, un 78 por ciento sufría arriboflavinosis
y más de la mitad tenía un peso por debajo de lo normal; entre los obreros,
la avitaminosis castigaba al 71 por ciento y entre los campesinos del valle
de Tensa, al 78 por ciento.
La encuesta mostró «una marcada insuficiencia de alimentos protectores –leche
y sus derivados, huevos, carne, pescado, y algunas frutas y hortalizas-
que aportan conjuntamente proteínas, vitaminas y sales».
No solo a la luz de los fogonazos de las balas se revela una tragedia social.
Las estadísticas indican que Colombia ostenta un índice de homicidios siete
veces mayor que el de los Estados Unidos, pero también indican que la cuarta
parte de los colombianos en edad activa carece de trabajo fijo. Doscientas
cincuenta mil personas se asoman cada año al mercado laboral; la industria
no genera nuevos empleos y en el campo la estructura de latifundios y minifundios
tampoco necesita más brazos: por el contrario, expulsa sin cesar nuevos
desocupados hacia los suburbios de las ciudades. Hay en Colombia más de
un millón de niños sin escuela.
Ello no impide que el sistema se dé el lujo de mantener cuarenta y una universidades
diferentes, públicas o privadas, cada una con sus diversas facultades y
departamentos, para la educación de los hijos de la élite y de la minoritaria
clase media .
La varita mágica del mercado mundial despierta
a Centroamérica.
Las tierras de la franja centroamericana llegaron a la mitad del siglo pasado
sin que se les hubiera inflingido mayores molestias. Además de los alimentos
destinados al consumo, América Central producía la grana y el añil, con
pocos capitales, escasa mano de obra y preocupaciones mínimas. La grana,
insecto que nacía y crecía sobre la espinosa superficie de los nopales,
disfrutaba, como el añil, de una sostenida demanda en la industria textil
europea. Ambos colorantes naturales murieron de muerte sintética cuando,
hacia 1850, los químicos alemanes inventaron las anilinas y otras tintas
más baratas para teñir las telas. Treinta años después de esta victoria
de los laboratorios sobre la naturaleza, llegó el turno del café. Centroamérica
se transformó. De sus plantaciones recién nacidas provenía, hacia 1880,
poco menos de la sexta parte de la producción mundial de café. Fue a través
de este producto como la región quedó definitivamente incorporada al mercado
internacional.
A los compradores ingleses sucedieron los alemanes y los norteamericanos;
los consumidores extranjeros dieron vida a una burguesía nativa del café,
que irrumpió en el poder político, a través de la revolución liberal de
Justo Rufino Barrios, a principios de la década de 1870. la especialización
agrícola desde fuera, despertó el furor de la apropiación de tierras y de
hombres: el latifundio actual nació, en Centroamérica, bajo las banderas
de la libertad de trabajo.
Así pasaron a manos privadas grandes extensiones baldías, que pertenecían
a nadie o a la iglesia o al Estado y tuvo lugar el frenético despojo de
las comunidades indígenas. A los campesinos que se negaban a vender tierras
se los enganchaba, por la fuerza, en el ejército; las plantaciones se convirtieron
en pudrideros de indios; resucitaron los mandamientos coloniales, el reclutamiento
forzoso de mano de obra y las leyes contra la vagancia. Los trabajadores
fugitivos eran perseguidos a tiros; los gobiernos liberales modernizaban
las relaciones de trabajo instituyendo el salario, pero los asalariados
se convertían en propiedad de los flamantes empresarios del café. En ningún
momento, todo a lo largo del siglo transcurrido desde entonces, los períodos
de altos precios se hicieron notar sobre el nivel de los salarios, que continuaron
siendo retribuciones de hambre sin que las mejores cotizaciones del café
se tradujeran nunca en aumentos. Este fue uno de los factores que impidieron
el desarrollo de un mercado interno de consumo en los países centroamericanos.
Como en todas partes, el cultivo del café desalentó, en su expansión sin
frenos, la agricultura de alimentos destinados al mercado interno. También
estos países fueron condenados a padecer una crónica escasez de arroz, frijoles,
maíz, trigo y carne. Apenas sobrevivió una miserable agricultura de subsistencia,
en las tierras altas y quebradas donde el latifundio acorraló a los indígenas
al apropiarse de las tierras bajas de mayor fertilidad. En las montañas,
cultivando en minúsculas parcelas el maíz y los frijoles imprescindibles
para no caerse muertos, viven durante una parte del año los indígenas que
brindan sus brazos, durante las cosechas, a las plantaciones. Estas son
las reservas de mano de obra del mercado mundial. La situación no ha cambiado:
el latifundio y el minifundio constituyen, juntos, la unidad de un sistema
que se apoya sobre la despiadada explotación de la mano de obra nativa.
En general, y muy especialmente en Guatemala, esta estructura de apropiación
de la fuerza de trabajo aparece identificada con todo un sistema del desprecio
racial: los indios padecen el colonialismo interno de los blancos y los
mestizos, ideológicamente bendito por la cultura dominante, del mismo modo
que los países centroamericanos sufren el colonialismo extranjero.
Desde principios de siglo aparecieron también, en Honduras, Guatemala y
Costa Rica, los enclaves bananeros. Para trasladar el café a los puertos,
habían nacido ya algunas líneas de ferrocarril financiadas por el capital
nacional. Las empresas norteamericanas se apoderaron de esos ferrocarriles
y crearon otros, exclusivamente para el transporte del banano desde sus
plantaciones, al tiempo que implantaban el monopolio de los servicios de
luz eléctrica, correos, telégrafos, teléfonos y, servicio público no menos
importante, también el monopolio de la política: en Honduras, «una mula
cuesta más que un diputado» y en toda Centroamérica los embajadores de Estados
Unidos presiden más que los presidentes. La United Fruit Co. deglutió a
sus competidores en la producción y venta de bananas, se transformó en la
principal latifundista de Centroamérica, y sus filiales acapararon el transporte
ferroviario y marítimo; se hizo dueña de los puertos, y dispuso de aduana
y policía propias. El dólar se convirtió, de hecho, en la moneda nacional
centroamericana.
Los filibusteros al abordaje.
En la concepción geopolítica del imperialismo, América Central no es más
que un apéndice natural de los Estados Unidos. Ni siquiera Abraham Lincoln,
que también pensó en anexar sus territorios, pudo escapar a los dictados
del «destino manifiesto» de la gran potencia sobre sus áreas contiguas.
A mediados del siglo pasado, el filibustero William Walker, que operaba
en nombre de los banqueros Morgan y Garrison, invadió Centroamérica al frente
de una banda de asesinos que se llamaban a sí mismos «la falange americana
de los inmortales». Con el respaldo oficioso del gobierno de los Estados
Unidos, Walker robó, mató, incendió y se proclamó presidente, en expediciones
sucesivas, de Nicaragua, El Salvador y Honduras.
Reimplantó la esclavitud en los territorios que sufrieron su devastadora
ocupación, continuando, así, la obra filantrópica de su país en los estados
que habían sido usurpados, poco antes, a México.
A su regreso fue recibido en los Estados Unidos como héroe nacional. Desde
entonces se sucedieron las invasiones, las intervenciones, los bombardeos,
los empréstitos obligatorios y los tratados firmados al pie de cañón. En
1912 el presidente William H. Taft afirmaba: «No está lejano el día en que
tres banderas de barras y estrellas señalen en tres sitios equidistantes
la extensión de nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el canal
de Panamá y la tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio será nuestro,
de hecho, como, en virtud de nuestra superioridad racial, ya es nuestro
moralmente. Taft decía que el recto camino de la justicia en la política
externa de los Estados Unidos «no incluye en modo alguno una actividad intervención
para asegurar a nuestras mercancías y a nuestros capitalistas facilidades
para las inversiones y a nuestros capitalistas facilidades para las inversiones
beneficiosas». Por la misma época, el ex presidente Teddy Roosevelt recordaba
en voz alta su exitosa amputación de tierra a Colombia: «I took the Canal»,
decía el flamante Premio Nobel de la Paz, mientras contaba cómo había independizado
a Panamá. Colombia recibiría, poco después, una indemnización de veintiocho
millones de dólares: era el precio de un país, nacido para que los Estados
Unidos dispusieran de una vía de comunicación entre ambos océanos.
Las empresas se apoderaban de tierras, aduanas, tesoros y gobiernos: los
marines desembarcaban por todas partes para «proteger la vida y los intereses
de los ciudadanos norteamericanos», coartada igual a la que utilizarían,
en 1965, para borrar con agua bendita las huellas del crimen de la Dominicana.
La bandera envolvía otras mercaderías. El comandante Smedley D. Butler,
que encabezó muchas de las expediciones, resumía así su propia actividad,
en 1935, ya retirado: «Me he pasado treinta y tres años y cuatro meses en
el servicio activo, como miembro de la más ágil fuerza militar de este país:
el Cuerpo de Infantería de Marina. Serví en todas las jerarquías, desde
teniente segundo hasta general de división. Y durante todo ese período me
pasé la mayor parte del tiempo en funciones de pistolero de primera clase
para los Grandes Negocios, para Wall Street y los banqueros. En una palabra,
fui un pistolero de primera clase... Así, por ejemplo, en 1914 ayudé a hacer
que México y en especial Tampico, resultasen una presa fácil para los intereses
petroleros norteamericanos. Ayudé a hacer que Haití y Cuba fuesen lugares
decentes para el cobro de rentas por parte del National City Bank... En
1909 – 1912 ayudé a purificar a Nicaragua para la casa bancaria internacional
de Brown Brothers. En 1916 llevé la luz a la Republica Dominicana, en nombre
de los intereses azucareros norteamericanos. En 1930 ayudé a “pacificar”
a Honduras en beneficio de las compañías fruteras norteamericanas». En los
primeros años del siglo, el filósofo William James había dictado una sentencia
poco conocida: «El país ha vomitado de una vez y para siempre la Declaración
de Independencia... »
Por no poner más que un ejemplo, los Estados Unidos ocuparon Haití durante
veinte años y allí, en ese país negro que había sido el escenario de la
primera revuelta victoriosa de esclavos, introdujeron la segregación racial
y el régimen de trabajos forzados, mataron mil quinientos obreros en una
de sus operaciones de represión (según la investigación del Senado norteamericano
en 1922) y, cuando el gobierno local se negó a convertir el Banco Nacional
en un sucursal del National City Bank de Nueva York, suspendieron el pago
de sus sueldos al presidente y a sus ministros, para que recapacitaran.
Historias semejantes se repetían en las demás islas del Caribe y en toda
América Central, el espacio geopolítico de Mare Nostrum del Imperio, al
ritmo alternado del big stick o de «la diplomacia del dólar».
El Corán menciona al plátano entre los árboles del paraíso, pero la humanización
de Guatemala, Honduras, Costa Rica, panamá, Colombia y Ecuador permite sospechar
que se trata de un árbol del infierno. En Colombia, la United Fruit se había
hecho dueña del mayor latifundio del país cuando estalló, en 1928, una gran
huelga a la costa atlántica. Los obreros bananeros fueron aniquilados a
balazos, frente a una estación de ferrocarril. Un decreto oficial había
sido dictado: «Los hombres de fuerza pública quedan facultados para castigar
por las armas... » y después no hubo necesidad de dictar ningún decreto
para borrar la matanza de la memoria oficial del país . Miguel Ángel Asturias
narró el proceso de la conquista y el despojo de Centroamérica.
El papa verde era Minor Keith, rey sin corona de la región entera, padre
de la United Fruit, devorador de países. «Tenemos muelles, ferrocarriles,
tierras, edificios, manantiales –enumeraba el presidente-; corre el dólar
se habla el inglés y se enarbola nuestra bandera...» «Chicago no podía menos
que sentir orgullo de ese hijo que marchó con una mancuerna de pistolas
y regresaba a reclamar su puesto entre los emperadores de la carne, reyes
de los ferrocarriles, reyes del cobre, reyes de la goma de mascar ». En
el paralelo 42 John Dos Passos trazó la rutilante biografía de Keith, biografía
de la empresa: «En Europa y Estados Unidos la gente había comenzado a comer
plátanos, así que tumbaron la selva a través de América Central para sembrar
plátanos y construir ferrocarriles para transportar los plátanos y cada
año más vapores de la Great White Flete iban hacia el norte repleto de plátanos,
y esa es la historia del imperio norteamericano en el Caribe y del canal
de Panamá y del futuro camnal de Nicaragua y los marines y los acorazados
y las bayonetas... ».
Las tierras quedaban tan exhaustas como los trabajadores: a las tierras
les robaban el humus y a los trabajadores los pulmones, pero siempre había
nuevas tierras para explotar y más trabajadores para exterminar. Los dictadores,
próceres de opereta, velaban por el bienestar de la United Fruit con le
cuchillo entre los dientes. Después, la producción de bananas fue decayendo
y la omnipotencia de la empresa frutera sufrió varias crisis, pero América
Central continúa siendo, en nuestros días, un santuario del lucro para los
aventureros aunque el café, el algodón y el azúcar hayan derribado a los
plátanos de su sitial de privilegio. En 1970 las bananas son la principal
fuente de divisas para honduras y Panamá y, en América del Sur, para Ecuador.
Hacia 1930 América Central exportaba 38 millones anuales de racimos y la
United Fruit pagaba a Honduras un centavo de impuesto por cada racimo. No
había manera de controlar el pago del mini impuesto (que después subió un
poquito), ni la hay, porque aún hoy la United Fruit exporta e importa lo
que se le ocurre al margen de las aduanas estatales. La balanza comercial
y la balanza de pagos del país son obras de ficción a cargo de los técnicos
de imaginación pródiga.
La crisis de los años treinta: «Es un crimen más grande matar a una hormiga
que a un hombre»
El café del mercado norteamericano, de su capacidad de consumo y de sus
precios; las bananas eran un negocio norteamericano y para norteamericanos.
Y estalló, de golpe, la crisis de 1929. El crack de la Bolsa de Nueva York,
que hizo crujir los cimientos del capitalismo mundial, cayó en el Caribe
como un gigantesco bloque de piedra en un charquito. Bajaron verticalmente
los precios del café y de las bananas, y no menos verticalmente descendió
el volumen de las ventas. Los desalojos campesinos recrudecieron con violencia
febril, el desempleo cundió en el campo y en las ciudades, se levantó una
oleada de huelgas; se abatieron bruscamente los créditos, las inversiones
y los gastos públicos, los sueldos de los funcionarios del estadio se redujeron
casi a la mitad en Honduras, Guatemala y Nicaragua. El equipo de dictadores
llegó sin demora para aplastar las tapas de las marmitas; se abría la época
de la política de la Buena Vecindad en Washington, pero era preciso contener
a sangre y fuego la agitación social que, por todas partes, hervía. Alrededor
de veinte años – unos más, otros menos- permanecieron en el poder Jorge
Ubico en Guatemala, Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador, Tiburcio
Carías en Honduras y Anastasio Souza en Nicaragua.
La epopeya de Augusto César Sandino conmovía al mundo. La larga lucha del
jefe guerrillero de Nicaragua había derivado a la reivindicación de la tierra
y levantaba en vilo la ira campesina. Durante siete años, su pequeño ejército
en harapos peleó, a la vez, contra los doce mil invasores norteamericanos
y contra los miembros de la guardia nacional. Las granadas se hacían con
latas de sardinas llenas de piedras, los fusiles Springfield se arrebataban
al enemigo y no faltaban machetes; el asta de la bandera era un palo sin
descortezar y en vez de botas los campesinos usaban, para moverse en las
montañas enmarañadas, un atira de cuero llamada caite. Con música de Adelita,
los guerrilleros cantaban
En Nicaragua, señores,
le pega el ratón al gato
Ni el poder de fuego de la Infantería de Marina ni las bombas que arrojaban
los aviones resultaban suficientes para aplastar a los rebeldes de Las Segovias.
Tampoco las calumnias que derramaban por el mundo entero las agencias informativas.
Associated Press y United Press, cuyos corresponsales en Nicaragua eran
dos norteamericanos que tenían en sus manos la aduana del país. En 1932,
Sandino presentía: «Yo no viviré mucho tiempo». Un año después, el influjo
de la política norteamericana de la Buena Vecindad, se celebraba la paz.
El jefe guerrillero fue invitado por el presidente a una reunión decisiva
en Managua. Por el camino cayó muerto en una emboscada. El asesino, Anastasio
Somoza, sugirió después que la ejecución había sido ordenada por el embajador
norteamericano Arthur Bliss Lane. Somoza, por entonces jefe militar, no
demoró mucho en instalarse en el poder. Gobernó Nicaragua durante un cuarto
de siglo y luego sus hijos recibieron, en herencia, el cargo. Antes de cruzarse
el pecho con la banda presidencial, Somoza se había condecorado a sí mismo
con la Cruz del valor, la medalla de Distinción y, la medalla Presidencial
al Mérito. Ya en el poder, organizó varias matanzas y grandes celebraciones,
para las cuales disfrazaba de romanos, con sandalias y cascos, a sus soldados;
se convirtió en el mayor productor de café del país, con 46 fincas, y también
se dedicó a la cría de ganado en otras 51 haciendas. Nunca le faltó tiempo,
sin embargo, para sembrar también el terror. Durante su larga gestión de
gobierno, no pasó, la verdad sea dicha, mayores necesidades, y recordaba
con cierta tristeza los años juveniles, cuando debía falsificar monedas
de oro para poder divertirse.
También en El Salvador estallaron las tensiones como consecuencia de la
crisis. Casi la mitad de los obreros bananeros de Honduras eran salvadoreños
y muchos fueron obligados a retornar a su país, donde no había trabajo para
nadie. En la región de Izalco, se produjo un gran levantamiento campesino
en 1932, que se propagó rápidamente a todo el occidente del país. El dictador
Martínez envió a los soldados, con equipos modernos, a combatir contra los
«bolcheviques». Los indios pelearon a machete contra las ametralladoras
y el episodio se cerró con diez mil muertos. Martínez, un brujo vegetariano
y teósofo, sostenía que «es un crimen más grande matar a una hormiga que
a un hombre, porque el hombre al morir reencarna, mientras que la hormiga
muere definitivamente». Decía que él estaba protegido por «legiones invisibles»
que le daban cuenta de todas las conspiraciones y mantenía comunicación
telepática directa con le presidente de los Estados Unidos.
Un reloj de péndulo le indicaba, sobre le plato, si la comida estaba envenenada;
sobre un mapa le señalaba los lugares donde se escondían enemigos políticos
y tesoros de piratas. Solía enviar notas de condolencia a los padres de
sus víctimas y en el patio de su palacio pastaban los ciervos. Gobernó hasta
1944. Las matanzas se sucedían por todas partes. En 1933, Jorge Ubico en
Guatemala a un centenar de dirigentes sindicales, estudiantiles y políticos,
al tiempo que reimplantaba las leyes contra «la vagancia de los indios.
Cada indio debía llevar una libreta donde constaban sus días de trabajo;
si no se consideraban suficientes, pagaba la deuda en la cárcel o arqueando
la espalda sobre la tierra, gratuitamente, durante medio año. En la insalubre
costa del pacífico, los obreros que trabajan hundidos hasta las rodillas
en el barco cobraban treinta centavos por día, y la United Fruit demostraba
que Ubico la había obligado a rebajar los salarios. En 1944, poco antes
de la caída del dictador, el Reader’s Digest publicó un artículo ardiente
de elogios: este profeta del Fondo Monetario Internacional había evitado
la inflación bajando los salarios, de un dólar a veinticinco centavos diarios,
para la construcción de la carretera militar de emergencia, y de un dólar
a cincuenta centavos diarios, para la construcción de la carretera militar
de emergencia, y de un dólar cincuenta centavos para los trabajos de la
base aérea en la capital. Por esta época, Ubico otorgó a los señores del
café y a las empresas bananeras el permiso para matar: «Estarán exentos
de responsabilidad criminal los propietarios de fincas... ». El decreto
llevaba el número 2795 y fue reestablecido en 1967, durante el democrático
y representativo gobierno de Méndez Montenegro.
Como todos los tiranos del Caribe, Ubico se creía Napoleón. Vivía rodeado
de bustos y cuadros del Emperador, que tenía, según él, su mismo perfil.
Creía en la disciplina militar: militarizó a los empleados de correo, a
los niños de las escuelas y a la orquesta sinfónica. Los integrantes de
la orquesta tocaban de uniforme, a cambio de nueve dólares mensuales, las
piezas que Ubico elegía y con la técnica y los instrumentos por él dispuestos.
Consideraba que los hospitales eran para los maricones, de modo que los
pacientes recibían asistencia en los suelos de los pasillos y los corredores,
si tenían la desgracia de ser pobres además de enfermos.
¿Quién desató la violencia en Guatemala?
En 1944, Ubico cayó de su pedestal, barrido por los vientos de una revolución
de sello liberal que encabezaron algunos jóvenes oficiales y universitarios
de la clase media, Juan José Arévalo, elegido presidente, puso en marcha
un vigoroso plan de educación y dictó un nuevo Código del Trabajo para proteger
a los obreros del campo y de las ciudades. Nacieron varios sindicatos; la
United Fruit Co., dueña de vastas tierras, el ferrocarril y el puerto, virtualmente
exonerada de impuestos y libre de controles, dejó de ser omnipotente en
sus propiedades. En 1951, en su discurso de despedida, Arévalo reveló que
había debido sortear treinta y dos conspiraciones financiadas por la empresa.
El gobierno de Jacobo Arbenz continuó y profundizó el ciclo de reformas.
Las carreteras y el nuevo puerto de San José rompían el monopolio de la
frutera sobre los transportes y la exportación. Con capital nacional, y
sin tender la mano ante ningún banco extranjero, se pusieron en marcha diversos
proyectos de desarrollo que conducían a la conquista de la independencia.
En junio de 1952, se aprobó la reforma agraria, que llegó a beneficiar a
más de cien mil familias, aunque solo afectaba a las tierras improductivas
y pagaba indemnización, en bonos, a los propietarios expropiados. La United
Fruit solo cultivaba el ocho por ciento de sus tierras, extendidas entre
ambos océanos.
La reforma agraria se proponía «desarrollar la economía capitalista campesina
y la economía capitalista de la agricultura en general», pero una furiosa
campaña de propaganda internacional se desencadenó contra Guatemala: «La
cortina de hierro está descendiendo sobre Guatemala, vociferaban las radios,
los diarios y los próceres de la OEA. El coronel Castillo Armas, graduado
en Fort Leavenworth, Kansas, abatió sobre su propio país las tropas entrenadas
y pertrechadas, al efecto, en los Estados Unidos. El bombardeo de los F-47,
con aviadores norteamericanos, respaldó la invasión. «Tuvimos que deshacernos
de un gobierno comunista que había asumido el poder», diría nueve años más
tarde, Dwight Eisenhower. Las declaraciones del embajador norteamericano
en Honduras ante una subcomisión del senado de los Estados Unidos, revelaron
el 27 de julio de 1961 que la operación libertadora de 1954 había sido realizada
por un equipo del que formaban parte, además de él mismo, los embajadores
ante Guatemala, Costa Rica y Nicaragua.
Allen Dulles, que en aquella época era el hombre número uno de la CIA, les
había enviado telegramas de felicitación por la faena cumplida. Anteriormente,
el bueno de Allen había integrado el directorio de la United Fruit Co. Su
sillón fue ocupado, un año después de la invasión, por otro directivo de
la CIA, el general Walter Bedell Smith Foster Dulles, hermano de Allen,
se había encendido de impaciencia en la conferencia de la OEA que dio el
visto bueno a la expedición militar contra Guatemala. Casualmente, en sus
escritorios de abogado habían redactados, en tiempos del dictador Ubico
los borradores de los contratos de la United Fruit.
La caída de Arbenz marcó a fuego la historia posterior del país. Las mismas
fuerzas que bombardearon la ciudad de Guatemala, Puerto Barrios y el puerto
de San José al atardecer del 18 de junio de 1954, están hoy en el poder.
Varias dictaduras feroces sucedieron a la intervención extranjera, incluyendo
el período de Julio César Méndez Montenegro (1966 – 1970), quien proporcionó
a la dictadura el decorado de un régimen democrático, Méndez Montenegro
había prometido una reforma agraria, pero se limitó a firmar la autorización
para que los terratenientes portaran armas, y las usaran.
La reforma agraria de Arbenz había saltado en pedazos cuando Castillo Armas
cumplió su misión devolviendo las tierras a la United Fruit y a los otros
terratenientes expropiados.
1967 fue el peor de los años del ciclo de la violencia inaugurando en 1954.
un sacerdote católico norteamericano expulsado de Guatemala, el padre Thomas
Melville, informaba al National Catholic Reporter en enero de 1968: en poco
más de un año, los grupos terroristas de la derecha habían asesinado a más
de dos mil ochocientos intelectuales, estudiantes, dirigentes sindicales
y campesinos que habían «intentado combatir las enfermedades de la sociedad
guatemalteca» El cálculo del padre Melville se hizo en base a la información
de la prensa, pero de la mayoría de los cadáveres nadie informó nunca, eran
indios sin nombre ni origen conocidos, que el ejército incluía, algunas
veces, solo como números, en las partes de las victorias contra la subversión.
La represión indiscriminada formaba parte de la campaña militar de «cerco
y aniquilamiento» contra movimientos guerrilleros. De acuerdo con el nuevo
código en vigencia, los miembros de los cuerpos de seguridad no tenían responsabilidad
penal por homicidios, y los partes policiales o militares se consideraban
plena prueba en los juicios. Los finqueros y sus administradores fueron
legalmente equiparados a la calidad de autoridades locales, con derecho
a portar armas y formar cuerpos represivos. No vibraron los teletipos del
mundo con las primicias de la sistemática carnicería, no llegaron a Guatemala
los periodistas ávidos de noticias, no se escucharon voces de condenación.
El mundo estaba de espaldas, pero Guatemala sufría una larga noche de San
Bartolomé. La aldea Cajón del Río quedó sin hombres, y a los de la aldea
Tituque les revolvieron las tripas a cuchillo y a los de Piedra Parada los
desollaron vivos y quemaron vivos a los de Agua Blanca de Ipala, previamente
baleados en las piernas; en el centro de la plaza de San Jorge clavaron
en una pica la cabeza de un campesino rebelde. En Cerro Gordo, llenaron
de alfileres las pupilas de Jaime Velásquez, el cuerpo de Ricardo Miranda
fue encontrado con treinta y ocho perforaciones y la cabeza de Haroldo Silva,
sin el cuerpo de Haroldo Silva, la borde de la carretera a San Salvador;
en Los Mixcos cortaron la lengua de Ernesto Chinchilla; en la fuente del
Ojo de Agua, los hermanos Oliva Aldana fueron cosidos a tiros con las manos
atadas a la espalda y los ojos vendados; el cráneo de José Guzmán se convirtió
en un rompecabezas de piezas minúsculas arrojadas al camino; de los pozos
de San Lucas Sacatepequez emergían muertos en vez de agua; los hombres amanecían
sin manos ni pies en la finca Miraflores. A las amenazas sucedían las ejecuciones
o la muerte acometía, sin aviso, por la nuca; en las ciudades se señalaban
con cruces negras las puertas de los sentenciados. Se los ametrallaba al
salir, se arrojaban los cadáveres a los barrancos.
Después no cesó la violencia. Todo a lo largo del tiempo del desprecio y
de la cólera inaugurado en 1954, la violencia ha sido y sigue siendo una
transpiración natural de Guatemala. Continuaron apareciendo, uno cada cinco
horas, los cadáveres en los ríos o al borde de los caminos, los rostros
sin rasgos, desfigurados por la tortura, que no serán identificados jamás.
También continuaron, y en mayor medida, las matanzas más secretas: los cotidianos
genocidios de la miseria. Otro sacerdote expulsado, el padre Blase Bonpane,
denunciaba en le Washington Post, en 1968, a esta sociedad enferma: «De
las setenta mil personas que cada año mueren en Guatemala, treinta mil son
niños. La tasa de mortalidad infantil en Guatemala es cuarenta veces más
alta que la de los Estados Unidos».
La primera Reforma Agraria de América Latina: un siglo y medio de derrotas
para José Artigas.
A carga de lanza de machete, habían sido los desposeídos quienes realmente
pelearon, cuando despuntaba el siglo XIX, contra el poder español en los
campos de América. La independencia no los recompensó: traicionó las esperanzas
de los que habían derramado su sangre. Cuando la paz llegó, con ella se
reabrió el tiempo de la decadencia. Los dueños de la tierra y los grandes
mercaderes aumentaron sus fortunas, mientras se extendía la pobreza de las
masas populares. Al mismo tiempo, y la ritmo de las intrigas de los nuevos
dueños de América Latina, los cuatro virreinatos del imperio español saltaron
en pedazos y múltiples países nacieron como esquirlas de la unidad nacional
pulverizada. La idea de «nación» que el patriciado latinoamericano engendró
se parecía demasiado a la imagen de un puerto activo, habitado por la clientela
mercantil y financiera del imperio británico, con latifundios y socavones
a la retaguardia. La legión de parásitos que había recibido los pares de
la guerra de independencia bailando minué en los salones de las ciudades,
brindaba por la libertad de comercio en copas de cristalería británica.
