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ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE "LA ORESTIADA".
1963
El siguiente estudio está basado en la famosa traducción de La Orestíada, realizada
por Gilbert Murray. El enfoque central que me propongo adoptar al examinar esta
trilogía es el de la diversidad de roles simbólicos que encarnan los personajes.
Pero antes de entrar en materia, me parece útil hacer una breve reseña de las tres
obras. En la primera de ellas, Agamenón, el héroe, regresa victorioso luego del
saqueo de Troya y es recibido por Clitemnestra, su esposa, quien se deshace en falaces
demostraciones de elogio y admiración, y logra persuadirlo de que entre al palacio
caminando sobre un valioso tapiz de púrpura que ella ha mandado colocar. Existen
en la trilogía algunas insinuaciones en el sentido de que se trata del mismo tapiz
que Clitemnestra utiliza más tarde, a modo de red, para envolver a Agamenón en el
baño, inmovilizarlo y darle muerte con su hacha de armas. Inmediatamente después,
ella comparece triunfante ante los Ancianos e intenta justificar su crimen alegando
que con él ha vengado la muerte de Ifigenia, a la que Agamenón había mandado inmolar
a los dioses a fin de contar con vientos favorables durante su travesía a Troya.
Sin embargo, el dolor por la pérdida de su hija no es el único móvil que impulsa
a Clitemnestra a asesinar a su marido: durante su ausencia, ella ha tomado por amante
a Egisto, el peor enemigo de Agamenón, y, por consiguiente, se enfrenta al temor
que le inspira la venganza de éste. Es evidente que la única alternativa que le
queda es matar a su marido, pues de lo contrario serán ella y su amante quienes
perezcan. Al margen de estas motivaciones, da la impresión de que Clitemnestra odia
intensamente a su marido, lo cual se pone de manifiesto con toda claridad cuando,
llena de jactancia, proclama ante los Ancianos que lo ha asesinado. Muy pronto,
estos sentimientos de exaltación dan paso a la depresión; Clitemnestra disuade a
Egisto cuando éste se dispone a hacer uso de la violencia para acallar la oposición
de los Ancianos, y le hace la siguiente súplica: "Basta ya de muertes, no más ensangrentarnos".
La segunda parte de la trilogía, Las Coéforas, está dedicada a Orestes, alejado
por su madre cuando era muy pequeño. La obra se inicia con una escena en la que
Orestes reencuentra a su hermana Electra junto al túmulo funerario del padre de
ambos. Esta, quien abriga una encarnizada hostilidad contra su madre, llega allí
con las esclavas a ofrecer libaciones sobre la tumba de Agamenón. Clitemnestra misma
las ha enviado con ese fin después de tener un sueño horripilante que la estremece
de espanto. Es el Coro de estas esclavas portadoras de libaciones el que insinúa
a Electra y a Orestes que, para que la venganza sea completa, es preciso matar,
no sólo a Egisto, sino también a Clitemnestra. Estas palabras no hacen más que ratificar
el mandato que le fuera impuesto a Orestes por el Oráculo de Delfos, mandato que,
en última instancia, procedía del mismo Apolo.
Orestes se hace pasar por un caminante extranjero y, en compañía de su amigo Pílades,
va a palacio donde, confiando en no ser reconocido, le anuncia a Clitemnestra que
Orestes ha muerto. Si bien ésta da rienda suelta a su dolor, no parece estar plenamente
convencida de la veracidad de la noticia; prueba de ello es que manda llamar a Egisto
con la advertencia expresa de que acuda escoltado por su guardia. El Coro de Esclavas
convence a la portadora del mensaje que suprima esta última advertencia; Egisto
llega solo y desarmado, y Orestes lo ultima. Un siervo informa a Clitemnestra de
la muerte de Egisto, y ella misma se siente en peligro y pide que le traigan su
hacha de armas. Orestes, efectivamente, amenaza con matarla, y ella, en lugar de
resistirse, le suplica que le perdone la vida. También le previene que las Erinias
lo castigarán si consuma su crimen. Orestes hace caso omiso de las advertencias
de su madre y la mata, y las Erinias se le aparecen de inmediato.
Han transcurrido varios años cuando se inicia la tercera obra (Las Euménides), años
en los que Orestes se ha visto acosado por las Erinias, debiendo permanecer alejado
de su patria y del trono de su padre. Su meta es llegar a Delfos; donde espera ser
perdonado. Allí lo encontramos en la primera escena de la obra, en la que Apolo
le aconseja que recurra a Atena, diosa que simboliza la justicia y la sabiduría.
Atena dispone que se forme un tribunal, compuesto por los hombres más sabios de
Atenas, ante el cual deponen Apolo, Orestes y las Erinias. El número de votos en
favor de Orestes iguala al de los que le son adversos, pero Atena, que posee el
voto decisivo, inclina la balanza en favor de Orestes obteniendo así su absolución.
En el curso del proceso, las Erinias proclaman obstinadamente que Orestes debe ser
castigado y que no tienen la menor intención de abandonar su presa. Atena trata
de apaciguarías proponiéndoles compartir con ellas su poder sobre Atenas y asegurándoles
que allí serán honradas para siempre como guardianas de la ley y el orden. Estas
promesas y argumentos provocan un cambio en las Erinias, quienes a partir de ese
momento se convierten en las Euménides, las "benévolas"; aceptan que Orestes sea
absuelto y éste regresa a su ciudad natal para convertirse en sucesor de su padre.
Antes de entrar a examinar aquellos aspectos de La Orestíada que encuentro particularmente
interesantes, quisiera exponer una vez más algunos de mis hallazgos acerca del desarrollo
temprano. En el curso del análisis de niños de corta edad, descubrí que un superyó
implacable y persecutorio coexiste con la relación con los padres amados e incluso
idealizados. Retrospectivamente, encontré que durante los primeros meses de vida,
cuando los impulsos destructivos, la proyección y la escisión están en su apogeo,
la vida emocional del bebé está plagada de figuras terroríficas y persecutorias,
las cuales representan los aspectos terribles de la madre y amenazan al niño con
toda la maldad que éste, en sus momentos de odio y de rabia, dirige contra su objeto
primario. Aunque el amor por la madre sirve para contrarrestar a estas figuras,
ellas son fuente de intensas ansiedades. Desde el principio, la introyección y la
proyección son operativas y constituyen la base para la internalización del objeto
primero y fundamental: el pecho materno y la misma madre, tanto en sus aspectos
más temidos como en sus aspectos buenos. Dicha internalización constituye la base
del superyó. Intenté demostrar que incluso el niño que tiene una relación cariñosa
con la madre experimenta también, inconscientemente, el terror de ser devorado,
despedazado y destruido por ella. Estas ansiedades, si bien modificadas por un creciente
sentido de la realidad, persisten en mayor o menor grado a lo largo de la temprana
infancia. Las ansiedades persecutorias de esta naturaleza forman parte de la posición
esquizo-paranoide que caracteriza a los primeros meses de vida. Esta posición incluye
cierta dosis de retraimiento esquizoide, como también fuertes impulsos destructivos
(que, al ser proyectados, engendran objetos persecutorios), y una disociación de
la figura materna en una parte muy mala y otra buena e idealizada. Existen otros
innumerables procesos de escisión, tales como la fragmentación y un fuerte impulso
a relegar las figuras terroríficas a los estratos más profundos del inconsciente.
Entre los mecanismos que predominan durante este período figura la negación de todas
las situaciones que provocan temor, mecanismo que está vinculado a la idealización.
A partir del estadio más temprano, estos procesos se ven reforzados por repetidas
experiencias de frustración, que nunca se pueden evitar por completo.
Es inherente a la situación de ansiedad del bebé el que le resulte imposible escindir
y apartar totalmente a estas figuras terroríficas; además, la proyección del odio
y los impulsos destructivos se logra sólo en cierta medida, y la división entre
la madre amada y la madre odiada no puede mantenerse demasiado. Así, el bebé no
consigue eludir del todo los sentimientos de culpa, si bien éstos son sólo fugaces
durante las etapas tempranas.
Todos estos procesos están ligados a la tendencia del bebé a la formación de símbolos
y forman parte de su fantasía inconsciente. Frente al impacto de la ansiedad, la
frustración y su escasa capacidad para expresar lo que siente hacia sus objetos
amados, se ve obligado a transferir sus emociones y ansiedades a los objetos que
lo rodean, comenzando por partes de su propio cuerpo y también partes del cuerpo
de su madre.
Los conflictos que el bebé experimenta desde su nacimiento se originan en la lucha
entre los instintos de vida y los instintos de muerte. los cuales se expresan a
través del conflicto entre los impulsos del amor y los de destrucción. Ambos adoptan
múltiples formas y tienen numerosas ramificaciones. Así, por ejemplo, el resentimiento
acrecienta los sentimientos de deprivación que nunca faltan en la vida de todo bebé.
Al tiempo que la capacidad de la madre de alimentar al bebé constituye una fuente
de admiración, la envidia de tal capacidad estimula poderosamente los impulsos destructivos.
Es propio de la envidia el hecho de que su meta sea dañar y destruir la creatividad
de la madre, de la que, al mismo tiempo, depende el bebé, y esta dependencia no
hace sino reforzar el odio y la envidia. Tan pronto se inicia la relación con el
padre, aparecen sentimientos de admiración por la fuerza y la potencia de aquél,
lo cual nuevamente desemboca en la envidia. Las fantasías de invertir la situación
temprana y triunfar sobre los padres son componentes básicos de la vida emocional
del bebé. Los impulsos sádicos de naturaleza anal, uretral y oral se expresan a
través de estos sentimientos hostiles dirigidos contra los padres, sentimientos
que, a su vez, suscitan una mayor persecución y temor a la retaliación de los padres.
He comprobado que las frecuentes pesadillas y fobias de niños de corta edad son
fruto del terror experimentado hacia padres persecutorios, quienes, por conducto
de la internalización, sirven de base para el despiadado superyó. Es un hecho sorprendente
que los niños, pese al amor y la devoción que reciben de sus padres, alberguen figuras
internalizadas amenazadoras; como ya he señalado, encontré la explicación de dicho
fenómeno en la proyección que el niño hace de su propio odio en los padres, odio
que se intensifica por el resentimiento de saberse sometido a ellos. En una época,
este punto de vista parecía contradecir el concepto de Freud de que el principal
origen del superyó era la introyección de padres punitivos y coercitivos; posteriormente
Freud estuvo de acuerdo con mi idea de que el odio y la agresividad del niño, proyectados
en los padres, desempeñan un papel importante en el desarrollo del superyó.
A lo largo de mi trabajo, llegué a comprender con mayor claridad que la idealización
de los padres no es otra cosa que el corolario de los aspectos persecutorios de
los padres internalizados. Desde su nacimiento, impulsado por el instinto de vida,
el bebé introyecta también un objeto bueno, objeto que tiende a idealizar presionado
por la ansiedad, lo cual repercute sobre el desarrollo del superyó. En este sentido,
recordamos el concepto de Freud, expresado en su artículo "El humor" (1928), que
afirma que la actitud bondadosa de los padres se incorpora al superyó del bebé.
