EDUARDO GUTIERREZ
La pendiente
del crimen
Moreira cayó al partido de Navarro, donde debía encontrar algún
refugio, por los antecedentes buenos que allí había dejado en otras
épocas.
En Navarro, como en todo el resto de la provincia, se discutían
las candidaturas de Costa y Acosta, candidatos de dos partidos poderosos
para el gobierno de Buenos Aires.
Moreira había estado en aquel partido, siendo juez de paz de él
el estimable joven José Correa Morales, quien solicitó a Moreira
para sargento de la partida.
Juan Moreira aceptó el puesto que se le brindaba, porque tenía gran
estimación por la familia del señor Morales, que lo había protegido
siempre.
Sus servicios fueron eficaces y dejaron de aquel hombre, en Navarro,
un recuerdo gratísimo.
Moreira salía con la partida de plaza a recorrer el pueblo y sus
alrededores, no habiendo criminal capaz de resistirse al hermoso
sargento, ni de dar motivo alguno para que la partida se le echase
encima.
Cuando se tenían noticias de algún bandido de esos que suelen aparecer
de cuando en cuando, Moreira iba solo en su busca, y lo prendía
ya convenciéndolo de que era inútil resistírsele, ya luchando con
él para reducirlo a prisión, lo que le dio un gran prestigio entre
el paisanaje y le captó por completo el aprecio de los habitantes
del pueblo.
El partido de Navarro fue entonces de los más tranquilos, pues era
mucho más respetado el sargento Moreira que toda la justicia entera.
Cuando el caballero Morales dejó el juzgado de Navarro, el juez
de paz que lo sustituyó hizo empeños por conservar en la partida
al prestigioso gaucho, sin poderlo conseguir.
-Estoy aburrido de ser justicia -respondió Moreira-; me vuelvo a
mi pago a cuidar mi hacienda y a ver también si me caso.
Con estos antecedentes Moreira regresó al partido de Matanzas en
donde aquella temible justicia lo persiguió hasta precipitarlo en
el camino del crimen.
Cuando Moreira regresó a Navarro, se conocían allí todas las desgracias
que hemos venido narrando, y todas ellas no fueron capaces de borrar
los buenos antecedentes que allí había dejado.
Moreira llegó a Navarro cuando todos los ánimos estaban excitados
con aquellas elecciones tan reñidas, que vinieron a producir tan
honda división en los habitantes de la campaña.
Faltaban sólo dos meses para la elección, y los partidos trabajaban
con incansable actividad, reclutando gente de todas partes y preparando
los clubes electorales.
Moreira fue ardientemente solicitado por los dos partidos políticos,
que conocían su inmenso prestigio; pero el paisano resistió a todas
las propuestas seductoras que se le hicieron, llegando hasta desechar
con una soberbia imponderable la propuesta de hacer romper todas
las causas que se le seguían en Matanzas, donde podía volver después
del triunfo.
Conociendo el ascendiente que sobre aquel hombre extraordinario
tenía el doctor Alsina, a quien había acompañado como hombre de
confianza en épocas de peligro, los caudillos electorales hicieron
que aquél escribiera a Moreira pidiéndole que pusiera su valioso
prestigio a favor de la buena causa.
Moreira, cuando recibió la carta del doctor Alsina, no supo resistirse,
y se afilió a uno de los bandos políticos, influyendo en su triunfo
de una manera poderosa.
Los paisanos que estaban en el bando contrario se incorporaron a
Moreira, al amigo Moreira, que apreciaban unos y temían otros más
que al mismo juez de paz, que lo era en esa época don Carlos Casanova,
apreciadísimo caballero y persona conocida como recta y honorabilísima.
Tal vez el señor Casanova hubiera puesto coto más tarde a los desmanes
de Moreira, pero era tal el dominio que sobre la partida de plaza
ejercía el paisano desde que fuera su sargento, que ésta temblaba
ante la sola idea de tener que ir a prenderlo.
Las elecciones se aproximaban y los partidos, armados hasta los
dientes, se preparaban a disputarse el triunfo de todas maneras,
por la razón o la fuerza, lema desgraciado que se ostenta aún en
el escudo de una nación que se permite contarse entre las civilizadas.
Había en aquella época, y afiliado al partido contrario de aquel
en que militaba Moreira, un caudillo de prestigio y de grandes mentas
por aquellos pagos.
Leguizamón, que así se llamaba el caudillo, era un gaucho de avería,
valiente hasta la exageración y que arrastraba mucha paisanada.
Este era el elemento que iban a colocar enfrente a Moreira para
disputarle el triunfo, a cuyo efecto habían enconado al gaucho picándole
el amor propio con comparaciones desfavorables.
Leguizamón, que era un paisano alto y delgado, muy nervioso y de
una constitución poderosa, contaría entonces unos cuarenta y cinco
años.
Era un hombre de larga foja de servicios en las pulperías, donde
había conquistado la terrible reputación que tenía.
El choque de estos dos hombres debía ser fabuloso.
Leguizamón estaba reputado de más hábil peleador que Moreira, pero
éste debía compensar aquella inferioridad con la sangre fría asombrosa
de que diera tantas pruebas.
Moreira era ágil como un tigre y bravo como un león; la pujanza
de su brazo era proverbial y su empuje ineludible.
Pero Leguizamón tenía una vista de lince, su facón era un relámpago
y su cuerpo una vara de mimbre, que quedaba a su antojo.
Todo esto habían dicho a Moreira, pero al escucharlo el paisano
había sonreído con suprema altanería y contestado resueltamente:
-Allá veremos.
A Leguizamón le habían relatado las hazañas de Moreira, y el gaucho
había fruncido el ceño diciendo:
-Ese maula no sirve ni para darme trabajo. En cuanto se ponga delante
de mí, lo voy a ensartar en el alfajor como quien ensartar en el
asador como quien ensarta en el asador un costillar de carnero flaco.
La perspectiva de una lucha entre aquellos dos hombres había preocupado
de tal manera a los paisanos, que se preparaban a ir a las elecciones,
no por votar en ellas, sino por presenciar el combate entre ño Leguizamón
y el amigo Moreira, asignando el triunfo, cada uno, del lado de
sus simpatías.
El día de las elecciones llegó por fin, y la gente se presentó en
el atrio en un número inesperado.
La mayoría de aquella concurrencia iba atraída por aquella lucha
que había sido anunciada y fabulosamente comentada en todas las
pulperías por los amigos de ambos contendientes, comentarios que
habían dado ya margen a algunas luchas de facón entre los que asignaban
el triunfo a Moreira, que era la generalidad, y los que suponían
triunfante a Leguizamón.
El comicio se instaló por fin con todas las formalidades del acto,
estando presentes el juez de paz, la partida de plaza y el comandante
militar.
Moreira se colocó con su gente del lado que ocupaba el bando político
a que él se había afiliado.
El paisano estaba vestido con un lujo provocativo.
En épocas electorales abunda el dinero, y Moreira había empleado
el que le dieron en el adorno de su soberbio overo bayo.
Su tirador estaba cubierto de monedas de oro y plata, metales que
se veían en todo el resto de sus lujosas prendas.
En la parte delantera se veían sujetos por el tirador dos magníficos
trabucos de bronce, regalo electoral, y las dos pistolas de dos
cañones que le regalara su compadre Giménez al salir de Matanzas.
Atravesada a su espalda y sujeta al mismo tirador, se veía su daga,
su terrible daga, bautizada ya de una manera tan sangrienta y que
asomaba la lujosa engastadura, siempre al alcance de la fuerte diestra.
Llevaba su manta de vicuña arrollada al brazo izquierdo, con cuya
mano hacía pintar al pingo, que se mostraba orgulloso del jinete
que lo montaba.
Moreira estaba completamente sereno; sonreía a los amigos, chistaba
al caballo como para calmar su inquietud, y se daba vuelta de cuando
en cuando para mirar al Cacique, que a las ancas del overo meneaba
la cola alegremente, como preguntando qué significaba todo aquel
aparato.
Frente a Moreira, del otro lado de la mesa y un poco más a la izquierda,
estaba Leguizamón, metido en las filas de los suyos. La actitud
del paisano era sombría y amenazadora; miraba a Moreira como lanzándole
un reto de muerte, y se acariciaba de cuando en cuando la barba,
con la mano derecha, de cuya muñeca pendía un ancho rebenque de
lonja, de cabo de plata.
Moreira permanecía como ajeno a todas aquellas maniobras, evitando
que su mirada se encontrase con la de Leguizamón, "que ya se salía
de la vaina".
Los paisanos estaban conmovidos: en sus pálidos semblantes se podía
ver la emoción que los dominaba, emoción que se extendía hasta los
mismos escrutadores y suplentes, que no atendían su cometido por
observar las variantes de aquellas provocaciones mudas, que tendrían
que terminar en un duelo a muerte, fatal para uno u otro.
Por fin el acto electoral comenzó y los paisanos fueron acercándose
uno a uno a la mesa del comicio, depositando cada uno su voto maquinalmente,
y montando de nuevo a caballo para confundirse en las filas de donde
habían salido.
Media hora hacía apenas que la elección había comenzado, cuando
Leguizamón, picando su caballo, se acercó a la mesa y dando en ella
un golpe con su rebenque dijo que se estaba haciendo una trampa
contra su partido y que él no estaba dispuesto a tolerarla.
Y al decir estas palabras Leguizamón no miraba a los escrutadores
a quienes iban dirigidas sino a Moreira para quien envolvían una
provocación que éste no quiso entender, permaneciendo tranquilo.
Las palabras de Leguizamón conmovieron los ánimos tan poderosamente,
que ninguna de aquellas personas mandó al gaucho guardar silencio.
-¡He dicho que se nos está haciendo trampa! -añadió, creciendo en
insolencia-, y han traído a aquel hombre para que les ayude -y señaló
a Moreira con el cabo del rebenque.
Moreira siguió guardando su aparente tranquilidad, y con una infinita
gracia replicó al gaucho:
-No es tiempo, amigo, de lucir la mona; los peludos no tienen cartas
en las votaciones y no hay que faltar así al respeto de las gentes.
Tan conmovidos estaban los paisanos que ni siquiera sonrieron ante
este epigrama, que hizo poner lívido de furor a quien fue dirigido.
-¡Menos boca y al suelo! -gritó Leguizamón desmontando-. Usted es
un maula que ha venido a asustar con la postura y que no ha de ser
capaz de nada.
En la cintura de Leguizamón se veía un revólver de grueso calibre
y una daga de colosales dimensiones.
Fue esta el arma que sacó el paisano.
Moreira se echó al suelo como quien hace una cosa a disgusto, y
sacó también su daga, enrollando con presteza al brazo la manta
de vicuña.
Apenas el paisano se había separado una vara del caballo, cuando
Leguizamón estaba sobre él, enviándole una lluvia de puñaladas.
Era aquel un espectáculo magnífico e imponente. Aquellos dos hombres
se acometían de una manera frenética, enviándose la muerte en cada
golpe de daga, que era parado por ambos con una destreza asombrosa.
Los ponchos, arrollados en el brazo izquierdo, estaban completamente
hechos jirones por los golpes parados, pero los combatientes, igualmente
diestros, igualmente fuertes, no habían logrado hacerse la menor
herida.
La prolongación de la lucha empezaba a encolerizar a Leguizamón,
que había cometido ya dos o tres chambonadas, y a medida que la
cólera empezaba a enceguecerlo, Moreira se mostraba más tranquilo
y más previsor en sus acometidas.
Los asistentes habían hecho gran campo a los dos antagonistas, sin
haber entre ellos uno solo que se atreviera a separarlos, pues con
aquella acción sabían que se exponían a captarse la cólera y tal
vez la agresión de ambos.
Leguizamón, más viejo y menos tranquilo en el combate, empezó a
fatigarse, mientras Moreira, más hábil, economizaba sus fuerzas,
que no habían podido debilitar quince minutos de combate recio,
que ya comenzaba a ser pesado para Leguizamón.
Aquella lucha no podía durar un minuto más; era cuestión de una
puñalada parada con descuido, de un traspié, de una casualidad cualquiera.
Leguizamón empezó a retroceder, acometido de una manera ruda y decisiva.
De su poncho quedaban sólo dos pequeños jirones y su chaqueta estaba
cortada en dos partes.
Moreira, cuyo poncho estaba completamente despedazado, paraba las
puñaladas con su enorme sombrero de anchas alas.
Leguizamón fue retrocediendo hasta la mesa donde se hacía el escrutinio,
que fue abandonada por los que la rodeaban, para evitar un golpe
casual.
Allí, contra la mesa y con acción debilitada por el mueble, el gaucho
cometió una imprudencia que fue hábilmente aprovechada por su adversario.
Distrajo la mano izquierda pretendiendo sacar su revólver, descuidando
toda defensa, y Moreira, rápido como un relámpago, marcó una puñalada
en el vientre.
Leguizamón quiso acudir a evitarla, pero Moreira dio vuelta la daga
y dio con el puño tan violento golpe sobre la frente del gaucho,
que lo hizo rodar por el suelo, completamente privado de sentido.
Después de este golpe maestro, era de suponerse que el vencido fuese
degollado, pero Moreira, limpiando con la mano el copioso sudor
que pegaba los cabellos sobre su frente, hizo dos pasos atrás y
con la voz aún jadeante por la fatiga dijo a los paisanos del bando
enemigo, que lo miraban asombrados:
-Pueden llevar a ese hombre a que duerma la mona y no venga aquí
a hacer bochinche.
Un inmenso aplauso saludó la hermosa acción de Moreira, que envainando
la daga y saltando a caballo dijo a los del comicio:
-Caballeros, que siga la elección.
Aquel bravo entusiasta en que había estallado la multitud, era un
bravo espontáneo arrancado por la hermosa acción de Moreira.
Provocado, se había batido con un hombre valiente, y hábil en el
manejo de las armas, sin mostrar cólera contra su provocador, a
quien no había querido matar, pues aquel golpe en la frente había
sido calculado con toda sangre fría y preferido a la tremenda puñalada
que marcó en el vientre.
Vencedor en el lance, no había hecho uso de la ventaja obtenida,
pidió sacaran de allí a aquel hombre inerme, para que "no hiciera
bochinche".
Era indudablemente una acción hermosa que recogía su premio en el
aplauso de los que habían presenciado aquel duelo a muerte que amenazara
ser sangriento.
Moreira recuperó tranquilamente su puesto y l elección siguió en
el mayor orden.
Su acción había pesado de tal modo en el espíritu de los gauchos
del otro bando, que todos votaron con él, con esa inocencia peculiar
en los paisanos, que van a las elecciones y votan por tal o cual
persona, simplemente porque a ellos los ha invitado su patrón o
porque el juez de paz lo ha mandado así.
La elección fue canónica: había faltado el caudillo enemigo y sus
partidarios se habían plegado al bando que sostenía el amigo Moreira.
Leguizamón fue conducido, cuando cayó, a la pulpería y tienda de
un tal Olazo, que existe aún, donde le prestaron algunos auxilios
que le volvieron el conocimiento.
Cuando recuperó el completo dominio de sus facultades, cuando supo
lo que había sucedido y que Moreira había tenido asco de matarlo,
Leguizamón se puso furioso, quiso volver a la plaza para matar al
paisano, pero no lo dejaron salir cuatro o cinco personas que habían
quedado acompañándolo.
Como la pulpería de Olazo estaba sólo a una cuadra de la plaza,
a cada momento caían allí paisanos dando noticias del partido que
iba triunfando y ponderando la bella acción de Moreira, que no había
querido matar a Leguizamón, a quien había golpeado con el cabo de
la daga, tendiéndolo en el suelo.
Leguizamón oía todos estos relatos y su coraje iba creciendo hasta
el extremo de llenar de improperios a los que iban a la pulpería.
-Yo he de matar a ese maula -gritaba en el colmo de la irritación-;
lo he de matar como a un cordero, para probar a ustedes que sólo
por una casualidad me ha podido aventajar, pues él me ha pegado
porque me vio tropezar en la mesa y perder pie; de otro modo, ¡cuándo
sale de allí con vida!
Los paisanos, temiendo un nuevo encuentro con Moreira, habían querido
llevar al gaucho a su casa, pero toda tentativa resultó inútil.
Leguizamón pidió una ginebra, y declaró que iba a esperar allí a
Moreira para matarlo y demostrar que era un maula que habían traído
para asustar a la gente con la parada.
La elección terminada, los paisanos empezaron a desparramarse en
todas direcciones, cayendo la mayor parte a la pulpería de Olazo,
que era la más acreditada.
Todos suponían además que el lance de aquella mañana no podía quedar
así, y que entre Leguizamón y Moreira iba a suceder algo terrible.
Moreira estuvo conversando un momento con las personas de la mesa
quienes le recomendaron que evitase encontrarse con Leguizamón y
que, si lo hallaba a su paso, no atendiera a sus provocaciones,
porque andaba siempre ebrio y no sabía lo que hablaba.
El gaucho sagaz comprendió que Leguizamón conservaba aún, a pesar
de lo sucedido, su prestigio de hombre guapo y de avería, y que
se dudaba del éxito de un nuevo encuentro, pero sonrió maliciosamente
y se alejó al tranco de su overo bayo, tomando la dirección de la
casa de Olazo, donde sabía estaba Leguizamón.
Serían sólo las cinco de la tarde cuando Moreira dio vuelta por
la esquina de la plaza, en dirección al almacén, lleno de gente
en esos momentos.
Cuando Moreira apareció en la esquina, un movimiento de espanto
pasó como un golpe eléctrico entre los gauchos.
En el cuchicheo y el asombro pintado en todos los rostros, Leguizamón
comprendió que su enemigo venía, y apurando el contenido de la copa
que tenía en la mano, saltó al medio de la calle empuñando en su
diestra la daga, que brilló como un relámpago de muerte.
Moreira vio todo eso y adivinó lo que en la pulpería pasaba, pero
no alteró la marcha de su caballo, que avanzaba al tranquito, haciendo
sonar las copas del freno.
Leguizamón, parado en medio de la calle, llenaba de injurias al
paisano, que parecía no escucharlas, dada la sonrisa de su boca
y la tranquilidad del ademán.
Por fin Moreira estuvo a dos varas del enfurecido gaucho, y éste,
que sólo esperaba aquel momento, lo acometió resuelto por el lado
de montar, tomando la rienda del caballo.
Moreira se deslizó, tranquilo siempre, pero rápido, por el lado
del lazo, sacó de la cintura su terrible daga, y se preparó al combate.
Las acometidas de Leguizamón eran tan violentas, sus golpes eran
tan recios, que Moreira tenía que acudir a los recursos de la vista
y a toda la elasticidad de sus músculos para evitar que el paisano
lo atravesara en una de las tantas puñaladas o lo abriera con aquellos
hachazos tirados con una fuerza de brazo imponderable.
Durante cuatro o cinco minutos Moreira estuvo concretado exclusivamente
a la defensa, siéndole imposible llevar el ataque.
Con la pupila dilatada por el asombro, trémulos y silenciosos, los
numerosos paisanos miraban las gradaciones de aquel combate sin
atreverse a respirar siquiera.
La partida de plaza había sido avisada de lo que sucedía, pero no
se había resuelto a moverse de la puerta del juzgado: tenía decididamente
miedo de provocar a Moreira.
Leguizamón, entretanto, cansado de tanto tirar, quiso reposar un
momento y dio un salto hacia atrás.
Entonces Moreira tomó la ofensiva con tal brío, con tal pujanza,
que eran pocos los dos brazos del adversario para parar aquella
especie de huracán de puñaladas y hachazos.
Cuando Leguizamón tenía la ofensiva, Moreira no había hecho un solo
paso atrás, no había perdido una línea del terreno que pisaba.
En cambio, cuando él atacó, Leguizamón empezó a retroceder, primero
paso a paso, y después a saltos, único recurso para evitar ciertas
puñaladas mortales.
Así combatieron las tres cuadras que mediaban entre el almacén de
Olazo y la plaza principal, sin haberse inferido otra herida que
un ligero rasguño recibido por Moreira en el brazo izquierdo al
parar un hachazo.
Retrocediendo uno y avanzando el otro, los dos combatientes llegaron
hasta la iglesia, seguidos de todos los paisanos que había en la
pulpería al principio de la lucha, aumentados con los que fueron
llegando a medida que iban sabiendo lo que sucedía.
La partida de plaza estaba en la puerta del juzgado, a dos pasos
de la iglesia, con el caballo de la rienda, pero no se atrevía a
intervenir.