Se pusieron de moda las más altisonantes consignas republicanas de la burguesía
europea: nuestros países se ponían al servicio de los industriales ingleses
y de los pensadores franceses. ¿Pero por qué «burguesía nacional» era la
nuestra, formada por los terratenientes, los grandes traficantes, comerciantes
y especuladores, los políticos de levita y los doctores sin arraigo? América
Latina tuvo pronto sus constituciones burguesas, muy barnizadas de liberalismo,
pero no tuvo, en cambio, una burguesía creadora, al estilo europeo o norteamericano,
que se propusiera como misión histórica el desarrollo de un capitalismo
nacional pujante. Las burguesías de estas tierras habían nacido simples
como instrumentos del capitalismo internacional, prósperas piezas del engranaje
mundial que sangraba a las colonias y a las semicolonias. Los burgueses
de mostrador, usureros y comerciantes, que acapararon el poder político,
no tenían el menor interés en impulsar el ascenso de las manufacturas locales,
muertas en el huevo cuando el libre cambio abrió las puertas a la avalancha
de las mercancías británicas. Sus socios, los dueños de la tierra, no estaban,
por su parte, interesados en resolver « la cuestión agraria», sino a la
medida de sus propias conveniencias. El latifundio se consolidó sobre el
despojo, todo a lo largo del siglo XX. La reforma agraria fue, en la región,
una bandera temprana.
Frustración económica, frustración social, frustración nacional: una historia
de traiciones sucedió a la independencia, y América Latina, desgarrada por
sus nuevas fronteras, continuó condenada al monocultivo y a la dependencia.
En 1824, Simón Bolívar dictó el decreto de Trujillo para proteger a los
indios de Perú y reordenar allí el sistema de la propiedad agraria: sus
disposiciones legales no hirieron en absoluto los privilegios de la oligarquía
peruana, que permanecieron intactos, pese a los buenos propósitos del Libertador,
y los indios continuaron tan explotados como siempre. En México, Hidalgo
y Morelos habían caído derrotados tiempo antes y transcurriría un siglo
antes de que rebotaran los frutos de su prédica por la emancipación de los
humildes y la reconquista de las tierras usurpadas. Al sur, José Artigas
encarnó la revolución agraria. Este caudillo, con tanta saña calumniado
y tan desfigurado por la historia oficial, encabezó a las masas populares
de los territorios que hoy ocupan Uruguay y las provincias argentinas de
Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, y Córdoba, en el ciclo heroico de 1811
a 1820.
Artigas quiso echar las bases económicas, sociales y políticas de una Patria
Grande en los límites del antiguo Virreinato del Río de la Plata, y fue
el más importante y lúcido de los jefes federales que pelearon contra el
centralismo aniquilador del puerto de Buenos Aires. Luchó contra los españoles
y los portugueses y finalmente sus fuerzas fueron trituradas por el juego
de pinzas de Río de Janeiro y Buenos Aires, instrumentos del Imperio británico,
y por la oligarquía que, fiel a su estilo, lo traicionó no bien se sintió,
a su vez, traicionada por el programa de reivindicaciones sociales del caudillo.
Seguían a Artigas, lanza en mano, los patriotas. En su mayoría eran paisanos
pobres, gauchos montaraces, indios que recuperaban en la lucha el sentido
de la dignidad; esclavos que ganaban la libertad incorporándose al ejército
de la Independencia. La revolución de los jinetes pastores incendiaba la
pradera. La traición de Buenos Aires, que dejó en manos del poder español
y las tropas portuguesas, en 1811, el territorio que hoy ocupa Uruguay,
provocó el éxodo masivo de la población hacia el norte.
El pueblo en armas se hizo pueblo en marcha; hombres y mujeres, viejos y
niños, lo abandonaban todo tras las huellas del cuadillo, en una caravana
de peregrinos sin fin. En el norte, sobre el río Uruguay, acampó Artigas,,
con las caballadas y las carretas y en el norte establecería, poco tiempo
después, su gobierno. En 1815 Artigas controlaba vastas comarcas desde su
campamento de Purificación, en Paysandú. «¿Qué les parece que vi? –narraba
un viajero inglés-. ¡El Excelentísimo Señor Protector de la mitad del Nuevo
Mundo estaba sentado en una cabeza de buey, junto a un fogón encendido en
el suelo fangoso de su rancho, comiendo carne del asador y bebiendo ginebra
en un cuerno de vaca! Lo rodeaba una docena de oficiales andrajosos... »
De todas partes llegaban, al galope, soldados, edecanes y exploradores.
Paseándose con las manos en la espalda, Artigas dictaba los decretos revolucionarios
de su gobierno. Dos secretarios –no existía el papel carbón- tomaban nota.
Así nació la primera reforma agraria de América Latina, que se aplicaría
durante un año en la «Provincia Oriental», hoy Uruguay, y que sería hecha
trizas por una nueva invasión portuguesa, cuando la oligarquía abriera las
puertas de Montevideo al general Lecor y lo saludara como a un libertador
y lo condujera bajo palio a un solemne Tedéum, honor al invasor, ante los
altares de la catedral. Anteriormente, Artigas había promulgado también
un reglamento aduanero que gravaba con un fuerte impuesto la importación
de mercaderías extranjeras competitivas de las manufacturas y artesanías
de tierra adentro, de considerable desarrollo en algunas regiones hoy argentinas
comprendidas en los dominios del caudillo, a la par que liberaba la importación
de los bienes de producción necesarios al desarrollo económico y adjudicaba
un gravamen insignificante a los artículos americanos, como la yerba y el
tabaco de Paraguay. Los sepultureros de la revolución también enterrarían
el reglamento aduanero.
El código agrario de 1815 –tierra libre, hombres libres- fue «la más avanzada
y gloriosa constitución» de cuantas llegarían a conocer los uruguayos. Las
ideas de Capomanes y Jovellanos en el ciclo reformista de Carlos III influyeron
sin duda sobre el reglamento de Artigas, pero este surgió, en definitiva,
como una respuesta revolucionaria a la necesidad nacional de recuperación
económica y de justicia social. Se decretaba la expropiación y el reparto
de las tierras de los «malos europeos y peores americanos» emigrados a raíz
de la revolución y no indultados por ella. Se denominaba la tierra de los
enemigos sin indemnización alguna, y a los enemigos pertenecía, dato importante,
la inmensa mayoría de los latifundios. Los hijos no pagaban la culpa de
los padres: el reglamento les ofrecía lo mismo que a los patriotas pobres.
Las tierras se repartían de acuerdo con el principio de que «los más infelices
serán los más privilegiados». Los indios tenían en la concepción de Artigas,
«el principal derecho». El sentido esencial de esta reforma agraria consistía
en asentar sobre la tierra a los pobres del campo, convirtiendo en paisano
al gaucho acostumbrado a la vida errante de la guerra y a las faenas clandestinas
y el contrabando en tiempos de paz. Los gobiernos posteriores de la cuenca
del Plata reducirán a sangre y fuego al gaucho, incorporándolo por la fuerza
a las peonadas de las grandes estancias, pero Artigas había querido hacerlo
propietario: «Los gauchos alzados comenzaban a gustar del trabajo honrado,
levantaban ranchos y corrales, plantaban sus primeras sementeras».
La intervención extranjera terminó con todo. La oligarquía levantó cabeza
y se vengó. La legislación desconoció, en lo sucesivo, la validez de las
donaciones de tierras realizadas por Artigas. Desde 1820 hasta fines del
siglo fueron desalojados, a tiros, los patriotas pobres que habían sido
beneficiados por la reforma agraria. No conservarían «otra tierra que la
de sus tumbas». Derrotado, Artigas se había marchado a Paraguay, a morirse
solo al cabo de un largo exilio de austeridad y silencio. Los títulos de
propiedad por él expedidos no valían nada: el fiscal de gobierno, Bernardo
Bustamante, afirmaba, por ejemplo, que se advertía a primera vista «la despreciabilidad
que caracterizaba a los indicados documentos».
Mientras tanto, su gobierno se aprestaba a celebrar, ya restaurado el «orden»,
la primera constitución de un Uruguay independiente, desgajado de la patria
grande por la que Artigas había, en vano, peleado.
El reglamento de 1815 contenía disposiciones especiales para evitar la acumulación
de tierras en pocas manos. En nuestros días, el campo uruguayo ofrece el
espectáculo de un desierto: quinientas familias monopolizan la mitad de
la tierra total y, constelación del poder, controlan también las tres cuartas
partes del capital invertido en la industria y en la banca. Los proyectos
de reforma agraria se acumulan, unos sobre otros, en el cementerio parlamentario,
mientras el campo se despuebla: los desocupados se suman a los desocupados
y cada vez hay menos personas dedicadas a las tareas agropecuarias, según
el dramático registro de los censos sucesivos. El país vive de la lana y
de la carne, pero en sus praderas pastan, en nuestros días, menos ovejas
y menos vacas que a principios de siglo. El atraso de los métodos de producción
se refleja en los bajos rendimientos de la ganadería –librada a la pasión
de los toros y los carneros en primavera, a las lluvias periódicas y a la
fertilidad natural del suelo- y también en la pobre productividad de los
cultivos agrícolas. La producción de carne por animal no llega ni a la mitad
de la que obtienen Francia o Alemania, y otro tanto ocurre con la leche
en comparación con Nueva Zelanda, Dinamarca y Holanda; cada oveja rinde
un kilo menos de lana que en Australia. Los rendimientos de trigo por hectárea
son tres veces menores que los de Francia, y en el maíz, los rendimientos
de los Estados Unidos superan en siete veces a los de Uruguay. Los grandes
propietarios, que evaden sus ganancias al exterior, pasan sus veranos en
Punta del Este., y tampoco en invierno, de acuerdo con su propia tradición,
residen en sus latifundios, a los que vistan de vez en cuando en avioneta:
hace un siglo, cuando se fundó la Asociación Rural, dos terceras partes
de sus miembros tenían ya su domicilio en la capital. La producción extensiva,
obra de la naturaleza y los peones hambrientos, no implica mayores dolores
de cabeza.
Y por cierto que brinda ganancias. Las rentas y las ganancias de los capitalistas
ganaderos suman no menos de 75 millones de dólares por año en la actualidad
. Los rendimientos productivos son bajos, pero los beneficios muy altos,
a causa de los bajísimos costos. Tierra sin hombres, hombres sin tierra:
los mayores latifundios ocupan, y no todo el año, apenas dos personas por
cada mil hectáreas. En los rancheríos, al borde de las estancias, se acumulan,
miserables, las reservas siempre disponibles de mano de obra. El gaucho
de las estampas folklóricas, tema de cuadros y poemas, tiene poco que ver
con el peón que trabaja, en la realidad, las tierras anchas y ajenas. Las
alpargatas bigotudas ocupan el lugar de las botas de cuero; un cinturón
común, o a veces una simple piola, sustituye los anchos cinturones con adornos
de oro y plata. Quienes producen la carne han perdido el derecho de comerla:
los criollos muy rar vez tienen acceso al típico asado criollo, la carne
jugosa y tierna dorándose a las brasas. Aunque las estadísticas internacionales
sonríen exhibiendo promedios engañosos, la verdad es que el “ensopado”,
guiso de fideos y achuras de capón, constituye la dieta básica, falta de
proteínas, de los campesinos en Uruguay.
Artemio Cruz y la segunda muerte de Emilio Zapata
Exactamente un siglo después del reglamento de tierras de Artigas, Emiliano
Zapata puso en práctica, en su comarca revolucionaria del sur de México,
una profunda reforma agraria.
Cinco años antes, el dictador Porfirio Díaz había celebrado con grandes
fiestas, el primer centenario del grito de Dolores: los caballeros de levita,
México oficial, olímpicamente ignoraban el México real cuya miseria alimentada
sus esplendores. En la república de los parias, los ingresos de los trabajadores.
En la república de los parias, los ingresos de los trabajadores no habían
aumentado en un solo centavo desde el histórico levantamiento del cura Miguel
Hidalgo. En 1910, poco más de ochocientos latifundistas, muchos de ellos
extranjeros, poseían casi todo el territorio nacional.. eran señoritos de
ciudad, que vivían en la capital o en Europa y muy de vez en cuando visitaban
los cascos de los latifundios, donde dormían parapetados tras altas murallas
de piedra oscura sostenidas por robustos contrafuertes.
Al otro lado de las murallas, en las cuadrillas, los peones se amontonaban
en cuartuchos de adobe. Doce millones de personas dependían, en una población
total de quince millones, de los salarios rurales; los jornales se pagaban
casi por entero en las tiendas de raya de las haciendas, traducidos, a precios
de fábula, en frijoles, harina y aguardiente. La cárcel, el cuartel y la
sacristía tenían a su cargo la lucha contra los defectos naturales de los
indios, quienes, al decir de un miembro de una familia ilustre de la época,
nacían «flojos, borrachos y ladrones». La esclavitud, atado el obrero por
deudas que se heredaban o por contrato legal, era el sistema real de trabajo
en las plantaciones de henequén de Yucatán, en las vegas de tabaco del valle
Nacional, en los bosques de madera y frutas de Chiapas y Tabasco y en las
plantaciones de caucho, café, caña de azúcar, tabaco y frutas de Veracruz,
Oaxaca y Morelos. John Kenneh Turner, escritor norteamericano, denunció
en le testimonio de su visita. Que «los Estados Unidos han convertido virtualmente
a Porfirio Díaz en un vasallo político y, en consecuencia, han transformado
a México en una colonia esclava». Los capitales norteamericanos obtenían,
directamente o indirectamente, jugosas utilidades de su asociación con la
dictadura. «La norteamericanización de México, de la que tanto se jacta
Wall Street – decía Turner-, se está ejecutando como si fuera una venganza».
En 1845 los Estados Unidos se habían anexado los territorios mexicanos de
Texas y California, donde restablecieron la esclavitud en nombre de la civilización,
y en la guerra México perdió también los actuales estados norteamericanos
de Colorado, Arizona, Nuevo México, Nevada y Utah. Más de la mitad del país.
El territorio usurpado equivalía a la extensión actual de Argentina. «¡Pobrecito
México! –se dice desde entonces- tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados
Unidos». El resto de su territorio mutilado, sufrió después de la invasión
de las inversiones norteamericanas en el cobre, en el petróleo, en el caucho,
en el azúcar, en la banca y en los transportes. El American Cordage Trust,
filial de la Standard Oil, no resultaba en absoluto ajeno al exterminio
de los indios mayas y yanquis en las plantaciones del henequén de Yucatán,
campos de concentración donde los hombres y los niños eran comprados y vendidos
como bestias, porque esta era la empresa que adquiría más de la mitad del
henequén producido y le convenía disponer de la fibra a precios baratos.
Otras veces, la explotación de la mano de obra esclava era, como descubrió
Turner, directa. Un administrador norteamericano le contó que pagaba los
lotes de peones enganchados a cincuenta pesos por cabeza, «y los conservamos
mientras duran... En menos de tres meses enterramos a más de la mitad ».
En 1910 llegó la hora del desquite. México se alzó en armas contra Porfidio
Díaz. Un caudillo agrarista encabezó desde entonces la insurrección en el
sur: Emiliano Zapata, el más puro de los líderes de la revolución, el más
leal a la causa de los pobres, el más fervoroso en su voluntad de redención
social.
Las últimas décadas del siglo XIX habían sido tiempos de despojo feroz para
las comunidades agrarias de todo México; los pueblos y las aldeas de Morelos
sufrieron la febril cacería de tierras, aguas y brazos que las plantaciones
de caña de azúcar devoraban en su expansión. Las haciendas azucareras dominaban
la vida del estado y su prosperidad había hecho nacer ingenios modernos,
grandes destilerías y ramales ferroviarios para transportar el producto.
En la comunidad de Anenecuilco, donde vivía Zapata y a la que en cuerpo
y alma pertenecía, los campesinos indígenas despojados reivindicaban siete
siglos de trabajo continuo sobre su suelo: estaban allí desde antes de que
llegara Hernán Cortés.
Los que se quejaban en voz alta marchaban a los campos de trabajos forzados
en Yucatán. Como en todo el estado de Morelos, cuyas tierras buenas estaban
en manos de diecisiete propietarios, los trabajadores vivían mucho peor
que los caballos de polo que los latifundistas mimaban en sus establos de
lujo. Una ley de 1909 determinó que nuevas tierras fueran arrebatadas a
sus legítimos dueños y puso al rojo vivo las ya ardientes contradicciones
sociales. Emiliano Zapata, el jinete parco en palabras, famoso porque era
el mejor domador del estado y unánimemente respetado por su honestidad y
coraje, se hizo guerrillero. «pegados a la cola del caballo del Jefe Zapata»,
los hombres del sur formaron rápidamente un ejército libertador.
Cayó Díaz, y Francisco Madero, en ancas de la revolución, llegó el gobierno.
Las promesas de reforma agraria no demoraron en disolverse en una nebulosa
institucionalista. El día de su matrimonio, Zapata tuvo que interrumpir
las fiestas: el gobierno había enviado a las tropas del general Victoriano
Huerta para aplastarlo. El héroe se había convertido en «bandido», según
los doctores de la ciudad. En noviembre de 1911, Zapata proclamó su Plan
de Ayala, al tiempo que anunciaba: «Estoy dispuesto a luchar contra todo
y contra todos». El plan advertía que «la inmensa mayoría de los pueblos
y ciudadanos mexicanos no son más dueños que del terreno que pisan» y propugnaba
la nacionalización total de los bienes enemigos de la revolución, la devolución
a sus legítimos propietarios de las tierras usurpadas por la avalancha latifundista
y la expropiación de una tercera parte de las tierras de los hacendados
restantes. El plan de Ayala se convirtió en un imán irresistible que atraía
a millares de campesinos a las filas del caudillo agrarista. Zapata denunciaba
«la infame pretensión» de reducirlo todo a un simple cambio de personas
en el gobierno: la revolución no se hacía para eso.
Cerca de diez años duró la lucha. Contra Díaz, contra Madero, luego contra
Huerta, el asesino, y más tarde contra Venustiano Carranza. El largo tiempo
de la guerra fue también un período de intervenciones norteamericanas continuas:
los marines tuvieron a su cargo dos desembarcos y varios bombardeos, los
agentes diplomáticos urdieron conjuntas políticas diversas y el embajador
Henry Lane Wilson organizó con éxito el crimen del presidente Madero y su
vice. Los cambios sucesivos en el poder no alteraban, en todo caso, la furia
de las agresiones contra Zapata y sus fuerzas, porque ellas eran la expresión
no enmascarada de la lucha de clases, en lo hondo de la revolución nacional:
el peligro real. Los gobiernos y los diarios bramaban contra «las hordas
vandálicas» del general Morelos. Poderosos ejércitos fueron enviados, uno
tras otro, contra zapata. Los incendios, las matanzas, la devastación de
los pueblos, resultaron, una y otra vez, inútiles. Hombres, mujeres y niños
morían fusilados o ahorcados como «espías zapatistas» y a las carnicerías
seguían los anuncios de victoria: la limpieza ha sido un éxito.
Pero al poco tiempo volvían a encenderse las hogueras en los trashumantes
campamentos revolucionarios de las montañas del sur. En varias oportunidades,
las fuerzas de Zapata contraatacaban con éxito hasta los suburbios de la
capital. Después de la caída de régimen de Huerta, Emiliano Zapata y Pancho
Villa, el «Atila del Sur» y el «Centauro del Norte», entraron en la ciudad
de México a paso de vencedores y fugazmente compartieron el poder. A fines
de 1914, se abrió un breve ciclo de paz que permitió a Zapata poner en práctica,
en Morelos, una reforma agraria aún más radical que la anunciada en el Plan
de Ayala.
El fundador del partido Socialista y algunos militantes anarcosindicalistas
influyeron mucho en este proyecto: radicalizaron la ideología del líder
del movimiento, sin herir sus raíces tradicionales, y le proporcionaron
una imprescindible capacidad de organización.
La reforma agraria se proponía «destruir de raíz y para siempre el injusto
monopolio de la tierra, para realizar un estado social que garantice plenamente
el derecho natural que todo hombre tiene sobre la extensión de tierra necesaria
a su propia subsistencia y a la de su familia». Se distribuían las tierras
a las comunidades e individuos despojados a partir de la ley de desamortización
de 1856, se fijaban límites máximos a los terrenos según el clima y la calidad
natural, y se declaraban de propiedad nacional los predios de los enemigos
de la revolución. Esta última disposición política tenía, como en la reforma
agraria de Artigas, un claro sentido económico: los enemigos eran los latifundistas.
Se formaron escuelas de técnicos, fábricas de herramientas y un banco de
crédito rural; se nacionalizaron los ingenios y las destilerías, que se
convirtieron en servicios públicos. Un sistema de democracia locales colocaba
en manos del pueblo las fuentes del poder político y el sustento económico.
Nacían y se difundían las escuelas zapatistas, se organizaban juntas populares
para la defensa y la promoción de los principios revolucionarios, una democracia
auténtica cobraba forma y fuerza. Los municipios eran unidades nucleares
de gobierno y la gente elegía sus autoridades, sus tribunales y su policía.
Los jefes militares debían someterse a la voluntad de los burócratas y los
generales la que imponía los sistemas de producción y de vida. La revolución
se enlazaba con la tradición y operaba «de conformidad con la costumbre
y usos de cada pueblo..., es decir, que si determinado pueblo pretende el
sistema comunal así se llevará a cabo, y si otro pueblo desea el fraccionamiento
de la tierra para reconocer su pequeña propiedad, así se hará.».
En la primavera de 1915, ya todos los campos de Morelos estaban bajo cultivo,
principalmente con maíz y otros alimentos. La ciudad de México padecía,
mientras tanto, por falta de alimentos, la inminente amenaza del hambre.
Venustiano Carranza había conquistado la presidencia y dictó, as u vez,
una reforma agraria, pero sus jefes no demoraron en apoderarse de sus beneficios:
en 1916 se abalanzaron, con buenos dientes, sobre Cuernavaca, capital de
Morelos, y las demás comarcas zapatistas. Los cultivos, que habían vuelto
a dar frutos, los minerales, las pieles y algunas maquinarias, resultaron
un botín excelente para los oficiales que avanzaban quemando todo a su paso
y proclamando, a la vez, «una obra de reconstrucción y progreso».
En 1919 una estratagema y una traición terminaron con la vida de Emiliano
Zapata. Mil hombres emboscados descargaron los fusiles sobre su cuerpo.
Murió a la misma edad que el Che Guevara. Lo sobrevivió la leyenda: el caballo
alazán que galopaba solo, hacia el sur, por las montañas. Pero no solo la
leyenda. Todo Morelos se dispuso a «consumar la obra del reformador, vengar
la sangre del mártir y seguir el ejemplo del héroe», y el país entero le
prestó eco. Pasó el tiempo, y con la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934
–1940) las tradiciones zapatistas recobraban vida y vigor a través de la
puesta en práctica, por todo México, de la reforma agraria. Se expropiaron,
sobre todo bajo su período de gobierno, 67 millones de hectáreas en poder
de empresas extranjeras o nacionales y los campesinos recibieron, además
de la tierra, créditos, educación y medios de organización para el trabajo.
La economía y la población del país habían comenzado su acelerado ascenso;
se multiplicó la producción agrícola al tiempo que el país entero se modernizaba
y se industrializaba. Crecieron las ciudades y se amplió, en extensión y
en profundidad, el mercado de consumo.
Pero el nacionalismo mexicano no derivó al socialismo y, en consecuencia,
como ha ocurrido en otros países que tampoco dieron el salto decisivo, no
realizó cabalmente sus objetivos de independencia económica y justicia social.
Un millón de muertos habían tributado su sangre, en los largos años de revolución
y guerra, «a un zhuitzilopochtli más cruel, duro e insaciable que aquel
adorado por nuestros antepasados: el desarrollo capitalista de México, en
las condiciones impuestas por la subordinación al imperialismo». Diversos
estudiosos han investigado los signos del deterioro de las viejas banderas.
Edmundo Flores afirma, en una publicación reciente, que, «actualmente, el
60 por 100 de la población total de México tiene un ingreso menor de 120
dólares al año y pasa hambre». Ocho millones de mexicanos no consumen prácticamente
otra cosa que frijoles, tortillas de maíz y chile picante. El sistema no
revela sus hondas contradictorias solamente cuando caen quinientos estudiantes
muertos en la matanza de Tlatelolco. Recogiendo cifras oficiales, Alonso
Aguilar llega a la conclusión de que hay en México unos dos millones de
campesinos sin tierra, tres millones de niños que no reciben educación,
cerca de once millones de campesinos sin tierra, once millones de analfabetos
y cinco millones de personas descalzas. La propiedad colectiva de los ejidatarios
pulveriza continuamente, y junto con la multiplicación de los minifundios,
que se fragmentan a sí mismos, ha hecho su aparición un latifundismo de
nuevo cuño y una nueva burguesía agraria dedicada a la agricultura comercial
en gran escala. Los terratenientes e intermediarios nacionales que han conquistado
una posición dominante trampeando el texto y el espíritu de las leyes son,
a su vez, dominados, y en un libro reciente se los considera incluidos en
los términos «and company» de la empresa Anderson Clayton. En el mismo libro,
el hijo de Lázaro Cárdenas dice que «los latifundios simulados se han constituido,
preferentemente, en las tierras de mejor calidad, en las más productivas».
El novelista Carlos Fuentes ha reconstruido, a partir de la agonía, la vida
de un capitán del ejército de Carranza que se va abriendo paso, a tiros
y a fuerza de astucia, en la guerra en la paz. Hombre de muy humilde origen,
Artemio Cruz va dejando atrás, con le paso de los años, el idealismo y el
heroísmo de la juventud: usurpa tierras, funda y multiplica empresas, se
hace diputado y trepa, en rutilante carrera, hacia las cumbres sociales,
acumulando fortuna, poder y prestigio en base a los negocios, los sobornos,
la especulación, los grandes golpes de audacia y la represión a sangre y
fuego de la indiada. El proceso del personaje se parece al proceso del partido
que, poderosa impotencia de la revolución mexicana, virtualmente monopoliza
la vida política del país en nuestros días. Ambos han caído hacia arriba.
El latifundio multiplica las bocas pero no los panes.
La producción agropecuaria por habitante de América latina es hoy menor
que en la víspera de la segunda guerra mundial. Treinta años largos han
trascurrido, en el mundo, la producción de alimentos creció en este período,
en la misma proporción en que, en nuestras tierras, disminuyó. La estructura
del atraso del campo latinoamericano opera también como una estructura de
desperdicio: desperdicios de la fuerza de trabajo, de la tierra disponible,
de los capitales, del producto y, sobre todo, desperdicio de las huidizas
oportunidades históricas del desarrollo. El latifundio, en casi todos los
países latinoamericanos, el cuello de la botella que estrangula el crecimiento
agropecuario y el desarrollo de la economía toda. El régimen de propiedad
imprime su sello al régimen de producción: el uno y medio por ciento de
los propietarios agrícolas latinoamericanos posee la mitad de las tierras
cultivables y América Latina gasta, anualmente, más de quinientos millones
de dólares en comprar al extranjero alimentos que podría producir sin dificultad
en sus inmensas y fértiles tierras. Apenas un cinco por ciento de la superficie
total se encuentra bajo cultivo: la proporción más baja del mundo y, en
consecuencia, el desperdicio más grande. En las escasas tierras cultivadas,
los rendimientos son, además muy bajos. En numerosas regiones, los arados
de palo abundan más que los tractores. No se emplean, más que por excepción,
las técnicas modernas, cuya difusión no solo implicaría la mecanización
de las faenas agrícolas, sino también el auxilio y el estímulo a los suelos
a través de los abonos, los herbicidas, las semillas genéticas, los pesticidas,
el riego artificial. El latifundio integra a veces como Rey Sol, una constelación
de poder que, para usar la feliz expresión de Maza Zavala, multiplica los
hambrientos pero no los panes. En vez de absorber mano de obra el latifundio
la expulsa: en cuarenta años, los trabajadores latinoamericanos del campo
se han reducido en más de un veinte por ciento. Sobran tecnócratas dispuestos
a afirmar, aplicando mecánicamente recetas hachas, que este es un índice
de progreso: la urbanización acelerada, el traslado masivo de la población
campesina. Los desocupados, que el sistema vomita sin descanso, afluyen,
en efecto, a las ciudades y extienden sus suburbios. Pero las fábricas que
también segregan desocupados a medida que se modernizan, no brindan refugio
a esta mano de obra excedente y no especializada. Los adelantos tecnológicos
del campo, cuando ocurren, agudizan el problema. Se incrementan las ganancias
de los terratenientes al incorporar medios más modernos de la explotación
de sus propiedades pero más brazos quedan sin actividad y se hace más ancha
la brecha que separa a ricos y pobres. La introducción de los equipos motorizados,
por ejemplo, elimina más empleos rurales de los que crea. Los latinoamericanos
que producen en jornadas de sol a sol, los alimentos, sufren normalmente
desnutrición: sus ingresos son miserables, la renta que el campo genera
se gasta en las ciudades o emigran al extranjero. Las mejores técnicas que
aumentan los rendimientos magros del suelo pero dejan intacto el régimen
de propiedad vigente no resultan, por cierto, aunque contribuyan al progreso
general, una bendición para los campesinos. No crecen sus salarios ni su
participación en las cosechas. El campo irradia pobreza para muchos y riqueza
para muy pocos. Las avionetas privadas sobrevuelan los desiertos miserables,
se multiplica el lujo estéril en los grandes balnearios y Europa hierve
de turistas latinoamericanos rebosantes de dinero, que descuidan el cultivo
de sus tierras pero no descuidan faltaba más, el cultivo de sus espíritus.
