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LOS EMPRÉSTITOS Y LOS FERROCARRILES EN LA
DEFORMACIÓN ECONÓMICA DE AMÉRICA LATINA
El vizconde Chateaubriand, ministro de asuntos
extranjeros de Francia bajo el reinado de Luis XVIII, escribía con despecho
y, presumiblemente, con buena base de información: «En el momento de la
emancipación, las colonias españolas se volvieron una especie de colonias
inglesas». Citaba algunos números. Decía que entre 1822 y 1826 Inglaterra
había proporcionado diez empréstitos a las colonias españolas liberadas,
por un valor nominal de cerca de veintiún millones de libras esterlinas,
pero que, una vez deducidos los intereses y las comisiones de los intermediarios,
el desembolso real que había llegado a tierras de América apenas alcanzaba
los siete millones. Al mismo tiempo, se habían creado en Londres más de
cuarenta sociedades anónimas para explotar los recursos naturales -minas,
agricultura- de América Latina y para instalar empresas de servicios públicos.
Los bancos brotaban como hongos en suelo británico: en un solo año, 1836,
se fundaron cuarenta y ocho. Aparecieron los ferrocarriles ingleses en Panamá,
hacia la mitad del siglo, y la primera línea de tranvías fue inaugurada
en 1868 por una empresa británica en la ciudad brasileña de Recife, mientras
la banca de Inglaterra financiaba directamente a las tesorerías de los gobiernos
SI. Los bonos públicos latinoamericanos circulaban activamente, con sus
crisis y sus auges, en el mercado financiero inglés. Los servicios públicos
estaban en manos británicas; los nuevos estados nacían desbordados por los
gastos militares y debían hacer frente, además, al déficit de los pagos
externos. El comercio libre implicaba un frenético aumento de las importaciones,
sobre todo de las importaciones de lujo, y para que una minoría pudiera
vivir a la moda los gobiernos contraían empréstitos que a su vez generaban
la necesidad de nuevos empréstitos: los países hipotecaban de antemano su
destino, enajenaban la libertad económica y la soberanía política. El mismo
proceso se daba -y se sigue dando en nuestros días, aunque ahora los acreedores
son otros y otros los mecanismos- en toda América Latina, con la excepción,
aniquilada, de Paraguay. El financiamiento externo se hacía, como la morfina,
imprescindible. Se abrían agujeros para tapar agujeros. El deterioro de
los términos comerciales del intercambio no es tampoco un fenómeno exclusivo
de nuestros días: según Celso Furtado , los precios de las exportaciones
brasileñas entre 1821 y 1830 y entre 1841 y 1850 bajaron casi a la mitad,
mientras los precios de las importaciones extranjeras permanecían estables:
las vulnerables economías latinoamericanas compensaban la caída con empréstitos.
«Las finanzas de estos jóvenes estados –escribe Schnerb- no están saneadas...
Se hace preciso recurrir a la inflación, que produce la depreciación de
la moneda, y a los empréstitos onerosos.
La historia de estas repúblicas es, en cierto modo, la de sus obligaciones
económicas contraídas con el absorbente mundo de las finanzas europeas».
Las bancarrotas, las suspensiones de pagos y las refinanciaciones desesperadas
eran, en efecto, frecuentes. Las libras esterlinas se escurrían como el
agua por entre los dedos de la mano. Del empréstito de un millón de libras
concertado por el gobierno de Buenos Aires, en 1824, ante la casa Baring
Brothers, la Argentina recibió nada más que 570 mil, pero no en oro, como
rezaba el convenio, sino en papeles. El préstamo consistió en el envío de
órdenes de pago para los comerciantes ingleses radicados en Buenos Aires,
y ellos no disponían de oro para entregarlo al país porque su misión consistía,
justamente, en enviar a Londres cuanto metal precioso le pasara cerca de
los ojos. Se cobraron, pues, letras, pero hubo que pagar, eso si, oro reluciente:
casi a principios de nuestro siglo, Argentina canceló esta deuda, que se
había hinchado, a lo largo de las sucesivas refinanciaciones, hasta los
cuatro millones de libras. La provincia de Buenos Aires había quedado hipotecada
en su totalidad -todas sus rentas, todas sus tierras públicas-- en garantía
del pago. Decía el ministro de Hacienda, en la época en que se contrató
el empréstito: «No estamos en circunstancias de tomar medidas contra el
comercio extranjero, particularmente inglés, porque hallándonos empeñados
en grandes deudas con aquella nación, nos exponemos a un rompimiento que
causaría grandes males... » La utilización de la deuda como un instrumento
de chantaje no es, como se ve, una invención norteamericana reciente.
Las operaciones agiotistas encarcelaban a los países libres. A mediados
del siglo XIX, el servicio de la deuda externa absorbía ya casi el cuarenta
por ciento del presupuesto de Brasil, y el panorama resultaba semejante
por todas partes. Los ferrocarriles también formaban parte decisiva de la
jaula de hierro de la dependencia: extendieron la influencia imperialista,
ya en plena época del capitalismo de los monopolios, hasta las retaguardias
de las economías coloniales.
Muchos de los empréstitos se destinaban a financiar ferrocarriles para facilitar
el embarque al exterior de los minerales y los alimentos. Las vías férreas
no constituían una red destinada a unir a las diversas regiones interiores
entre sí, sino que conectaban los centros de producción con los puertos.
El diseño coincide todavía con los dedos de una mano abierta: de esta manera,
los ferrocarriles, tantas veces saludados como adalides del progreso, impedían
la formación y el desarrollo del mercado interno. También lo hacían de otras
maneras, sobre todo por medio de una política de tarifas puesta al servicio
de la hegemonía británica. Los fletes de los productos elaborados en el
interior argentino resultaban, por ejemplo, mucho más caros que los fletes
de los productos enviados en bruto. Las tarifas ferroviarias se descargaban
como una maldición que hacía imposible fabricar cigarrillos en las comarcas
del tabaco, hilar y tejer en los centros laneros, o elaborar las maderas
en las zonas boscosas. El ferrocarril argentino desarrolló; es cierto, la
industria forestal en Santiago del Estero, pero con tales consecuencias
que un autor santiagueño llega a decir: «Ojalá Santiago no hubiera tenido
nunca un árbol». Los durmientes de las vías se hacían de madera y el carbón
vegetal servía de combustible; el obraje maderero, creado por el ferrocarril,
desintegró los núcleos rurales de población, destruyó la agricultura y la
ganadería al arrasar las pasturas y los bosques de abrigo, esclavizó en
la selva a varias generaciones de santiagueños y provocó la despoblación.
El éxodo en masa no ha cesado, y hoy Santiago del Estero es una de las provincias
más pobres de Argentina. La utilización del petróleo como combustible ferroviario
sumergió a la región en una honda crisis. No fueron capitales ingleses los
que tendieron las primeras vías en Argentina, Brasil, Chile, Guatemala,
México y Uruguay. Tampoco en Paraguay, como hemos visto, pero los ferrocarriles
construidos por el Estado paraguayo con el aporte de técnicos europeos por
él contratados pasaron a manos inglesas después de la derrota. Idéntico
destino tuvieron las vías férreas y los trenes de los demás países, sin
que se produjera el desembolso de un solo centavo de inversión nueva; por
añadidura, el Estado se preocupó de asegurar a las empresas, por contrato,
un nivel mínimo de ganancias, para evitarles posibles sorpresas desagradables.
Muchas décadas después, al término de la segunda guerra mundial, cuando
ya los ferrocarriles no rendían dividendos y habían caído en relativo desuso,
la administración pública los recuperó. Casi todos los estados compraron
a los ingleses los fierros viejos y nacionalizaron, así, las pérdidas de
las empresas. En la época del auge ferroviario, las empresas británicas
habían obtenido, a menudo, considerables concesiones de tierras a cada lado
de las vías, además de las propias líneas férreas y el derecho de construir
nuevos ramales.
Las tierras constituían un estupendo negocio adicional: el fabuloso regalo
otorgado en 1911 a la Brazil Railway determinó el incendio de innumerables
cabañas y la expulsión o la muerte de las familias campesinas asentadas
en el área de la concesión.
Este fue el gatillo que disparó la rebelión del Contestada, una de las más
intensas páginas de furia popular de toda la historia de Brasil.
PROTECCIONISMO y LIBRECAMBIO EN ESTADOS UNIDOS:
EL ÉXITO NO FUE LA OBRA DE UNA MANO INVISIBLE
En 1865, mientras la Triple Alianza anunciaba la próxima destrucción de
Paraguay, el general Ulises Grant celebraba, en Appomatox, la rendición
del general Robert Lee. La Guerra de Secesión concluía con la victoria de
los centros industriales del norte, proteccionistas a carta cabal, sobre
los plantadores librecambistas de algodón y tabaco en el sur. La guerra
que sellaría el destina colonial de América Latina nacía al mismo tiempo
que concluía la guerra que hizo posible la consolidación de los Estados
Unidos como potencial mundial. Convertido poco después en presidente de
los Estados Unidos, Grant afirmó: «Durante siglos Inglaterra ha confiado
en la protección, la ha llevado hasta sus extremos y ha obtenido de ello
resultados satisfactorios. No cabe duda que debe su fuerza presente a este
sistema. Después de dos siglos, Inglaterra ha encontrado conveniente adoptar
el comercio libre porque piensa que ya la protección no puede ofrecerle
nada. Muy bien, entonces, caballeros, mi conocimiento de mi país me conduce
a creer que dentro de doscientos años, cuando América haya obtenido de la
protección todo lo que la protección puede ofrecer, adoptará también el
libre comercio».
Dos siglos y medio antes, el adolescente capitalismo inglés había trasladado,
a las colonias del norte de América, sus hombres, sus capitales, sus formas
de vida y sus impulsos y proyectos. Las trece colonias, válvulas de salida
para la población europea excedente, aprovecharon rápidamente el handicap
que les daba la pobreza de su suelo y su subsuelo, y generaron, desde temprano,
una conciencia industrializadora que la metrópoli dejó crecer sin mayores
problemas. En 1631, los recién llegados colonos de Boston echaron al mar
una balandra de treinta toneladas, Blessing of the Bay, construida por ellos,
y desde entonces la industria naviera cobró un asombroso impulso. El roble
blanco, abundante en los bosques, daba buena madera para las planchas profundas
y las armazones interiores de los barcos; de pino se hacían la cubierta,
los baupreses y los mástiles. Massachusetts otorgaba subvenciones a la producción
del cáñamo para los cordeles y las sogas y también estimulaba la fabricación
local de las lonas y los velámenes. Al norte y al sur de Boston, los prósperos
astilleros cubrieron las costas. Los gobiernos de las colonias otorgaban
subvenciones y premios a las manufacturas de todo tipo. Se promovía, con
incentivos, el cultivo del lino y la producción de lana, materias primas
para los tejidos de hilo crudo
que, si bien no resultaban demasiado elegantes, eran resistentes y eran
nacionales. Para explotar los yacimientos de hierro de Lyn, surgió el primer
horno de fundición en 1643; al poco tiempo, ya Massachussets abastecía de
hierro a toda la región. Como los estímulos a la producción textil no parecían
suficientes, esta colonia optó por la coacción: en 1655, dictó una ley que
ordenaba que cada familia tuviese, bajo la amenaza de penas graves, por
lo menos un hilandero en continua e intensa actividad. Cada condado de Virginia
estaba obligado, en esa misma época, a seleccionar niños para instruirlos
en la manufactura textil. Al mismo tiempo, se prohibía la exportación de
los cueros, para que se convirtieran, fronteras adentro, en botas, correas
y monturas.
«Las desventajas con que tiene que luchar la industria colonial proceden
de cualquier parte menos de la política colonial inglesa», dice Kirkland.
Por el contrario, las dificultades de comunicación hacían que la legislación
prohibitiva perdiera casi toda su fuerza -tres mil millas de distancia,
y favorecían la tendencia al autoabastecimiento. Las colonias del norte
no enviaban a Inglaterra plata ni oro ni azúcar, y en cambio sus necesidades
de consumo provocaban un exceso de importaciones que era preciso contrarrestar
de alguna manera. No eran intensas las relaciones
comerciales a través del mar; resultaba imprescindible desarrollar las manufacturas
locales para sobrevivir. En el siglo XVIII, Inglaterra prestaba todavía
tan escasa atención a sus colonias del norte, que no impedía que se transfirieran
a sus talleres las técnicas metropolitanas más avanzadas, en un proceso
real que desmentía las prohibiciones de papel del pacto colonial.
Este no era el caso, por cierto, de las colonias latinoamericanas, que proporcionaban
el aire, el agua y la sal al capitalismo ascendente en Europa, y podían
nutrir con largueza el consumo lujoso de sus clases dominantes importando
desde ultramar las manufacturas más finas y más caras. Las únicas actividades
expansivas eran, en América Latina, las que se orientaban a la exportación;
así fue también en los siglos siguientes: los intereses económicos y políticos
de la burguesía minera o terrateniente no coincidían nunca con la necesidad
de un desarrollo económico hacia dentro, y los comerciantes no estaban ligados
al Nuevo Mundo en mayor medida que a los mercados extranjeros de los metales
y alimentos que vendían y a las fuentes extranjeras de los articulas manufacturados
que compraban.
Cuando declaró su independencia, la población norteamericana equivalía,
en cantidad, a la de Brasil. La metrópoli portuguesa, tan subdesarrollada
como la española, exportaba su subdesarrollo a la colonia. La economía brasileña
había sido instrumentalizada en provecho de Inglaterra, para abastecer sus
necesidades de oro todo a lo largo del siglo XVIII. La estructura de clases
de la colonia reflejaba esta función proveedora. La clase dominante de Brasil
no estaba formada, a diferencia de la de los Estados Unidos, por los granjeros,
los fabricantes emprendedores y los comerciantes internos. Los principales
intérpretes de los ideales de las clases dominantes en ambos países, Alexander
Hamilton y el Vizconde de Cairú, expresan claramente la diferencia entre
una y otra. Ambos habían sido discípulos, en Inglaterra, de Adam Smith.
Sin embargo, mientras Hamilton se había transformado en un paladín de la
industrialización y promovía el estimulo y la protección del Estado a la
manufactura nacional, Cairú creía en la mano invisible que opera en la magia
del liberalismo: dejad hacer, dejad pasar, dejad vender.
Mientras moña el siglo XVIII los Estados Unidos contaban ya con la. segunda
flota mercante del mundo, íntegramente formada con barcos construidos en
los astilleros nacionales, y las fábricas textiles y siderúrgicas estaban
en pleno y pujante crecimiento. Poco tiempo después nació la industria de
maquinarias: las fábricas no necesitaban comprar en el extranjero sus bienes
de capital. Los fervorosos puritanos del Mayflower habían echado, en las
campiñas de Nueva Inglaterra, las bases de una nación; sobre el litoral
de bahías profundas, a lo largo de los grandes estuarios, una burguesía
industrial había prosperado sin detenerse. El tráfico comercial con las
Antillas, que incluía la venta de esclavos africanos, desempeñó, como hemos
visto en otro capítulo, una función capital en este sentido, pero la hazaña
norteamericana no tendría explicación si no hubiera sido animada, desde
el principio, por el más ardiente de los nacionalismos. George Washington
lo había aconsejado en su mensaje de adiós: los Estados Unidos debían seguir
una ruta solitaria. Emerson proclamaba en 1837: «Hemos escuchado durante
demasiado tiempo a las música refinadas de Europa. Nosotros marcharemos
sobre nuestros propios pies, trabajaremos con nuestras propias manos, hablaremos
según nuestras propias convicciones».
Los fondos públicos ampliaban las dimensiones del mercado interno. El Estado
tendía caminos y vías férreas, construía puentes y canales . A mediados
de siglo, el estado de Pennsylvania participaba en la gestión de más de
ciento cincuenta empresas de economía mixta, además de administrar los cien
millones de dólares invertidos en las empresas públicas. Las operaciones
militares de conquista, que arrebataron a México más de la mitad de su superficie,
también contribuyeron en gran medida al progreso del país. El Estado no
participaba del desarrollo solamente a través de las inversiones de capital
y los gastos militares orientados a la expansión; en el norte, había empezado
a aplicar, además, un celoso proteccionismo aduanero. Los terratenientes
del sur eran, al contrario, librecambistas. La producción de algodón se
duplicaba cada diez años, y si bien proporcionaba grandes ingresos comerciales
a la nación entera y alimentaba los telares modernos de Massachusetts, dependía
sobre todo de los mercados europeos. La aristocracia sureña estaba vinculada
en primer término al mercado mundial, al estilo latinoamericano; del trabajo
de sus esclavos provenía el ochenta por ciento del algodón que usaban las
hilanderías europeas. Cuando el norte sumó la abolición de la esclavitud
al proteccionismo industrial, la contradicción hizo eclosión en la guerra.
El norte y el sur enfrentaban dos mundos en verdad opuestos, dos tiempos
históricos diferentes, dos antagónicas concepciones del destino nacional.
El siglo XX ganó esta guerra al siglo XIX:
Que todo hombre libre cante...
El viejo Rey Algodón está muerto y enterrado,
clamaba un poeta del ejército victorioso. A partir de la derrota del general
Lee, adquirieron un valor sagrado los aranceles aduaneros, que se habían
elevado durante el conflicto como un medio para conseguir recursos y quedaron
en pie para proteger a la industria vencedora. En 1890, el Congreso votó
la llamada tarifa McKinley, ultra proteccionista, y la ley Dingley elevó
nuevamente los derechos de aduana en 1897. Poco después, los países desarrollados
de Europa se vieron a su vez obligados a tender barreras aduaneras ante
la irrupción de las manufacturas norteamericanas peligrosamente competitivas.
La palabra trust había sido pronunciada por primera vez en 1882; el petróleo,
el acero, los alimentos, los ferrocarriles y el tabaco estaban en manos
de los monopolios, que avanzaban con botas de siete leguas .
Antes de la Guerra de Secesión, el general Grant había participado en el
despojo de México. Después de la Guerra de Secesión, el general Grant fue
un presidente con ideas proteccionistas. Todo formaba parte del mismo proceso
de afirmación nacional. La industria del norte conducía la historia y, ya
dueña del poder político, cuidaba desde el Estado la buena salud de sus
intereses dominantes. La frontera agrícola volaba hacia el oeste y hacia
el sur, a costa de los indios y los mexicanos, pero a su paso no iba extendiendo
latifundios, sino que sembraba de pequeños propietarios los nuevos espacios
abiertos. La tierra de promisión no sólo atraía a los campesinos europeos;
los maestros artesanos de los oficios más diversos y los obreros especializados
en mecánica, metalurgia y siderurgia, también llegaron desde Europa para
fecundar la intensa industrialización norteamericana. A fines del siglo
pasado, los Estados Unidos eran ya la primera potencia industrial del planeta;
en treinta años, desde la guerra civil, las fábricas habían multiplicado
por siete su capacidad de producción. El volumen norteamericano de carbón
equivalía ya al de Inglaterra, y el de acero lo duplicaba; las vías férreas
eran nueve veces más extensas. El centro del universo capitalista empezaba
a cambiar de sitio.
Como Inglaterra, Estados Unidos también exportará, a partir de la segunda
guerra mundial, la doctrina del libre cambio, el comercio libre y la libre
competencia, pero para el consumo ajeno. El Fondo Monetario Internacional
y el Banco Mundial nacerán juntos para negar, a los países subdesarrollados,
el derecho de proteger sus industrias nacionales, y para desalentar en ellos
la acción del Estado. Se atribuirán propiedades curativas infalibles a la
iniciativa privada. Sin embargo, los Estados Unidos no abandonarán una política
económica que continúa siendo, en la actualidad, rigurosamente proteccionista,
y que por cierto presta buen oído a las voces de la propia historia: en
el norte, nunca confundieron la enfermedad con el remedio.
LA ESTRUCTURA CONTEMPORÁNEA
DEL DESPOJO
UN TALISMÁN VACÍO DE PODERES
Cuando Lenin escribió, en la primavera de 1916, su libro sobre el imperialismo,
el capital norteamericano abarcaba menos de la quinta parte del total de
las inversiones privadas directas, de origen extranjero, en América Latina.
