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Klein, Melanie. Psicoanalista
británica de origen austríaco (Viena 1882 - Londres 1960).
No deseada, nace en una familia judía, los Reizes. Su madre, brillante, mantiene
para las necesidades familiares un negocio de plantas y reptiles; su padre es
médico odontólogo. Muere cuando M. Klein es una adolescente. En 1903, desposa
a A. Klein. Bajo este nombre escribirá toda su obra, a pesar de haberse divorciado
en 1926. Entretanto han nacido una hija, y luego dos varones. Uno de ellos,
de niño, es analizado por su madre, que extrae de este análisis, entre 1919
y 1926, varias conferencias y artículos [dándole el nombre de Fritz] que le
dan renombre.
Instalada en Budapest desde 1910, comienza en 1914 -año del nacimiento de uno
de sus hijos y de la muerte de su madre- un análisis con Sandor Ferenczi. En
razón de la guerra, este análisis es suspendido; es retomado en 1924, pero en
Berlín, con Karl Abraham, que muere al año siguiente; concluye en Londres con
S. Payne. M. Klein se instala allí en 1927 a instancias de E. Jones, creador
y organizador de la Sociedad Británica de Psicoanálisis. Allí enseña su teoría
y funda una escuela, lo que le trae, a partir de 1938, conflictos muy violentos
con Anna Freud. En la teoría, esta le reprocha sus concepciones del objeto,
del superyó, del Edipo y de los fantasmas originarios; para ella, la envidia,
la gratitud, las posiciones depresiva y esquizoparanoide no son psicoanalíticas.
En la clínica, la acusa de sostener que en la cura de un niño es posible una
transferencia, que vuelve inútil todo trabajo con los padres. M. Klein refuta
estas críticas y reprocha a su rival no ser freudiana. En 1946 se crean dos
grupos diferentes de formación de los psicoanalistas y en 1955 se funda el Melanie
Klein Trust. La teoría kleiniana, que profundiza notablemente en la formación
de los juicios de atribución y de existencia cuyos principios Freud había establecido
en su artículo La negación (Die Verneinung, 1925), se estructura sobre dos conceptos:
la posición esquizoparanoide, que combate ilusoria pero violentamente toda pérdida,
y la posición depresiva, que toma verdadera nota de esta. Ambas posiciones van
referidas a la pérdida, al trabajo del duelo y a la reparación consecutivos
de dos objetos psíquicos parciales y primordiales, de los que todos los demás
sólo son sustitutos metonímicos: el seno y el pene.
Estos dos objetos parciales entran en juego en una escena imaginaria inconciente,
denominada «escena materna» por M. Klein.
En este teatro del «yo naciente», en esa otra escena donde se juegan su existencia
y su atribución, estos objetos van a aparecer o a volver tras las bambalinas
y su almacén de accesorios. Sus representaciones psíquicas encuentran allí los
indicios de realidad, los rasgos reales y las figuraciones aptos para darles
una identidad familiar y ubicable por su correspondencia con esos otros objetos
reales que son los sujetos parentales. M. Klein da un bello ejemplo literario,
con una obra de M. Ravel sobre un texto de Colette (1925): El niño y sus sortilegios,
de estos travestimientos identificatorios elaborados por la psiquis del infans
-este imaginario conoce efectivamente su momento esencial entre los tres y los
diez meses-gracias a los cuales el niño se encuentra con lo extraño de los otros.
La realidad exterior es por consiguiente en su teoría sólo una Weltanschauung
[cosmovisión] de la realidad psíquica misma.
Pero le permite sin embargo al niño muy pequeño asegurarse cierta identidad
de percepción y de pensamiento entre sus objetos imaginarios y otros más reales,
adquirir luego progresivamente juicios de atribución y de existencia a su respecto,
y, por último, lograr realmente un dominio de las angustias con las que lo confrontan
las pulsiones de vida y de muerte, puesto que estas pulsiones exigen de él objetos
reales o sustitutos imaginarios para su satisfacción. Sobre este punto, la teoría
kleiniana desarrolla una elaboración interesante. ¿Puede el infans librar sin
discriminación [o discernimiento] a la exigencia pulsional esos objetos que
son para él el seno y el pene, así como sus duplicaciones reales parciales o
totales (padres, hermano, hermana, media hermana, etc.), cuando representan
para él una fundamental postura atributiva, existencial e identificatoria, y
cuando, por identificación con ellos, podría quedar él mismo librado a las pulsiones?