Paul Bairoch atribuye la debilidad principal de la economía del Tercer Mundo
al hecho de que su productividad agrícola media solo alcance a la mitad
del nivel alcanzado en vísperas de la revolución industrial, por los países
hoy desarrollados. En efecto, la industria, para expandirse armoniosamente,
requeriría un aumento mayor de la producción de alimentos, porque las ciudades
crecen y comen materias primas, para las fábricas y para la exportación,
de manera de disminuir las importaciones agrícolas y aumentar las ventas
al exterior generando las divisas que el desarrollo requiere. Por otra parte,
el sistema de latifundios y minifundios implica el raquitismo del mercado
interno de consumo, sin cuya expansión la industria naciente pierde pie.
Los salarios de hambre en el campo y el ejército de reserva cada vez más
numeroso de los desocupados, conspiran en este sentido: los emigrantes rurales
que vienen a golpear a las puertas de las ciudades, empujan a la baja el
nivel general de las retribuciones obreras. Desde que la Alianza para el
Progreso proclamó, a los cuatro vientos, la necesidad de la reforma agraria,
la oligarquía y la tecnocracia no han cesado de elaborar proyectos.
Decenas de proyectos, gordos, flacos, anchos, angostos, duermen en las estanterías
de los parlamentos de todos los países latinoamericanos. Ya no es un tema
maldito la reforma agraria: los políticos han aprendido que la mejor manera
de no hacerla consiste en invocarla de continuo. Los procesos simultáneos
de concentración y pulverización de la propiedad de la tierra continúan,
olímpicos, su curso en la mayoría de los países. No obstante, las excepciones
empiezan a abrirse paso. Porque el campo no es solamente un semillero de
pobreza: es también, un semillero de rebeliones, aunque las tensiones sociales
agudas se oculten a menudo, enmascaradas por la resignación aparente de
las masas.
El nordeste de Brasil, por ejemplo, impresiona a primera vista como un bastión
del fatalismo, cuyos habitantes aceptan morirse de hambre tan pasivamente
como aceptan la llegada de la noche al cabo del día. Pero no está tan lejos
en el tiempo, al fin y al cabo, la explosión mística de los nordestinos
que pelearon junto a sus mesías, apóstoles extravagantes, alzando la cruz
y los fusiles contra los ejércitos, para traer a esta tierra el reino de
los cielos, ni las furiosas oleadas de violencia de los cangaceiros: los
fanáticos y los bandoleros, utopía y venganza, dieron cauce a la protesta
social ciega todavía, de los campesinos desesperados. Las ligas campesinas
recuperarían más tarde, profundizándolas, estas tradiciones de lucha.
La dictadura militar que usurpó el poder en Brasil en 1964 no demoró en
anunciar su reforma agraria. El Instituto Brasileño de Reforma Agraria es,
como ha hecho notar Paulo Schilling, un caso único en el mundo: en vez de
distribuir tierra a los campesinos, se dedica a expulsarlos, par restituir
a los latifundistas las extensiones espontáneamente invadidas o expropiadas
por gobiernos anteriores. En 1966 y 1967, antes de que la censura de prensa
se alzara con mayor rigor, los diarios solían dar cuenta de los despojos,
los incendios y las persecuciones que las tropas de la policía militar llevaban
a cabo por orden del atareado Instituto. Otra reforma agraria digna de una
antología es la que se promulgó en Ecuador en 1964 en 1964. El gobierno
solo distribuyó tierras improductivas a la par que facilitó la concepción
de las tierras de mejor calidad en manos de los grandes terratenientes.
La mitad de las tierras distribuidas por la reforma agraria de Venezuela,
a partir de 1960, eran de propiedad pública; las grandes plantaciones comerciales
no fueron tocadas y los latifundistas expropiados recogieron indemnizaciones
tan altas que obtuvieron espléndidas ganancias y compraron nuevas tierras
en otras zonas.
El dictador argentino Juan Carlos Onganía estuvo a punto de anticipar en
dos años su caída, cuando en 1968 intentó aplicar un nuevo régimen a la
propiedad rural. El proyecto intentaba gravar las improductivas «llanuras
peladas» más severamente que las tierras productivas. La oligarquía vacuna
puso el grito en el cielo, movilizó sus propias espadas en el estado mayor
y Onganía tuvo que olvidar sus heréticas intenciones. La Argentina dispone,
como el Uruguay, de praderas naturalmente fértiles que, al influjo de un
clima benigno, le han permitido disfrutar de una prosperidad relativa en
América Latina. Pero la erosión va mordiendo sin piedad las inmensas llanuras
abandonadas que no se aplican al cultivo ni al pastoreo, y otro tanto ocurre
con gran parte de los millones de hectáreas dedicadas a la explosión extensiva
del ganado. Como en el caso de Uruguay, aunque en menor grado, esa explotación
extensiva está en el trasfondo de la crisis que ha sacudido a la economía
argentina en los años sesenta. Los latifundistas argentinos no han mostrado
suficiente interés por introducir innovaciones técnicas en sus campos. La
productividad es todavía baja, porque conviene que lo sea; la ley de la
ganancia puede más que todas las leyes. La extensión de las propiedades,
a través de la compra de nuevos campos, resulta más lucrativa y menos riesgosa
que la puesta en práctica de los medios que la tecnología moderna proporciona
para la producción intensiva .
En 1931, la Sociedad Rural oponía el caballo al tractor: «Agricultores ganaderos!
- proclamaban sus dirigentes- ¡Trabajar con caballos en las faenas agrícolas
es proteger sus propios intereses y los del país!».
Veinte años después, insistía en sus publicaciones: «Es más fácil – ha dicho
un conocido militar- que llegue pasto al estómago de un caballo que nafta
al tanque de un pesado camión». Según los datos de la CEPAL, Argentina tiene,
en proporción a las hectáreas de superficie arable, dieciséis veces menos
tractores que Francia, y diecinueve veces menos tractores que el Reino Unido.
El país consume, también en proporción, ciento cuarenta veces menos fertilizantes
que Alemania Occidental. Los rendimientos de trigo, maíz y algodón de la
agricultura argentina son bastante más bajos que los rendimientos de esos
cultivos en los países desarrollados.
Juan Domingo Perón había desafiado los intereses de la oligarquía terrateniente
de la Argentina, cuando impuso el estatuto del peón y el cumplimiento del
salario mínimo rural. En 1944, la Sociedad Rural afirmaba: «En la fijación
de los salarios es primordial determinar el estándar de vida del peón común.
Son a veces tan limitadas sus necesidades materiales que un remanente trae
destinos socialmente poco interesantes. La Sociedad Rural continúa hablando
de los peones como si fueran animales, y la honda meditación a propósito
de las cortas necesidades de consumo de los trabajadores brinda, involuntariamente,
un buena clave para comprender las limitaciones del desarrollo industrial
argentino: el mercado interno no se extiende ni se profundiza en medida
suficiente. La política de desarrollo económico que impulsó el propio Perón
no rompió nunca la estructura del subdesarrollo agropecuario. En junio de
1952, en un discurso que pronunció desde el Teatro Colón, perón desmintió
que tuviera el propósito de realizar una reforma agraria, y la Sociedad
Rural comentó, oficialmente: «Fue una magistral disertación».
En Bolivia, gracias a la reforma agraria de 1952, ha mejorado visiblemente
la alimentación en vastas zonas rurales del altiplano, tanto que hasta se
han comprobado cambios de estura en los campesinos. Sin embargo, el conjunto
de la población boliviana consume todavía apenas un sesenta por ciento de
las proteínas y un quinta parte del calcio necesario en la dieta mínima,
y en las áreas rurales el déficit es aún más agudo que estos promedios.
No puede decirse en modo algunos que la reforma agraria haya fracasado,
pero la división de las tierras altas no ha bastado para impedir que Bolivia
gaste, en nuestros días, la quinta parte de sus divisas en importar alimentos
del extranjero.
La reforma agraria que ha puesto en practica, desde 1969, el gobierno militar
de Perú, está asomando como una experiencia de cambio en profundidad. Y
en cuanto a la expropiación de algunos latifundios chilenos por parte del
gobierno de Eduardo Frei, es de justicia reconocer que abrió el cauce a
la reforma agraria radical que el nuevo presidente, salvador Allende, anuncia
mientras escribo estas páginas.
Las trece colonias del norte y la importancia de no nacer importante.
La apropiación privada de la tierra siempre se anticipó, en América Latina,
a su cultivo útil. Los rasgos más retrógrados del sistema de tenencia actualmente
vigente no provienen de las crisis, sino que han nacido durante los períodos
de mayor prosperidad; a la inversa, los períodos de depresión económica
han apaciguado la voracidad de los latifundistas por la conquista de nuevas
extensiones. En Brasil, por ejemplo, la decadencia del azúcar y la virtual
desaparición del oro y los diamantes hicieron posible, entre 1820 y 1850,
una legislación que aseguraba la propiedad de la tierra a quien la ocupara
y la hiciera producir. En 1850 el ascenso del café como nuevo «producto
rey» determinó la sensación de la Ley de Tierras, cocinada según el paladar
de los políticos y los militares del régimen oligárquico, para negar la
propiedad de la tierra a quienes le trabajan, a medida que se iban abriendo,
hacia el sur y hacia el oeste, los gigantescos espacios interiores del país.
Esta ley «fue reforzada y ratificada desde entonces por una copiosísima
legislación, que establecía la compra como única forma de acceso a la tierra
y creaba un sistema notarial de registro que haría casi impracticable que
un labrador pudiera legalizar su posesión...»
La legislación norteamericana de la misma época se propuso el objetivo opuesto,
para promover la colonización interna de los Estados Unidos. Crujían las
carretas de los pioneros que iban extendiendo la frontera, a costa de las
matanzas de los indígenas, hacia las tierras vírgenes del oeste: la Ley
Lincoln de 1862, el Meted Act, aseguraba a cada familia la propiedad de
lotes de 65 hectáreas. Cada beneficiario se comprometía a cultivar su parcela
por un período no menor de cinco años. El dominio público se colonizó con
rapidez asombrosa; la población aumentaba y se propagaba como un enorme
mancha de aceite sobre el mapa.
La tierra accesible, fértil y casi gratuita, atraía a los campesinos europeos
con un imán irresistible: cruzaban el océano y también los Apalaches rumbo
a las praderas abiertas. Fueron granjeros libres, así, quienes ocuparon
los nuevos territorios del centro y del oeste. Mientras el país crecía en
superficie y en población, se creaban fuentes de trabajo agrícola y al mimo
tiempo se generaba un mercado interno con gran poder adquisitivo, la enorme
masa de los granjeros propietarios, para sustentar la pujanza del desarrollo
industrial.
En cambio, los trabajadores rurales que, desde hace más de un siglo, han
movilizado con ímpetu la frontera interior de Brasil, no han ido no son
familias de campesinos libres en busca de un trozo de tierra propia, como
se observa en Ribeiro, sino braceros contratados para servir a los latifundistas
que previamente han tomado posesión de los grandes espacios vacíos. Los
desiertos interiores nunca fueron accesibles, como no fuera de esta manera,
a la población rural. En provecho ajeno, los obreros han ido abriendo el
país, a golpes de machete, a través de la selva. La colonización resulta
una simple extensión del área latifundista. Entre 1930 y 1950, 65 latifundios
brasileños absorbieron la cuarta parte de las nuevas tierras incorporadas
a la agricultura.
Estos dos opuestos sistemas de colonización interior muestran una de las
diferencias más importantes entre los modelos de desarrollo de los Estados
Unidos y de América Latina. ¿Por qué el norte es rico y el sur pobre? El
río Bravo señala mucho más que una frontera geográfica. El hondo desequilibrio
de nuestros días, que parece confirmar la profecía de Hegel sobre la inevitable
guerra entre una y otra América, ¿nació de la expansión imperialista de
los Estados Unidos o tiene raíces más antiguas? En realidad, al norte y
al sur se habían generado, ya en la matriz colonial, sociedades muy poco
parecidas y al servicio de fines que no eran los mismos. Los peregrinos
de Mayflower no atravesaron el mar para conquistar tesoros legendarios ni
para atrasar las civilizaciones indígenas existentes en el norte, sino para
establecerse con sus familias y reproducir, en el Nuevo Mundo, el sistema
de vida y de trabajo que practicaban en Europa. No eran soldados de fortuna,
sino pioneros; no venían a conquistar, sino a colonizar: fundaron «colonias
de poblamientos». Es cierto que el proceso posterior desarrolló, al sur
de la bahía de Delaware, una economía de plantaciones esclavistas semejantes
a la que surgió en América Latina, pero con la diferencia de que en Estados
Unidos el centro de gravedad estuvo desde el principio radicado en las granjas
y los talleres de Nueva Inglaterra, de donde saldrían los ejércitos vencedores
de la Guerra de Secesión en el siglo XIX. Los colonos de Nueva Inglaterra,
núcleo original de la civilización norteamericana, no actuaron nunca como
agentes coloniales de la acumulación capitalista europea; desde el principio,
vivieron al servicio de su propio desarrollo y del desarrollo de su tierra
nueva. Las trece colonias del norte sirvieron de desembocadura al ejército
de campesinos y artesanos europeos que el desarrollo metropolitano iba lanzando
fuera del mercado de trabajo. Trabajadores libres formaron la base de aquella
nueva sociedad de este lado del mar.
España y Portugal contaron, en cambio, con una gran abundancia de mano de
obra servil en América Latina. A la esclavitud de los indígenas sucedió
el trasplante en masa de los esclavos africanos. A lo largo de los siglos,
hubo siempre una legión enorme de campesinos desocupados disponibles para
ser trasladados a los centros de producción: las zonas florecientes coexistieron
siempre con las decadentes, al ritmo de los auges y las caídas de las exportaciones
de metales preciosos o azúcar, y las zonas de decadencia surtían de mano
de obra a las zonas florecientes. Esta estructura persiste hasta nuestros
días, y también en la actualidad implica un bajo nivel de salarios, por
la presión que los desocupados ejercen sobre el mercado de trabajo, y frustra
el crecimiento del mercado interno de consumo. Pero además, a diferencia
de los puritanos del norte, las clases dominantes de la sociedad colonial
latinoamericana no se orientaron jamás al desarrollo económico interno.
Sus beneficios provenían de fuera; estaban más vinculados al mercado extranjero
que a la propia comarca. Terratenientes y mineros y mercaderes habían nacido
para cumplir esa función: abastecer a Europa de oro, plata y alimentos.
Los caminos trasladaban la carga en un solo sentido: hacia el puerto y los
mercaderes de ultramar. Esta es también la clave que explica la expansión
de los Estados Unidos como unidad nacional y la facturación de América Latina:
nuestros centros de producción no estaban conectados entre sí, sino que
formaban un abanico con el vértice muy lejos.
Las trece colonias del norte tuvieron, bien pudiera decirse, la dicha de
la desgracia. Su experiencia histórica mostró la tremenda importancia de
no nacer importante. Porque al norte de América no había oro no había plata,
ni civilizaciones indígenas con densas concentraciones de población ya organizada
para el trabajo, ni suelos tropicales de fertilidad fabulosa en la franja
costera que los peregrinos ingleses colonizaron. La naturaleza se había
mostrado avara, y también la historia: faltaban los metales y la mano de
obra esclava para arrancar los metales del vientre de la tierra. Fue una
suerte. Por lo demás, desde Maryland hasta Nueva Escocia, pasando por Nueva
Inglaterra, las colonias del norte producían, en virtud del clima y por
las características de los suelos, exactamente los mismo que la agricultura
británica, es decir, que no ofrecían a la metrópoli, como advierte Bagú,
una producción complementaria.
Muy distinta era la situación de las Antillas y de las colonias ibéricas
de tierra firme. De las tierras tropicales brotaban el azúcar, el tabaco,
el algodón, el añil, la trementina, una pequeña isla del Caribe resultaba
más importante para Inglaterra, desde el punto de vista económico, que las
trece colonias matrices de los Estados Unidos.
Estas circunstancias explican el ascenso y la consolidación de los Estados
Unidos, como un sistema económicamente autónomo, que no drenaba hacia fuera
la riqueza generada en su seno. Eran muy flojos los lazos que ataban la
colonia a la metrópoli; en Barbados o Jamaica, en cambio, solo se reinvertían
los capitales indispensables para reponer los esclavos a medida que se iban
gestando. No fueron factores raciales, como se ve, los que decidieron el
desarrollo de unos y el subdesarrollo de otros; las islas británicas de
la Antillas no tenían nada de españolas ni de portuguesas. La verdad es
que la insignificancia económica de las trece colonias permitió la temprana
diversificación de sus exportaciones y alumbró al impetuoso desarrollo de
las manufacturas. La industrialización norteamericana contó, desde antes
de la independencia, con estímulos y protecciones oficiales. Inglaterra
se mostraba tolerante, al mismo tiempo que prohibía estrictamente que sus
islas fabricaran siquiera un alfiler.
LAS FUENTES SUBTERRÁNEAS DEL
PODER
La economía norteamericana necesita los minerales de América latina como
los pulmones necesitan el aire.
Los astronautas habían impreso las primeras huellas humanas sobre la superficie
de la luna, y en julio de 1969 el padre de la hazaña, Werner von Braun,
anunciaba a la prensa que los Estados Unidos se proponían instalar una lejana
estación en el espacio, con propósitos más bien cercanos: «Desde esta maravillosa
plataforma de observación – declaró- podremos examinar todas las riquezas
de la Tierra: los pozos de petróleo desconocidos, las minas de cobre y de
cinc...»
El petróleo sigue siendo el principal combustible de nuestro tiempo, y los
norteamericanos importan la séptima parte del petróleo que consumen. Para
matar vietnamitas, necesitan balas y las balas necesitan cobre: los Estados
Unidos compran fuera de fronteras una quinta parte del cobre que gastan.
La falta de cinc resulta cada vez más angustiosa: cerca de la mitad viene
del exterior. No se puede fabricar aluminio sin bauxita. Sus grandes centros
siderúrgicos –Pittsburgh, Cleveland, Detroit- no encuentran hierro suficiente
en los yacimientos de Minessota, que van camino de agotarse, ni tienen manganeso
en el territorio nacional: la economía norteamericana importa una tercera
parte del hierro y todo el manganeso que necesita. Para producir los motores
de retropropulsión, no cuentan con níquel ni con cromo en el subsuelo. Para
fabricar aceros especiales, se requiere Tunsteno: importan la cuarta parte.
Esta dependencia, creciente, respecto a los suministros extranjeros, determina
una identificación también creciente de los intereses de los capitalistas
norteamericanos en América Latina, con la seguridad nacional de los Estados
Unidos. La estabilidad interior de la primera potencia del mundo aparece
íntimamente ligada a las inversiones norteamericanas al sur del río Bravo.
Cerca de la mitad de esas inversiones está dedicada a la extracción de petróleo
y a la explotación de riquezas mineras, «indispensables para la economía
de los Estados Unidos tanto en la paz como en la guerra». El presidente
del Consejo Internacional de la Cámara de Comercio del país del norte lo
define así: «Históricamente, una de las razones principales de los Estados
Unidos para invertir en el exterior es el desarrollo de recursos naturales,
particularmente minerales y, más especialmente, petróleo. Es perfectamente
obvio que los incentivos de este tipo de inversiones no pueden menos que
incrementarse. Nuestras necesidades de materias primas están en constante
aumento a medida que la población se expande y el nivel de vida sube. Al
mismo tiempo, nuestros recursos domésticos se agotan...» Los laboratorios
científicos del gobierno, de las universidades y de las grandes corporaciones
avergüenzan a la imaginación con el ritmo febril de sus invenciones y sus
descubrimientos, pero la nueva tecnología no ha encontrado la manera de
prescindir de los materiales básicos que la naturaleza, y sólo ella proporciona.
Se van debilitando, al mismo tiempo, las respuestas que el subsuelo nacional
es capaz de dar al desarrollo del crecimiento industrial de los Estados
Unidos.
El subsuelo también produce golpes de estado, revoluciones, historias de
espías y aventuras en la selva amazónica.
El Brasil, los espléndidos yacimientos de hierro del valle de Paraopeda
derribaron dos presidentes, Janio Quadros y Jaöa Goulart antes de que el
mariscal Castelo Branco, que asaltó el poder en 1964, los cediera amablemente
a la Hanna Mining Co.
Otro amigo anterior del embajador de los Estados Unidos, el presidente Eurico
Dutra (1946-51), había concedido a la Bethlhem Steel, algunos años antes,
los cuarenta millones de toneladas de manganeso del estado de Amapá, uno
de los mayores yacimientos del mundo, a cambio de un cuatro por ciento para
el Estado sobre los ingresos de exportación; desde entonces, la Bethlehem
está mudando las montañas a los Estados Unidos con tal entusiasmo que se
teme que de aquí a quince años Brasil quede sin suficiente manganeso para
abastecer su propia siderurgia. Por lo demás de cada cien dólares que la
Berthlehem invierte en la extracción de minerales, ochenta y ocho corresponden
a una gentileza del gobierno brasileño: las exoneraciones de impuestos en
nombre del «desarrollo de la región».
La experiencia del oro perdido de Minas Gerais - «oro blanco, oro negro,
oro podrido», escribió el poeta Manuel Bandeira- no ha servido, como se
ve, para nada: Brasil continúa despojándose gratis de sus fuentes naturales
de desarrollo . Por su parte, le dictador René Barrientos se apoderó de
Bolivia en 1964 y, entre matanza y matanza de mineros, otorgó a la firma
Philips Brothers la concesión de la mina Matilde, que contienen plomo, plata
y grandes yacimientos de cinc con una ley doce veces más alta que la de
las minas norteamericanas. La empresa quedó autorizada a llevarse el cinc
en bruto, para elaborarlo en sus refinerías extranjeras, pagando al Estado
nada menos que el uno y medio por ciento del valor de venta del mineral.
En Perú, en 1968, se perdió misteriosamente la página número once del convenio
que el presidente Balaúnde Terry había firmado a los pies de una filial
de la Standart Oil, y el general Velasco Alvarado derrocó al presidente,
tomó las riendas del país y nacionalizó los pozos y la refinería de la empresa.
En Venezuela, el gran lago de petróleo de la Standard Oil y la Gulf, tiene
su asiento la mayor misión militar norteamericana de América Latina. Los
frecuentes golpes de Estado de Argentina estallan antes o después de cada
licitación petrolera. El cobre no era en modo alguno ajeno a la desproporcionada
ayuda militar que Chile recibía del Pentágono hasta el triunfo electoral
de las fuerzas de izquierda encabezadas por Salvador Allende; las reservas
norteamericanas de cobre habían caído en más de un sesenta por ciento entre
1965 y 1969. En 1964, en su despacho de La Habana, el Che Guevara me enseñó
que la Cuba de Batista no era sólo de azúcar: los grandes yacimientos cubanos
de níquel y de manganeso explicaban mejor, a su juicio, la furia ciega del
Imperio contra la revolución. Desde aquella conversación, las reservas de
níquel de los Estados Unidos se redujeron a la tercera parte: la empresa
norteamericana Nicro Nickel había sido nacionalizada y el presidente Jhonson,
había amenazado a los metalúrgicos franceses con embargar sus envíos a los
Estados Unidos si comparaban el mineral a Cuba.
Los minerales tuvieron mucho que ver con la caída del gobierno del socialista
Cheddi Jagan, que a fines de 1964 había obtenido nuevamente la mayoría de
los votos en lo que entonces era la Guayana británica. El país que hoy se
llama Guyana es el cuarto productor mundial de bauxita y figura en el tercer
lugar entre los productores latinoamericanos de manganeso. La CIA desempeñó
un papel decisivo en la derrota de Jagan. Arnold Zander, el máximo dirigente
de la huelga que sirvió de provocación y pretexto para negar con trampas
la victoria electoral de Jagan, admitió públicamente, tiempo después, que
su sindicato había recibido una lluvia de dólares de una de las fundaciones
de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. El nuevo régimen
garantizó que no correrían peligro los intereses de la Aluminium Company
of América en Guyana: la empresa podría seguir llevándose, sin sobresaltos,
la bauxita, y vendiéndosela a sí misma al mismo precio de 1938, aunque desde
entonces se hubiera multiplicado el precio del aluminio . El negocio ya
no corría peligro. La bauxita de Arkansas vale el doble que la bauxita de
Guyana. Los Estados Unidos disponen de muy poca bauxita en su territorio;
utilizando materia prima ajena y muy barata, producen, en cambio, casi la
mitad del aluminio que se elabora en el mundo.
Para abastecerse de la mayor parte de los minerales estratégicos que se
consideraban de valor crítico para su potencial de guerra, los Estados Unidos
dependen de las fuentes extranjeras. «otro de retropropulsión, la turbina
de gas y los reactores nucleares tienen hoy una enorme influencia sobre
la demanda de materiales que sólo pueden ser obtenidos en el exterior»,
dice Magdolf en este sentido. La imperiosa necesidad de minerales estratégicos,
imprescindibles para salvaguardar el poder militar y atómico de los Estados
Unidos, aparece claramente vinculada a la compra masiva de tierras, por
medios generalmente fraudulentos, en la Amazonia brasileña. En la década
del '60, numerosas empresas norteamericanas, conducidas de la mano por aventureros
y contrabandistas profesionales, se abatieron en un rush febril sobre esta
selva gigantesca.
Previamente, en virtud del acuerdo firmado en 1964, los aviones de la Fuerza
Aérea de los Estados Unidos habían sobrevolado y fotografiado toda la región.
Habían utilizado equipos de cintilómetros para detectar los yacimientos
de minerales radiactivos por la emisión de ondas de luz de intensidad variable,
electromagnetómetros para radiografiar el subsuelo rico en minerales no
ferrosos y magnetómetros para descubrir y medir el hierro. Los informes
y las fotografías obtenidas en el relevamiento de la extensión y la profundidad
de las riquezas secretas de la Amazonia fueron puestos en manos de las empresas
privadas interesadas en el asunto, gracias a los buenos servicios de Geological
Survey del gobierno de los Estados Unidos. En la inmensa región se comprobó
la existencia de oro, plata, diamantes, gipsita, hematita, magnetita, tantalio,
titanio, torio, uranio, cuarzo, cobre, manganeso, plomo, sulfatos, potasios,
bauxita, cinc, zirconio, cromo y mercurio. Tanto se abre el cielo desde
la jungla virgen de Matto Grosso hasta las llanuras del sur de Goiás que,
según deliraba la revista Times en su última edición latinoamericana de
1967, se puede ver al mismo tiempo el sol brillante y media docena de relámpagos
de tormentas distintas. El gobierno había ofrecido exoneraciones de impuestos
y otras seducciones para colonizar los espacios vírgenes de este universo
mágico y salvaje. Según Times, los capitalistas extranjeros habían comprado,
antes de 1967, a siete centavos el acre, una superficie mayor que la que
suman los territorios de Connecticut, Rhode, Delaware, Massachussets y New
Hampshire. «Debemos mantener las puertas bien abiertas a la inversión extranjera
–decía el director de la agencia gubernamental para el desarrollo de la
Amazonia-, porque necesitamos más de lo que podemos obtener». Para justificar
el relevamiento aerofotogramétrico por parte de la aviación norteamericana,
el gobierno había declarado, antes, que carecía de recursos. En América
latina es lo normal: siempre se entregan los recursos en nombre de la falta
de recursos.
El Congreso brasileño pudo realizar una investigación que culminó con un
voluminoso informe sobre el tema. En él se enumeran casos de venta o usurpación
de tierras por veinte millones de hectáreas, extendidas de manera tan curiosa
que, según la comisión investigadora, «forman un cordón para aislar la Amazonia
del resto de Brasil». La «explotación clandestina de minerales muy valioso»
figura en el informe como uno de los principales motivos de la avidez norteamericana
por abrir una nueva frontera dentro de Brasil. El testimonio del gabinete
del Ministerio del Ejército, recogido en el informe, hace hincapié en «el
interés del propio gobierno norteamericano en mantener, bajo su control,
una vasta extensión de tierras para su utilización ulterior, sea para la
explotación de minerales, particularmente los radiactivos, sea como base
de una colonización dirigida». El Consejo de Seguridad Nacional afirma:
«Causa sospecha el hecho de que las áreas ocupadas, o en vías de ocupación,
o por elementos extranjeros, coincidan con regiones que están siendo sometidas
a campañas de esterilización de mujeres brasileñas por extranjeros». En
efecto, según el diario Correio da Manha, «más de veinte misiones religiosas
extranjeras, principalmente las de la iglesia protestante de Estados Unidos,
están ocupando la Amazonia, localizándose en los puntos más ricos en minerales
radiactivos, oro y diamantes... Difunden en gran escala diversos anticonceptivos,
como el dispositivo intrauterino, y enseñan inglés a los indios catequizados...