En 1970, abarca cerca de las tres cuartas partes. El imperialismo que Lenin
conoció -la rapacidad de los centros industriales a la búsqueda de mercados
mundiales para la exportación de sus mercancías; la fiebre por la captura
de todas las fuentes posibles de materias primas; el saqueo del hierro,
el carbón, el petróleo; los ferrocarriles articulando el dominio de las
áreas sometidas; los empréstitos voraces de los monopolios financieros;
las expediciones militares y las guerras de conquista era un imperialismo
que regaba con sal los lugares donde una colonia o semicolonia hubiera osado
levantar una fábrica propia. La industrialización, privilegio de las metrópolis,
resultaba, para los países pobres, incompatible con el sistema de dominio
impuesto por los países ricos. A partir de la segunda guerra mundial se
consolida en América Latina el repliegue de los intereses europeos, en beneficio
del arrollador avance de las inversiones norteamericanas. y se asiste, desde
entonces, a un cambio importante en el destino de las inversiones. Paso
a paso, año tras año, van perdiendo importancia relativa los capitales aplicados
a los servicios públicos y a la minería, en tanto aumenta la proporción
de las inversiones en petróleo y, sobre todo, en la industria manufacturera.
Actualmente, de cada tres dólares invertidos en América Latina, uno corresponde
a la industria .
A cambio de inversiones insignificantes, las filiales de las grandes corporaciones
saltan de un solo
brinco las barreras aduaneras latinoamericanas, paradójicamente alzadas
contra la competencia extranjera, y se apoderan de los procesos internos
de industrialización. Exportan fábricas o, frecuentemente, acorralan y devoran
a las fábricas nacionales ya existentes. Cuentan, para ello, con la ayuda
entusiasta de la mayoría de los gobiernos locales y con la capacidad de
extorsión que ponen a su servicio los organismos internacionales de crédito.
El capital imperialista captura los mercados por dentro, haciendo suyos
los sectores claves de la industria local: conquista o construye las fortalezas
decisivas, desde las cuales domina al resto. La OEA describe así el proceso:
«Las empresas latinoamericanas van teniendo un predominio sobre las industrias
y tecnologías ya establecidas y de menor sofisticación, mientras la inversión
privada norteamericana, y probablemente también la proveniente de otros
países industrializados, va aumentando rápidamente su participación en ciertas
industrias dinámicas que requieren un grado de avance tecnológico relativamente
alto y que son más importantes en la determinación del curso de desarrollo
económico. Así, el dinamismo de las fábricas norteamericanas al sur del
do Bravo resulta mucho más intenso que el de la industria latinoamericana
en general.
Son elocuentes los ritmos de los tres países mayores: para un índice 100
en 1961, el producto industrial en Argentina pasó a ser de 112,5 en 1965,
y en el mismo periodo las ventas de las empresas filiales de los Estados
Unidos subieron a 166,3. Para Brasil, las cifras respectivas son de 109,2
y 120; para México, de 142,2 y 186,83.
El interés de las corporaciones imperialistas por apropiarse del crecimiento
industrial latinoamericano y capitalizarlo en su beneficio no implica, desde
luego, un desinterés por todas las otras formas tradicionales de explotación.
Es verdad que el ferrocarril de la United Fruit Co., en Guatemala, ya no
era rentable, y que la Electric Bond and Share y la International Telephone
and Telegraph Corporation realizaron espléndidos negocios cuando fueron
nacionalizadas en Brasil, con indemnizaciones de oro puro a cambio de sus
instalaciones oxidadas y sus maquinarias de museo. Pero el abandono de los
servicios públicos a cambio de actividades más lucrativas nada tiene que
ver con el abandono de las materias primas. ¿Qué suerte correría el Imperio
sin el petróleo y los minerales de América Latina? Pese al descenso relativo
de las inversiones en minas, la economía norteamericana no puede prescindir.
como hemos visto en otro capítulo, de los abastecimientos vitales y las
jugosas ganancias que le llegan desde el sur.
Por lo demás, las inversiones que convierten a las fábricas latinoamericanas
en meras piezas del engranaje mundial de las corporaciones gigantes no alteran
en absoluto la división internacional del trabajo. No sufre la menor .modificación
el sistema de vasos comunicantes por donde circulan los capitales y las
mercancías entre los países pobres y los países ricos. América Latina continúa
exportando su desocupación y su miseria: las materias primas que el mercado
mundial necesita y de cuya venta depende la economía de la región y ciertos
productos industriales elaborados, con mano de obra barata, por filiales
de las corporaciones multinacionales. El intercambio desigual funciona como
siempre: los salarios de hambre de América Latina contribuyen a financiar
los altos salarios de Estados Unidos y de Europa. No faltan políticos y
tecnócratas dispuestos a demostrar que la invasión del capital extranjero
«industrializador» beneficia las áreas donde irrumpe. A diferencia del antiguo,
este imperialismo de nuevo signo implicaría una acción en verdad civilizadora,
una bendición para los países dominados, de modo que por primera vez la
letra de las declaraciones de amor de la potencia dominante de turno coincidiría
con sus intenciones reales. Ya las conciencias culpables no necesitarían
coartadas, puesto que no serían culpables: el imperialismo actual irradiaría
tecnología y progreso, y hasta resultaría de mal gusto utilizar esta vieja
y odiosa palabra para definirlo. Cada vez que el imperialismo se pone 'a
exaltar sus propias virtudes, conviene, sin embargo, revisarse los bolsillos.
y comprobar que este nuevo modelo de imperialismo no hace más prósperas
a sus colonias aunque enriquezca a sus polos de desarrollo; no alivia las
tensiones sociales regionales, sino que las agudiza; extiende aún más la
pobreza y concentra aún más la riqueza: paga salarios veinte veces menores
que en Detroit y cobra precios tres veces mayores que en Nueva York; se
hace dueño de] mercado interno y de los resortes claves del aparato productivo;
se apropia de] progreso, decide su rumbo y le fija fronteras; dispone del
crédito nacional y orienta a su antojo el comercio exterior; no sólo desnacionaliza
la industria, sino también las ganancias que la industria produce; impulsa
el desperdicio de recursos al desviar la parte sustancial del excedente
económico hacia afuera; no aporta capitales al desarrollo sino que los sustrae.
La CEPAL ha indicado que la hemorragia de los beneficios de las inversiones
directas de los Estados Unidos en América Latina ha sido cinco veces mayor,
en estos últimos años, que la transfusión de inversiones nuevas. Para que
las empresas puedan llevarse sus ganancias, los países se hipotecan endeudándose
con la banca extranjera y con los organismos internacionales de crédito,
con lo que multiplican el caudal de las próximas sangrías. La inversión
industrial opera, en este sentido, con las mismas consecuencias que la inversión
“tradicional”.
En el marco de acero de un capitalismo mundial integrado en torno a las
grandes corporaciones norteamericanas, la industrialización de América Latina
se identifica cada vez menos con el progreso y con la liberación nacional.
El talismán fue despojado de poderes en las decisivas derrotas del siglo
pasado, cuando los puertos triunfaron sobre los países y la libertad de
comercio arrasó a la industria nacional recién nacida. El siglo XX no engendró
una burguesía industrial fuerte y creadora que fuera capaz de reemprender
la tarea y llevarla hasta sus últimas consecuencias. Todas las tentativas
se quedaron a mitad del camino. A la burguesía industrial de América Latina
le ocurrió lo mismo que a los enanos: llegó a la decrepitud sin haber crecido.
Nuestros burgueses son, hoy día, comisionistas o funcionarios de las corporaciones
extranjeras todopoderosas. En honor a la verdad, nunca habían hecho méritos
para merecer otro destino.
SON LOS CENTINELAS QUIENES ABREN LAS PUERTAS: LA ESTERILIDAD CULPABLE DE
LA BURGUESÍA NACIONAL
La actual estructura de la industria en Argentina, Brasil y México -los
tres grandes polos de desarrollo en América Latina- exhibe ya las deformaciones
características de un desarrollo reflejo. En los demás países, más débiles,
la satelización de la industria se ha operado, salvo alguna excepción, sin
mayores dificultades. No es, por cierto, un capitalismo competitivo el que
hoy exporta fábricas además de mercancías y capitales, penetra y lo acapara
todo: ésta es la integración industrial consolidada, en escala internacional,
por el capitalismo en la edad de las grandes corporaciones multinacionales,
monopolios de dimensiones infinitas que abarcan las actividades más diversas
en los más diversos rincones del globo terráqueo. Los capitales norteamericanos
se concentran, en América Latina, más agudamente que en los propios Estados
Unidos; un puñado de empresas controla la inmensa mayoría de las inversiones.
Para ellas, la nación no es una tarea a emprender, ni una bandera a defender,
ni un destino a conquistar: la nación, es nada más que un obstáculo asaltar,
porque a veces la soberanía incomoda, y una jugosa fruta a devorar. Para
las clases dominantes dentro de cada país, ¿constituye la nación, por el
contrario, una misión a cumplir? El gran galope del capital imperialista
ha encontrado a la industria local sin defensas y sin conciencia de su papel
histórico. La burguesía se ha f asociado a la invasión extranjera sin derramar
lágrimas ni sangre; en cuanto al Estado, su influencia sobre la economía
latinoamericana, que viene debilitándose desde hace un par de décadas, se
ha reducido al mínimo gracias a los buenos oficios del Fondo Monetario Internacional.
Las corporaciones norteamericanas entraron en Europa a paso de conquistadores
y se apoderaron del desarrollo del viejo continente a tal punto que pronto,
se anuncia, la industria norteamericana allí instalada será la tercera potencia
industrial del planeta, después de Estados Unidos y de la Unión Soviética'.
Si la burguesía europea, con toda su tradición y su pujanza, no ha podido
oponer diques a la marea, ¿cabía esperar que la burguesía latinoamericana
encabezara, a esta altura de la historia, la imposible aventura de un desarrollo
capitalista independiente? Por el contrario, en América Latina el proceso
de desnacionalización ha resultado mucho más fulminante y barato y ha tenido
consecuencias incomparablemente peores. El crecimiento fabril de América
Latina había sido alumbrado, en nuestro siglo, desde fuera. No fue generado
por una política planificada hacia el desarrollo nacional, ni coronó la
maduración de las fuerza productiva, ni resultó del estallido de los conflicto
internos: ya «superados, entre los terratenientes y ,.n artesanado nacional
que había muerto a poco de nacer. La industria latinoamericana nació del
vientre mismo del sistema agro exportador, para dar respuesta al agudo desequilibrio
provocado por la caída del : comercio exterior. En efecto, las dos guerras
mundiales y, sobre todo, la honda depresión que el capitalismo sufrió a
partir de la explosión del viernes negro de octubre de 1929, provocaron
una violenta reducción de las exportaciones de la región y, en consecuencia,
hicieron caer, también de golpe, la capacidad de importar. Los precios internos
de los artículos industriales extranjeros, súbitamente escasos, subieron
verticalmente. No surgió, entonces. una clase media industrial libre de
la dependencia tradicional: el gran impulso manufacturero provino del capital
acumulado en manos de los terratenientes y los importadores. Fueron los
grandes ganaderos quienes impusieron control de cambios en la Argentina;
el presidente de la Sociedad Rural, convertido en ministro de Agricultura,
declaraba en 1933: “El aislamiento en que nos ha colocado un mundo dislocado
nos obliga a fabricar en d país lo que ya no podemos adquirir en los países
que no nos compran”. Los fazendeiros del café volcaron a la industrialización
de Sao Paulo buena parte de sus capitales acumulados en el comercio exterior:
«A diferencia de la industrialización en los países hoy desarrollados -diagnostica
un documento de gobierno-, el proceso de la industrialización brasileña
no se dio paulatinamente, inserto dentro de un proceso de transformación
económica general. Antes bien, fue un fenómeno rápido e intenso, que se
superpuso a la estructura económico-social preexistente, sin modificarla
por entero, dando origen a profundas diferencias sectoriales y regionales
que caracterizan a la sociedad brasileña.
La nueva industria se -atrincheró de entrada tras las barreras aduaneras
que los gobiernos levantaron para protegerla, y creció gracias a las medidas
que el Estado adoptó para restringir y controlar las importaciones, fijar
tasas especiales de cambio, evitar impuestos, comprar o financiar los excedentes
de producción, tender caminos para hacer posible el transporte de las materias
primas y las mercancías y crear o ampliar las fuentes de energía. Los gobiernos
de Getulio Vargas (1930-45 y 1951-54), Lázaro Cárdenas (1934-40) y Juan
Domingo Perón (1946- 55), de signo nacionalista y amplia proyección popular,
expresaron en Brasil, México y Argentina la necesidad de despegue, desarrollo
o consolidación, según cada caso y cada período, de la industria nacional.
En realidad, el «espíritu de empresa», que define una serie de rasgos característicos
de la burguesía industrial en los países capitalistas desarrollados, fue,
en América Latina, una característica del Estado, sobre todo en estos períodos
de impulso decisivo. El Estado ocupó el lugar de una clase social cuya aparición
la historia reclamaba sin mucho éxito: encarnó a la nación e impuso el acceso
político y económico de las masas populares a los beneficios de la industrialización.
En esta matriz, obra de los caudillos populistas, no se incubó una burguesía
industrial esencialmente diferenciada del conjunto de las clases hasta entonces
dominantes. Perón desató, por ejemplo, el pánico de la Unión Industrial,
cuyos dirigentes veían, no sin razón, que el fantasma de las montoneras
provincianas reaparecía en la rebelión del proletariado de los suburbios
de Buenos Aires.
Las fuerzas de la coalición conservadora recibieron, antes de que Perón
las derrocara en las elecciones de febrero del 46, un famoso cheque del
líder de los industriales; a la hora de la caída del régimen, diez años
después, los dueños de las fábricas más importantes volvieron a confirmar
que no eran fundamentales sus contradicciones con la oligarquía de la que,
mal que bien, formaban parte. En 1956, la Unión Industrial, la Sociedad
Rural y la Bolsa de Comercio concertaron un frente común en defensa de la
libertad de asociación, la libre empresa, la libertad de comercio y la libre
contratación del personal. En Brasil, un importante sector de la burguesía
fabril estrechó filas con las fuerzas que empujaron a Vargas al suicidio.
La experiencia mexicana tuvo, en este sentido, características excepcionales,
y por cierto prometía mucho más de lo que finalmente aportó al proceso de
cambio en América Latina. El ciclo nacionalista de Lázaro Cárdenas fue el
único que rompió lanzas contra los terratenientes llevando adelante la reforma
agraria que ya agitaba al país desde 1910; en los demás países, y no sólo
en Argentina y Brasil, los gobiernos industrializadores dejaron intacta
la estructura latifundista, que continuó estrangulando el desarrollo del
mercado interno y la producción agropecuaria .
Por lo general, la industria aterrizó como un avión, sin modificar el aeropuerto
en sus estructuras básicas: condicionada por la demanda de un mercado interno
previamente existente, sirvió a sus necesidades de consumo y no llegó a
ampliarlo en la honda y extensa medida que los grandes cambios de estructura,
de. haber ocurrido, hubieran hecho posible. De la misma manera, el desarrollo
industrial fue obligado a un aumento de las importaciones de maquinarias,
repuestos, combustibles y productos intermedios , pero las exportaciones,
fuente de las divisas, no podían dar respuesta a este desafío porque provenían
de un campo condenado, por sus dueños, al atraso. Bajo d gobierno de Perón,
el Estado argentino llegó a monopolizar la exportación de granos; en cambio,
no arañó siquiera el régimen de propiedad de la tierra, ni nacionalizó a
los grandes frigoríficos norteamericanos y británicos ni a los exportado
res de la lana. Resultó débil el impulso oficial a la industria pesada,
y el Estado no advirtió a tiempo que si no daba nacimiento a una tecnología
propia, su política nacionalista se echaría a volar con las alas cortadas.
Ya en 1953, Perón, que había llegado al poder enfrentando directamente al
embajador de los Estados Unidos, recibía con elogios la visita de Milton
Eisenhower y pedía la cooperación del capital extranjero para impulsar las
industrias dinámicas . La necesidad de «asociación» de ]a industria nacional
con las corporaciones imperialistas se hacía perentoria a medida que se
iban quemando etapas en ]a sustitución de manufacturas importadas y las
nuevas fábricas requerían más altos niveles de técnica y de organización.
La tendencia iba madurando también en el seno de] modelo industrializador
de Getulio Vargas; se puso al descubierto en la trágica decisión final del
caudillo. Los oligopolios extranjeros, que concentran la tecnología más
moderna, se iban apoderando no muy secretamente de ]a industria nacional
de todos los países de América Latina, incluido México, por medio de ]a
venta de técnicas de fabricación, patentes y equipos nuevos. Wall Street
había tomado definitivamente el lugar de Lombard Street, y fueron norteamericanas
las principales empresas que se abrieron paso hacia el usufructo de un superpoder
en la región. A la penetración en el área manufacturera se sumaba la injerencia
cada vez mayor en los circuitos bancario y comercial: el mercado de América
Latina- se fue integrando al mercado interno de las corporaciones multinacionales.
En 1965 , Roberto Campos, zar económico de la dictadura de Castelo Branco,
sentenciaba: «La era de los líderes carismáticos, nimbados por un aura romántica,
está cediendo lugar a la tecnocracia». La embajada norteamericana había
participado directamente en el golpe de Estado que derribó al gobierno de
Joao Goulart. La caída de Goulart, heredero de Vargas en el estilo y las
intenciones, señaló la liquidación d el populismo y de la política de masas.
«Somos una nación vencida, dominada, conquistada, destruida, me escribía
un amigo, desde Río de Janeiro, pocos meses después del triunfo de la conspiración
militar: la desnacionalización de Brasil implicaba la necesidad de ejercer,
con mano de hierro, una dictadura impopular. El desarrollo capitalista ya
no
le compaginaba con las grandes movilizaciones de masas en torno a caudillos
como Vargas. Había que prohibir las huelgas, destruir los sindicatos y los
partidos, encarcelar, torturar, matar y abatir por la violencia los salarios
obreros, para contener así, a costa de la mayor pobreza de los pobres, el
vértigo de la inflación. Una encuesta, practicada en 1966 y 1967, reveló
que el 84 % de los grandes industriales de Brasil consideraba que el gobierno
de Goulart había aplicado una política económica perjudicial. Entre ellos
estaban, sin duda, muchos de los grandes capitanes de la burguesía nacional,
en los que Goulart intentó apoyarse para contener la sangría imperialista
de la economía brasileña. El mismo proceso de represión y asfixia del pueblo
tuvo lugar durante el régimen del general Juan Carlos Onganía, en la Argentina;
había comenzado, en realidad, con la derrota peronista de 1955, así como
en Brasil se había desencadenado realmente desde el balazo de Vargas en
1954. La desnacionalización de la industria en México también coincidió
con un endurecimiento de la política represiva del partido que monopoliza
el gobierno.
Fernando Henrique Cardoso ha señalado que la industria liviana o tradicional,
crecida a la generosa sombra de los gobiernos populistas, exige una expansión
del consumo de masas: la gente que compra camisas o cigarrillos. Por el
contrario, la industria dinámica -bienes intermedios y bienes de capital-
se dirige a un mercado restringido, en cuya cúspide están las grandes empresas
y el Estado: pocos consumidores, de gran capacidad financiera. La industria
dinámica, actualmente en manos extranjeras, se apoya en la existencia previa
de la industria tradicional y la subordina. En los sectores tradicionales,
de baja tecnología, el capital nacional conserva alguna fuerza; cuanto menos
vinculado está al modo internacional de producción por la dependencia tecnológica
o financiera, el capitalista muestra una mayor tendencia a mirar con buenos
ojos la reforma agraria y la elevación de la capacidad de consumo de las
clases populares a través de la lucha sindical. Los más atados al exterior,
representantes de la industria dinámica, simplemente requieren, en cambio,
el fortalecimiento de los lazos económicos entre las islas de desarrollo
de los países dependientes y el sistema económico mundial, y subordinan
las transformaciones internas a este objetivo prioritario. Son estos últimos
quienes llevan la voz cantante de la burguesía industrial, como lo revela,
entre otras cosas, el resultado de las recientes encuestas practicadas en
Argentina y Brasil, que sirven de materia prima al trabajo de Cardoso. Los
grandes empresarios se manifiestan en términos contundentes contra la reforma
agraria; niegan, en su mayoría, que el sector fabril tenía intereses divergentes
de los sectores rurales y consideran que nada hay más importante, para el
desarrollo de la industria, que la cohesión de todas las clases productoras
y el fortalecimiento del bloque occidental. Sólo un dos por ciento de los
grandes industriales de Argentina y Brasil considera que políticamente hay
que contar en primer lugar, con los trabajadores. Los encuestados fueron,
en su mayoría, empresarios nacionales; en su mayoría, también, atados de
pies y manos a los centros extranjeros de poder por las múltiples sogas
de la dependencia.