No puede hacerlo, por supuesto, pero, ¿en qué consistirá la discriminación?
En dos operadores defensivos, a los que sucede, cuando operan, una serie de
procesos de tipo sublimatorio. Los dos operadores son, de un lado, de orden
cuantitativo; del otro, de orden cualitativo. Cuantitativamente, el objeto es
fragmentado, parcializado, despedazado y multiplicado, en cierto modo, por escisión
(véase escisión del objeto). Cualitativamente, una especie de mínimo común divisor
reparte todo lo así escindido en dos categorías: la de lo bueno y la de lo malo.
Estos dos operadores defensivos que son entonces la multiplicación por escisión
y la división por clasificación abren paso después a procesos de tipo sublimatorio:
la introyección en sí mismo, la proyección fuera de sí mismo y la identificación
con lo que es introyectado o proyectado, pudiendo combinarse estos procesos
para producir especialmente identificaciones proyectivas e introyectivas. Estos
procesos son sublimatorios porque mediatizan las relaciones del sujeto con la
pulsión, cuya satisfacción debe hacer desvíos suspensivos, justamente los que
estos procesos le imponen. Una vez establecidos estos circuitos pulsionales
complejos, producidas estas sublimaciones, los objetos, las pulsiones, las angustias
y otros afectos pueden ser conservados, rechazados, retomados, destruidos, idealizados,
reparados, en suma, elaborados, en tanto son así mediatizados por el niño. Esto
le permite abrirse a juicios de atribución y de existencia, y también a posibilidades
identificatorias, a través de las cuales el objeto sólo toma valor por su pérdida
real. Esta pérdida es además la que deja caer definitivamente algo en el inconciente,
lo que se expresa en el concepto de represión primaria.
Sublimaciones, defensas, posturas atributivas, existenciales o identificatorias,
dominio de las pulsiones y de las angustias, represión, son funciones tradicionalmente
atribuidas al yo en psicoanálisis. En efecto, la instancia del yo, inmediatamente
operante a través de estas funciones vitales, se ve confrontada de entrada en
la teoría kleiniana con un Edipo al que sus objetos imaginarios, duplicando
los de la realidad para fundar su identidad, ponen precozmente en escena. Con
este Edipo se presenta simultáneamente un superyó feroz y terrorífico, que atormenta.
al sujeto, y pone en él su sentimiento inconciente de culpa. Con todo, y aunque
M. Klein no lo teorice exactamente en estos términos, su concepción del yo supone
un sujeto que le sea diferente y con el cual no puede confundirse. En la medida
en que en efecto las relaciones objetales se relevan mutuamente desde los objetos
imaginarios hasta los objetos de la realidad exterior, ¿puede acaso el yo, que
ordena los hitos de las sublimaciones que labra, devenir otra cosa que uno de
esos objetos, trabajado como ellos por procesos de tipo sublimatorio, como ellos
partido por idénticas escisiones, como ellos reducido a las mismas clasificaciones
y, finalmente, conducido como ellos a sirmlares destinos en relación con el
ello? A partir de sus elaboraciones sobre la identificación, M. Klein lo trata
efectivamente como tal. ¿Qué puede ser, en consecuencia, su sublimación, sino
la de devenir un sujeto otro que él, un sujeto que se divida, para poder subvertirse
mejor y no tener que sostenerse más que del deseo?
¿Cómo toma su valor el yo, en la teoría kleiniana, de su pérdida real, de su
represión radical, para que advenga el sujeto? Por medio del superyó. Para M.
Klein, este concepto está lejos de ser solamente la instancia coercitiva y moral
que se cuenta entre las tres instancias creadas por Freud en la segunda tópica.
En 194 1, con el fin de denunciar a Jones las malversaciones teóricas de A.
Freud, le escribe que el superyó es «el punto máximo» de la teoría freudiana:
«Según mi opinión, el psicoanálisis ha recorrido un camino más o menos rectilíneo
hasta llegar a este descubrimiento decisivo que luego no fue nunca igualado».
Este punto máximo es literalmente el falo de la teoría kleiniana. A partir de
J. Lacan, el falo es el significante del deseo; toda teoría posee el propio
y recibe consistencia de él; en la teoría freudiana, por ejemplo, es la castración.