Al llegar a la iglesia, Moreira acometió a Leguizamón por el costado
izquierdo obligándole así a hacer un cuarto de conversión y buscar
la pared del templo para hacer en ella espalda, tirando un par de
puñaladas al vientre de Moreira para detenerlo un poco y darse un
alivio.
Pero Moreira, comprendiendo que aquella posición era violenta para
su adversario, que había quedado contra la pared lo mismo que por
la mañana contra la mesa, cargó de firme, decidido a terminar la
lucha, cuya duración había empezado a irritarlo y a hacerle perder
parte de aquel aplomo que nunca lo abandonaba.
Moreira, pues, cargó de firme, metió el brazo izquierdo contra la
daga de Leguizamón para evitar un golpe probable, y se tendió a
fondo en una larga puñalada.
Entonces se sintió un grito de muerte, vaciló Leguizamón sobre sus
piernas y cayó pesadamente sobre el primer escalón del atrio, produciendo
un golpe seco y lúgubre, peculiar a la caída de un cuerpo humano.
Moreira abandonó la daga enterrada hasta la empuñadura en la herida,
se cruzó de brazos y miró pausadamente a todos los testigos de aquel
drama.
-Caballeros -dijo soberbio y altivo-, el que crea que esta muerte
está mal hecha, puede decirlo francamente, que aún me quedan alientos
suficientes.
Ninguno se movió, ninguno turbó con una sola palabra aquel silencio
imponente.
La actitud de los paisanos aprobaba el proceder del gaucho.
Moreira miró entonces el cuerpo caído de Leguizamón, que se estremecía
débilmente en el último estertor de la agonía; se agachó y le arrancó
la daga del estómago.
El cuerpo de Leguizamón se agitó entonces con un temblor convulsivo;
de su ancha herida salió una gran cantidad de sangre, y quedó completamente
inmóvil.
Moreira lo contempló un segundo, como dominado por una especie de
arrepentimiento; dejó la daga sobre el pecho del cadáver, y acercándose
a su caballo que había sido llevado allí por uno de los paisanos,
montó con un ademán sombrío, apartando suavemente al Cacique, que
saltaba sobre el tirador, pretendiendo llegar a lamerle la cara,
después de haberle lamido las manos, como felicitándolo del peligro
de que acababa de escapar.
El paisano no quiso alejarse de aquel sitio sin hacer antes alarde
del miedo que sabía que se le tenía.
Revolvió su caballo hasta el juzgado de paz, y dirigiéndose al sargento
de la partida, que estaba dominado por el más franco espanto, le
dijo lleno de altivez:
-Haga el favor, amigo, alcánceme la daga que he dejado olvidada
allí -y señaló el cadáver de Leguizamón, sobre cuyo pecho se veía
el arma.
El sargento dio las riendas de su caballo a uno de los soldados,
se dirigió al sitio indicado y recogió la daga, que entregó a Moreira
humildemente y sin permitirse la menor palabra.
Moreira tomó su daga, que guardó en la cintura después de limpiar
en la crin del caballo la sangre de que estaba cubierta la hoja,
y picando con las espuelas los flancos del magnífico animal, se
alejó al tranco, dejando absortos a los testigos de aquella sangrienta
sátira.
No hacemos novela, narramos los hechos que pueden atestiguar el
señor Correa Morales, el señor Marañón, el señor Casanova, juez
de paz entonces, y otras muchas personas que conocen todos estos
hechos.
Y hacemos esta salvedad, porque hay tales sucesos en la vida de
Juan Moreira, que dejan atrás a cualquier novela o narración fantástica,
escrita con el solo objeto de entretener el espíritu del lector.
Ya hemos dicho que Moreira fue un tipo tan novelesco que, ciñéndose
estrictamente a la verdad de los acontecimientos, éstos dejan atrás
a Luigi Vampa, a Gasparone y al mismo Diego Corrientes, tipos formidables
embellecidos por la novela, pero que se han echado de barriga ante
la primer partida de policía que se les ha puesto delante de las
numerosas partidas que capitaneaban.
Y Moreira era un hombre solo a quien la misma justicia había lanzado
en la senda del crimen, y que tuvo a raya a las fuertes partidas
que tantas veces enviaron las autoridades en su persecución, sosteniendo
verdaderos combates con muchas partidas de plaza, diversos piquetes
de la policía de Buenos Aires, y algunos del batallón Guardia Provincial.
Pero volvamos a nuestro relato.
Después
de la muerte de Leguizamón, Moreira estuvo tranquilo mucho tiempo.
Asistía a las reuniones en las pulperías, concurría a todos los
bailes que daban en Navarro, sin promover jamás la menor disputa
o escena desagradable, comunes en este género de reuniones.
En esta clase de diversiones, Moreira había aprendido a beber todo
género de licores, que solían írsele a la cabeza.
Pero cuando estaba dominado por el alcohol era cuando se mostraba
más manso y más accesible a todo género de bromas, no habiendo ninguna
de carácter pesado.
Generalmente cuando estaba en este estado le daba por vistear, invitaba
a alguno de los que estaban presentes a que le hiciera unos tiritos
para ejercitarse.
Como es natural, ninguno de los paisanos aceptaba la proposición,
temiendo que la visteada se convirtiera en pelea.
Entonces Moreira buscaba dos palitos y se entretenía en hacer unos
tiritos para ver cómo andaba la muñeca.
De esta manera se había hecho tan consumado tirador de facón, que
los otros paisanos aseguraban que en sus manos el cuchillo era una
luz.
Dominado por el alcohol, se despertaban también sus instintos de
jinete, y si llegaba a ver un redomón o caballo nuevo, lo pedía
para jetearlo un poquito, y lo jeteaba tan famosamente que lo volvía
completamente dominado.
Por más ebrio que estuviese en estas situaciones, no hubo ejemplo
de que caballo alguno, por bravo que fuese, lograra basuriarlo.
Moreira se había hecho también un consumado tirador de pistola.
Manejando aquellas dos que le regalara su compadre Giménez, y que
cuidaba con gran esmero, él rompía cuanta botella le colocaran a
cuarenta pasos de distancia.
Era un adversario terrible, que tenía completamente dominados a
todos los paisanos del pago que frecuentaba.
Moreira solía tener sus horas de melancolía profunda.
Pensaba en su mujer y su hijo y solía pasarse encerrado varios días
en una pieza, donde se le sentía llorar.
En esta situación, nadie se hubiera atrevido dirigirle la palabra,
temiendo su enojo.
Entregado a sus tristes meditaciones, Moreira no se mostraba hasta
que su melancolía había pasado por completo.
Entonces salía y prodigaba con profusión sus caricias y cuidados
al Cacique y a su magnífico caballo, que eran toda su familia y
su haber sobre la tierra, y que representaban sus más queridas afecciones,
porque el Cacique fue el primer regalo que le hizo su novia, y el
caballo fue el único regalo del doctor Alsina, hecho en la siguiente
situación:
Cuando aquella época efervescente, de crudos y cocidos, en que los
partidos se disputaban el triunfo de todas maneras, sin evitar los
crímenes como el vergonzoso día 22 de abril, la vida del doctor
Alsina se creyó amenazada, como se creyó en peligro la de Mitre,
la de Chassaing y la de tantos hombres de mérito que tomaron parte
en aquella encarnizada lucha.
Los amigos del doctor Alsina le mandaron entonces un hombre de toda
confianza y de reconocido valor para que le guardase la espalda
y fuese capaz de defenderlo de cualquier asechanza traidora que
se le tendiera.
Y aquel hombre elegido fue Juan Moreira, que era un bellísimo joven.
Moreira cobró gran cariño al doctor Alsina, de quien fue la sombra
inseparable durante mucho tiempo, y este hombre, que sabía valorar
a los que le rodeaban, apreció el espíritu de aquel paisano, a quien
trató no como a un bravo que arma su brazo según el salario que
ha de recibir, sino como a un compañero que había venido a compartir
con él la fatiga y el peligro.
El doctor Alsina solía penetrar hasta el corazón del paisano, haciéndole
responder a ciertos toques, porque le hablaba en lenguaje sencillo
y noble, en ese único lenguaje que, dirigido al corazón del gaucho,
hace de este hombre un niño dócil a quien se puede manejar hasta
con la expresión de la mirada.
No hay nada más fácil de conquistar que el cariño del gaucho, cariño
que llega a convertirse en una especie de religión invencible.
Para esto basta sólo comprender su corazón, lleno de nobles das,
y hablarle el lenguaje del cariño, que sus oídos no están habituados
a escuchar.
El paisano, lleno de inteligencia, comprende que aquél es un hombre
superior que desciende hasta él y se le nivela como un igual, y
empieza por inclinarse a aquel hombre a quien llama un buen criollo
y concluye por amarlo con toda la potencia de su espíritu tan accesible
al cariño.
Moreira llegó a asimilarse de tal modo al doctor Alsina, que se
había convertido en la sombra de su cuerpo y en el eco de su pisada.
De día, no lo no lo abandonaba un momento; de noche, tendía su recado
en el patio, a la puerta del aposento del niño y dormitaba allí
velándole el sueño.
Cuando el peligro pasó, cuando la situación de Buenos Aires quedó
en estado normal, ya los servicios de Moreira fueron innecesarios
y el paisano quiso volver a su pago a atender sus intereses abandonados
tanto tiempo y juntar sus animalitos, que andarían dispersos por
los campos vecinos.
El doctor Alsina hizo todo género de ofertas a Moreira para que
se quedara en el pueblo a trabajar y conservarlo así a su lado,
pero todo fue inútil.
El paisano se sofocaba en la ciudad y necesitaba volver a los trabajos
de campo, donde lo llamaban su inclinación y sus hábitos.
Viendo que todo esfuerzo sería inútil, el doctor Alsina le proporcionó
un pasaje y lo despidió, dándole una suma de dinero en agradecimiento
de sus servicios.
A la vista del dinero Moreira palideció y una lágrima, arrancada
por el sentimiento, fue a perderse trémula y silenciosa entre la
naciente barba.
El doctor Alsina, comprendiendo lo que pasaba por aquel espíritu
noble, retiró con presteza el dinero, al mismo tiempo que el paisano
decía con acento conmovido:
-No me ofenda, patrón; si yo lo he servido ha sido porque en ello
he tenido gusto, y no merezco esa oferta, porque me hace doler el
corazón.
El doctor Alsina, profundamente impresionado por este rasgo de nobleza,
tendió primero su mano al paisano, y lo estrechó después entre sus
brazos.
El paisano se enterneció lleno de orgullo al sentir íntimamente
la presión de aquel abrazo, levantó la hermosa cabeza iluminada
por la emoción que saltaba a sus ojos magníficos y se separó del
doctor Alsina diciéndole:
-Si alguna vez me cree útil, si mi cuerpo puede servirle alguna
vez de defensa, mándeme avisar nomás, patrón, que yo vendré aunque
sea del fin del mundo; disponga de mi vida sin embozo, porque desde
hoy soy cautivo de sus prendas.
El paisano se alejó rápidamente y el doctor Alsina quedó meditando
en la nobleza de esta raza desheredada de todo derecho, cuyo único
porvenir es el puñal y los atrios electorales o los cuerpos de línea
al eterno servicio de las fronteras.
Fue entonces que el doctor Alsina compró el caballo más magnífico
que halló en Buenos Aires y lo envió a Moreira con una lujosa daga.
Era el famoso overo bayo que llegó a ser el crédito y el orgullo
del paisano, y la daga que tan terriblemente esgrimía.
Aquel caballo representaba para él su seguridad personal y el recuerdo
de aquel hombre por quien se hubiera hecho matar cien veces sin
escrúpulo ni pesar.
Así dividía su afecto entre el caballo y el perro, sus leales amigos,
que eran el recuerdo de lo que más había amado en el mundo, exceptuando
dos personas a quienes tal vez no vería más.
Por eso, cuando salía de sus tristes meditaciones, se le veía prodigar
sus cariños a aquellos dos animales que lo conocían hasta en el
ruido de la pisada.
Durante un mes no se oyó hablar una palabra de Moreira, referente
a desorden o pelea a mano armada.
Desde la muerte de Leguizamón, su tremenda reputación de hombre
guapo había crecido de una manera imponderable.
No había un solo paisano que se hubiera atrevido a faltarle al respeto.
Fue entonces que Moreira hizo la siguiente acción hermosa, que tal
vez vino a ser su salvación, cuando una partida de la Guardia Provincial,
mandada por el mismo coronel Garmendia, batía los campos para reducirlo
a prisión vivo o muerto; interesante incidente que figurará en el
curso de esta narración.
Las elecciones habían terminado en Navarro, pero los odios de partido
que engendra esta clase de luchas no se habían extinguido.
El rencor de los caudillos electorales no se acallaba y los trabajos
de venganza habían suplantado a los electorales, dando margen a
injustas persecuciones.
El señor Marañón, caballero de muchísima influencia, arrastraba
con su prestigio a gran número de paisanos, contribuyendo eficazmente
al triunfo electoral que acababa de obtener en Navarro el poderoso
bando político a que se plegara Moreira.
Esto puso a Marañón en el duro trance de ser asesinado varias veces,
debiendo su salvación a una serie de casualidades.
Según se dice, uno de los caudillos enemigos, que no nombramos por
la posición que ocupa hoy, era el más empeñado en hacer desaparecer
a Marañón, y con él, su poderosa influencia electoral.
Para llevar a mejor resultado esa acción cobarde y mezquina, fueron
reclutados, por otra persona que no nombramos, cinco asesinos conocidos
como hombres de agallas, a quienes se dieron cuarenta mil pesos
para que asesinaran a Marañón.
La noche que se había fijado para llevar a cabo este crimen odioso
era de luna clara y hermosa.
El señor Marañón, aunque sabía que se trataba de asesinarlo, salía
a la calle como de costumbre y asistía al club de Navarro, acompañado
solamente por un buen revólver de seis tiros y la confianza que
los hombres de cierta talla tienen en su corazón.
Aquella noche Marañón había estado hasta las 11 en el club, jugando
una tranquila partida de carambola con varias personas de su amistad.
A esa hora se alejó del club solo, y tomó a pie el camino de su
casa, abreviándolo, para lo cual tenía que pasar un cicutal espeso,
donde se habían emboscado los cinco asesinos cuyos puñales debían
extinguir aquella noble existencia.
Marañón, completamente ajeno a lo que debía suceder, atravesó la
ciudad con aquella despreocupación consiguiente al hombre que nada
teme.
Apenas había caminado dos o tres pasos para cruzar la calle, cuando
los cinco asesinos le salieron al paso daga en mano.
El joven sacó su revólver e interrogó con el ademán a aquellos hombres
que se le presentaban de una manera tan agresiva.
-Venimos a matarte -dijo uno de ellos avanzando un paso-, y es en
vano toda resistencia, porque ya tu hora ha llegado.
Marañón armó su revólver y dio vuelta rápidamente para examinar
el camino que tenía a la espalda y asegurar su retirada, pero su
valor hubo de decaer por completo al ver a su espalda un bulto que
avanzaba con suma precaución, y reconociendo en aquel bulto, gracias
a la claridad de la luna, al terrible Juan Moreira que trataba de
ocultarse entre la sombra de las cicutas y en cuya diestra se veía
brillar la daga.
Si Marañón había tenido confianza en la lucha con los cinco asesinos,
esta confianza se disipó por completo a la vista del enemigo que
le ganaba la espalda, enemigo que en verdad era irresistible.
Vacilaba aún el joven a cuál de los dos puntos debía atender primero,
cuando Moreira saltó sobre él como una pantera, lo tomó por la cintura
y lo derribó al suelo con una fuerza asombrosa.
Desde allí y medio aturdido por el golpe, Marañón pudo ver cómo
Moreira acometía a los asesinos con asombrosa rapidez, tendiendo
a uno de ellos con el vientre completamente abierto por su daga
poderosa.
-¡Ríndanse a Juan Moreira, maulas! -gritó aquel hombre extraordinario,
acometiendo a los cuatro que quedaban; pero éstos, al conocer el
nombre del enemigo que tenían encima, echaron a disparar, dominados
por invencible espanto, en distintas direcciones.
Moreira, al ver huir a aquellos hombres con tan extraordinaria ligereza,
prorrumpió en una ruidosa y franca carcajada, acercándose a Marañón
que se había levantado ya y quedaba de pie embargado por el asombro.
-¿Cómo ha venido aquí a tan buen tiempo? -preguntó Marañón tendiendo
la mano al noble gaucho.
-Supe que lo iban a asesinar esos maulas -respondió Moreira riendo
y estrechando con efusión la mano que se le tendía-, y yo también
me escondí para darle una manita y para que la cosa no fuese tan
despareja.
En seguida, y con la mayor naturalidad, se acercó al caído, se cercioró
de que estaba muerto, y dirigiéndose a Marañón, le dijo:
-Ahora vamos, que lo voy a acompañar hasta su casa, aunque esos
maulas no son hombres de volver y han de andar todavía disparando,
creyendo que yo los persigo.
Y se dirigió a su caballo que, con el perro sobre el apero, había
dejado emboscado a corta distancia.
Así caminaron tranquilos y sin cambiar una palabra hasta la casa
de Marañón, que quedaba a corta distancia.
Marañón estaba conmovido por aquel acto de nobleza llevado a cabo
por un hombre que no le debía el menor servicio, y a quien sólo
conocía por las referencias que le habían hecho.
Y el gaucho es así, toma cariño a una persona siguiendo un impulso
del corazón, porque le ha gustado la pinta, o porque lo ha cautivado
alguna acción.
Cuando se entrega el cariño a una persona, lo hace con la misma
vehemencia que ama, que odia, que juega o que bebe.
Quiere porque sí, sin darse cuenta de su cariño, entregándose por
completo a la persona que se lo ha inspirado, llegando por ella
hasta el sacrificio de la vida.
Para Marañón esto era sumamente extraño, aunque conocía profundamente
el modo de ser de nuestro gaucho.
El cariño de Moreira fue para él una revelación, y quiso explotar
en beneficio del paisano aquel afecto que le daba sobre él cierto
ascendiente.
-¿Qué móvil le ha guiado, amigo? -preguntó una vez que estuvieron
sentados en su casa del joven-, ¿qué idea ha tenido al proceder
de esta manera noble?
El paisano miró largo tiempo el sombrero que tenía dando vueltas
entre las manos, luego alzó la vista hasta encontrar la del joven
y repuso:
-He ido allí para salvarlo de que lo asesinen, primero porque yo
lo quiero a usted, después porque no puedo tolerar que se junten
de a cinco para matar a uno.
-¿Y cómo ha sabido usted que a mí me iban a asesinar?
-Porque me lo dijo una persona a quien propusieron la cosa y que
fue bastante hombre para echarlos al diablo por puercos y por cobardes.
-Yo agradezco lo que usted ha hecho, amigo Moreira; y si alguna
vez puedo serle útil en alguna cosa, acuda a mí, porque desde este
momento soy su amigo.
-No me agradezca nada, señor -contestó Moreira, con una expresión
de profunda amargura-; lo que yo he hecho lo hubiera hecho cualquiera.
Yo lo quiero a usted, porque necesito querer a alguien, y usted
se me figura que es algo mío, que es mi hijo o que es mi hermano.
Yo soy un hombre maldito que ha nacido para penar y para andar huyendo
de los hombres, que han sido mi perdición; y lo he querido a usted,
porque siento que al quererlo, puedo respirar con más franqueza,
y esto es tan dulce para mí, que si usted me mandase entregar a
la partida, ahora mismo iba y me presentaba.
Y el paisano, en su lenguaje sencillo, explicaba la sed de cariño
que sentía en su corazón ardiente.
Todo lo había perdido en el mundo, menos su caballo y su perro,
el fiel Cacique, en quienes partiera su afecto; y aquel hombre necesitaba
el de un ser humano a quien confiar sus penas y contar sus desventuras.
-¿Y por qué anda usted así errante, retando a la justicia con sus
actos que son malos? ¿Por qué no trabaja usted como antes y deja
esa mala vida?
Moreira levantó los ojos preñados de lágrimas, acarició al joven
con una mirada tranquila y tristísima, y con la voz entrecortada
por la emoción le habló:
-Con las penas que tengo ya en el corazón habría para llorar un
año. Yo era feliz al lado de mi mujer y mi hijo y jamás hice a un
hombre ninguna maldad. Pero yo habré nacido con algún signo fatal,
porque la suerte se me dio vuelta y de repente me vi perseguido
al extremo de tener que pelear para defender mi cabeza.