¿Cabía esperar, a esta altura, otro resultado? La burguesía industrial integra
la constelación de una clase dominante que está, a su vez, dominada desde
fuera. Los principales latifundistas de la costa del Perú, hoy expropiados
por el gobierno de Velasco Alvarado, son además dueños de treinta y una
industrias de transformación y de muchas otras empresas diversas. Otro tanto
ocurre en todos los demás países, México no es una excepción: la burguesía
nacional, subordinada a los grandes consorcios norteamericanos, teme mucho
más a la presión de las masas populares que a la opresión del imperialismo,
en cuyo seno se está desarrollando sin la independencia ni la imaginación
creadora que se le atribuyen, y ha multiplicado eficazmente sus intereses
.
En Argentina, el fundador del Jockey Club, centro del prestigio social de
los latifundistas, había sido, a la vez, el líder de los industriales, y
así se inició, a fines del siglo pasado, una tradición inmortal: los artesanos
enriquecidos se casan con las hijas de los terratenientes para abrir, por
la vía conyugal, las puertas de los salones más exclusivos de la oligarquía
o compran tierras con los mismos fines, y no son pocos los ganaderos que,
por su parte, han invertido en la industria, al menos en los periodos de
auge, los excedentes de capital acumulados en sus manos.
Faustino Fano, que hizo buena parte de su fortuna como comerciante e industrial
de textiles, se convirtió en presidente de la Sociedad Rural durante cuatro
períodos consecutivos, hasta su muerte en 1967: «Fano destruyó la falsa
antinomia entre el agro y la. industria, proclamaban las necrológicas que
los diarios le dedicaron. El excedente industrial se convierte en vacas.
Los hermanos Di Tella, poderosos industriales, vendieron a los capitales
extranjeros sus fábricas de automóviles y heladeras, y ahora crían toros
de cabaña para las exposiciones de la Sociedad Rural. Medio siglo antes,
la familia Anchorena, dueña de los horizontes de la provincia de Buenos
Aires, había levantado una de las más importantes fábricas metalúrgicas
de la ciudad.
En Europa y en Estados Unidos la burguesía industrial apareció en el escenario
histórico muy de
otra manera, y muy de otra manera creció y consolidó su poder.
¿QUÉ BANDERA FLAMEA SOBRE LAS MÁQUINAS?
La vieja se inclinó y movió la mano para darle viento al fuego. Así, con
la espalda torcida y el cuello estirado todo enroscado de arrugas, parecía
una antigua tortuga negra. Pero aquel pobre vestido roto no protegía, por
cierto, como un caparazón, y al fin y al cabo ella era tan lenta sólo por
culpa de los años.
A sus espaldas, también torcida, su choza de madera y lata, y más allá otras
chozas semejantes del mismo suburbio de Sao Paulo; frente a ella, en una
caldera de color carbón, ya estaba hirviendo el agua para el café. Alzó
una latita hasta sus labios; antes de beber, sacudió la cabeza y cerró los
ojos. Dijo: O Brasil é nosso (“el Brasil es nuestro”). En el centro de la
misma ciudad y en ese mismo momento, pensó exactamente lo mismo, pero en
otro idioma, el director ejecutivo de la Union Carbide, mientras levantaba
un vaso de cristal para celebrar la captura de otra fábrica brasileña de
plásticos por parte de su empresa. Uno de los dos estaba equivocado.
Desde 1964, los sucesivos dictadores militares de Brasil festejan los cumpleaños
de las empresas del Estado anunciando su próxima desnacionalización, a la
que llaman recuperación. La Ley 56.570, promulgada el 6 de julio de 1965,
reservó al Estado la explotación de la petroquímica; el mismo día, la ley
56.571 derogó la anterior, abrió la explotación a las inversiones privadas.
De esta manera, la Dow Chemical, la Union Carbide, la Phillips Petroleum
y el grupo Rockefeller obtuvieron, directamente o a través de la “asociación”
con el estado, el filet mignon tan codiciado: la industria de los derivados
químicos del petróleo, previsible boom de la década del setenta. ¿Qué ocurrió
durante las horas transcurridas entre una y otra ley? Cortinados que tiemblan,
pasos en los corredores, desesperados golpes a la puerta, los billetes verdes
volando por los aires, agitación en el palacio: desde Shakespeare hasta
Brecht, muchos hubieran querido imaginarlo. Un ministro del gobierno reconoce:
«Fuerte, en el Brasil, además del propio Estado, sólo existe el capital
extranjero, salvo honrosas excepciones». Y el gobierno hace lo posible para
evitar esta incómoda competencia las corporaciones norteamericanas y europeas.
El ingreso en grandes cantidades de capital extranjero destinado a las manufacturas
comenzó, en Brasil, en los años cincuenta, y recibió un fuerte impulso del
Plan de Metas (1957-60) puesto en práctica por el presidente Juscelino Kubitschek.
Aquéllas fueron las horas de la euforia del crecimiento. Brasilia nacía,
brotada de una galera mágica, en medio del desierto donde los indios no
conocían ni la existencia de la rueda; se tendían carreteras y se creaban
grandes represas; de las fábricas de automóviles surgía un coche nuevo cada
dos minutos. La industria ascendía a gran ritmo. Se abrían las puertas,
de par en par, a la inversión extranjera, se aplaudía la invasión de los
dólares, se sentía vibrar el dinamismo del progreso.
Los billetes circulaban con la tinta todavía fresca; el salto adelante se
financiaba con inflación y con una pesada deuda externa que sería descargada,
agobiante herencia, sobre los gobiernos siguientes. Se otorgó un tipo de
cambio especial, que Kubitschek garantizó, para las remesas de las utilidades
a las casas matrices de las empresas extranjeras y para la amortización
de sus inversiones. El Estado asumía la corresponsabilidad para el pago
de las deudas contraídas por las empresas en el exterior y otorgaba también
un dólar barato para la amortización y los intereses de esas deudas: según
un informe publicado por la CEPAL, más del 80 por ciento del total de las
inversiones que llegaron entre 1955 y 1962 provenía de empréstitos obtenidos
con el aval del Estado. Es decir, que más de las cuatro quintas partes de
las inversiones de las empresas derivaban de la banca extranjera y pasaban
a engrosar la abultada deuda externa del Estado brasileño. Además se otorgaban
beneficios especiales para la importación de maquinarias . Las empresas
nacionales no gozaban de estas facilidades acordadas a la General Motors
o a la Volkswagen.
El resultado desnacionalizador de esta política de seducción ante el capital
imperialista se manifestó: cuando se publicaron los datos de la paciente
investigación realizada por el Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad
sobre los grandes grupos económicos de Brasil. Entre los conglomerados con
un capital superior a los cuatro mil millones de cruzeiros, más de la mitad
eran extranjeros y en su mayoría norteamericanos; por encima de los diez
mil millones de cruzeiros, aparecían doce grupos extranjero y sólo cinco
nacionales. «Cuanto mayor es el grupo económico, mayor es la posibilidad
de que sea extranjero», concluyó Maurício Vinhas de Queiroz en el análisis
de la encuesta. Pero tanto o más elocuente resultó que, de los veinticuatro
grupos nacionales con más de cuatro mil millones de capital, apenas nueve
no estaban ligados, por acciones, con capitales de Estados Unidos o de Europa,
y aun así, en dos de ellos aparecían entrecruzamientos con directorios extranjeros.
La encuesta detectó diez grupos económicos que ejercían un virtual monopolio
en sus respectivas especialidades. De ellos, ocho eran filiales de grandes
corporaciones norteamericanas.
Pero todo esto parece un juego de niños al lado de lo que vino después.
Entre 1964 y mediados de 1968, quince fábricas de automotores o de piezas
para autos fueron deglutidas por la Ford, Chrysler, Willys, Simca, Volkswagen
o Alfa Romeo; en el sector eléctrico y electrónico, tres importantes empresas
brasileñas fueron a parar a manos japonesas; Wyeth, Bristol, Mead Johnson
y Lever devoraron unos cuantos laboratorios, con lo que la producción nacional
de medicamentos se redujo a una quinta parte del mercado; la Anaconda se
lanzó sobre los metales no ferrrosos, y .la Unión Carbide sobre los plásticos,
los -productos químicos y la petroquímica; Americancan, American Machine
and Foundry y otras colegas se apoderaron de seis empresas nacionales de
mecánica y metalurgia; la Companhia de Mineraçao Geral, una de las mayores
fábricas metalúrgicas de Brasil, fue comprada a precio de ruina por un consorcio
del que participan la Bethlehem Steel, el Chase Manhattan Bank y la Standard
Oil. Resultaron sensacionales las conclusiones de una comisión parlamentaria
formada para investigar el tema, pero el régimen militar cerró las puertas
del Congreso y el público brasileño nunca conoció estos datos .
Bajo el gobierno del mariscal Castelo Branco se había firmado un acuerdo
de garantía de inversiones que brindaba virtual extraterritorialidad a las
empresas extranjeras, se habían reducido sus impuestos a la renta y se les
había otorgado facilidades extraordinarias para disfrutar del crédito, a
la par que se desataban los torniquetes aplicados por el anterior gobierno
de Goulart al drenaje de las ganancias. La dictadura tentaba a los capitalistas
extranjeros ofreciéndoles el país como los proxenetas ofrecen a una mujer,
y poma el acento donde debía: «El trato a los extranjeros en el Brasil es
de los más liberales del mundo... no hay restricciones a la nacionalidad
de los accionistas... no existe limite al porcentaje de capital registrado
que puede ser remitido como beneficio... no hay limitaciones a la repatriación
de capital, y la reinversión de las ganancias está considerada un incremento
del capital original.
Argentina disputa a Brasil d papel de plaza predilecta de las inversiones
imperialistas, y su gobierno militar no se quedaba atrás en la exaltación
de las ventajas, en este mismo período: en el discurso donde definió la
política económica argentina, en 1967, el general Juan Carlos Onganía reafirmaba
que las gallinas otorgan al zorro la igualdad de oportunidades: «Las inversiones
extranjeras en Argentina serán consideradas en un pie de igualdad con las
inversiones de origen interno, de acuerdo con la política tradicional de
nuestro país, que nunca ha discriminado contra el capital extranjero». Argentina
tampoco impone limitaciones a la entrada del capital foráneo ni a su gravitación
en la economía nacional, ni a la salida de las ganancias, ni a la repatriación
del capital; los pagos de patentes, regalías y asistencia técnica se hacen
libremente. El gobierno exime de impuestos a las empresas y les brinda tasas
especiales de cambio, amén de muchos otros estímulos y franquicias. Entre
1963 y 1968, fueron desnacionalizadas cincuenta importantes empresas argentinas,
veintinueve de las cuales cayeron en manos norteamericanas, en sectores
tan diversos como la fundición de acero, la fabricación de automóviles y
de repuestos, la petroquímica, la química, la industria eléctrica, el papel
o los cigarrillos. En 1962, dos empresas nacionales de capital privado,
Siam Di Tena e Industrias Kaiser Argentinas, figuraban entre las cinco empresas
industriales más grandes de América Latina; en 1967 ambas habían sido capturadas
por el capital imperialista. Entre las más poderosas empresas del país,
que facturan ventas por más de siete mil millones de pesos anuales cada
una, la mitad del valor total de las ventas pertenece a firmas extranjeras,
un tercio a organismos del Estado y apenas un sexto a sociedades privadas
de capital argentino. México congrega casi la tercera parte de las inversiones
norteamericanas en la industria manufacturera de América Latina. Tampoco
este país opone restricciones a la transferencia de capitales ni a la repatriación
de utilidades; las restricciones cambiarias brillan por su ausencia. La
mexicanización obligatoria de los capitales, que impone una mayoría nacional
de las acciones en algunas industrias, «ha sido bien acogida, en términos
generales, por los inversionistas extranjeros, quienes han reconocido públicamente
diversas ventajas a la creación de empresas mixtas», según declaraba en
1967 el Secretario de Industria y Comercio del gobierno: «Cabe hacer notar
que aun empresas de renombre internacional han adoptado esta forma de asociación
de compañías que han establecido en México, y es también importante destacar
que la política de mexicanización de la industria no solamente no ha desalentado
a la inversión extranjera en México, sino que después de que la corriente
de esa inversión rompió un récord en 1965, el volumen alcanzado en ese año
fue nuevamente superado en 1966». En 1962, de las cien empresas más importantes
de México, 56 estaban total o parcialmente controladas por el capital extranjero,
veinticuatro pertenecían al Estado y veinte al capital privado mexicano.
Estas veinte empresas privadas de capital nacional apenas participaban en
poco más de una séptima parte del volumen total de ventas de las cien empresas
consideradas;". Actualmente, las grandes firmas extranjeras dominan más
de la mitad de los capitales invertidos en computadoras, equipos de oficina,
maquinarias y equipos industriales; General Motors, Ford, Chrysler y Volkswagen
han consolidado su poderío sobre la industria de automóviles y la red de
fábricas auxiliares; la nueva industria química pertenece a la Du Pont,
Monsanto, Imperial Chemical, Allied Chemical, Union Carbide y Cyanamid;
los laboratorios principales están en manos de la Parke Davis, Merck & Co.,
Sidney Ross y Squibb; la influencia de la Celanese es decisiva en la fabricación
de fibras artificiales; Anderson Clayton y Lieber Brothers disponen en medida
creciente de los aceites comestibles, y los capitales extranjeros participan
abrumadoramente de la producción de : cemento, cigarrillos, caucho y derivados,
artículos para d hogar y alimentos diversos.
EL BOMBARDEO DEL FONDO MONETARIO INTERNACIONAL FACILITA EL DESEMBARCO DE
LOS CONQUISTADORES
Dos de los ministros de gobierno que declararon ante la comisión parlamentaria
sobre la desnacionalización industrial de Brasil reconocieron que las medidas
adoptadas bajo el gobierno de Castelo Branco para permitir el flujo directo
del crédito externo a la empresas habían dejado en inferioridad de condiciones
a las fábricas de capital nacional. Ambos se referían a la célebre Instrucción
289, de principios de 1965: las empresas extranjeras obtenían préstamos
fuera de fronteras a un siete u ocho por ciento, con un tipo especial de
cambio que el gobierno garantizaba en caso de devaluación del cruzeiro,
mientras las empresas nacionales debían pagar cerca de un cincuenta por
ciento de intereses por los créditos que arduamente conseguían dentro de
su país. El inventor de la medida, Roberto Campos, la explicó así: «Obviamente,
el mundo es desigual. Hay quien nace inteligente y hay quien nace tonto.
Hay quien nace atleta y hay quien nace tullido. El mundo se compone de pequeñas
y grandes empresas. Unos mueren temprano, en el primor de su vida; otros
se arrastran, criminalmente, por una larga existencia inútil. Hay una desigualdad
básica fundamental en la naturaleza humana, en la condición de las cosas.
A esto no escapa el mecanismo del crédito. Postular que las empresas nacionales
deban tener el mismo acceso que las empresas extranjeras al crédito extranjero
es simplemente desconocer las realidades básicas de la economía...» . De
acuerdo con los términos de este breve pero jugoso Manifiesto capitalista,
la ley de la selva es el código que naturalmente rige la vida humana y la
injusticia no existe, puesto que lo que conocemos por injusticia no es más
que la expresión de la cruel armonía del universo: los países pobres son
pobres porque... son pobres; el destino está escrito en los astros y sólo
nacemos para cumplirlo: unos, condenados a obedecer; otros, señalados para
mandar. Unos poniendo el cuello y otros poniendo la soga. El autor fue el
artífice de la política del Fondo Monetario Internacional en Brasil.
Como en los demás países de América Latina, la puesta en práctica de las
recetas del Fondo Monetario Internacional sirvió para que los conquistadores
extranjeros entraran pisando tierra arrasada. Desde fines de la década del
cincuenta, la recesión económica, la inestabilidad monetaria, la sequía
del crédito y el abatimiento del poder adquisitivo del mercado interno han
contribuido fuertemente en la tarea de voltear a la industria nacional y
ponerla a los pies de las corporaciones imperialistas. So pretexto de la
mágica estabilización monetaria, el Fondo Monetario Internacional, que interesadamente
confunde la fiebre con la enfermedad y la inflación con la crisis de las
estructuras en vigencia, impone en América Latina una política que agudiza
los desequilibrios en lugar de aliviarlos. Liberaliza el comercio, prohibiendo
los cambios múltiples y los convenios de trueque, obliga a contraer hasta
la asfixia los créditos internos, congela los salarios y desalienta la actividad
estatal. Al programa agrega las fuertes devaluaciones monetarias, teóricamente
destinadas a devolver su valor real a la moneda y a estimular las exportaciones.
En realidad, las devaluaciones sólo estimulan la concentración interna de
capitales en beneficio de las clases dominantes y propician la absorción
de las empresas nacionales por parte de los que llegan desde fuera con un
puñado de dólares en las maletas.
En toda América Latina, el sistema produce mucho menos de lo que necesita
consumir, y la inflación resulta de esta impotencia estructural. Pero el
FMI no ataca las causas de la oferta insuficiente del aparato de producción,
sino que lanza sus cargas de caballería contra las consecuencias, aplastando
aún más la mezquina capacidad de consumo del mercado interno de consumo:
una demanda excesiva, en estas tierras de hambrientos, tendría la culpa
de la inflación. Sus fórmulas no sólo han fracasado en la estabilización
y en el desarrollo, sino que además han intensificado el estrangulamiento
externo de los países, han aumentado la miseria de las grandes masas desposeídas,
poniendo al rojo vivo las tensiones sociales, y han precipitado la desnacionalización
económica y financiera, al influjo de los sagrados mandamientos de la libertad
de comercio, la libertad de competencia y la libertad de movimiento de los
capitales.
Los Estados Unidos, que emplean un vasto sistema proteccionista —aranceles,
cuotas, subsidios internos— jamás han merecido la menor observación del
FMI. En cambio, con América Latina, el FMI ha sido inflexible: para eso
nació. Desde que Chile aceptó la primera de sus misiones en 1954, los consejos
del FMI se extendieron por todas partes, y la mayoría de los gobiernos sigue
hoy día, ciegamente, sus orientaciones. La terapéutica empeora al enfermo
para mejor imponerle la droga de los empréstitos y las inversiones. El FMI
proporciona préstamos o da la imprescindible luz verde para que otros los
proporcionen. Nacido en Estados Unidos, con sede en Estados Unidos y al
servicio de Estados Unidos, el Fondo opera, en efecto, como un inspector
internacional, sin cuyo visto bueno la banca norteamericana no afloja los
cordones de la bolsa; el Banco Mundial, la Agencia para el Desarrollo Internacional
y otros organismos filantrópicos de alcance universal también condicionan
sus créditos a la firma y el cumplimiento de las Cartas de intenciones de
los gobiernos ante el omnipotente organismo. Todos los países latinoamericanos
reunidos no alcanzan a sumar la mitad de los votos de que disponen los Estados
Unidos para orientar la política de este supremo hacedor del equilibrio
monetario en el mundo: el FMI fue creado para institucionalizar el predominio
financiero de Wall Street sobre el planeta entero, cuando a fines de la
segunda guerra el dólar inauguró su hegemonía como moneda internacional.
Nunca fue infiel al amo.