Despejarlo permite saber, a partir del significante del deseo que conceptualiza,
qué ley simboliza su lógica. La lógica del deseo y su ley en M. Klein toman
entonces sentido a partir del superyó.
La angustia primaria no es referida en nada a la castración, sino a un deseo
de destrucción primordial que es deseo de muerte del otro real. Este deseo pone
en escena un fantasma, en el que el sujeto destruye el cuerpo materno a fin
de apropiarse de sus órganos y, en particular, del pene paterno, prototipo de
todos los objetos que ese cuerpo contiene. Por lo tanto, no es sólo el órgano
lo que quiere así introyectar el niño pequeño, sino también un objeto totémico,
u objeto ancestral y protector; pero, como todo tótem, está prohibido gozar
de él o extraer un goce de lo que se subordina a su ley. Su introyección trae
consigo por lo tanto algo malo: la interdicción del incesto, la angustia correlativa
que corresponde al deseo de trasgredirla, la culpa que la inscribe en una dimensión
moral (o cultural) y la necesidad de castigo que constituye su proceso reparador.
En la teoría kleiniana, este tótem tiene dos caras, este falo lleva un nombre
simbólico: superyó, instancia arcaica en el sentido etimológico de lo que es
originario y fundante, de lo que comanda y dirige, conduce y sanciona, atribuye
y vuelve a tomar: «Cosa que muerde, que devora y que corta».
En consecuencia, el Edipo es pregenital, su vivencia traumática no puede ser
simbolizada por el infans a no ser por el discurso del otro; la represión le
es secundaria y se sostiene sólo en la parte persecutoria de este superyó, y
la relación del pequeño sujeto con esta instancia puede prefigurar las ulteriores
identificaciones con un agresor: de ella dependen entonces los mecanismos identificatorios.
Para despojar a la madre del pene paterno que detenta en su seno, el niño debe
atravesar una primera fase de desarrollo, que es una fase de femineidad «de
una importancia vital e insuficientemente reconocida hasta el presente», porque
el niño descubre allí el deseo de poseer un órgano particular: el pene del padre.
Privar de él a la madre significa para el muy joven sujeto impedirle producir
dos equivalentes simbólicos mayores: el hijo y las heces; equivalentes que están
en el origen del deseo de tener, la envidia [en francés, como en el alemán Neid,
el término envie implica tanto las ganas como la envidia. Véase envidia del
pene], y del deseo de perder, el odio. «En este período precoz del desarrollo,
la madre, que se lleva las heces del niño, es también una madre que lo desmembra
y lo castra (...) En términos de realidad psíquica, ya es, también ella, el
castrador».
«También ella»: el superyó debe entonces su propiedad de ser castrador a las
¡magos materna y paterna. Para M. Klein, por otra parte, el niño unifica al
principio a sus dos padres y sólo los disocia para asegurar sus alianzas imaginarias
cuando entra en conflictos con ellos. Conflictos que son relativos al complejo
edípico precoz. La salida apacible sólo es posible por la identificación únicamente
con el padre. «Por fuerte que sea la influencia del aspecto materno en la formación
del superyó, es sin embargo el superyó paterno el que desde el principio posee
un poder decisivo». Este retorno al padre se sitúa en el momento en que lo visible
entra en escena, cuando el pene real deviene objeto de la mirada. Esta fase
más bien narcisista es reparadora, porque el pene pasa allí del adentro de la
escena materna al afuera del cuerpo de otro. Real que le da así sus límites
a lo imaginario. Que la madre pague las consecuencias de ello le permite a su
hijo reencontrarse; aprende entonces que sólo puede recibir de ella lo que le
falta. Gracias a esta falta, el superyó, librado de su lastre, retorna significancia
totémica y vuelve a ser ley del deseo antes que un perseguidor identificador.
No podemos sino lamentar la ausencia completa de una reflexión acerca del goce
en M. Klein. De las obras de M. Klein citaremos especialmente Psicoanálisis
de niños (1932), Ensayos de psicoanálisis (1947), Desarrollos en psicoanálisis
(1952), Envidia y gratitud (1957).
