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SOBRE EL DESARROLLO DEL FUNCIONAMIENTO MENTAL. 1958

El trabajo que presentaré es una contribución a la metapsicología en un intento de llevar más allá teorías fundamentales de Freud acerca del tema, sobre la base de conclusiones derivadas del progreso en la práctica psicoanalítica.

La formulación de Freud sobre la estructura mental en términos del ello, yo y superyó, se ha convertido en la base del pensamiento psicoanalítico. Freud aclaró que estas partes no se hallan estrictamente separadas unas de otras y que el ello es la base de toda función mental; agregando que el yo se desarrolla a partir del ello, pero sin dar una indicación consistente acerca del período en que esto ocurre. En el curso de la vida, el yo se extiende profundamente en el ello y por lo tanto se halla bajo la influencia constante de los procesos inconscientes.

Además, su descubrimiento de los instintos de vida y muerte, con su polaridad y fusión operando desde el nacimiento, significó un notable adelanto en la comprensión de la mente. Al observar en los procesos mentales del niño la lucha constante entre el impulso irreprimible a destruirse o salvarse, atacar sus objetos o preservarlos, he reconocido las fuerzas primordiales en pugna. Esto me dio una comprensión más profunda de la vital importancia "clínica" del concepto de Freud referente a los instintos de vida y muerte. Cuando escribí El psicoanálisis de niños (1932), ya había llegado a la conclusión de que bajo el impacto de la lucha entre los dos instintos, una de las principales funciones del yo -el dominio de la ansiedad- es puesta en marcha desde el comienzo de la vida. Freud supuso que el organismo se protege contra el peligro interno proveniente del instinto de muerte, desviándolo hacia afuera, en tanto que liga por la libido aquella parte del mismo que no puede ser desviada. En Más allá del principio de placer consideró la acción de los instintos de vida y muerte como procesos biológicos. Pero no ha sido suficientemente admitido que en algunos de sus escritos basó sus consideraciones "clínicas" sobre el concepto de los dos instintos, como por ejemplo en "El problema económico del masoquismo". Recordaré las últimas frases de este trabajo: "El masoquismo moral resulta así un testimonio clásico de la existencia de la mezcla de los instintos. Su peligro está en que procede del instinto de muerte y corresponde a aquella parte del mismo que eludió ser proyectada al mundo exterior en calidad de instinto de destrucción. Pero como además integra la significación de un componente erótico, la destrucción del individuo por sí mismo no puede tener efectos sin una satisfacción libidinal."

En Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, el aspecto psicológico de su nuevo hallazgo es expuesto en términos aun más firmes: "Con esta hipótesis abrimos ante nosotros la perspectiva de investigaciones que pueden lograr un día importancia máxima para la comprensión de procesos patológicos. Las mezclas pueden también descomponerse en sus elementos y a tales descomposiciones de mezclas de instintos podemos atribuirles gravísimas consecuencias para la función. Pero estos puntos de vista son aún demasiado nuevos y nadie ha intentado todavía utilizarlos en su labor".

Yo diría que en la medida en que Freud considera la fusión y separación de los dos instintos como subyacentes al conflicto psicológico entre impulsos agresivos y libidinales, es entonces el yo y no el organismo quien desvía el instinto de muerte.

Freud afirmó que en el inconsciente no existe el temor a la muerte; sin embargo, esto no parece compatible con su descubrimiento de los peligros provenientes del instinto de muerte obrando en el interior. De acuerdo con mi punto de vista, la ansiedad primordial con la que lucha el yo es la amenaza proveniente del instinto de muerte. Señalé en "Sobre la teoría de la ansiedad y la culpa" (1948) que no estoy de acuerdo con el punto de vista de Freud respecto de que "en lo inconsciente no existe nada que pueda dar un contenido a nuestro concepto de la destrucción de la vida", y por lo tanto "el miedo a morir ha de concebirse como análogo al miedo a la castración". En "El desarrollo temprano de la conciencia en el niño" (1933), me referí a la teoría de los dos instintos de Freud (de acuerdo con la cual en el comienzo de la vida el instinto libidinal -Eros- se opone y liga al instinto de muerte, o agresión), diciendo: "El peligro de ser destruido por este instinto de agresión establece, según yo pienso, una excesiva tensión en el yo, la cual es sentida por él como ansiedad; así es como en el comienzo de su desarrollo se halla enfrentado con la tarea de movilizar libido contra su instinto de muerte".