La burguesía nacional latinoamericana tiene, bien es cierto, vocación de
rentista, y no ha opuesto diques considerables a la avalancha extranjera
sobre la industria, pero también es cierto que las corporaciones imperialistas
han utilizado toda una gama de métodos del arrasamiento. El bombardeo previo
del FMI facilitó la penetración. Así, se han conquistado empresas mediante
un simple golpe de teléfono, después de una brusca caída en las cotizaciones
de la bolsa, a cambio de un poco de oxígeno traducido en acciones, o bien
ejecutando alguna deuda por abastecimientos o por el uso de patentes, marcas
o innovaciones técnicas. Las deudas, multiplicadas por las devaluaciones
monetarias que obligan a las empresas locales a pagar más moneda nacional
por sus compromisos en dólares, se convierten así en una trampa mortal.
La dependencia en el suministro de la tecnología se paga caro: el know-how
de las corporaciones incluye una gran pericia en el arte de devorar al prójimo.
Uno. de los últimos mohicanos de la industria nacional brasileña declaraba,
hace menos de tres años, desde un diario carioca: «La experiencia demuestra
que el producto de la venta de una empresa nacional muchas veces ni llega
a Brasil, y queda rindiendo intereses en el mercado financiero del país
comprador».
Los acreedores cobraron quedándose con las instalaciones y las máquinas
de los deudores. Las cifras del Banco Central del Brasil indican que no
menos de la quinta parte de las nuevas inversiones industriales en 1965,
1966 Y 1967 correspondió en realidad a la conversión de las deudas impagas
en inversiones.
Al chantaje financiero y tecnológico se suma la competencia desleal y libre
del fuerte frente al débil. Como las filiales de las grandes corporaciones
multinacionales integran una estructura mundial, pueden darse el lujo de
perder dinero durante un año, o dos, o el tiempo que fuere necesario. Bajan,
pues, los precios, y se sientan a esperar la rendición del acosado. Los
bancos colaboran con el sitio: la empresa nacional no es tan solvente como
parecía: se le niegan víveres. Acorralada, la empresa no tarda en levantar
la bandera blanca. El capitalista local se convierte en socia menor o en
funcionario de sus vencedores. O conquista la más codiciada de las suertes:
cobra el rescate de sus bienes en acciones de la casa matriz extranjera
y termina sus días viviendo gordamente una vida de rentista. A propósito
del dumping de precios, resulta ilustrativa la historia de la captura de
una fábrica brasileña de cintas adhesivas, la Adesite, por parte de la poderosa
Union Carbide. La Scotch, conocida empresa con sede en Minnesota y tentáculos
universales, empezó a vender cada vez más baratas sus propias cintas adhesivas
en el mercado brasileño. Las ventas de la Adesite iban descendiendo. Los
bancos le cortaron los créditos. La Scotch continuaba bajando sus precios:
cayeron en un treinta por ciento, después en un cuarenta por ciento. Y apareció
entonces la Union Carbide en escena: compro la fábrica brasileña a precio
de desesperación. Posteriormente, la Union Carbide y la Scotch se entendieron
para repartirse el mercado nacional en dos partes: dividieron a Brasil,
la mitad para cada una. Y, de común acuerdo, elevaron el precio de las cintas
adhesivas en un cincuenta por ciento. Era la digestión. La ley antitrust,
de los viejos tiempos de Vargas, había sido derogada años atrás.
La propia Organización de Estados Americanos reconoce que la abundancia
de recursos financieros de las filiales norteamericanas, “en momentos de
muy escasa liquidez para las empresas nacionales, ha propiciado, en ocasiones,
que algunas de esas empresas nacionales fuesen adquiridas por intereses
extranjeros”. La penuria de recursos financieros, agudizada por la contracción
del crédito interno impuesta por el Fondo Monetario, ahoga a las fábricas
locales. Pero el mismo documento de la OEA informa que nada menos que el
95,7 por ciento de los fondos requeridos por las empresas norteamericanas
para su normal funcionamiento y desarrollo en América Latina provienen de
fuentes latinoamericanas, en forma de créditos, empréstitos y utilidades
reinvertidas. Esa proporción es del ochenta por ciento en el caso de las
industrias manufactureras.
LOS ESTADOS UNIDOS CUIDAN SU AHORRO INTERNO, PERO DISPONEN DEL AJENO: LA
INVASIÓN DE LOS BANCOS
La canalización de los recursos nacionales en dirección a las filiales imperialistas
se explica en gran medida por la proliferación de las sucursales bancarias
norteamericanas que han brotado, como los hongos después de la lluvia, durante
estos últimos años, a lo largo y a lo ancho de América Latina. La ofensiva
sobre el ahorro local de los satélites está vinculada al crónico déficit
de la balanza de pagos de los Estados Unidos, que obliga a contener las
inversiones en el extranjero, y al dramático deterioro del dólar como moneda
del mundo. América Latina proporciona: la saliva además de la comida, y
los Estados Unidos se limitan a poner la boca. La desnacionalización de
la industria ha resultado un regalo.
Según el International Banking Survey, había setenta y ocho sucursales de
bancos norteamericanos al sur del río Bravo en 1964, pero en 1967 ya eran
133. Tenían 810 millones de dó1ares de depósitos en el 64, y en el 67 ya
sumaban 1.270 millones. Luego, en 1968 y 1969, la banca extranjera avanzó
con ímpetu: el First National City Bank cuenta, en la actualidad, nada menos
que con ciento diez filiales sembradas en diecisiete países de América Latina.
La cifra incluye a varios bancos nacionales adquiridos por el City en los
últimos tiempos. El Chase Manhattan Bank, del grupo Rockefeller, adquirió
en 1962 el Banco Lar Brasileiro, con treinta y cuatro sucursales en Brasil;
en 1964, el Banco Continental, con cuarenta y dos agencias en Perú; en 1967,
el Banco del Comercio, con ciento veinte sucursales en Colombia y Panamá,
y el Banco Atlántida, con veinticuatro agencias en Honduras; en 1968, el
Banco Argentino de Comercio. La revolución cubana había nacionalizado veinte
agencias bancarias de los Estados Unidos, pero los bancos se han recuperado
con creces de aquel duro golpe: sólo en el curso de 1968, más de setenta
nuevas filiales de bancos norteamericanos fueron abiertas en América Central,
el Caribe y los países más pequeños de América del Sur.
Es imposible conocer el simultáneo aumento de las actividades paralelas
-subsidiarias, holdings, financieras, oficinas de representación- en su
magnitud exacta, pero se sabe que en igualo mayor proporción han crecido
los fondos latinoamericanos absorbidos por bancos que aunque no operan abiertamente
como sucursales, están controlados desde fuera a través de decisivos paquetes
de acciones o por la apertura de líneas externas de crédito severamente,
condicionadas.
Toda esta invasión bancaria sirve para desviar el ahorro latinoamericano
hacia las empresas norteamericanas que operan en la región, mientras las
empresas nacionales caen estranguladas por la falta de crédito. Los departamentos
de relaciones públicas de varios bancos norteamericanos que operan en el
exterior pregonan sin rubores que su propósito más importante consiste en
canalizar el ahorro interno de los países donde operan para el uso de las
corporaciones multinacionales que son clientes de sus casas matrices. Echemos
al vuelo la imaginación: ¿podría un banco latinoamericano instalarse en
Nueva York para captar el ahorro nacional de los Estados Unidos? La burbuja
estalla en .el aire: esta insólita aventura está expresamente prohibida.
Ningún banco extranjero puede operar, en Estados Unidos, como receptor de
depósitos de los ciudadanos norteamericanos. En cambio, los bancos de los
Estados Unidos disponen a su antojo, a través de las numerosas filiales,
del ahorro nacional latinoamericano. América Latina vela por la norteamericanización
de las finanzas, tan ardientemente como los Estados Unidos. En junio de
1966, sin embargo, el Banco Brasileiro de Descontos consultó a sus accionistas
para tomar una resolución de gran vigor nacionalista.
Imprimió la frase Nós confiamos em Deus en todos sus documentos. Orgullosamente,
el banco hizo notar que el dólar ostenta el lema In God We Trust.
Los bancos latinoamericanos, incluso los invictos, no infiltrados ni copados
por los capitales extranjeros, no orientan los créditos en un sentido distinto
al de las filiales del City, el Chase o el Bank of America: ellos también
prefieren atender la demanda de las empresas industriales y comerciales
extranjeras, que cuentan con garantías sólidas y operan por volúmenes muy
amplios.
UN IMPERIO QUE IMPORTA CAPITALES
El «Programa de acción económica del gobierno», elaborado por Roberto Campos,
preveía que, como respuesta a su política benefactora:, los capitales afluirían
del exterior para impulsar el desarrollo de Brasil y contribuir a su estabilización
económica y financieras . Se anunciaron para 1965 nuevas inversiones directas,
de origen extranjero, por cien millones de dólares. Llegaron setenta. Para
los años siguientes, se aseguraba, el nivel superaría las previsiones del
65, pero las convocatorias resultaron inútiles. En 1967 ingresaron 76 millones;
la evasión por ganancias y dividendos: asistencia técnica, patentes, royalties
o regalías y uso de marcas superó en más de cuatro veces a la inversión
nueva. Y a estas sangrías habría que agregar, aún, las remesas clandestinas.
El Banco Central admite que, fuera de las vías legales, emigraron de Brasil
ciento veinte millones de dólares en 1967.
Lo que se fue es, como se ve, infinitamente más que lo que entró. En definitiva,
las cifras de nuevas inversiones directas en los años claves de la desnacionalización
industrial -1965, 1966, 1967- estuvieron muy por debajo del nivel de 1961
. Las inversiones en la industria congregan la mayor parte de los capitales
norteamericanos en Brasil, pero suman menos del cuatro por ciento del total
de las inversiones de los Estados Unidos en las manufacturas mundiales.
Las de Argentina llegan apenas al tres por ciento; las de México al tres
y medio. La digestión de los mayores parques industriales de América Latina
no ha exigido grandes sacrificios a 'Wall Street.
«Lo que caracteriza al capitalismo moderno, en el que impera el monopolio,
es la exportación de capital», había escrito Lenin. En nuestros días, como
han hecho notar Baran y Sweezy, el imperialismo importa capitales de los
países donde opera. En el período 1950-67, las nuevas inversiones norteamericanas
en América Latina totalizaron, sin incluir las utilidades reinvertidas,
3.921 millones de dólares. En el mismo período, las utilidades y dividendos
remito dos al exterior por las empresas sumaron 12.8191 millones. Las ganancias
drenadas han superado en más de tres veces el monto de los nuevos capitales
incorporados a la región . Desde entonces, según la CEPAL, nuevamente creció
la sangría de los beneficios, que en los últimos años exceden en cinco veces
a las inversiones nuevas; Argentina, Brasil y México han sufrido los mayores
aumentos de la evasión. Pero éste es un cálculo conservador. Buena parte
de los fondos repatriados por conceptos de amortización de deuda corresponde
en realidad a las utilidades de las inversiones, y las cifras no incluyen
tampoco las remesas al exterior por pagos de patentes, royalties y asistencia
técnica, ni computan otras transferencias invisibles que suelen esconderse
tras los velos del rubro «errores y omisiones» , ni tienen en cuenta las
ganancias que las corporaciones reciben al inflar los precios de los abastecimientos
que proporcionan sus filiales y al inflar también, con igual entusiasmo,
sus costos de operación.
La imaginación de las empresas hace otro tanto con las inversiones mismas.
En efecto, como el vértigo del progreso tecnológico abrevia cada vez más
los plazos de renovación del capital fijo en las economías avanzadas, la
gran mayoría de las instalaciones y los equipos fabriles exportados a los
países de América Latina han cumplido anteriormente un ciclo de vida útil
en sus lugares de origen. La amortización, pues, ha sido ya hecha, en forma
total o parcial. A los efectos de la inversión en el exterior, este detalle
no se toma en cuenta: el valor atribuido a las maquinarias, arbitrariamente
elevado, no seria, por cierto, ni la sombra de lo que es, si se consideraran
los frecuentes casos de desgaste previo. Por lo demás, la casa matriz; no
tiene por qué meterse en gastos para producir en América Latina los bienes
que antes le vendía desde lejos. Los gobiernos se encargan de evitarlo,
adelantando recursos a la filial que llega a instalarse y cumplir su misión
redentora: la filial tiene acceso al crédito local a partir del momento
en que clava un cartel en el terreno donde levantará su fábrica; cuenta
con privilegios cambiarios para sus importaciones —compras que la empresa
suele hacerse a sí misma— y hasta puede asegurarse, en algunos países, un
tipo de cambio especial para pagar sus deudas con el exterior, que frecuentemente
son deudas con la rama financiera de la misma corporación. Un cálculo realizado
por la revista Fichas indica que las divisas insumidas entre 1961 y 19647
por la industria automotriz en la Argentina son tres veces y media mayores
que el monto necesario para construir diecisiete centrales termoeléctricas
y deis centrales hidroeléctricas con una potencia total de más de dos mil
doscientos megawatios, y equivalen al valor de las importaciones de maquinarias
y equipos requeridas durante once años por las industrias dinámicas para
provocar un incremento anual del
2,8 por ciento en el producto por habitante.
LOS TECNÓCRATAS EXIGEN LA BOLSA O LA VIDA CON MÁS EFICACIA QUE LOS “MARINES”.
Al llevarse muchos más dólares de los que traen, las empresas contribuyen
a agudizar la crónica hambre de divisas de la región; los países «beneficiados
se descapitalizan en vez de capitalizarse. Entra en acción, entonces, el
mecanismo del empréstito. Los organismos internacionales de crédito desempeñan
una función muy importante en el desmantelamiento de las débiles ciudadelas
defensivas de la industria latinoamericana de capital nacional, y en la
consolidación de las estructuras neocoloniales. La ayuda funciona como el
filántropo del cuento, que le había puesto una pata de palo a su chanchito,
pero era porque se lo estaba comiendo de a poco. El déficit de la balanza
de pagos de los Estados Unidos, provocado por los gastos militares y la
ayuda extranjera, crítica espada de Damocles sobre la prosperidad norteamericana,
hace posible, al mismo tiempo, esa prosperidad: el Imperio envía el exterior
sus marines para salvar los dólares de sus monopolios cuando corren peligro
y, más eficazmente, difunde también sus tecnócrata y sus empréstitos para
ampliar los negocios y asegurar las materias primas y los mercados.
El capitalismo de nuestros días exhibe, en su centro universal de poder,
una identidad evidente de los monopolios privados y el aparato estatal.
Las corporaciones multinacionales utilizan directamente al Estado para acumular,
multiplicar y concentrar capitales, profundizar la revolución tecnológica,
militarizar la economía y, mediante diversos mecanismos, asegurar el éxito
de la norteamericanización del mundo capitalista. El Eximbank, Banco de
Exportación e Importación, la AID, Agencia para el Desarrollo Internacional,
y otros organismos menores cumplen sus funciones en este último sentido;
también operan así algunos organismos presuntamente internacionales en los
que los Estados Unidos ejercen su incontestable hegemonía: el Fondo Monetario
Internacional
y su hermano gemelo, el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento,
y el BID, Banco Interamericano de Desarrollo, que se arrogan el derecho
de decidir la política económica que han de seguir los países que solicitan
los créditos. Lanzándose exitosamente al asalto de sus bancos centrales
y de sus ministerios decisivos, se apoderan de todos los datos secreto de
la economía y las finanzas, redactan e imponen leyes nacionales, y prohíben
o autorizan las medidas de los gobiernos, cuyas orientaciones dibujan con
pelos y señales.
La caridad internacional no existe; empieza por casa, también para los Estados
Unidos. La ayuda externa desempeña, en primer lugar. una función interna:
la economía norteamericana se ayuda a sí misma. El propio Roberto Campos
la definía, en los tiempos en que era embajador del gobierno nacionalista
de Goulart, como un programa de ampliación de mercados en el extranjero
destinado a la absorción de los excedentes norteamericanos y al alivio de
la superproducción en la industria de exportación de los Estados Unidos.
El Departamento de Comercio de los Estados Unidos celebraba la buena marcha
de la Alianza para el Progreso, a poco de nacida, advirtiendo que había
creado nuevos negocios y fuentes de trabajo para empresas privadas de cuarenta
y cuatro estados norteamericanos. Más recientemente, en su mensaje al Congreso
de enero de 1968, el presidente Johnson aseguró que más del noventa por
ciento de la ayuda externa norteamericana de 1969 se aplicaría a financiar
compras en los Estados Unidos, “y he intensificado personalmente y en forma
directa los esfuerzos para incrementar este porcentaje”. Los cables trasmitieron,
en octubre del 69, las explosivas declaraciones del presidente del Comité
Interamericano de la Alianza para el Progreso, Carlos Sanz de Santamaría,
quien expresó en Nueva York que la ayuda había resultado un muy buen negocio
para la economía de los Estados Unidos, así como para la tesorería de ese
país. Desde que, a fines de la década del cincuenta, hizo crisis el desequilibrio
de la balanza norteamericana de pagos, los préstamos fueron condicionados
a la adquisición de los bienes industriales norteamericanos, por lo general
más caros que otros productos similares en otras partes del mundo. Más recientemente
se pusieron en acción ciertos mecanismos, como las «listas negativas», para
evitar que los créditos sirvan a la exportación de los artículos que los
Estados Unidos pueden colocar en el mercado mundial, en buenas condiciones
competitivas, sin recurrir al expediente de la auto filantropía. Las posteriores
«listas positivas. han hecho posible, a través de la ayuda, la venta de
ciertas manufacturas norteamericanas a precios que son entre un treinta
y un cincuenta por ciento más altos que los de otras fuentes internacionales.
La atadura del financiamiento -dice la OEA en el documento ya citado- otorga
«un subsidio general a las exportaciones norteamericanas». Las firmas fabricantes
de maquinarias sufren serias desventajas de precios en el mercado internacional,
según confiesa el Departamento de Comercio de los Estados Unidos, «a menos
que puedan aprovechar el financiamiento más liberal que se puede obtener
bajo los diversos programas de ayuda.
Cuando Richard Nixon prometió desatar la ayuda, en un discurso de fines
de 1969, sólo se refirió a la posibilidad de que las compras pudieran efectuarse,
alternativamente, en los países latinoamericanos. Este ya era, desde antes,
el caso de los préstamos que el Banco Interamericano de Desarrollo otorga
con cargo a su Fondo para Operaciones Especiales. Pero la experiencia muestra
que los Estados Unidos, o las filiales latinoamericanas de sus corporaciones,
resultan siempre los proveedores finalmente elegidos en los contratos. Los
préstamos de la AID, el Eximbank y, en su mayoría, los del BID, exigen también
que no menos de la mitad de los embarques se realice en barcos de bandera
norteamericana. Los fletes de los buques de los Estados Unidos resultan
tan caros que en algunos casos llegan hasta a duplicar los precios de las
líneas navieras más baratas disponibles en el mundo. Normalmente, son también
norteamericanas las empresas que aseguran las mercaderías transportadas,
y norteamericanos los bancos a través de los cuales las operaciones se concretan.
La Organización de Estados Americanos ha hecho una reveladora estimación
de la magnitud de la ayuda real que América Latina recibe. Una vez separada
la paja del grano, se llega a la conclusión de que apenas el 38 por ciento
de la ayuda nominal puede considerarse ayuda real. Los préstamos para industria,
minería, comunicaciones, y los créditos compensatorios, sólo constituyen
ayuda en una quinta parte del total autorizado. En el caso del Eximbank,
la ayuda viaja de sur a norte: el financiamiento otorgado por el Eximbank,
dice la OEA, en lugar de significar ayuda, implica un costo adicional para
la región, en virtud de los sobreprecios de los artículos que los Estados
Unidos exportan por su intermedio.