Sus áreas están cercadas por elementos armados y nadie puede penetrar en
ellas. No está de más advertir que la Amazonia es la zona de mayor extensión
entre todos los desiertos del planeta habitables por el hombre. El control
de la natalidad se puso en práctica en este grandioso espacio vacío, para
evitar la competencia demográfica de los muy escasos brasileños que, en
remotos rincones de la selva o de las planicies inmensas, viven y se reproducen.
Por su parte, el general Riograndino Kruel afirmó, ante la comisión investigadora
del Congreso, que «el volumen de contrabando de materiales que contienen
torio y uranio alcanza la cifra astronómica de un millón de toneladas».
Algún tiempo antes, en septiembre de 1966, Kruel, jefe de la policía federal,
había denunciado «la impertinente y sistemática interferencia» de un cónsul
de los Estados Unidos en el proceso abierto contra cuatro ciudadanos norteamericanos
acusados de contrabando de minerales atómicos brasileños. A su juicio, que
se les hubiera encontrado cuarenta toneladas de mineral radiactivo era suficiente
para condenarlos. Poco después, tres de los contrabandistas se fugaron de
Brasil misteriosamente. El contrabando no era un fenómeno nuevo, aunque
se había intensificado mucho. Brasil pierde cada año más de cien millones
de dólares, solamente por la evasión clandestina de diamantes en bruto.
Pero en realidad el contrabando sólo se hace necesario en medida relativa.
Las concesiones legales arrancan a Brasil cómodamente sus más fabulosas
riquezas naturales.
Por no citar más que otro ejemplo, nueva cuenta de un largo collar, el mayor
yacimiento de niobio del mundo, que está en Araxá, pertenece a una filial
de la Niobium Corporation, de Nueva York. Del niobio provienen varios metales
que se utilizan, por su gran resistencia a las temperaturas altas, para
la construcción de reactores nucleares, cohetes y naves espaciales, satélites
o simples jets. La empresa extrae también, de paso, junto con el niobio,
buenas cantidades de tántalo, torio, uranio, pirocloro y tierras raras de
alta ley mineral.
Un químico alemán derrotó a los vencedores de la guerra del Pacífico.
La historia del salitre, su auge y su caída, resulta muy ilustrativa de
la duración ilusoria de las prosperidades latinoamericanas en el mercado
mundial: el siempre efímero soplo de las glorias y el peso siempre perdurable
de las catástrofes.
A mediados del siglo pasado, las negras profecías de Malthus planeaban sobre
el Viejo Mundo. La población europea crecía vertiginosamente y se hacía
imprescindible otorgar nueva vida a los suelos cansados para que la producción
de alimentos pudiera aumentar en proporción pareja. El guano reveló sus
propiedades fertilizantes en los laboratorios británicos; a partir de 1840
comenzó su exportación en gran escala desde la costa peruana. Los alcatraces
y las gaviotas, alimentados por los fabulosos cardúmenes de las corrientes
que lamen las riberas, habían ido acumulando en las islas y los islotes,
desde tiempos inmemoriales, grandes montañas de excrementos ricos en nitrógeno,
amoníaco, fosfato y sales alcalinas: el grupo se conservaba puro en las
costas sin lluvia de Perú .
Poco después del lanzamiento internacional del guano, la química agrícola
descubrió que eran aún mayores las propiedades nutritivas del salitre, y
en 1850 ya se había hecho muy intenso su empleo como abono en los campos
europeos. Las tierras del viejo continente dedicadas al cultivo del trigo,
empobrecidas por la erosión, recibían ávidamente los cargamentos de nitrato
de soda provenientes de las salitreras peruanas de Tarapacá y, luego, de
la provincia boliviana de Antofagasta. Gracias al salitre y al guano, que
yacían en las costas del pacífico «casi al alcance de los barcos que venían
a buscarlos», el fantasma del hambre se alejó de Europa.
La oligarquía de Lima, soberbia y presuntuosa como ninguna, continuaba enriqueciéndose
a manos llenas y acumulando símbolos de su poder en los palacios y los mausoleos
de mármol de Carrara que la capital erguía en medio de los desiertos de
arena. Antiguamente a costa de la plata de Potosí, y ahora pasaban a vivir
de la mierda de los pájaros y del grumo blanco y brillante de las salitreras.
Perú creía que era independiente, pero Inglaterra había ocupado el lugar
de España. «El país se sintió rico–escribía Mariátegui-. El Estado usó sin
medida de su crédito. Vivió en el derroche, hipotecando su porvenir a las
finanzas inglesas». En 1868, según Romero, los gastos y las deudas del Estado
ya eran mucho mayores que el valor de las ventas al exterior. Los depósitos
de guano servían de garantía a los empréstitos británicos, y Europa jugaba
con los precios; la rapiña de los exportadores hacía estragos: lo que la
naturaleza había acumulado en las islas a lo largo de milenios se maltrataba
en pocos años. Mientras tanto, en las pampas salitreras, cuenta Bermúdez,
los obreros sobrevivían en chozas «miserables, apenas más altas que el hombre,
hechas con piedras, cascotes de caliche y barro, de un solo recinto».
La explotación del salitre rápidamente se entendió hasta la provincia boliviana
de Antofagasta, aunque el negocio no era boliviano sino peruano y, más que
peruano, chileno. Cuando el gobierno de Bolivia pretendió aplicar un impuesto
a las salitreras que operaban en su suelo, los batallones del ejército de
Chile invadieron la provincia para no abandonarla jamás.
Hasta aquella época, el desierto había oficiado de zona de amortiguación
para los conflictos latentes entre Chile, Perú y Bolivia. El salitre desencadenó
la pelea. La guerra del pacífico estalló en 1879 y duró hasta 1883. las
fuerzas armadas chilenas, que ya en 1879 habían ocupado también los puertos
peruanos de la región del salitre, Patillos, Iquique, Pisagua, Junín, entraron
por fin victoriosas en Lima, y al día siguiente la fortaleza del Callao
se rindió.
La derrota provocó la mutilación y la sangría de Perú. La economía nacional
perdió sus dos principales recursos, se paralizaron las fuerzas productivas,
cayó la moneda, se cerró el crédito exterior . El colapso no trajo consigo,
advertiría Mariátegui, una liquidación del pasado: la estructura de la economía
colonial permaneció invicta, aunque faltaban sus fuentes de sustentación.
Bolivia, por su parte, no se dio cuenta de lo que había perdido con la guerra:
la mina de cobre más importante del mundo actual, Chuquicamata, se encuentra
precisamente en la provincia, ahora chilena, de Antofagasta. Pero, ¿y los
triunfadores?
El salitre y el yodo sumaban el cinco por ciento de las rentas del Estado
chileno en 1880; diez años después, más de la mitad de los ingresos fiscales
provenían de la expropiación de nitrato desde los territorios conquistados.
En el mismo período las inversiones inglesas en Chile se triplicaron con
creces: la región del salitre de convirtió en una factoría británica. Los
ingleses se apoderaron del salitre utilizando procedimientos nada costosos.
El gobierno de Perú había expropiado las salitreras en 1875 y las había
pagado con bonos; la guerra abatió el valor de estos documentos cinco años
después, a la décima parte.
Algunos aventureros audaces, como John Thomas North y su socio Robert Harvey,
aprovecharon la coyuntura. Mientras los chilenos, los peruanos y los bolivianos
intercambiaban balas en el campo de batalla, los ingleses se dedicaban a
quedarse con los bonos, gracias a los créditos que el banco de Valparaíso
y otros bancos chilenos les proporcionaban sin dificultad alguna. Los soldados
estaban peleando para ellos, aunque no lo sabían. El gobierno chileno recompensó
inmediatamente el sacrificio de North, Harvey, Inglis, James, Bush, Robertson
y otros laboriosos hombres de empresa: en 1881 dispuso la devolución de
las salitreras a sus legítimos dueños, cuando ya la mitad de los bonos había
pasado a las manos brujas de los especuladores británicos. No había salido
ni un penique de Inglaterra para financiar este despojo.
Al abrirse la década del '90, Chile destinaba a Inglaterra las tres cuartas
partes de sus exportaciones, y de Inglaterra recibía casi la mitad de sus
importaciones; su dependencia comercial era todavía mayor que la que por
entonces padecía la India. La guerra había otorgado a Chile el monopolio
mundial de los nitratos naturales, pero el rey del salitre era John Thomas
North.
Una de sus empresas, la Liverpool Nitrate Company, pagaba dividendos del
cuarenta por ciento. Este personaje había desembarcado en el puerto de Valparaíso,
en 1866, con sólo diez libras esterlinas en el bolsillo de su viejo traje
lleno de polvo; treinta años después, los príncipes y los duques, los políticos
más prominentes y los grandes industriales se sentaban a la mesa de su mansión
en Londres. North se había afiliado, como correspondía a un caballero de
sus quilates, al Partido Conservador y a la Logia Masónica de Kent. Lord
Dorchester, Lord Randolph Churchill y el Marqués de Stockpole asistían a
sus fiestas extravagantes, en las que North bailaba disfrazado de Enrique
VIII. Mientras tanto, en su lejano reino del salitre, los obreros chilenos
no conocían el descanso los domingos, trabajaban hasta dieciséis horas por
día y cobraban sus salarios con fichas que perdían cerca de la mitad de
su valor en las pulperías de las empresas.
Entre 1886 y 1890, bajo la presidencia de José Manuel Balmaceda, el Estado
chileno realizó, dice Ramírez Necochea, «los planes de progreso más ambiciosos
de toda su historia». Balmaceda impulsó el desarrollo de algunas industrias,
ejecutó importantes obras públicas, renovó la educación, tomó medidas para
romper el monopolio de la empresa británica de ferrocarriles en Tarapacá
y contrató con Alemania el primer y único empréstito que Chile no recibió
de Inglaterra en todo el siglo pasado. En 1888 anunció que era necesario
nacionalizar los distritos salitreros mediante la formación de empresas
chilenas, y se negó a vender a los ingleses las tierras salitreras de propiedad
del estado. Tres años más tarde estalló la guerra civil.
North y sus colegas financiaron con holgura a los rebeldes y los barcos
británicos de guerra bloquearon la costa de Chile, mientras en Londres la
prensa bramaba contra Balmaceda, «dictador de la peor especie», «carnicero».
Derrotado, Balmaceda se suicidó. El embajador inglés informó al Foreing
Office: «La comunidad británica no hace secretos de su satisfacción por
la caída de Balmaceda, cuyo triunfo, se cree, habría implicado serios perjuicios
a los intereses comerciales británicos». De inmediato se vinieron abajo
las inversiones estatales en caminos, ferrocarriles, colonización, educación
y obras públicas a la par que las empresas británicas extendían sus dominios.
En vísperas de la primera guerra mundial, dos tercios del ingreso nacional
de Chile provenían de la exportación de los nitratos, pero la pampa salitrera
era más ancha y ajena que nunca. La prosperidad no había servido para desarrollar
y diversificar el país, sino que había acentuado por el contrario, sus deformaciones
estructurales. Chile funcionaba como un apéndice de la economía británica:
el más importante proveedor de abonos del mercado europeo no tenía derecho
a la vida propia. Y entonces un químico alemán derrotó, desde su laboratorio,
a los generales que habían triunfado, años atrás, en los campos de batalla.
El perfeccionamiento del proceso Haber-Bosch para producir nitratos fijando
el nitrógeno del aire, desplazó al salitre definitivamente y provocó la
estrepitosa caída de la economía chilena. La crisis del salitre fue la crisis
de Chile, honda herida, porque Chile vivía del salitre y para el salitre
–y el salitre estaba en manos extranjeras.
En el reseco desierto de Tamarugal, donde los resplandores de la tierra
le queman a uno los ojos, he sido testigo del arrasamiento de Tarapacá.
Aquí había ciento veinte oficinas salitreras en la época del auge, y ahora
sólo queda una oficina en funcionamiento. En la pampa no hay humedad ni
polillas, de modo que no sólo se vendieron las máquinas como chatarra, sino
también las tablas de pino de Oregón de las mejores casas, las planchas
de calamina y hasta los pernos y los clavos intactos. Surgieron obreros
especializados en desarmar pueblos: eran los únicos que conseguían trabajo
en estas inmensidades arrasadas o abandonadas. He visto los escombros y
los agujeros, los pueblos fantasmas, las vías muertas de la Nitrate Railways,
los hilos ya mudos de los telégrafos, los esqueletos de las oficinas salitreras
despedazadas por el bombardeo de los años, los cruces de los cementerios
que el viento frío golpea por las noches, los cerros blanquecinos que los
desperdicios del caliche habían ido irguiendo junto a las excavaciones.
«Aquí corría el dinero y todos creían que no se terminaría nunca», me han
contado los lugareños que sobreviven. El pasado parece un paraíso por oposición
al presente, y hasta los domingos, que en 1889 todavía no existían para
los trabajadores, y que luego fueron conquistados a brazo partido por la
lucha gremial, se recuerdan con todos los fulgores: «Cada domingo en la
pampa salitrera –me contaba un viejo muy viejo- era para nosotros una fiesta
nacional, un nuevo dieciocho de septiembre cada semana» Iquique, el mayor
puerto del salitre, «puerto de primera» según su galardón oficial, había
sido el escenario de más de una matanza de obreros, pero a su teatro municipal,
de estilo belle époque, llegaban los mejores cantantes de la ópera europea
antes que a Santiago.
Dientes de cobre sobre Chile
El cobre no demoró mucho en ocupar el lugar del salitre como viga maestra
de la economía chilena, al tiempo que la hegemonía británica cedía paso
al dominio de los Estados Unidos. En vísperas de la crisis del 29 las inversiones
norteamericanas en Chile ascendían ya a más de cuatrocientos millones de
dólares, casi todos destinados a la explotación y el transporte de cobre.
Hasta la victoria electoral de las fuerzas de la Unidad Popular en 1970,
los mayores yacimientos del metal rojo continuaban en manos del la Anaconda
Koper Minning Co. y la Kennecott Coper Co., dos empresas íntimamente vinculadas
entre sí como partes de un mismo consorcio mundial. En medio siglo, ambas
habían remitido cuatro mil millones de dólares desde Chile a sus casas matrices,
caudalosa sangre evadida por diversos conceptos, y habían realizado como
contrapartida, según sus propias cifras infladas, una inversión total que
no pasaba de ochocientos millones, casi todos provenientes de las ganancias
arrancadas al país . La hegemonía había ido aumentando a medida que la producción
crecía, hasta superar los cien millones de dólares por año en los últimos
tiempos. Los dueños del cobre eran los dueños de Chile. El lunes 21 de diciembre
del 70, Salvador Allende habla desde el balcón del palacio de gobierno a
una multitud fervorosa; anuncia que ha firmado el proyecto de reforma constitucional
que hará posible la nacionalización de la gran minería. En 1969, la Anaconda
ha logrado en Chile utilidades por 79 millones de dólares, que equivalen
al ochenta por ciento de sus ganancias en todo el mundo: y sin embargo,
agrega, la Anaconda tiene en Chile menos de la sexta parte de sus inversiones
en el exterior. La guerra bacteriológica de la derecha, planificada campaña
de propaganda destinada a sembrar el terror para evitar la nacionalización
del cobre y las demás reformas de estructura anunciadas desde la izquierda,
había sido tan intensa como en las elecciones anteriores. Los diarios habían
exhibido pesados tanques soviéticos rodando ante el palacio presidencial
de La Moneda; sobre las paredes de Santiago los guerrilleros barbudos aparecerían
arrastrando jóvenes inocentes rumbo a la muerte; se escuchaba el timbre
de cada casa, un aseñora explicaba: «¿Tiene usted cuatro niños? Dos, irán
a la Unión Soviética y dos a Cuba». Todo resultaba inútil: el cobre «se
pone poncho y espuelas», anuncia el presidente Allende: el cobre vuelve
a ser chileno.
Los Estados Unidos, por su parte, con las piernas presas en la trampa de
las guerras del sudeste asiático, no han ocultado el malestar oficial ante
la marcha de los acontecimientos en el sur de la cordillera de los Andes.
Pero Chile no está al alcance de una súbita expedición de marines, y la
fin y al cabo Allende es presidente con todos los requisitos de la democracia
representativa que el país del norte formalmente predica. El imperialismo
atraviesa las primeras etapas de un nuevo ciclo crítico, cuyos signos se
han hecho claros en la economía; su función de policía mundial se hace cada
vez más cara y más difícil. ¿Y la guerra de los precios? La producción chilena
se vende ahora en mercados diversos y puede abrir amplios mercados nuevos
entre los países socialistas; los Estados Unidos carecen de medios para
bloquear, a escala universal, las ventas del cobre que los chilenos se disponen
a recuperar. Muy distinta era, por cierto, la situación del azúcar cubana
doce años atrás, destinada enteramente al mercado norteamericano y por entero
dependiente de los precios norteamericanos. Cuando Eduardo Frei ganó las
elecciones del 64, la cotización del cobre subió de inmediato con visible
alivio: cuando Allende ganó las del 70, el precio, que ya venía bajando,
declinó aún más. Pero el cobre, habitualmente sometido a muy agudas fluctuaciones
de precios, había gozado de precios considerablemente altos en los últimos
años y como la demanda excede a la oferta, la escasez impide que el nivel
caiga muy abajo. A pesar de que el aluminio ha ocupado en gran medida su
lugar como conductor de electricidad, el aluminio también requiere cobre,
y en cambio no se han encontrado sucedáneos más baratos y eficaces para
desplazarlo de la industria del acero ni de la química, y el metal rojo
sigue siendo la materia prima principal de las fábricas de pólvora, latón
y alambre.
Todo a lo largo de las faldas de la cordillera, Chile posee las mayores
reservas de cobre del mundo, una tercera parte del total hasta ahora conocido.
El cobre chileno aparece por lo general asociado a otros metales, como oro,
plata o molibdeno. Esto resulta un factor adicional para estimular su explotación.
Por los demás, los obreros chilenos son baratos para las empresas: con sus
bajísimos costos de Chile, la Anaconda y la Kennecot financian con creces
sus altos costos en los Estados Unidos, del mismo modo que el cobre chileno
paga, por la vía de los «gastos en el exterior», más de diez millones de
dólares por año para el mantenimiento de las oficinas en Nueva York. El
salario promedio de las minas chilenas apenas alcanzaba, en 1964 a la octava
parte del salario básico en las refinerías de los Kenneccott en los Estados
Unidos, pese a que la productividad de unos y otros obreros, estaba al mismo
nivel. No eran iguales, en cambio, ni los son, las condiciones de vida.
Por lo general, los mineros chilenos viven en camarotes estrechos y sórdidos,
separados de sus familias, que habitan casuchas miserables en las afueras:
separados también, claro está, del personal extranjero, que en las grandes
minas habita un universo aparte, minúsculos estados dentro del Estado, donde
sólo se habla inglés y hasta se editan periódicos para sus usos exclusivos.
La productividad obrera ha ido aumentando, en Chile, a medida que las empresas
han mecanizado sus medios de explotación. Desde 1945, la producción de cobre
ha aumentado en un cincuenta por ciento, pero la cantidad de trabajadores
ocupados en las minas se ha reducido en una tercera parte.
La nacionalización pondrá fin a un estado de cosas que se había hecho insoportable
para el país, y evitará que se repita, con el cobre, la experiencia de saqueo
y caída en el vacío que sufrió Chile en el ciclo del salitre. Porque los
impuestos que las empresas pagan al Estado no compensan en modo alguno el
agotamiento inflexible de los recursos minerales que la naturaleza ha concedido
pero que no renovará. Por lo demás, los impuestos han disminuido, en términos
relativos, desde que en 1955 se estableció el sistema de la tributación
decreciente de acuerdo con los aumentos de la producción, y desde la «chilenización»
del cobre dispuesta por el gobierno de Frei. En 1965 Frei convirtió al Estado
en socio de la Kennecott y permitió a las empresas poco menos que triplicar
sus ganancias a través de un régimen tributario muy favorable para ellas,
los gravámenes se aplicaron, en el nuevo régimen, sobre un precio promedio
de 29 centavos de dólar por libra, aunque el precio se elevó, empujado por
la gran demanda mundial, hasta los setenta centavos. Chile perdió, por la
diferencia de impuestos entre el precio ficticio y el precio real, una enorme
cantidad de dólares, como lo reconoció el propio Radomiro Tomic, el candidato
elegido por la Democracia Cristiana para suceder a Frei en el período siguiente.
En 1969, el gobierno de Frei, pactó con la Anaconda un acuerdo para comprarle
el 51 por ciento de las acciones en cuotas semestrales, en condiciones tales
que desataron un nuevo escándalo político y dieron impulso al crecimiento
de las fuerzas de izquierda. El presidente de la Anaconda había dicho previamente
al presidente de Chile, según la versión divulgada por la prensa. «Excelencia:
los capitalistas no conservan los bienes por motivos sentimentales, sino
por razones económicas. Es corriente que una familia guarde un ropero porque
perteneció a un abuelo; pero las empresas no tiene abuelos. Anaconda puede
vender todos sus bienes. Sólo depende del precio que le paguen».
Los mineros del estaño, por debajo y por encima de la tierra
Hace poco menos de un siglo, un hombre medio muerto de hambre peleaba contra
las rocas en medio de las desolaciones del altiplano de Bolivia. La dinamita
estalló. Cuando él se acercó a recoger los pedazos de piedra triturados
por la explosión, quedó deslumbrado. Tenía, en las manos, trozos fulgurantes
de la veta de estaño más rica del mundo. Al amanecer del día siguiente,
montó a caballo rumbo a Huanuni. El análisis de las muestras confirmó el
valor del hallazgo. El estaño podía marchar directamente de la veta al puerto,
sin necesidad de sufrir ningún proceso de concentración. Aquel hombre se
convirtió en el rey del estaño, y cuando murió, la revista Fortune afirmó
que era uno de los diez multimillonarios del planeta. Se llamaba Simón Patiño.
Desde Europa, durante muchos años alzó y derribó a los presidentes y a los
ministros de Bolivia, planificó el hambre de los obreros y organizó sus
matanzas, ramificó y extendió su fortuna personal: Bolivia era un país que
existía a su servicio.
A partir de las jornadas revolucionarias de abril de 1952, Bolivia nacionalizó
el estaño. Pero ya para entonces, aquellas minas riquísimas se habían vuelto
pobres. En le cerro Juan del valle, donde Patiño había descubierto el fabuloso
filón, la ley del estaño se ha reducido cientos de veces. De las 156 mil
toneladas de roca que salen naturalmente por las bocaminas sólo se recuperan
cuatrocientas. Las perforaciones ya suman, en kilómetros, una distancia
dos veces mayor que la que separa a la mina de la ciudad de La Paz: el cerro,
por dentro, un hormiguero agujereado por infinitas galerías, pasadizos,
túneles y chimeneas. Va camino de convertirse en una cáscara vacía. Cada
año pierde un poco más de altura, y el lento derrumbamiento le va comiendo
la cresta: parece, de lejos, una muela cariada.
Antenor Patiño no sólo cobró una indemnización considerable por las minas
que su padre había exprimido, sino que mantuvo, además, el control del precio
y del destino del estaño expropiado. Desde Europa, no cesaba de sonreír:
«Mister Patiño es el afable rey del estaño boliviano», seguirían diciendo
las crónicas sociales muchos años después de la nacionalización .
Porque la nacionalización, conquista fundamental de la revolución del 52,
no había modificado el papel de Bolivia en la división internacional del
trabajo, y casi todo el estaño se refina todavía en los hornos de Liverpool
de la empresa Williams, Harvey and Co., que pertenece a Patiño. La nacionalización
de las fuentes de producción de cualquier materia prima no es, como lo enseña
la dolorosa experiencia, suficiente. Un país puede seguir tan condenado
a la impotencia como siempre, aunque se haya hecho nominalmente dueño de
su subsuelo. Bolivia ha producido, todo a lo largo de su historia, minerales
en bruto y discursos refinados. Abundan la retórica y la miseria; desde
siempre, los escritores cursis y los doctores de levita se han dedicado
a absolver a los culpables. De cada diez bolivianos, seis no saben, todavía
leer: la mitad de los niños no concurre a la escuela. Recién en 1971, Bolivia
ha de tener en funcionamiento su propia fundición nacional de estaño, levantada
en Oruro al cabo de una historia infinita de traiciones, sabotajes, intrigas
y sangre derramada .
Este país que no había podido, hasta ahora, producir sus propios lingotes,
se da el lujo, en cambio, de contar con ocho facultades de derecho destinadas
a la fabricación de vampiros de indios.
Cuentan que hace un siglo el dictador Mariano Melgarejo obligó al embajador
de Inglaterra a beber un barril entero de chocolate, en castigo por haber
despreciado un vaso de chicha. El embajador fue paseado en burro, montado
al revés, por la calle principal de La Paz. Y fue devuelto a Londres. Dicen
que entonces la reina Victoria, enfurecida, pidió un mapa de América del
Sur, dibujó una cruz de tiza sobre Bolivia y sentenció: «Bolivia no existe».
Para el mundo, en efecto, Bolivia no existía ni existió después: el saqueo
de la plata y, posteriormente, el despojo del estaño no han sido más que
el ejercicio de un derecho natural de los países ricos. Al fin y al cabo,
el envase de hojalata identifica a los Estados Unidos tanto como el emblema
del águila o el pastel de manzana. Pero el envase de hojalata no es solamente
un símbolo pop de los Estados Unidos: es también un símbolo, aunque no se
sepa, de la silicosis en las minas de Siglo XX o Huanuni: la hojalata contiene
estaño, y los mineros bolivianos mueren con los pulmones podridos para que
el mundo pueda consumir estaño barato. Media docena de hombres fija su precio
mundial. ¿Qué significa, para los consumidores de conservas o los manipuladores
de la bolsa, la dura vida del minero en Bolivia? Los norteamericanos compran
la mayor parte del estaño que se refina en el planeta: para mantener a raya
los precios, periódicamente amenazan con lanzar al mercado sus enormes reservas
de mineral, compradas muy por debajo de su cotización, a precios de «contribución
democrática», en los años de la segunda guerra mundial. Según los datos
de la FAO, el ciudadano medio de los Estados Unidos consume cinco veces
más carne y leche y veinte veces más huevos que un habitante de Bolivia.
Y los mineros están muy por debajo promedio nacional. En el cementerio de
Catavi, donde los ciegos rezan por los muertos a cambio de una moneda, duele
encontrar, entre las lápidas oscuras de los adultos, una innumerable cantidad
de cruces blancas sobre las tumbas pequeñas.
De cada dos niños nacidos entre las minas, uno muere poco después de abrir
los ojos. El otro, el que sobrevive, será seguramente minero cuando crezca,
ya no tendrá pulmones.
El cementerio cruje. Por debajo de las tumbas, han sido cavados infinitos
túneles, socavones de boca estrecha donde apenas caben hombres que se introducen,
como vizcachas, a la búsqueda del mineral. Nuevos yacimientos de estaño
se han acumulado en los desmontes a lo largo de los años; toneladas de residuos
sobre residuos han sido volcadas en gigantescas moles grises que han sumado,
así, estaño al estaño del paisaje. Cuando cae la lluvia, que se arroja con
violencia desde las nubes próximas, uno ve a los desocupados agacharse a
lo largo de las calzadas de tierra de Llallagua, donde los hombres se emborrachan
desesperadamente en las chicherías: van recogiendo y calibrando las cargas
de estaño que la lluvia arrastra consigo. Aquí, el estaño es un dios de
lata que reina sobre los hombres y las cosas, y está presente en todas partes.
No sólo hay estaño en el vientre del viejo cerro de Patiño. Hay estaño,
delatado por el brillo negro de la casiterita, hasta en las paredes de adobe
de los campamentos. También tiene estaño la lama amarillenta que avanza
arrastrando los desperdicios de la mina y lo tienen las aguas que fluyen,
envenenadas, desde la montaña; se encuentra estaño en la tierra y en la
roca, en la superficie y en el subsuelo, en las arenas y en las piedras
del cauce del río Seco. En estas tierras áridas y pedregosas, a casi cuatro
mil metros de altura, donde no crece el pasto y donde todo, hasta la gente,
tiene el oscuro color del estaño, los hombres sufren estoicamente su obligado
ayuno y no conocen la fiesta del mundo. Viven en los campamentos, amontonados,
en casas de una sola pieza de piso de tierra: el viento cortante se cuela
por las rendijas. Un informe universitario sobre la mina de Colquiri revela
que, de cada diez varones jóvenes encuestados, seis duermen en la misma
cama con sus hermanas, y agrega:«Muchos padres se sienten molestos cuando
sus hijos los observan durante el acto sexual». No hay baños, las letrinas
son pequeños cobertizos públicos tapizados de inmundicia y moscas: la gente
prefiere los cenizales baldíos abiertos, donde al menos circula el aire
a pesar de la basura y los excrementos acumulados y de los cerdos que retozan
felices. También es colectivo el servicio de agua: hay que esperar el momento
en que el agua llega y apurarse, hacer cola, recoger el agia de la pila
pública en latas de gasolina o en tinajas. La comida es escasa y fea. Consiste
en papas, fideos, arroz, chuño, maíz y algo de carne dura.