Concluí que el peligro de ser destruido por el instinto de muerte origina angustia en el yo, que, de este modo, en el comienzo de su desarrollo, se ve enfrentado con la tarea de movilizar libido contra el instinto de muerte. El niño pequeño estaría en peligro de ser inundado por sus impulsos destructivos si el mecanismo de proyección no pudiese actuar. Es en parte para realizar esta función que el yo, desde el nacimiento, es puesto en acción por el instinto de vida. El proceso de proyección constituye el medio que desvía el instinto de muerte hacia afuera y a la vez reviste de libido al primer objeto. El proceso primario es la introyección, también extensamente al servicio del instinto de vida; combate al instinto de muerte porque conduce a que el yo reciba algo que da vida (los alimentos en especial), ligando de este modo al instinto de muerte. Desde el comienzo de la vida los dos instintos se adhieren a los objetos, ante todo al pecho materno. Creo, por lo tanto, que mi hipótesis que basa todos los procesos de internalización en la introyección del pecho nutricio materno; clarifica las nociones sobre el desarrollo del yo en conexión con el funcionamiento de los dos instintos. Según predominen impulsos destructivos o sentimientos de amor, el pecho (que puede ser simbólicamente representado por la mamadera) es sentido a veces como bueno, otras como malo. La catexia libidinal del pecho junto con las experiencias gratificantes, estructuran el objeto bueno primario en la mente del bebé; la proyección de impulsos destructivos en el pecho forma al objeto malo primario. Ambos aspectos son introyectados, y así los instintos de vida y muerte, que hablan sido proyectados, operan otra vez dentro del yo. La necesidad de dominar la ansiedad persecutoria da ímpetu a la disociación, externa e interna, de pecho y madre, en un objeto que ayuda y es amado, y otro es terrorífico y odiado. Estos son los prototipos de todos los objetos internalizados siguientes.

La fuerza del yo -que refleja el estado de fusión entre los dos instintos- está, según creo, constitucionalmente determinada. Si en la fusión predomina el instinto de vida, lo cual implica una supremacía de la capacidad de amar, el yo es relativamente fuerte, y es más capaz de soportar y contrarrestar la angustia proveniente del instinto de muerte.

El grado en que la fuerza del yo puede ser mantenida y aumentada es influido en parte por factores externos, y en parte por la actitud de la madre hacia el niño. Sin embargo, aun cuando predominen el instinto de vida y la capacidad de amar, los impulsos destructivos son todavía desviados hacia afuera y contribuyen a la creación de objetos persecutorios y peligrosos que son reintroyectados. Además, los procesos primarios de introyección y proyección determinan cambios en las relaciones del yo con sus objetos, con fluctuaciones entre internos y externos, buenos y malos, establecidas tanto por las fantasías y emociones del niño como por el impacto de sus experiencias. La complejidad de estas fluctuaciones engendradas por la actividad perpetua de los dos instintos subyace al desarrollo del yo en relación con el mundo externo, así como a la formación del mundo interno.

El objeto internalizado bueno forma el núcleo del yo, alrededor del cual éste se expande y desarrolla. Cuando el yo es asistido por el objeto bueno internalizado, se encuentra más capacitado para dominar la ansiedad y preservar la vida, ligando con libido algunas partes del instinto de muerte que opera dentro de si.

Tal como Freud lo describió en Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, como resultado de la disociación del yo, una parte de éste queda vigilante frente a la otra. Esta parte, que desempeña muchas funciones, es el superyó. Asimismo afirmó que el superyó está formado por ciertos aspectos introyectados de los padres y es en gran parte inconsciente.