América Latina proporciona la mayoría de los recursos ordinarios de capital
del Banco Interamericano de Desarrollo. Pero los documentos del BID llevan,
además de sello propio, el emblema de la Alianza para el Progreso, y los
Estados Unidos son el único país que cuenta con poder de veto en su seno;
los votos de los países latinoamericanos, proporcionales a sus aportes de
capital, no reúnen los dos tercios de mayoría necesarios para las resoluciones
importantes. “Si bien el poder de veto de los Estados Unidos sobre los préstamos
del BID no ha sido usado, la amenaza de la utilización del veto para propósitos
políticos ha influido sobre las decisiones”, reconocía Nelson Rockefeller,
en agosto de 1969, en su célebre informe a Nixon. En la mayor parte de los
préstamos que concede, el BID impone las mismas condiciones que los organismos
abiertamente norteamericanos: la obligación de utilizar los fondos en mercancías
de los Estados Unidos y transportar por lo menos la mitad bajo la bandera
de las barras y las estrellas, amén de la mención expresa de la Alianza
para el Progreso en la publicidad. El BID determina la política de tarifas
y de impuestos de los servicios que toca con su varita de hada buena; decide
a cuánto debe cobrarse el agua y fija los impuestos para el alcantarillado
o las viviendas, previa propuesta de los consultores norteamericanos designados
con su venia. Aprueba los planos de las obras, redacta las licitaciones,
administra los fondos y vigila el cumplimiento . En la tarea de reestructurar
la enseñanza superior de la región de acuerdo con las pautas del neocolonialismo
cultural, el BID ha desempeñado un fructífero papel. Sus préstamos a las
universidades bloquean la posibilidad de modificar, sin su conocimiento
y su permiso, las leyes orgánicas o los estatutos, y a la vez impone determinadas
reformas docentes, administrativas y financieras. El secretario general
de la OEA designa el árbitro en caso de controversias .
Los contratos de la Agencia para el Desarrollo Internacional, AID, no sólo
implican mercancías y fletes norteamericanos, sino que, además, habitualmente
prohíben el comercio con Cuba y Vietnam del Norte y obligan a aceptar la
tutela administrativa de sus técnicos. Para compensar el desnivel de precios
entre los tractores o los fertilizantes de Estados Unidos y los que pueden
obtenerse, más baratos, en el mercado mundial, imponen la eliminación de
los impuestos y aranceles aduaneros para los productos importados con los
créditos. La ayuda de la AID incluye jeeps y armas modernas destinadas a
la policía, para que el orden interior de los países pueda ser debidamente
salvaguardado. No en vano un tercio de los créditos de la AID se obtiene
inmediatamente después de su aprobación, pero los dos tercios restantes
se condicionan al visto bueno del Fondo Monetario Internacional, cuyas recetas
normalmente desatan el incendio de la agitación social. Y por si el FMI
no hubiera logrado desmontar, pieza por pieza, como se desmonta un reloj,
todos los mecanismos de la soberanía, la AID suele exigir también, de paso,
la aprobación de determinadas leyes o decretos. La AID es el vehículo principal
de los fondos de la Alianza para el Progreso. El Comité Interamericano de
la Alianza para el Progreso obtuvo del gobierno uruguayo, por no citar más
que un ejemplo de los laberintos de la generosidad, la firma de un compromiso
por el cual los ingresos y los egresos de los entes del Estado, así como
la política oficial en materia de tarifas, salarios e inversiones, pasaron
al control directo de este organismo extranjero. Pero las condiciones más
lesivas rara vez figuran en los textos de los contratos y los compromisos
públicos, y se esconden en las secretas disposiciones complementarias. El
parlamento uruguayo nunca supo que el gobierno había aceptado, en marzo
de 1968, poner un límite a las exportaciones de arroz de ese año, para que
el país pudiera recibir harina, maíz y sorgo al amparo de la ley de excedentes
agrícolas de los Estados Unidos.
Muchas dagas brillan bajo la capa de la asistencia a los países pobres.
Teodoro Moscoso, que fuera administrador general de la Alianza para el Progreso
confesó: «...puede ocurrir que los Estados Unidos necesiten el voto de un
país determinado en la Organización de las Naciones Unidas, o en la OEA,
y es posible que entonces el gobierno de ese país -siguiendo la consagrada
tradición de la fría diplomacia- pida un precio a cambio. En 1962, el delegado
de Haití a la Conferencia de Punta del Este cambió su voto por un aeropuerto
nuevo, y así los Estados Unidos obtuvieron la mayoría necesaria para expulsar
a Cuba de la Organización de Estados Americanos . El ex dictador de Guatemala,
Miguel Ydigoras Fuentes, ha declarado que tuvo que amenazar a los norteamericanos
con que negaría el voto de su país a las conferencias de la Alianza para
el Progreso, para que ellos cumplieran con su promesa de comprarle más azúcar.
Podría resultar a primera vista, paradójico que Brasil haya sido el país
más favorecido por la Alianza para el Progreso durante el gobierno nacionalista
de Joao Goulart (1961-64). Pero la paradoja cesa, no bien se conoce la distribución
interna de la ayuda recibida: los créditos de la Alanza fueron sembrados
como minas explosivas en el camino de Goulart. Carlos Lacerda, gobernador
de Guanabara y, por entonces, líder de la extrema derecha, obtuvo siete
veces más dólares que todo el nordeste: el estado de Guanabara, con sus
escasos cuatro millones de habitantes, pudo así inventar hermosos jardines
para turistas en los bordes de la bahía más espectacular del mundo, y los
nordestinos siguieron siendo la llaga viva de América Latina.
En junio de 1964, ya triunfante el golpe de Estado que instaló en el poder
a Castelo Branco, Thomas Mann, subsecretario de Estado para asuntos interamericanos
y brazo derecho del presidente Johnson, explicó: “Los Estados Unidos distribuyeron
entre los gobernadores eficientes de ciertos estados brasileños la ayuda
que era destinada al gobierno de Goulart, pensando financiar así la democracia;
Washington no dio dinero alguno para la balanza de pagos o el presupuesto
federal, porque eso podía beneficiar directamente al gobierno central”.
La administración norteamericana había resuelto negar cualquier tipo de
cooperación al gobierno de Belaúnde Terry, en el Perú, «a menos que diera
las deseadas garantías de que seguiría una política indulgente hacia la
Internacional Petroleum Company. Belaúnde rehusó y como resultado, a fines
de 1965 no había recibido aún su parte en la Alianza para el Progreso. Posteriormente,
como se sabe, Belaúnde transó. Y perdió el petróleo y el poder: había obedecido
para sobrevivir. En Bolivia, los préstamos norteamericanos no proporcionaron
un solo centavo para que el país pudiera levantar sus propias fundiciones
de estaño, de modo que el estaño continuó viajando en bruto a Liverpool
y desde allí, ya elaborado, a Nueva York; en cambio, la ayuda dio nacimiento
a una burguesía comercial parasitaria, infló la burocracia, alzó grandes
edificios y tendió modernas autopistas y otros elefantes blancos, en un
país que disputa con Haití la más altas tasas de mortalidad infantil de
América Latina. Los créditos de los Estados Unidos o sus organismos internacionales
negaban a Bolivia el derecho de aceptar las ofertas de la Unión Soviética,
Checoslovaquia y Polonia para crear una industria petroquímica, explotar
y fundir el cinc, el plomo y los yacimientos de hierro, e instalar hornos
de fundición de estaño y de antimonio. En cambio, Bolivia quedó obligada
a importar productos exclusivamente de los Estados Unidos. Cuando por fin
cayó el gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario, devorado en
sus cimientos por la ayuda norteamericana, el Embajador de los Estados Unidos,
Douglas Henderson, comenzó a asistir puntualmente a las reuniones de gabinete
del dictador René Barrientos .
Los préstamos ofrecen indicaciones tan precisas como las de un termómetro
para evaluar el clima general de los negocios de cada país, y ayudan a despejar
los nubarrones políticos o las tormentas revolucionarias del transparente
cielo de los millonarios.
«Los Estados Unidos van a concertar su programa de ayuda económica en los
países que muestren la mayor inclinación a favorecer el clima de inversiones,
y retirar la ayuda a los otros países en que una performance satisfactoria
no sea demostrada», anunciaron, en 1963, diversos hombres de negocios encabezados
por David Rockefeller . El texto de la ley de ayuda extranjera se hace categórico
al disponer la suspensión de la asistencia a cualquier gobierno que haya
“nacionalizado, expropiado o adquirido la propiedad o el control de la propiedad
perteneciente a cualquier ciudadano de los Estados Unidos o cualquier corporación,
sociedad o asociación”, que pertenezcan a ciudadanos norteamericanos, en
una proporción no inferior a la mitad . No en vano el Comité de Comercio
de la Alianza para d Progreso cuenta, entre sus miembros más distinguidos,
con los más altos ejecutivos del Chase Manhattan y del City Bank, la Standard
Oil, la Anaconda y la Grace. La AID despeja el camino a los capitalistas
norteamericanos, de múltiples maneras; entre otras, exigiendo la aprobación
de los acuerdos de garantías de las inversiones contra las posibles pérdidas
por guerras, revoluciones, insurrecciones o crisis monetarias. En 1966,
según el Departamento de Comercio de los Estados Unidos, los inversionistas
privados norteamericanos recibieron estas garantías en quince países de
América Latina, por cien proyectos que sumaban más de trescientos millones
de dólares, dentro del Programa de Garantía de Inversiones de la AID.
ADELA no es una canción de la revolución mexicana, sino el nombre de un
consorcio internacional de inversiones. Nació por iniciativa del First Nacional
City Bank de Nueva York, la Standard Oil de Nueva Jersey y la Ford Motor
Co. El grupo Mellon se incorporó con entusiasmo y también poderosas empresas
europeas porque, al decir del senador Jacob Javits, “América Latina proporciona
una excelente oportunidad para que los Estados Unidos, al invitar a Europa
a 'entrar', muestren que no buscan una posición de dominio o exclusividad...”.
Pues bien, en su informe anual de 1968, ADELA agradeció muy especialmente
al Banco Interamericano de Desarrollo los empréstitos concedidos para impulsar
los negocios del consorcio en América Latina, y en el mismo sentido saludó
la obra de la Corporación para el Financiamiento Internacional, uno de los
brazos del Banco Mundial. Con ambas instituciones, ADELA está en contacto
continuo para evitar la duplicación de los esfuerzos y para evaluar las
oportunidades de inversión. Múltiples ejemplos podrían proporcionarse de
otras santas alianzas parecidas. En Argentina, los aportes latinoamericanos
a los recursos ordinarios del BID han servido para beneficiar con muy convenientes
empréstitos a empresas como Petrosur S.A.I.C, filial de la Electric Bond
and Share, con más de diez millones destinados a la construcción de un complejo
petroquímico, o para financiar una planta de piezas de automotores a Armetal
S. A., filial de Tbe Budd Co., Filadelfia, USA. Los créditos de la AID hicieron
posible la expansión de la planta de productos químicos de la Atlántica
Richfield Co., en el Brasil, y el Eximbank proporcionó generosos préstamos
a la ICOMI, filial de la Bethlehem Steel en el mismo país. Gracias a los
aportes de la Alianza para el Progreso y el Banco Mundial, la Phillips Petroleum
Co. pudo dar nacimiento en 1966, también en Brasil, al mayor complejo de
fábricas de fertilizantes de América Latina. Todo se computa con cargo a
la ayuda, y todo pesa sobre la deuda externa de los países agraciados por
la diosa Fortuna.
Cuando Fidel Castro se dirigió al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional,
en los primeros tiempos de la revolución cubana, para reconstruir las reservas
de divisas extranjeras agotadas por la dictadura de Batista, ambos organismos
le respondieron que primero debía aceptar un programa de estabilización
que implicaba, como en todas partes, el desmantelamiento del Estado y la
parálisis de las reformas de estructura. El Banco Mundial y el FMI actúan
estrechamente ligados y al servicio de fines comunes; nacieron juntos, en
Bretton Woods. Los Estados Unidos cuentan con la cuarta parte de los votos
en d Banco Mundial; los veintidós países de América Latina apenas reúnen
menos de la décima parte. El Banco Mundial responde a los Estados Unidos
como el trueno al relámpago.
Según explica el Banco, la mayor parte de sus préstamos se dedica a la construcción
de carreteras y otras vías de comunicación y al desarrollo de las fuentes
de energía eléctrica, «que son una condición esencial para el crecimiento
de la empresa privada».
Estas obras de infraestructura facilitan, en efecto, el acceso de las materias
primas a los puertos y a los mercados mundiales, y sirven al progreso de
la industria, ya desnacionalizada, de los países pobres. El Banco Mundial
cree que, «en la mayor medida practicable, la industria competitiva debería
dejarse a la empresa privada. Esto no significa que el Banco excluya absolutamente
los préstamos a las industrias de propiedad del Estado, pero sólo asumirá
estos financiamientos en los casos en que el capital privado no resulte
accesible, y si se asegura a satisfacción, al cabo de los exámenes, que
la participación del gobierno resultará compatible con la eficiencia de
las operaciones y no tendrá un efecto indebidamente restrictivo sobre la
expansión de la iniciativa y la empresa privadas». Se condicionan los préstamos
a la aplicación de la receta estabilizadora del FMI y al pago puntual de
la deuda externa; los préstamos del Banco son incompatibles con la adopción
de políticas de control de las ganancias de las empresas, “tan restrictivas
que las utilidades no pueden operar sobre una base clara, y aun menos impulsar
la expansión futura”. Desde 1968, el Banco Mundial ha derivado en gran medida
sus empréstitos a la promoción del control de la natalidad, los planes de
educación, los negocios agrícolas y el turismo.
Como todas las demás máquinas traganíqueles de las altas finanzas internacionales,
el Banco constituye también un eficaz instrumento de extorsión, en beneficio
de poderes muy concretos. Sus sucesivos presidentes han sido, desde 1946,
prominentes hombres de negocios de los Estados Unidos. Eugene R. Black,
que dirigió el Banco Mundial desde 1949 a 1962, ocupó posteriormente los
directorios de numerosas corporaciones privadas, una de las cuales, la Electric
Bond and Share, es el más poderoso monopolio de la energía eléctrica del
planeta . Casualmente, el Banco Mundial obligó a Guatemala, en 1966, a aceptar
un acuerdo honroso con la Electric Bond and Share, como condición previa
para la puesta en práctica del proyecto hidroeléctrico de Jurún-Marinalá:
el acuerdo honroso consistía en el pago de una indemnización abultada por
los daños que la empresa pudiera sufrir en una cuenca que le había sido
gratuitamente otorgada pocos años atrás, y, además, incluía un compromiso
del Estado en el sentido de no impedir que la
Bond and Share continuara fijando libremente las tarifas de la electricidad
en el país. Casualmente también, el Banco Mundial impuso a Colombia, en
1967, el pago de treinta y seis millones de dólares de indemnización a la
Compañía Colombiana de Electricidad, filial de la Bond and Share, por sus
envejecidas maquinarias recién nacionalizadas. El Estado colombiano compró
así lo que le pertenecía, porque la concesión a la empresa había vencido
en 1944. Tres presidentes del Banco Mundial integran la constelación de
poder de los Rockefeller. John J. MCCloy presidió el organismo entre 1947
y 1949, y poco después pasó al directorio del Chase Manhattan Bank. Lo sucedió,
al frente del Banco Mundial, Eugene R. Black, que había hecho el camino
inverso: venia del directorio del Chase. George D. Woods, otro hombre de
Rockefeller, heredó a Black en 1963. Casualmente, el Banco Mundial participa
en forma directa, con un décimo del capital y sustanciales empréstitos,
de la mayor aventura de los Rockefeller en Brasil: Petroquímica Uniao, el
complejo petroquímico más importante de América del Sur.
Más de la mitad de los préstamos que recibe América Latina proviene, previa
luz verde del FMI, de los organismos privados y oficiales de los Estados
Unidos; los bancos internacionales suman también un porcentaje importante.
El FMI Y el Banco Mundial ejercen presiones cada vez más intensas para que
los países latinoamericanos remodelen su economía y sus finanzas en función
del pago de la deuda externa. El cumplimiento de los compromisos contraídos,
clave de la buena conducta internacional, resulta cada vez más difícil y
se hace al mismo tiempo más imperioso. La región vive el fenómeno que los
economistas llaman la explosión de la deuda. Es el círculo vicioso de la
estrangulación: los empréstitos aumentan y las inversiones se suceden y
en consecuencia, crecen los pagos por amortizaciones, intereses, dividendos
y otros servicios; para cumplir con esos pagos se recurre a nuevas inyecciones
de capital extranjero, que generan compromisos mayores, y así sucesivamente.
El servicio de la deuda devora una proporción creciente de los ingresos
por exportaciones, de por sí impotentes -por obra del inflexible deterioro
de los precios- para financiar las importaciones necesarias; los nuevos
préstamos se hacen imprescindibles, como el aire al pulmón, para que los
países puedan abastecerse. Una quinta parte de las exportaciones se dedicaba,
en 1955, al pago de amortizaciones, intereses y utilidades de inversiones;
la proporción continuó creciendo y está ya próxima al estallido. En 1968,
los pagos representaron el 37 por ciento de las exportaciones. Si se siguiera
recurriendo al capital extranjero para cubrir la brecha del comercio y para
financiar la evasión de las ganancias de las inversiones imperialistas,
en 1980 nada menos que el ochenta por ciento de las divisas quedaría en
manos de los acreedores extranjeros, y el monto total de la deuda llegaría
a exceder en seis veces el valor de las exportaciones. El Banco Mundial
había previsto que en 1980 los pagos de servicios de deuda anularían por
completo el influjo de nuevo capital extranjero hacia el mundo subdesarrollado,
pero ya en 1965, la afluencia de nuevos préstamos y de nuevas inversiones
hacia América Latina resultó menor que el capital drenado de la región,
sólo por amortizaciones el intereses, para cumplir con: los compromisos
anteriormente contraídos.
LA INDUSTRIALIZACIÓN NO ALTERA LA ORGANIZACIÓN DE LA DESIGUALDAD EN EL MERCADO
MUNDIAL
El intercambio de mercancías constituye, junto a las inversiones directas
en el exterior y los empréstitos, la camisa de fuerza de la división internacional
del trabajo. Los países del llamado Tercer Mundo intercambian entre sí poco
más de la quinta parte de sus exportaciones, y en cambio dirigen las tres
cuartas partes del total de sus ventas exteriores hacia los centros imperialistas
de los que son tributarios. En su mayoría, los países latinoamericanos se
identifican, en el mercado mundial, con una sola materia prima o con un
solo alimento. América Latina dispone de lana, algodón y fibras naturales
en abundancia, y cuenta con una industria textil ya tradicional, pero apenas
participa en un 0,6 por ciento de las compras de hilados y tejidos de Europa
y Estados Unidos. La región ha sido condenada a vender sobre todo productos
primarios, para dar trabajo a las fábricas extranjeras, y ocurre que esos
productos «son exportados, en su gran mayoría, por fuertes consorcios con
vinculaciones internacionales, que disponen de las relaciones necesarias
en los mercados mundiales para colocar sus productos en las condiciones
más convenientes» , pero en las más convenientes para ellos, que por lo
general expresan los intereses de los países compradores: es decir, a los
precios más baratos. Hay en los mercados internacionales un virtual monopolio
de la demanda de materias primas y de la oferta de productos industrializados;
a la inversa, operan dispersos los ofertantes de productos básicos, que
son también compradores de bienes terminados: los unos, fuertes, actúan
congregados en torno a la potencia dominante, Estados Unidos, que consume
casi tanto como todo el resto del planeta; los otros, débiles, operan aislados,
compitiendo los oprimidos contra los oprimidos. Nunca ha existido en los
llamados mercados internacionales el llamado libre juego de la oferta y
la demanda, sino la dictadura de una sobre la otra, siempre en beneficio
de los países capitalistas desarrollados. Los centros de decisión donde
los precios se fijan se encuentran en Washington, Nueva York, Londres, París,
Amsterdam, Hamburgo; en los consejos de ministros y en la bolsa. De poco
o nada sirve que se hayan suscrito, con pompa y estrépito, acuerdos internacionales
para proteger los precios del trigo (1949), del azúcar (1953), del estaño
(1956), del aceite de oliva (1956), y del café (1962). Basta contemplar
la curva descendente del valor relativo de estos productos, para comprobar
que los acuerdos no han sido más que simbólicas excusas que los países fuertes
han presentado a los países débiles cuando los precios de sus productos
habían alcanzado niveles escandalosamente bajos. Cada vez vale menos lo
que América Latina vende y, comparativamente, cada vez es más caro lo que
compra.