Y Moreira narró a Marañón con sus más minuciosos detalles la historia
que hemos diseñado a grandes rasgos.
Marañón escuchaba enternecido el relato de tanta desventura, estaba
agradecido a aquel hombre que le salvara la vida y tentó salvarlo
arrancándolo del precipicio a cuyo fondo rodaba sin remedio por
una sucesión de fatalidades inevitables para el que se coloca en
esa pendiente.
El joven meditó un momento, y queriendo aprovechar el enternecimiento
de aquel hombre de tan hermosas prendas de corazón, le golpeó el
hombro y le dijo cariñosamente:
-¿Por qué no sale usted de Buenos Aires? Yo le proporcionaré trabajo
en Santa Fe o en Córdoba, donde puede usted vivir tranquilo y ser
feliz todavía. Allí tengo muchos amigos para quienes le daré cartas,
y al fin de los años ya podrá usted volver. Se habrán olvidado de
sus desgracias y podrá volver a ser lo que ha sido.
-Yo no he de irme de estos pagos -replicó el paisano, creciendo
en amargura-, porque no pienso separarme de mi mujer ni de mi hijo;
porque faltando yo, la justicia se ha de alzar con ellos haciéndoles
pagar mis yerros.
-Yo les proporcionaré los medios de irse con usted, y entonces usted
puede quedarse allí para siempre, viendo crecer a su hijo a su lado
y amado por su mujer.
-Conozco que usted me habla al alma y veo que he puesto bien mi
cariño en usted, pero por más que me halaga la propuesta yo no la
puedo aceptar sin saber antes qué ha sido de aquellas dos prendas
mías y si tengo que vengarlas de alguien. Los pobres tienen olor
a difuntos; es preciso darles con el pie para que no apesten, y
sabe Dios lo que habrá sido de aquellos desgraciados, cuyo único
delito en la vida ha sido ser mi mujer y ser mi hijo.
-¡Quiera Dios que no les haya sucedido nada! -prosiguió, tomando
un tono altivo y amenazador-. ¡Quiera Dios que no los hayan hecho
sufrir un minuto! Yo no soy malo, pero conozco que si alguien les
hubiera tocado el pelo de la ropa, sería capaz de hacer una herejía
que ni los indios.
Y al decir esto, sus ojos brillaron en un relámpago de muerte, dando
a su actitud una expresión que hacía ver todo lo irrevocable de
aquella determinación adoptada y jurada en el fondo de su alma.
Marañón insistió en sus proposiciones, allanó al paisano todas las
dificultades, pero todo fue inútil: su palabra se estrellaba contra
aquel carácter inquebrantable.
-Bueno, patrón -dijo el gaucho levantándose-, ya lo he molestado
bastante. Será hasta la vista o hasta que se presente la ocasión.
-Adiós, Moreira -dijo el joven-; piense en lo que le he dicho, y
lo acepte o no lo acepte, ya sabe que puede contar conmigo en cualquier
aprieto en que se vea.
Moreira sonrió agradecido y estrechó con cierto cariñoso respeto
la mano que se le tendía; salió al patio, de éste a la calle, y
saltando sobre su bayo, se alejó al tranquito.
Marañón se quedó meditando tristemente sobre el destino de los hombres
que, nacidos para el bien y para llevar a cabo las más grandes acciones,
son empujados por la fatalidad a una pendiente cuyo límite es la
muerte trágica que puso fin a aquella existencia desventurada.
Entretanto, Moreira, abismado en el recuerdo del pasado, había doblado
sobre el pecho la cabeza, postrada por la tempestad que la cruzaba.
Allí, mudo e inmóvil, marchaba a la voluntad del noble animal, que
no cambiaba la marcha para no turbar el reposo de su amo, acostumbrado
a cuando, en altas horas de la noche, el jinete renunciaba al gobierno
de la brida, o iba dormido, o iba a la ventura.
Moreira caminó así, entregado a sus tristes pensamientos, hasta
que la luz del alba empezó a confundirse con la luz de la luna.
A la presencia del día, Moreira se descubrió como para que el aire
de la mañana refrescara su cabeza, aspiró con fuerza esa brisa fresquísima
que viene perfumada con las aromáticas exhalaciones de las flores
silvestres, que parece dar nuevas fuerzas al espíritu, y revolvió
su caballo en dirección al pueblo, tomando el camino de la pulpería
y posada, donde sólo paraba para dar de comer a sus dos amigos,
el Cacique y el caballo.
Moreira entró en la pulpería, que era la de López, en un momento
fatal; parecía que el destino lo empujara allí donde iba a suceder
una desgracia.
Cuando Moreira entraba y pedía un poco de maíz para el caballo,
notó que entre los paisanos que hacían la mañana se había promovido
una discusión.
Un tal Gondra, gaucho quiebra y de malas entrañas, había dirigido
palabras chocantes a un paisano forastero bastante mal entrazado,
que había entrado en la pulpería a comprar una botella de caña para
el camino.
El forastero no había respondido una sola palabra a las chocantes
indirectas de Gondra, esperando le entregaran su caña para retirarse,
lo que envalentonó a Gondra que lo siguió chocando con indirectas
primero y con injurias después, cuando vio que el paisano aflojaba.
Moreira quitó el freno al overo poniéndole un morral con maíz para
que almorzara, y mientras le traían un pedazo de carne para el Cacique,
entró a la trastienda con intención de calmar a Gondra en las chocarrerías
que oyó cuando llegó a la pulpería.
En este hecho sangriento podrán apreciar nuestros lectores el gran
dominio que tenía Moreira sobre los que lo rodeaban.
Un
gaucho flojo
Cuando entró Moreira, Gondra, creyendo encontrar en el paisano un
buen apoyo, creció en insolencias y no escuchó las juiciosas observaciones
que le hizo aquél.
El forastero se iba poniendo cada vez más pálido del coraje que
contenía a duras penas, pues suponía en Moreira un aliado de aquel
baratero que lo provocaba.
Recibió sin embargo la botella de caña que le alcanzaba el pulpero
sin despegar los labios, pagó y se alejó reposadamente, midiendo
a Gondra de arriba abajo con una mirada donde estaba pintada toda
la ira que sentía rebosar en su corazón.
Gondra soltó una gran carcajada al ver la actitud del forastero,
y dirigiéndose a Moreira, que seguía tranquilamente el aspecto feo
que iba tomando la escena, le dijo:
-Hágase a un lado aparcero, no sea que el de la caña lo trague.
-Si sos hombre, maula, salí afuera para tener el gusto de rajarte
el alma de una puñalada. Todos ustedes -añadió encarándose con Moreira-,
han de ser una punta de maulas peleadores en pandilla. Puede salir
el que guste o todos de uno a uno.
Moreira palideció a su vez, pero no se movió.
Se había recostado de espaldas contra el mostrador y miraba sombrío
a los actores de aquella escena.
Los paisanos no replicaron una palabra; estaba allí Juan Moreira
y todos esperaban que él coparía la parada propuesta por el forastero.
-Salí, maula -volvió a gritar el paisano, dominado ya por la ira-.
Salí y yo te voy a enseñar a reírte de la gente.
Gondra salió al encuentro del paisano, pero era un gaucho flojo,
de los que llaman pura boca, y se acobardó ante la actitud del adversario.
-¡Oiganle a la maula! Ya sabía que habían de ser pura boca. Que
salga ese tu padrino que ha venido como a ayudarte -añadió el paisano
encarándose con Moreira-. Salga uno siquiera, porque si no, entro
y agarro a rebencazos a todo el mundo.
Moreira, entonces, sin mirar al provocador del duelo, tomó a Gondra
por un brazo y le dijo gravemente:
-Yo no soy sacaclavos de nadie ni he nombrado a nadie para que ande
copando por mí las bancas. Yo no puedo pelear con ese hombre, porque
no es enemigo para mí. Ya que lo has provocado, es preciso pelear,
para que no se diga que te han corrido con la vaina.
Gondra miró a Moreira creyendo que se chanceaba, pero al ver el
severo ademán del gaucho, no supo qué contestar.
Tenía miedo a aquel hombre que lo esperaba cuchillo en mano, pero
más miedo tenía a Moreira.
Este comprendió toda la cobardía de Gondra, que había provocado
aquel conflicto porque contaba con su ayuda y, desnudando su daga,
le dijo de una manera sombría que no admitía réplica:
-No hay más remedio que hacer la pata ancha, ya que "has comprado
sin que nadie te venda"; o peleas con ese hombre a quien has provocado
o yo te saco las tripas de una puñalada. Pronto y basta de bromas.
El forastero miraba asombrado la actitud de aquel hombre a quien
tanto miedo tenían los paisanos.
Gondra se había colocado entre la espada y la pared.
Tenía miedo al forastero, pero más miedo tenía a Moreira, que lo
amenazaba de muerte.
Forzado, pues, a optar entre un enemigo y otro, prefirió la partida
con el forastero, a quien acometió flojamente.
-¡Duro y parejo! ¡Duro y parejo! -gritaba a sus espaldas Moreira-,
o te clavo como a un peludo.
La lucha era encarnizada.
Los paisanos se soltaban viajes formidables, y ya Gondra había recibido
un hachazo en el brazo izquierdo y una puñalada de poca consecuencia
bajo la tetilla derecha.
Ya iba a separarse, completamente acobardado, cuando sintió la punta
de la daga de Moreira que le pinchaba la espalda, mientras el gaucho
le decía:
-Coraje, maula, coraje y no le haga asco a la muerte.
Gondra, que sintió penetrar la daga de Moreira en su espalda, acometió
al forastero de una manera desesperada, en momento en que éste volvía
la vista hacia Moreira, descuidando la defensa.
La daga de Gondra penetró entre la cuarta y quinta costilla del
lado izquierdo del desgraciado gaucho, produciéndole una muerte
instantánea.
Gondra se volvió gozoso, como para recoger de Moreira una felicitación,
pero éste guardó fríamente la daga y, dando a Gondra un puntapié
que lo hizo ir a azotarse contra el mostrador, se dirigió a su caballo
diciendo:
-Me voy porque no quiero vomitar de puro asco.
Y quitando al overo el morral que ató a los tientos, le puso el
freno, montó y se alejó al galope largo.
Unas veinte cuadras andaría a este paso cuando puso su caballo al
tranquito, tomando la dirección de Cañuelas, donde tenía que ir
a ver a un amigo para obtener por su medio noticias de Vicenta y
el pequeño Juan.
Pero en Cañuelas, como en todas partes, la fatalidad esperaba a
Moreira, que ya no iba encontrando sitio tranquilo donde reposar
la planta.
Moreira caminó todo ese día, usando todas aquellas precauciones
del hombre que sabe que detrás de cada mata de pasto puede salirle
una partida de plaza a disputarle la vida.
Había marchado a pequeñas jornadas de veinte a treinta cuadras,
dando continuo descanso al overo bayo, de cuya ligereza podía necesitar
de un momento a otro.
Cada dos horas el paisano echaba pie a tierra y sacaba el freno
al caballo para que pudiese comer, mientras él tendía su manta y
se recostaba al lado del Cacique a reflexionar sobre su situación
desesperante.
De pronto se le ocurría ir a buscar abrigo y tranquilidad entre
los indios, pero entonces tendría que abandonar a su mujer y a su
hijo, que quedarían desamparados y que eran los únicos lazos que
lo ataban a su existencia desventurada, haciendo que con tanto encarnizamiento
disputara su cabeza a la justicia de paz.
-Yo peleo con las partidas -pensaba Moreira-, porque necesito vivir
para mi hijo, y para que no le digan mañana que me mataron porque
fui cobarde. El hombre que me matara me haría un verdadero servicio,
porque yo no vivo sino sufriendo; ¿pero qué sería de mi hijo si
yo muriera? Por ahora tengo que vivir; después veremos.
Y Moreira tenía razón. ¿Qué halago podía tener para él la miserable
existencia que llevaba?
Expuesto a ser preso cada minuto, tenía que andar vagando sin descanso,
siempre dispuesto al combate, que cada día sería más duro, porque
las partidas de plaza lo acometerían cada vez con más saña, y cada
vez mejor reforzadas y armadas, para asegurar su deseado triunfo.
Si alguna vez podía entregarse al sueño, sueño agitado, que no bastaba
a descansar su cuerpo rendido, lo hacía gracias a la vigilancia
de su leal Cacique, y asimismo tenía que dormir como una fiera:
lejos de poblado, en medio del campo y a la siesta, hora en que
no se ve un solo jinete, un solo animal que no esté entregado al
reposo.
La noche la pasaba viajando o tendido sobre su manta, esperando
que su caballo comiese con toda tranquilidad y descansara de las
fatigas de la jornada.
Era, pues, una existencia miserable que el paisano llevaba con conformidad,
por aquellos dos seres queridos que no se borraban jamás de su pensamiento,
siempre vuelto a ellos.
Moreira solía pensar en el doctor Alsina, que era el único hombre
que podía arrancarlo de aquella situación tirante. ¿Pero cómo escribirle?
¿Cómo hacerle conocer su historia?
El paisano había llegado a desconfiar de los hombres, sospechando
que pudieran venderlo a la justicia, y sabía que una carta suya
en el correo sería abierta por la primera autoridad, que la rompería
para privarlo de todo amparo, y desechaba su idea, reservándola
para ocasión más favorable.
A la caída de la tarde, Moreira llegó a una pulpería muy concurrida,
pues era domingo y los paisanos habían estado de carreras y de jugada
de taba.
Cuando Moreira llegó, reinaba en la pulpería la alegría más franca
y cordial.
Las copas de caña con limonada, bebida clásica del paisano, eran
vaciadas y vueltas a llenar con una rapidez que había entusiasmado
al pulpero, volviéndolo más amable que un peluquero francés.
La guitarra sonaba de cuando en cuando, acompañando una voz vinosa
y nasal, que dejaba oír algún travieso pie de gato o alguna huella
zafada.
Sabido es que cuando el gaucho está en este género de diversiones
no se aleja de la pulpería hasta que en los bolsillos de su tirador
no queda nada que se parezca a dinero, y muchas veces habiendo hecho
desaparecer de él hasta las monedas de plata que lo adornan constituyendo
su lujo, y que deja empeñadas por una bicoca.
Moreira ató al palenque su overo bayo, con ese nudo especial que
desata rápidamente el paisano, y entró a la pulpería seducido por
aquel bullicio.
-Dios guarde a la buena gente -dijo el paisano saludando a la alegre
concurrencia, y colgando su rebenque en la empuñadura de su daga,
se dirigió al pulpero, pidiéndole un poco de pasto seco para el
caballo y un buen churrasco para el Cacique, que no había probado
bocado en todo aquel día.
Un viva descomunal y prolongado saludó la presencia del paisano,
manifestación clara de la profunda simpatía que inspiraba en aquella
gente, y diez o doce hombres se levantaron estirándole la mano unos
y brindándole otros con una copa de bebida, llegando algunos de
ellos, algo divertidos, a demostrarle su alegría con sendos puñetazos
en los hombros y ademanes de canchada.
Moreira agradeció íntimamente aquellas manifestaciones de cariño
y simpatía, estrechó la mano a todos, pero rechazó las copas, diciendo
alegremente, mientras recibía de manos del pulpero el pedido que
hiciera a la entrada:
-Voy primero a dar de comer a mi gente y en seguida vuelvo.
Fue hasta el palenque, aflojó la cincha al overo y le puso en el
suelo una brazada de pasto seco, mientras el Cacique, desde el recado,
reclamaba su parte con alegres meneadas de cola y cariñosas ladridos.
Un
encuentro fatal
Moreira se acercó a su fiel amigo, lo bajó del caballo y lo acarició
amorosamente sobre sus brazos; le dio en seguida un beso en el hocico
y lo puso en el suelo al lado del caballo, donde le cortó el churrasco
en pequeños bocados.
En seguida se aseguró con inteligente mirada de si los animales
quedaban cómodos, y regresó a la pulpería.
Estaba en la reunión un paisano que permaneció sombrío en un rincón
de la pulpería, sin tomar parte en el alborozo que causara la llegada
de Moreira.
Este no había visto el descontento del paisano, o había aparentado
no verlo; los demás paisanos habían procedido como si aquél no existiera,
o fuera simplemente un forastero.
El paisano estaba sentado sobre una pipa con los brazos cruzados
y como absorbido completamente por un pensamiento fijo y profundo.
Era un tal Juan Córdoba, gaucho de algunas mentas, muy buscador
de camorras y que esa mañana, hablando de Moreira, decía que si
éste hacía todos aquellos hechos y tenía asustadas a las partidas,
era porque todavía no se había estrellado con un hombre de coraje,
y que el día que esto sucediera, sería el último de la vida de aquel
hombre.
-Es que no hay quien tenga más coraje y más vista que Moreira -habían
replicado a Córdoba los otros paisanos-. Con ese hombre pelea el
diablo y no hay qué hacerle, amigo.
-Es que sobre el mismo diablo estoy yo -había respondido el gaucho,
celoso por la reputación que, superior a la suya, acompañaba a Moreira-;
y el día que se cruce en mi camino, no ha de valer la ayuda del
diablo y lo he de poner panza arriba. Ustedes hablan porque tienen
lengua y miedo, y ahí está todo.
Sea que los paisanos no tuviesen deseos de pelear, sea que Córdoba
fuese bueno realmente, su baladronada pasó, y siguieron los juegos
con la mayor tranquilidad y armonía.
Por eso, cuando entró Moreira, Córdoba había quedado retobao y al
parecer con el ánimo dispuesto a pelear al recién venido, lo que
ya era una prueba de valor.
Moreira entró a la pulpería, como hemos dicho, sin notar, o haciéndose
el que no veía el continente del paisano, que parecía un Baco, sentado
sobre la pipa de vino.
Tomó una de las copas que le ofrecían y la apuró de un trago, respondiendo
como podía al mundo de preguntas con que era agobiado.
-Me parece -dijo un paisano al oído de otro- que si Córdoba se mete
a guapo, se va a sacar la grande, porque a este hombre no hay quien
le gane a pelear.
-¿Quién lo mete a vivo? -contestó el otro-. El hombre no se mete
con nadie, ¿y para qué buscarle la boca? Si algo le sucede, él lo
habrá querido, porque con callarse está del otro lado.
Córdoba tenía la pretensión de ser el mejor cuchillo del pago y
la creciente reputación de Moreira y sus últimas luchas mortificaban
hondamente su vanidad, haciéndole nacer el deseo de vengarse de
aquel hombre, que no le hacía más mal que ser el dueño de un corazón
de bronce y poseer un valor inagotable.
Y ésta es una clase de celos que no tolera un paisano, porque cree
que la reputación ajena viene a menguar la propia, quebrándola como
una tabla.
El bullicio interrumpido con la salida de Moreira volvió a renacer
más sonoro, las copas se vaciaron y se volvieron a llenar a pedido
del recién venido.
-¿Y usted no bebe, paisano? -preguntó Moreira a Córdoba, señalando
una copa sin dueño que estaba sobre el mostrador a medio vaciar.
-Yo no bebo sino lo que yo me pago -replicó sombríamente Córdoba-;
y gracias a Dios aún tengo con qué pagarme la mía y el gasto que
se haga.
-Está de Dios o del diablo -dijo Moreira, frunciendo el entrecejo-
que la maldición me ha de seguir a todas partes-. Y levantó al techo
sus magníficos ojos, desesperadamente.
Córdoba no se movió de la pipa, esperando que fuese recogida su
provocación, pero Moreira prescindió de ella y se puso a responder
a las preguntas que le dirigían los paisanos.
La algazara, ligeramente interrumpida por aquel cambio de palabras,
volvió a reanudarse, y el sonido de la guitarra hizo olvidar por
completo aquel incidente desagradable.
Moreira se había sentado en un banquito y escuchaba atentamente
la relación que le hacían de los caballos que habían corrido en
ese día y que habían ganado.
Las copas se repetían, y la alegría había llegado al último grado.
Sólo Córdoba no tomaba parte en ella, permaneciendo taciturno sobre
la pipa.
Uno de los paisanos tomó la guitarra, adornada por una gran cantidad
de cintas de diversos colores, y la brindó a Moreira, pidiéndole
cantara unas décimas.
-No canto, amigos -respondió Moreira-, para cantar es preciso estar
libre de desgracias y no tener cosas tristes en que pensar; yo no
canto, porque mi destino es llorar.
-No se amilane, amigo -respondió uno de los paisanos-, es bueno
que de cuando en cuando el hombre deseche penas y no se deje ganar
por el dolor.