La corriente kleiniana en el campo psicoanalítico
Kleinismo [Alemán: Kleinianismus;
Francés: Kleinisme; Inglés: Kleinism]
En la historia del movimiento psicoanalítico, se ha llamado kleinismo, por oposición
al annafreudismo, a una corriente representada por los diversos partidarios
de Melanie Klein, entre los cuales se incluye a los poskleinianos de la línea
de Wilfred Ruprecht Bion. El término se impuso después del período de las Grandes
Controversias, que en 1954 desembocó en una escisión en tres tendencias de la
British Psychoanalytic Society (BPS).
A diferencia del annafreudismo, el kleinismo no es una simple corriente, sino
una escuela comparable al lacanismo. En efecto, se ha constituido como sistema
de pensamiento a partir de un maestro (en este caso una mujer), que modificó
enteramente la doctrina y la clínica freudianas, creando conceptos nuevos e
instaurando una práctica original de la cura, de todo lo cual se desprende un
tipo de formación didáctica diferente de la del freudismo clásico.
A partir de la enseñanza de Karl Abraham, Melanie Klein y sus sucesores hicieron
escuela integrando en el psicoanálisis el tratamiento de las psicosis (esquizofrenia,
estados límite, trastorno de la personalidad o del self ), elaborando el principio
mismo del psicoanálisis de niños (con un rechazo radical de toda pedagogía parental),
y finalmente transformando el interrogante freudiano sobre el lugar del padre,
sobre el complejo de Edipo, sobre las génesis de la neurosis y de la sexualidad,
en una elucidación de la relación arcaica con la madre, en una puesta al día
del odio primitivo (envidia) propio de la relación de objeto, y en una búsqueda
de la estructura psicótica (posición depresiva/posición esquizoparanoide) característica
de todo sujeto. De modo que los kleinianos, lo mismo que los lacanianos, inscriben
la locura en el corazón mismo de la subjetividad humana.
Por otra parte, ellos definieron un nuevo marco para la cura (muy diferente
del de los freudianos), basado en reglas precisas y sobre todo en un manejo
de la transferencia que tiende a excluir de la situación analítica toda forma
de realidad material, en provecho de una pura realidad psíquica, conforme a
la imagen que el psicótico se hace del mundo y de sí mismo. De allí la creación
del término acting in, que forma pareja con el acting out.
Por lo tanto, el kleinismo, junto al lacanismo, y a diferencia del annafreudismo,
se define como una verdadera doctrina con coherencia propia, con una conceptualización
específica, un saber clínico autónomo y un modo de formación didáctica particular.
Como refundición de la doctrina freudiana original, forma parte del freudismo,
del que reconoce los fundamentos teóricos, los conceptos y la anterioridad histórica.
Es una de las modalidades interpretativas del freudismo, articulada con la antigua
base biológica y darwiniana de este último. En tal carácter, no revisó sus fundamentos
epistemológicos, ni propuso ninguna teoría del sujeto, como silo hizo el lacanismo.
En el plano político, el kleinismo es una de las grandes componentes del legitimismo
freudiano moderno, puesto que se desarrolló como escuela en el interior de la
International Psychoanalytical Association (IPA), sin cuestionar la idea propia
del freudismo y el psicoanálisis de que el movimiento psicoanalítico necesita
una organización universalista (y no comunitarista).
Mientras que el annafreudismo, a través de la figura de la hija del padre, encarnó
el vínculo de identidad que relacionaba entre sí a los miembros de la antigua
diáspora vienesa exiliada en los Estados Unidos y Gran Bretaña, el kleinismo
es una doctrina en expansión, sobre todo en los países latinoamericanos (Brasil
y Argentina), donde ayuda al psicoanálisis a enfrentar a las otras escuelas
de psicoterapia que han comenzado a amenazarlo, a partir de la década de 1970,
por su falta de creatividad.
Como escuela de pensamiento que vincula un saber clínico con una teoría, el
kleinismo se construyó a partir de una crítica al freudismo dogmático, pero
más tarde, en el interior mismo del freudismo del que nació, produjo una nueva
idolatría de la fundadora, una historiografía de tipo hagiográfico y un nuevo
dogmatismo. Como el freudismo dogmático, no ha suscitado aún las condiciones
internas para una crítica de ese dogmatismo.
Fuente: Diccionario de psicoanálisis bajo la dirección de Roland Chemama.