Con el producto de la venta de veintidós novillos, Uruguay podía comprar
un tractor Ford Major en
1954; hoy, necesita más del doble. Un grupo de economistas chilenos que
realizó un informe para la central sindical estimó que, si el precio de
las exportaciones latinoamericanas hubiera crecido desde 1928 al mismo ritmo
que ha crecido el precio de las importaciones, América Latina hubiera obtenido,
entre 1958 y 1967, cincuenta y siete mil millones de dólares más de lo que
recibió, en ese período, por sus ventas al exterior. Sin remontarse tan
lejos en el tiempo, y tomando como base los precios de 1950, las Naciones
Unidas estiman que América Latina ha perdido, a causa del deterioro del
intercambio, más de dieciocho mil millones de dólares en la década transcurrida
entre 1955 y 1964. Posteriormente, la caída continuó. La brecha de comercio
-diferencia entre las necesidades de importación y los ingresos que se obtienen
de las exportaciones- será cada vez más ancha si no cambian las actuales
estructuras del comercio exterior: cada año que pasa, se cava más profundamente
este abismo para América Latina. Si la región se propusiera lograr, en los
próximos tiempos, un ritmo de desarrollo ligeramente superior al de los
últimos quince años, que ha sido bajísimo, enfrentaría necesidades de importación
que excederían largamente el previsible crecimiento de sus ingresos de divisas
por exportaciones.
Según los cálculos del ILPES, la brecha de comercio ascendería, en 1975,
a 4.600 millones de dólares, y en 1980 llegaría a los 8.300 millones. Esta
última cifra representa nada menos que la mitad del valor de las exportaciones
previstas para ese año. Así, sombrero en mano, los países latinoamericanos
golpearán cada vez más desesperadamente a las puertas de los prestamistas
internacionales.
A. Emmanuel sostiene que la maldición de los precios bajos no pesa sobre
determinados productos, sino sobre determinados países. Al fin y al cabo,
el carbón, uno de los principales productos de exportación de Inglaterra
hasta no hace mucho, no es menos primario que la lana o el cobre, y el azúcar
contiene más elaboración que el whisky escocés o los vinos franceses; Suecia
y Canadá exportan madera, una materia prima, a precios excelentes. El mercado
mundial funda la desigualdad del comercio, según Emmanuel , en el intercambio
de más horas de trabajo de los países pobres por menos horas de trabajo
de los países ricos: la clave de la explotación reside en que existe una
enorme diferencia en los niveles de salarios de unos y otros países, y que
esa diferencia no está asociada a diferencias de la misma magnitud en la
productividad del trabajo. Son los salarios bajos los que, según Emmanuel,
determinan los precios bajos, y no a la inversa: los países pobres exportan
su pobreza, con lo que se empobrecen cada vez más, al tiempo que. los países
ricos obtienen el resultado inverso. Según las estimaciones de Samir Amin,
si los productos exportados por los países subdesarrollados en 1966 hubieran
sido producidos por los países desarrollados con las mismas técnicas pero
con sus mucho mayores niveles de salarios, los precios hubieran variado
a tal punto que los países subdesarrollados hubieran recibido catorce mil
millones de dólares más.
Por cierto que los países ricos han utilizado y utilizan las barreras aduaneras
para proteger sus altos salarios internos en los renglones en que no podría
competir con los países pobres. Los Estados Unidos emplean al Fondo Monetario,
al Banco Mundial y los acuerdos arancelarios del GATT, para imponer en América
Latina la doctrina del comercio libre y la libre competencia, obligando
al abatimiento de los cambios múltiples, del régimen de cuotas y permisos
de importación y exportación, y de los aranceles y gravámenes de aduana,
pero no predican en modo alguno con el ejemplo. Del mismo modo que desalientan
fuera de fronteras la actividad del Estado, mientras dentro de fronteras
el Estado norteamericano protege a los monopolios mediante un vasto sistema
de subsidios y precios privilegiados, los Estados Unidos practican también
un agresivo proteccionismo, con tarifas altas y restricciones rigurosas,
en su comercio exterior. Los derechos de aduana se combinan con otros impuestos
y con las cuotas y los embargos. ¿Qué ocurriría con la prosperidad de los
ganaderos del Medio Oeste si los Estados Unidos permitieran el acceso a
su mercado interno, sin tarifas ni imaginativas prohibiciones sanitarias,
de la carne de mejor calidad y menor precio que producen Argentina y Uruguay?
El hierro ingresa libremente en el mercado norteamericano, pero si se ha
convertido en lingotes, paga 16 centavos por tonelada, y la tarifa sube
en proporción directa al grado de elaboración otro tanto ocurre con el cobre
y con una infinidad de productos: alcanza con secar las bananas, cortar
el tabaco, endulzar el cacao, aserrar la madera o extraer el carozo a los
dátiles para que los aranceles se descarguen implacablemente sobre estos
productos. En enero de 1969, el gobierno de los Estados Unidos dispuso la
virtual suspensión de las compras de tomates en México, que dan trabajo
a 170 mil campesinos del estado de Sinaloa, hasta que los cultivadores norteamericanos
de tomate de la Florida consiguieron que los mexicanos aumentasen d precio
para evitar la competencia.
Pero la más quemante contradicción entre la teoría y la realidad del comercio
mundial estalló cuando la guerra del café soluble cobró, en 1967, estado
público. Entonces se puso en evidencia que sólo los países ricos tienen
el derecho de explotar en su beneficio las «ventajas naturales comparativas»
que determinan, en teoría, la división internacional del trabajo. El mercado
mundial del café soluble, de asombrosa expansión, está en manos de la Nestlé
y la General Foods; se estima que no pasará mucho tiempo antes de que estas
dos grandes empresas abastezcan más de la mitad del café que se consume
en el mundo. Estados Unidos y Europa compran el café en granos a Brasil
y Africa; lo concentran en sus plantas industriales y lo venden, convertido
en café soluble, a todo el mundo. Brasil, que es el mayor productor mundial
de café, no tiene, sin embargo, d derecho de competir exportando su propio
café soluble, para aprovechar sus costos más bajos y para dar destino a
los excedentes de producción que antes destruía y ahora almacena en los
depósitos del Estado. Brasil sólo tiene el derecho de proporcionar la materia
prima para enriquecer a las fábricas del extranjero. Cuando las fábricas
brasileñas -apenas cinco
en un total de ciento diez en el mundo- comenzaron a ofrecer café soluble
en el mercado internacional, fueron acusadas de competencia desleal. Los
países ricos pusieron el grito en el cielo, y Brasil aceptó una imposición
humillante: aplicó a su café soluble un impuesto interno tan alto como para
ponerlo fuera de combate en el mercado norteamericano.
Europa no se queda atrás en la aplicación de barreras arancelarias, tributarias
y sanitarias contra los productos latinoamericanos. El Mercado Común descarga
impuestos de importación, para defender los altos precios internos de sus
productos agrícolas, y a la vez subsidia esos productos agrícolas para poderlos
exportar a precios competitivos: con lo que obtiene por los impuestos financia
los subsidios. Así, los países pobres pagan a sus compradores ricos para
que les hagan la competencia. Un kilo de carne de 'lomo de novillo vale,
en Buenos Aires o en Montevideo, cinco veces menos que cuando cuelga de
un gancho en una carnicería de Hamburgo o Munich. «Los países desarrollados
quieren permitir que les vendamos jets y computadoras, pero nada que estemos
en condiciones de producir con ventaja», se quejaba, con razón, un representante
del gobierno chileno en una conferencia internacional.
Las inversiones imperialista s en el área industrial de América Latina no
han modificado en absoluto los términos de su comercio internacional. La
región continúa estrangulándose en el intercambio de sus productos por los
productos de las economías centrales. La expansión de las ventas de las
empresas norteamericanas radicadas al sur del río Bravo se concentra en
los mercados locales y no en la exportación. Por el contrario la proporción
correspondiente a la exportación tiende a disminuir: según la OEA, las filiales
norteamericanas exportan un diez por ciento de sus ventas totales en 1962,
y sólo un siete y medio por ciento tres años más tarde . El comercio de
los productos industrializados por América Latina sólo crece dentro de América
Latina: en 1955, las manufacturas comprendían una décima parte del intercambio
entre los países del área, y en 1966 la proporción había subido al treinta
por ciento.
El jefe de una misión técnica norteamericana Brasil, John Abbink, había
anticipado, proféticamente, en 1950: «Los Estados Unidos deben estar preparados
para guiar la inevitable industrialización de los países no desarrollados,
si se desea evitar el golpe de un desarrollo económico intensísimo fuera
de la égida norteamericana... La industrialización, si no es controlada
de alguna manera, llevarla a una sustancial reducción de los mercados estadounidenses
de exportación. En efecto, ¿acaso la industrialización, aunque sea teleguiada
desde fuera, no sustituye con producción nacional las mercaderías que antes
cada país debía importar del exterior? Celso Furtado advierte que, a medida
que América Latina avanza en la sustitución de importaciones de productos
más complejos, «la dependencia de in sumos provenientes de la matrices tiende
a aumentar. Entre 1957 y 1964 se duplicaron las ventas de las filiales norteamericanas,
en tanto sus importaciones, sin incluir los equipamientos, se multiplicaron
por más de tres. «Esa tendencia parecería indicar que la eficacia sustitutiva
es una función decreciente de la expansión industrial controlada por compañías
extranjeras.
La dependencia no se rompe, sino que cambia de calidad: los Estados Unidos
venden, ahora, en América Latina, una proporción mayor de productos más
sofisticados y de alto nivel tecnológico. «A largo plazo -opina el Departamento
de Comercio, a medida que crece la producción industrial mexicana, se crean
mayores oportunidades para exportaciones adicionales de los Estados Unidos...».
Argentina, México y Brasil son muy buenos compradores de maquinaria industrial,
maquinaria eléctrica, motores, equipos y repuestos de origen norteamericano.
Las filiales de las grandes corporaciones se abastecen en sus casas matrices,
a precios deliberadamente caros. Refiriéndose a los costos de instalación
de la industria automotriz extranjera en Argentina, Viñas y Gastiazoro dicen,
en este sentido: “Pagando estas importaciones a precios muy elevados, giraban
fondos hacia el exterior.
En muchos casos, estos pagos eran tan importantes que las empresas no sólo
daban pérdidas [a pesar del precio a que se vendían los automotores] sino
que comenzaron a quebrar, esfumándose rápidamente el valor de las acciones
colocadas en el país... El resultado fue que de las veintidós empresas 'radicadas'
quedan actualmente diez, algunas al borde de la quiebra ...”.
Para mayor gloria del poder mundial de las corporaciones, las subsidiarias
disponen así de las escasas divisas de los países latinoamericanos. El esquema
de funcionamiento de la industria satelizada, en relación con sus lejanos
centros de poder, no se distingue mucho del tradicional sistema de explotación
imperialista de los productos primarios. Antonio García sostiene que la
exportación “colombiana” de petróleo crudo ha sido siempre, estrictamente,
una transferencia física de aceite crudo desde un campo norteamericano de
extracción hasta unos centros industriales de refinado, comercialización
y consumo en Estados Unidos, y la exportación “hondureña” o “guatemalteca”
de plátano, ha tenido el carácter de una transferencia de alimentos que
efectúan unas compañías norteamericanas desde unos campos coloniales de
cultivo hasta unas áreas norteamericanas de comercialización y consumo.
Pero las fábricas “argentinas”, “brasileñas” o “mexicanas” , por no citar
más que las más importantes, también integran un espacio econ6mico que nada
tiene que ver con su localización geográfica. Forman, como muchos otros
hilos, la urdimbre internacional de las corporaciones, cuyas casas matrices
trasladan las utilidades de un país a otro, facturando las ventas por encima
o por debajo de los precios reales, según la dirección en que desean volcar
las ganancias . Resortes fundamentales del comercio exterior quedan así
en manos de empresas norteamericanas o europeas que orientan la política
comercial de los países según el criterio de gobiernos y directorios ajenos
a América Latina. Así como las filiales de Estados Unidos no exportan cobre
a la URSS ni a China ni venden petróleo a Cuba, tampoco se abastecen de
materias primas y maquinarias en las fuentes internacionales más baratas
y convenientes.
Esta eficiencia en la coordinación de las operaciones en escala mundial,
por completo al margen del «libre juego de las fuerzas del mercado», no
se traduce, claro está, en precios más bajos para los consumidores nacionales,
sino en utilidades mayores para los accionistas extranjeros. Es elocuente
el caso de los automóviles. Dentro de los países latinoamericanos, las empresas
disponen de una mano de obra abundante y muy, pero muy, barata, además de
una política oficial en todos los sentidos favorable a la expansión de las
inversiones: donaciones de terrenos, tarifas eléctricas privilegiadas, redescuentos
del Estado para financiar las ventas a plazos, dinero fácilmente accesible
y, por si fuera poco, d auxilio ha llegado en algunos países hasta el extremo
de eximir a las empresas del pago de los impuestos a la renta o a las ventas.
El control del mercado resulta, por otra parte, de antemano facilitado por
el prestigio mágico que, ante los ojos de la clase media, irradian las marcas
y los modelos promovidos por gigantescas campañas mundiales de publicidad.
Sin embargo, todos estos factores no impiden, sino que determinan, que los
autos producidos en la región resulten mucho más caros que en los países
de origen de las mismas empresas. Las dimensiones de los mercados latinoamericanos
son mucho menores, bien es cierto, pero también es cierto que en estas tierras
el afán de ganancias de las corporaciones se excita como en ninguna otra
parte. Un Ford Falcon construido en Chile cuesta tres veces más que en Estados
Unidos, un Valiant o un Fíat fabricados en la Argentina tienen precios de
venta que duplican con creces los de Estados Unidos o Italia, y otro tanto
ocurre con el Volkswagen de Brasil en relación con el precio en Alemania.
LA DIOSA TECNOLOGÍA NO HABLA ESPAÑOL
Wright Patman. el conocido parlamentario norteamericano, considera que el
cinco por ciento de las acciones de una gran corporación puede resultar
suficiente, en muchos casos, para su control liso y llano por parte de un
individuo, una familia o un grupo económico. Si un cinco por ciento basta
para la hegemonía en el seno de las empresas todopoderosas de los Estados
Unidos, ¿qué porcentaje de acciones se requiere para dominar una empresa
latinoamericana? En realidad, alcanza incluso con menos: las sociedades
mixtas, que constituyen uno de los pocos orgullos todavía accesibles a 1a
burguesía latinoamericana, simplemente decoran el poder extranjero con la
participación nacional de capitales que pueden ser mayoritarios, pero nunca
decisivos frente a la fortaleza de los cónyuges de fuera. A menudo, es el
Estado mismo quien se asocia a la empresa imperialista, que de este modo.
obtiene, ya convertida en empresa nacional, todas las garantías deseables
y un clima general de cooperación y hasta de cariño. La participación «minoritaria»
de los capitales extranjeros se justifica, por lo general, en nombre de
las necesarias transferencias de técnicas y patentes. La burguesía latinoamericana,
burguesía de mercaderes sin sentido creador, atada por el cordón umbilical
al poder de la tierra, se hinca ante los altares de la diosa Tecnología.
Si se tomaran en cuenta, como una prueba de desnacionalización, las acciones
en poder extranjero, aunque sean pocas, y las dependencia tecnológica, que
muy rara vez es poca, ¿cuántas fábricas podrían ser consideradas realmente
nacionales en América Latina? En México, por ejemplo, es frecuente que los
propietarios extranjeros de la tecnología exijan una parte del paquete accionario
de las empresas, además de decisivos controles técnicos y administrativos
y de la obligación de vender el producción a determinados intermediarios
también extranjeros, y de importar la maquinaria y otros bienes desde sus
casas matrices, a cambio de los contratos de trasmisión de patentes o know-how.
No sólo en México. Resulta ilustrativo que los países del llamado Grupo
Andino (Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador y Perú) hayan elaborado un proyecto
para un régimen común de tratamiento de los capitales extranjeros en el
área, que hace hincapié en el rechazo de los contratos de transferencia
de tecnología que contengan condiciones como éstas. El proyecto propone
a los países que se nieguen a aceptar, además, que las empresas extranjeras
dueñas de las patentes fijen los precios de los productos con ellas elaborados
o que prohíban su exportación a determinados países.
El primer sistema de patentes para proteger la propiedad de las invenciones
fue creado, hace casi cuatro siglos, por sir Francis Bacon. A Bacon le gustaba
decir: «El conocimiento es poder», y desde entonces se supo que no le faltaba
razón. La ciencia universal poco tiene de universal; está objetivamente
confinada tras los limites de las naciones avanzadas. América Latina no
aplica en su propio beneficio los resultados de la investigación científica,
por la sencilla razón de que no tiene ninguna, y en consecuencia se condena
a padecer la tecnología de los poderosos, que castiga y desplaza a las materias
primas naturales. América Latina ha sido hasta ahora incapaz de crear una
tecnología propia para sustentar y defender su propio desarrollo. El mero
trasplante de la tecnología de los países adelantados no sólo implica la
subordinación cultural y, en definitiva, también la subordinación económica,
sino que, además, después de cuatro siglos y medio de experiencia en la
multiplicación de los oasis de modernismo importado en medio de los desiertos
del atraso y de la ignorancia, bien puede afirmarse que tampoco resuelve
ninguno de los problemas del subdesarrollo. Esta vasta región de analfabetos
invierte en investigaciones tecnológicas una suma doscientas veces menor
la que los Estados Unidos destinan a esos fines. Hay menos de mil computadoras
en América Latina y cincuenta mil en Estados Unidos, en 1970. Es en el norte,
por supuesto, donde se diseñan los modelos electrónicos y se crean los lenguajes
de programación que América Latina importa. El subdesarrollo latinoamericano
no es un tramo en el camino del desarrollo, aunque se «modernicen» sus deformidades;
la región progresa sin liberarse de la estructura de su atraso y de nada
vale, señala Manuel Sadosky, la ventaja de no participar en el progreso
con programas y objetivos propios . Los símbolos de la prosperidad son los
símbolos de la dependencia. Se recibe la tecnología moderna como en el siglo
pasado se recibieron los ferrocarriles, al servicio de los intereses extranjeros
que modelan y remodelan el estatuto colonial de estos países. «Nos ocurre
lo que a un reloj que se atrasa y no es arreglado –dice Sadosky–. Aunque
sus manecillas sigan andando hacia adelante, la diferencia entre la hora
que marque y la hora verdadera será creciente».