Y tanto le rogaron al gaucho, y tanto lo instaron, que Moreira tomó
la guitarra, haciendo oír un preludio donde rebosaba toda la melancolía
de su espíritu.
Un gran aplauso saludó la decisión de Moreira, y los paisanos se
prepararon a escuchar con un recogimiento profundo, haciendo llenar
de nuevo las copas.
Moreira estuvo por espacio de diez minutos recorriendo el diapasón
de la guitarra en vagos preludios y acordes inconscientes.
Por fin aquellos preludios se fueron fundiendo, aquellos acordes
se fueron armonizando, y la guitarra rompió en uno de esos estilos
tristes y profundamente melancólicos que el gaucho toca con una
extrema ternura.
Moreira tocaba el estilo conmovido; había agobiado la cabeza a impulsos
de la pena que le roía el alma, y meditaba profundamente.
Por fin levantó la cabeza soberbia, mostrando el rostro magnífico
al que salían todas sus penas, entornó los ojos como reconcentrándolos
en un punto de su pensamiento, y lanzó al aire su voz potente y
melodiosa, con las siguientes décimas que nos ha recitado un compañero
que las aprendió, con quien hablamos en Navarro.
Era una glosa de aquella magnífica cuarteta del Quijote: "Ven, muerte,
tan escondida", que el paisano improvisaba o que, habiéndola aprendido
en sus buenos tiempos, aplicaba a su situación, dándole relieve
artístico con el sentimiento que rebosaba en su voz.
He aquí las décimas en que ese sentimiento se derramó suavemente:
Presa el alma del dolor,
con el corazón marchito,
soy como el árbol maldito
que no da fruta ni flor.
Muerte, ven a mi clamor,
que en ti mi esperanza anida;
ven, acaba con mi vida,
ven en silencio profundo;
como mi dolor al mundo,
ven, muerte, tan escondida.
Esta décima arrancó al auditorio las muestras del más patético entusiasmo.
Moreira siguió preludiando el estilo largo tiempo y cantó la segunda
décima:
Quizá el mundo en su embriaguez,
sin conocer mi martirio,
tenga mi afán por delirio
hijo de la insensatez.
Y al ver mi ardiente avidez
por acabar de existir,
los que estiman el vivir
como suprema ventura
dirán que es en mí locura.
¿Por qué el placer de morir?
Los paisanos estaban dominados por el canto de Moreira hasta el
estremecimiento; algunos de ellos habían vuelto el rostro para secar
a escondidas, con el revés de la mano, el llanto que no podían contener,
y el mismo Córdoba, arrastrado por un poder extraño, había bajado
de la pipa y se había acercado al grupo.
Moreira, completamente ajeno a la impresión que producía su canto,
dejó oír esta tercera décima, creciendo su sentimiento:
¡Ah! si vieran la inclemencia
con que en mí el dolor se goza,
que hoja por hoja destroza
las flores de mi existencia,
comprendieran la vehemencia
con que anhelo tu venida.
Ven, muerte, tan escondida,
que no te sienta venir,
y el gusto de verte herir
no me vuelva a dar la vida.
La guitarra calló, dejando oír un quejido lánguido en las cuerdas,
que vibraban aún, bajo la presión de la mano artística del paisano,
que permaneció agobiado a impulsos de su propio canto.
Todos los paisanos guardaron un profundo silencio, reteniendo en
el oído la imagen de aquella triste caricia con que Moreira remató
sus décimas.
El mismo Córdoba parecía haber olvidado su encono, y estaba allí,
trémulo, como idiotizado, sin atinar siquiera a llevar a los labios
la copa de caña que tenía en la mano.
El gaucho que lo invitara a cantar, se acercó entonces a Moreira
y ofreciéndole una copa con bebida, le dijo sencillamente:
-Asiente el pesar, paisano.
Moreira levantó entonces la cabeza y pudo verse su negra barba sembrada
de lágrimas cristalinas que parecían las gotas de rocío que se ven
sobre las matitas de pasto al venir la madrugada, y su frente plegada
por ese dolor agudo que, si se apura, se traduce en inevitable y
amargo llanto.
Recibió la copa que le alargaba el paisano y la apuró de un solo
trago, ahogando con el líquido un sollozo que temblaba en su garganta,
y volvió la guitarra a su dueño.
Córdoba vació su copa también y la impresión melancólica que había
dejado el cantor fue borrándose nuevamente como esas espesas nubes
que nos roban la luz de la luna, en aquellas voluptuosas y tibias
noches de verano, y los paisanos empezaron a recobrar su habitual
alegría, dando un nuevo giro a la conversación.
Moreira, a instancias de los paisanos, se vio obligado a relatar
su duelo con Leguizamón, con todas las peripecias que lo precedieron,
lo que hizo con la mayor sencillez y humildad.
-Dios sabe -concluyó Moreira- que nunca he peleado, sino cuando
a ello me han forzado sin dejarme salida, y aseguro que aquella
muerte me pesa, porque dicen que el finado era una persona de prendas
y con familia, y que si peleó conmigo fue porque lo mandaron y no
porque conmigo hubiese tenido jamás ningún resentimiento, puesto
que no me conocía.
-Así es el mundo -retrucó Córdoba desde la pipa adonde había vuelto
a sentarse-; el hombre es como la mariposa que da vueltas alrededor
del candil, tanto hace y tanto porfía que al fin viene a caer entre
el sebo y queda frita. Y así sucede que un hombre que se tenga por
más guapo, viene a veces a morir a manos de un mulita.
Moreira comprendió que aquel hombre volvía a provocarlo, pero se
hizo el desentendido y siguió con los paisanos de esta manera:
-Si yo no me he quitado la vida muchas veces no ha sido de asco
a la muerte, sino porque me necesitan mi mujer y mi hijo, que no
sé la suerte que han corrido y lo que les espera.
-Dejemos los casos tristes para mañana -gritó uno de los paisanos,
cuyos ojos empezaban a entornarse por la gran cantidad de licor
que se había echado al coleto-. Ahora vamos a cepillar un malambo
que va a rasquear el maestro y mañana hablaremos de dijuntos. ¡Otra
vuelta, pulpero! -gritó dirigiéndose a éste y sacando del tirador
un rollo de dinero-. ¡Otra vuelta, compadre, que yo pago y que ha
de ser de caña con limonada, para beberla a la salud de este mozo,
que es más criollo que el mismo diablo!
El pulpero obedeció la orden y llenó todas las copas del brebaje
pedido, incluyendo la de Córdoba, que estaba vacía sobre el mostrador.
Cuando Córdoba vio que llenaban su copa, descendió de su pipa y,
acercándose al mostrador, dijo enfurecido al que había pedido la
vuelta:
-¡Ya he dicho que no bebo sino lo que pago, canejo! Y en cuanto
a beber a la salud de nadie, no hay que ocultarlo, porque sólo bebo
a la salud de quien se me antoja.
Moreira miró severamente a aquel hombre que estaba empeñado en buscarle
camorra, pero no dijo una sola palabra.
Se había propuesto no hacerle el gusto a la suerte, como él decía,
y salir de aquella casa sin haber desnudado su facón y sin haber
hecho caso a las groseras insolencias de Córdoba, que parecía querer
pelear a todo trance.
Tomó la copa, que bebió tranquilamente, y sacando su rebenque del
cabo de la daga, donde lo había enganchado, dijo que ya se retiraba,
porque quería amanecer en Cañuelas.
-El miedo es prudente -murmuró Córdoba, guiñando el ojo al pulpero-;
por eso es que los malos suelen a veces parecer mansos como corderos.
Moreira palideció intensamente y se volvió a la pulpería que ya
abandonaba, midió a Córdoba con su mirada intensa y le dijo con
ademán reconcentrado:
-Si me he propuesto salir de aquí sin derramar sangre, no he jurado
dejarme hacer banco por ningún roñoso. No hay, pues, por qué tantear
a la suerte.
Córdoba sonrió socarronamente, y levantando del mostrador la copa,
que llevó a la altura de los labios con ademán despreciativo, replicó
acentuando las palabras que pronunciaba:
-Yo no soy Leguizamón, compadre, ni hombre a quien han de correr
con la vaina o asustar con la parada, y ya sabe quién es Juan Córdoba.
-Vaya a la maula, so zonzo de porra -dijo Moreira, prorrumpiendo
en una estruendosa carcajada-, que usted no vale la pena ni de que
le dé un talerazo.
Córdoba no se inmutó; o no conocía a Moreira o tenía demasiada fe
en su coraje y en su vista, que así provocaba al terrible gaucho.
Al oír sus palabras soberbias, echó atrás el pie derecho, se separó
del mostrador, y arrojando el contenido de la copa, que fue a bañar
la cara de Moreira, desnudó enseguida su facón.
Al sentir sobre su cara el contenido de la copa, Moreira tembló
violentamente, como si lo hubieran puesto al contacto de una pila
eléctrica.
De sus ojos brotaron rayos, sus labios se movieron lívidos, y todas
aquellas expresiones de la ira más expresiva se tradujeron en un
rugido poderoso que se asemejaba a todo sonido, menos al de la voz
humana; desnudó su daga, aquella terrible daga, y se precipitó sobre
Córdoba, tremendo, con una violencia indescriptible.
Al llegar a su adversario, bajó un poco la cabeza, llevó el antebrazo
izquierdo a la altura de la boca, y se tendió en una larga puñalada.
Córdoba acudió a pararla con increíble presteza, pero el brazo de
Moreira era tan fuerte, la puñalada llevaba tal violencia, que Córdoba
no pudo volcar aquel brazo de acero, y la daga penetró en su vientre,
deteniéndose en la columna vertebral, donde se incrustó.
Era tal la violencia de aquel golpe, era tal la fuerza de aquel
brazo que lo había dado, que al querer Moreira retirar la daga de
la herida, atrajo sobre sí el moribundo cuerpo de Córdoba, teniendo
que detenerlo con el brazo izquierdo para que no le cayera encima
y dar más facilidad a la salida de la daga.
No se sabía qué era más admirable, si la fuerza muscular de Moreira
o el temple de aquella arma soberana.
Tan rápida fue la escena, tan violenta la acometida de Moreira,
que cuando los paisanos pudieron darse cuenta de lo que pasaba,
el cuerpo de Córdoba había sido rechazado por Moreira al desclavar
la daga, yendo a caer contra la pipa donde había estado sentado
y desde donde había provocado el lance.
Al caer Córdoba, Moreira se le fue encima con la daga levantada
y en actitud de volver a herir, pero al llegar a su adversario caído,
sus instintos caballerescos tuvieron más poder que la ira que lo
dominaba, pero ya tarde, porque aquel desgraciado había dejado de
existir, sin poder pronunciar una sola palabra.
Moreira contempló aquel cadáver, se golpeó la cabeza en ademán desesperado
y, blandiendo su daga empapada de sangre, prorrumpió en una terrible
maldición.
-¡Maldita sea mi suerte! -continuó, dirigiéndose a la puerta y llevando
aún la daga en la mano-, ¡que no puedo pisar un sitio sin tener
que matar a un hombre!
-No se aflija, paisano -dijo el que había pagado aquella fatal última
vuelta-. Usted ha sido provocado y, si no lo mata, lo mata él. ¿Para
qué se metió?
-Yo estoy maldito por Dios y por los hombres -continuó Moreira-,
y donde quiera que voy llevo la muerte conmigo.
Se dirigió a su caballo, que enfrenó y saltó sobre él, alejándose
al galope largo, sin que los paisanos, mudos de asombro aún, se
hubieran dicho una palabra.
Sólo a las dos cuadras, y cuando la agitación se calmó a impulsos
de la fresca brisa, Moreira echó de ver que aún llevaba la daga
en la mano, y que el Cacique galopaba al lado de su caballo, reclamando
su puesto sobre la montura.
El paisano se detuvo, guardó la daga en la cintura, subió al Cacique
a las ancas, y siguió marchando al tranco en dirección a Cañuelas.
Tan desesperado iba, que olvidado de todo y para acabar de una vez
con su penosa existencia, se habría entregado a la primera partida
de plaza que le hubiera salido.
La muerte de Córdoba le había causado una impresión profunda, porque
la había hecho en un acto primo, obedeciendo a un movimiento instantáneo.
Lo más ajeno que tenía era matar a aquel hombre, a quien había pensado
aplicar solamente unos golpes de rebenque.
Pero la acción de Córdoba, la clase de injuria, le había trastornado
la razón momentáneamente y había dado aquel golpe mortal casualmente,
sin calcularlo, sin quererlo.
Así caminó toda la noche y toda la mañana siguiente, sin sacar a
su caballo del tranco y sin levantar la cabeza para mirar siquiera
el camino.
A la siesta se acercó a una pulpería del camino, donde pidió pasto
para el caballo y carne para el Cacique, alejándose luego a media
legua de distancia, donde hizo alto para dar de comer a los dos
animales, y reposar un par de horas, tendido entre ellos, sobre
su manta.
Allí permaneció hasta eso de las tres de la tarde, hora en que se
levantó, acomodó el freno al overo, subió al Cacique en ancas y
siguió la marcha.
Serían como las once de la noche cuando Moreira llegó a Cañuelas;
paró donde tenía algunas relaciones y donde vivía un hermano del
amigo Julián, de quien iba en busca.
Anduvo algunas cuadras por el pueblo, cuyos habitantes estaban entregados
al reposo, y volviendo el caballo a la derecha, fue a golpear la
frágil puerta de un rancho humilde, que era donde habitaba Santiago,
hermano de Julián, con su mujer y su cuñado, paisanito de unos dieciocho
años, a quien Moreira había visto criar.
A los golpes de Moreira, sonó una voz soñolienta y áspera en el
interior del rancho, que preguntaba el clásico e inolvidable "¿quién
es?".
En aquellos tiempos y a aquellas horas, no era cosa tan fácil hacer
abrir una puerta sin darse a conocer inmediatamente, pues no era
extraño que al abrir la puerta el dueño de la casa se encontrara
con una daga o un trabuco puesto al pecho.
-Abra, amigo don Santiago, que soy yo el que llega -dijo Moreira
echando pie a tierra y bajando la rienda del caballo.
El paisano a quien éste se dirigía, conoció su voz en el acto, pues
se le sintió gritar con el tono de la mayor alegría y alborozo:
-¡El amigo Juan Moreira! ¡Dichosos los vientos que lo traen por
aquí aparcero! Aguarde un momento que le voy a abrir-.
Y Moreira sintió el ruido de los talones del buen gaucho, que se
había tirado de la cama y corría hacia la puerta, que abrió inmediatamente.
Aquellos dos hombres se lanzaron uno en brazos de otro, con una
efusión de hermanos que no se han visto en mucho tiempo.
-Bien haiga el motivo que lo trae, amigazo, que aquí han llegado
sus mentas y ya decían que lo habían dijunteado.
Y el paisano miraba a Moreira a la escasa claridad de la noche,
prodigándole toda clase de cariños y dando voces a su mujer para
que se levantase viera quién estaba.
-He venido corrido por la suerte -respondió melancólicamente Moreira-,
y para pedirle un servicio que sólo usted me puede hacer.
-Conozco sus desventuras por Julián, que ha estado aquí -respondió
Santiago, cambiando su actitud alegre por una tristeza verdadera-.
Julián me ha contado todas sus penas y lo hemos compadecido con
el cariño que le profesamos todos. Pero entre, amigazo, entre, y
así hablaremos con más comodidad.
Moreira ató su caballo al tronco de un paraíso que era el palenque
de Santiago, y entró al rancho, donde encontró a Marta, la mujer
de éste, que lo recibió con la misma alegría que le demostró a la
entrada el buen paisano.
Allí se sentaron los dos amigos, y mientras Marta preparaba el mate
tradicional, Moreira reveló a Santiago el objeto que lo traía a
su rancho.
-Es necesario que mande a buscar a Julián -le había dicho-, para
que vaya a tomar lenguas de mi mujer y de mi hijo. Yo me voy a perder
por algún tiempo y no quiero ausentarme sin tener noticias de ellos.
Yo mismo iría en su busca -continuó-; pero si me siente la partida,
va a haber guerra, y tal vez me quede sin saber lo que quiero.
-En cuanto aclare -respondió Santiago- me pondré en marcha con caballo
de tiro, y volvemos con Julián con tropilla, para andar más ligero.
-Gracias y Dios se lo pague -concluyó Moreira golpeando el hombro
de su amigo-. Puede que algún día pueda yo prestarle algún servicio.
-No voy ahora mismo -dijo Santiago-, porque espero al hermano de
Marta, que fue esta tarde a entregar unos animales y no ha de volver
hasta mañana, sol alto.
Marta vino con el mate y los paisanos entraron en agradable plática,
conversando alegremente del tiempo pasado, en que ambos eran tan
soberbias piernas en los velorios.
Moreira, al recordar sus tiempos felices, volvió a caer en su eterna
melancolía, pues se había vuelto a recordar de su mujer y su hijo,
que, según decía pintorescamente, eran el candil donde al fin y
a la postre había de venir a quemar sus alas.
Vencido por estos pensamientos y por las fatigas de las últimas
marchas, Moreira dijo al paisano que quería reposar un momento,
pues sabía Dios cuándo podría hacerlo con tanta seguridad.
Entre Marta y Santiago hicieron al viejo amigo una cama blanda con
bastantes cueros de carnero para que pudiera dormir con buen provecho.
Moreira medio desensilló el overo bayo, cuyo maneador ató al cuello
del Cacique, dio de comer a los dos animales y se tendió sobre la
mullida cama, dando el cortés "buenas noches".
Pocos minutos después, se entregaba al sueño tan profundamente,
que parecía imposible que aquel hombre anduviese huyendo de todas
las justicias de paz.
-¡Parece increíble! -dijo Santiago a su mujer después de contemplar
un momento a Moreira-. Parece increíble que este hombre pueda dormir
con tanta tranquilidad, cuando de un momento a otro pueden dar con
su guarida y hacerlo dormir para toda la vida.
El hábito de aquella vida errante había creado en Moreira una segunda
naturaleza.
La costumbre de matar por no ser muerto lo había connaturalizado
de tal modo con aquellas situaciones dramáticas, que él, que antes
se hubiera muerto de inquietud por la desgracia de un amigo, se
entregaba ahora al sueño más tranquilo y profundo después de haber
dado muerte a dos hombres y sabiendo que aquellas escenas de sangre
debían irse repitiendo hasta que en vez del enemigo fuera él el
que quedase en el sitio.
Moreira durmió de un solo tirón hasta muy entrada ya la mañana.
Cuando recordó, Marta le previno que Santiago había salido a la
madrugada en busca de Julián, pero que allí estaba su hermano, que
había vuelto ya por si se le ofrecía alguna cosa, pues Santiago
le había dejado prevenido que no era conveniente mostrarse, porque
algún soplón podía verlo y ponerlo en pico al juez de paz, que lo
era en aquella época don Nicolás González, persona recta y severa
en el cumplimiento de su deber.
Moreira estuvo más alegre aquel día; pensaba que pronto tendría
noticias de su mujer y su hijo, y esa idea disipaba de su espíritu
toda nube de melancolía.
Salió afuera jovialmente, dio de beber al caballo y le acomodó la
montura de manera de estar prevenido de cualquier sorpresa, y regresó
al rancho, acompañado del Cacique.
Aquel día lo pasó casi alegremente.
Churrasqueó con buen apetito, tocó la guitarra y hasta se permitió
entonar un marote, con gran sorpresa de Marta, que juraba que aquel
hombre era el paisano más alegre y entretenido que había conocido
en toda su vida.
Llegó la noche y siguió la alegría.
Moreira dio de comer a los animales. Marta sacó la limeta de reserva,
y se mató el rato jugando al punto de la vasca.
A eso de las diez de la noche, Marta, que estaba mal dormida, empezó
a cabecear, y Moreira, prudentemente, declaró que también tenía
sueño y quería dormir hasta la vuelta de Santiago.
En vano Marta preparó la cama de la noche anterior; en vano rogaron
a Moreira que se acostara adentro, el paisano agradeció las finezas,
salió afuera, enfrenó el pingo, tendió a su lado la manta de vicuña
y se echó en ella como de costumbre, de barriga y con los brazos
que le servían de almohada sobre las armas.
Hacía ya veinticuatro horas que estaba en Cañuelas y el gaucho sagaz
no se fiaba de la justicia, que tal vez a esas horas sabría dónde
se hallaba e intentase una campaña.