Estoy de acuerdo con estos puntos de vista, pero difiero en que retrotraiga al nacimiento los procesos de introyección que son la base del superyó. Este precede en algunos meses al comienzo del complejo de Edipo, comienzo que yo sitúo, junto con el de la posición depresiva, en el segundo cuarto del primer año de vida. De este modo, la temprana introyección del pecho bueno y el malo es el fundamento del superyó e influye en el, desarrollo del complejo de Edipo. Esta concepción sobre la formación del superyó contrasta con la afirmación de Freud acerca de las identificaciones con los padres, en el sentido de que éstas son herederas del complejo de Edipo, y que sólo tienen éxito si éste es superado favorablemente.

Según mi criterio, la disociación del yo por la cual se forma el superyó, se produce como consecuencia del conflicto dentro del yo, engendrado por la polaridad de los dos instintos. Este conflicto es aumentado por la proyección de ambos instintos, así como por la resultante introyección de objetos buenos y malos. El yo, sostenido por el objeto bueno internalizado y fortalecido por la identificación con éste, proyecta una parte del instinto de muerte dentro de aquella porción de sí mismo que se ha disociado -parte ésta que de tal modo viene a estar en oposición con respecto al resto del yo y forma la base del superyó-. Acompañando a esta desviación de una parte del instinto de muerte, va aquella parte del instinto de vida que está fusionada con él. Junto con estas desviaciones, partes de los objetos buenos y malos son disociadas del yo hacia el superyó. De tal modo, este último adquiere cualidades a un tiempo protectoras y amenazantes. A medida que el proceso de integración continúa -proceso que se halla presente desde el comienzo en el yo y superyó-, el instinto de muerte se encuentra en cierta medida ligado por el superyó; en este momento el instinto de muerte influye sobre aspectos del objeto bueno contenido en el superyó. Como resultado, la acción del superyó va desde la limitación de los impulsos destructivos, la protección del objeto bueno y la autocrítica, hasta las amenazas, quejas inhibitorias y persecución.

El superyó -encontrándose ligado con el objeto bueno y aun esforzándose por su preservación- se asemeja a la madre buena real que alimenta y cuida al niño, pero puesto que el superyó está también bajo la influencia del instinto de muerte, se convierte en parte en el representante de la madre que frustra al niño, despertando ansiedad con sus prohibiciones y acusaciones. Cuando el desarrollo es adecuado el superyó es hasta cierto punto percibido como ampliamente favorable y no opera como una conciencia demasiado severa. Hay un deseo inherente al niño pequeño -y, según presumo, aun en el niño muy pequeño- de ser protegido, como también de ser sometido a ciertas prohibiciones, lo que equivale a un control de los impulsos destructivos. He señalado recientemente, en Envidia y gratitud, que el deseo infantil de un pecho siempre presente e inagotable incluye el deseo de que el pecho elimine o controle los impulsos destructivos del niño, protegiendo de este modo su objeto bueno y salvaguardándolo de las ansiedades persecutorias. No obstante, tan pronto como son despertados sus impulsos destructivos y la angustia, el superyó es sentido como estricto y despótico; y el yo, tal como lo señaló Freud: "sirve a tres severos amos": el ello, el superyó y la realidad externa.

En los comienzos de la década de 1920, cuando inicié la nueva aventura de analizar niños desde el tercer año de edad por medio de la técnica del juego, uno de los inesperados fenómenos con que me encontré, fue un superyó muy temprano y cruel. Hallé asimismo que los niños pequeños introyectan a sus padres -ante todo a la madre y su pecho- de una manera fantástica, y llegué a tal conclusión mediante la observación del carácter terrorífico de algunos de sus objetos internalizados. Estos objetos, extremadamente peligrosos, dan lugar al conflicto y a la ansiedad dentro del yo en la temprana infancia; pero bajo el peso de la ansiedad aguda, aquellos y otras figuras terroríficas son disociados de un modo diferente de aquel por el cual se forma el superyó y son relegados a estratos más profundos del inconsciente. La diferencia entre estos dos modos de disociación -y esto quizá pueda aclarar muchas formas de disociación aún oscuras- es que en la disociación de figuras terroríficas la separación parece predominar, mientras que la formación del superyó se realiza con un dominio de la fusión entre los dos instintos. Por lo tanto el superyó se establece normalmente en estrecha relación con el yo y comparte los diferentes aspectos del mismo objeto bueno. Esto hace posible que el yo acepte e integre al superyó en mayor o menor grado. De ese modo las figuras extremadamente malas no son aceptadas por el yo y son constantemente rechazadas.