Cuando la ansiedad persecutoria está todavía en su apogeo, los tempranos sentimientos
de culpa y depresión son vividos, en alguna medida, como persecución. Gradualmente,
con el fortalecimiento creciente del yo, la mayor integración y los progresos realizados
en la relación con objetos totales, la ansiedad persecutoria va perdiendo fuerza
y comienza a predominar la ansiedad depresiva. La mayor integración implica que
el odio se vea mitigado, en alguna medida, por el amor, que la capacidad de amar
gane en intensidad, y que la disociación entre los objetos odiados (y por consiguiente
terroríficos) y los objetos amados, disminuya. Los sentimientos fugaces de culpa,
unidos a la sensación de no poder impedir que los impulsos destructivos dañen a
los objetos amados, se acrecientan y resultan cada vez más penosos. He denominado
a esta fase la posición depresiva, y mi experiencia psicoanalítica con niños y adultos
ha confirmado mi teoría de que el pasaje a través de la posición depresiva entraña
experiencias sumamente dolorosas. Seria imposible entrar a examinar aquí las múltiples
defensas que un yo más fuerte desarrolla para manejar la depresión y la culpa.
Durante esta etapa, el superyó se percibe como conciencia moral: prohíbe las tendencias
destructivas y asesinas, y fortifica la necesidad que tiene el niño de que sus padres
reales lo guíen y le pongan limites. El superyó constituye la base de toda ley moral,
la cual es común a toda la humanidad. Sin embargo, incluso en los adultos normales,
en épocas de intensa presión interna y externa, los impulsos escindidos y apartados
y las figuras temibles y persecutorias escindidas y apartadas reaparecen temporariamente
y gravitan sobre el superyó, haciendo que las ansiedades que se experimentan en
ese momento se asemejen bastante a los terrores del bebé, aun cuando adopten una
forma distinta.
Cuanto más intensa es la neurosis del bebé, tanto más incapacitado se encuentra
para efectuar el pasaje a la posición depresiva, y la elaboración de dicha posición
se verá obstaculizada por cierta oscilación entre la ansiedad persecutoria y la
depresiva. A lo largo de toda esta fase de desarrollo temprano es factible que se
produzca una regresión a la fase esquizo-paranoide, al tiempo que un yo mas fuerte
y una mayor capacidad para tolerar el sufrimiento proporcionan al bebé un mayor
percatamiento de esta realidad psíquica y le permiten elaborar la posición depresiva.
Las experiencias de sufrimiento, depresión y culpa, unidas a un mayor amor por el
objeto, movilizan en el bebé la imperiosa necesidad de reparar, lo cual debilita
la ansiedad persecutoria en relación con el objeto y, en consecuencia, hace que
éste se vuelva más confiable. Todos estos cambios, que se traducen en una actitud
más esperanzada, están ligados a la menor severidad del superyó.
Si se consigue elaborar la posición depresiva -no sólo durante su fase culminante
sino a lo largo de toda la infancia y en la edad adulta-, el superyó se limitará
principalmente a encauzar y controlar los impulsos destructivos, desvaneciéndose
gran parte de su severidad. Cuando el superyó no es excesivamente severo, representa
un apoyo y una ayuda para el individuo, puesto que fortalece los impulsos amorosos
y fomenta la tendencia a la reparación. Encontramos una equivalencia bastante aproximada
de este proceso interno en el estímulo que los padres brindan al bebé cuando éste
revela tendencias más constructivas y se relaciona mejor con su medio.
Antes de entrar a ocuparnos de la Orestíada y de las conclusiones que intento extraer
de dicha trilogía en lo referente a la vida mental, quisiera referirme al concepto
helénico de hubris. Según la definición de Gilbert Murray, "el pecado característico
que cometen todas las criaturas, en tanto están dotadas de vida, se denomina en
lenguaje poético Hubris, palabra que por lo común se traduce como "petulancia" o
"arrogancia"... Hubris siempre ambiciona más y trata de alcanzarlo vorazmente, rompe
barreras y corrompe el orden; es reemplazado por Dike, la Justicia, que se encarga
de restablecer el orden. Este ritmo -Hubris-Dike, la Soberbia y su caída, Pecado
y Castigo- es el que impera en la gran mayoría de los poemas filosóficos que son
peculiares a la tragedia griega..."
En mi opinión, la hubris aparece como algo tan pecaminoso porque está basada en
ciertas emociones que se viven como un peligro para los demás y para uno mismo.
Dentro de estas emociones, una de las más importantes es la avidez, que se vive
originalmente en relación con la madre y viene acompañada de la amenaza de ser castigado
por ella por haberla explotado tan abusivamente. La avidez está estrechamente relacionada
con el concepto de Moira, que Gilbert Murray desarrolla en la Introducción. Moira
representa la dote o destino que los dioses han asignado a cada uno de los hombres;
cuando se la excede, sobreviene el castigo de los dioses. El temor a dicho castigo
se remonta al hecho de que la avidez y la envidia se experimentan inicialmente en
relación con la madre, a la que el bebé cree haber dañado con esos sentimientos
y quien, merced a la proyección, se convierte interiormente para él en una figura
ávida y cargada de resentimiento. Así, se la teme como si fuera una fuente de castigo,
el arquetipo de Dios. Cualquier extralimitación con respecto a Moira se vive como
algo estrechamente ligado a la envidia por las posesiones ajenas, y la secuela es
que, merced a la proyección, surge el temor persecutorio de que los demás lleguen
a envidiar y destruir las propias conquistas o posesiones.
"... Pocos hombres son de condición tal, que celebren la buena fortuna del amigo
sin envidiarla. El mortal veneno de la envidia va infiltrándose en el corazón del
que padece ese achaque y hácele que se doblen sus dolores. Siente sobre si el peso
de sus propios males, que le ahoga, y angústiase a la vez, contemplando la dicha
ajena"* .
El triunfo sobre todos los demás, el odio, el deseo de destruir a los otros, de
humillarlos, el placer que proporciona su destrucción por el hecho mismo de haberlos
envidiado, todas estas tempranas emociones que se viven originalmente en relación
con los padres y hermanos forman parte de la hubris. Ocasionalmente, todo bebé siente
envidia y anhela poseer los atributos y capacidades, primero de la madre y luego
del padre. Básicamente, la envidia está dirigida hacia el pecho de la madre y el
alimento que ella es capaz de producir; en última instancia, hacia su creatividad.
Uno de los efectos de la envidia muy intensa es el deseo de invertir la situación,
de hacer que los padres se conviertan en bebés indefensos, y de que ello constituya
una fuente de placer sádico. Cuando el bebé está dominado por estos impulsos hostiles
y destruye interiormente la bondad y el amor de la madre, se siente no sólo perseguido
por ella sino también culpable y despojado de objetos buenos. Uno de los motivos
por los que estas fantasías tienen una repercusión tan enorme sobre la vida emocional
es que se las vive con sentido de omnipotencia, es decir, que en la mente del bebé
es como si ya hubieran tenido lugar, o pudieran convertirse en realidad, y entonces
él fuera responsable de todos los trastornos o enfermedades que padecieran sus padres.
Esto lleva a un constante temor a la pérdida, el cual intensifica la ansiedad persecutoria
y subyace al temor al castigo en relación con hubris.
Posteriormente, es posible que la rivalidad y la ambición -que son elementos constitutivos
de la hubris- se conviertan en profundos motivos de culpa si en ellos predominan
la envidia y la destructividad. Esta culpa puede estar encubierta por la negación,
pero detrás de esa negación seguirán operando los reproches que provienen del superyó.
Yo me atrevería a sugerir que los procesos que acabo de descubrir constituyen la
razón por la que, de acuerdo con las creencias helénicas, se vive a hubris como
algo tan severamente prohibido y castigado.
El temor infantil de que el triunfo sobre los demás y la destrucción de sus capacidades
pueda convertirlos en seres envidiosos y temibles, acarrea importantes consecuencias
para la vida futura del bebé. Hay quienes logran manejar esta ansiedad inhibiendo
su propio talento; Freud (1916) nos proporcionó una descripción del tipo de individuo
que no puede tolerar el éxito porque le produce culpa, y asoció esta culpa en particular
con el complejo de Edipo. En mi opinión, tales personas originalmente desearon eclipsar
a la madre y destruir su fertilidad. Algunos de estos sentimientos se transfieren
al padre y a los hermanos, y posteriormente a otras personas cuya envidia y odio
se teme en ese momento; la culpa que ello despierta puede provocar fuertes inhibiciones
del talento y las posibilidades de éxito. Aquí resulta oportuno citar una frase
de Clitemnestra, que sintetiza este temor: "No es digno de envidia el que no es
envidiado".
A continuación me propongo fundamentar mis conclusiones con algunos ejemplos tomados
del análisis de niños pequeños. Cuando, en su juego, un niño expresa su rivalidad
con el padre haciendo que un tren pequeño avance con mayor rapidez que otro más
grande, o hace que el tren más chico embista al de mayor tamaño, la secuela es casi
siempre un sentimiento de persecución y de culpa. En el Relato del psicoanálisis
de un niño señalé cómo, durante un tiempo, cada sesión finalizaba con lo que el
niño denominaba una "catástrofe" y que consistía en derribar todos los juguetes
y dejarlos diseminados por el suelo; simbólicamente, ello representaba para el niño
el haber sido suficientemente fuerte como para destruir a su mundo. Durante varias
sesiones quedaba por lo general un sobreviviente -él mismo- y la secuela de la "catástrofe"
era un sentimiento de soledad, ansiedad y el anhelo de recuperar su objeto bueno.
Otro ejemplo pertenece al análisis de un adulto: un paciente que a lo largo de toda
su vida había inhibido su ambición y su deseo de ser superior a los demás y, en
consecuencia, no habla podido desarrollar plenamente sus dotes naturales, soñó que
estaba de pie, junto al asta de una bandera, rodeado de niños. El era el único adulto.
Todos los niños intentaron, por turno, trepar hasta la cima del mástil, pero fracasaron.
Mi paciente reflexionó en el sueño que, si él intentara trepar hasta el tope del
mástil y también fallara, los niños se divertirían mucho. No obstante lo cual, y
en contra de su voluntad, realizó la hazaña y se encontró encaramado en la punta
del mástil.
Este sueño confirmó y fortaleció su comprensión, fruto de material previo, de que
su ambición y su rivalidad eran mucho más poderosas y destructivas de lo que nunca
se había permitido imaginar. En el sueño había transformado desdeñosamente a sus
padres, a la analista y a todo otro rival potencial en niños incompetentes y desvalidos,
apareciendo él como el único adulto. Simultáneamente, trató de evitar salir vencedor,
porque dicha victoria significaría dañar y humillar a personas a las que además
amaba y respetaba y que, a su vez, se transformarían en perseguidores envidiosos
y temibles (los niños que disfrutarían con su fracaso). Sin embargo, el sueño nos
revela que, a pesar de haberse propuesto lo contrario, no pudo inhibir sus capacidades,
trepo hasta lo más alto del mástil y sintió miedo de las consecuencias que ello
podría acarrearle.