Estábamos muy en lo hondo del cerro Juan del Valle. El aullido penetrante
de la sirena, que llamaba a los trabajadores de la primera punta, había
resonado en el campamento varias horas antes. Recorriendo galerías, habíamos
pasado del calor tropical al frío polar y nuevamente el calor, sin salir,
durante horas, de una misma atmósfera envenenada. Aspirando aquel aire espeso
– humedad, gases, polvo, humo-, uno podía comprender por qué los mineros
pierden los sentidos del olfato y el sabor. Todos masticaban, mientras trabajaban,
hojas de coca con ceniza, y esto también formaba parte de la obra de la
aniquilación, porque la coca, como se sabe, al adormecer el hambre y enmascarar
la fatiga, va apagando el sistema de alarmas con que cuenta el organismo
para seguir vivo. Pero lo peor era el polvo. Los cascos guardatojos irradiaban
un revoloteo de círculos de luz que salpicaban la gruta negra y dejaban
ver, a su paso, cortinas de blanco polvo denso: el implacable polvo de sílice.
El mortal aliento de la tierra va envolviendo poco a poco. Al año se sienten
los primeros síntomas, y en diez años se ingresa al cementerio. Dentro de
la mina se usan perforadoras suecas último modelo, pero los sistemas de
ventilación y las condiciones de trabajo no han mejorado con el tiempo.
En la superficie, los trabajadores independientes usan picota y pesados
combos de doce libras para pelear contra la roca, exactamente igual que
hace cien años, y quimbaletes, cribas y cernidores para concentrar el mineral
en la canchamina. Ganan centavos y trabajan como bestias. Sin embargo, muchos
de ellos tienen, al menos, la ventaja del aire libre. Dentro de la mina,
en cambio, los obreros son presos condenados, sin apelación, a la muerte
por asfixia.
Había cesado ya el estrépito de los barrenos y los obreros hacían una pausa
mientras aguardábamos la explosión de más de veinte cargas de dinamita y
anfo. La mina también brinda muertes rápidas y sonoras: alcanza con equivocarse
al contar las detonaciones, o con que la mecha demore más de lo debido en
arder. Alcanza también conque una roca floja, un tojo, se desprenda sobre
le cráneo. O alcanza con el infierno de la metralla: la noche de San Juan
de 1967 fue la última cuenta de un largo rosario de matanzas.
En la madrugada los soldados tomaron posesión en las colinas, rodilla en
tierra, y arrojaron un huracán de balas sobre los campamentos iluminados
por las fogatas de la fiesta . Pero la muerte lenta y callada constituye
la especialidad en la mina. El vómito de sangre, la tos, la sensación de
un peso de plomo sobre la espalda y una aguda presión en el pecho son los
signos que la anuncian. Después del análisis médico vienen los peregrinajes
burocráticos de nunca acabar. Dan un plazo de tres meses para desalojar
la casa.
Ya había cesado el estrépito de los barerenos y pronto la explosión atraparía
aquella escurridiza veta de color café y forma de víbora. Entonces pudimos
hablar. El bulto de la coca hinchaba las mejillas de cada obrero y por las
comisuras de los labios corrían los chorros verdosos. Un minero pasó, apurado,
chapoteando barro por entre los rieles de la galería. «Ése es un nuevo»,
me dijeron. «¿Has visto? Con su pantalón del ejército y su chomba amarilla
se ve tan joven. Ha entrado ahorita y cómo trabaja. Todavía es un hacha.
Todavía no siente».
Los tecnócratas y los burócratas no mueren de silicosis, pero viven de ella.
El gerente general de la COMIBOL, Corporación Minera Boliviana, gana cien
veces más que un obrero. Desde un barranco que cae a pico hacia el cauce
del río, en el límite de Llallagua, puede verse la pampa de María Barzola.
Se llama así en homenaje a la militante obrera que hace treinta años cayó,
al frente de una manifestación con la bandera de Bolivia cosida al cuerpo
por las ráfagas de las ametralladoras. Y más allá de la pampa de María Barzola
puede verse la mejor cancha de golf de toda Bolivia: es la que usan los
ingenieros y los principales funcionarios de Catavi. El dictador René Barrientos
había reducido a la mitad los salarios de hambre de los mineros, en 1964,
y al mismo tiempo había elevado las retribuciones de los técnicos y los
burócratas prominentes.
Los sueldos del personal superior son secretos. Secretos y en dólares. Hay
un todopoderoso grupo asesor, formado por técnicos del Banco Interamericano
de Desarrollo, la Alianza para el Progreso y la banca extranjera acreedora,
cuyos consejos orientan a la minería nacionalizada de Bolivia, de tal manera
que, a esta altura, la COMIBOL, convertida en un Estado dentro del Estado,
constituye una propaganda viva contra la nacionalización de cualquier cosa.
El poder de la vieja rosca oligárquica ha sido sustituido por el poder de
los numerosísimos miembros de nueva «nueva clase» que ha dedicado sus mejores
esfuerzos a sabotear por dentro a la minería estatal. Los ingenieros no
sólo torpedearon todos los proyectos y planes destinados a la creación de
una fundición nacional, sino que, además han contribuido a que las minas
del Estado quedaran encerradas en los límites de los viejos yacimientos
de Patiño, Aramayo y Hochschild, en acelerado proceso de agotamiento de
reservas. Entre fines de 1964 y abril de 1969, el general Barrientos rompió
la barrera del sonido en la entrega de recursos del subsuelo boliviano,
al capital imperialista, con la complicidad abierta de los técnicos y los
gerentes. Sergio Almaraz ha contado en uno de sus libros..., la historia
de la concesión de los desmontes de estaño a la International Mining Processing
Co. Con un capital declarado de apenas cinco mil dólares, la empresa de
tan pomposo nombre obtuvo un contrato que le permitirá ganar más de novecientos
millones.
Dientes de hierro sobre Brasil
Los Estados Unidos pagan más barato el hierro que reciben de Brasil o Venezuela
que el hierro que extraen de su propio subsuelo. Pero ésta no es la clave
de la desesperación norteamericana por apoderarse de los yacimientos de
hierro en el exterior: la captura o el control de las minas fuera de fronteras
constityuye, más que un negocio, un imperativo de la seguridad nacional.
El subsuelo norteamericano se está quedando, como hemos visto, exhausto.
Sin hierro no se puede hacer acero y el ochenta por ciento de la producción
industrial de los Estados Unidos contiene, de una u otra forma, acero. Cuando
en 1969 se redujeron los abastecimientos de Canadá, ello se reflejó de inmediato
en un aumento de las importaciones de hierro desde América Latina.
El cerro Bolívar, en Venezuela, es tan rico que la tierra que le arranca
de US Steel Co., se descarga directamente en las bodegas, y ya exhibe en
sus flancos, a la vista, las hondas heridas que le van infligiendo los bulldozers:
la empresa estima que contiene cerca de ocho mil millones de dólares en
hierro.
En sólo un año, 1960, la US Steel y la Bethlehem Steel repartieron utilidades
por más de treinta por ciento de sus capitales invertidos en el hierro de
Venezuela, y el volumen de estas ganancias distribuidas resultó igual a
la suma de todos los impuestos pagados al estado venezolano en los diez
años transcurridos desde 1950.
Como ambas empresas venden el hierro con destino a sus propias plantas siderúrgicas
de los Estados Unidos no tienen el menor interés por defender los precios;
al contrario, les conviene que la materia prima resulte lo más barata posible.
La cotización internacional del hierro, que había caído en línea vertical
entre 1958 y 1964, se estabilizó relativamente en los años posteriores y
permanece estancada; mientras tanto, el precio del acero no ha cesado de
subir. El acero se produce en los centros ricos del mundo, y del hierro
en los suburbios pobres; el acero paga salarios de «aristocracia obrera»
y el hierro, jornales de mera subsistencia.
Gracias a la información que recogió y divulgó, allá por 1910, un Congreso
Internacional de Geología reunido en Estocolmo, los hombres de negocios
de los de los Estados Unidos pudieron por primera vez evaluar las dimensiones
de los tesoros escondidos bajo el suelo de una serie de países, uno de los
cuales, quizás el más tentador era Brasil, el agregado mineral, que de entrada
tuvo por lo menos tanto trabajo como el agregado mineral o el cultural:
tanto que rápidamente fueron designados dos agregados minerales en lugar
de uno. Poco después la Bethlehem Steel recibía del gobierno de Dutra los
espléndidos yacimientos de manganeso de Amapá. En 1952, el acuerdo militar
firmado con los Estados Unidos prohibió a Brasil vender las materias primas
de valor energético – como el hierro- a los países socialistas. Ésta fue
una de las causas de la trágica caída del presidente Getulio Vargas, que
desobedeció una indicación, esta imposición vendiendo hierro a Polonia y
Checoslovaquia, en 1953 y 1954, a precios más altos que los que pagaban
los Estados Unidos. En 1957, la Hanna Mining Co. compró, por seis millones
de dólares, la mayoría de las acciones británicas, la Saint John Mining
Co., que se dedicaba a la explotación del oro de Minas Gerais desde los
lejanos tiempos del Imperio. La Saint John Co., operaba en el valle de Paraopeba,
donde yace la mayor concentración de hierro del mundo entero, evaluada en
doscientos mil millones de dólares. La empresa inglesa no estaba legalmente
habilitada para explotar esta riqueza fabulosa, ni lo estaría la Hanna,
de acuerdo con claras disposiciones constitucionales y legales que Duarte
Pereira enumera en su obra sobre el tema. Pero éste había sido, según se
supo luego, el negocio del siglo.
George Humphrey, director presidente de la Hanna, era por entonces miembro
prominente del gobierno de los Estados Unidos, como secretario del Tesoro
y como director del Eximbank, el banco oficial para la financiación de las
operaciones de comercio exterior. la Saint John había solicitado un empréstito
del Eximbank: no tuvo suerte hasta que la Hanna se apoderó de la empresa.
Se desencadenaron, a partir de entonces, las más furiosas presiones sobre
los sucesivos gobiernos de Brasil. Los directores, abogados o asesores de
la Hanna –Lucas Lopes, José Luis Bulhoes Pedreira, Roberto campos, Mario
da Silva Pinto, Otávio Gouveia de Bulhoes- eran también miembros, al más
alto nivel, del gobierno de Brasil, y continuaron ocupando cargos de ministros,
embajadores o directores de servicios en los ciclos siguientes. La Hanna
no había elegido mal a su estado mayor. El bombardeo se hizo cada vez mayor.
El bombardeo se hizo cada vez más intenso, para que se reconociera a la
Hanna el derecho de explotar el hierro que pertenecía, en rigor, la Estado.
El 21 de agosto de 1961 el presidente Janio Quadros firmó una resolución
que anulaba las ilegales autorizaciones extendidas a favor de la Hanna y
restituía los yacimientos de hierro de Minas Gerais a la reserva nacional.
Cuatro días después los ministros militares obligaron a Quadros a renunciar:
«Fuerzas terribles se levantaron contra mí...», decía el texto de la renuncia.
El levantamiento popular que encabezó Leonel Brizola en Porto Alegre frustró
el golpe de los militares y colocó en el poder al vicepresidente de Quadros,
Joao Goulart. Cuando en julio de 1962 un ministro quiso poner en práctica
el decreto fatal contra la Hanna – que había sido mutilado en el Diario
Oficial- , el embajador de los Estados Unidos, Lincoln Gordon, envió a Goulart
un telegrama protestando con viva indignación por el atentado que el gobierno
intentaba cometer contra los intereses de una empresa norteamericana. El
poder judicial ratificó la validez de la resolución de Quadros, pero Goulart
vacilaba. Mientras tanto, Brasil daba los primeros pasos para establecer
un entrepuerto de minerales en el Adriático, con el fin de abastecer de
hierro a varios países europeos, socialistas y capitalistas: la venta directa
del hierro implicaba un desafío insoportable para las grandes empresas que
manejan los precios en escala mundial. El entremuerto nunca se hizo realidad,
pero otras medidas nacionalistas – como el dique opuesto al drenaje de las
ganancias de las empresas extranjeras- se pusieron en práctica y proporcionaron
detonantes a la explosiva situación política. La espada de Damocles de la
resolución de Quadros permanecía en suspenso sobre la cabeza de la Hanna.
Por fin el golpe de estado estalló, el último día de marzo de 1964, en Minas
Gerais, que casualmente era el escenario de los yacimientos de hierro en
disputa. «Para la Hanna –escribió la revista Fortune-, la revuelta que derribó
a Goulart en la primavera pasada llegó como uno de esos rescates de último
minuto por le Primero de Caballería».
Hombres de la Hanna pasaron a ocupar la vice presidencia de Brasil y tres
de los ministerios. El mismo día de la insurrección militar, el Washington
Star había publicado un editorial por lo menos profético: «He aquí una situación
– había anunciado- en la cual un buen golpe de los líderes militares conservadores,
bien puede servir a los mejores interses de todas las Américas».
Todavía no había renunciado Goulart, ni había abandonado Brasil, cuando
Lindón Jonson no pudo contenerse y envió su célebre telegrama de buenos
augurios al presidente de Congreso brasileño, que había asumido provisionalmente
la presidencia del país: «El pueblo norteamericano observó con ansiedad
las dificultades políticas y económicas por las cuales ha estado atravesando
una gran nación, y ha admirado la resuelta voluntad de la comunidad brasileña
para solucionar esas dificultades dentro de un marco de democracia constitucional
y sin lucha civil». Poco más de un mes había transcurrido, cuando el embajador
Lincoln Gordon, que recorría, eufórico, los cuarteles, pronunció un discurso
en la Escuela Superior de Guerra, afirmando que el triunfo de la conspiración
de Castelo Branco «podría ser incluido junto a la propuesta del Plan Marshall,
el bloqueo de Berlín, la derrota de la agresión comunista en Corea y la
solución de la crisis de los cohetes en Cuba, como uno de los más importantes
momentos de cambio en la historia mundial de mediados del siglo veinte».
Uno de los miembros militares de la embajada de los Estados Unidos había
ofrecido ayuda material a los conspiradores poco antes de que estallara
el golpe, y el propio Gordon les había sugerido que los Estados Unidos reconocerían
a un gobierno autónomo si era capaz de sostenerse dos días en San Pablo.
No vale la pena abundar en testimonios sobre la importancia que tuvo, en
el desarrollo y desenlace de los acontecimientos, la ayuda económica de
los Estados Unidos, de la cual, por lo demás, nos ocuparemos más adelante,
o la asistencia norteamericana en el plano militar o sindical .
Después de que se cansaron de arrojar a la hoguera o al fondo de la bahía
de Guanabara los libros de autores rusos tales como Dotoievsky, Tolstoi
o Gorky, y tras haber condenado al exilio, la prisión o la fosa a una innumerable
cantidad de brasileños, la flamante dictadura de Castelo Branco puso manos
a la obra: entregó el hierro y todo lo demás. La Hanna recibió su decreto
de 24 de diciembre de 1964. Este regalo de navidad no sólo otorgaba todas
las seguridades para explotar en paz los yacimientos de Paraopeba, sino
que además respaldaba los planes de la empresa para ampliar un puerto propio
a sesenta millas de Río de Janeiro, y para construir un ferrocarril destinado
al transporte del hierro.
En octubre de 1965 la Hanna formó un consorcio con la Bethlehem Steel para
explotar en común hierro concedido. Este tipo de alianzas, frecuentes en
Brasil, no pueden formalizarse en los Estados Unidos, porque allí las leyes
las prohíben. El incansable Lincoln Gordon había puesto fin a la tarea,
ya todos eran felices y el cuento había terminado, y pasó a presidir una
universidad en Baltimore. En abril de 1966 Johnson designó a su sustituto,
John Tuthil, al cabo de varios meses de vacilaciones, y explicó que se había
demorado porque para Brasil necesitaba un buen economista.
La US Steel no se quedó atrás. ¿Por qué la iban a dejar sin invitación para
la cena? Antes de que pasara mucho tiempo se asoció con la empresa minera
del Estado, la Compañía Vale de Río Doce, que en buena medida se convirtió,
así, en su seudónimo oficial. Por esta vía la US Steel obtuvo, resignándose
a nada más que el cuarenta y nueve por ciento de las acciones, la concesión
de los yacimientos de hierro de sierra de los Carajás, en la Amazonia. Su
magnitud es, según afirman los técnicos, comparable a la corona de hierro
de Hanna – Berthelem en Minas Gerais. Como de costumbre, el gobierno adujo
que Brasil no disponía de capitales para realizar la explotación por su
sola cuenta.
El petróleo, las maldiciones y las hazañas.
El petróleo es, con el gas natural, el principal combustible de cuantos
ponen en marcha al mundo contemporáneo, una materia prima de creciente importancia
para la industria química y el material estratégico primordial para las
actividades militares. Ningún otro imán atrae tanto como el «oro negro»
a los capitales extranjeros, ni existe otra fuente de tan fabulosas ganancias:
el petróleo es la riqueza más monopolizadora en todo el sistema capitalista.
No hay empresarios que disfruten del poder político que ejercen en escala
universal, las grandes corporaciones petroleras de la Standard Oil y la
Shell levantan y destronan reyes y presidentes, financian conspiraciones
palaciegas y golpes de Estado, disponen de innumerables generales, ministros
y James Bonds y en todas las comarcas y en todos los idiomas deciden el
curso de la guerra y de la paz. La Standard Oil Co. de Nueva Jersey es la
mayor empresa industrial del mundo capitalista. Fuera del aparato circulatorio
interno del cartel, que además posee los oleoductos y gran parte de la flota
petrolera en los siete mares. Se manipulan los precios, en escala mundial
para reducir los impuestos a pagar y aumentar las ganancias a cobrar: el
petróleo crudo aumenta siempre menos que el refinado.
Con el petróleo ocurre, como ocurre con el café o con la carne, que los
países ricos ganan mucho más por tomarse el trabajo de consumirlo, que los
países pobres por producirlo. La diferncia es de diez a uno: de los once
dólares que cuestan los derivados de un barril de petróleo; los países exportadores
de la materia prima más importante de mundo reciben apenas un dólar, resultado
de la suma de los impuestos y los costes de extracción, mientras que los
países de l área desarrollada, donde tienen su asiento las casa matrices
de las corporaciones petroleras, se quedan con diez dólares, resultado de
la suma de sus propios aranceles y sus impuestos, ocho veces mayores que
los impuestos de los países productores, y de los costos y las ganancias
del transporte, la refinación, el procesamiento y la distribución que las
grandes empresas monopolizan.
El petróleo que brota de los Estados Unidos disfruta de un precio alto,
y son relativamente altos los salarios de los obreros petroleros norteamericanos,
pero la cotización del petróleo de Venezuela y de Medio Oriente ha ido cayendo,
desde 1957, todo a lo largo de la década de los años sesenta. Cada barril
de petróleo venezolano, por ejemplo, valía, en promedio, 2,65 dólares en
1957, y mientras escribo este capítulo, a fines de 1970, el precio es de
1,86 dólares.
El gobierno de Rafael Caldera anuncia que fijará unilateralmente un precio
mucho mayor, pero el nuevo precio no alcanzará de todos modos, según las
cifras que los comentaristas manejan y pese al escándalo que se presiente,
el nivel de 1957. Los Estados Unidos son, a la vez, los principales productores
y los principales importadores de petróleo en el mundo. En la época en que
la mayor parte del petróleo crudo que vendían las corporaciones provenía
del subsuelo norteamericano el precio se mantenía alto; durante la segunda
guerra mundial, los Estados Unidos se convirtieron en importadores netos,
y el cartel comenzó a aplicar una nueva política de precios: la cotización
se ha venido abajo sistemáticamente.
Curiosa inversión de las «leyes del mercado» el precio del petróleo se derrumba,
aunque no cesa de aumentar la demanda mundial, a medida que se multiplican
las fábricas, los automóviles y las plantas generadoras de energía. Y otra
paradoja: aunque el precio del petróleo baja, sube en todas partes el precio
de los combustibles que pagan los consumidores. Hay una desproporción descomunal
entre el precio del crudo y el de los derivados. Toda esta cadena de absurdos
es perfectamente racional; no resulta necesario recurrir a las fuerzas sobrenaturales
para encontrar una explicación. Porque el negocio del petróleo en el mundo
capitalista está, como hemos visto, en manos de un cartel todopoderoso.
El cartel nació en 1928, es un castillo del norte de Escocia rodeado por
la bruma, cuando la Standard Oil de Nueva Jersey, la Shell y la Anglo –
Iranian, hoy llamada British Petroleum, se pusieron de acuerdo para dividirse
el planeta. La Standard de Nueva York y la de California, la Gulf y la Texaco
se incorporaron posteriormente al núcleo dirigente del cartel. La Standard
Oil, fundada por Rockefeller en 1870, se había partido en treinta y cinco
diferentes empresas en 1911, por la aplicación de la ley Sherman contra
los trust; la hermana mayor de numerosas familias Standard es en nuestros
días, la empresa de Nueva Jersey. Sus ventas de petróleo sumadas a las ventas
de la Standard de Nueva York y de California, abarcan la mitad de las ventas
totales del cartel en nuestros días. Las empresas petroleras del grupo Rockefeller
son de tal magnitud que suman nada menos que la tercera parte del total
de beneficios que las empresas norteamericanas de todo tipo, en su conjunto,
arrancan al mundo entero. La Jersey, típica corporación multinacional, obtiene
sus mayores ganancias fuera de fronteras; América Latina le brinda más ganancias
que los Estados Unidos y Canadá sumados: al sur del río Bravo, su tasa de
ganancias resulta cuatro veces más alta. Las filiales de Venezuela produjeron,
en 1957, más de la mitad de los beneficios recogidos por la Standard Oil
de Nueva Jersey en todas partes; en ese mismo año, las filiales venezolanas
proporcionan a la Shell la mitad de sus ganancias en el mundo entero.
Estas corporaciones multinacionales no pertenecen a las múltiples naciones
donde operan: son multinacionales, más simplemente, en la medida en que
desde los cuatro puntos cardinales arrastran grandes caudales de petróleo
y dólares a los centros de poder del sistema capitalista. No necesitan exportar
capitales, por cierto, para financiar la expansión de sus negocios; las
ganancias usurpadas a los países pobres no sólo derivan en línea recta a
las pocas ciudades donde habitan sus mayores cortadores de cupones, sino
que además se revierten parcialmente para robustecer y extender la red internacional
de operaciones. La estructura del cartel implica el dominio de numeroso
países y la penetración en sus numerosos gobiernos; el petróleo empapa presidentes
y dictadores, y acentúa las deformaciones estructurales de las sociedades
que pone a su servicio, son las empresas quienes deciden, con lápiz sobre
el mapa del mundo, cuáles han de ser zonas de explotación y cuáles las de
reservas, y son ellas quienes fijan los precios que han de cobrar los productores
y pagar los consumidores. La riqueza natural de Venezuela y otros países
latinoamericanos con petróleo en el subsuelo, objetos del asalto y del saqueo
organizados, se ha convertido en el principal instrumento de su servidumbre
política y su degradación social. Ésta es un larga historia de hazañas y
de maldiciones, infamias y desafíos.
Cuba proporcionaba, por vías complementarias, jugosas ganancias a la Standard
Oil de Nueva Jersey. La Jersey compraba el petróleo crudo a la Cróele Petroleum,
su filial en Venezuela, y lo retiraba y lo distribuía en la isla, todo a
los precios que mejor le convenían para cada una de las etapas. En octubre
de 1959, en plena efervescencia revolucionaria, el Departamento de Estado
elevó una nota oficial a La Habana en la que expresaba su preocupación por
el futuro de las inversiones norteamericanas en Cuba: ya habían comenzaddo
los bombardeos de los aviones «piratas» procedentes del norte, y las relaciones
estaban tensas. En enero de 1960, Eisenhower anunció la reducción de la
cuota cubana de azúcar, y en febrero Fidel Castro firmó un acuerdo comercial
con la Unión Soviética para intercambiar azúcar por petróleo y otros productos
a precios buenos para Cuba. La Jersey, la Shell y la Texaco se negaron a
refinar el petróleo soviético: en julio el gobierno cubano las intervino
y las nacionalizó sin compensación alguna.
Encabezadas por la Standard Oil de Nueva Jersey, las empresas comenzaron
el bloqueo. Al boicot del personal calificado se sumó el boicot de los fletes.
El conflicto era una prueba de soberanía, y Cuba salió airosa. Dejó de ser,
al mismo tiempo, una estrella en la constelación de la bandera de los Estados
Unidos y una pieza en el engranaje mundial de la Standarrd Oil.
México había sufrido, veinte años antes, un embargo internacional decretado
por la Standard Oil de Nueva Jersey y la Royal Duch Shell. Entre 1939 y
1942 el cartel dispuso el bloqueo de las exportaciones mexicanas de petróleo
y de los abastecimientos necesarios para sus pozos y refinerías. El presidente
Lázaro Cárdenas había nacionalizado las empresas, Nelson Rockefeller, que
en 1930 se había graduado de economista escribiendo una tesis sobre las
virtudes de su Standard Oil, viajó a México para negociar un acuerdo, pero
Cárdenas no dio marcha atrás. La Standard y la Shell, que se habían repartido
el territorio mexicano atribuyéndole la primera el norte y la segunda el
sur, no sólo se negaban a aceptar las resoluciones de la Suprema Corte en
la aplicación de las leyes laborales mexicanas, sino que además habían arrasado
los yacimientos de la famosa Faja de Oro a una velocidad vertiginosa, y
obligaban a los mexicanos a pagar, por su propio petróleo, precios más altos
que los que cobraban en Estados Unidos y en Europa por ese mismo petróleo
. En pocos meses, la fiebre exportadora había agotado brutalmente muchos
pozos que hubieran podido seguir produciendo durante treinta o cuarenta
años-. «Habían quitado a México –escribe O’Connor- sus depósitos más ricos,
y sólo la habían dejado una colección de refinerías anticuadas, campos exhaustos,
los pobreríos de la ciudad de Tampico y recuerdos amargos».
En menos de veinte años, la producción se había reducido a una quinta parte.
México se quedó con una industria decrépita, orientada hacia la demanda
extranjera, y con catorce mil obreros; los técnicos se fueron, y hasta desaparecieron
los medios de transporte, Cárdenas convirtió la recuperación del petróleo
en una gran causa nacional, y salvó la crisis a fuerza de imaginación y
de coraje. PEMEX, Petróleos Mexicanos, la empresa creada en 1938 para hacerse
cargo de toda producción y el mercado, es hoy la mayor empresa creada en
1938 para hacerse cargo de toda la producción y el mercado, es hoy la mayor
empresa no extranjera de toda América Latina. A costa de las ganancias que
PEMEX produjo, el gobierno mexicano pagó abultadas indemnizaciones a las
empresas, entre 1947 y 1962, pese a que, como bien dice Jesús Silva Herzog,
«México no es el deudor de esas compañías piratas, sino su acreedor legítimo».
En 1949, la Standard Oil interpuso veto a un préstamo que los Estados Unidos
iban a conceder a PEMEX, y muchos años después, ya cerradas las heridas
por obra de las generosas indemnizaciones, PEMEX vivió una experiencia semejante
ante el Banco Interamericano de Desarrollo.
Uruguay fue el país que creó la primera refinería estatal en América Latina.
La ANCAP, Administración Nacional de combustibles, Alcohol y Pórtland, había
nacido en 1931, y la refinación y la venta de petróleo crudo figuraban entre
una de sus fusiones principales. Era la respuesta nacional a una larga historia
de abusos del trust en el Río de la Plata. Paralelamente, el Estado contrató
la compra de petróleo barato en la Unión Soviética. El cartel financió de
inmediato una furiosa campaña de desprestigio contra el ente industrial
del Estado uruguayo y comenzó su tarea de extorsión y amenaza. Se afirmaba
que el Uruguay no encontraría quien le vendiera las maquinarias y que se
quedaría sin petróleo crudo, que el Estado era un pésimo administrador,
y que no podía hacerse cargo de tan complicado negocio. El golpe palaciego
de marzo de 1933 despedía cierto olor a petróleo: la dictadura de Gabriel
Terra anuló el derecho de la ANCAP a monopolizar la importación de combustibles,
y en enero de 1938 firmó los convenios secretos con el cartel, ominosos
acuerdos que fueron ignorados por el público hasta un cuarto de siglo después
y que todavía están en vigencia. De acuerdo con sus términos, el país está
obligado a comprar un cuarenta por ciento del petróleo crudo sin licitación
y donde lo indiquen la Standard Oil, la Shell, la Atlantic y la Texaco,
a los precios que el cartel fija. Además, el estado que conserva el monopolio
de la refinación, paga todos los gastos de las empresas, incluyendo la propaganda,
los salariaos privilegiados y los lujosos muebles de sus oficinas. Eso es
progreso, canta la televisión, y el bombardeo de los avisos no cuesta a
la Standard Oil ni un solo centavo. El abogado del Banco de la República
tiene también a su cargo las relaciones públicas de la Standard Oil: el
Estado le paga los dos sueldos.