El Cacique vino a tomar su colocación al lado de la cabeza de Moreira
y diez minutos después dormía con la misma tranquilidad que si estuviese
en una fortaleza.
Serían las cuatro de la mañana cuando Moreira saltó como movido
por un resorte y apareció en una actitud amenazadora, teniendo en
sus manos amartillados los trabucos.
El Cacique había ladrado de una manera especial, que para el gaucho
significaba la presencia del enemigo.
Moreira recogió la manta, se acercó al overo y tendió por el horizonte
su vista de lince, mientras el cuzquito seguía toreando cada vez
más hostilmente.
Allá en el horizonte, confundiéndose con las últimas sombras de
la noche, se veía un polvo sólo perceptible para la vista del gaucho,
polvo que significaba para él la presencia de varios jinetes.
El cuzquito había cumplido su misión policial dando aviso del peligro,
y se había sentado frente al amo, a quien miraba en la cara con
esa expresión inteligente y picaresca del perro que pretende interrogar
lo que pasa y lo que se pretende de él.
Moreira estaba siempre atento, con la mirada fija en el polvo y
el entrecejo fruncido por la incertidumbre.
Quería saber el significado de aquella nubecita de tierra.
El polvo se fue aproximando, los bultos que lo levantaban se fueron
definiendo cada vez más, el paisano pudo contar once caballos, de
los cuales sólo dos traían jinetes.
La frente sombría de Moreira se despejó entonces, una suprema alegría
se pintó en la sonrisa de su boca y volvió a arrojar la manta, sentándose
sobre ella y poniendo en la cintura los dos brillantes trabucos
de bronce de que se había armado al pararse.
Aquella tranquilidad súbita y aquella íntima alegría nacían de que
el paisano había adivinado en aquellos dos jinetes a Julián y Santiago,
que estaban ya a una legua del rancho.
Unos diez minutos después se apeaban al lado de Moreira, riendo
de alegría, Santiago y el amigo Julián, que habían venido de un
solo galope.
Es imposible pintar con palabras la emoción de Julián y Moreira
al hallarse frente a frente.
Aquellos dos hombres valientes, con un corazón endurecido al azote
de la suerte, se abrazaron estrechamente; una lágrima se vio titilar
en sus entornados párpados y se besaron en la boca como dos amantes,
sellando con aquel beso apasionado la amistad leal y sincera que
se habían profesado desde pequeños.
Así permanecieron largo rato mirándose al rostro y transmitiéndose
con la mirada todo el mundo de cariño que la palabra no había podido
expresar, mientras Santiago, enternecido con aquella escena, se
ocupaba en desensillar y arreglar los caballos para disimular su
emoción.
Los paisanos se separaron por fin, se estrecharon la mano con la
efusión del primer momento y se sentaron sobre la manta sin apartar
la mirada el uno del otro.
Santiago, entretanto, hacía levantar a su gente, mientras preparaban
unas leñitas para que se fuese calentando el agua y echar un centenar
de mates.
Moreira y Julián hablaban íntimamente: para Julián no había secretos
y Moreira volcaba en aquel espíritu inocente el mar de penas en
que se ahogaba.irada el uno del otro.
Julián oía tristemente la relación de todas aquellas patéticas desventuras
y podía leerse en su rostro el efecto tristísimo que hacía en él
la relación.
Moreira relató por fin la muerte de Córdoba y dijo a Julián el objeto
que lo había traído a Cañuelas.
-Necesito saber de ellos, amigo Julián -concluyó amargamente-; quiero
saber qué suerte han corrido y he contado con usted, porque es el
hombre más gaucho que he conocido en mi vida.
-Iré, amigo Moreira, iré y le traeré noticias fieles, aunque las
tenga que ir a buscar al fin del mundo. Voy a descansar un poquito,
porque el galope va a ser largo, y así que caiga la tarde apretaré
la cincha al ruano sin darle alce hasta Matanzas, donde están las
prendas de usted.
Los paisanos se fueron en seguida alrededor del fogón, donde los
esperaba el mate, y la conversación se hizo general, pasándose la
mañana entretenidísimos con los cuentos y chistes del amigo Julián,
que era un paisano graciosísimo y muy amigo de emplear en la conversación
refranes y compadradas.
Por fin llegó la hora de la siesta, que tomó a los paisanos churrasqueando
y festejando los interminables cuentos del amigo Julián, que se
seguían con profusión.
El sueño fue apoderándose poco a poco de ellos, que se fueron quedando
dormidos como los gatos, enrollados al suave colorcito del fogón
a medio prender.
A eso de las tres de la tarde todo el mundo estuvo en pie y empezó
de nuevo el mate, aumentándose la reunión con algunos amigos que
cayeron a la novedad, entre los que había algunos que conocían a
Moreira, a quien saludaron con un afecto mezclado al invencible
respeto que hacía nacer en ellos las mentas de Moreira.
A la caída de la tarde, como había prometido, el amigo Julián ensilló,
puso el maneador al fiador del caballo que debía llevar de tiro
y se despidió de sus amigos, tomando el camino al gran galope.
Parecía un chasque de importancia, tal era la presteza con que marchaba.
Moreira se propuso pasar allí tres o cuatro días felices, pero el
destino, con quien no contaba, lo había dispuesto de otro modo.
Esa misma noche vino al rancho un paisano, amigo de Santiago, con
una novedad bastante grave para otro que no hubiera sido Juan Moreira,
y que vino a sentar su reputación de valiente de Cañuelas, con un
hecho que no nos atreveríamos a narrar, si el señor Nicolás González,
juez de paz en aquella época, no pudiera atestiguar este hecho novelesco,
digno de los espíritus fuertes que figuraron en la Edad Media.
Es un rasgo que viene a acentuar de una manera poderosa el carácter
de aquel gaucho tristemente legendario.
Don Nicolás González, ya lo hemos dicho, era un hombre severo y
de una rectitud ejemplar en el cumplimiento de sus delicados deberes.
Según el paisano que llegó al rancho, el señor González había sabido
que Moreira se hallaba en el pueblo y había resuelto alistar la
partida de plaza para salir a prenderlo.
-Algunas personas -continuó el mensajero de este contratiempo para
los planes de Moreira- se han acercado al juez de paz diciéndole
que su empresa es temeraria y que no se meta con el bandido para
evitar alguna desgracia personal. Pero el juez ha respondido que
por lo mismo que la cosa es difícil la ha de tentar y ha de prender
a usted, a pesar de su astucia y su valor, y para asegurar el golpe
ha mandado a ño Rosendo a Navarro, según dijo el capitán, a pedir
cuatro soldados más para reforzar la partida de plaza, que estaba
muy dispuesta a la campaña.
Tanto Santiago como Marta quedaron anonadados ante esta noticia.
Moreira, entretanto, sonreía lleno de orgullo y soberbia al ver
todas las precauciones que tomaba la justicia para salirle al encuentro.
-Habrá titeo -dijo el paisano alegremente, como si no se tratara
de él-; pero me parece que este juez de paz, como los otros, no
va a reír muy largo.
-Váyase, amigo Moreira -dijo Santiago lleno de zozobra-; todavía
tiene tiempo de ponerse en salvo y esto lo puede hacer sin mengua
ni agravio de usted.
-He jurado no huir nunca ante nadie -repuso soberbiamente el paisano-
y mucho menos ante una partida de plaza que asegura me va a prender.
-No sea imprudente, amigazo -insistió Santiago-; que no por eso
ha de ser menos hombre. Piense en las noticias que le va a traer
Julián y huya ahora que tiene tiempo, escondiéndose en otro pago.
Una suprema alegría pasó por el hermoso rostro del paisano al oír
aquellas cariñosas razones, pero dominó por completo la ansiedad
que podía hacer flaquear su valor, y volviéndose hacia el paisano,
le dijo con una altivez imponderable:
-Si usted es amigo del capitán, dígale de mi parte que todas las
partidas juntas son pocas para prenderme, y si duda usted de lo
que digo, véngame a avisar cuando esté reunida la gente para que
vea que con toda ella no alcanzo para limpiarme el sudor.
-Yo no soy soplón -replicó algo resentido el paisano-; si he venido
a dar aviso es porque soy amigo de ño Santiago y porque lo aprecio
a usted por lo que ha hecho.
-Perdone, amigo; que no lo dije para ofenderlo -concluyó Moreira-,
y muchas gracias, pero le pido como un favor que me avise cuando
llegue el refuerzo.
Esa noche los paisanos se recogieron más temprano, y a pesar de
los prudentes consejos que dio Santiago a Moreira, éste tendió su
manta al lado del overo bayo, y se echó a descansar como la noche
anterior, ni más ni menos que si tuviera la certeza de que nadie
había de venir en su busca para prenderlo.
En cambio, Santiago y Marta no pudieron dormir en toda la noche,
figurándose a cada momento que venían a aprehender a Moreira, pero
la noche pasó sin que el menor ruido llegase a turbar el sueño de
Moreira ni a poner en alarma al Cacique.
Muy de mañanita se levantó todo el mundo diciendo a Moreira que
debía ser prudente y retirarse del partido, pues cuando el señor
González decía una cosa, la hacía.
-Es que no siempre ha de tener palabra de rey -había respondido
Moreira-, y alguna vez ha de ser la primera en que no pueda hacer
lo que diga.
Santiago, muy agitado, salió a tomar lenguas de lo que se decía
en el pueblo y volvió al poco rato atestiguando todo lo que había
dicho la noche anterior el paisano, añadiendo que en el centro había
gran agitación y que don Nicolás González no esperaba más que la
incorporación de la gente de Navarro, para mandar la partida en
busca de Moreira, con orden de prenderlo vivo o muerto, en cualquier
paraje donde se le hallase.
-Pues mientras más gente haya, mejor -replicó tercamente el gaucho-;
ya verán cómo pruebo a esos maulas que yo no soy pasto de la justicia.
Y se dirigió al overo bayo, echá una doble ración de pasto seco,
como para conservarlo en buen estado para el momento de la pelea
inevitable.
Cuando Moreira entró al rancho, vio llegar a un jinete a media rienda,
con el caballo cansado, que echó pie a tierra precipitadamente y
dijo dirigiéndose a Moreira:
-Ya ha llegado ño Rosendo con los cuatro soldados de Navarro y la
partida está en la puerta del juzgado, preparándose para salir.
Sólo espera que venga el capitán que ha ido a casa del juez de paz
a recibir órdenes para marchar con la gente.
-Pues, a ahorrarles el camino -dijo Moreira, recogiendo de sobre
el catre de Santiago algunas prendas de su vestuario que había dejado
allí.
-¿Qué va a hacer, amigo, por Dios? -preguntó el paisano con la voz
alterada por el asombro y la emoción.
-Voy a buscar a esos maulas -dijo Moreira-; porque si han venido
soldados de Navarro han de volverse diciendo que no han dado conmigo.
No quiero, además, comprometer esta casa, que puede servirme de
guarida alguna vez que ande mal y tenga que estar oculto. Y como
dicen que al que me reciba en su casa lo mandan a la frontera, ¿para
qué he de hacer mal?
Moreira se dirigió a su caballo y revisó todas las prendas del apero
con esa inteligente atención del que conoce que en un lance apurado
no hay otra salvación que la que puede proporcionarle el caballo,
y cargó y examinó sus armas con extrema prolijidad, haciendo jugar
los muelles de los trabucos y blandiendo la daga para asegurarse
que estaba firme en el puño.
En seguida saltó sobre su caballo, subió al Cacique a las ancas
y se alejó al trotecito, tomando la dirección de la plaza a donde
estaba la gente.
¡Y era en verdad magnífico el continente de aquel hombre!
Su rostro estaba iluminado por una suprema expresión de bravura.
Clavado sobre el apero, con las alas del sombrero levantadas sobre
la frente y caído hacia la espalda, con un verdadero parque en el
tirador, aquel hombre tomaba proporciones gigantescas.
Todo en él inspiraba un fortísimo interés.
Cuando Moreira llegaba a la plaza, el capitán estaba haciendo montar
la gente para salir en su demanda, sin sospecharse que el hombre
que iban a buscar estaba tan cerca de él.
Muchos paisanos miraban este aparato admirados.
No parecía que tanta gente fuera a salir en persecución de un solo
hombre, sino que se alistasen para combatir a un enemigo poderoso,
dados los preparativos que hacía y las precauciones que tomaba.
Moreira se acercó a la esquina de la plaza como uno de tantos curiosos,
y se puso a contemplar aquel aparato y a mirar uno por uno los soldados
de la partida.
Esta era compuesta del oficial y catorce soldados de policía de
campaña, de los cuales cuatro pertenecían a la partida de plaza
de Navarro, tan dominada por él.
El capitán no conocía a Moreira ni podía figurarse que aquel hombre
que tenía el insolente valor de salirle al camino, fuera el mismo
en cuya busca iba.
-No se moleste, capitán, de hacer incomodar a las gente, Juan Moreira
no está en donde usted sabe, porque hace ya diez minutos que se
ha ido -dijo al capitán el paisano.
Los soldados de la partida de Navarro habían conocido a Moreira
y se habían colocado a retaguardia para evitar el primer ataque
del gaucho, que era siempre violentísimo.
-Si sabes que Moreira se ha ido -replicó el capitán-, tú debes saber
qué dirección lleva, y es preciso que vengas conmigo para que me
lo indiques. ¡Vamos!
-Es inútil -dijo riendo el paisano-; la distancia que lleva Moreira
es mucha, va bien montado y usted no lo va a poder alcanzar por
más que galope.
Algunos de los que estaban en la plaza habían conocido también a
Moreira en el interlocutor del capitán y estaban trémulos y azorados
del valor y la audacia de aquel hombre que, sin más armas que una
daga y sus trabucos de bronce, provocaba al combate a una partida
de plaza reforzada, bien mandada y que tenía la orden de prenderlo
o matarlo donde lo hallara.
-Tú sabes dónde está Moreira -replicó el capitán, que iba perdiendo
la paciencia, pues creía que el gaucho aquel había venido allí con
el solo objeto de hacerle perder un tiempo precioso que el otro
aprovecharía poniéndose en salvo-. Tú sabes dónde está -repitió-,
y vas a decírmelo en el acto, porque si no te prendo a ti y te dejo
de cabeza en el cepo por tapadera.
-Está bueno -repuso Moreira-; para que usted no me tome por tapadera
de nadie, le diré que Juan Moreira soy yo y que he venido para pelearlos
y para probarles que son unas maulas.
El capitán quedó helado de asombro ante tan brusca declaración:
le parecía imposible que aquel hombre tuviera la audacia de ir a
provocar la partida en la misma puerta del juzgado.
Antes que pudiera rehacerse; antes que atinara a desenvainar el
sable, Moreira, aprovechando su estupor, incitó con las espuelas
su brioso corcel y se fue sobre el capitán con tan violenta pechada
que lo hizo caer del caballo, que salió de allí a escape, dejando
a su jinete enredado en el sable y pugnando por levantarse.
Moreira revolvió su caballo y dio frente a la partida, que ya estaba
completamente dominada.
Los cuatro soldados de Navarro habían salvado el bulto, poniéndose
a larga distancia.
-¡Fuego, fuego sobre el bandido! -gritó el capitán que había logrado
levantarse algo dolorido-. ¡Mátenlo, mátenlo! -y cayó sobre él con
increíble denuedo, sable en mano.
Algunos de los soldados, más animosos y retemplados por la voz de
su capitán, tendieron la carabina e hicieron fuego, pero con esa
torpeza del paisano que apoya la culata en la paleta del caballo
y hace fuego al acaso, creyendo que para hacer efecto basta solo
la detonación, defecto que tienen muchos soldados de nuestra caballería
de línea.
Moreira soltó una poderosa carcajada, se puso la rienda entre los
dientes y apareció armado de sus dos trabucos de bronce, que había
sacado de la cintura con increíble rapidez.
-¡A él, cobardes! -gritó desesperadamente el capitán, sin poder
encontrar con su sable a Moreira, por la inquietud que éste con
las espuelas imponía al overo bayo.
Los soldados cayeron sable en mano, teniendo que distraer mucho
su atención en los caballos clásicos calificados de patrias que
no caminaban, sino cediendo al rebenque.
Entonces se sintió un estampido poderoso, el doble estampido de
los terribles trabucos que Moreira había disparado a un tiempo,
al verse cargar por los soldados.
Cuando se hubo disipado la espesa nube de humo producido por aquellos
dos disparos, se pudo ver el espantoso estrago que éstos habían
causado.
Dos soldados se revolcaban en el suelo, presa de horribles convulsiones,
tres disparaban completamente acobardados, mientras los restantes
pugnaban por contener los asustados caballos.
El capitán estaba consternado: aquello era vergonzoso e increíble;
a otro ataque de Moreira iba a quedar completamente solo y era preciso
ganarle el tiempo.
Moreira, entretanto, volvía a cargar sus trabucos, operación que
hacía con gran rapidez, pues llevaba los cartuchos hechos y no tenía
más que colocarlos en la boca de los trabucos, donde los hacía calzar
dando un golpe con las culatas en las encabezadas de plata del lomillo;
de modo que, cuando el capitán animó con la palabra a los cinco
hombres que le quedaban y los hizo cargar sobre Moreira, éste estaba
con sus dos trabucos armados, espiando la oportunidad del disparo.
Cuatro de los soldados cargaron al frente, mientras el quinto remoloneaba,
haciéndose el que no podía avanzar el caballo, y el terrible estampido
de los trabucos de Moreira se dejó sentir por segunda vez, sembrando
la muerte y el espanto entre los enemigos, que esta vez abandonaron
por completo el campo, heridos unos y en dispersión los otros.
El capitán no se pudo conformar con aquel resultado: trémulo de
vergüenza, cargó sobre el gaucho, que reía estruendosamente de la
partida dispersa.
Ya había Moreira vuelto a colocar en su cintura los dos trabucos,
y miraba a aquel joven con una mezcla de compasión y de burla.
Cuando éste lo cargó, dispuesto a morir, pues no tenía otra esperanza,
Moreira hizo dar al caballo un salto para ponerse fuera de alcance
y dijo al joven:
-Puede retirarse, capitán sin partida; con usted no tengo resentimiento,
porque lo han mandado y no tiene la culpa de nada. Váyase y lleve
el parte.
Avergonzado el joven con esta nueva sátira, cargó de nuevo al gaucho,
dispuesto a morir o a concluir con aquel hombre formidable, cosa
imposible por cierto.
El paisano desmontó entonces, enrolló la manta de vicuña en el poderoso
brazo y sacó aquella terrible daga que tanto estrago había hecho
ya.
Los espectadores temblaron; vieron que aquel duelo iba a ser mortal
para el joven, pero ninguno de ellos se atrevió a ayudarlo con un
ademán o con una palabra.
Moreira estaba sereno y sonriente: abría los brazos mostrando al
joven su hercúleo pecho, como incitándolo a herir.
Cuando aquél se tendía en una estocada, Moreira la evitaba con el
brazo de la manta, con una limpieza maestra, y se contentaba con
marcar sobre la cabeza del joven un golpe con el cabo de la daga,
que podía ser una puñalada mortal, demostrando con esto al joven
que no quería herirlo y que entonces, como él decía, estaba peleando
de puro vicio.
-¡Mátame, mátame de una vez! -gritaba el joven dominado por la ira-.
Mátame porque, si yo puedo, te voy a atravesar el corazón.
-No quiero, mocito -replicaba el gaucho-. Usted le hace falta a
la familia y no hay necesidad de que yo lo carnee por un disgusto
tan al ñudo.
Aquella escena no podía prolongarse más, Moreira estaba ya fatigado
y podía venir algún refuerzo inesperado que pudiera hacerle perder
todas las ventajas que había obtenido.
Así lo comprendió el gaucho y determinó concluir aquel combate desigual,
sin hacer daño alguno a aquel joven que había cumplido su deber
tan lindamente.
Ofreció de nuevo, como cebo, su pecho descubierto, y el joven se
precipitó a él, con increíble brío, tirándole una estocada de muerte.
El gaucho, que había adelantado intencionalmente el pie izquierdo,
paró el golpe hábilmente, y con una precisión matemática echó al
joven una zancadilla que lo hizo caer al suelo de espaldas, quedando
completamente a merced de su adversario.
Moreira se precipitó sobre él rápidamente y le arrebató el sable.
Los paisanos que habían presenciado la lucha volvieron el rostro,
pálidos y conmovidos, pensando que el gaucho iba a hacer lo que
se estila en estos casos: degollar a su adversario, pues estaban
muy lejos de apreciar aquel espíritu caballeresco hasta la exageración.