Sin embargo, en los niños pequeños -y, según creo, en forma más acentuada cuanto más pequeño es el niño- los limites entre las figuras disociadas y las más toleradas por el yo y menos terroríficas, son más franqueables. Normalmente la disociación tiene éxito sólo temporaria o parcialmente. Cuando falla, la ansiedad persecutoria del niño es intensa, y esto es así particularmente en el primer período de desarrollo caracterizado por la posición esquizo-paranoide, que yo presumo se halla en su apogeo durante los (3 o 4) primeros meses de vida. En la mente del niño muy pequeño, el pecho bueno y el malo devorador alternan muy rápidamente; son, posiblemente, percibidos como existiendo en forma simultánea.

La disociación de las figuras persecutorias que irán a formar parte del inconsciente se halla también ligada con la disociación de figuras idealizadas. Estas se desarrollan a fin de proteger al yo de las terroríficas. En estos procesos el instinto de vida reaparece y se afirma. El contraste entre objetos persecutorios e idealizados, buenos y malos -siendo una expresión de los instintos de vida y muerte y formando la base de la vida de la fantasía- se encuentra en cada estrato del sí-mismo. Entre los objetos odiados y amenazantes de los cuales el yo temprano intenta protegerse, se hallan también aquellos que son sentidos como habiendo sido dañados o muertos y que por lo tanto se convierten en peligrosos perseguidores. Junto con el fortalecimiento del yo y su creciente capacidad para la integración y síntesis, es alcanzado el estadío de la posición depresiva. En este último período, el objeto dañado ya no es predominantemente sentido como un perseguidor, sino como un objeto amado hacia el cual se experimentan sentimientos de culpa e impulsos por repararlo. Esta relación con el objeto amado y dañado irá a formar un elemento importante en el superyó. De acuerdo con mi hipótesis, la posición depresiva culmina hacia la mitad del primer año de vida. De allí en adelante, si la ansiedad persecutoria no es excesiva y la capacidad de amar es suficientemente fuerte, el yo se hace progresivamente consciente de su realidad psíquica y percibe más y más que son sus propios impulsos destructivos los que contribuyen al deterioro de sus objetos. De tal modo los objetos dañados, que son sentidos como malos, mejoran en la mente del niño y se asemejan más a los padres reales, y el yo desarrolla gradualmente su función esencial de mediador con el mundo externo.

El éxito de estos procesos fundamentales y el consiguiente fortalecimiento e integración del yo dependen -en lo que concierne a los factores internos- del predominio del instinto de vida en la interacción de los dos instintos. Pero los procesos de disociación continúan; a lo largo del estadío de neurosis infantil (que es el medio de expresar y elaborar las ansiedades psicóticas tempranas), la polaridad entre los instintos de vida y muerte se hace sentir con fuerza en forma de ansiedades provenientes de objetos persecutorios, que el yo intenta superar mediante la disociación y más tarde por la represión.

Con el comienzo del período de latencia, la parte organizada del superyó -por lo común muy severo- está mucho más separada de su parte inconsciente. Este es el estadío en que el niño proyecta su estricto superyó en el ambiente -en otras palabras, lo externaliza y trata de llegar a un acuerdo con aquellos que ejercen la autoridad. Sin embargo, aunque en el niño mayor y en el adulto estas ansiedades son modificadas, alteradas en su forma, repelidas por medio de defensas más fuertes y por lo tanto menos accesibles al análisis que en el niño pequeño, cuando penetramos en las capas más profundas del inconsciente hallamos que las figuras peligrosas y persecutorias todavía coexisten con las idealizadas.