Allá por 1939, la refinería de la ANCAP levantaba, exitosa, sus torres llameantes:
el ente había sido mutilado gravemente a poco de nacer, como hemos visto,
pero constituía todavía un ejemplo de desafío victorioso ante las presiones
del cartel. El Jefe del Consejo Nacional del Petróleo de Brasil, general
Horta Barbosa, viajó a Montevideo y se entusiasmo con la experiencia: la
refinería uruguaya había pagado casi la totalidad de sus gastos de instalación
durante el primer año de trabajo. Gracias a los esfuerzos del general Barbosa,
sumados al fervor de otros militares nacionalistas, Petrobrás, la empresa
estatal brasileña, pudo iniciar sus operaciones en 1953 al grito de O petróleo
é nosso! Actualmente, Petrobrás fue mutilada. El cartel le ha arrebatado
dos grandes fuentes de ganancias: en primer lugar, la distribución de la
gasolina, los aceites, el querosene y los diversos fluidos, un estupendo
negocio que la Esso, la Shell y la Atlantic manejan por teléfono sin mayores
dificultades y con tan buen resultado que éste es, después de la industria
automotriz, el rubro más fuerte de la inversión norteamericana en Brasil;
en segundo lugar, la industria petroquímica, generoso manantial de beneficios,
que ha sido desnacionalizada, hace pocos años, por la dictadura del mariscal
Castelo Branco. Recientemente, el cartel desencadenó una estrepitosa campaña
destinada a despojar a Petrobrás del monopolio de la refinación. Los defensores
de Petrobrás del monopolio recuerdan que la iniciativa privada, que tenía
el campo libre, no se había ocupado de petróleo brasileño antes de 1953,
y procuran devolver a la frágil memoria del público un episodio bien ilustrativo
de la buena voluntad de los monopolios. En noviembre de 1960, en efecto,
Petrobrás encomendó a dos técnicos brasileños que encabezaran una revisión
general de los yacimientos sedimentarios del país. Como resultado de sus
informes, el pequeño estado nordestino de Sergipe pasó a la vanguardia en
la producción de petróleo.
Poco antes, en agosto, el técnico norteamericano Walter Link, que había
sido el principal geólogo de la Standard Oil de Nueva Jersey, había recibido
del Estado brasileño medio millón de dólares por una montaña de mapas y
un extenso informe que tachaba de «inexpresiva» la espesura sedimentaria
de Sergipe: hasta entonces había sido considerada de grado B, y Link la
rebajó a grado C. Después se supo que era de grado A. Según O’Connor, Link
había trabajado todo el tiempo como un agente de la Standard, de antemano
resuelto a no encontrar petróleo para que Brasil continuara dependiendo
de las importaciones de la filial de Rockefeller en Venezuela.
También en Argentina las empresas extranjeras y sus múltiples ecos nativos
sostienen siempre que el subsuelo contiene escaso petróleo, aunque la investigación
de los técnicos de YPF, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, han indicado
con toda certidumbre que en cerca de la mitad del territorio nacional subyace
el petróleo, y que también hay petróleo abundante en la vasta plataforma
submarina de la costa atlántica. Cada vez que se pone de moda hablar de
la pobreza del subsuelo argentino, el gobierno firma una nueva concesión
en beneficio de alguno de los miembros del cartel. La empresa estatal, YPF,
ha sido víctima de un continuo y sistemático sabotaje, desde sus orígenes
hasta la fecha. La Argentina fue, hasta no hace muchos años, uno de los
últimos escenarios históricos de la pugna interimperialista entre Inglaterra,
en el desesperado ocaso, y los ascendentes Estados Unidos. Los acuerdos
de cartel no han impedido que la Shell y la Standard disputaran el petróleo
de este país por medios a veces violentos: hay una serie de elocuentes coincidencias
en los golpes de Estado que se han sucedido todo a lo largo de los últimos
cuarenta años. El Congreso argentino se disponía a votar la ley de nacionalización
del petróleo, el 6 de septiembre de 1930, cuando el caudillo nacionalista
Hipólito Irigoyen fue derribado de la presidencia del país por el cuartelazo
de José Félix Uriburu. El gobierno de Ramón Castillo cayó en junio de 1943,
cuando tenía a la firma un convenio que promovía la extracción del petróleo
por los capitales norteamericanos. En septiembre de 1955, Juan Domingo Perón
marchó al exilio cuando el Congreso estaba por aprobar una concesión a la
California Oil Co. Arturo Frondizi desencadenó varias y muy agudas crisis
militares, en las tres armas, al anunciar el llamado a licitación que ofrecía
en extraer petróleo en agosto de 1959 la licitación fue declarada desierta.
Resucitó enseguida y en octubre de 1960 quedó sin efecto. Frondizi realizó
varias concesiones en beneficio de las empresas norteamericanas del cartel,
y los intereses británicos –decisivos en la Marina y en el sector «colorado»
del ejército- no fueron ajenos a su caída en marzo de 1962. Arturo Illia
anuló las concesiones y fue derribado en 1966; al año siguiente, Juan Carlos
Onganía promulgó una ley de Hidrocarburos que favorecía los intereses norteamericanos
en la pugna interna.
El petróleo no ha provocado, solamente golpes de Estado en América Latina.
También desencadenó una guerra, la del Chaco (1932 – 35), entre los pueblos
más pobres de América del Sur: «Guerra de los soldados desnudos», llamó
Zavaleta a la feroz matanza reciproca de Bolivia Y Paraguay. El 30 de mayo
de 1934 el senador de Lousiana, Huey Long, sacudió a los Estados Unidos
con un violento discurso en el que denunciaba que la Standard Oil de Nueva
Jersey había provocado el conflicto y que financiaba al ejército boliviano
para apoderarse, por su intermedio, del Chaco paraguayo, necesario para
tender un oleoducto desde Bolivia hacia el río y, además, presumiblemente
rico en petróleo: «Estos criminales han ido más allá y han alquilado sus
asesinos»» -afirmó . Los paraguayos marchaban al matadero, por su parte,
empujados por la Shell a medida que avanzaban hacia el norte, los soldados
descubrían las perforaciones de la Standard en el escenario de la discordia.
Era una disputa entre dos empresas, enemigas y a la vez socias dentro del
cartel, pero no eran ellas quienes derramaban la sangre. Finalmente, Paraguay
ganó la guerra pero perdió la paz. Spruille Barden, notorio personero de
la Standard Oil, presidió la comisión de negociaciones que preservó para
Bolivia, y para Rockefeller, varios miles de kilómetros cuadrados que los
paraguayos reivindicaban.
Muy cerca del último territorio de aquellas batallas están los pozos de
petróleo y los vastos yacimientos de gas natural que la Gulf Oil Co., la
empresa de la familia Mellon, perdió en Bolivia en octubre de 1969. «Ha
concluido para los bolivianos el tiempo del desprecio» -clamó el general
Alfredo Ovando al anunciar la nacionalización desde los balcones del Palacio
Quemado.
Quince días antes, cuando todavía no había tomado el poder, Ovando había
jurado que nacionalizaría la Gulf, ante un grupo de intelectuales nacionalistas;
había redactado el decreto, lo había firmado, lo había guardado, sin fecha,
en un sobre. Y cinco meses antes, en al Cañadón del Arque, el helicóptero
del general René Barrientos había chocado contra los cables de telégrafo
y se había ido a pique. La imaginación no hubiera sido capaz de inventar
una muerte tan perfecta. El helicóptero era un regalo personal de la Gulf
Oil Co.; el telégrafo pertenece, como se sabe, al Estado.
Junto con Barrientos ardieron dos valijas llenas de dinero que él llevaba
para repartir, billete por billete, entre los campesinos, y algunas metralletas
que no bien prendieron fuego comenzaron a regar una lluvia de balas en torno
del helicóptero incendiado, de tal modo que nadie pudo acercarse a rescatar
al dictador mientras se quemaba vivo.
Además de decretar la nacionalización, Ovando derogó el Código del Petróleo,
llamado Código Davenport en homenaje al abogado que lo había redactado en
inglés. Para la elaboración del Código, Bolivia había obtenido, en 1956,
un préstamo de los Estados Unidos; en cambio, el Eximbank, la banca privada
de Nueva York y el Banco Mundial habían respondido siempre con la negativa
a las solicitudes de crédito para el desarrollo de YPFB, la empresa petrolera
del Estado. El gobierno norteamericano hacía siempre suya la causa de las
corporaciones petroleras privadas . En función del código, la Gulf recibió,
entonces, por un plazo de cuarenta años, la concesión de los campos más
ricos en petróleo de todo el país. El código fijaba una ridícula participación
del Estado en las utilidades de las empresas: por muchos años, apenas un
once por ciento. El Estado se hacía socio en los gastos del concesionario,
pero no tenía ningún control sobre esos gastos, y se llegó a la situación
extrema en materia de ofrendas: todos los riesgos eran para YPFB, y ninguno
para la Gulf. En la Carta de Intenciones firmada por la Gulf a fines de
1966, durante la dictadura de Barrientos, se estableció, en efecto, que
en las operaciones conjuntas con YPFB la Gulf recobraría el total de sus
capitales invertidos en la explotación de un área, si no encontraba petróleo.
Si el petróleo aparecía, los gastos serían recuperados a través de la explotación
posterior, pero ya de entrada serían cargados al pasivo de la empresa estatal.
Y la Gulf fijaría esos gastos según su paladar. En esa misma Carta de Intenciones,
la Gulf se atribuyó también, con toda tranquilidad, la propiedad de los
yacimientos de gas, que no se le habían concedido nunca. El subsuelo de
Bolivia contiene mucho más gas que petróleo. El general Barrientos hizo
un gesto de distracción: resultó suficiente. Un simple pase de manos para
decidir el destino de la principal reserva de energía de Bolivia. Pero la
función no había terminado.
Un año antes de que el general Alfredo Ovando expropiara la Gulf en Bolivia,
otro general nacionalista, Juan Velasco Alvarado, había estatizado los yacimientos
y la refinería de la International Petroleum Co., filial de la Standard
Oil de Nueva Jersey, en Perú. Velasco había tomado el poder a la cabeza
de un ajunta militar, y en la cresta de la ola de un gran escándalo político:
el gobierno de Fernández Belaúnde Terry había perdido la página final del
convenio de Talara, suscrito entre el Estado y la IPC. Esa página misteriosamente
evaporada, la página once, contenía la garantía del precio mínimo que la
empresa norteamericana debía pagar por el petróleo crudo nacional en su
refinería. El escándalo no terminaba allí. Al mismo tiempo, se había revelado
que la subsidiaria de la Standard había estafado a Perú en más de mil millones
de dólares, a lo largo de medio siglo, a través de los impuestos y las regalías
que había eludido y de otras formas de fraude y la corrupción. El director
de la IPC se había entrevistado con el presidente Belaúnde en sesenta ocasiones
antes de llegar al acuerdo que provocó el alzamiento militar; durante dos
años, mientras las negociaciones con la empresa avanzaban, se rompían y
comenzaban de nuevo, el Departamento de Estado había suspendido todo tipo
de ayuda a Perú . Virtualmente no quedó tiempo para reanudar la ayuda, porque
la claudicación selló la suerte del presidente acosado. Cuando la empresa
de Rockefeller presentó su protesta ante la corte judicial peruana, la gente
arrojó moneditas a los rostros de sus abogados.
América Latina es una caja de sorpresas; no se agota nunca la capacidad
de asombro de esta región torturada del mundo. En los Andes, el nacionalismo
militar ha resurgido con ímpetu, como un río subterráneo largamente escondido.
Los mismos generales que hoy están llevando adelante, en un proceso contradictorio,
una política de reforma y de afirmación patriótica, habían aniquilado poco
antes a los guerrilleros. Muchas de las banderas de los caídos han sido
recogidas, así, por sus propios vencedores. Los militares pergeños habían
regado con NAPALM algunas zonas guerrilleras, en 1965, y había sido la International
Petroleum Co., filial de la Standard Oil de Nueva jersey, quien les había
proporcionado la gasolina y el know – how para que elaboran las bombas en
la base aérea de Las Palmas, cerca de Lima.
El lago de Maracaibo en el buche de los grandes buitres de metal.
Aunque su participación en el mercado mundial se ha reducido a la mitad
en los años sesenta, Venezuela es todavía, en 1970, el mayor exportador
de petróleo. De Venezuela proviene casi la mitad de las ganancias que los
capitales norteamericanos sustraen a toda América Latina. Este es uno de
los países más ricos del planeta y, también, uno de los más pobres y uno
de los más violentos. Ostenta el ingreso, per cápita más alto de América
Latina y posee la red de carreteras más completas y ultramodernas; en proporción
a la cantidad de habitantes, ninguna otra nación del mundo bebe tanto whisky
escocés. Las reservas de petróleo, gas, hierro que su subsuelo ofrece no
la explotación inmediata podrían multiplicar por diez la riqueza de cada
uno de los venezolanos; en sus vastas tierras vírgenes podría caber, entera,
la población de Alemania o Inglaterra. Los taladros han extraído, en medio
siglo, un arenta petrolera tan fabulosa que duplica los recursos del Plan
Marshall para la reconstrucción de Europa; desde que el primer pozo de petróleo
reventó a torrentes, la población se ha multiplicado por tres y el presupuesto
nacional por cien, pero buena parte de la población, que disputa las sobras
de la minoría dominante, no se alimenta mejor que en la época en que el
país dependía del cacao y del café. Caracas, la capital, creció siete veces
en treinta años; la ciudad patriarcal de frescos patios, plaza mayor y catedral
silenciosa se ha erizado de rascacielos en la misma medida en que han brotado
las torres de petróleo en el lago de Maracaibo.
Ahora, es una pesadilla de aire acondicionado, supersónica y estrepitosa,
un centro de la cultura del petróleo que prefiere el consumo a la creación
y que multiplica las necesidades ratificables para ocultar las reales. Caracas
ama los productos sintéticos y los alimentos enlatados; no camina nunca,
sólo se moviliza en automóvil, y ha envenado con los gases de los motores
el limpio aire del valle; a Caracas le cuesta dormir, porque no puede apagar
la ansiedad de ganar y comprar, consumir y gastar, apoderarse de todo. En
las laderas de los cerros, más de medio millón de olvidados contempla, desde
sus chozas armadas de basura, el derroche ajeno, relampaguean los millares
y millares de automóviles último modelo por las avenidas de la dorada capital.
En vísperas de las fiestas, los barcos llegan al puerto de La Guaira atiborrados
de champaña francesa, whisky de Escocia y bosques de pinos de Navidad que
vienen de Canadá, mientras la mitad de los niños y los jóvenes de Venezuela
quedan todavía, en 1970, según los censos, fuera de las aulas de enseñanza.
Tres millones y medio de barriles de petróleo produce Venezuela cada día
para poner en movimiento la maquinaria industrial del mundo capitalista,
pero las diversas filiales de la Standard Oil, la Shell, la Gulf y la Texaco
no explotan las cuatro quintas partes de sus concesiones, que siguen siendo
reservas invictas, y más de la mitad del valor de las exportaciones no vuelve
nunca al país. Los folletos de propaganda de la Cróele (Standard Oil) exaltan
la filantropía de la corporación en Venezuela, en los mismos términos en
que proclama virtudes, a mediados del siglo XVIII, la Real Compañía Guipuzcoana;
las ganacias arrancadas a esta gran vaca lechera sólo resultan comparables,
en proporción al capital invertido, con las que en el pasado obtenían los
mercaderes de esclavos o los corsarios. Ningún país ha producido tanto al
capitalismo mundial en tan poco tiempo. Venezuela ha drenado una riqueza
que, según Rangle, excede a la que los españoles usurparon a Potosí o los
ingleses a la India. La primera Convención Nacional de Economistas reveló
que las ganancias reales de las empresas petroleras en Venezuela habían
ascendido, en 1961, al 38 por ciento, y en 1962 al 48 por ciento, aunque
las tasas de beneficio que las empresas denunciaban en sus balances eran
del 15 y el 17 por ciento respectivamente. La diferencia corre por cuenta
de la magia de la contabilidad y las transferencias ocultas. En la complicada
relojería del negocio petrolero, por lo demás, con sus múltiples y simultáneos
sistemas de preciso, resulta muy difícil estimar el volumen de las ganancias
que se ocultan detrás de la baja artificial de la cotización del petróleo
crudo, que desde el pozo a la bomba de gasolina circula siempre por las
mismas venas, y detrás del alza artificial de los gastos de producción y
muy inflados costos de propaganda. Lo cierto es que, según las cifras oficiales,
en la última década Venezuela no ha registrado el ingreso de nuevas inversiones
del exterior, sino, por el contrario, una sistemática desinversión. Venezuela
sufre la sangría de más de setecientos millones de dólares anuales, convictos
y confesos como «rentas de capital extranjero». Las únicas inversiones nuevas
provienen de las utilidades que el propio país proporciona. Mientras tanto,
los costos de extracción del petróleo van bajando en línea vertical, porque
cada vez las empresas ocupan menos mano de obra. Sólo entre 1959 y 1962
se redujo en más de diez mil la cantidad de obreros: quedaron poco más de
treinta mil en actividad y a fines de 1970 se redujo más ya que el petróleo
ocupa nada más que veintitrés mil trabajadores. La producción, en cambio,
ha crecido mucho en esta última década.
Como consecuencia de la desocupación creciente, se agudizó la crisis de
los campesinos petroleros del lago de Maracaibo. El lago, es un bloque de
torres. Dentro de los armazones de hierro cruzados, el impecable cabeceo
de los balancines genera, desde hace medio siglo, toda la opulencia y toda
la miseria de Venezuela. Junto a los balancines arden los mechurrios, quemando
impunemente el gas natural que el país se da el lujo de regalar a la atmósfera.
Se encuentran balancines hasta en los fondos de las casas y en las esquinas
de las calles de las ciudades que brotaron a chorros, como el petróleo,
en las costas del lago: allí el petróleo tiñe de negro las calles y las
ropas, los alimentos y las paredes, y hasta las profesiones del amor llevan
apodos petroleros, tales como «La Tubería”» o «La Cuatro Válvulas», «La
Cabria» o «La Remolcadora». Los precios de la vestimenta y la comida son,
aquí, más altos que en Caracas. Estas aldeas modernas, tristes nacimientos
pero a la vez aceleradas por la alegría del dinero fácil, han descubierto
ya que no tienen destino. Cuando se mueren los pozos, la supervivencia se
convierte en materia de milagro: quedan los esqueletos de las casas, las
aguas aceitosas de veneno matando peces y lamiendo las zonas abandonadas.
La desgracia acomete también a las ciudades que viven de la explotación
de los pozos en actividad, por los despidos en masa y la mecanización creciente.
«Por aquí el petróleo nos pasó por encima», decía un poblador de Lagunillas
en 1966. Cabinas, que durante medio siglo fue la mayor fuente de petróleo
de Venezuela, y que tanta prosperidad ha regalado a Caracas y al mundo,
no tiene no siquiera cloacas. Cuenta apenas con un par de avenidas asfaltadas.
La euforia se había desatado largos años atrás. Hacia 1917, el petróleo
coexistía ya, en Venezuela, con los latifundios tradicionales, los inmensos
campos despoblados y de tierras ociosas donde los hacendados vigilaban el
rendimiento de su fuerza de trabajo azotando a los peones o enterrándolos
vivos hasta la cintura. A fines de 1922, reventó el pozo de La Rosa que
chorreaba cien mil barriles por día, y desató la borrasca petrolera. Brotaron
los taladros y las cabrias en el lago de Maracaibo, súbitamente invadido
por los aparatos extraños y los hombres con casco de corcho; los campesinos
afluían y se instalaban sobre los suelos hirvientes, entre tablones y latas
de aceite, para ofrecer sus brazos al petróleo. Los asientos de Oklahoma
y Texas resonaban por primera vez en los llanos y en la selva, hasta en
las más escondidas comarcas. Setenta y tres empresas surgieron en un santiamén.
El rey del carnaval de las concesiones era el dictador Juan Vicente Gómez,
un ganadero de los Andes que ocupó sus veintisiete años de gobierno (1908
– 35) haciendo hijos y negocios. Mientras los torrentes negros nacían a
borbotones. Gómez extraía acciones petroleras de sus bolsillos repletos,
y con ellas recompensaba a sus amigos, a sus parientes y a sus cortesanos,
al médico que le custodiaba la próstata y a los generales que le custodiaban
las espaldas, a los poetas que cantaban a su gloria y al arzobispo que le
otorgaba permisos especiales para comer carne los viernes santos. Las grandes
potencias cubrían el pecho de Gómez con lustrosas condecoraciones: era preciso
alimentar a los automóviles que invadían los caminos del mundo. Los favoritos
del dictador vendían las concesiones a la Shell o a la Standard Oil o a
la Gulf; el tráfico de influencias y de sobornos desató la especulación
y el hambre de subsuelos. Las comunidades indígenas fueron despojadas de
sus tierras y muchas familias de agricultores perdieron, por las buenas
o por las malas, sus propiedades. La ley petrolera de 1922 fue redactada
por los representantes de tres firmas de los Estados Unidos. Los campos
de petróleo estaban cercados y tenían policía propia. Se prohibía la entrada
a quienes no portaran la ficha de enrolamiento de las empresas; estaba vedado
hasta el tránsito por las carreteras que conducían el petróleo a los puertos.
Cuando Gómez murió, en 1935, los obreros petroleros cortaron las alambradas
de púas que rodeaban los campamentos y se declararon en huelga.
En 1948, con la caída del gobierno de Rómulo Gallegos, se cerró el ciclo
reformista inaugurado tres años antes, y los militares victoriosos rápidamente
redujeron la participación del estado sobre el petróleo extraído por las
filiales del cartel. La rebaja de impuestos se tradujo, en 1954, en más
de trescientos puestos se tradujo, en 1954, en más de trescientos millones
de dólares de beneficios adicionales para la Standard Oil. En 1953, un hombre
de negocios de los Estados Unidos había declarado en Caracas: «Aquí, usted
tiene la libertad de hacer con su dinero lo que le plazca; para mí, esa
libertad vale más que toda las libertades políticas y civiles juntas».
Cuando el dictador Marcos de Pérez Jiménez fue derribado en 1958, cárceles
y cámaras de torturas, que importaba todo desde los Estados Unidos: los
automóviles y las heladeras, la leche condensada, los huevos, las lechugas,
las leyes y los decretos. La mayor de las empresas de Rockefeller, la Cróele,
había declarado en 1957 utilidades que llegaban casi a la mitad de sus inversiones
totales. La junta revolucionaria de gobierno elevó el impuesto a la renta
de las empresas mayores, de un 25 a un 45 por ciento. En represalia, el
cartel dispuso la inmediata caída del precio del petróleo venezolano y fue
entonces cuando comenzó a despedir en masa a los obreros.
Tan abajo se vino el precio, que a pesar del aumento de los impuestos y
del mayor volumen de petróleo exportado; en 1958 el Estado recaudó sesenta
millones de dólares menos que en el año anterior.
Los gobiernos siguientes no nacionalizaron la industria petrolera, pero
tampoco han otorgado, hasta 1970, nuevas concesiones a las empresas extranjeras
para la extracción de oro negro. Mientras tanto, el Cercano Oriente y Canadá:
en Venezuela ha cesado virtualmente la prospección de nuevos pozos y la
exportación está paralizada. La política de negar nuevas concesiones perdió
sentido en la medida en que la Corporación Venezolana del petróleo, el organismo
estatal, no asumió la responsabilidad vacante.
La Corporación se ha limitado, en cambio a perforar unos pocos pozos aquí
y allá, confirmando que su función no es otra que la que le había adjudicado
el presidente Rómulo Betancourt: «No alcanzar una dimensión de gran empresa,
sino servir de intermediario para las negociaciones en la nueva fórmula
de concesiones». La nueva fórmula no se puso en práctica, aunque se la anunció
varias veces.
Mientras tanto, el fuerte impulso industrializador había cobrado cuerpo
y fuerza desde hacía dos décadas muestra ya visibles síntomas de agotamiento,
y vive una impotencia muy conocida en América Latina: el mercado interno,
limitado por la pobreza de las mayorías, no es capaz de sustentar el desarrollo
manufacturero más allá de ciertos límites. La reforma agraria, por otra
parte, inaugurada por el gobierno de Acción Democrática, se ha quedado a
menos de la mitad del camino que se proponía, en las promesas de sus creadores,
recorrer, Venezuela compra al extranjero, y sobre todo a Estados Unidos,
buena parte de los alimentos que consume. El plato nacional, por ejemplo,
que es el frijol negro, llega en grandes cantidades desde el norte, en bolsas
que lucen la palabra «beans».
Salvador Garmendia, el novelista que reinventó el infierno prefabricado
de toda esta cultura de conquista, la cultura del petróleo, me escribía
en una carta, a mediados del 69: «¿Has visto un balancín, el aparato que
extrae el petróleo crudo? Tiene la forma de un gran pájaro negro cuya cabeza
puntiaguda sube y baja pesadamente, día y noche, sin detenerse un segundo:
es el único buitre que no come mierda. ¿Qué pasará cuando oigamos el ruido
característico del sorbedor al acabarse el líquido? La obertura grotesca
ya empieza a escucharse en el lago Maracaibo, donde de la noche a la mañana
brotaron pueblos fabulosos con cinematógrafos, supermercados, dancings,
hervideros de putas y garitos, donde el dinero no tenía valor. Hace poco
hice un recorrido por ahí y sentí una garra en el estómago. El olor a muerto
y a chatarra es más fuerte que el del aceite. Los pueblos están semidesiertos,
carcomidos, todos ulcerados por la ruina, las calles enlodadas, las tiendas
en escombros. Un antiguo buzo de las empresas se sumerge a diario, armado
de una ceguera, para cortar trozos de tuberías abandonadas y venderlas como
hierro viejo. La gente empieza a hablar de las compañías como quien evoca
una fábula dorada. Se vive de un pasado mítico y funambulesco de fortunas
derrochadas en un golpe de dados y borracheras de siete días. Entre tanto,
los balancines siguen cabeceando y la lluvia de dólares cae en Miraflores,
el palacio de gobierno, para transformarse en autopista y demás monstruos
de cemento armado. Un setenta por ciento del país vive marginado de todo.
En las ciudades prospera una atolondrada clase media con altos sueldos,
que se atiborra de objetos inservibles, vive aturdida por la publicidad
y profesa la imbecilidad y el mal gusto en forma estridente. Hace poco el
gobierno anunció con gran estruendo que había exterminado el analfabetismo.
Resultado: en la pasada fiesta electoral, el censo de inscritos arrojó un
millón de analfabetos entre los dieciocho y los cincuenta años de edad».
SEGUNDA PARTE
EL DESARROLLO ES UN VIAJE CON MÁS NÁUFRAGOS QUE NAVEGANTES
HISTORIA DE LA MUERTE TEMPRANA
Los barcos británicos de guerra saludaban la independencia desde el río.
En 1823, George Canning, cerebro del Imperio británico, estaba celebrando
sus triunfos universales. El encargado de negocios de Francia tuvo que soportar
la humillación de este brindis: «Vuestra sea la gloria del triunfo, seguida
por el desastre y la ruina; nuestro sea el tráfico sin gloria de la industria
y la prosperidad siempre creciente... La edad de la caballería ha pasado;
y la ha sucedido una edad de economistas y calculadores». Londres vivía
el principio de una larga fiesta; Napoleón había sido definitivamente derrotado
algunos años atrás, y la era de la Pax Britannica se abría sobre el mundo.
En América Latina, la independencia había remachado a perpetuidad el poder
de los dueños de la tierra y de los comerciantes enriquecidos, en los puertos,
a costa de la anticipada ruina de los países nacientes. Las antiguas colonias
españolas, y también Brasil, eran mercados ávidos para los tejidos ingleses
y las libras esterlinas al tanto por ciento. Canning no se equivocaba al
escribir, en 1824: «La cosa está hecha; el clavo está en puesto, Hispanoamérica
es libre; y si nosotros no desgobernamos tristemente nuestros asuntos, es
inglesa».
La máquina de vapor, el telar mecánico y el perfeccionamiento de la máquina
de tejer habían hecho madurar vertiginosamente la revolución industrial
en Inglaterra. Se multiplicaban las fábricas y los bancos; los motores de
combustión interna habían modernizado la navegación y muchos grandes buques
navegaban hacia los cuatro puntos cardinales universalizando la expansión
industrial inglesa. La economía británica pagaba con tejidos de algodón
los cueros del río de la Plata, el guano y el nitrato de Perú, el cobre
de Chile, el azúcar de Cuba, el café de Brasil. Las exportaciones industriales,
los fletes, los seguros, los intereses de los préstamos y las utilidades
de las inversiones alimentarían, a lo largo de todo el siglo XX, la pujante
prosperidad de Inglaterra. En realidad, antes de las guerras de independencia
ya los ingleses controlaban buena parte del comercio legal entre España
y sus colonias, y habían arrojado a las costas de América Latina un caudaloso
y persistente flujo de mercaderías de contrabando. El tráfico de esclavos
brindaba una pantalla eficaz para el comercio clandestino, aunque al fin
y al cabo también las aduanas registraban, en toda América Latina, una abrumadora
mayoría de productos que no provenían de España. El monopolio español no
había existido, en los hachos, nunca: «... la colonia ya estaba perdida
para la metrópoli mucho antes de 1810, y la revolución no representó más
que un reconocimiento político de semejante estado de cosas».