El gaucho arrancó el sable de manos del capitán, diciéndole un único
"dispense, amigo" y lo arrojó lo más lejos que le fue posible; le
pegó un ponchazo en la cabeza, como quien hace un cariño, y se dirigió
al caballo que, montado por el perro, se había detenido al otro
extremo de la plaza, habituado a aquellas situaciones.
No faltó comedido que quiso tomarlo de la rienda para que no fuese
a disparar, pero ésta había quedado sobre el caballo y el Cacique
no la permitió tocar.
El paisano montó sobre el overo con verdadera majestad y, revolviendo
el poncho que conservaba en el brazo izquierdo, dijo a los azorados
paisanos:
-Caballeros, pueden llamar al médico y al cura, que creo que hacen
falta, porque yo no me puedo quedar para el auxilio, tengo mucho
que hacer.
Y revolviendo el caballo se alejó con toda tranquilidad, después
de soltar una última carcajada, dejando a aquella gente dominada
por completo.
Todos aquellos hombres, valientes y capaz cada uno de pelear con
cualquier clase de enemigo, no se hubieran atrevido a detener la
tranquila marcha del gaucho.
La acción de Moreira, la serenidad que había demostrado durante
la lucha y su acto generoso al darle fin, había dominado, cautivado
a los paisanos, cuya influencia cede a la influencia del valor y
mucho más si tal valor va aparejado a sentimientos nobles y humanitarios.
Muchos de aquellos paisanos se hubieran sentido capaces de pelear
como Moreira, pues aquel hombre no era una excepción de su hermosa
raza.
Pero tal vez ninguno de ellos hubiera encontrado en su corazón tanta
grandeza para no matar al mozo, y tanto dominio para despedirse
de él con un ponchazo.
Moreira se alejó de allí al tranquito, encontrando suficiente recompensa
a su acción en las caricias que le prodigaba el Cacique, y llegó
al rancho de Santiago, donde desmontó como si solo viniera de dar
un ligero paseo e ignorara por completo lo que había pasado; tal
era la calma de su continente.
Marta y Santiago habían sentido los disparos, y sabían que Moreira
se había batido con la partida, pues aquellas noticias corren con
increíble presteza; así es que les parecía un sueño ver llegar ileso
al paisano, que tomaba para ellos proporciones fantásticas y gigantescas.
-Váyase, amigo, por Dios -dijo Santiago a Moreira, viéndolo que
se disponía a atar el maneador en el palenque-. Por los pagos andan
partidas de la Guardia Provincial, que dicen han venido a buscar
a los que no se hayan enrolado, y ésa es tropa de línea, con la
que es inútil pelear.
-Pues yo los pelearé -repuso Moreira con creciente soberbia-; los
pelearé como pelearé al mismo diablo que me salga al camino, aunque
traiga vistuario de fierro y pelee con diez dagas.
Y ató su caballo al palenque, bajando al Cacique, que ladraba alegremente
sobre el apero.
-Venga pues un mate, comadre, para asentar la campaña -dijo Moreira
a Marta, y tendió su manta, donde se echó de barriga.
En seguida se puso a relatar minuciosamente las peripecias del combate
con sus mayores detalles, relación que escuchaba Santiago con los
ojos dilatados en prueba del asombro descomunal que experimentaba
a medida que Moreira llegaba al fin de la contienda: asombro que
remató con los gritos de:
-¡Ah, criollo! ¡Para qué matar al botón a ese mocito que nada hacía
de su ditamen, y que sólo obedecía a las órdenes que a la fija le
habían dado! ¡Lindo mozo, canejo! y con razón no lo ha querido dijuntear,
amigo. Ahora váyase, amigo -continuó-, que la monta no está sólo
en ser guapo, sino también en ser prudente, pues la suerte se cansa,
porque ella no es tan constante como el dolor. Váyase, que yo le
enseñaré a Julián, cuando vuelva, dónde lo tiene que encontrar.
-No gaste en vano saliva, amigo -dijo Moreira recibiendo el mate
de mano de Marta-. Yo espero aquí al amigo Julián, aunque venga
una tormenta con truenos y refucilos y tras de ella todos los diablos
vestidos de milicos; esto, se entiende, si no lo comprometo.
Y albergado en aquel rancho amigo, tomó sus disposiciones para esperar
la vuelta del amigo Julián, preparándose de manera que no pudieran
sorprenderlo, si es que acaso intentaban venirse por el vuelto.
Entretanto, en el pueblo no se hablaba de otra cosa que de aquel
combate asombroso, en que Moreira había vencido a una partida reforzada,
perdonando la vida al capitán.
El
nido de desventuras
Moreira, siempre negándose a huir como se lo aconsejaban Marta y
Santiago, permaneció en el rancho esperando la vuelta del amigo
Julián, que ya tardaba mucho.
Los días pasaron así, esperando, sin que el amigo Julián diera señales
de vida, lo que hacía agolpar al espíritu del paisano mil dudas
agitadas.
¿Habría muerto Vicenta? ¿habría sucedido una desgracia al pequeño
Juan? ¿habrían mandado a ambos a la cárcel de Buenos Aires a pagar
sus culpas y delitos?
Estas dudas tenían sumido al paisano en una amarga ansiedad; hubiera
sacrificado su libertad misma, a trueque de tener noticias tranquilizadoras
de aquellos desgraciados.
Moreira pasaba el día entregado a estas cavilaciones; no comía,
tomando por único alimento el eterno mate, sin cuyo desayuno un
paisano es completamente hombre al agua.
A la noche daba de comer al caballo, que estaba siempre ensillado,
aunque con la cincha floja; daba de comer al inseparable Cacique
y extendía su manta al lado del overo bayo, donde se echaba a reposar,
en su actitud favorita, con las manos sobre las armas y la cabeza
sobre la almohada que le venían a formar los brazos así doblados.
Así dormitaba ligeramente, viéndosele incorporar inquieto al menor
gruñido del Cacique, que de cuando en cuando salía a dar su vuelta
como un rondín militar.
Y aquel hombre dormía ya ligera, ya profundamente, fiado solamente
en aquel vigilante animal, cuyo finísimo olfato delataba al enemigo
antes que éste estuviese a la vista.
A eso de la madrugada del tercer día, el cuzquito se levantó de
la manta, dejó oír un gruñido leve, y al poco rato se puso a ladrar,
arañando la cabeza de Moreira como para despertarlo.
El paisano estuvo de pie como un rayo, se acercó al overo a quien
apretó la cincha con suprema rapidez, viéndose brillar en seguida
en sus manos, a la escasa claridad de las estrellas que se mezclaba
a esa vaga luz del crepúsculo, sus dos magníficos trabucos de bronce,
que eran el arma de que se servía primero cuando el enemigo era
numeroso.
Moreira permaneció largo rato en actitud de montar a caballo; se
oía en lontananza el galope de varios animales, pero la vista todavía
no podía apreciar los lejanos bultos.
Marta y Santiago habían salido al sentir los ladridos del Cacique,
pues aquella gente no dormía, temiendo que de un momento a otro
llegara una partida numerosa en busca de Moreira a quien, decía
Santiago, podía la suerte cansarse de ayudar y suceder una desgracia
inevitable, porque pensar que aquel hombre se entregara era pensar
en locuras.
El galope de los caballos se fue haciendo más claro, los bultos
se fueron destacando en el horizonte y el Cacique dejó su actitud
hostil y se puso a ladrar alegremente.
-Un amigo -dijo Moreira sonriendo, al interpretar la alegría del
Cacique y mirando a Santiago, a quien había sentido salir-. Son
amigos, y el corazón me dice que es Julián.
Y el leal corazón del paisano no se engañaba; era realmente Julián,
que regresaba arriando su tropilla favorita, que le servía para
hacer las grandes patriadas.
Julián llegó, echó pie a tierra al lado del overo y los tres paisanos
se abrazaron estrechamente, formando un cuadro tocante alumbrado
por la luz de la mañana que empezaba a despertar las aves.
Dos minutos permanecieron así aquellos tres hombres a quienes unía
un cariño franco y sincero, nacido en las primeras horas de la vida,
y que sólo la muerte podría cortar.
Los paisanos se separaron y Julián y Moreira se miraron a la cara.
En los párpados de Julián se vio temblar una lágrima.
Los labios de Moreira tomaron esa expresión propia del gemido.
Moreira bajó la vista y dejó desplomar la cabeza sobre el pecho.
En la cara de Julián había visto una expresión lúgubre que lo había
desalentado por completo.
Julián estrechó la mano al gaucho, como queriendo infundirle ánimo
con su presión cariñosa, mientras le decía:
-¡Qué canejo! Todo tiene remedio, menos la muerte.
Moreira se dejó caer sobre la manta completamente desalentado y
se abismó en el infierno de su pensamiento, que abultaba fantásticamente
la desgracia que suponía haber sucedido.
Julián se sentó a su lado, mudo y sombrío, esperando que Moreira
saliera de aquel letargo en que había caído su espíritu, postrando
aquel corazón de bronce.
Por fin aquel hombre alzó el semblante, descubrió la varonil cabeza,
como si buscara calmar su ardor con el fresco de la brisa y dijo
al amigo Julián, que lo miraba silencioso:
-Puede contar, amigo, sin economizar trago amargo, porque estoy
dispuesto a todo, y aquí hay entrañas para sufrir todas las penas
del mundo.
-No se aflija, amigo -repuso el paisano-; ya sé que usted no le
hace asco al dolor, y por eso le voy a contar sin rebozo lo que
ha sucedido en sus pagos-. Y con una sencillez inocente narró lo
que en Matanzas había sucedido, sin percibir que aquel relato entraba
en el corazón de Moreira como una puñalada lenta y desgarrante.
Julián habló así:
-Dos noches después de la salida de Moreira, Vicenta, a quien más
conocían por Andrea, su segundo nombre, fue puesta en libertad con
su hijo, después de hacerle creer que Moreira había muerto a manos
de la primer partida que salió a prenderlo, en seguida que éste
mató a don Francisco.
"La prisión sufrida, la muerte de su padre, y las penas que había
pasado, la habían enflaquecido rápidamente, haciendo grandes estragos
en su simpática fisonomía.
"Fue a su rancho y encontró las paredes peladas.
"Las haciendas habían sido embargadas por la justicia para venderlas
y costear los gastos del juicio, y lo que no había hecho la justicia
se habían encargado de hacerlo los cuatreros que habían pasado como
aves de rapiña por la abandonada casa, llevándose hasta los poyos
de sentarse.
"Andrea se encontró, pues, sola en el mundo, abandonada de todos
y sin tener un mal mendrugo que llevar a los labios de su hijo,
que había enfermado.
"En esta situación desesperante, golpeó a los ranchos amigos, que
se le cerraron porque, según la orden del juez, 'era reo de complicidad
en los crímenes de Moreira el que tendiese la mano a la mujer del
bandido'.
"Y Andrea moría de hambre, de desesperación y de dolor al ver a
su hijo consumido por la necesidad."
Moreira escuchaba el relato de Julián y las lágrimas corrían silenciosamente
por su rostro, yendo a perderse entre la seda de su barba.
-La justicia -continuó Julián con sarcasmo- empezó entonces a dar
su última mano a la obra de destrucción que había empezado con la
desgracia de Moreira.
"Andrea, aunque flaca y macilenta, era todavía hermosa y los empleados
del juzgado empezaron a girar a su alrededor, como caranchos sobre
la osamenta, tratando de explotar su miseria y los sentimientos
de madre, en beneficio de pretensiones inicuas.
Pero Andrea, a quien la presencia de un justicia causaba más pavor
que todas las muertes juntas, despidió acremente al nuevo teniente
alcalde que fue a ofrecerle su protección y su cariño.
"Andrea iba a visitar la tumba de su padre, donde pasaba largas
horas llorando, y preguntaba en vano por la de su Juan, a quien,
por las voces del juzgado, todos creían muerto; pero le respondían,
complaciéndose en su dolor, que su tumba había sido el estómago
de los zorros y las vizcachas.
"Así la pobre Andrea moría, viviendo en este horrible martirio,
mendigando de la caridad pública un mendrugo de pan y un trapo negro
con que honrar la doble muerte de su buen padre y del altivo Moreira".
Al escuchar esta parte del relato, Moreira lanzó un quejido y blandiendo
la daga dejó oír una maldición espantosa.
-Para cumplir mi venganza -dijo-, no basta a mi daga toda la carne
que cubre la osamenta de esos puercos a quienes he de matar uno
a uno.
Julián dejó pasar aquel justo estallido de la ira, y prosiguió la
narración después de una breve pausa.
-Así, aquella infeliz vagaba por los campos con aquellas dos horrorosas
cargas, su miseria y su hijo, pidiendo trabajo.
"¿Pero quién era el gaucho que desafiara la cólera de la justicia
dando trabajo a la viuda y al hijo del que la ley había declarado
bandido?
"Sólo Dios podía librarla del abismo a que la precipitaban los hombres.
"El teniente alcalde volvió a la carga arrastrándole de nuevo el
ala y notificándole que la justicia iba a vender el rancho, siempre
por cuenta del proceso.
"Vicenta Andrea tenía dos muertes para elegir: o de hambre o endurecida
por la helada, pues ya no tendría techo que la cobijara.
"La mujer desventurada miró a su hijo, pensó en el destino que le
estaba reservado y una inmensa agonía pasó por sus ojos pardos expresivos
y lánguidos.
"Había un medio de salvar a su hijo y salvarse ella; pero este medio
era aceptar la ignominia que le ofrecía aquel hombre, ignominia
más afrentosa que la muerte.
"Andrea gimió, miró a su hijo flaco y macilento, transparente por
el hambre y la miseria, y vaciló sintiéndose desmayar.
"La idea de que aquella criatura pudiese morir de hambre la desesperaba
de una manera dolorosa, pues comprendía que era preciso salvar a
aquel inocente, aun a costa de su cuerpo enflaquecido de una manera
horrible.
"Sin embargo volvió a rechazar a aquel hombre con el ademán altivo
y el rostro enrojecido por la vergüenza.
Aquel día vagó por los campos y las cercanas casas pidiendo una
limosna, pero fue rechazada como leprosa y tuvo que regresar a su
rancho con la muerte en el corazón.
"Un relámpago vino esa tarde a iluminar con sus pálidos destellos
la negra noche de su alma, abriéndole un nuevo horizonte de risueñas
esperanzas.
"El compadre Giménez, que había tenido que salir del partido para
hacer unas tropas, regresó esa noche y vino a casa de Vicenta como
el ángel de la salvación.
"Pero aquel hombre fue aún más miserable que el teniente alcalde,
pues aprovechó el poco camino que éste había andado en el corazón
de aquella desventurada.
"Giménez dijo que aquel hombre había tenido razón, que era necesario
salvar a su hijo y que para esto no tenía otro recurso que aceptar
las proposiciones de un hombre bueno que trabajase para darles de
comer y vestirlos.
"-De todos modos Moreira ha muerto -concluyó aquel hombre-; y a
nadie puedes ofender con tu proceder.
"Vicenta oía todo aquello como una máquina; estaba bajo la horrible
presión del delirio del hambre y su cabeza débil había empezado
a vacilar, perdiendo terreno en ella la razón.
"Oía a Giménez, y sus palabras eran para ella una especie de ruido,
porque aunque comprendía su significado, no podía valorar los hechos
que ellas establecían.
"Giménez insistió, la pintó a ella muerta de desesperación y de
dolor, después de haber visto morir en sus brazos a su hijito hambriento,
y aquella infeliz no pudo resistir más y cayó sin saber lo que hacía,
cayó como una máquina de carne, pues aquel hecho para ella sólo
importaba la salvación de su hijito.
"Giménez se instaló allí como en su casa y Andrea y Juancito tuvieron
esa noche qué comer, comida que devoraron en un segundo, casi sin
mascar.
"Vicenta llenó esta imperiosa necesidad de la vida, la alimentación,
cuya falta llega a igualar los seres humanos con las bestias, y
cayó en un profundo letargo.
"Era la primera vez que aquella desventurada se entregaba al descanso
sin la idea de que al despertar hallase a su hijo muerto."
Al llegar a esta parte del relato, Moreira ofrecía un aspecto espantoso.
Su mirada dilatada brillaba de una manera pálida con destellos que
hacían daño: parecía un puñal que se desnuda bajo los rayos del
sol; de su boca entreabierta salía un ruido que parecía el estertor
de un toro y sus manos temblorosas oprimían la magnífica cabeza,
como para contener el estallido de la masa cerebral que parecía
arder adentro.
-¡Agua! -dijo-, tráiganme agua, porque me siento chamuscar los sesos
-y metió la cabeza en un balde de agua que le trajo Santiago.
Moreira estuvo con la cabeza en el agua por espacio de tres minutos,
la sacó en seguida y después de enjuagar el agua que caía de sus
largos rizos, se ató un pañuelo alrededor de la frente y volvió
a quedar sumido en una meditación extraña, hundido en el abismo
de sus penas.
Por fin se arrancó de aquella meditación que lo postraba sin fuerzas
morales y miró a Julián de una manera triste y sombría, diciéndole:
-Hasta el fin, amigo Julián, hasta el fin, y tire al alma. No le
haga asco al menor tajito, que la desgracia ha de entonarme en vez
de hacerme mal. Yo veo que tengo madre para la desgracia, pues apenas
muevo el pie, ya voy pisando mis propias entrañas.
Julián se recogió un momento como para coordinar sus ideas y prosiguió
de esta manera, secando una lágrima que el dolor del amigo hacía
asomar a sus ojos.
-Desde aquella noche nada faltó en casa de Andrea. Juancito empezó
a reponerse y la mujer se fue poco a poco habituando a aquella situación
desesperante.
"De cuando en cuando preguntaba al compadre Giménez por la tumba
de su Moreira, para ir a rezar sobre su borde y Giménez le prometía
siempre averiguarla.
"Aquel hombre no dejaba carecer de nada a Vicenta, que iba acostumbrándose
poco a poco a aquel ser a quien apreciaba por el cariño especial
que aparentaba tener por su hijo.
"Un día tuvo Giménez que bajar a Buenos Aires para hacer entrega
de una tropa de hacienda que había vendido, y dejó a Andrea el dinero
necesario para que no le faltara nada durante su ausencia.
"Hacían una vida tranquila, con gran asombro del vecindario, que
veía en la acción de Giménez un reto a la justicia, que había prohibido,
bajo pena de caer en desgracia, que se tendiese la mano a la mujer
del bandido Moreira, asesino aleve."
-No lo he sido, pero lo seré -dijo Moreira sentenciosamente-. A
esa gente la he de matar por la espalda y si puedo he de tratar
de agarrarla durmiendo.
Julián calló un momento y a indicación del paisano siguió así:
-Giménez salió de madrugada con su tropa de novillos y Vicenta quedó
sola en aquel rancho, donde se habían deslizado las horas más felices
de la vida, en compañía de su padre, de su hermoso y amante Juan,
muerto de una manera tan trágica, según se lo corroboró el compadre
Giménez.
"El teniente alcalde, que esperaba esta ocasión para vengarse de
los desdenes de Andrea, se presentó esa noche en el rancho, en momentos
en que aquellos desventurados estaban cenando.
"Aquel hombre volvió a la carga con sus impertinentes pretensiones
y, como siempre, fue rechazado esta vez, pero más enérgicamente
que las anteriores.
"-Si quiere venir a mi casa -le dijo Andrea- olvídese de esas cosas;
ya tiene pan mi hijo y no tengo por qué sufrir nuevas humillaciones
de nadie.
"-¡Qué! ¿Crees que porque te protege Giménez estás fuera de la acción
de la justicia? -replicó el teniente alcalde-. No seas tonta, que
te conviene estar bien conmigo.
"-Dejemos esa cuestión, amigo -concluyó Vicenta-; lo que usted pretende
no puede ser y yo nada tengo que ver con la justicia, porque no
he faltado a nadie, gracias a Dios.
"Aquel hombre se irritó de una manera brutal, amenazó a Vicenta
quitarle su hijo porque andaba en la mala vida, y prenderla a ella
misma.
"Este hombre se había empeñado por la paisanita que, con la buena
vida, había empezado a recuperar su antigua hermosura.
A un justicia, según la teoría y la práctica, no se le debía resistir
nada, y la resistencia de Vicenta lo había empeñado más, interesando
su amor propio de hombre y de justicia.