En La Orestíada, Agamenón hace un despliegue desmedido de hubris: no siente la menor
compasión por el pueblo de Troya, al que acaba de aniquilar, y parece estar convencido
de que, al hacerlo, estaba en todo su derecho. Únicamente cuando le habla a Clitemnestra
acerca de Casandra hace alusión al principio de que el vencedor debe apiadarse de
los vencidos. Sin embargo, puesto que Casandra era a todas luces su amante, sus
palabras no entrañan sólo compasión sino también el deseo de conservarla para su
propio placer. Fuera de esto, es evidente que se siente orgulloso del terrible exterminio
que ha realizado. Pero la prolongada guerra desatada por él también acarreó sufrimientos
a los nativos de Argos, poblando la comarca de viudas y de madres enlutadas y haciendo
que hasta su propia familia debiera padecer un abandono de diez años. Así, en última
instancia, parte de la destrucción de la que tan orgulloso se siente a su regreso
se había abatido también sobre su propio pueblo, por el que cabe suponer que experimentaba
algún afecto. Su destructividad, que afectó a sus allegados más próximos, podría
interpretarse como dirigida contra sus primeros objetos amorosos. La razón ostensible
para perpetrar todos esos crímenes era vengar el insulto infligido a su hermano
y ayudarlo a recuperar a Helena; Esquilo, sin embargo, deja bien sentado que Agamenón
estaba movido también por la ambición, y que el hecho de ser proclamado "Rey de
Reyes" gratificaba su hubris.
Con todo, sus victorias no sólo gratificaron su hubris sino que además la acrecentaron
y contribuyeron a endurecer y a deteriorar su carácter. Se nos dice que el vigía
le profesaba una leal admiración, que los miembros de su casa y los Ancianos lo
amaban, y que sus súbditos anhelaban fervientemente su regreso, lo cual indicaría
que, en el pasado, se había mostrado más humano que después de sus victorias. El
Agamenón que relata sus hazañas y la destrucción de Troya no parece ni digno de
amor ni capaz de amar. Nuevamente citaré a Esquilo:
"Algún día se manifiestan los dioses a los hijos de aquellos hombres soberbios que
sólo respiran guerra e iniquidad y vivieron hinchados con la pompa de una opulencia
sin medida".
Su incontrolada destructividad y su vanagloria en el poder y la crueldad revelan,
a mi juicio, una regresión. A una etapa temprana el bebé -en particular el varón-
admira no sólo la bondad sino también el poder y la crueldad, y atribuye estas cualidades
al padre poderoso con el que se identifica pero al que, simultáneamente, teme. En
el adulto, la regresión puede hacer revivir esta actitud infantil y debilitar la
compasión.
Si consideramos el exceso de hubris desplegado por Agamenón, Clitemnestra aparece
entonces, en cierto sentido, como dike, el instrumento de la justicia. En un pasaje
muy revelador del Agamenón, ella traza ante los Ancianos, previamente al regreso
de su marido, un cuadro de su visión de los sufrimientos del pueblo de Troya, y
lo hace con palabras llenas de compasión y sin ninguna señal de admiración por las
hazañas de Agamenón. En cambio, tan pronto lo ha asesinado, la hubris se apodera
de sus sentimientos y no aparece el menor vestigio de remordimiento. Al dirigirse
nuevamente a los Ancianos, ella está orgullosa del crimen que acaba de cometer y
la invade un sentimiento de exaltación y de triunfo. Apoya a Egisto en la tarea
de usurpar el trono de Agamenón.
De este modo, la hubris de Agamenón fue seguida por la dike, y ésta a su vez dio
paso a la hubris de Clitemnestra, la cual nuevamente fue castigada por la dike,
encarnada por Orestes.
Quisiera presentar algunas hipótesis acerca del cambio operado en la actitud de
Agamenón para con sus súbditos y su familia a raíz del éxito obtenido en sus campañas.
Como ya he mencionado, su total falta de compasión en lo tocante a los sufrimientos
que hizo padecer al pueblo de Argos con su dilatada contienda es algo sorprendente.
Y, sin embargo, teme a los dioses y su posible condena, razón por la cual acepta
con gran renuencia entrar en su casa caminando sobre los preciosos tapices que Clitemnestra
ha hecho colocar en su honor. Cuando alega que uno debería cuidarse de no atraer
sobre sí la ira de los dioses, lo que está expresando no es culpa sino ansiedad
persecutoria. Tal vez la regresión que mencioné anteriormente pudo efectuarse porque
la bondad y la piedad no habían llegado nunca a constituirse en elementos básicos
de su carácter.
Orestes, por lo contrario, se ve acosado por sentimientos de culpa tan pronto ha
cometido el asesinato de su madre, y opino que éste es el motivo por el cual Atena
finalmente logra ayudarlo. Si bien él no se siente culpable por haber matado a Egisto,
el asesinato de su madre lo sume en un intenso conflicto. Los móviles que lo inducen
a cometerlo son el cumplimiento de un mandato y también el amor que abriga por su
padre muerto, con quien está identificado; no existe prácticamente ningún indicio
de que anhelara triunfar sobre su madre, lo cual indicaría que la hubris y sus concomitantes
no predominaban en él. Sabemos, además, que la intervención de Electra y el mandato
de Apolo gravitaron considerablemente en la consumación del crimen. Inmediatamente
después de matar a su madre, Orestes se siente invadido por el remordimiento y el
horror de sí mismo, simbolizados por las Furias, que en el acto se lanzan sobre
él. El Coro de Esclavas, que tanto lo espoleó para que matara a su madre y para
el que las Furias son invisibles, trata de consolarlo haciéndole notar que su acción
fue justiciera y que el orden se ha restablecido. El hecho de que Orestes sea el
único que puede ver a las Furias revela que dicha situación persecutoria es de naturaleza
interna.
Como sabemos, al asesinar a su madre, Orestes da cumplimiento al mandato que le
fuera impuesto por Apolo en Delfos. También esto podemos considerarlo como parte
de su situación interna: esta faceta de Apolo representa aquí la crueldad y las
urgencias vengativas del propio Orestes, lo cual nos permite descubrir sus sentimientos
destructivos. Con todo, los elementos constitutivos básicos de la hubris, tales
como la envidia y la necesidad de triunfar, no parecen predominar en él.
Resulta significativo que Orestes se compenetre tanto con la relegada, infortunada
y lúgubre Electra, puesto que su propia destructividad se había visto estimulada
por el resentimiento que le produjo el haber sido abandonado por su madre. Ella
lo alejó de su lado, poniéndolo al cuidado de extraños; en otras palabras, no le
dio suficiente amor. La raíz fundamental del odio de Electra es que, aparentemente,
su madre no la había amado demasiado, frustrándose así su anhelo de ser amada por
ella. El odio que Electra abriga contra su madre -si bien intensificado por el asesinato
de Agamenón- contiene también la rivalidad de la hija con la madre, rivalidad que
está centrada en el hecho de no haber logrado que el padre gratificara sus deseos
sexuales. Estas perturbaciones tempranas de la relación de la niña con su madre
representan un factor importante para el desarrollo de su complejo edípico.
La hostilidad entre Casandra y Clitemnestra es otra faceta del complejo de Edipo.
Esta extrema rivalidad entre ambas en lo concerniente a Agamenón ilustra un rasgo
característico de la relación madre-hija: dos mujeres compiten para obtener la gratificación
sexual del mismo hombre. Precisamente porque Casandra había sido la amante de Agamenón,
podía también sentirse un poco como la hija que ha conseguido conquistar al padre
y quitárselo a la madre, y que, por ende, aguarda el castigo de ésta. Es inherente
a la situación edípica que la madre reaccione con odio -o por lo menos así lo viva
la niña- frente a los deseos edípicos de la hija.
Si examinamos la actitud de Apolo encontramos bastantes indicios de que su total
sumisión a Zeus está ligada al odio hacia las mujeres y a su complejo de Edipo invertido.
Los siguientes pasajes testimonian su desprecio por la fertilidad femenina:
"...que no se nutrió en las tinieblas del materno seno; pero criatura cual diosa
ninguna hubiese podido engendraría" (refiriéndose a Atena).
"No es la madre engendradora del que llaman su hijo, sino sólo nodriza del germen
sembrado en sus entrañas. Quien con ella se junta es el que engendra".
Su odio hacia las mujeres también se manifiesta en la orden que le imparte a Orestes
de que mate a su madre, como asimismo en la tenacidad con que acosa a Casandra,
por mucho que ésta pueda haberlo traicionado. (El hecho de que Apolo sea promiscuo
no es incompatible con su complejo edípico invertido.) En cambio ensalza a Atena,
quien prácticamente carece de atributos femeninos y está totalmente identificada
con el padre. Al mismo tiempo, la admiración que siente por su hermana mayor también
puede indicar la existencia de una actitud positiva hacia la figura materna, o sea
que encontramos también algunos signos de un complejo edípico directo.
La bondadosa y servicial Atena -que nunca tuvo madre, pues brotó del cerebro de
Zeus- no exhibe hostilidad alguna hacia las mujeres, pero yo me inclinaría a pensar
que dicha falta de rivalidad y de odio tiene alguna relación con el hecho de haberse
ella adueñado del padre, el cual correspondió a su afecto haciéndola ocupar un lugar
de privilegio entre todos los demás dioses y convirtiéndola en su favorita. Su total
sumisión y dedicación a Zeus puede tomarse como expresión de su complejo edípico,
y tal vez la aparente ausencia de conflictos que encontramos en ella se deba al
hecho de haber volcado todo su afecto en un único objeto.
También el complejo edípico de Orestes se manifiesta en diversos pasajes de la Trilogía.
Reprocha a su madre el haberlo abandonado y expresa su resentimiento contra ella.
Sin embargo, hay algunos indicios de que su relación con la madre no fue enteramente
negativa. Es evidente que Orestes atribuye valor a las libaciones que Clitemnestra
ofrece a Agamenón porque está convencido de que son una forma de revivir al padre.
Cuando su madre le recuerda cómo lo amaba y lo amamantaba cuando era bebé, él siente
que su decisión de matarla comienza a flaquear y debe recurre a su amigo Pílades
para que lo aconseje. También hay señales de que siente celos, lo cual indica una
relación edípica positiva: el desconsuelo de Clitemnestra por la muerte de Egisto
y el amor que le profesa enfurecen a Orestes. Es bastante frecuente durante la situación
edípica que el odio al padre sea desviado hacia otras persona, tal como puede advertirse,
por ejemplo, en el odio que siente Hamlet hacia su tío. Orestes ha idealizado a
su padre, y suele ser más fácil reprimir la rivalidad y el odio hacia un padre muerto
que hacia uno que aún vive. Su idealización con respecto a la grandeza de Agamenón
-que Electra comparte- lo impulsa a negar que aquél hubiera sacrificado a Ifigenia
y demostrado una insensibilidad absoluta para con los sufrimientos de los troyanos.
Al admirar a Agamenón, Orestes se identifica también con el padre idealizado, y
es así como muchos hijos logran superar su rivalidad con la grandeza del padre y
su envidia hacia él. Estas actitudes, reforzadas por el abandono de la madre, así
como por el hecho de que ésta hubiera asesinado a Agamenón, forman parte del complejo
edípico invertido de Orestes.
Ya señalé anteriormente que Orestes estaba relativamente exento de hubris y, pese
a su identificación con el padre, era más propenso a los sentimientos de culpa.
Su congoja luego del asesinato de Clitemnestra representa, en mi opinión, la ansiedad
persecutoria y los sentimientos de culpa que forman parte de la posición depresiva.