Las tropas británicas habían conquistado Trinidad en el Caribe, al precio
de una sola baja, pero el comandante de la expedición, sir Ralph Abercromby,
estaba convencido de que no serían fáciles otras conquistas militares en
la América hispánica. Poco después, fracasaron las invasiones inglesas en
el Río de la Plata. La derrota dio fuerzas a la opinión de Abercromby sobre
la ineficacia de las expediciones armadas y el turno histórico de los diplomáticos,
los mercaderes y los barqueros: un nuevo orden liberal en las colonias españolas
ofrecería a Gran Bretaña la oportunidad de abarcar las nueve décimas partes
del comercio de la América española. La fiebre de la independencia hervía
en tierras hispanoamericanas. A partir de 1810 Londres aplicó una política
zigzagueante y dúplice, cuyas fluctuaciones obedecieron a la necesidad de
favorecer el comercio inglés, impedir que América Latina pudiera caer en
manos norteamericanas o francesas y prevenir una posible infección de jacobinismo
en los nuevos países que nacían a la libertad.
Cuando se constituyó la Junta Revolucionaria en Buenos Aires, el 25 de mayo
de 1810, una salva de cañonazos de los buques británicos de guerra la saludó
desde el río. El capitán del barco Mutine pronunció, en nombre de Su Majestad,
un inflamado discurso: el júbilo invadía los corazones británicos.
Buenos Aires demoró apenas tres días en eliminar ciertas prohibiciones que
dificultaran el comercio con extranjeros; doce días después, redujo del
50 por ciento al 7,5 por ciento los impuestos que gravaban las ventas al
exterior de los cueros y el sebo. Habían pasado seis semanas desde el 25
de mayo cuando se dejó sin efecto la prohibición de exportar el oro y la
plata en monedas, de modo que pudieran fluir a Londres sin inconvenientes.
En septiembre de 1811, un triunvirato reemplazó a la Junta como autoridad
gobernante: fueron nuevamente reducidos, y en algunos casos abolidos, los
impuestos a la exportación y a la importación. A partir de 1813, cuando
la Asamblea se declaró autoridad soberana, los comerciantes extranjeros
quedaron exonerados de la obligación de vender sus mercancías a través de
los comerciantes nativos: «El comercio se hizo en verdad libre». Ya en 1812,
algunos comerciantes británicos comunicaban al Foreing Office: «Hemos logrado...
reemplazar con éxito los tejidos alemanes y franceses». Habían reemplazado,
también, la producción de los tejedores argentinos, estrangulados por el
puerto librecambista, y el mismo proceso se registró, con variantes, en
otras regiones de América Latina.
De Yorkshire y de Lancashire, de los Cheviots y Gales, brotaban sin cesar
artículos de algodón y de lana, de hierro y de cuero, de madera y porcelana.
Los telares de Manchester, las ferreteras de Sheffield, las alfarerías de
Worcester y Staffordshire, inundaron los mercados latinoamericanos. El comercio
libre enriquecía a los puertos que vivían de la exportación y elevaba a
los cielos el nivel de despilfarro de las oligarquías ansiosas por disfrutar
de todo el lujo que el mundo ofrecía, pero arruinaba las incipientes manufacturas
locales y frustraba la expansión del mercado interno.
Las industrias domésticas, precarias y de muy bajo nivel técnico, habían
surgido en el mundo colonial a pesar de las prohibiciones de la metrópoli
y conocieron un auge, en vísperas de la independencia, como consecuencia
del aflojamiento de los lazos opresores de España y de las dificultades
de abastecimiento que la guerra europea provocó. En los primeros años del
siglo XIX, los talleres estaban resucitando, después de los mortíferos efectos
de la disposición que el rey había adoptado, en 1718, para autorizar el
comercio libre entre los puertos de España y América. Un alud de mercaderías
extranjeras había aplastado las manufacturas textiles y la producción colonial
de alfarería y objetos de metal, y los artesanos no contaron con muchos
años para reponerse del golpe: la independencia abrió del todo las puertas
a la libre competencia de la industria ya desarrollada en Europa. Los vaivenes
posteriores en las políticas aduaneras de los gobiernos de la independencia
generarían sucesivas muertes y despertares de las manufacturas criollas,
sin la posibilidad de un desarrollo sostenido en el tiempo.
Las dimensiones del infanticidio industrial.
Cuando nacía el siglo XIX, Alexander von Humboldt calculó el valor de la
producción manufacturera de México en unos siete u ocho millones de pesos,
de los que la mayor parte correspondía a los obrajes textiles. Los talleres
especializados elaboraron paños, telas de algodón y lienzos; más de doscientos
telares ocupaban, en Querpetano, a mil quinientos obreros, y en Puebla trabajaban
mil doscientos tejedores de algodón. En Perú, los toscos productos de la
colonia no alcanzaron nunca la perfección de los tejidos indígenas anteriores
a la llegada de Pizarro, «pero su importancia económica fue, en cambio,
muy grande». La industria reposaba sobre el trabajo forzado de los indios,
encarcelados en los talleres desde antes que aclarara el día hasta muy entrada
la noche. La independencia aniquiló el precario desarrollo alcanzado. En
Ayacucho, Cacamoa, Tarma, los obrajes eran de magnitud considerable. El
pueblo entero de Pacaicasa, hoy muerto, «formaba un solo y vasto establecimiento
de telares con más de mil obreros», dice Romero en su obra: Paucarcolla,
que abastecía de frazadas de lana una región muy vasta, está desapareciendo
«y actualmente no existe allí ni una sola fábrica».
En Chile, una de las más apartadas posesiones españolas, el aislamiento
favoreció el desarrollo de una actividad industrial incipiente desde los
albores mismos de la vida colonial. Había hilanderías, tejedurías, curtiembres;
las jarcias chilenas proveían a todos los navíos del Mar del Sur: se fabricaban
artículos de metal, desde alambiques y cañones hasta alhajas, vajilla fina
y relojes; se construían embarcaciones y vehículos. También en Brasil los
obrajes textiles y metalúrgicos que venían ensayando, desde el siglo XVIII,
sus modestos primeros pasos, fueron arrasados por las importaciones extranjeras.
Ambas actividades manufactureras habían conseguido prosperar en medida considerable
a pesar de los obstáculos impuestos por el pacto colonial con Lisboa, pero
desde 1807, la monarquía portuguesa, establecida en Río de Janeiro, ya no
era más que un juguete en manos británicas, y el poder de Londres tenía
otra fuerza. «Hasta la apertura de los puertos, las deficiencias del comercio
portugués habían obrado como barrera protectora de una pequeña industria
local –dice Caio Prado Júnior-; pobre industria artesana, es verdad, pero
asimismo suficiente para satisfacer una parte del consumo interno. Esta
pequeña industria no podrá sobrevivir a la libre competencia extranjera,
aún en los más insignificantes productos».
Bolivia era el centro textil más importante del virreinato rioplatense.
En Cochabamba había, al filo del siglo, ochenta mil personas dedicadas a
la fabricación de lienzos de algodón, paños y manteles, según el testimonio
del intendente Francisco de Viedma. En Oruro y La Paz también habían surgido
obrajes que, junto con los de Cochabamba, brindaban mantas, ponchos y bayetas
muy resistentes a la población las tropas de línea del ejército y las guarniciones
de frontera. Desde Mojos, Chiquitos y Guarayos provenían finísimas telas
de lino y de algodón, sombreros de paja, vicuña o carnero y cigarros de
hoja. «Todas estas industrias han desaparecido ante la competencia de artículos
similares extranjeros...», comprobaba, sin mayor tristeza, un volumen dedicado
a Bolivia en el primer centenario de su independencia».
El Litoral de Argentina era la región más atrasada y menos poblada del país,
antes de que la independencia trasladara a Buenos Aires, en perjuicio de
las provincias mediterráneas, el centro de gravedad de la vida económica
y política. A principios del siglo XIX, apenas la décima parte de la población
argentina residía en Buenos Aires, Santa Fe o Entre Ríos. Con ritmo lento
y por medios rudimentarios se había desarrollado una industria nativa en
las regiones del centro y el norte, mientras que en el Litoral no existían,
según decía en 1795 el procurador Larramendi, «ningún arte ni manufactura».
En Tucumán y Santiago del Estero, que actualmente son pozos de subdesarrollo,
florecían los talleres textiles, que fabricaban ponchos de tres clases distintas,
y se producían en otros talleres excelentes carretas y cigarros y cigarrillos,
cueros y suelas. De Catamarca nacían lienzos de todo tipo, paños finos,
bayetillas de algodón negro para que usaran los clérigos; Córdoba fabricaba
más de setenta mil ponchos, veinte mil frazadas y cuarenta mil varas de
bayeta por año, zapatos y artículos de cuero, cinchas y vergas, tapetados
y cordobanes. Las curtiembres y talabarterías más importantes estaban en
Corrientes. Eran famosos los finos sillones de Salta. Mendoza producía entre
dos y tres millones de litros de vino por año, en nada inferiores a los
de Andalucía, y San Juan destilaba 350 mil litros anuales de aguardiente.
Mendoza y San Juan formaban «la garganta del comercio» entre el Atlántico
y el Pacífico en América del Sur.
Los agentes comerciales de Manchester, Glasgow y Liverpool recorrieron Argentina
y copiaron los modelos de los ponchos santiagueños y cordobeses y de los
artículos de cuero de Corrientes, además de los estribos de palo dados vuelta
«al uso del país». Los ponchos argentinos valían siete pesos; los de Yokshire,
tres. La industria textil más desarrollada del mundo triunfaba al galope
sobre las tejedurías nativas, y otro tanto ocurría en la producción de botas,
espuelas, rejas, frenos y hasta clavos. La miseria asoló las provincias
interiores argentinas, que pronto alzaron lanzas contra la dictadura del
puerto de Buenos Aires. Los principales mercaderes (Escalada, Belgrano,
Pueyrredón, Vieytes, Las Heras, Cerviño) habían tomado el poder arrebatado
a España y el comercio les brindaba la posibilidad de comprar sedas y cuchillos
ingleses, paños finos de Louviers, encajes de Flandes, sables suizos, ginebra
holandesa, jamones de Westfalia y habanos de Hamburgo. A cambio, la Argentina
exportaba cueros, sebo, huesos, carne salada, y los ganaderos de la provincia
de Buenos Aires extendían sus mercados gracias al comercio libre. El cónsul
inglés en el Plata, Woodbine Parish, describía en 1837 a un recio gaucho
de las pampas: «Tómese todas las piezas de su ropa, examínese todo lo que
lo rodea y exceptuando lo que sea de cuero, ¿qué cosa habrá que no sea inglesa?
Si su mujer tiene una pollera, hay diez posibilidades contra una que sea
manufactura de Manchester. La caldera u olla en que cocina, la taza de loza
ordinaria en la que come, su cuchillo, sus espuelas, el freno, el poncho
que lo cubre, todos son efectos llevados de Inglaterra». Argentina recibía
de Inglaterra hasta las piedras de las veredas.
Aproximadamente por la misma época, James Watson Webb, embajador de los
Estados Unidos en Río de Janeiro, relataba: «En todas las haciendas del
Brasil, los amos y sus esclavos se visten con manufacturas de trabajo libre,
y nueve décimos de ellas son inglesas. Inglaterra suministra todo el capital
necesario para las mejoras internas de Brasil y fabrica todos los utensilios
de uso corriente, desde la azada para arriba, y casi todos los artículos
ingleses de vidrio, hierro y madera son tan corrientes como los paños de
lana y los tejidos de algodón. Gran Bretaña suministra a Brasil sus barcos
de vapor y de vela, le hace el empedrado y le arregla las calles, ilumina
con gas las ciudades, le construye las vías férreas, le explota las minas,
es su banquero, le levanta las líneas telegráficas, le transporta el correo,
le construye los muebles, motores, vagones... ». La euforia de la libre
importación enloquecía a los mercaderes de los puertos; en aquellos años,
Brasil recibía también ataúdes ya forrados y listos para el alojamiento
de los difuntos, sillas de montar, candelabros de cristal, cacerolas y patines
para hielo, de uso más bien improbable en las ardientes costas del trópico;
también billeteras, aunque no existía en Brasil el papel moneda, y una cantidad
inexplicable de instrumentos de matemáticas. El Tratado de Comercio y Navegación
firmado en 1810 gravaba la importación de los productos ingleses con una
tarifa menor que la que se aplicaba a los productos portugueses, y su texto
había sido tan atropelladamente traducido del idioma inglés que la palabra
policy, por ejemplo, pasó a significar, en portugués, policía en lugar de
política. Los ingleses gozaban en Brasil de un derecho de justicia nacional:
Brasil era «un miembro no oficial del imperio económico de Gran Bretaña».
A mediados de siglo, un viajero sueco llegó a Valparaíso y fue testigo del
derroche y la ostentación que la libertad de comercio estimulaba en Chile:
«La única forma de elevarse es someterse –escribió- a los dictámenes de
las revistas de modas de París, a la levita negra y a todos los accesorios
que corresponden... La señora se compra un elegante sombrero, que la hace
sentirse consumadamente parisiense, mientras el marido se coloca un tieso
y alto corbatón y se siente en el pináculo de la cultura europea». Tres
o cuatro casas inglesas se habían apoderado del mercado de cobre chileno,
y manejaban los precios según los intereses de las fundiciones de Swansea.
Liverpool y Vardiff. El Cónsul General de Inglaterra informaba a su gobierno,
en 1838, acerca del «prodigioso incremento» de las ventas de cobre, que
se exportaba «principalmente, si no por completo, en barcos británicos o
por cuenta de británicos».
Los comerciantes ingleses monopolizaban el comercio en Santiago y Valparaíso,
y Chile era el segundo mercado latinoamericano, en orden de importancia,
para los productos británicos.
Los grandes puertos de América Latina, escalas de tránsito de las riquezas
extraídas del suelo y del subsuelo con destino a los lejanos centros de
poder, se consolidaban como instrumentos de conquista y dominación contra
los países a los que pertenecían, y eran los verdaderos por donde se dilapidaba
la renta nacional. Los puertos y las capitales querían parecerse a París
o a Londres, y a la retaguardia tenían el desierto.
Proteccionismo y librecambio en América Latina: el breve vuelo de Lucas
Alamán
La expansión de los mercados latinoamericanos aceleraba la acumulación de
capitales en los viveros de la industria británica. Hacía ya tiempo que
el Atlántico se había convertido en el eje del comercio mundial, y los ingleses
habían sabido aprovechar la ubicación de su isla, llena de puertos, a medio
camino del Báltico y del Mediterráneo y apuntando a las costas de América.
Inglaterra organizaba un sistema universal y se convertía en la prodigiosa
fábrica abastecedora del planeta: del mundo entero provenían las materias
primas y sobre el mundo entero provenían las materias primas y sobre el
mundo entero se derramaban las mercancías elaboradas. El Imperio contaba
con el puerto más grande y el más poderoso aparato financiero de su tiempo;
tenía el más alto nivel de especialización comercial, disponía del monopolio
mundial de los seguros y los fletes, y dominaba el mercado internacional
del oro. Friederich List, padre de la unión aduanera alemana, había advertido
que el libre comercio era el principal producto de exportación de Gran Bretaña
. Nada enfurecía a los ingleses tanto como el proteccionismo aduanero y
a veces lo hacían saber en un lenguaje de sangre y fuego, como en la Guerra
del Opio contra China, pero la libre competencia en los mercados se convirtió
en una verdad revelada para Inglaterra, sólo a partir del momento en que
estuvo segura de que era la más fuerte, y después de haber desarrollado
su propia industria textil al abrigo de la legislación proteccionista más
severa de Europa. En los difíciles comienzos, cuando todavía la industria
británica corría con desventaja, el ciudadano inglés al que se sorprendía
exportando lana cruda, sin elaborar, era condenado a perder la mano derecha,
y si reincidía, lo ahorcaban: estaba prohibido enterrar un cadáver sin que
antes el párroco del lugar certificara que el sudario provenía de una fábrica
nacional.
«Todos los fenómenos destructores suscitados por la libre concurrencia en
el interior de un país –advirtió Marx- se reproducen en proporciones más
gigantescas en el mercado mundial» . El ingreso de América Latina en la
órbita británica, de la que sólo saldría para incorporarse a la órbita norteamericana,
se dio en el marco de este cuadro general, y en él se consolidó la dependencia
de los independientes países nuevos. La libre circulación de mercadería
y la transferencia de capitales tuvieron consecuencias dramáticas.
En México, Vicente Guerrero llegó al poder, en 1829, «a hombros de la desesperación
artesana, insuflada por el gran demagogo Lorenzo Zavala, que arrojó sobre
las tiendas repletas de mercancías inglesas del Parián a una turba hambrienta
y desesperada». Poco duró Guerrero en el poder, y cayó en medio de la indiferencia
de los trabajadores, porque no quiso o no pudo poner un dique a la importación
de las mercancías europeas «por cuya abundancia –dice Chávez Orozco- gemían
en el desempleo las masas artesanas de las ciudades que antes de la independencia,
sobre todo en los períodos bélicos de Europa, vivían con cierta holgura».
La industria mexicana había carecido de capitales, mano de obra suficiente
y técnicas modernas; no había tenido una organización adecuada, ni vías
de comunicación y medios de transporte para llegar a los mercados y a las
fuentes de abastecimiento. «Lo único que probablemente le sobró – dice Alfonso
Aguilar- fueron interferencias, restricciones, y trabas de todo orden».
Pese a ello, como observara Humboldt, la industria había despertado en los
momentos de estancamiento del comercio exterior, cuando se interrumpían
o se dificultaban las comunicaciones marítimas, y había empezado a fabricar
acero y a hacer uso del hierro y el mercurio. El liberalismo que la independencia
trajo consigo agregaba perlas a la corona británica y paralizaba los obrajes
textiles y metalúrgicos de México, Puebla y Guadalajara.
Lucas Alamán, un político conservador de gran capacidad, advirtió a tiempo
que las ideas de Adam Smith contenían veneno para la economía nacional y
propició, como ministro la creación de un banco estatal, el Banco de Avío,
con el fin de impulsar la industrialización. Un impuesto a los tejidos extranjeros
de algodón proporcionaría al país los recursos para comprar en el exterior
las maquinarias y los medios técnicos que México necesitaba para abastecerse
con tejidos de algodón de fabricación propia. El país disponía de materia
prima, contaba con energía hidráulica más barata que el carbón y pudo formar
buenos operarios rápidamente. El banco nació en 1830, y poco después llegaron,
desde las mejores fábricas europeas, las maquinarias más modernas para hilar
y tejer algodón; además, el estado contrató expertos extranjeros en la técnica
textil. En 1844, las grandes plantas de Puebla produjeron un millón cuatrocientos
mil cortes de manta gruesa. La nueva capacidad industrial del país desbordaba
la demanda interna: el mercado de consumo del «reino de la desigualdad»,
formado en su gran mayoría por indios hambrientos, no podía sostener la
continuidad de aquel desarrollo fabril vertiginoso. . contra esta muralla
chocaba el esfuerzo por romper la estructura heredada de la colonia. A tal
punto se había modernizado, sin embargo, la industria, que las plantas textiles
norteamericanas contaban en promedio con menos husos que las plantas mexicanas
hacia 1840. Diez años después, la proporción se había invertido con creces.
La inestabilidad política, las presiones de los comerciantes ingleses y
franceses y sus poderosos socios internos, y las mezquinas dimensiones del
mercado interno, de antemano estrangulado por la economía minera y latifundista,
dieron por tierra con el experimento exitoso. Antes de 1850, ya se había
suspendido el progreso de la industria textil mexicana. Los creadores del
Banco de Avío habían ampliado su radio de acción y, cuando se extinguió,
los créditos abarcaban también las tejedurías de lana, las fábricas de alfombras
y producción de hierro y de papel.
Esteban de Antuñano sostenía, incluso, la necesidad de que México creara
cuanto antes una industria nacional de maquinarias, «para contrarrestar
el egoísmo europeo». El mayor mérito del ciclo industrializador de Alamán
y Antuñano reside en que ambos restablecían la identidad «entre la independencia
política y la independencia económica, y en el hecho de preconizar, como
único camino de defensa, en contra de los pueblos poderosos y agresivos,
un enérgico impulso a la economía industrial». El propio Alamán se hizo
industrial, creó la mayor fábrica textil mexicana de aquel tiempo (se llamaba
Cocolapan; todavía hoy existe) y organizó a los industriales como grupo
de presión ante los sucesivos gobiernos librecambistas . Pero Alamán, conservador
y católico, no llegó a plantear la cuestión agraria, porque él mismo se
sentía ideológicamente ligado al viejo orden, y no advirtió que el desarrollo
industrial estaba de antemano condenado a quedar en el aire, sin base de
sustentación, en aquel país de latifundios infinitos y miseria generalizada.
LAS LANZAS MONTONERAS Y EL ODIO QUE SOBREVIVIÓ A JUAN MANUEL DE ROSAS
Proteccionismo contra librecambio, el país contra el puerto: ésta fue la
pugna que ardió en el trasfondo de las guerras civiles argentinas durante
el siglo pasado. Buenos Aires, que en el siglo XVII no había sido más que
una gran aldea de cuatrocientas casas, se apoderó de la nación entera a
partir de la revolución de mayo y la independencia. Era el puerto único,
y por sus horcas caudinas debían pasar todos los productos que entraban
y salían del país. Las deformaciones que la hegemonía porteña impuso a la
nación se advierten claramente en nuestros días: la capital abarca, con
sus suburbios, más de la tercera parte de la población argentina total,
y ejerce sobre las provincias diversas formas de proxenetismo. En aquella
época, detentaba el monopolio de la renta aduanera, de los bancos y de la
emisión de moneda, y prosperaba, vertiginosamente a costa de las provincias
interiores.
La casi totalidad de los ingresos de Buenos Aires provenía de la aduana
nacional, que el puerto usurpaba en provecho propio, y más de la mitad se
destinaba a los gastos de guerra contra las provincias, que de este modo
pagaban para ser aniquiladas.
Desde la Sala de Comercio de Buenos Aires, fundada en 1810, los ingleses
tendían sus telescopios: para vigilar el tránsito de los buques, y abastecían
a los porteños con paños finos, flores artificiales, encajes, paraguas,
botones y chocolates, mientras la inundación de los ponchos y los estribos
de fabricación inglesa hacía sus estragos país adentro. Para medir la importancia
que el mercado mundial atribuía por entonces a los cueros rioplatenses,
es preciso trasladarse a una época en la que los plásticos y los revestimientos
sintéticos no existían ni siquiera como sospecha en la cabeza de los químicos.
Ningún escenario más propicio que la fértil llanura del litoral para la
producción ganadera en gran escala. En 1816, se descubrió un nuevo sistema
que permitía conservar indefinidamente los cueros por medio de un tratamiento
de arsénico; prosperaban y se multiplicaban, además, los saladeros de carne.
Brasil, las Antillas y África abrían sus mercados a la importación de tasajo,
y a medida que la carne salada, cortada en lonjas secas, iba ganando consumidores
extranjeros, los consumidores argentinos notaban el cambio. Se crearon impuestos
al consumo interno de carne, a la para que se desgravaban las exportaciones;
en pocos años el precio de los novillos se multiplicó por tres y las estancias
valorizaron sus precios. Los gauchos estaban acostumbrados a cazar libremente
novillos a ciclo abierto, en la pampa sin alambrados, para comer el lomo
y tirar el resto, con la sola obligación de entregar el cuero al dueño del
campo. Las cosas cambiaron.
La reorganización de la producción implicaba el sometimiento del gaucho
nómada a una nueva dependencia servil: un decreto de 1815 estableció que
todo hombre de campo que no tuviera propiedades sería reputado sirviente,
con la obligación de llevar papeleta visada por su patrón cada tres meses.
O era sirviente, o era vago, y a los vagos se los enganchaba, por la fuerza,
en los batallones de frontera. El criollo bravío, que había servido de carne
de cañón en los ejércitos patriotas, quedaba convertido en paria, en peón
miserable o en milico de fortín. O se rebelaba, lanza en mano, alzándose
en el remolino de las montoneras . Este gaucho arisco, desposeído de todo
salvo la gloria y el coraje, nutrió las cargas de caballería que una y otra
vez desafiaron a los ejércitos de línea, bien armados, de Buenos Aires.
La aparición de la estancia capitalista, en la pampa húmeda del litoral,
ponía a todo d país al servicio de las exportaciones de cuero y carne y
marchaba de la mano con la dictadura del puerto librecambista de Buenos
Aires. El uruguayo José Artigas había sido, hasta la derrota y d exilio,
el más lúcido de los caudillos que encabezaron d combate de las masas criollas
contra los comerciantes y los terratenientes atados al mercado mundial,
pero muchos años después todavía Felipe Varela fue capaz de desatar una
gran rebelión en el norte argentino porque, como decía su proclama, “ser
provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos”. Su sublevación
encontró eco resonante en todo d interior mediterráneo. Fue el último montonero;
murió, tuberculoso y en la miseria, en 1870 . El defensor de la «Unión Americana»,
proyecto de resurrección de la Patria Grande despedazada, es todavía un
bandolero, como lo era Artigas hasta no hace mucho, para la historia argentina
que se enseña en las escuelas.
Felipe Vareta había nacido en un pueblito perdido entre las sierras de Catamarca
y había sido un dolorido testigo de la pobreza de su provincia arruinada
por el puerto soberbio y lejano. A fines de 1824, cuando Varela tema tres
años de edad, Catamarca no pudo pagar los gastos de los delegados que envió
al Congreso Constituyente que se reunió en Buenos Aires, y en la misma situación
estaban Misiones, Santiago del Estero y otras provincias. El diputado catamarqueño
Manuel Antonio Acevedo denunciaba el cambio ominoso que la competencia de
los productos extranjeros había provocado: Catamarca ha mirado hace algún
tiempo, y mira hoy, sin poderlo remediar, a su agricultura, con productos
inferiores a sus expensas; a su industria, sin un consumo capaz de alentar
a los que la fomentan y ejercen, y a su comercio casi en el último abandono».
El representante de la provincia de Corrientes, brigadier general Pedro
Ferré, resumía así, en 1830, las consecuencias posibles del proteccionismo
que él propugnaba: “Sí, sin
duda un corto número de hombres de fortuna padecerán, porque se privarán
de tomar en su mesa vinos y licores exquisitos...
Las clases menos acomodadas no hallarán mucha diferencia entre los vinos
y licores que actualmente beben, sino en el precio, y disminuirán el consumo,
lo que no creo sea muy perjudicial. No se pondrán nuestros paisanos ponchos
ingleses; no llevarán bolas y lazos hechos en Inglaterra; no vestiremos
ropa hecha en extranjería, y demás renglones que podemos proporcionar; pero,
en cambio, empezará a ser menos desgraciada la condición de pueblos enteros
de argentinos, y no nos perseguirá la idea de la espantosa miseria a que
hoy son condenados”.
Dando un paso importante hacia la reconstrucción de la unidad nacional desgarrada
por la guerra, el gobierno de Juan Manuel de Rosas dictó en 1835 una ley
de aduanas de signo acentuadamente proteccionista. La ley prohibía la importación
de manufacturas de hierro y hojalata, aperos de caballo, ponchos, ceñidores,
fajas de lana o algodón, jergones, productos de
granja, ruedas de carruajes, velas de sebo y peines, y gravaba con fuertes
derechos la introducción de coches, zapatos, cordones, ropas, monturas,
frutas secas y bebidas alcohólicas. No se cobraba impuesto a la carne transportada
en barcos de bandera argentina, y se impulsaba la talabartería nacional
y d cultivo de tabaco. Los efectos se hicieron notar sin demora. Hasta la
batalla de Caseros, que derribó a Rosas en 1852, navegaban por los ríos
las goletas y los barcos construidos en los astilleros de Corrientes y Santa
Fe, había en Buenos Aires más de cien fábricas prósperas y todos los viajeros
coincidían en señalar la excelencia de los tejidos y zapatos elaborados
en Córdoba y Tucumán, los cigarrillos y las artesanías de Salta, los vinos
y aguardientes de Mendoza y San Juan. La ebanistería tucumana exportaba
a Chile, Bolivia y Perú.
Diez años después de la aprobación de la ley, los buques de guerra de Inglaterra
y Francia rompieron a cañonazos las cadenas extendidas a través del Paraná,
para abrir la navegación de los ríos interiores argentinos que Rosal mantenía
cerrados a cal y canto. A la invasión sucedió el bloqueo. Diez memoriales
de los centros industriales de Yorkshire, Liverpool, Manchester, Leeds,
Halifax y Bradford, suscritos por mil quinientos banqueros, comerciantes
e industriales, habían urgido al gobierno inglés a tomar medidas contra
las restricciones impuestas al comercio en el Plata. El bloqueo puso de
manifiesto, pese a los progresos alumbrados por la ley de aduanas, las limitaciones
de la industria nacional, que no estaba capacitada para satisfacer la demanda
interna. En realidad, desde 1841 d proteccionismo venía languideciendo,
en lugar de acentuarse; Rosas expresaba como nadie los intereses de los
estancieros saladeristas de la provincia de Buenos Aires, y no existía,
ni nació, una burguesía industrial capaz de impulsar el desarrollo de un
capitalismo nacional auténtico y pujante: la gran estancia ocupaba el centro
de la vida económica del país, y ninguna política industrial podía emprenderse
con independencia y vigor sin abatir la omnipotencia del latifundio exportador.