"Insistió; quiso vencer la resistencia que se le opuso y aquel hombre
fue cobarde hasta el extremo de golpear a aquella mujer desvalida,
amenazando golpear a su hijo."
Moreira escuchaba a Julián sin hacer el menor movimiento ni pronunciar
una palabra; parecía estar bajo la presión de una melancolía profunda.
Cuando Julián llegó a esta parte de su relato, sus labios se agitaron
con un movimiento convulso, pero no se le oyó la menor palabra,
la menor sílaba.
-El hombre -prosiguió Julián-, después de golpear a Vicenta se retiró
diciendo que volvería a la noche siguiente, y que había de lograr
su empeño o lo había de llevar el diablo.
"Vicenta pasó una noche desesperante: estaba sola en el mundo, ya
no existía Moreira para defenderla y sabe Dios cuándo volvería Giménez.
"Si se dormía, despertaba al momento sacudida por los sueños que
el espanto engendraba en su espíritu: a cada momento creía que le
arrebataban su hijo y se abrazaba a él protegiéndolo de aquella
agresión imaginaria.
"Estaba dominada por el terror de la amenaza que se le había hecho.
"Por fin llegó el nuevo día, y Vicenta se durmió profundamente.
"Cuando el espíritu pasa por ciertas situaciones, la luz del día
viene a ser una especie de compañera que aleja de él toda sombra
fantástica, haciendo renacer en el corazón el valor moral que han
avasallado los sueños delirantes.
"Cuando Vicenta despertó, eran ya las once de la mañana. Se vistió
y acompañada de su hijo salió a la calle, temiendo que viniese el
teniente alcalde.
"Y vagó sin rumbo y sin más objeto que alejarse de su casa donde
la amenazaba el mayor peligro, el peligro de caer en manos de la
justicia.
"A la caída de la tarde, Andrea vino a su rancho para llevar una
manta, pues aquella noche pensaba pasarla a campo, pero al aproximarse
a la casita su corazón latió fuertemente y una suprema alegría asomó
a su pálido semblante: había visto los caballos de Giménez, que
regresara un momento antes.
"Andrea se precipitó en sus brazos y le contó lo que le había sucedido
la noche antes y la amenaza que le había hecho al salir el teniente
alcalde.
"Giménez, más cobarde aún que aquel hombre, dijo a Andrea que era
preciso huir de allí antes que volviera, y uniendo el ademán a la
palabra, ensilló dos caballos y esa misma noche se fue a su casa
con Vicenta y el pequeño Juan, adonde pudieron estar con mayor seguridad.
"Si Giménez tenía miedo al alcalde porque no le gustaba andar mal
con la justicia, éste tuvo miedo a Giménez, porque era esencialmente
cobarde y abandonó su empresa, esperando que algún nuevo viaje alejase
de allí al paisano, y quedase Vicenta nuevamente abandonada, a su
entera merced.
"Cuando supe todo esto -prosiguió Julián-, me fui a lo del compadre
Giménez, donde me apeé, haciéndome el ignorante de todas aquellas
desgracias.
"Vicenta, apenas me vio, salió a recibirme llena de alegría, enseñándome
a Juancito, que está ya hecho un hombre.
"Me abrazó la pobre y lloró amargamente, recordando a su Juan y
los tiempos felices en que el carancho de la desgracia no había
venido a hacer en ellos su presa.
"El compadre Giménez se puso más pálido que un difunto: no sabía
qué viento me llevaba allí y se sospechaba que yo pudiera ir por
encargo suyo.
"Andrea se fue a cebar un mate, y el hombre, muerto de miedo, me
preguntó por usted, me contó la cosa a su manera, y me pidió no
dijese a la Vicenta que usted vivía, porque podía morir de susto,
creyendo que usted la fuese a matar por lo que había hecho, engañada
con su muerte.
"Yo me iba calentando poco a poco, y mi mano se iba recostando a
la cintura, sin quererlo; pero pensé que yo no podía matar a aquel
hombre, porque eso le correspondía a usted, y no quería además quitar
ese apoyo a la Andrea, a quien no podía traer conmigo sin que usted
lo dispusiese.
"-Usted es un puerco -dije al compadre Giménez-, y si yo no lo mato
ahora, es porque Juan no se enoje, porque esto le corresponde a
él; pero algo tengo yo que hacer para probarle que usted es un chancho,
y que lo que ha hecho no tiene perdón; y me fui al humo con el rebenque.
"El hombre relampagueó los ojos y quiso madrugarme sacando el cuchillo,
pero yo me lo dormí en la cabeza y lo azoncé a la fija de un talerazo;
en seguida me lo dormí con la lonja, como quien castiga a un redomón
chúcaro.
"El hombre había sido muy maula y empezó a gritar como un cochino;
yo me calenté, sin querer también saqué el cuchillo para degollarlo,
pero a los gritos apareció la Andrea, y me pegó el grito cruzándoseme
por delante.
"-¿Usted también viene como enemigo a aumentar mi desgracia? ¡Ah,
desde que murió mi Juan todos se han vuelto en contra! -y rompió
a llorar.
"-Dispense, niña -le dije guardando el cuchillo-, si yo quise matar
a esta maula. Fue porque se acordó mal del amigo Juan y yo no lo
puedo permitir, porque nadie se ha de limpiar la boca con su nombre
mientras yo viva en la tierra y él esté lejos.
"Sin duda la Vicenta pensó que yo aludía a su muerte y se puso a
llorar a "media rienda", olvidándose en su dolor del compadre Giménez,
que se había levantado del suelo y porfiaba con pasos de peludo,
gritándome cuando se vio fuera de tiro:
"-¡Ya nos veremos las caras, so madruga!
"-Andá no más -pensé yo-, que ya te toparás con él -y me puse a
consolar a la Vicenta, que lloraba de una manera que daba pena escucharla.
"-No se desespere, niña -le dije-; yo me voy de aquí para no volver
más a incomodarla. Sólo vine a ver qué había sido de ustedes y nada
más.
"-Yo no quiero que se vaya para no volver más -me dijo Andrea secándose
las lágrimas-; mi casa es suya y puede venir cuando guste.
"En seguida nos pusimos a tomar mate y la pobre me contó por completo
la narración que le he hecho.
"Ya la tarde empezaba a caer y traté de ponerme en camino, porque
había cumplido lo que usted me encargó y quería pegar la vuelta
pronto, pues usted aquí no había quedado muy seguro."
Cuando Julián terminó la narración, Moreira se incorporó, tomó la
mano de aquel leal amigo y la estrechó con una profunda emoción.
-Gracias, amigo -le dijo-, muchas gracias; nunca olvidaré lo que
usted ha hecho por mí. No le digo que puede contar conmigo, porque
ya usted me conoce.
-No tiene nada que agradecer, compañero -replicó Julián sonriente-;
he hecho lo que he podido en su servicio y estoy dispuesto a hacer
más todavía.
En seguida los cuatro empezaron a filosofar amargamente sobre la
vida, entre trago y trago del mate que les servía la buena Marta.
Entonces Julián se impuso de la última hazaña que había llevado
a cabo Moreira, reprobándola agriamente, porque aquello era tentar
la suerte proporcionando a las policías la ocasión de malherirlo
o darle un tiro traidor que le quitara la vida sin saber quién se
lo dio.
-No lo haré más -dijo pensativo el paisano-. Hasta ahora sólo he
peleado con la justicia de puro lujo, deseando que me mataran para
concluir de penar de una vez. He peleado fuerte para mostrarles
que no soy candil que se apaga de un soplido, pero las circunstancias
han cambiado. Ahora he de pelear para defender mi vida, porque quiero
vivir para vengarme de los que me han insultado en mi desgracia,
aprovechándose de una mujer desvalida. A ésos -prosiguió, creciendo
en ira-, los he de coser a puñaladas, poco a poco, gozándome en
sus boqueadas. Yo les mostraré que aún vive Juan Moreira, y que
su daga es más segura que la justicia y más firme que la amistad
de los hombres.
Y al decir esto, acariciaba el pomo de su terrible arma y miraba
con una vaguedad aterradora, como si su razón estuviera a punto
de estallar.
Los paisanos callaban, dejando que Moreira se desahogase por completo,
temiendo que tanta desgracia fuera a trastornarle la razón y le
hiciera cometer un disparate.
Moreira soltó una maldición que sonó como un trueno y quedó mudo
e inmóvil, tan inmóvil que parecía haber caído en esa locura espantosa
y desgarrante que la ciencia ha clasificado de melancolía profunda,
estado de vida muy semejante a la muerte.
Nadie turbó con la menor palabra aquel estado conmovedor que había
llegado hasta arrancar lágrimas de aquellos ojos, reflejo de un
espíritu noble, que había respondido siempre a las acciones generosas
y humanitaristas, hasta que el sable de la ley, en manos de un teniente
alcalde, se levantó sobre su cabeza.
La noche venía tendiendo su oscuro manto y los alrededores de aquel
rancho empezaban a aquietarse, sin que se sintiera el más leve ruido.
Julián, fatigado y rendido por el largo viaje, empezó a inclinar
la cabeza, al calor del fuego, y a dormitar con esa pereza que llamaremos
del país.
Probablemente se hubiera quedado dormido, con el cansancio de la
fatiga, si Moreira no se parara de pronto, hablando en alta voz:
-Me voy, amigo -dijo de una manera resuelta-; me voy y no me despido
de firme, porque el corazón me dice que nos hemos de volver a ver.
-Cuidado, amigo Juan -dijo Julián cariñosamente-; me han dicho que
por los pagos andan fuerzas del Provincial, y no sería extraño que
el juez don Nicolás González, que es hombre duro, haya mandado algún
aviso para que vengan a ayudar a prenderlo.
-¡Ahora ni que me copen la banca! -dijo Moreira-. Me voy lejos,
muy lejos, amigo Julián, para que se olviden de mí y pegar la vuelta
cuando menos lo piensen, para asegurar mi venganza. Si me salen
al camino disparo, y buenas piernas ha de tener el galgo que me
alcance. Yo no sé lo que es miedo, amigo Julián; pero siento que
el corazón me tiembla, al pensar que una partida puede salirme al
camino y obligarme a pelear. Yo no quiero pelear, le repito, porque
puedo morir, y morir en este caso es para mí la pérdida de mi venganza.
Recogió su manta, se cercioró de que todas las armas iban en la
cintura, y se acercó al overo bayo, pidiendo para él un poco de
alfalfa que le trajo Santiago y que Moreira echó a su caballo con
el mismo cariñoso cuidado con que hubiera dado de comer a un amigo
querido.
Moreira estuvo de pie hasta que el caballo concluyó con la última
varita de alfalfa; le oprimió cuidadosamente la cincha, revisó con
suma prolijidad las prendas del apero, le puso el freno y montó
con todo reposo y tranquilidad, después de subir al Cacique a las
ancas.
-Compañeros, hasta la vista -dijo-, y tendió una mano hacia el amigo
Julián, que lo miraba sin hacer un movimiento.
Aquellas dos manos nerviosas y fuertes se chocaron al estrecharse,
produciendo un ruido seco, y en aquel apretón de manos pasó un destello
de espíritu de aquellos dos hombres que estaban unidos por los vínculos
de la amistad más abnegada.
Moreira, para ocultar su emoción, revolvió su poderoso corcel, y
cerrándole las espuelas se perdió como un relámpago entre las sombras
de la noche.
Julián quedó inmóvil al lado del palenque, mirando el punto por
donde había desaparecido Moreira.
Cuando el rumor del galope se hubo confundido entre los ruidos de
la naturaleza, el paisano dio vuelta en la dirección al rancho,
y llevó la mano a la cara.
Enjugaba silencioso un par de lágrimas que surcaban sus pómulos
agudos.
-¡Que mi Dios no lo abandone! -murmuró, y se tendió bajo el alero
del rancho.
Pocos momentos después estaba entregado al sueño más profundo.
El
último asilo
Moreira tomó rumbo al oeste y empezó a galopar de una manera vertiginosa.
Había descubierto su cabeza, que azotaba el viento, haciendo ondular
su negra cabellera, que parecía el estandarte de la muerte.
Vagaba y corría a impulsos de su valiente caballo, como si quisiera
llegar pronto al punto que había fijado en su ardiente imaginación.
Cuando el alba empezaba a iluminar pálidamente el horizonte, Moreira
detuvo su caballo como para orientarse del camino recorrido y del
que debía seguir.
Se hallaba en los alrededores de 25 de Mayo, pueblo fronterizo donde
iban a comerciar los indios amigos y donde no conocían a Moreira,
tal vez ni de nombre.
El paisano dejó el camino a la izquierda y galopó aún unas dos leguas
en dirección a San Carlos, fortín que pertenecía a la frontera oeste
y donde había estado años atrás tomando parte en aquel sangriento
combate que dio Calfucurá al frente de cinco mil lanzas y en el
que tanto se distinguió el valiente coronel Borges.
Teniendo a la vista aquel fortín glorioso, Moreira echó pie a tierra;
sacó el freno al overo y se sentó sobre su manta, poniendo al Cacique
a su lado.
¡Cuánta diferencia había de su situación presente, al porvenir feliz
que le sonreía cuando cruzó por primera vez aquellos parajes solitarios!
Entonces era un hombre honrado y un soldado valiente.
Hoy se veía declarado bandido y el porvenir que se le ofrecía era
una muerte horrorosa o un regimiento de línea.
Entregado a estos tristes pensamientos, Moreira pasó toda la mañana,
mientras su overo se reponía del fuerte galope de la noche anterior.
A la siesta, la fatiga del cuerpo empezó a entrecerrar sus ojos,
reclamando también un reposo harto necesario después de las emociones
sufridas y la marcha rápida.
Moreira sacó del tirador sus armas; se colocó en la posición que
conocen nuestros lectores, y poco después dormía profundamente,
confiado en la vigilancia del Cacique.
Cuando Moreira despertó, empezaba a caer la tarde, y uno que otro
jinete se veía a lo lejos cruzar para el fortín.
Sin duda alguna, eran soldados que volvían de la descubierta.
El gaucho recogió sus armas, cinchó de nuevo y enfrenó al overo,
subió al Cacique a las cabezadas y montó ágil y nervioso.
Esta vez puso su caballo al trotecito y tomó rumbo a 9 de Julio,
recostándose al lado de la Tapera de Díaz, donde estaba acampado
el cacique amigo Simón Coliqueo, con su tribu compuesta de unos
cuatrocientos individuos entre chusma, lanzas y medias lanzas, que
son los indios de quince a veinte años.
Los toldos de Simón Coliqueo, en la Tapera de Díaz, estaban completamente
militarizados y dependían directamente del jefe de la frontera oeste.
Como aquellos indios recibían ración y sueldos del gobierno, se
habían ido a establecer allí algunos pulperos desalmados que por
ganar algunos pesos viven, como suele decirse, con la vida en un
hilo; pulperías que, bajo el pomposo título de casas de negocio,
eran las posadas donde el escaso viajero podía echar un trago y
descansar una noche.
Los indios solían salir a las boleadas, con permiso del jefe de
la frontera, de las cuales volvían cargados de diversos cueros y
plumas de avestruz, que cambiaban en las pulperías por un frasco
de ginebra o un poco de yerba y azúcar, fabuloso negocio que retenía
a los pulperos, a quienes los soldados de caballería de guarnición
en las fronteras han calificado graciosamente de chupa sangre.
El frecuente trato con los oficiales del ejército que pasaban por
allí para dirigirse a Junín, al fuerte General Paz o a la Blanca
Grande, y con los vivanderos que iban a comprarles por una bicoca
los cueros y la pluma de avestruz, había civilizado mucho a aquellos
indios, que miraban ya como la cosa más natural del mundo el que
gente cristiana estuviese semanas y aun meses alojada en los toldos
y haciendo con ellos vida completamente común.
Los indios solían embriagarse, principalmente a la vuelta de las
boleadas, en que abunda la ginebra y aguardiente; y es entonces
cuando, a la inversa de nuestras ciudades, los toldos están en la
mayor tranquilidad, y esto consiste en que el indio bebe hasta caer,
y caído, se le ve acercar el medio frasco de ginebra a los labios,
hasta que el brazo cae como cuerpo postrado e inutilizado por el
alcohol; el indio es entonces un cadáver en toda la acepción de
la palabra.
¡Cuántos hermosos casos de alcoholismo podría observar allí el espíritu
estudioso del doctor Meléndez!
El indio bebe y, como decimos, bebe hasta caer; cuando despierta
de la acción alcohólica, es para beber de nuevo, mientras quede
en la botella un átomo de ginebra.
Y así pasaba la vida aquella buena gente, bajo el gobierno de Simón
Coliqueo, que era el más borrachón de todos ellos, pues era el que
podía comprar más bebidas.
Así llegó Juan Moreira para hacerse olvidar de la justicia, compartiendo
con los indios esa vida nauseabunda del ocio y la borrachera.
El salía a las boleadas con los indios, donde se hacía admirar por
la destreza y seguridad de sus tiros de bola, y de regreso se embriagaba
con ellos de aquella manera brutal que, mientras dura la bebida,
los deja completamente convertidos en autómatas o máquinas de beber.
Moreira había cautivado a los indios por la riqueza de sus prendas
y la salvaje magnificencia de su apero, cubierto de chapas de plata,
sueño dorado de los indios.
A Coliqueo le había ganado el lado flaco con la guitarra y sus cantos,
llegando a ser el niño mimado de aquella gente bravía y poco amiga
del cristiano.
Cuentan que las indias solían hacerle ojo tierno, pero el corazón
del gaucho estaba lleno por otros sentimientos, y si tuvo allí alguna
aventura amorosa, no ha llegado a nuestro conocimiento ni hemos
tratado de averiguarla.
Moreira se hizo en los toldos un gran bebedor y un jugador malicioso,
desplegando un talento especial para hacer trampas con la baraja.
El indio es jugador por el mismo género de vida ociosa que lleva,
y es en el juego tan vehemente como en la bebida: juega mientras
tiene qué jugar.
Cuando cae el comisario pagador con los pequeños sueldos, que se
convierten en fuertes sumas por la cantidad de meses que se les
adeudan, en cada toldo se arma una jugada donde el indio que pierde
juega, buscando el desquite, hasta el kepí con galones, que es la
prenda que más estima.
Y un indio que llega a perder hasta el kepí es una fiera a quien
sólo puede sujetar el profundo respeto que tiene por el cacique
y el capitanejo que como autoridad suprema preside la jugada.
En estas jugadas Moreira siempre salía vencedor de buena o mala
manera, lo que había dado lugar a lances muy desagradables que habían
terminado en una lucha a mano armada, en que el indio sacaba siempre
la peor parte, pues Moreira no se hacía mucho de rogar para sacar
su daga y hacer un desparramo.
Este género de camorras y pequeñas victorias habían dado al gaucho
un gran ascendiente sobre los indios, habiendo llegado Simón hasta
ofrecerle que, si se quedaba allí, lo haría capitanejo y lo casaría
en la tribu, oferta que el gaucho vivo no desdeñó, para no perder
el cariño que le tenía el cacique, cariño de que pensaba sacar un
partido mucho más provechoso.
Hacía ya tres meses que Moreira estaba en los toldos, tiempo que
juzgó suficiente para que se hubiesen olvidado de él en sus pagos
y poder llevar a cabo de una manera segura y ejemplar la venganza
terrible que había jurado en el fondo de su alma a su compadre Giménez
y al sucesor del amigo Francisco.
Moreira espió el momento de hacerse perdiz de todos, pero de una
manera provechosa y digna al mismo tiempo de sus famosos antecedentes.
Veamos de qué manera curiosa este hombre extraordinario salió de
los toldos, dejando en ellos un recuerdo sangriento e inolvidable.
Cuando el paisano supo que estaba por llegar a los toldos el comisario
pagador, empezó a hacer correr la voz de que se hallaba muy pobre
y que pensaba vender o jugar su apero y su caballo, posesión que
soñaba Coliqueo como quien sueña en un reino o en una fortuna fabulosa.
Simón lo mandó llamar y le propuso darle por el caballo aperado
todos los sueldos que le trajera el comisario y sus raciones en
pie (7 yeguas) que le correspondían por aquel trimestre; pero Moreira,
haciéndose el infeliz, dijo que prefería jugarlos para hacerle una
tanteada a la suerte.
¡Con qué ansiedad era esperado entonces el comisario pagador, que
era el Mesías de nuestras fronteras! ¡Cuántos hombres no salieron
al camino!