Parecería que se impone la interpretación de que Orestes padecía una enfermedad
maníaco-depresiva -Gilbert Murray la denomina locura- a causa de sus excesivos sentimientos
de culpa (encarnados por las Furias). Por otra parte, cabe también suponer que Esquilo
no hace sino mostrarnos, como a través de una lente de aumento, un aspecto del desarrollo
normal, ya que ciertos rasgos fundamentales de la enfermedad maníaco-depresiva no
parecen ser demasiado operativos en Orestes. A mi juicio, éste exhibe un estado
mental que considero característico de la transición entre la posición esquizo-paranoide
y la depresiva, periodo en el que la culpa se vive fundamentalmente como persecución.
Cuando la posición depresiva se alcanza y se elabora -lo cual está simbolizado en
la Trilogía por el cambio de actitud de Orestes frente al Areópago-, predomina la
culpa y la persecución se debilita.
La obra me sugiere que Orestes es capaz de superar sus ansiedades persecutorias
y elaborar la posición depresiva porque jamás renuncia a la imperiosa necesidad
de purificarse de su crimen y de regresar a su pueblo al que, presumiblemente, desea
gobernar en forma benévola. Estas intenciones señalan el impulso a reparar, que
es característico de la conquista de la posición depresiva. Su relación con Electra,
la cual moviliza su compasión y su amor; el hecho de que su esperanza se mantenga
incólume pese a las aflicciones; y toda su actitud frente a los dioses, en particular
su gratitud hacia Atena; todo esto indica que se ha logrado una internalización
relativamente estable del objeto bueno, y se han echado las bases para su desarrollo
normal. Cabe conjeturar que, en la fase más temprana, dichos sentimientos existían
de alguna manera en la relación con su madre, porque cuando Clitemnestra le recuerda:
"Detente, ¡oh hijo! Respeta, hijo de mis entrañas, este pecho sobre el cual tantas
veces te quedaste dormido, mientras mamaban tus labios la leche que te crió...",
Orestes depone la espada y vacila. El amor que la nodriza le profesa sugiere que
existió, durante su infancia, un intercambio de afecto. Tal vez fuera un sustituto
materno, pero es posible que, hasta determinado momento, esta relación afectuosa
se diera también con la madre. El padecimiento físico y mental que significó para
Orestes el tener que huir de un rincón al otro de la tierra nos proporciona una
imagen viva de los sufrimientos que se experimentan cuando la culpa y la persecución
están en su apogeo. Las Furias que lo persiguen y lo acosan son la personificación
de la conciencia culpable, y no aceptan por excusa el hecho de que el crimen fuera
cometido obedeciendo una orden. He sugerido previamente que, cuando Apolo le impuso
ese mandato, estaba encarnando la crueldad del propio Orestes y, desde este punto
de vista, comprendemos por qué las Furias hacen caso omiso del hecho de que Apolo
le había ordenado que cometiera el asesinato, puesto que es propio del superyó implacable
no perdonar la destructividad.
La naturaleza inexorable del superyó y las ansiedades persecutorias que provoca
se expresan, a mi juicio, en el mito helénico de que el poder de las Furias perdura
incluso después de la muerte. Esto es considerado como una forma de castigar al
pecador, y constituye un elemento común a la mayoría de las religiones. En Las Euménides,
Atena dice:
"... Mucho puede, en verdad, la venerada Erina con los dioses del cielo y con los
que habitan las mansiones infernales..."
Las Furias también alegan que
"A aquellos mortales insensatos que se hacen reos y autores de crimen, yo les he
de servir de cortejo hasta que desciendan a las mansiones infernales, y todavía
no se han de ver libres de mí ni con la muerte".
Otro aspecto que es propio de las creencias helénicas es la necesidad de vengar
a los muertos cuando su muerte ha sido violenta. Yo me inclinaría a sugerir que
dicho reclamo de venganza es fruto de tempranas ansiedades persecutorias, las cuales
se ven reforzadas por los deseos de muerte que el bebé experimenta hacia los padres,
y socavan su seguridad y su satisfacción. Así, el enemigo que ataca se convierte
en personificación de todos los males que el bebé supone se abatirán sobre él como
retaliación por sus impulsos destructivos.
En otro trabajo me he ocupado del excesivo temor a la muerte en personas que la
viven como una persecución de enemigos externos e internos, y también como una amenaza
para el objeto bueno internalizado. Si este temor es particularmente intenso puede
ampliar su radio de acción e incluir terrores que amenazan aun más allá de la muerte.
En Hades, la venganza del daño que precedió a la muerte constituye un requisito
esencial para poder alcanzar la paz después de la muerte. Tanto Orestes como Electra
están convencidos de que la venganza que traman cuenta con el beneplácito de su
padre, y Orestes, al describir su conflicto ante el Areópago, destaca que Apolo
le vaticinó tremendos castigos si no vengaba a su padre. El fantasma de Clitemnestra,
al incitar a las Erinias a reiniciar la persecución de Orestes, se lamenta del desprecio
de que es objeto en Hades porque su asesino no ha sido castigado. Es obvio que ella
actúa acuciada por un odio pertinaz hacia Orestes, y tal vez podría sacarse en conclusión
que el odio que subsiste más allá de la tumba subyace a la necesidad de venganza
después de la muerte. También es posible que el sentimiento atribuido a los muertos,
en el sentido de que son despreciados mientras su asesino permanezca impune, se
origine en la sospecha de que sus descendientes no se preocupan suficientemente
por ellos.
Otra razón por la cual los muertos reclaman venganza se insinúa en la "Introducción",
en la que Gilbert Murray menciona la creencia de que la Madre Tierra se contamina
con la sangre que sobre ella se vierte, y de que ella y los clonianos (los muertos)
que guarda en su interior claman pidiendo venganza. Yo me inclinaría a interpretar
que los clonianos representan a los bebés no nacidos que están dentro del vientre
materno y a quienes el niño cree haber destruido con sus fantasías llenas de celos
y hostilidad. Un abundante material psicoanalítico revela los profundos sentimientos
de culpa que despierta un aborto espontáneo de la madre o el hecho de que ésta no
tuviera ningún otro hijo, así como también el temor a la retaliación de esta madre
dañada. Sin embargo, Gilbert Murray también se refiere a la Madre Tierra como un
ser que otorga vida y fecundidad al inocente. En este aspecto, ella representa a
la madre buena, amante y nutricia. Durante muchos años he considerado que la disociación
de la madre en una buena y otra mala constituye uno de los procesos más tempranos
en relación con aquélla.
El concepto helénico de que los muertos no desaparecen sino que continúan teniendo
una suerte de existencia oscura en Hades y ejercen su influencia sobre los vivos,
nos recuerda la creencia en fantasmas que se ven forzados a perseguir a los vivos
porque no tendrán paz hasta que sean vengados. También podemos asociar esta creencia
en seres muertos que manejan y controlan a los vivos con el concepto de que subsisten
como objetos internalizados, que son vividos simultáneamente como muertos y activos
en el interior del sí-mismo, y cuya influencia se vive como buena o mala. La relación
con el objeto interno bueno -en primer lugar la madre buena- implica que se lo viva
como útil y rector. Particularmente en la aflicción y en el proceso del duelo, el
individuo lucha para preservar la buena relación que existía previamente, y para
que esta compañía interna le proporcione fortaleza y consuelo. Cuando el duelo fracasa
-y pueden existir muchas razones para ello-, es porque dicha internalización no
se logra y las identificaciones provechosas se ven interferidas. La exhortación
que Electra y Orestes hacen a su padre muerto junto a su tumba, para que los apoye
y los aliente, corresponde al deseo de unirse al objeto bueno que se ha perdido
externamente a causa de la muerte y es preciso establecer internamente. Este objeto
bueno cuya ayuda se implora es una parte del superyó, en sus aspectos colaboradores
y rectores. Esta buena relación con el objeto internalizado constituye la base para
una identificación que, según se ha comprobado, es de enorme importancia para la
estabilidad del individuo.
El convencimiento de que las libaciones pueden "abrir los labios resecos" de los
muertos proviene, creo, del sentimiento básico de que la leche que la madre da al
bebé constituye una forma de mantener vivo no sólo al bebé, sino también a su objeto
interno. Puesto que la madre internalizada (en primer lugar el pecho) se convierte
en parte del yo del bebé, y éste intuye que su propia vida está ligada a la vida
de su madre, entonces la leche, el amor y el cuidado que la madre externa brinda
al bebé son vividos, en cierto sentido, como algo que es también beneficioso para
la madre interna. Lo mismo se aplica a otros objetos internalizados. Las libaciones
que Clitemnestra ofrece en la obra son tomadas por Electra y Orestes como señal
de que, al alimentar al padre internalizado, ella lo revive, pese a ser además una
madre mala.
Mediante el psicoanálisis descubrimos la vivencia de que el objeto interno participa
de todos los placeres que experimenta el individuo, lo cual es también una manera
de resucitar al objeto amado muerto. La fantasía de que cuando se ama al objeto
internalizado muerto éste conserva una vida propia -como colaborador, consolador,
rector- concuerda con la convicción de Orestes y Electra de que su padre muerto
revivido los ayudará.
Sugerí anteriormente que los muertos que no han sido vengados representan a los
objetos muertos internalizados y se convierten en figuras internalizadas amenazadoras
que se lamentan del daño que el sujeto les ha infligido con su odio. En las personas
enfermas, estas figuras terroríficas forman parte del superyó y están estrechamente
ligadas a la creencia en un destino que impulsa al mal y luego castiga al malhechor.
'Wer........................
.............................
Der kennt euch nich, ihr himmlischen Mächte!
Ihr führt in's Leben uns hinein,
Ihr lasst den Armen schuldig werden,
Dann überlasst ihr ihn der Pein:
Denn alle Schuld rächt sich auf Erden’.
(Goethe, Mignon)
Estas figuras persecutorias están también personificadas por las Erinias. En la
vida mental temprana, incluso si ésta es normal, la escisión nunca llega a ser total
y, por ende, los objetos internos terroríficos siguen siendo, hasta cierto punto,
operativos; es decir, el niño experimenta ansiedades psicopáticas, cuya intensidad
varía en cada individuo. Según el principio taliónico, basado en la proyección,
el bebé se tortura con el temor de que se le llegue a hacer lo mismo que él, en
su fantasía, hizo a sus padres, y tal vez ello estimule y refuerce sus impulsos
crueles. Debido a que él se siente perseguido interna y externamente, se ve obligado
a proyectar hacia afuera el castigo y, al hacerlo, verifica a través de la realidad
externa sus ansiedades y temores internos de un castigo real. Cuanto más culpable
y perseguido se siente un bebé -es decir, cuanto más enfermo está-, tanto más agresivo
es posible que se muestre. Cabe suponer que en los delincuentes o criminales operan
procesos similares a éstos.
Debido a que los impulsos destructivos están dirigidos primariamente contra los
padres, se considera que el pecado más grave de todos es el asesinato de los padres.
Esto está expresado con toda claridad en Las Euménides cuando, después de la intervención
de Atena, las Erinias describen el caos que sobrevendría si dejaran de ser figuras
terroríficas que hacen vacilar a los matricidas y parricidas en potencia y los castigan
si han consumado su crimen.
"¡Qué de golpes, no imaginarios, sino verdaderos, esperan en adelante a los padres
de manos de sus hijos!"