Las universidades latinoamericanas forman, en pequeña escala, matemáticos,
ingenieros y programadores que de todos modos no encuentran trabajo sino
en el exilio: nos damos el lujo de proporcionar a los Estados Unidos nuestros
mejores técnicos y los científicos más capaces, que emigran tentados por
los altos sueldos y las grandes posibilidades abiertas, en el norte, a la
investigación. Por otra parte, cada vez que una universidad o un centro
de cultura superior intenta, en América Latina, impulsar las ciencias básicas
para echar las bases de una tecnología no copiada de los moldes y los intereses
extranjeros, un oportuno golpe de Estado destruye la experiencia bajo el
pretexto de que as! se incuba la subversión. Este fue el caso, por ejemplo,
de la Universidad de Brasilia, abatida en 1964, y la verdad es que no se
equivocan los arcángeles blindados que custodian el orden establecido: la
política cultural autónoma requiere y promueve, cuando es auténtica, profundice
cambios en todas las estructuras vigentes. La alternativa consiste en descansar
en las fuentes ajenas: la copia simiesca de los adelantos que difunden las
grandes corporaciones, en cuyas manos es monopolizada la tecnología más
moderna, para crear nuevos productos y para mejorar la calidad o reducir
el costo de los productos existentes. El cerebro electrónico aplica infalibles
métodos de cálculo para estimar costos y beneficios, y así, América Latina
importa técnicas de producción diseñadas para economizar mano de obra, aunque
le sobra la fuerza de trabajo y los desocupados van en camino de constituir
una aplastante mayoría en varios países; así, también, la propia impotencia
determina que la región dependa, para su progreso, de la voluntad de los
inversionistas extranjeros. Al controlar las palancas de la tecnología,
las grandes corporaciones multinacionales manejan también, por obvias razones,
otros resortes claves de la economía latinoamericana. Por supuesto, las
casas matrices nunca proporcionan a sus filiales las innovaciones más recientes,
ni impulsan, tampoco, una independencia que no les convendría. Una encuesta
de Business International, realizada por encargo del BID, llegó a la conclusión
de que «es evidente que las subsidiarias de las corporaciones internacionales
que operan en la región no realizan esfuerzos significativos en materia
de 'investigación y desarrollo'. En efecto, la mayoría de ellas carece de
un departamento con esa finalidad y en casos muy contados llevan a cabo
labores de adaptación de tecnología, en tanto que otra minoría de empresas
–situadas casi invariablemente en Argentina, Brasil y México– realiza modestas
actividades de investigación». Raúl Prebisch advierte que «las empresas
norteamericanas en Europa instalan laboratorios y realizan investigaciones
que contribuyen a fortalecer la capacidad científica y técnica de esos países,
lo que no ha sucedido en América Latina, y denuncia un hecho muy grave:
“La inversión nacional –dice–, por su falta de conocimiento especializado
[know - how], realiza la mayor parte de su transferencia de tecnología recibiendo
técnicas que son del dominio público" que se importan como licencias de
conocimiento especializado...”.
Es altísimo, en varios sentidos, el costo de la dependencia tecnológica:
también lo es en dólares constantes y sonantes, aunque las estimaciones
no resultan nada fáciles por los múltiples escamoteos que las empresas practican
en sus declaraciones de remesas al exterior, Las cifras oficiales indican,
no obstante, que el drenaje de dólares por asistencia técnica se multiplicó
por quince, en México, entre 1950 y 1964. Y en el mismo período las nuevas
inversiones no llegaron siquiera a duplicarse. Las tres cuartas partes del
capital extranjero en México aparecen, hoy, destinadas a la industria manufacturera;
en 1950, la proporción era de la cuarta parte. Esta concentración de recursos
en la industria sólo implica una modernización refleja, con tecnología de
segunda mano, que el país paga como si fuera de primerísima. La industria
automotriz ha drenado de México mil millones de dólares, de una u otra manera,
pero un funcionario del sindicato de los automóviles en Estados Unidos recorrió
la nueva planta de la General Motors en Toluca, y escribió después: “Fue
peor que arcaico. Peor, porque fue deliberadamente arcaico, con lo obsoleto
cuidadosamente planeado... Las plantas mexicanas son equipadas deliberadamente
con maquinaria de baja productividad” .
¿Qué decir de la gratitud que América Latina debe a la Coca Cola, la Pepsi
o la Crush, que cobran carísimas licencias industriales a sus concesionarios
para proporcionarles una pasta que se disuelve en agua y se mezcla con azúcar
y gas?
LA MARGINACIÓN DE LOS HOMBRES Y LAS REGIONES
Grow with Brazil. Grandes avisos en los diarios de Nueva York exhortan a
los empresarios norteamericanos a sumarse al impetuoso crecimiento del gigante
de los trópicos. La ciudad de Sao Paulo duerme con los ojos abiertos; aturden
sus oídos las crepitaciones del desarrollo; surgen fábricas y rascacielos,
puentes y caminos, como brotan, de súbito, ciertas plantas salvajes en las
tierras calientes. Pero la traducción correcta de aquel eslogan publicitario
sería, bien se sabe: «Crezca a costa del Brasil». El desarrollo es un banquete
con escasos invitados, aunque sus resplandores engañen, y los platos principales
están reservados a las mandíbulas extranjeras. Brasil tiene ya más de noventa
millones de habitantes, y duplicará su población antes del fin del siglo,
pero las fábricas modernas ahorran mano de obra y el intacto latifundio
también niega, tierra adentro, trabajo. Un niño en harapos contempla, con
brillo en la mirada, el túnel más largo del mundo, recién inaugurado en
Río de Janeiro. El niño en harapos está orgulloso de su país, y con razón,
pero él es analfabeto y roba para comer.
En toda América Latina, la irrupción del capital extranjero en el área manufacturera,
recibida con tanto entusiasmo, ha puesto aún más en evidencia las diferencias
entre los «modelos clásicos» de industrialización, tal como se leen en la
historia -de los países hoy desarrollados, y las características que el
proceso muestra en América Latina. El sistema vomita hombres, pero la industria
se da el lujo de sacrificar mano de obra en una proporción mayor que la
de Europa .
No existe ninguna relación coherente entre la mano de obra disponible y
la tecnología que se aplica, como no sea la que nace de la conveniencia
de usar una de las fuerzas de trabajo más baratas del mundo. Tierras ricas,
subsuelos riquísimos, hombres muy pobres en este reino de la abundancia
y el desamparo: la inmensa marginación de los trabajadores que el sistema
arroja a la vera del camino frustra el desarrollo del mercado interno y
abate el nivel de los salarios. La perpetuación del vigente régimen de tenencia
de la tierra no sólo agudiza el crónico problema de la baja productividad
rural, por el desperdicio de tierra y capital en las grandes haciendas improductivas
y el desperdicio de mano de obra en la proliferación de los minifundios,
sino que además implica un drenaje caudaloso y creciente de trabajadores
desocupados en dirección a las ciudades. El subempleo rural se vuelca en
el subempleo urbano. Crecen la burocracia y las poblaciones marginales,
donde van a parar, vertedero sin fondo, los hombres despojados del derecho
de trabajo. Las fábricas no brindan refugio a la mano de obra excedente,
pero la existencia de este vasto ejército de reserva siempre disponible
permite pagar salarios varias veces más bajos que los que ganan los obreros
norteamericanos o alemanes. Los salarios pueden continuar siendo bajos aunque
aumente la productividad, y la productividad aumenta a costa de la disminución
de la mano de obra. La industrialización «satelizada» tiene un carácter
excluyente: las masas se multiplican a ritmo de vértigo, en esta región
que ostenta el más alto índice de crecimiento demográfico del planeta, pero
el desarrollo del capitalismo dependiente –un viaje con más náufragos que
navegantes– margina mucha más gente que la que es capaz de integrar. La
proporción de trabajadores de la industrie manufacturera dentro del total
de la población activa latinoamericana disminuye en vez de aumentar: había
un 14,5 % de .trabajadores en la década del cincuenta; hoy sólo hay un once
y medio por ciento. En Brasil, según un estudio reciente, «el número total
de nuevos empleos que deberán crearse promediarán un millón y medio por
año durante la próxima década». Pero el total de trabajadores empleados
por las fábricas de Brasil, el país más industrializado de América Latina,
suma, sin embargo apenas dos millones y medio.
Es multitudinaria la invasión de los brazos provenientes de las zonas más
pobres de cada país; las ciudades excitan y defraudan las expectativas de
trabajo de familias enteras atraídas por la esperanza de elevar su nivel
de vida y conseguirse un sitio en el gran circo mágico de la civilización
urbana.
Una escalera mecánica es la revelación del Paraíso, pero el deslumbramiento
no se come: la ciudad hace aún más pobres a los pobres, porque cruelmente
les exhibe espejismos de riquezas a las que nunca tendrán acceso, automóviles,
mansiones, máquinas poderosas como Dios y como el Diablo, y en cambio les
niega una ocupación segura y un techo decente bajo el cual cobijarse, platos
llenos en la mesa para cada mediodía. Un organismo de las Naciones Unidas
estima que por lo menos la cuarta parte de la población de las ciudades
latinoamericanas habita «asentamientos que escapan a las normas modernas
de construcción urbana», extenso eufemismo de los técnicos para designar
los tugurios conocidos como favelas en Río de Janeiro, callampas en Santiago
de Chile, jacales en México, barrios en Caracas y barriadas en Lima, villas
miseria en Buenos Aires y cantegriles en Montevideo. En las viviendas de
lata, barro y madera que brotan antes de cada amanecer en los cinturones
de las ciudades, se acumula la población marginal arrojada a las ciudades
por la miseria y la esperanza. Huaico significa, en quechua, deslizamiento
de tierra, y huaico llaman los peruanos a la avalancha humana descargada
desde la sierra sobre la capital en la costa: casi el setenta por ciento
de los habitantes de Lima proviene de las provincias. En Caracas los llaman
toderos, porque hacen de todo: los marginados viven de «changas», mordisqueando
trabajo de a pedacitos y de cuando en cuando, o cumplen tareas s6rdidas
o prohibidas: son sirvientas, picapedreros o albañiles ocasionales, vendedores
de limonada o de cualquier cosa, ocasionales electricistas o sanitarios
o pintores de paredes, mendigos, ladrones, cuidadores de autos, brazos disponibles
para lo que venga. Como los marginados crecen más rápidamente que los «integrados»,
las Naciones Unidas presienten, en el estudio citado, que de aquí a pocos
años «los asentamientos irregulares albergarán a una mayoría de la población
urbana». Una mayoría de derrotados. Mientras tanto, el sistema opta por
esconder la basura bajo la alfombra. Va barriendo, a punta de ametralladora,
las favelas de los morros de la bahía y las villas miseria de la capital
federal; arroja a los marginados, por millares y millares, lejos de la vista.
Río de Janeiro y Buenos Aires escamotean el espectáculo de la miseria que
el sistema produce; pronto no se verá más que la masticación de la prosperidad,
pero no sus excrementos, en estas ciudades donde se dilapida la riqueza
que Brasil y Argentina, enteros, crean.
Dentro de cada país se reproduce el sistema internacional de dominio que
cada país padece. La concentración de la industria en determinadas zonas
refleja la concentración previa de la demanda en los grandes puertos o zonas
exportadoras. El ochenta por ciento de la industria brasileña está localizado
en el triángulo del sudeste –Sáo Paulo, Río de Janeiro y Belo Horizonte–
mientras el nordeste famélico tiene una participación cada vez menor en
el producto industrial nacional; dos tercios de la industria argentina están
en Buenos Aires y Rosario; Montevideo abarca las tres cuartas partes de
la industria uruguaya, y otro tanto ocurre con Santiago y Valparaíso en
Chile; Lima y su puerto concentran el sesenta por ciento de la industria
peruana. El creciente atraso relativo de las grandes áreas del interior,
sumergidas en la pobreza, no se debe a su aislamiento, como sostienen algunos,
sino que, por el contrario, es el resultado de la explotación, directa o
indirecta, que sufren por parte de los viejos centros coloniales convertidos,
hoy, en centros Industriales. «Un siglo y medio de historia nacional –proclama
un líder sindical argentino– ha presenciado la violación de todos los pactos
solidarios, la quiebra de la fe jurada en los himnos y las constituciones,
el dominio de Buenos Aires sobre las provincias. Ejércitos y aduanas, leyes
hechas por pocos y soportadas por muchos, gobiernos que con algunas excepciones
han sido agentes del poder extranjero, edificaron esta orgullosa metrópoli
que acumula la riqueza y el poder. Pero si buscamos la explicación de esa
grandeza y la condena de ese orgullo, las hallaremos en los yerbates misioneros,
en los pueblos muertos de la Forestal, en la desesperación de los ingenios
tucumanos y las minas de Jujuy, en los puertos abandonados del Paraná, en
el éxodo de Berisso: todo un mapa de miseria rodeando un centro de opulencia
afirmado en el ejercicio de un dominio interno que ya no se puede disimular
ni consentir». En su estudio del desarrollo del subdesarrollo en Brasil,
André Gunder Frank observó que, siendo Brasil un satélite de los Estados
Unidos, dentro de Brasil el nordeste cumple a su vez una función satélite
de la «metrópoli interna» radicada en la zona sudeste. La polarización se
hace visible a través de rasgos numerosos: no sólo porque la inmensa mayoría
de las inversiones privadas y públicas se ha concentrado en Sáo Paulo, sino
además porque esta ciudad gigante se apropia también, por medio de un vasto
embudo, de los capitales generados por todo el país a través de un intercambio
comercial desventajoso, de una política arbitraria de precios, de escalas
privilegiadas de impuestos internos y de la apropiación en masa de cerebros
y mano de obra capacitada.
La industrialización dependiente agudiza la concentración de la renta, desde
un punto de vista regional y desde un punto de vista social. La riqueza
que genera no se irradia sobre el país entero ni sobre la sociedad entera,
sino que consolida los desniveles existentes e incluso los profundiza. Ni
siquiera sus propios obreros, los «integrados» cada vez menos numerosos,
se benefician en medida pareja del crecimiento industrial; son los estratos
más altos de la pirámide social los que recogen los frutos, amargos para
muchos, de los aumentos de la productividad. Entre 1955 y 1966, en Brasil,
la industria mecánica, la de materiales eléctricos, la de comunicaciones
y la industria automotriz elevaron su productividad en cerca de un ciento
treinta por ciento, pero en ese mismo período los salarios de los obreros
por ellas ocupados sólo crecieron en valor real, en un seis por ciento.
América Latina ofrece brazos baratos: en 1961, el salario-hora promedio
en Estados Unidos se elevaba a dos dólares; en Argentina era de 32 centavos
y en Brasil de 28; en Colombia, 17; en México, 16; y en Guatemala apenas
llegaba a diez centavos. Desde entonces, la brecha creció. Para ganar lo
que un obrero francés percibe en una hora, el brasileño tiene que trabajar,
actualmente, dos días y medio. Con poco más de diez horas de servicio el
obrero estadounidense gana, en equivalencia, un mes de trabajo del carioca.
Y para recibir un salario superior al correspondiente a una jornada de ocho
horas del obrero de Río de Janeiro, es suficiente que el inglés y el alemán
trabajen menos de treinta minutos. El bajo nivel de salarios de América
Latina solo se traduce en precios bajos en los mercados internacionales,
donde la región ofrece sus materias primas a cotizaciones exiguas para que
se beneficien los consumidores de los países ricos; en los mercados internos,
en cambio, donde la industria desnacionalizada vende manufacturas, los precios
son altos, para que resulten altísimas las ganancias de las corporaciones
imperialistas.
Todos los economistas coinciden en reconocer la importancia del crecimiento
de la demanda como catapulta del desarrollo industrial. En América Latina,
la industria, extranjerizada, no muestra el menor interés por ampliar, en
extensión y en profundidad, el mercado de masas que sólo podría crecer horizontal
y verticalmente si se impulsara la puesta en práctica de hondas transformaciones
en toda la estructura económico-social, lo que implicaría el estallido de
inconvenientes tormentas políticas. El poder de compra de la población asalariada,
ya intervenidos o aniquilados o domesticados los sindicatos de las ciudades
más industrializadas, no crece en medida suficiente, y tampoco bajan los
precios de los artículos industriales: ésta es una región gigantesca, con
un mercado potencial enorme y un mercado real reducido por la pobreza de
sus mayorías. Virtualmente, la producción de las grandes fábricas de automóviles
o refrigeradores se dirige al consumo de apenas un cinco por ciento de la
población latinoamericana. Apenas uno de cada cuatro brasileños puede considerarse
un consumidor real. Cuarenta y cinco millones de brasileños suman la misma
renta total que novecientos mil privilegiados ubicados en el otro extremo
de la escala social .
LA INTEGRACIÓN DE AMÉRICA LATINA BAJO LA BANDERA DE LAS BARRAS Y LAS ESTRELLAS
Hay ángeles que todavía creen que todos los países terminan al borde de
sus fronteras. Son los que afirman que los Estados Unidos poco o nada tienen
que ver con la integración latinoamericana, por la sencilla razón de que
los Estados Unidos no forman parte de la Asociación Latinoamericana de Libre
Comercio (ALALC) ni del Mercado Común Centroamericano. Como quería el libertador
Simón Bolívar, dicen, esta integración no va más allá del límite que separa
a México de su poderoso vecino del norte. Quienes sustentan este criterio
seráfico olvidan, interesada amnesia, que una legión de piratas, mercaderes,
banqueros, marines, tecnócratas, boinas verdes, embajadores y capitanes
de empresa norteamericanos se han apoderado, a lo largo de una historia
negra, de la vida y el destino de la mayoría de los pueblos del sur, y que
actualmente también la industria de América Latina yace en el fondo del
aparato digestivo del Imperio. «Nuestra» unión hace «su» fuerza, en la medida
en que los países, al no romper previamente con los moldes del subdesarrollo
y la dependencia, integran sus respectivas servidumbres.
En la documentación oficial de la ALALC se suele exaltar la función del
capital privado en el desarrollo de la integración. Ya hemos visto, en los
capítulos anteriores, en qué manos está ese capital privado. A mediados
de abril de 1969, por ejemplo, se reunió en Asunción la Comisión Consultiva
de Asuntos Empresariales. Entre otras cosas, reafirmó «la orientación de
la economía latinoamericana, en el sentido de que la integración económica
de la Zona ha de lograrse con base en el desarrollo de la empresa privada
fundamentalmente». Y recomendó que los gobiernos establezcan una legislación
común para la formación de «empresas multinacionales, constituidas predominantemente
[sic] por capitales y empresarios de los países miembros». Todas las cerraduras
se entregan al ladrón: en la Conferencia de Presidentes de Punta del Este,
en abril de 1967, se llegó a propugnar, en la declaración final que el propio
Lyndon Johnson cerró con sello de oro, la creación de un mercado común de
las acciones, una especie de integración de las bolsas, para que desde cualquier
lugar de América Latina se puedan comprar empresas radicadas en cualquier
punto de la región y se llega más lejos en los documentos oficiales: hasta
se recomienda lisa y llanamente la desnacionalización de las empresas públicas.
En abril de 1969, se realizó en Montevideo la primera reunión sectorial
de la industria de la carne en la ALALC: resolvió «solicitar a los gobiernos...
que estudien las medidas adecuadas para lograr una progresiva transferencia
de los frigoríficos estatales al sector privado». Simultáneamente, el gobierno
de Uruguay, uno de cuyos miembros había presidido la reunión, pisó a fondo
el acelerador en su política de sabotaje contra el Frigorífico Nacional,
de propiedad del Estado, en provecho de los frigoríficos privados extranjeros.
El desarme arancelario. que va liberando gradualmente la circulación de
mercancías dentro del área de la ALALC, está destinado a reorganizar, en
beneficio de las grandes corporaciones multinacionales, la distribución
de los centros de producción y los mercados de América Latina. Reina la
«economía de escala»: en la primera fase, cumplida en estos últimos años,
se ha perfeccionado la extranjerización de las plataformas de lanzamiento
-las ciudades industrializadas- que habrán de proyectarse sobre el mercado
regional en su conjunto. Las empresas de Brasil más interesadas en la integración
latinoamericana son, precisamente, las empresas extranjeras, y sobre todo
las más poderosas. Más de la mitad de las corporaciones multinacionales,
en su mayoría norteamericanas, que contestaron una encuesta del Banco Interamericano
de Desarrollo en toda América Latina, estaban planificando o se proponían
planificar, en la segunda mitad de la década del 60, sus actividades para
el mercado ampliado de la ALALC, creando o robusteciendo, a tales efectos,
sus departamentos regionales . En septiembre de 1969, Henry Ford anunció,
desde Río de Janeiro, que deseaba incorporarse al proceso económico de Brasil,
«porque la situación está muy buena. Nuestra participación inicial consistió
en la compra de la Willys Overland do Brasil” según declaró en conferencia
de prensa, y afirmó que exportará vehículos brasileños para varios países
de América Latina. Caterpillar, “una firma que ha tratado siempre al mundo
como a un solo mercado”, dice Business International, no demoró en aprovechar
las reducciones de tarifas tan pronto como se fueron negociando, y en 1965
ya suministraba niveladoras y repuestos de tractores, desde su planta de
Sao Paulo, a varios países de América del Sur. Con la misma celeridad, Union
Carbide irradiaba productos de electrotecnia sobre varios países latinoamericanos,
desde su fábrica de México, haciendo uso de las exoneraciones de derechos
aduaneros, impuestos y depósitos previos para los intercambios en el área
de la ALALC.