Retomando mi concepto acerca de los procesos primarios de disociación, he adelantado recientemente la hipótesis de que para el desarrollo normal es esencial que en la más temprana infancia tenga lugar la división entre el objeto bueno y el malo, entre el amor y el odio. Cuando tal división no es demasiado severa, pero si lo suficiente como para diferenciar entre bueno y malo, forma según mi punto de vista uno de los elementos básicos para la estabilidad y salud mental. Esto significa que el yo es suficientemente fuerte como para no ser abrumado por la ansiedad y que junto con la disociación se está llevando a cabo cierta integración (aunque en forma rudimentaria) que sólo es posible si en la fusión el instinto de vida predomina sobre el de muerte. Como resultado, la integración y síntesis de los objetos puede ser eventualmente mejor lograda. No obstante presumo que, aun en condiciones tan favorables, las figuras terroríficas de las capas profundas del inconsciente se hacen sentir, siempre que se produzcan presiones internas o externas. Las personas estables en general -y eso significa que han establecido firmemente a su objeto bueno y están, por lo mismo, estrechamente identificadas con él- pueden superar esta intrusión de las profundidades del inconsciente dentro de su yo y recuperar su estabilidad. En los individuos neuróticos, y aun más en los psicóticos, la lucha contra tales peligros, que amenazan desde las capas profundas del inconsciente, es en cierta medida constante y parte de su inestabilidad o enfermedad.

Desde que, en años recientes, los adelantos en la clínica nos han hecho más conocedores de los procesos psicopatológicos en los esquizofrénicos, podemos apreciar más claramente que en ellos el superyó se ha vuelto casi indistinguible de sus impulsos destructivos y de los perseguidores internos. En su trabajo sobre el superyó de los esquizofrénicos, Herbert Rosenfeld ha descrito el papel que desempeña en la esquizofrenia un superyó tan abrumador. También encontré las ansiedades persecutorias que estos sentimientos engendran en la raíz de la hipocondría. Pienso que la lucha y su resultado son diferentes en la enfermedad maníaco-depresiva, pero hasta aquí debo declararme satisfecha con estas sugestiones. Si como consecuencia de la predominancia de los impulsos destructivos, que van unidos a una excesiva debilidad del yo, los procesos primarios de disociación son demasiado violentos, la integración y síntesis de los objetos es impedida en un estadío posterior y la posición depresiva no puede ser suficientemente elaborada. He subrayado el hecho de que la dinámica psíquica es el resultado de la actuación de los instintos de vida y muerte y que, además de estas fuerzas, el inconsciente comprende al yo inconsciente y luego al superyó inconsciente. Forma parte de este concepto el hecho de que yo considere al ello como idéntico con los dos instintos. En muchas oportunidades Freud se ha referido al ello; pero sus definiciones presentan algunas inconsistencias. Sin embargo, en un pasaje define al ello en términos de instintos solamente; en las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1931) dice: "A nuestro juicio, todo lo que el ello contiene son cargas de instinto que demandan derivación. Incluso parece que la energía de estos impulsos instintivos se encuentra en un estado distinto del que le es propio en los demás sectores anímicos".

Desde la época en que escribí El psicoanálisis de niños, mi concepto del ello ha estado de acuerdo con la definición de la cita arriba mencionada; es cierto que en ocasiones he usado el término "ello" más laxamente, en el sentido de representar el instinto de muerte solamente, o el inconsciente.

Freud afirmó que el yo se diferencia del ello por medio de la barrera represión-resistencia. Yo he hallado que la disociación es una de las defensas iniciales y que precede a la represión, la que, según presumo, comienza a operar alrededor del segundo año de vida. Normalmente ninguna disociación es absoluta, así como tampoco !o es la represión. Las partes conscientes e inconscientes del yo no están, por lo tanto separadas por una barrera rígida; como lo describió Freud, las diferentes áreas de la mente se esfuman unas en las otras.