Ya he señalado que los impulsos crueles y destructivos del bebé engendran al primitivo
y terrorífico superyó. Encontramos diversas alusiones respecto de la manera en que
las Erinias llevan a cabo sus ataques:
"Fuerza es, pues, que sufras la pena de tu delito; que yo chupe toda la sangre de
tus miembros; que yo me cebe en esa roja bebida, que nadie sino yo osara beber,
y que después de haberte consumido en vida, te arrastre a los infiernos". Las torturas
con que las Erinias amenazan a Orestes son de una naturaleza sádico-anal y oral
de lo más primitiva. Se nos dice que "sus ronquidos despiden ponzoñoso aliento,
que no deja acercárseles" y que de sus cuerpos emana un vaho letal. Algunas de las
armas más tempranas de destrucción que el bebé utiliza en su mente son los ataques
por medio de flatos y heces, merced a los cuales él cree envenenar a su madre, así
como también quemarla con su orina (el fuego). En consecuencia, el temprano superyó
lo amenaza con idéntica destrucción. Cuando las Erinias temen que Atena las despoje
de su poder, expresan su aprensión y su furia con las siguientes palabras: "Pero
yo, la miserable, la despreciada, encendida en cólera arrojaré sobre este suelo
en desagravio de mi afrenta todo el veneno que gotea mi corazón. ¡Vaya silo arrojaré!
Y este veneno se derramará por la tierra, y su ponzoña secará hojas y flores, y
matará a todo ser viviente y no perdonará a los hombres". Esto nos recuerda de qué
manera el resentimiento del bebé por la frustración y el dolor que ésta le causa
incrementa sus impulsos destructivos y lo lleva a intensificar sus fantasías agresivas.
Pero las crueles Erinias también están asociadas a aquel aspecto del superyó que
se basa en figuras dañadas y quejosas. Leemos que sus ojos y sus labios destilan
sangre, lo cual revela que también ellas padecen torturas. El bebé vive a estas
figuras dañadas internalizadas como vengativas y terroríficas e intenta escindirías
y apartarías. Sin embargo, ellas se incorporan a sus tempranas ansiedades y pesadillas
e intervienen en todas sus fobias. Debido a que Orestes ha dañado y matado a su
madre, ésta se ha convertido en uno de esos objetos dañados cuya venganza teme el
bebé. Orestes llama a las Erinias las "perras furiosas" de su madre.
Parecería que Clitemnestra no sufre la persecución del superyó, puesto que las Erinias
no la acosan. No obstante, poco después del triunfante y exaltado discurso que pronuncia
a continuación del asesinato de Agamenón exhibe señales de depresión y de culpa;
de allí sus palabras: "Basta ya de muertes, no más ensangrentarnos". También experimenta
una ansiedad persecutoria que se pone de manifiesto con toda claridad en el sueño
que tiene acerca del monstruo que alimenta en su pecho, el cual muerde con tal violencia
que le arranca leche mezclada con sangre. Como resultado de la ansiedad expresada
a través de este sueño, ella envía libaciones a la tumba de Agamenón. Por lo tanto,
si bien no sufre la persecución de las Erinias, no está exenta de ansiedad persecutoria
ni de culpa.
Otro aspecto de las Erinias es que se aferran a su propia madre, la Noche, como
su única protectora, y repetidamente apelan a ella para que las defienda de Apolo,
el dios Sol, enemigo de la noche, que quiere despojarlas de su poder y por quien
se sienten perseguidas. Desde este punto de vista, se nos aclara el papel que desempeña
el complejo edípico invertido incluso en el caso de las Erinias. Yo diría que, en
cierta medida, los impulsos destructivos hacia la madre son desplazados al padre
-a los hombres en general- y que la idealización de la madre y el complejo edípico
invertido de las Erinias se mantienen únicamente en virtud de ese desplazamiento.
Lo que les incumbe principalmente es cualquier tipo de daño infligido a una madre,
y al parecer, el único pecado que castigan es el matricidio; ésta es la razón por
la que no persiguen a Clitemnestra, que ha asesinado a su marido. Las Erinias alegan
que, puesto que Agamenón no llevaba la misma sangre que ella, su crimen no era tan
grave como para que la persiguieran. Opino que este argumento encierra una considerable
dosis de negación. Lo que se niega es que, en última instancia, todo crimen es producto
de los sentimientos destructivos contra los padres, y que ningún crimen es lícito.
Resulta significativo que sea la intervención de una mujer, Atena, la que provoca
el cambio que se opera en las Erinias: de un odio implacable a sentimientos más
benignos. Pero, por otra parte, no debemos olvidar que ellas no tuvieron padre o,
más bien, que Zeus, que podría haber representado el papel de padre, se había vuelto
contra ellas. Afirman que debido al terror que esparcen "y al odio del mundo del
que son depositarias, Dios nos ha arrojado de su Casa". Apolo, lleno de desdén,
les dice que jamás dios u hombre alguno osó besarlas.
Yo diría que el complejo edípico invertido de las Erinias se vio acrecentado por
la falta de padre, o bien por el odio o el abandono de éste. Atena les promete que
serán honradas y veneradas por los atenienses, esto es, tanto por los hombres como
por las mujeres. El Areópago, formado por hombres, las escolta hasta el lugar que
será su morada en Atenas. Mi teoría es que Atena, al personificar aquí a la madre
y compartir ahora con las hijas el amor de los hombres, es decir, de las figuras
paternas, provoca un cambio en sus sentimientos e impulsos y en la totalidad de
su carácter.
Tomando a la Trilogía en su totalidad, encontramos que el superyó está encarnado
por una serie de figuras diferentes. Por ejemplo, Agamenón, percibido como un padre
vuelto a la vida que apoya a sus hijos, es un aspecto del superyó que se funda en
el amor y la admiración por el padre. Se describe a las Erinias como seres que pertenecen
a la era de los antiguos dioses, los Titanes, cuyo reinado fue bárbaro y violento,
pero, a mi juicio, se las puede asociar con el superyó más temprano e implacable,
representando así las figuras terroríficas que son principalmente el resultado de
la proyección que el bebé hace de sus fantasías destructivas en sus objetos. Con
todo, se ven neutralizadas -aunque de una manera escindida y apartada- por la relación
con el objeto bueno o el objeto idealizado. Ya he sugerido que la relación que la
madre tiene con el bebé -y en gran medida, la relación que el padre tiene con él-
repercute sobre el desarrollo del superyó porque afecta la internalización de los
padres. En Orestes, la internalización del padre, fundada en la admiración y el
amor, demuestra ser de una importancia trascendental para su conducta posterior,
ya que el padre muerto constituye una parte muy importante del superyó de Orestes.
Cuando originalmente formulé el concepto de posición depresiva, señalé que los objetos
dañados internalizados se lamentan y contribuyen con ello a despertar sentimientos
de culpa y, por consiguiente, a la creación del superyó. Según conceptos que desarrollé
posteriormente, tales sentimientos -aun cuando son fugaces y no configuran todavía
la posición depresiva- son, en alguna medida; operativos durante la posición esquizo-paranoide.
Observamos que hay bebés que se abstienen de morder el pecho e incluso llegan a
destetarse a los cuatro o cinco meses, sin que exista ninguna razón externa para
ello, mientras que otros, al dañar el pecho, impiden que la madre los siga alimentando.
Dicha abstención indica, en mi opinión, que el bebé percibe inconscientemente el
deseo de dañar a su madre con su voracidad. En consecuencia, cree que la madre ha
quedado lesionada y vaciada por la voracidad con la que él la ha succionado o mordido
y, por lo tanto, la madre o el pecho de ésta quedan, en la mente del bebé, en un
estado lesionado. Contamos con muchas pruebas, obtenidas retrospectivamente a través
del psicoanálisis de niños o incluso de adultos, de que ya desde muy temprano se
vive a la madre como un objeto dañado, internalizado y externo. Yo diría que este
objeto dañado y quejoso es una parte del superyó.
La relación con este objeto amado y dañado incluye no sólo culpa sino también compasión,
y es la fuente esencial de toda conmiseración hacia los demás y consideración para
con ellos. En la Trilogía, este aspecto del superyó está representado por la infortunada
Casandra. Agamenón, que la ha deshonrado y la entrega ahora a Clitemnestra en calidad
de esclava, siente compasión y exhorta a su esposa a que se apiade de ella. (Esta
es la única ocasión en que Agamenón exhibe un sentimiento de esta naturaleza.) El
papel de Casandra como parte dañada del superyó se suma al hecho de que es una conocida
profetisa, cuya principal tarea es anunciar presagios. El Coro de Ancianos se siente
conmovido por su triste destino y trata de consolarla, al tiempo que se muestra
temeroso y reverente frente a las profecías que escucha de sus labios.
Como superyó, Casandra profetisa grandes males y anuncia que ello atraerá el castigo
y el desconsuelo. Conoce por anticipado tanto el destino que le espera a ella como
el infortunio general que se abatirá sobre Agamenón y su familia; pero nadie presta
oídos a sus advertencias, y esta incredulidad es atribuida a la maldición de Apolo.
Los Ancianos, que sienten una enorme compasión hacia Casandra, en parte le creen,
no obstante lo cual, y pese a que advierten la validez de los peligros que ella
vaticina con respecto a Agamenón, ella misma y los nativos de Argos, niegan sus
profecías. Su resistencia a aceptar lo que a la vez ya saben, expresa la tendencia
universal a la negación. La negación constituye una poderosa defensa contra la ansiedad
persecutoria y la culpa, las cuales nacen del hecho de no poder jamás controlar
por completo los impulsos destructivos. La negación, que siempre está ligada a la
ansiedad persecutoria, puede llegar a sofocar los sentimientos de amor y de culpa,
socavar la compasión y la consideración, tanto hacia los objetos externos como a
los internos, y perturbar la capacidad de discernimiento y el sentido de realidad.
Como todos sabemos, la negación es un mecanismo omnipresente que también se usa
mucho para justificar la destructividad. Clitemnestra justifica el asesinato de
su marido con el hecho de que éste había matado a la hija de ambos, y niega haber
tenido otros motivos para cometer el crimen. Agamenón, que al destruir Troya no
respetó siquiera los templos de los dioses, siente que su crueldad está justificada
por el hecho de que su hermano hubiera perdido a su esposa. Orestes cree tener sobrado
derecho de matar, no sólo al usurpador Egisto, sino también a su madre. La justificación
a la que me he referido forma parte de una poderosa negación de la culpa y los impulsos
destructivos. Quienes tienen una mayor comprensión de sus procesos internos, y en
consecuencia no necesitan negar tanto, están mucho menos expuestos a ceder a sus
impulsos destructivos y, como resultado, son también más tolerantes con los demás.
Existe otra perspectiva interesante para examinar el rol del superyó encarnado por
Casandra. En el Agamenón, ella aparece en escena en un estado casi de trance, y
al principio no logra volver en sí; por último consigue salir de ese estado y expresa
entonces con toda claridad lo que previamente había tratado de comunicar de una
manera tan confusa. Podemos asumir que la parte inconsciente del superyó se ha hecho
consciente, lo cual constituye un paso esencial antes de que se lo pueda percibir
como conciencia moral.