Empobrecidos, incomunicados, descapitalizados y con gravísimos problemas
de estructura dentro de cada frontera, los países latinoamericanos abaten
progresivamente sus barreras económicas, financieras y fiscales para que
los monopolios, que todavía estrangulan a cada país por separado, puedan
ampliar sus movimientos y consolidar una nueva división del trabajo, en
escala regional, mediante la especialización de sus actividades por países
y por ramas, la fijación de dimensiones óptimas para sus empresas filiales,
la reducción de los costos, la eliminación de los competidores ajenos al
área y la estabilización de los mercados. Las filiales de las corporaciones
multinacionales sólo pueden apuntar a la conquista del mercado latinoamericano,
en determinados rubros y bajo determinadas condiciones que no afectan la
política mundial trazada por sus casas matrices. Como hemos visto en otro
capítulo, la división internacional del trabajo continúa funcionando, para
América Latina, en los mismos términos de siempre. Sólo se admiten novedades
dentro de la región. En la reunión de Punta del Este, los presidentes declararon
que «la iniciativa privada extranjera podrá cumplir una función importante
para asegurar el logro de los objetivos de la integración., y acordaron
que el Banco Interamericano de Desarrollo aumentara “los montos disponibles
para créditos de exportación en el comercio intralatinoamericano”.
La revista Fortune evaluaba en 1967 las «seductoras oportunidades nuevas»
que el mercado común latinoamericano abre a los negocios del norte: «En
más de una sala de directorio, el mercado común se está convirtiendo en
un serio elemento para los planes de futuro. Ford Motor do Brasil, que hace
los Galaxies, piensa tejer una linda red con la Ford de Argentina, que hace
los Falcons, y alcanzar economías de escala produciendo ambos automóviles
para mayores mercados. Kodak, que ahora fabrica papel fotográfico en Brasil,
gustaría producir películas exportables en México y cámaras y proyectores
en Argentina. Y citaba otros ejemplos de «racionalización de la producción
y extensión del área de operaciones de otras corporaciones, como l. T .T
., General Electric, Remington Rand, Otis Elevator, Worthington, Firestone,
Deere, Westinghouse y American Machine and Foundry. Hace nueve años, Raúl
Prebisch, vigoroso abogado de la ALALC, escribía: “Otro argumento que escucho
con frecuencia desde México hasta Buenos Aires, pasando por San Pablo y
Santiago, es que el mercado común va a ofrecer a la industria extranjera
oportunidades de expansión que hoy día no tiene en nuestros mercados limitados...
Existe el temor de que las ventajas del mercado común se aprovechen principalmente
por esa industria extranjera y no por las industrias nacionales... Compartí
ese temor, y lo comparto, no por mera imaginación, sino porque he comprobado
en la práctica la realidad de ese hecho...”. Esta comprobación no le impidió
suscribir, algún tiempo después, un documento en el que se afirma que «al
capital extranjero corresponde, sin duda, un papel importante en el desarrollo
de nuestras economías, a propósito de la integración en marcha, proponiendo
la constitución de sociedades mixtas en las que «el empresario latinoamericano
participe eficaz y equitativamente. ¿Equitativamente? Hay que salvaguardar,
es cierto, la igualdad de oportunidades. Bien decía Anatole France que la
ley, en su majestuosa igualdad, prohíbe tanto al rico como al pobre dormir
bajo los puentes, mendigar en las calles y robar pan. Pero ocurre que en
este planeta y en este tiempo una sola empresa, la General Motors, ocupa
tantos trabajadores como todos los que forman la población activa de Uruguay,
y gana en un solo año una cantidad de dinero cuatro veces mayor que el íntegro
producto nacional bruto de Bolivia.
Las corporaciones conocen ya, por anteriores experiencias de integración,
las ventajas de actuar como insiders en el desarrollo capitalista de otras
comarcas. No en vano el total de las ventas de las filiales norteamericanas
diseminadas por d mundo es seis veces mayor que él valor de las exportaciones
de los Estados Unidos. En América Latina, como en otras regiones, no rigen
las incómodas leyes antitrusts de los Estados Unidos. Aquí los países se
convierten, con plena impunidad, en seudónimos de las empresas extranjeras
que los dominan. El primer acuerdo de complementación en la ALALC fue firmado,
en agosto de 1962, por Argentina, Brasil, Chile y Uruguay; pero en realidad
fue firmado entre la IBM, la IBM, la IBM y la IBM. El acuerdo eliminaba
derechos de importación para el comercio de maquinarias estadísticas y sus
componentes entre los cuatro países, a la par que alzaba los gravámenes
a la importación de esas maquinarias desde fuera del área la IBM World Trade
“sugirió a los gobiernos que si eliminaban los derechos para comerciar entre
sí construiría plantas en Brasil y Argentina”. Al segundo acuerdo, firmado
entre los mismos países, se agregó México: fueron la RCA y la Philips of
Eindhoven quienes promovieron la exoneración para el intercambio de equipos
destinados a radio y televisión y así sucesivamente. En la primavera de
1969, el noveno acuerdo consagró la división del mercado latinoamericano
de equipos de generación, trasmisión y distribución de electricidad, entre
la Union Carbide, la General Electric y la Siemens. El Mercado Común Centroamericano,
por su parte, esfuerzo de conjunción de las economías raquíticas y deformes
de cinco países, no ha servido más que para derribar de un soplo a los débiles
productores nacionales de telas, pinturas, medicinas, cosméticos o galletas,
y para aumentar las ganancias y la órbita de negocios de la General Tire
and Rubber Co., Procter and Gamble, Grace and Co., Colgate Palmolive, Sterling
Products o National Biscuits, La liberación de derechos aduaneros ha corrido
.también pareja, en Centroamérica, con la elevación de las barreras contra
la competencia extranjera externa (por decirlo de alguna manera), de modo
que las empresas extranjeras internas puedan vender más caro y con mayores
beneficios: «Los subsidios recibidos a través de la protección tarifarias
exceden el valor total agregado por el proceso doméstico de producción,
concluye Roger Hansen.
Las empresas extranjeras tienen, como nadie, sentido de las proporciones.
Las proporciones propias y las ajenas. ¿Qué sentido tendría instalar en
Uruguay, por ejemplo, o en Bolivia, Paraguayo Ecuador, con sus mercados
minúsculos, una gran planta de automóviles, altos hornos siderúrgicos o
una fábrica importante de productos químicos? Son otros los trampolines
elegidos, en función de las dimensiones de los mercados internos y de las
potencialidades de su crecimiento. FUNSA, la fábrica uruguaya de neumáticos,
depende en gran medida de la Firestone, pero son las filiales de la Firestone
en Brasil y en Argentina las que se expanden con vistas a la integración.
Se frena el ascenso de la empresa instalada en Uruguay, aplicando el mismo
criterio que determina que la Olivetti, la empresa italiana invadida por
la General Electric, elabore sus máquinas de escribir en Brasil y sus máquinas
de calcular en argentina. «La asignación eficiente de recursos requiere
un desarrollo desigual de las diferentes partes de un país o región», sostiene
Rosenstein-Rodan, y la integración latinoamericana tendrá también sus nordestes
y sus polos de desarrollo. En el balance de los ocho años de vida del Tratado
de Montevideo que dio origen a la ALALC, el delegado uruguayo denunció que
«las diferencias en los grados de desarrollo económico [entre los diversos
países] tienden a agudizarse, porque el mero incremento del comercio en
un intercambio de concesiones recíprocas sólo puede aumentar la desigualdad
preexistente entre los polos del privilegio y las áreas sumergidas. El embajador
de Paraguay, por su parte, se quejó en términos parecidos: afirmó que los
países débiles absurdamente subvencionan el desarrollo industrial de los
países más avanzados de la Zona de Libre Comercio, absorbiendo sus altos
costos internos a través de la desgravación arancelaria y dijo que dentro
de la ALALC el deterioro de los términos de intercambio castiga a su país
tan duramente como fuera de ella: “Por cada tonelada de productos importados
de la Zona, el Paraguay paga con dos”. La realidad, afirmó el representante
de Ecuador, «está dada por once países en distintos grados de desarrollo,
lo que se traduce en mayores o menores capacidades para aprovechar el área
del comercio liberado y conduce a una polarización en beneficios y perjuicios...
». El embajador de Colombia extrajo «la única conclusión: el programa de
liberación beneficia en una desproporción protuberante a los tres países
grandes» . A medida que la integración progrese, los países pequeños irán
renunciando .sus ingresos aduaneros -que en Paraguay financian la mitad
del presupuesto nacional- a cambio de la dudosa ventaja de recibir, por
ejemplo, desde Sáo Paulo, Buenos Aires o México, automóviles fabricados
por las mismas empresa que aún los venden desde Detroit, Wolfsburg o Milán
a la mitad de precio. Esta es la certidumbre que alienta por debajo de las
fricciones que el proceso de integración provoca en medida creciente. La
exitosa aparición del Pacto Andino, que congrega a las naciones del Pacifico,
es uno de los resultados de la visible hegemonía de los tres grandes en
el marco ampliado de la ALALC: los pequeños intentan unirse aparte. Pero
pese a todas las dificultades, por espinosas que parezcan, los mercados
se extienden a medida que los satélites van incorporando nuevos satélites
a su órbita de poder dependiente. Bajo la dictadura militar de Castelo Branco,
Brasil firmó un acuerdo de garantías para las inversiones extranjeras, que
descarga sobre el Estado los riesgos y las desventajas de cada negocio.
Resultó muy significativo que el funcionario que había concertado el convenio
defendiera sus humillantes condiciones ante el Congreso, afirmando que,
«en un futuro cercano, Brasil estará invirtiendo capitales en Bolivia, Paraguayo
Chile y entonces necesitará de acuerdos de este tipo .
En el seno de los gobiernos que sucedieron al golpe de Estado de 1964, se
ha afirmado, en efecto, una tendencia que atribuye a Brasil una función
«subimperialista» sobre sus vecinos. Un elenco militar de muy importante
gravitación postula a su país como el gran administrador de los intereses
norteamericanos en la región, y llama a Brasil a ejercer, en el sur, una
hegemonía semejante a la que, frente a los Estado Unidos, el propio Brasil
padece. El general Golbery do Cauto e Silva invoca, en este sentido, otro
«Destino manifiesto» este ideólogo del «sub-imperialismo» escribía en 1952,
refiriéndose a ese «Destino manifiesto»: «Tanto más, cuando él no roza,
en el Caribe, con el de nuestros hermanos mayores del norte. El general
do Couto e Silva es el actual presidente de la Dow Olemical en Brasil. La
deseada estructura del subdominio cuenta, por cierto, con abundantes antecedentes
históricos, que van desde el aniquilamiento de Paraguay en nombre de la
banca británica, a partir de la guerra de 1865, hasta el envío de tropas
brasileñas a encabezar la operación solidaria con la invasión de los marines,
en Santo Domingo, exactamente un siglo después.
En estos últimos años ha recrudecido en gran medida la competencia entre
los gerentes de los grandes intereses imperialistas, instalados en los gobiernos
de Brasil y de Argentina, en torno al agitado problema de la lideranza continental.
Todo indica que Argentina no está en condiciones de resistir el poderoso
desafío brasileño: Brasil tiene el doble de superficie y una población cuatro
veces mayor, es casi tres veces más amplia su producción de acero, fabrica
el doble de cemento y genera más del doble de energía; la tasa de renovación
de su flota mercante es quince veces más alta. Ha registrado, además, un
ritmo de crecimiento económico bastante más acelerado que el de Argentina,
durante las dos últimas décadas. Hasta no hace mucho, Argentina producía
más automóviles y camiones que Brasil. A los ritmos actuales, en 1975 la
industria automotriz brasileña será tres veces mayor que la argentina. La
flota marítima, que en 1966 era igual a la argentina, equivaldrá a la de
toda América Latina reunida: El Brasil ofrece a la inversión extranjera
la magnitud de su mercado potencial, sus fabulosas riquezas naturales, el
gran valor estratégico de su territorio, que limita con todos los países
sudamericanos menos Ecuador y Chile, y todas las condiciones para que las
empresas norteamericanas radicadas en su suelo avancen con botas de siete
leguas: Brasil dispone de brazos más baratos y más abundantes que su rival.
No por casualidad, la tercera parte de los productos elaborados y semielaborados
que se venden dentro de la ALALC proviene de Brasil. Este es el país llamado
a constituir el eje de la liberación o de la servidumbre de toda América
Latina. Quizá el senador norteamericano Fulbright no tuvo conciencia cabal
del alcance de sus palabras cuando en 1965 atribuyó a Brasil, en declaraciones
públicas, la misión de dirigir el mercado común de América Latina.
«NUNCA SEREMOS DICHOSOS, ¡NUNCA!» HABÍA PROFETIZADO SIMÓN BOLIVAR
Para que el imperialismo norteamericano pueda, hoy día, integrar para reinar
en América Latina, fue necesario que ayer el Imperio británico contribuyera
a dividimos con los mismos fines. Un archipiélago de países, desconectados
entre sí, nació como consecuencia de la frustración de nuestra unidad nacional.
Cuando los pueblos en armas conquistaron la independencia, América Latina
aparecía en el escenario histórico enlazada por las tradiciones comunes
de sus diversas comarcas, exhibía una unidad territorial sin fisuras y hablaba
fundamentalmente dos idiomas del mismo origen, el español y el portugués.
Pero nos faltaba, como señala Trías, una de las condiciones esenciales para
constituir una gran nación única: nos faltaba la comunidad económica.
Los polos de prosperidad que florecían para dar respuesta a las necesidades
europeas de metales y alimentos no estaban vinculados entre sí: las varillas
del abanico tenían su vértice al otro lado del mar. Los hombres y los capitales
se desplazaban al vaivén de la suerte del oro o del azúcar, de la plata
o del añil, y sólo los puertos y las capitales, sanguijuelas de las regiones
productivas, teman existencia permanente. América Latina nada como un solo
espacio en la imaginación y la esperanza de Simón Bolívar, José Artigas
y José de San Martín, pero estaba rota de antemano por las deformaciones
básicas del sistema colonial. Las oligarquías portuarias consolidaron, a
través del comercio libre, esta estructura de la fragmentación, que era
su fuente de ganancias: aquellos traficantes ilustrados no podían incubar
la unidad nacional que la burguesía encarnó en Europa y en Estados Unidos.
Los ingleses, herederos de España y Portugal desde tiempo antes de la independencia,
perfeccionaron esa estructura todo a lo largo del siglo pasado, por medio
de las intrigas de guante blanco de los diplomáticos, la fuerza de extorsión
de los banqueros y la capacidad de seducción de los comerciantes. “Para
nosotros, la patria es América”, habla proclamado Bolívar: la Gran Colombia
se dividió en cinco países y el libertador murió derrotado: “Nunca seremos
dichosos, ¡nunca!” dijo al general Urdaneta. Traicionados por Buenos Aires,
San Martín se despojó de las insignias del mando y Antigas, que llamaba
americanos a sus soldados, se marchó a morir al solitario exilio de Paraguay:
el Virreinato del Río de la Plata se había partido en cuatro. Francisco
de Morazán, creador de la república federal de Centroamérica, murió fusilado
, y la cintura de América se fragmentó en cinco pedazos a los que luego
se sumaria Panamá, desprendida de Colombia por Teddy Roosevelt.
El resultado está a la vista: en la actualidad, cualquiera de las corporaciones
multinacionales opera con mayor coherencia y sentido de unidad que este
conjunto de islas que es América Latina, desgarrada por tantas fronteras
y tantas incomunicaciones. ¿Qué integración pueden realizar, entre si, países
que ni si quiera se han integrado por dentro? Cada país padece hondas fracturas
en su propio seno, agudas divisiones sociales y tensiones no resueltas entre
sus vastos desiertos marginales y sus oasis urbanos. El drama se reproduce
en escala regional. Los ferrocarriles y los caminos, creados para trasladar
la producción al extranjero por las rutas más directas, constituyen todavía
la prueba irrefutable de la impotencia o de la incapacidad de América latina
para dar vida al proyecto nacional de sus héroes más lúcidos. Brasil carece
de conexiones terrestres permanentes con tres de sus vecinos, Colombia,
Perú y Venezuela, y las ciudades del Atlántico no tienen comunicación cablegráfica
directa con las ciudades del Pacífico, de tal manera que los telegramas
entre Buenos Aires y Lima o Río de Janeiro y Bogotá pasan inevitablemente
por Nueva York; otro tanto sucede con las líneas telefónicas entre el Caribe
y el sur. Los países latinoamericanos continúan identificándose cada cual
con su propio puerto, negación de sus raíces y de su identidad real, a tal
punto que la casi totalidad de los productos del comercio intrarregional
se transportan por mar: los transportes interiores virtualmente no existen.
Pero ocurre, en este sentido, que el cártel mundial de los fletes fija las
tarifas y los itinerarios según su paladar, y América Latina se limita a
padecer las tarifas exorbitantes y las rutas absurdas. De las 118 líneas
navieras regulares que operan en la región, únicamente hay diecisiete de
banderas regionales; los fletes sangran la economía latinoamericana en mil
millones de dólares por año. Así, las mercancías enviadas desde Porto Alegre
a Montevideo llegan más rápido a destino si pasan antes por Hamburgo, y
otro tanto ocurre con la lana uruguaya en viaje a Estados Unidos, el flete
de Buenos Aires a un puerto mexicano del golfo disminuye en más de la cuarta
parte si el tráfico se realiza a través de Southampton. El transporte de
madera desde México a Venezuela cuesta más del doble que el transporte de
madera desde Finlandia a Venezuela, aunque México está, según los mapas,
mucho más cerca. Un envío directo de productos químicos desde Buenos Aires
hasta Tampico, en México, cuesta mucho más caro que si se realiza por Nueva
Orleans.
Muy distinto destino se propusieron y conquistaron, por cierto, los Estados
Unidos. Siete años después de su independencia, ya las trece colonias habían
duplicado su superficie, que se extendió más allá de los Aleganios hasta
las riberas del Mississippi, y cuatro años más tarde consagraron su unidad
creando el mercado único. En 1803, compraron a Francia, por un precio ridículo,
el territorio de Louisiana, con lo que volvieron a multiplicar por dos su
territorio. Más tarde fue el turno de Florida y, a mediados de siglo, la
invasión y amputación de medio México en nombre del «Destino manifiesto».
Después, la compra de Alaska, la usurpación de Hawaii, Puerto Rico y las
Filipinas.
Las colonias se hicieron nación y la nación se hizo imperio, todo a lo largo
de la puesta en práctica de objetivos claramente expresados y perseguidos
desde los lejanos tiempos de los padres fundadores. Mientras el norte de
América crecía, desarrollándose hacia adentro de sus fronteras en expansión,
el sur, desarrollado hacia afuera, estallaba en pedazos como una granada.
El actual proceso de integración no nos reencuentra con nuestro origen ni
nos aproxima a nuestras metas. Ya Bolívar habla afirmado, certera profecía,
que los Estados Unidos parecían destinados por la Providencia para plagar
América de miserias en nombre de la libertad. No han de ser la General Motor
y la IBM las que tendrán la gentileza de levantar, en lugar de nosotros,
las viejas banderas de unidad y emancipación caídas en la pelea, ni han
de ser los traidores contemporáneos quienes realicen, hoy, la redención
de los héroes ayer traicionados. Es mucha la podredumbre para arrojar al
fondo del mar en el camino de la reconstrucción de América Latina. Los despojados,
los humillados, los malditos tienen, ellos sí, en sus manos, la tarea. La
causa nacional latinoamericana es, ante todo, una causa social: para que
América Latina pueda nacer de nuevo, habrá que empezar por derribar a sus
dueños, país por país. Se abren tiempos de rebelión y de cambio. Hay quienes
creen que el destino descansa en las rodillas de los dioses, pero la verdad
es que trabaja, como un desafío candente, sobre las conciencias de los hombres.
Montevideo, fines de 1970.
[EN PROTECCION DE LOS DERECHOS
DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE LAS VENAS ABIERTAS DE AMERICA LATINA]
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