Cuando existe una barrera muy rígida producida por la disociación, debe implicarse que el desarrollo no ha procedido normalmente, y la conclusión sería que el que predomina es el instinto de muerte. Por lo contrario, cuando predomina el instinto de vida, la integración y síntesis pueden progresar con éxito. La naturaleza de la disociación determina la naturaleza de la represión. Si los procesos de disociación no son excesivos, consciente e inconsciente permanecen permeables entre sí. No obstante, mientras la disociación realizada por un yo que en gran parte no está organizado aún, no puede llevar adecuadamente a la modificación de la ansiedad, en el niño mayor y en el adulto la represión es un medio mucho más exitoso para detener y modificar las ansiedades. Con la represión, el yo más altamente organizado se divide con mayor eficacia frente a los pensamientos, impulsos y figuras terroríficas inconscientes.

Aunque mis conclusiones están basadas en el descubrimiento de Freud sobre los instintos y su influencia en las diferentes partes de la mente, las adiciones que he sugerido en este trabajo han implicado un número de diferencias acerca de las cuales quisiera hacer algunos comentarios finales.

Puede recordarse que el énfasis puesto por Freud sobre la libido fue mucho mayor que sobre la agresión. Aunque mucho antes de descubrir los instintos de vida y muerte había señalado la importancia del componente destructivo en la sexualidad bajo la forma de sadismo, no había dado suficiente importancia al impacto de la agresión sobre la vida emocional. Por eso tal vez nunca lo elaboró completamente y pareció poco dispuesto a extenderlo a la totalidad del funcionamiento mental. Con todo, como señalé anteriormente, lo aplicó al material clínico en una extensión mayor de lo que ha sido advertido. Si con todo la concepción de Freud de los dos instintos es llevada a su conclusión última, se verá que la interacción de ambos gobierna toda la vida mental. Ya he sugerido que la formación del superyó precede al complejo de Edipo y es iniciada por la introyección del objeto primario. El superyó, al haber internalizado aspectos diferentes del mismo objeto bueno, mantiene la conexión con las otras partes del yo, proceso éste de internalización que también es de la mayor importancia en la organización del yo. Atribuyo al yo, desde el comienzo de la vida, una necesidad y capacidad no sólo de disociarse sino también de integrarse. Esta integración, que lleva gradualmente a una culminación de la posición depresiva, depende de la preponderancia del instinto de vida e implica, en cierta medida, la aceptación por parte del yo de la actuación del instinto de muerte. Considero la formación del yo como una entidad determinada, por un lado, por la alternancia entre la disociación y la represión, y por otro, por la integración en relación con los objetos.

Freud afirmó que el yo es enriquecido constantemente por el ello. Anteriormente anoté que, según mi criterio, el yo es puesto en acción y desarrollado por el instinto de vida. Esto se logra a través de sus relaciones de objeto más tempranas. El pecho, sobre el cual son proyectados los instintos de vida y muerte, es el primer objeto internalizado por la introyección. De esta manera ambos instintos encuentran un objeto al que se adhieren y con eso el yo es enriquecido y fortalecido por proyección y reintroyección.

Tanto más rico se hace el yo cuanto más puede integrar sus impulsos destructivos y sintetizar los diferentes aspectos de sus objetos, ya que las partes disociadas del sí-mismo y de los impulsos que son rechazados porque despiertan angustia y causan dolor, también contienen aspectos valiosos de la personalidad y de la vida de fantasía, que resulta empobrecida por la disociación. Aunque los aspectos rechazados del yo y de los objetos internalizados contribuyen a la inestabilidad, también se hallan en la base de la inspiración artística y de distintas actividades intelectuales.

Mi concepción sobre las relaciones de objeto más tempranas y el desarrollo del superyó se halla en armonía con mi hipótesis acerca de la acción del yo, por lo menos desde el nacimiento en adelante, como también acerca del poder de penetrarlo todo que poseen los instintos de vida y muerte.