Otro aspecto del superyó está representado por Apolo, quien, como ya señalé, simboliza
los impulsos destructivos de Orestes proyectados en el superyó. Esta parte del superyó
impulsa a Orestes a la violencia y amenaza con castigarlo si no asesina a su madre.
Y puesto que Agamenón se sentiría profundamente agraviado si no se vengara su muerte,
tanto Apolo como el padre representan al superyó cruel. Este perentorio reclamo
de venganza condice muy bien con la implacable crueldad con que Agamenón aniquiló
a Troya, exhibiendo una total falta de piedad, incluso frente a los sufrimientos
de su propio pueblo. Me he referido ya a la relación que existe entre la creencia
helénica de que la venganza es un deber impuesto a los descendientes y el rol del
superyó como incitador al crimen. Resulta paradójico que, al mismo tiempo, el superyó
trate a la venganza como un crimen y, en consecuencia, se castigue a los descendientes
por el crimen cometido, pese a que fue consumado en cumplimiento de un deber.
La reiterada secuencia del crimen y castigo, hubris y dike, está encarnada por el
espíritu maligno de la casa quien, se nos dice, sigue morando allí de generación
en generación, y recién desaparece cuando Orestes es absuelto y regresa a Argos.
La creencia en un espíritu maligno que habita la casa nace de un círculo vicioso;
aquél es producto del odio, la envidia y el resentimiento dirigidos contra el objeto;
estas emociones intensifican la ansiedad persecutoria porque se vive como retaliatorio
al objeto atacado, y ello provoca nuevos ataques contra él. O sea que la destructividad
se ve incrementada por la ansiedad persecutoria, y los sentimientos persecutorios
se intensifican con la destructividad.
Resulta interesante que el espíritu maligno, que desde la época de Pélope ejercía
un reinado de terror en la casa real de Argos, la abandone -según dice la leyenda-
cuando Orestes es absuelto y, libre ya de tormentos, retoma, suponemos, una vida
normal y provechosa. Yo diría, a modo de interpretación, que la culpa y la imperiosa
necesidad de reparar -la elaboración de la posición depresiva- rompen el círculo
vicioso porque los impulsos destructivos y su secuela de ansiedad persecutoria han
disminuido, y se ha logrado restablecer la relación con el objeto amado.
Por otra parte Apolo, cuyo templo se alza en Delfos, representa en la Trilogía no
sólo los impulsos destructivos y el cruel superyó de Orestes: por medio de las sacerdotisas
de Delfos, él es también, en palabras de Gilbert Murray, "el profeta de dios" además
de ser el dios sol. En el Agamenón, Casandra se refiere a él como "luz que ilumina
los caminos de los hombres" y "luz de todo lo que existe". Sin embargo, no sólo
su actitud implacable hacia Casandra sino también las palabras con que lo describen
los Ancianos: "No es él de condición de escuchar lamentos", revelan que no es capaz
de apiadarse de los que sufren, por mucho que se erija en representante del pensamiento
de Zeus. Desde este punto de vista, Apolo, el dios Sol, nos trae a la memoria a
aquellas personas que dan la espalda a todo tipo de tristeza como defensa contra
los sentimientos de compasión, y hacen uso excesivo de la negación de sentimientos
depresivos. Es típico de tales personas no demostrar piedad alguna para con los
ancianos e indefensos.
El Coro de las Furias describe a Apolo en los siguientes términos:
"Y tú, Dios mozo, ¿así pisoteas, altanero, a estas ancianas deidades?"
Estas líneas también pueden ser consideradas desde otro punto de vista: si tomamos
en cuenta su relación con Apolo, las Erinias aparecen como la anciana madre que
es maltratada por el hijo joven y desagradecido. Esta falta de compasión está vinculada
con el hecho de que Apolo personifica a la parte implacable y despiadada del superyó,
que ya hemos examinado previamente.
Zeus encarna otro aspecto del superyó, de enorme trascendencia: él es el padre (el
Padre de los Dioses) que ha aprendido a través del sufrimiento a ser más tolerante
con sus hijos. Se nos afirma que Zeus, que había pecado contra su propio padre y
se había sentido culpable por ello, se muestra por lo tanto bondadoso con el suplicante.
Zeus representa una parte importante del superyó: el padre indulgente introyectado,
y simboliza una fase en la que ya se ha elaborado la posición depresiva. El hecho
de detectar y comprender las propias tendencias destructivas dirigidas hacia los
padres que amamos, contribuye a desarrollar una mayor tolerancia para con uno mismo
y los defectos ajenos, una mejor capacidad de discernir, y en general, una mayor
sabiduría. Como lo expresa Esquilo,
"...A aquel Dios que encamina a los mortales a la sabiduría, y dispuso que en el
dolor se hiciesen señores de la ciencia. Hasta en el sueño mismo el penoso recuerdo
de nuestros males está destilando sobre el corazón, y aun sin quererlo nos llega
el pensar con cordura".
Zeus simboliza también la parte ideal y omnipotente del sí-mismo, el ideal del yo,
concepto formulado por Freud (1914) aún antes de desarrollar íntegramente sus teorías
sobre el superyó. Tal como yo veo las cosas, la parte idealizada del sí-mismo y
del objeto internalizado es escindida y apartada de la parte mala del sí-mismo y
del objeto, y el individuo mantiene esta idealización a fin de poder manejar sus
ansiedades.
Hay otro aspecto de la Trilogía que quisiera considerar: la relación que existe
entre los acontecimientos externos y los internos. He afirmado que las Furias simbolizan
los procesos internos, hecho que Esquilo ha indicado en las siguientes líneas:
"A veces es saludable el terror. Conviene que se asiente en el ánimo, y que allí
esté vigilante; que los remordimientos ayudan a aprender a bien vivir".
Con todo, las Furias aparecen en la Trilogía como figuras externas.
La personalidad de Clitemnestra, tomada en conjunto, es fiel testimonio de que Esquilo,
que con tanta agudeza escudriña en lo más profundo de la mente humana, también concede
importancia a los personajes como figuras externas. Nos proporciona varios indicios
de que Clitemnestra fue realmente una mala madre: Orestes le reprocha su falta de
amor, y sabemos que ella desterró a su pequeño hijo y maltrató a Electra. Clitemnestra
está dominada por sus deseos sexuales con respecto a Egisto, lo cual la lleva a
descuidar a sus hijos. Sí bien la Trilogía no lo menciona en forma tan explícita
ni con tantas palabras, es más que evidente que Clitemnestra se deshizo de Orestes
por haber visto en él al vengador del padre, debido a su propia relación con Egisto.
De hecho, cuando duda del relato de Orestes, manda decir a Egisto que acuda escoltado
por su guardia. Tan pronto se entera de la muerte de aquél, pide que le traigan
su hacha:
"Deme cualquiera un hacha con que matar. ¡Pronto! Veamos si vencemos o somos vencidos..."
y trata de matar a Orestes.
Con todo, existen pruebas de que Clitemnestra no fue siempre una mala madre: amamantó
a su hijo cuando este era bebé, y el dolor por la muerte de su hija Ifigenia tal
vez fuera sincero. Pero cuando las situaciones externas se modificaron, se operó
un cambio en su carácter. Mi conclusión es que el odio y los agravios tempranos,
movilizados por la situación externa, reavivan los impulsos destructivos, los cuales
llegan a prevalecer sobre los impulsos amorosos, y esto implica un cambio en los
estados de fusión entre los instintos de vida y los instintos de muerte.
La transformación de las Erinias en Euménides también acusa, en alguna medida, la
influencia de una situación externa: ellas tienen mucho miedo de que se las despoje
de su poder, y Atena las tranquiliza al asegurarles que, en su nuevo papel, tendrán
ascendiente sobre Atenas y se convertirán en guardianas del orden y de la justicia.
Otro ejemplo de la repercusión de las situaciones externas es el cambio que se opera
en el carácter de Agamenón por haberse convertido en "Rey de Reyes" merced a sus
victorias en la expedición. El triunfo, en particular si su mayor valor radica en
un aumento de prestigio, suele ser -como la vida nos demuestra en general- peligroso,
porque fortalece la ambición y la rivalidad e interfiere en los sentimientos de
amor y de humildad.
Atena representa -como ella misma lo dice repetidamente- los pensamientos y sentimientos
de Zeus. Ella es el superyó sabio y atemperado, en contraste con el superyó primitivo
simbolizado por las Erinias.
Hemos visto a Atena en innumerables roles: es el portavoz de Zeus, cuyos pensamientos
expresa; es un superyó atemperado; es también la hija carente de madre que elude
así el complejo de Edipo. Pero Atena tiene también otra función esencial: contribuye
a la paz y al equilibrio. Expresa la esperanza de que los atenienses evitarán las
luchas intestinas, lo cual simbólicamente equivale a evitar la hostilidad dentro
del marco familiar. Hace cambiar a las Furias, predisponiéndolas a una mayor clemencia
y serenidad, actitud que expresa la tendencia a la reconciliación y la integración.
Estos rasgos son característicos del objeto bueno internalizado -primariamente la
madre buena-, el cual se convierte en portador del instinto de vida. Así Atena,
como la madre buena, se contrapone a Clitemnestra, que representa el aspecto malo
de la madre. Esta faceta de Atena se incorpora también a la relación que Apolo tiene
con ella: es la única figura femenina que él respeta y estima, habla de ella con
enorme admiración y se somete por completo a su juicio. Aunque ella parece representar
únicamente el papel de una hermana mayor, a quien el padre favorece en forma especial,
yo sugeriría que también representa para Apolo el aspecto bueno de la madre.
Si el bebé ha logrado establecer firmemente en su interior el objeto bueno, el superyó
se vuelve más indulgente, y la tendencia a la integración -que en mi opinión actúa
desde el nacimiento y contribuye a que el odio se mitigue por medio del amor- adquiere
mayor fuerza. Pero incluso el superyó benévolo exige el control de los impulsos
destructivos y tiende a establecer un equilibrio entre los sentimientos de amor
y de destrucción. Por consiguiente, descubrimos que Atena representa una etapa madura
del superyó, cuya meta es reconciliar impulsos antitéticos; esto está ligado al
establecimiento más firme del objeto bueno y constituye la base para la integración.
Atena expresa la necesidad de controlar los impulsos destructivos en las siguientes
palabras:
"...no rindáis culto a la anarquía ni al despotismo; pero no desterréis de la ciudad
todo temor, que sin temor no hay hombre justo. Mirad, pues, con temerosa y merecida
reverencia la majestad de este senado, porque así tengáis un baluarte defensor de
vuestra ciudad y patria...".
La actitud de Atena, que orienta pero no domina -característica del superyó maduro
construido en torno al objeto bueno-, se manifiesta en el hecho de que ella no haya
querido asumir el derecho de decidir la suerte de Orestes, sino que creara un tribunal,
el Areópago, integrado por los hombres más sabios de Atenas, les diera plena libertad
de voto y sólo se reservara para sí el voto decisivo. Si nuevamente examinamos este
trozo de la Trilogía, tomándolo como reproducción de los procesos internos, llegamos
a la conclusión de que los votos contrarios demuestran que al sí-mismo no le resulta
fácil integrarse, que los impulsos destructivos tiran en una dirección, y el amor
y la capacidad de reparar y de apiadarse, en la otra. Establecer la paz interna
no es tarea fácil.