Rosas permaneció siempre, en el fondo, fiel a su clase. «El hombre más de
a caballo de toda la provincia.~, guitarrero y bailarín, gran domador, que
se orientaba en las noches de tormenta y sin estrellas masticando unas hebras
de pasto pata identificar el rumbo, era un gran estanciero productor de
carne seca y cueros, y los terratenientes lo habían convertido en su jefe.
La leyenda negra que luego se urdió para difamarlo no puede ocultar el carácter
nacional y popular de muchas de sus medidas de gobierno , pero la contradicción
de clases explica la ausencia de una política industrial dinámica y sostenida,
más allá de la cirugía aduanera, en el gobierno del caudillo de los ganaderos.
Esa ausencia no puede atribuirse a la inestabilidad y las penurias implícitas
en las guerras nacionales y el bloqueo extranjero, porque al fin y al cabo
había sido en medio del torbellino de una revolución acosada como José Artigas
había articulado, veinte años antes, sus normas industrialistas e integradoras
con una reforma agraria en profundidad. Vivian Trías ha comparado, en un
libro fecundo, el proteccionismo de Rosas con el ciclo de medidas que Artigas
irradió desde la Banda oriental, entre 1813 y 1815, para conquistar la verdadera
independencia del virreinato rioplatense. Rosas no prohibió a los mercaderes
extranjeros ejercer el comercio en el mercado interno, ni devolvió al país
las rentas de la aduana que Buenos Aires continuó usurpando, ni terminó
con la dictadura del puerto único. En cambio, la nacionalización del comercio
interior y la quiebra del monopolio portuario y aduanero de Buenos Aires
habían sido capítulos fundamentales, como la cuestión agraria, de la política
artiguista. Artigas había querido la libre navegación de los nos interiores,
pero Rosas nunca abrió a las provincias esta llave de acceso al comercio
de ultramar. Rosas también permaneció fiel, en el fondo, a su provincia
privilegiada. Pese a todas estas limitaciones, el nacionalismo y el populismo
del «gaucho de ojos azules» continúan generando odio en las clases dominantes
argentinas. Rosas sigue siendo «reo de lesa patria», de acuerdo con una
ley de 1857 todavía vigente, y el país se niega todavía a abrir una sepultura
nacional para sus huesos enterrados en Europa. Su imagen oficial es la imagen
de un asesino.
Superada la herejía de Rosas, la oligarquía se reencontró con su destino.
En 1858, el presidente de la comisión directiva de la exposición rural declaraba
inaugurada la muestra con estas palabras: «Nosotros, en la infancia aún,
contentémonos con la humilde idea de enviar a aquellos bazares europeos
nuestros productos y materias primas, para que nos los devuelvan transformados
por medio de los poderosos agentes de que disponen. Materias primas es lo
que Europa pide, para cambiarlas en ricos artefactos ».
El ilustre Domingo Faustino Sarmiento y otros escritores liberales vieron
en la montonera campesina no más que el símbolo de la barbarie, d atraso
y la ignorancia, el anacronismo de las campañas pastoriles frente a la civilización
que la ciudad encarnaba: el poncho y el chiripá contra la levita; la lanza
y el cuchillo contra la tropa de línea; el analfabetismo contra la escuela.
En 1861, Sarmiento escribía a Mitre: “No trate de economizar sangre de gauchos,
es lo único que tienen de humano. Este es un abono que es preciso hacer
útil al País”. Tanto desprecio y tanto odio revelaban una negación de la
propia patria, que tenía, claro está, también una expresión de política
económica: “No somos ni industriales ni navegantes -afirmaba Sarmiento-,
y la Europa nos proveerá por largos siglos de sus artefactos en cambio de
nuestras materias primas”. El presidente Bartolomé Mitre llevó adelante,
a partir de 1862, una guerra de exterminio contra las provincias y sus últimos
caudillos.
Sarmiento fue designado director de la guerra y las tropas marcharon al
norte a matar gauchos, “animales bípedos de tan perversa condición”. En
La Rioja, el Chacha Peñaloza, general de los llanos, que extendía su influencia
sobre Mendoza y San Juan, era uno de los últimos reductos de la rebelión
contra el puerto, y Buenos Aires considero que había llegado el momento
de terminar con él. Le cortaron la cabeza y la clavaron, en exhibición,
en el centro de la Plaza de Olta. El ferrocarril y los caminos culminaron
la ruina de La Rioja, que había comenzado con la revolución de 1810: el
librecambio había provocado la crisis de sus artesanías y había acentuado
la crónica pobreza de la región. En el siglo xx, los campesinos riojanos
huyen de sus aldeas en las montañas o en los llanos, y bajan hacia Buenos
Aires a ofrecer sus brazos: sólo llegan, como los campesinos humildes de
otras provincias, hasta las puertas de la ciudad.
En los suburbios encuentran sitio junto a otros setecientos mil habitantes
de las villas miserias y se las arreglan, mal que bien, con las migas que
les arroja el banquete de la gran capital. ¿Nota usted cambios en los que
se han ido y vuelven de visita? preguntaron los sociólogos a los ciento
cincuenta sobrevivientes de una aldea riojana, hace pocos años. Con envidia
advertían, los que se habían quedado, que Buenos Aires había mejorado d
traje, los modales y la manera de hablar de los emigrados. Algunos los encontraban,
incluso, «más blancos».
LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA CONTRA EL PARAGUAY ANIQUILÓ LA ÚNICA EXPERIENCIA
EXITOSA DE DESARROLLO INDEPENDIENTE
El hombre viajaba a mi lado, silencioso. Su perfil, nariz afilada, altos
pómulos, se recortaba contra la fuerte luz del mediodía. Íbamos rumbo a
Asunción, desde la frontera del sur, en un ómnibus para veinte personas
que contenía, no sé cómo, cincuenta. Al cabo de unas horas, hicimos un alto.
Nos sentamos en un patio abierto, a la sombra de un árbol de hojas carnosas.
A nuestros ojos, se abría el brillo enceguecedor de la vasta, despoblada,
intacta tierra roja: de horizonte a horizonte, nada perturba la transparencia
del aire en Paraguay. Fumamos.
Mi compañero, campesino de habla guaraní, enhebró algunas palabras tristes
en castellano. «Los paraguayos somos pobres y pocos», me dijo. Me explicó
que había bajado a Encarnación a buscar trabajo pero no había encontrado.
Apenas si había podido reunir unos pesos para el pasaje de vuelta. Años
atrás de muchacho, había tentado fortuna en Buenos Aires y en el sur de
Brasil. Ahora venia la cosecha del algodón y muchos braceros paraguayos
marchaban, como todos los años, rumbo a tierras argentinas. “Pero yo ya
tengo sesenta y tres años. Mi corazón ya no soporta las demasiadas gentes”.
Suman medio millón los paraguayos que han abandonado la patria, definitivamente,
en los últimos veinte años. La miseria empuja al éxodo a los habites del
país que era, hasta hace un siglo, el más avanzado de América del Sur. Paraguay
tiene ahora una población que apenas duplica a la que por entonces tenía
y es, con Bolivia, uno de los dos países sudamericanos más pobres y atrasados.
Los paraguayos sufren la herencia de una guerra de exterminio que se incorporó
a la historia de América Latina como su capítulo más infame. Se llamó la
Guerra de la Triple Alianza. Brasil, Argentina y Uruguay tuvieron a su cargo
el genocidio. No dejaron piedra sobre piedra ni habitantes varones entre
los escombros. Aunque Inglaterra no participó directamente en la horrorosa
hazaña, fueron sus mercaderes, sus banqueros y sus industriales quienes
resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La invasión fue financiada,
de principio a fin, por el Banco de Londres, la Casa Baring Brothersy la
banca Rothschild, en empréstitos con intereses leoninos que hipotecaron
la suerte de los países vencedores.
Hasta su destrucción, Paraguay se erguía como una excepción en América Latina:
la única nación que el capital extranjero no había deformado. El largo gobierno
de mano de hierro del dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840) había
incubado, en la matriz del aislamiento, un desarrollo económico autónomo
y sostenido. El Estado, omnipotente, paternalista, ocupaba d lugar de una
burguesía nacional que no existía, en la tarea de organizar la nación y
orientar sus recursos y su destino. Francia se había apoyado en las masas
campesinas para aplastar la oligarquía paraguaya y había conquistado la
paz interior tendiendo un estricto cordón sanitario frente a los restantes
países del antiguo virreinato del no de la Plata. Las expropiaciones, los
destierros, las prisiones, las persecuciones y las multas no habían servido
de instrumentos para la consolidación del dominio interno de los terratenientes
y los comerciantes sino que, por el contrario, habían sido utilizados para
su destrucción. No existían, ni nacerían más tarde, las libertades políticas
y el derecho de oposición, pero en aquella etapa histórica sólo los nostálgicos
de los privilegios perdidos sufrían la falta de democracia. No había grandes
fortunas privadas cuando Francia murió, y Paraguay era d único país de América
Latina que no tenía mendigos, hambrientos ni ladrones ; los viajeros de
la época encontraban allí un oasis de tranquilidad en medio de las demás
comarcas convulsionadas por las guerras continuas. El agente norteamericano
Hopkins informaba en 1845 a su gobierno que en Paraguay “no hay niño que
no sepa leer y escribir. ..”. Era también d único país que no vivía con
la mirada clavada al otro lado del mar. El comercio exterior no constituía
d eje de la vida nacional; la doctrina liberal, expresión ideológica de
la articulación mundial de los mercados, carecía de respuestas para los
desafíos que Paraguay, obligado a crecer hacia dentro por su aislamiento
mediterráneo, se estaba planteando desde principios de siglo. El exterminio,
de la oligarquía hizo posible la concentración de los resortes económicos
fundamentales en manos del Estado, para llevar adelante esta política autárquica
de desarrollo dentro de fronteras.
Los posteriores gobiernos de Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano
continuaron y vitalizaron la tarea. La economía estaba en pleno crecimiento.
Cuando los invasores aparecieron en el horizonte, en 1865, Paraguay contaba
con una línea de telégrafos, un ferrocarril y una buena cantidad de fábricas
de materiales de construcción, tejidos, lienzos, ponchos, papel y tinta,
loza y pólvora.
Doscientos técnicos extranjeros, muy bien pagados por el Estado, prestaban
su colaboración decisiva. Desde 1850, la fundición de Ibycui fabricaba cañones,
morteros y balas de todos los calibres; en el arsenal de Asunción se producían
cañones de bronce, obuses y balas. La siderurgia nacional, como todas las
demás actividades económicas esenciales, estaba en manos del Estado. El
país contaba con una flota mercante nacional, y habían sido construidos
en el astillero de Asunción varios de los buques que ostentaban el pabellón
paraguayo a lo largo del Paraná o a través del Atlántico y el Mediterráneo.
El Estado virtualmente monopolizaba el comercio exterior: la yerba y el
tabaco abastecían el consumo del sur del continente; las maderas valiosas
se exportaban a Europa. La balanza comercial arrojaba un fuerte superávit.
Paraguay tenía una moneda fuerte y estable, y disponía de suficiente riqueza
para realizar enormes inversiones públicas sin recurrir al capital extranjero.
El país no debía ni un centavo al exterior, pese a lo cual estaba en condiciones
de mantener el mejor ejército de América del Sur, contratar técnicos ingleses
que se ponían al servicio del país en lugar de poner al país a su servicio,
y enviar a Europa a unos cuantos jóvenes universitarios paraguayos para
perfeccionar sus estudios. El excedente económico generado por la producción
agrícola no se derrochaba en el lujo estéril de una oligarquía inexistente,
ni iba a parar a los bolsillos de los intermediarios, ni a las manos brujas
de los prestamistas, ni al rubro ganancias que el Imperio británico nutría
con los servicios de fletes y seguros. La esponja imperialista no absorbía
la riqueza que el país producía.
El 98 por ciento del territorio paraguayo era de propiedad pública: el Estado
cedía a los campesinos la explotación de las parcelas a cambio de la obligación
de poblarlas y cultivadas en forma permanente y sin el derecho de venderlas.
Había, además; sesenta y cuatro estancias de la patria, haciendas que el
Estado administraba directamente. Las obras de riego, represas y canales,
y los nuevos puentes y caminos contribuían en grado importante a la elevación
de la productividad agrícola. Se rescató la tradición indígena de las dos
cosechas anuales, que había sido abandonada por los conquistadores. El aliento
vivo de las tradiciones jesuitas facilitaba, sin duda, todo este proceso
creador .
El Estado paraguayo practicaba un celoso proteccionismo, muy reforzado en
1864, sobre la industria nacional y el mercado interno; los ríos interiores
no estaban abiertos a las naves británicas que bombardeaban con manufacturas
de Manchester y de Liverpool a todo el resto de América Latina. El comercio
inglés no disimulaba su inquietud, no sólo porque resultaba invulnerable
aquel último foco de resistencia nacional en el corazón del continente,
sino también, y sobre todo, por la fuerza de ejemplo que la experiencia
paraguaya irradiaba peligrosamente hacia los vecinos. El país más progresista
de América Latina construiría su futuro sin inversiones extranjeras, sin
empréstitos de la banca inglesa y sin las bendiciones del comercio libre.
Pero a medida que Paraguay iba avanzando en este proceso, se hacía más aguda
su necesidad de romper la reclusión. El desarrollo industrial requería contactos
más intensos y directos con el mercado internacional y las fuentes de la
técnica avanzada. Paraguay estaba objetivamente bloqueado entre Argentina
y Brasil, y ambos países podían negar d oxígeno a sus pulmones cerrándole,
como lo hicieron Rivadavia y Rosas, las bocas de los ríos, o fijando impuestos
arbitrarios al tránsito de sus mercancías.
Para sus vecinos, por otra parte, era una imprescindible condición, a los
fines de la consolidación del estado oligárquico, terminar con el escándalo
de aquel país que se bastaba a sí mismo y no quería arrodillarse ante los
mercaderes británicos.
El ministro inglés en Buenos Aires, Edward Thornton, participó considerablemente
en los preparativos de la guerra. En vísperas del estallido, tomaba parte,
como asesor del gobierno, en las reuniones del gabinete argentino, sentándose
aliado del presidente Bartolomé Mitre. Ante su atenta mirada se urdió la
trama de provocaciones y de engaños que culminó con el acuerdo argentino-brasileño
y selló la suerte de Paraguay. Venancio Flores invadió Uruguay, en ancas
de la intervención de los dos grandes vecinos, y estableció en Montevideo,
después de la matanza de Paysandú, su gobierno adicto a Río de Janeiro y
Buenos Aires. La Triple Alianza estaba en funcionamiento.
El presidente paraguayo Solano López había amenazado con la guerra si asaltaban
Uruguay: sabía que así se estaba cerrando la tenaza de hierro en torno a
la garganta de su país acorralado por la geografía y los enemigos. El historiador
liberal Efraím Cardozo no tiene inconveniente en sostener, sin embargo,
que López se plantó frente a Brasil simplemente porque estaba ofendido:
el emperador le había negado la mano de una de sus hijas. La guerra había
nacido. Pero era obra de Mercurio, no de Cupido.
La prensa de Buenos Aires llamaba “Atila de América” al presidente paraguayo
López: “Hay que matarlo como a un reptil”, clamaban los editoriales. En
septiembre de 1864, Thornton envió a Londres un extenso informe confidencial,
fechado en Asunción. Describía a Paraguay como Dante al infierno, pero ponía
el acento donde correspondía: «Los derechos de importación sobre casi todos
los artículos son del 20 o 25 por ciento ad valorem; pero como este valor
se calcula sobre el precio corriente de los artículos, el derecho que se
paga alcanza frecuentemente del 40 al 45 por ciento del precio de factura.
Los derechos de exportación son del 10 al 20 por ciento sobre el valor...»
En abril de 1865, el Standard, diario inglés de Buenos Aires, celebraba
ya la declaración de guerra de Argentina contra Paraguay, cuyo presidente
«ha infringido todos los usos de las naciones civilizadas”, y anunciaba
que la espada del presidente argentino Mitre «llevará en su victoriosa carrera,
además del peso de glorias pasadas, el impulso irresistible de la opinión
pública en una causa justa». El tratado con Brasil y Uruguay se firmó el
10 de mayo de 1865; sus términos draconianos fueron dados a la publicidad
un año más tarde, en el diario británico The Times, que lo obtuvo de los
banqueros acreedores de Argentina y Brasil. Los futuros vencedores se repartían
anticipadamente, en el tratado, los despojos del vencido: Argentina se aseguraba
todo el territorio de Misiones y el inmenso Chaco; Brasil devoraba una extensión
inmensa hacia el oeste de sus fronteras. A Uruguay, gobernado por un títere
de ambas potencias, no le tocaba nada. Mitre anunció que tomaría Asunción
en tres meses. Pero la guerra duró cinco años. Fue una carnicería, ejecutada
todo a lo largo de los fortines que defendían, tramo a tramo, el río Paraguay.
El «oprobioso tirano» Francisco Solano López encarnó heroicamente la voluntad
nacional de sobrevivir; el pueblo paraguayo, que no sufría la guerra desde
hacía medio siglo, se inmoló a su lado. Hombres, mujeres, niños y viejos:
todos se batieron como leones. Los prisioneros heridos se arrancaban las
vendas para que no los obligaran a pelear contra sus hermanos. En 1870,
López, a la cabeza de un ejército de espectros, ancianos y niños que se
ponían barbas postizas para impresionar desde lejos, se internó en la selva.
Las tropas invasoras asaltaron los escombros de Asunción con el cuchillo
entre los dientes; Cuando finalmente el presidente paraguayo fue asesinado
a bala y a lanza en la espesura del cerro Corá, alcanzó a decir: «Muero
con mi patria! », y era verdad. Paraguay moría con él. Antes, López había
hecho fusilar a su hermano y a un obispo, que con él marchaban en aquella
caravana de la muerte. Los invasores venían para redimir al pueblo paraguayo:
lo exterminaron. Paraguay terna, al comienzo de la guerra, poco menos población
que Argentina. Sólo doscientos cincuenta mil paraguayos, menos de la sexta
parte, sobrevivían en 1870. Era el triunfo de la civilización. Los vencedores,
arruinados por el altísimo costo del crimen, quedaban en manos de los banqueros
ingleses que habían financiado la aventura. El imperio esclavista de Pedro
II, cuyas tropas se nutrían de esclavos y presos, ganó, no obstante, territorios,
más de sesenta mil kilómetros cuadrados, y también mano de obra, porque
muchos prisioneros paraguayos marcharon a trabajar en los cafetales paulistas
con la marca de hierro de la esclavitud.
La Argentina del presidente Mitre, que había aplastado a sus propios caudillos
federales, se quedó con noventa y cuatro mil kilómetros cuadrados de tierra
paraguaya y otros frutos del botín, según el propio Mitre había anunciado
cuando escribió: “Los prisioneros y demás artículos de guerra nos los dividiremos
en la forma convenida”. Uruguay, donde ya los herederos de Artigas habían
sido muertos o derrotados y la oligarquía mandaba, participó de la guerra
como socio menor y sin recompensas. Algunos de los soldados uruguayos enviados
a la campaña del Paraguay habían subido a los buques con las manos atadas.
Los tres países sufrieron una bancarrota financiera que agudizó su dependencia
frente a Inglaterra. La matanza de Paraguay los signó para siempre .
Brasil había cumplido con la función que el Imperio británico le había adjudicado
desde los tiempos en que los ingleses trasladaron el trono portugués a Río
de Janeiro. A principios del siglo XIX, habían sido claras las instrucciones
de Canning al embajador, Lord Strangford: “Hacer del Brasil un emporio para
las manufacturas británicas destinadas al consumo de toda la América del
Sur”. Poco antes de lanzarse a la guerra, el presidente de Argentina había
inaugurado una nueva línea de ferrocarriles británicos en su país, y había
pronunciado un inflamado discurso: “¿ Cuál es la fuerza que impulsa este
progreso? Señores: ¡es el capital inglés!”. Del Paraguay derrotado no sólo
desapareció la población: también las tarifas aduaneras, los hornos de fundición,
los ríos clausurados al libre comercio, la independencia económica y vastas
zonas de su territorio. Los vencedores implantaron, dentro de las fronteras
reducidas por el despojo, el librecambio y el latifundio. Todo fue saqueado
y todo fue vendido: las tierras y los bosques, las minas, los yerbales,
los edificios de las escuelas. Sucesivos gobiernos títeres serían instalados,
en Asunción, por las fuerzas extranjeras de ocupación. No bien terminó la
guerra, sobre las ruinas todavía humeantes de Paraguay cayó el primer empréstito
extranjero de su historia. Era británico, por supuesto. Su valor nominal
alcanzaba el millón de libras esterlinas, pero a Paraguay llegó bastante
menos de la mitad; en los años siguientes, las refinanciaciones elevaron
la deuda a más de tres millones. La Guerra del Opio había terminado, en
1842, cuando se firmó en Nanking el tratado de libre comercio que aseguró
a los comerciantes británicos el derecho de introducir libremente la droga
en el territorio chino. También la libertad de comercio fue garantizada
por Paraguay después de la derrota. Se abandonaron los cultivos de algodón,
y Manchester arruinó la producción textil; la industria nacional no resucitó
nunca.
El Partido Colorado, que hoy gobierna a Paraguay, especula alegremente con
la memoria de los héroes, pero ostenta al pie de su acta de fundación la
firma de veintidós traidores al mariscal Solano López, «legionarios» al
servicio de las tropas brasileñas de ocupación. El dictador Alfredo Stroessner,
que ha convertido al Paraguay en un gran campo de concentración desde hace
quince años, hizo su especialización militar en Brasil, y los generales
brasileños lo devolvieron a su país con altas calificaciones y encendidos
elogios: «Es digno de gran futuro...» Durante su reinado, Stroessner desplazó
a los intereses anglo argentinos dominantes en Paraguay durante las Última
décadas, en beneficio de Brasil y sus dueños norteamericanos. Desde 1870,
Brasil y Argentina, que liberaron a Paraguay para comérselo a dos bocas,
se alternan en el usufructo de los despojos del país derrotado, pero sufren,
a su vez, d imperialismo de logran potencia de turno. Paraguay padece, al
mismo tiempo, el imperialismo y el subimperialismo. Antes el Imperio británico
constituía d eslabón mayor de la cadena de las dependencias sucesivas. Actualmente,
los Estados Unidos, que no ignoran la importancia geopolítica de este país
enclavado en d centro de América del Sur, mantienen en suelo paraguayo asesores
innumerables que adiestran y orientan a las fuerzas armadas, cocinan los
planes económicos, reestructuran la universidad a su antojo, inventan un
nuevo esquema político democrático para d país y retribuyen con préstamos
onerosos los buenos servicios del régimen .
Pero Paraguay es también colonia de colonias. Utilizando la reforma agraria
como pretexto, el gobierno de Stroessner derogó, haciéndose e l distraído,
la disposición legal que prohibía la venta a extranjeros de tierras en zonas
de frontera seca, y hoy hasta los territorios fiscales han caído en manos
de los latifundistas brasileños del café. La onda invasora atraviesa el
no Paraná con la complicidad del presidente, asociado a los terratenientes
que hablan portugués. Llegué a la movediza frontera del nordeste de Paraguay
con billetes que tenían estampado el rostro del vencido mariscal Solano
López, pero allí encontré que sólo tienen valor los que lucen la efigie
del victorioso emperador Pedro II. El resultado de la Guerra de la Triple
Alianza cobra, transcurrido un siglo, ardiente actualidad. Los guardas brasileños
exigen pasaporte a los ciudadanos paraguayos para circular por su propio
país; son brasileñas las banderas y las iglesias. La piratería de tierra
abarca también los saltos del Guayrá, la mayor fuente potencial de energía
en toda América Latina, que hoy se llaman, en portugués, Sete Quedas, y
la zona del Itaipú, donde Brasil construirá la mayor central hidroeléctrica
del mundo.
El subimperialismo o imperialismo de segundo grado, se expresa de mil maneras.
Cuando el presidente Johnson decidió sumergir en sangre a los dominicanos,
en 1965, Stroessner envió soldados paraguayos a Santo Domingo, para que
colaboraran en la faena. El batallón se llamó, broma siniestra, «Mariscal
Solano López». Los paraguayos actuaron a las órdenes de un general brasileño,
porque fue Brasil quien recibió los honores de la traición: el general Panasco
Alvim encabezó las tropas latinoamericanas cómplices en la matanza. De la
misma manera, podrían citarse otros ejemplos. Paraguay otorgó a Brasil una
concesión petrolera en su territorio, pero el negocio de la distribución
de combustibles y la petroquímica están, en Brasil, en manos norteamericanas.
La Misión Cultural Brasileña es dueña de la Facultad de Filosofía y Pedagogía
de la universidad paraguaya, pero los norteamericanos manejan ahora a las
universidades de Brasil. El estado mayor del ejército paraguayo no sólo
recibe la asesoría de los técnicos del Pentágono, sino también de generales
brasileños que a su vez responden al Pentágono como el eco a la voz. Por
la vía abierta del contrabando, los productos industriales de Brasil invaden
el mercado paraguayo, pero muchas de las fábricas que los producen en Sao
Paulo son, desde la avalancha desnacionalizadora de estos últimos años,
propiedad de las corporaciones multinacionales.
Stroessner se considera heredero de los López. El Paraguay de hace un siglo
¿puede ser impunemente cotejado con el Paraguay de ahora, emporio del contrabando
en la cuenca del Plata y reino de la corrupción institucionalizada? En un
acto político donde el partido de gobierno reivindicaba a la vez, entre
vítores y aplausos, a uno y otro Paraguay, un muchachito vendía, bandeja
al pecho, cigarrillos de contrabando: la fervorosa concurrencia pitaba nerviosamente
Kent, Marlboro, Camel y Benson & Hedges. En Asunción, la escasa clase media
bebe whisky Ballantine's en vez de tomar caña paraguaya. Uno descubre los
últimos modelos de los más lujosos automóviles fabricados en Estados Unidos
o Europa, traídos al país de contrabando o previo pago de menguados impuestos,
al mismo tiempo que se ven, por las calles, carros tirados por bueyes que
acarrean lentamente los frutos al mercado: la tierra se trabaja con arados
de madera y los taxímetros son Impalas. Stroessner dice que el contrabando
es «el precio de la paz»: los generales se llenan los bolsillos y no conspiran.
La industria, por supuesto, agoniza antes de crecer. El Estado ni siquiera
cumple con el decreto que manda preferir los productos de las fábricas nacionales
en las adquisiciones públicas. Los únicos triunfos que el gobierno exhibe,
orgulloso, en la materia, son las plantas de Coca Cola, Crush y Pepsi Cola,
instaladas desde fines de 1966 como contribución norteamericana al progreso
del pueblo paraguayo. El Estado manifiesta que sólo intervendrá directamente
en la creación de empresas «cuando el sector privado no demuestre interés,
y el Banco Central comunica al Fondo Monetario Internacional que «ha decidido
implantar un régimen de mercado libre de cambios y abolir las restricciones
al comercio y a las transacciones en divisas»; un folleto editado por el
Ministerio de Industria y Comercio advierte a los inversores que el país
otorga “concesiones especiales para el capital extranjero” Se exime a las
empresas extranjeras del pago de impuestos y de derechos aduaneros, «para
crear un clima propicio para las inversiones». Un año después de instalarse
en Asunción, el National City Bank de Nueva York recupera íntegramente el
capital invertido. La banca extranjera, dueña del ahorro interno, proporciona
a Paraguay créditos externos que acentúan su deformación económica e hipotecan
aún más su soberanía.
En el campo, el uno y medio por ciento de los propietarios dispone del noventa
por ciento de las tierras explotadas, y se cultiva menos del dos por ciento
de la superficie total del país. El plan oficial de colonización en el triángulo
de Caaguazú ofrece a los campesinos hambrientos más tumbas que prosperidades
.
La Triple Alianza sigue siendo todo un éxito.
Los hornos de la fundición de Ibycuí, donde se forjaron los cañones que
defendieron a la patria invadida, se erguían en un paraje que ahora se llama
«Mina-cué» -que en guaraní significa “Fue mina”.
Allí, entre pantanos y mosquitos, junto a los restos de un muro derruido,
yace todavía la base de la chimenea que los invasores volaron, hace un siglo,
con dinamita, y pueden verse los pedazos de hierro podrido de las instalaciones
deshechas. Viven, en la zona, unos pocos campesinos en harapos, que ni siquiera
saben cuál fue la guerra que destruyó todo eso. Sin embargo, ellos dicen
que en ciertas noches se escuchan, allí, voces de máquinas y truenos de
martillos, estampidos de cañones y alaridos de soldados.
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