La integración del yo se alcanza cuando sus distintas partes -representadas en la
Trilogía por los miembros del Areópago- logran unirse a pesar de sus tendencias
antagónicas. Esto no significa que llegarán alguna vez a ser idénticas entre sí,
ya que los impulsos destructivos por un lado, y el amor y la necesidad de reparar,
por el otro, son contradictorios. Pero, en el mejor de los casos, el yo estará en
condiciones de reconocer estos distintos aspectos y de reconciliarlos en cierta
medida, puesto que en la infancia habían sido fuertemente escindidos y apartados.
Tampoco el superyó se ve despojado de su poder, ya que aun en su forma más benévola
sigue siendo capaz de provocar sentimientos de culpa. La integración y el equilibrio
constituyen la base para una vida más plena y más rica. En Esquilo, este estado
mental se manifiesta a través de los cánticos de gozo con que se cierra la Trilogía.
Esquilo nos traza un cuadro del desarrollo humano, desde sus orígenes hasta sus
niveles más avanzados. Una de las formas en que se expresa su profunda comprensión
de lo más recóndito de la naturaleza humana es la diversidad de roles simbólicos
que asigna a sus personajes, en particular a los dioses. Dicha variedad corresponde
a los distintos impulsos y fantasías, a menudo antagónicos, que existen en el inconsciente
y que, en última instancia, son producto de la polaridad de los impulsos de vida
y de muerte, en sus cambiantes estados de fusión.
Para poder comprender cuál es el papel que desempeña el simbolismo en la vida mental,
es preciso que tomemos en cuenta las múltiples formas en que el yo en desarrollo
maneja los conflictos y las frustraciones. Las maneras de expresar sentimientos
de satisfacción y de resentimiento, y toda la gama de las emociones infantiles,
se van modificando gradualmente. Puesto que las fantasías ocupan la vida de la mente
desde el nacimiento, existe un poderoso impulso que tiende a ligarlas a diversos
objetos -reales o fantaseados , los cuales se convierten en símbolos y proporcionan
un escape para las emociones del bebé. Estos símbolos representan primero objetos
parciales y, luego de unos pocos meses, objetos totales (es decir, personas). El
niño coloca todo su amor y su odio, sus conflictos, sus satisfacciones y sus anhelos
en la creación de estos símbolos, internos y externos, que entran a formar parte
de su mundo. El impulso de crear símbolos es tan poderoso debido a que ni siquiera
la madre más amante es capaz de satisfacer las intensas necesidades emocionales
del bebé; de hecho, ninguna situación de realidad puede colmar las urgencias y deseos,
frecuentemente contradictorios, de la vida de fantasía del bebé. Si durante la infancia
la formación de símbolos logra desarrollarse en toda su fuerza y diversidad y no
se ve obstaculizada por inhibiciones, únicamente entonces podrá el artista aprovechar
más tarde las fuerzas emocionales que subyacen al simbolismo. En un artículo previo
me he referido a la enorme importancia que tiene la formación de símbolos para la
vida mental del bebé, y sugerí entonces que cuando la formación de símbolos es particularmente
rica, contribuye a desarrollar talento o incluso genio. En el análisis de adultos
encontramos que la formación de símbolos sigue en estado operativo; también el adulto
se encuentra rodeado de objetos simbólicos. Sin embargo, él se encuentra a la vez
en mejores condiciones para discriminar la fantasía de la realidad y comprender
que las personas y las cosas tienen una existencia propia.
El artista creador emplea profusamente los símbolos, y cuanto más le sirven para
expresar los conflictos entre el amor y el odio, la destructividad y la reparación,
los instintos de vida y de muerte, tanto más universal será la forma que adopten.
Así, el artista llega a condensar la enorme variedad de símbolos infantiles precisamente
cuando suscita toda la intensidad de las emociones y fantasías que en ellos se expresan.
El talento con que el dramaturgo logra volcar algunos de estos símbolos universales
en los personajes que crea y hacer que, a la vez, éstos se conviertan en personas
reales, representa una faceta más de su grandeza. Si bien la relación entre los
símbolos y la creación artística es un tema que ha sido tratado ya extensamente,
mi interés principal es establecer un vinculo entre los más tempranos procesos infantiles
y las posteriores producciones del artista.
En su Trilogía, Esquilo representa a los dioses en una variedad de roles simbólicos,
y mi intención ha sido demostrar de qué manera ello contribuye a realzar la riqueza
y el significado de sus obras. Como broche final, formularé la hipótesis tentativa
de que la grandeza de las tragedias de Esquilo -y esto tal vez pueda aplicarse también
a otros grandes poetas- deriva de su comprensión intuitiva de las insondables profundidades
del inconsciente y de las formas en que dicha comprensión gravita sobre los personajes
y situaciones que él crea.
35. SOBRE LA SALUD MENTAL
(1960)
La base de la salud mental es una personalidad bien integrada. Comenzaré enunciando
algunos elementos de una personalidad bien integrada: madurez emocional, fuerza
de carácter, capacidad de manejar emociones conflictivas, equilibrio entre la vida
interior y la adaptación a la realidad y una fusión exitosa entre las distintas
partes de la personalidad.
Las fantasías y deseos infantiles persisten en cierto grado aun en una persona emocionalmente
madura. Si estas fantasías y deseos han sido exitosamente elaborados y experimentados
libremente, en primer lugar en los juegos infantiles, son fuente de intereses y
actividades que enriquecen la personalidad. En cambio, si el agravio por deseos
insatisfechos sigue siendo muy fuerte y su elaboración se ve dificultada, se perturban
las relaciones personales y el placer proveniente de otras fuentes, se hace difícil
aceptar los sustitutos adecuados a etapas posteriores del desarrollo y se deteriora
el sentido de realidad.
Aun si el desarrollo es satisfactorio y se logra placer de diversas fuentes, en
las capas profundas de la mente hallamos cierto sentimiento de dolor por los placeres
irremisiblemente perdidos y las posibilidades irrealizables. Si bien gente de edad
media experimenta conscientemente la pena de que la infancia y la juventud nunca
volverán, encontramos en su psicoanálisis que lo añorado también es la temprana
infancia y sus placeres. La madurez emocional significa que estos sentimientos de
pérdida pueden ser contrarrestados hasta cierto punto por la capacidad de aceptar
sustitutos y que las fantasías infantiles no perturban la vida emocional adulta.
Poder disfrutar de los placeres que están a nuestro alcance en cada momento vital
se relaciona con una relativa libertad de resquemores y envidia. Por consiguiente,
poder contentarse vicariamente a determinada edad con los placeres que obtiene la
gente joven, particularmente nuestros hijos y nietos, es un signo de madurez emocional.
Otra fuente de gratificación, aun antes de la ancianidad, es la riqueza de los recuerdos
que mantienen vivo al pasado.
La fortaleza del carácter está basada en procesos muy tempranos. La relación con
la madre es la primera y fundamental, aquella en la que el niño experimenta amor
y odio por primera vez. No sólo es un objeto externo sino que el niño internaliza
(introyecta, diría Freud) aspectos de su personalidad. Si los aspectos buenos de
la madre introyectada dominan a los frustrantes, esta madre internalizada deviene
la base de la fortaleza del carácter, porque el yo puede desarrollar así sus potencialidades;
puesto que si ella se experimenta como madre que guía y protege pero no domina,
la identificación con ella hace posible la paz interior. El éxito de esta primera
relación se extiende a la relación con otros miembros de la familia, en primer lugar
con el padre, y se refleja luego en las actitudes adultas, tanto en el círculo familiar
como hacia la gente en general.
La internalización de los padres buenos y la identificación con ellos subyace a
la lealtad hacia la gente y los ideales y a la capacidad de hacer sacrificios por
las propias convicciones. La lealtad hacia lo que se ama o hacia lo que se cree
justo implica que los impulsos hostiles y la angustia asociada, que nunca son totalmente
eliminados, se han volcado hacia aquellos objetos que hacen peligrar lo que se siente
bueno. Este proceso nunca se lleva a cabo totalmente y persiste la angustia de que
la destructividad pueda hacer peligrar los objetos buenos internalizados así como
los externos.
Muchas personas aparentemente equilibradas no tiene fuerza de carácter. Eluden los
conflictos internos y externos, tratando de llevar una vida fácil. Por consiguiente,
tienden hacia lo expeditivo y al éxito sin desarrollar convicciones arraigadas.
Sin embargo, si un carácter fuerte no está mitigado por la consideración hacia el
prójimo, no es una característica de una personalidad equilibrada. Nuestra experiencia
del mundo se enriquece con la comprensión, compasión, simpatía y tolerancia hacia
los demás y nos hace sentir más seguros internamente y menos solos.
El equilibrio depende de nuestra comprensión de la variedad de nuestros impulsos
y sentimientos contradictorios y de nuestra capacidad de resolver estos conflictos
internos.
Otro aspecto del equilibrio es la adaptación al mundo externo, adaptación que no
interfiera con la libertad de nuestras emociones y pensamientos. Esto implica interacción;
la vida interior siempre influye en las actitudes hacia la realidad externa y a
su vez es influida por las adaptaciones a la realidad. El niño, desde un comienzo,
internaliza sus primeras experiencias y a la gente que lo rodea, y estas internalizaciones
influyen en su vida interior. Si la bondad del objeto predomina a lo largo de esos
procesos y forma parte de la personalidad, su actitud hacia experiencias que provienen
del mundo externo es a su vez favorablemente influida. No es necesariamente un mundo
perfecto el que percibe dicho niño, pero por cierto es un mundo mucho más valioso
porque su situación interna es mucho más feliz. Una interacción exitosa de este
tipo contribuye al equilibrio y a la buena relación con el mundo externo.
El equilibrio no significa evitar conflictos; implica la fuerza para tolerar emociones
dolorosas y poder manejarlas. Si disociamos excesivamente las emociones dolorosas,
restringimos la personalidad y provocamos inhibiciones variadas. Particularmente,
la represión de la vida de fantasía tiene gran repercusión en el desarrollo porque
inhibe el talento y el intelecto; también impide la apreciación de las realizaciones
de otra gente y el placer que de ello deriva. La falta de goce en el trabajo y el
descanso, en la relación con otra gente, vacía la personalidad y despierta angustia
e insatisfacción. Dicha angustia es tanto persecutoria como depresiva, y si es excesiva
constituye la base de la enfermedad mental.
El hecho de que algunas personas vivan sin mayores apremios, en especial si son
exitosas, no excluye su labilidad respecto de la enfermedad mental, si no han enfrentado
nunca exitosamente sus conflictos profundos. Estos pueden hacerse sentir en ciertas
fases críticas como la adolescencia, la edad media o la vejez. La gente mentalmente
sana tiene en cualquier época de la vida más posibilidades de mantenerse equilibrada
y además depende mucho menos del éxito externo.
De mi descripción se desprende que la salud mental no es compatible con la superficialidad,
puesto que ésta se vincula con la renegación del conflicto interior y de las dificultades
externas. Se utiliza la renegación de manera excesiva porque el yo no es suficientemente
fuerte para tolerar el dolor. Aunque en ocasiones la renegación pueda formar parte
de una personalidad normal, si es predominante lleva a la superficialidad, pues
impide la comprensión de la vida interior y, por consiguiente, un verdadero conocimiento
de los demás. Se pierde la satisfacción de dar y recibir, de experimentar gratitud
y de ser generoso.
La inseguridad que subyace a una renegación intensa, también es causa de la falta
de confianza en si mismo, porque inconscientemente una comprensión insuficiente
da como resultado el desconocimiento de partes de la personalidad. El hecho de volcarse
en el mundo externo es un escape de dicha inseguridad; sin embargo, si surgen fracasos
en los logros o en las relaciones con los demás, dichos individuos son incapaces
de tolerarlos.
Por contraste, la persona capaz de experimentar profundamente el dolor cuando llega,
también es capaz de compartir la pena y el infortunio ajenos. Asimismo no se verá
abrumando por dicha pena o infelicidad y podrá recuperar y mantener el equilibrio,
todo lo cual forma parte de la salud mental. Las primeras experiencias en compartir
el dolor de los demás se vinculan a aquellos más cercanos al niño, sus padres y
hermanos. Quienes pueden comprender como padres los conflictos de sus hijos y sus
tristezas tendrán un profundo conocimiento de las complejidades de la vida interior
del niño, y también podrán compartir plenamente sus placeres y gozar de una intima
relación con él.
Los esfuerzos para lograr éxito externo son compatibles con un carácter fuerte si
no se transforman en el centro de satisfacción de la vida. De mi observación se
desprende que si ése es el principal objetivo y no se desarrollan las otras actitudes
que he descrito, el equilibrio mental es inseguro. Las satisfacciones externas no
reemplazan la paz interior. Esta sólo se logra si se reducen los conflictos internos
y por consiguiente se ha instaurado la confianza en sí mismo y en los demás. Si
falta esa tranquilidad de espíritu, el individuo puede responder a cualquier fracaso
externo con fuertes sentimientos de persecución y privación.
A lo largo de mi descripción de la salud mental he mostrado su naturaleza compleja
y multiforme, pues, como ya he señalado, se basa en el interjuego entre las fuentes
fundamentales de la vida mental -los impulsos de amor y de odio-, interacción donde
predomina la capacidad de amar.
Para esclarecer los orígenes de la salud mental, describiré sucintamente la vida
emocional del bebé y del niño. La buena relación del bebé con la madre, la alimentación,
el amor y el cuidado que ella le provee, son la base de un desarrollo emocional
estable. Sin embargo, aun en este momento tan temprano y bajo las circunstancias
más favorables, el conflicto entre el amor y el odio, o como diría Freud, entre
los impulsos destructivos y la libido, desempeña un importante papel en esta relación.
Las frustraciones, que en cierto grado son inevitables, refuerzan el odio y la agresividad.
Por frustración no sólo quiero decir que el niño no es alimentado cuando lo desea;
pues descubrimos más tarde, en el análisis, que existen deseos inconscientes, no
siempre perceptibles en la conducta del bebé, que se centran en la continua presencia
de la madre y en su amor exclusivo. La avidez y los deseos mayores que los que cualquier
situación externa pueda satisfacer forman parte de la vida emocional del bebé. Además,
junto a los impulsos destructivos el bebé experimenta sentimientos de envidia, los
que refuerzan su avidez e interfieren en su capacidad de gozar de las satisfacciones
disponibles. Los sentimientos destructivos hacen surgir el temor a la retaliación
y persecución, y éste es el primer tipo de angustia que experimenta el bebé.
Esta lucha da como resultado que en la medida en que el bebé quiere preservar los
aspectos amados de la madre buena, internos y externos, debe disociar el amor del
odio y mantener la división de la madre en una buena y una mala. Esto le permite
lograr un cierto grado de seguridad en su relación con la madre amada y, por consiguiente,
desarrollar su capacidad de amar. Si la disociación no es muy profunda y no impide
más tarde la integración y la síntesis, el niño podrá desarrollarse normalmente
y tener una buena relación con la madre.
He mencionado que los sentimientos de persecución son la primera forma de la angustia,
pero también esporádicamente se experimentan sentimientos depresivos desde el comienzo
de la vida. Se refuerzan a medida que crece el yo y se afirma el sentido de la realidad,
y predominan en la segunda mitad del primer año de vida (posición depresiva). En
ese estadío el bebé experimenta plenamente la angustia depresiva y el sentimiento
de culpa en relación con sus impulsos agresivos hacia la madre amada. Muchos de
los problemas de diversa gravedad que surgen en los bebés, tales como: perturbaciones
en el dormir, en la alimentación, incapacidad de gozar, exigencias de permanente
atención y de la presencia de la madre, son el resultado de este conflicto. Más
adelante otro resultado incrementa las dificultades en adaptarse a las demandas
del crecimiento.
Juntamente con el sentimiento de culpa más desarrollado se experimenta el deseo
de reparar, y esa tendencia alivia al bebé porque al complacer a la madre siente
que anula el daño que en sus fantasías agresivas le ha ocasionado. Por más primitiva
que sea esta capacidad en el bebé, satisfacer este deseo de reparación es uno de
los factores principales entre los que lo ayudan a superar en parte su depresión
y su culpa. Si no puede expresar su reparación o no puede experimentarla, lo que
significaría que su capacidad de amor no es lo suficientemente fuerte, el bebé deberá
recurrir a una mayor disociación. Esto dará como resultado que aparezca como excesivamente
bueno y sumiso. Pero además sus dotes y virtudes se verán perturbadas, pues serán
frecuentemente reprimidas junto con los sentimientos dolorosos que subyacen a sus
conflictos. Es decir, que si el bebé no puede experimentar conflictos dolorosos
también está perdiendo otras cosas importantes en otros sentidos, como ser el desarrollo
de otros intereses, la capacidad de apreciar a la gente y de experimentar otros
placeres variados.
Pese a todas estas dificultades internas y externas, el bebé encuentra normalmente
la manera de resolver estos conflictos básicos, y esto le permite más adelante experimentar
alegría y gratitud por la felicidad recibida. Si tiene la suerte de tener padres
comprensivos, sus problemas serán menores; por otra parte, una crianza demasiado
permisiva o estricta aumentará sus dificultades. La capacidad de resolver sus conflictos
se desarrolla a lo largo de la adolescencia y la adultez y es la base de la salud
mental. Por consiguiente, la salud mental no es tan sólo un producto de la personalidad
madura, sino que en cierto modo se aplica a cada momento del desarrollo del individuo.
He mencionado la importancia del ambiente del niño, pero éste es sólo un aspecto
de un complejo interjuego entre factores externos e internos. Por factores internos
entiendo que algunos niños, desde un comienzo, tienen mayor capacidad de amor que
otros, lo que está ligado a un yo más fuerte, y que su vida de fantasía es más rica
y permite el desarrollo de todas sus dotes. Por lo tanto podemos hallar niños que,
aun en condiciones favorables, no adquieren el equilibrio que forma la base de la
salud mental, mientras que otros, en circunstancias desfavorables, si lo obtienen.
Ciertas actitudes prominentes en los primeros estadíos del desarrollo continúan
en cierto grado en la vida adulta. Sólo si son modificados de manera suficiente
es posible la salud mental. Por ejemplo, el bebé tiene sentimientos de omnipotencia
que hacen que sus impulsos de amor y de odio le parezcan muy poderosos. Fácilmente
podemos observar en el adulto remanentes de esta actitud, aunque la mejor adaptación
a la realidad disminuye normalmente el sentimiento de que lo que uno ha deseado
se ha cumplido.
Otro factor en el desarrollo temprano es la renegación de lo doloroso, lo que podemos
observar también en la vida adulta. La tendencia a idealizar el objeto y a sí mismo
es el resultado de la necesidad del niño de disociar lo bueno de lo malo, tanto
en sí mismo como en sus objetos. Hay una íntima correlación entre la necesidad de
idealizar y la angustia persecutoria. La idealización tiene el efecto de reasegurar,
y en tanto prosigue operando en el adulto sirve al fin de contrarrestar las angustias
persecutorias. El temor a los enemigos y a los ataques hostiles se mitiga incrementando
la creencia en la bondad de la gente.
Cuanto más se hayan modificado esas actitudes en la infancia y en la adultez, mayor
será el equilibrio mental. Cuando el juicio no está obnubilado por la angustia persecutoria
y la idealización, entonces es posible una evaluación madura.
Como las actitudes descritas nunca son superadas completamente, desempeñan un papel
en las variadas defensas que utiliza el yo para combatir la angustia. Por ejemplo,
la disociación es un modo de preservar el objeto bueno y los impulsos buenos contra
los peligrosos y terroríficos, impulsos destructivos que crean objetos retaliatorios,
y este mecanismo es reforzado siempre que se incrementa la angustia.
Al analizar niños, también he hallado que refuerzan mucho la omnipotencia cuando
están asustados. La proyección y la introyección, procesos básicos, son además mecanismos
que pueden ser utilizados defensivamente. El niño se siente malo y trata de escapar
a la culpa atribuyendo su propia maldad a los demás, lo que significa que refuerza
sus angustias persecutorias. Una manera en que utiliza la introyección como defensa
es meter dentro de sí objetos que se espera que protegerán contra los objetos malos.
Un corolario de la angustia persecutoria es la idealización, pues cuanto mayor es
la persecución, mayor será la necesidad de idealizar. La madre idealizada deviene
una ayuda contra la persecutoria. También está ligado a todas estas defensas cierto
elemento de renegación, porque es el medio de lidiar con toda situación dolorosa
o atemorizante.
A medida que se desarrolla el yo, más intrincadas y exitosas son las defensas, pero
también son menos rígidas. Cuando la comprensión no es obstaculizada por las defensas,
es posible lograr la salud mental. Una persona sana mentalmente puede darse cuenta
de su necesidad de ver las situaciones displacenteras a una luz más favorable y
corregir su tendencia a embellecerías. De ese modo está menos expuesta a la dolorosa
experiencia de la ruptura de la idealización y al predominio consiguiente de las
angustias depresivas y persecutorias. Por lo tanto, es más capaz de manejar las
experiencias dolorosas derivadas del mundo externo.
Un elemento importante de la salud mental que aún no he tratado es la integración,
la que se expresa por medio de la fusión de las diferentes partes del sí-mismo.
La necesidad de integración deriva del sentimiento inconsciente de que partes de
uno mismo son desconocidas, de una sensación de empobrecimiento a causa de verse
privado de ciertas partes. Esta sensación de partes desconocidas de uno mismo urge
a la integración. Más aun, la necesidad de integración deriva del conocimiento inconsciente
de que el odio sólo puede ser mitigado por el amor, y que si ambos se mantienen
separados es imposible el alivio. Pese a esa tendencia, la integración siempre implica
dolor, porque el odio disociado y sus consecuencias son muy difíciles de enfrentar,
y la incapacidad de tolerar este dolor renueva la tendencia a disociar las partes
amenazantes y perturbadoras de los impulsos. En una persona normal, pese a estos
conflictos se puede llevar a cabo gran parte de la integración, y cuando ésta es
perturbada por motivos externos o internos, la persona normal puede volver a lograrla.
La integración también tiene el efecto de crear la tolerancia hacia nuestros impulsos
y, por lo tanto, hacia los defectos ajenos. La experiencia me demuestra que nunca
existe una integración completa, pero cuanto más uno se acerca a ella mayor será
la comprensión de los impulsos y las angustias, más fuerte será el carácter y mayor
el equilibrio mental.