Coliqueo miraba ya el caballo y el apero como cosas suyas, pidiéndolo
prestado para darle unas rienditas, pero Moreira no quiso consentir
en ello.
Por fin llegó el tan deseado comisario entregando a los indios que
para ellos traía, dinero que era contado y recontado unas cien veces
por lo menos.
Esa misma noche se armó la jugada en todos los toldos, concurriendo
más gente al de Coliqueo, atraída por la curiosidad de ver si el
cacique ganaba al gaucho.
Coliqueo quiso sobre tablas hacer la gran jugada, pero el paisano
le puso sus peros, alegando que primero quería jugar chico para
hacer la mano.
Como Moreira tenía la baraja, juego en que había adquirido gran
práctica, los indios no podían percibir las innumerables trampas
que les hacía el paisano, con una limpieza digna del más hábil prestidigitador,
merced a las que iba haciendo pasar a su poder todo el dinero de
indios.
Coliqueo dejaba jugar a los capitanejos que estaban en el toldo,
pues él se reservaba para la gran jugada del caballo que tanto le
preocupaba.
Hay que advertir que Moreira había ido a caballo, en su overo, al
toldo del cacique, a cuya puerta estaban los caballos de los demás
jugadores, pues en los toldos no se anda a pie, aunque sólo se trate
de una distancia de diez o quince varas.
Los jugadores estaban en la mala: habían perdido entre todos unos
diez mil pesos, que pasaron a poder del gaucho afortunado, que los
guardó en el tirador.
Pasó toda aquella noche y todo el día siguiente habiéndose interrumpido
el juego para que Moreira diera de comer a su caballo y su perro.
La suerte seguía protegiendo a Moreira de una manera tan decidida,
que los jugadores habían empezado a jugar sus prendas a falta de
dinero.
Había llegado la noche y aún los jugadores que habían perdido hasta
el último centavo no se movían del toldo, irritados con aquella
adversidad de la suerte y ansiosos de presenciar la partida entre
Moreira y Coliqueo, para tener siquiera el placer de ver a aquel
hombre perder su famoso caballo y su apero.
Era ya muy entrada la noche cuando el último jugador se declaró
vencido y abandonó la carona que les servía de tapete de juego.
El momento crítico había llegado.
Simón Coliqueo ocupó un sitio frente a Moreira y pidió le echara
las cartas, poniendo la plata sobre las caronas.
Moreira dijo que primero iba a dar de comer a su caballo y a su
perro; pero su salida tenía otro objeto muy diverso, que escapó
a la sagacidad de los indios.
Salió afuera, donde estaban los caballos, pero en vez de dar de
comer al overo le apretó la cincha y le acomodó el freno, dejándolo
listo para un apuro.
El paisano compendió que aquella jugada no podía terminar sin una
borrasca estruendosa y se preparaba hábilmente la retirada, porque
de todos modos su posición era peligrosa, por no estar dispuesto
a entregar el caballo si perdía y porque, si ganaba, tal vez entonces
los indios quisieran, por medio de un audaz golpe de mano, recuperar
todo lo que les había ganado.
Moreira volvió a entrar al toldo, no sin asegurarse antes de que
sus armas estaban en su sitio, al inmediato alcance de su mano.
El paisano peinó la grasienta baraja y echó cartas, que fueron una
sota y un caballo, donde se clavaron ávidos los ojos de Coliqueo.
Los indios rodearon por completo a Moreira, abarcando cartas, corona
y jugadores en una mirada de suprema avaricia.
Parecía que en la jugada fuese el alma de cada uno de aquellos jugadores,
muchos de los cuales habían perdido sus miserables prendas.
Moreira miró la puerta del toldo, que tenía detrás, y como viera
que entre ésta y su espalda había algunos indios que podían dificultar
la huida, les rogó cortésmente pasaran adelante, pues le impedían
tallar con comodidad.
Coliqueo estuvo largo rato mirando aquellas dos cartas, sin decidirse
por alguna de ellas.
Por fin su fisonomía tomó su expresión característica del avaro
que mira una mina de oro susceptible de pasar a su poder, y golpeando
sobre la carona dijo:
-A esta carta jugando, hermano; con caballo ganando caballo.
Moreira dio vuelta al naipe tranquilamente mostrando la boca, en
la que aparecía un rey, a cuya vista los indios se estremecieron
como al contacto de una pila eléctrica.
El paisano empezó a correr las cartas con esa indolencia del gaucho
que orejea la baraja, para que sea más saboreada la emoción de la
jugada.
De cuando en cuando volvía la baraja haciéndose el que reposaba,
o armando un cigarrillo que ponía indolentemente entre sus labios.
Al ver la serenidad con que manejaba los naipes y la fruición con
que apuraba la paciencia del adversario, nadie hubiera sospechado
de que aquel hombre jugaba una partida que debía serle fatal, ganase
o perdiese, y a cuyas consecuencias se había preparado con toda
astucia, calculando precisamente la manera con que había de salir
felizmente del apuro.
Coliqueo miraba los naipes con la pupila dilatada por la ansiedad,
parecía que quería atraer con la mirada el caballo que iba a decidir
la jugada en su favor.
A pesar de haber en aquella pieza más de quince hombres, era tal
el silencio que éstos guardaban que se podía percibir claramente
el ruido que producía la carta al ser corrida sobre el resto del
naipe mezclado al precipitado latir del corazón del indio, que estaba
dispuesto a ganar el caballo a toda costa.
Por fin Moreira tiró una carta y apareció debajo la ganadora, arrancando
un grito de la garganta de aquellos hombres, grito que era una mezcla
de ira y de amenaza.
La carta que había aparecido decidiendo la jugada era una sota,
que venía a quitar a Coliqueo toda esperanza, pues con ella perdía
el rollo de dinero que jugó contra el caballo.
-Vos haciendo trampa -dijo el indio enfurecido-, ¡entregando caballo
porque yo ganando!
Y el coro de indios repitió de una manera amenazadora:
-¡Haciendo trampa cristiano!
-Yo no he hecho trampa -replicó Moreira, retrocediendo un paso hacia
la puerta para estar más próximo a su caballo y prevenido contra
el ataque que le traerían los indios, fuera de toda duda-. ¡Yo no
he hecho trampa -repitió-, y si he ganado es porque tengo suerte
y porque sé jugar mejor que ustedes!
-Vos haciendo trampa, cristiano ladrón -aulló el indio, creciendo
en ira-, y yo ganando caballo con prendas de plata -concluyó, levantándose
de sobre la carona y avanzando seguido de sus indios, amenazador
y colérico, hacia Moreira, que dio dos pasos en dirección a la puerta
envolviendo la manta en su brazo izquierdo.
-Vamos por partes -replicó alegremente el gaucho, a quien la vista
del peligro real devolvía su aplomo y buen humor-. El caballo es
mío, porque mi overo no ha nacido para la silla de ningún indio
ladrón.
-¡Muera cristiano falso! -gritó el indio y se precipitó sobre Moreira,
desatando las bolas que llevaba en la cintura, formidable arma en
manos de un indio.
Antes que el indio pudiese hacer uso de aquella terrible arma cuyo
golpe a la cabeza es siempre mortal, el gaucho había sacado su daga
haciéndole su tiro favorito, que era un hachazo en el entrecejo,
que Moreira llamaba pintorescamente un hachazo entre las aspas.
Y rápido como el rayo, el paisano salió al patio y subió sobre su
caballo que, al sentir sus flancos oprimidos por la rodaja de la
espuela, dio un poderoso salto.
Los indios cayeron a una sobre Moreira, pero sólo hallaron el vacío,
sintiendo la prolongada risa con que el audaz gaucho se despedía
de los toldos.
Todos saltaron a caballo; todos quisieron seguir al gaucho que les
había sacado ya una enorme distancia, pero quedaron allí como atontados,
sin saber qué hacer.
Coliqueo enjugaba la sangre que salía abundante de su herida, prorrumpiendo
en un sinnúmero de maldiciones a cual más enérgica y terrible.
Los indios habían vuelto a rodearlo y no se atrevían a pronunciar
una palabra que pudiera aumentar la ira del feroz cacique, que se
retorcía desesperadamente.
Por fin, uno de los capitanejos de aspecto más varonil se acercó
al cacique herido y le dijo:
-Yo persiguiendo con tres lanzas y caballo de tiro.
-Persiguiendo y matando y degollando -repuso Coliqueo- y trayendo
caballo aperado -concluyó con una especie de desesperación, pues
no se conformaba con la pérdida del overo, cuya hermosura y calidades
le habían hecho nacer desde el primer momento el deseo irresistible
de poseerlo, aunque lo hubiera cambiado por todos sus animales.
El capitanejo hizo montar a cuatro indios, con caballos de tiro,
y se puso detrás de Moreira, cuya rastrillada descubrió inmediatamente.
Moreira había andado ya más de dos leguas, arreando una tropilla
del mismo Coliqueo, que halló al salir de los toldos y que se apropió
alegremente.
Calculando que aquella distancia recorrida era suficiente para ponerlo
al abrigo de cualquier intentona por parte de los indios, siguió
marchando al trote en dirección al partido de 25 de Mayo, donde
vendería la tropilla antes de seguir para Matanzas, que era el rumbo
que pensaba llevar.
Cuando empezó a amanecer, Moreira hizo alto, rodeó la tropilla y
se echó indolentemente sobre su manta para dar un resuello al overo,
que acababa de tragarse tres leguas en cuarenta minutos.
Al cabo de media hora de descanso, el paisano volvió a montar y
siguió su camino al tranquito, arreando siempre la tropilla; pero
apenas andaría unas dos cuadras cuando un gruñido amenazador del
cuzco le avisó la proximidad de gente enemiga, que no podía ser
otra que indios de los toldos que había abandonado.
Moreira se empinó sobre los estribos para divisar el campo y vio
efectivamente que por su retaguardia venían a media rienda cinco
indios, que conoció en las largas lanzas que traían a la rastra,
enganchadas en una correa en la mano del rebenque.
Moreira echó pie a tierra tranquilamente, rodeó de nuevo la tropilla
y se alejó para que ésta se ausentara lo menos posible, dejando
llegar a los indios, quienes al ver que el gaucho les esperaba,
pararon las lanzas en señal de guerra y apuraron la marcha de los
caballos en dirección al tranquilo paisano.
Los indios cuando están en superioridad numérica son muy audaces
y pelean duramente, y aquella partida se les presentaba con gran
facilidad: uno contra cinco.
Moreira había sacado sus dos trabucos, que amartilló bajo el poncho,
y esperó la llegada de los indios que venían ya con la lanza en
ristre.
Cuando calculó que el golpe era seguro, pues sólo lo separaban unos
cinco pasos de los indios, sacó la mano de debajo del poncho y disparó
sus trabucos.
Los indios lanzaron un alarido de espanto, y dos de ellos cayeron
del caballo, mortalmente heridos por el disparo de aquella especie
de ametralladora.
Los otros tres dieron vuelta bridas precipitadamente, completamente
acobardados por aquella recepción inesperada, y sujetaron la carrera
de los caballos como a las treinta cuadras, desde donde se volvieron
a ver qué hacía el paisano, si los perseguía o seguía su camino.
Moreira se acercó a los indios caídos y los examinó con una prolijidad
especial.
Uno de ellos estaba muerto, la carga íntegra de uno de los trabucos
la había recibido en pleno pecho.
El otro había recibido un recortado en la parte alta de la cabeza
y dos en el brazo derecho cerca del hombro.
Los caballos de los caídos, con esa mansedumbre especial del caballo
pampa, habían quedado parados a corta distancia, sintiéndose libres
del peso del jinete.
Moreira se acercó a ellos, y considerándolos buenos, los incorporó
a la tropilla y montó sobre el overo bayo, que no se había movido,
habituado al estampido de los trabucos.
Y siguió la marcha arreando su tropilla recientemente aumentada,
sin hacer caso del enemigo que dejaba a la espalda, en la seguridad
especial de que no lo había de seguir.
Efectivamente, sólo cuando Moreira se alejó como una legua de aquel
sitio, los indios se aproximaron lentamente a sus compañeros caídos,
a quienes colocaron sobre los caballos de tiro, y tomaron el camino
de la Tapera de Díaz, no sin volver la cara de cuando en cuando
hacia el camino que había seguido Moreira.
A la caída de la tarde, el paisano llegó al partido de 25 de Mayo,
donde vendió la tropilla con suma facilidad, pues la mayor parte
eran caballos orejanos de marca y no había necesidad de exhibir
el boleto de propiedad, ni todas aquellas formalidades enojosas
que preceden a la venta de un caballo.
Moreira hizo noche en una pulpería donde había un buen número de
bebedores, teniendo la precaución de cubrir parte de su cara con
un pañuelo, puesto en la cabeza a manera de mujer, por si acaso
había en la reunión alguna persona que pudiera conocerlo y delatarlo
a la partida de plaza.
Estaba esa noche en la población, por desgracia, un paisano muy
borrachón y cuchillero, que tenía mentas de guapo, y a quien conocían
con el apodo de Pato picaso, a consecuencia de su nariz, muy semejante
al pico de aquella ave, y de sus botas de potro, que eran siempre
de una blancura especial.
Cuando Moreira entró a la pulpería, el Pato picaso estaba contando
proezas de valor que hacían abrir la boca a los que las escuchaban,
porque el Pato picaso tenía fama bien adquirida de hombre de entrañas,
y era mozo que en una ocasión había peleado a media partida de plaza,
haciéndose perdiz en seguida.
Moreira tomó mal olor a la cosa y resolvió tenderse afuera, al lado
de su overo, por lo que pudiera tronar.
Así es que pidió una ración para el caballo, un pedazo de carne
para el Cacique y salió al patio para repartírsela y quedarse entre
ellos a dormir.
-¿Por qué no se sirve de algo, paisano? -le dijo el Pato picaso
al ver que se alejaba dando las buenas noches en señal de que no
iba a volver a entrar.
-Gracias, amigo -había respondido Moreira-; estoy muy cansado y
voy a hacer noche porque mañana temprano sigo viaje.
El Pato Picaso concluyó la narración de la aventura que contaba,
y la conversación recayó sobre el recién venido, comentando sus
modos y lujosas prendas.
-Ese es un mozo que debe venir de tierra adentro -dijo uno de los
paisanos-, porque esta tarde ha vendido a don Cirilo una tropilla
de caballos orejanos.
-Habrá dado golpe a algunos pobretes -replicó el Pato picaso, que
había bebido mucho esa noche-, y ha venido a engordar su tirador
con su producto.
-Cállese, por Dios, amigo -dijo el paisano que hablaba antes-; mire
que ése es un hombre de mucha historia; según dijeron en la pulpería
de don Cruz, ha tenido a mal traer a todas las partidas de estos
pagos, y de puro desesperado ganó tierra adentro.
-¿Y por qué me he de callar? -dijo el Pato picaso, sintiendo herido
su amor propio-, yo no le tengo miedo a nadie, a Dios gracias, y
no tengo por qué callarme.
-Es que dicen que es un hombre muy soberbio y de una vista que da
calor, y yo le he dicho que se calle para no provocar un conflicto
al ñudo.
-Pues si hay conflicto -replicó el tenaz gaucho-, con rezarle al
difunto ya estamos del otro lado, y basta de ponderar a nadie.
Moreira había escuchado desde el patio este diálogo, pero no se
había inmutado; seguía tendido sobre su manta, con la mayor tranquilidad.
El Pato picaso estaba mortificado con lo que se había dicho del
desconocido y seguía bebiendo copa tras copa, dando soltura a la
lengua.
-Se me hace -dijo- que el tal forastero ha de ser un maula que se
ha de achicar en cuanto sienta el resuello de un hombre.
-Cállese, amigo, y no sea imprudente -recomendó el primer paisano-.
Ese hombre no se mete con nadie y no hay por qué buscarle camorra.
-Cuando yo busco camorra -dijo el Pato, a quien la mona le había
dado por conservar su reputación del más valiente-, es porque la
puedo sustentar, como a mí me basta ver la parada de un hombre para
saber lo que le da el cuerpo, digo que ese mozo ha de ser un maula
incapaz de toparse conmigo.
Se había herido sin querer el amor propio de aquel hombre, y sabido
es que un gaucho de mentas, cuando se topa con otro que las tiene,
no está satisfecho hasta que no ha peleado con él, cosa que sucede
inevitablemente cuando uno de los dos mentados está, como el Pato
picaso, dominado por el alcohol.
Los paisanos dejaron hablar al Pato sin contradecirlo, creyendo
que pasaría la cosa, pero el gaucho siguió hablando solo y alterándose
solo, hasta que declaró, levantándose, que iba a buscar al forastero
y a probarles que no era capaz de parársele.
El Pato picaso salió afuera, y detrás de él algunos paisanos tratando
de contenerlo, pero toda tentativa fue inútil, aquel hombre se acercó
hasta la manta donde estaba Moreira, y tocándolo en el hombro le
habló así:
-Me han dicho, don, que usted es bueno, y como yo soy el Pato picaso,
quiero probar si las mentas que trae son legítimas o si son cuentos.
Moreira, estaba despierto y había escuchado cuanto se habló en la
pulpería, se había enrollado en la mano la lonja del rebenque, dispuesto
a usar sólo esa arma.
Miró, pues, al gaucho que así se atrevía a turbar su reposo, y bostezó
perezosamente, como si no hubiera escuchado lo que le había dicho.
-¡Que se pare, don! -repitió el Pato sacando la daga y rayando la
punta sobre la espalda de Moreira, que continuaba echado de barriga-.
Le he dicho que se pare para hacerle pagar el piso, porque el hombre
que la echa de guapo ha de ser para pararse dondequiera y con quien
lo invite.
-Perdone, don -respondió Moreira socarronamente-; usted está con
don Pepe y no sabe lo que dice; cuando se le pase, hablaremos.
-El que está con don Pepe y en pepe es usted, so maula, y ahora
mismo le voy a abrir un ojal en la jeta para que aprenda a ser mejor
hablado -dijo el famoso Pato picaso atropellando a Moreira con la
daga baja y en actitud de herir.
Moreira estuvo en pie con increíble velocidad, paró la puñalada
que le tiró el Pato y lo sentó en el suelo de un golpe con el rebenque.
-Esto es para enseñarle a no meterse con quien no conoce -le dijo
dándole con el pie-, y ustedes -agregó, dirigiéndose a los paisanos-,
pueden llevar a ese guapo.
Los paisanos levantaron al Pato y lo entraron a la pulpería, donde
empezaron a curarle como Dios los ayudó, la larga herida que tenía
sobre la frente.
El golpe dado por Moreira, con el pesado cabo de plata del rebenque,
había sido terrible, que acusaba la poderosa fuerza muscular del
paisano.
El hueso frontal estaba roto en una extensión de ocho centímetros
y el cuero que lo cubría completamente deshecho y hundido, mezclándose
al cabello y las partículas de hueso.
Para salvar al Pato picaso habría sido necesario que un cirujano
le hubiese extraído aquellos huesos, para impedir que cayeran en
la masa cerebral produciéndole la muerte.
Los paisanos le mojaron la herida con caña y le ataron la cabeza,
poniéndole un pañuelo empapado en aquella bebida, pero todo fue
inútil.
Aquel hombre no volvió del desmayo ocasionado por el golpe, desmayo
eterno, pues su cuerpo se fue enfriando poco a poco hasta que a
la madrugada era cadáver.
Moreira se había vuelto a echar sobre la manta indolentemente, y
allí pasó la noche dormitando algunos minutos, y durmiendo profundamente
otros.
Cuando se levantó al venir el día y entró a la pulpería, supo recién
que el Pato picaso había dejado de existir.
Ninguno de los paisanos se atrevió a hacerle el menor reproche.
Se acercó al cadáver, que examinó con una mirada inteligente, y
salió de la pulpería tristemente diciendo:
-¡Está de Dios que no puedo luchar con mi sino!
Fue hasta su caballo, cuya montura compuso con suma prolijidad,
y montó, alejándose al trotecito, tomando rumbo para el partido
de Matanzas.
La
vuelta al hogar
¡Qué conmoción poderosa agitó el corazón de aquel hombre cuando
vio las primeras casas de su pueblo! ¡Cómo aspiraron sus pulmones
aquel aire con que se habían nutrido!
Allí estaban su rancho y sus campos abandonados, sin notarse una
señal de vida, un solo pastito que acusara la presencia de un ser
humano.
Allí estaba también la casita de Vicenta Andrea, donde la había
conocido, donde la había amado y donde había ligado a ella su existencia
por una eternidad.
A su vista se agolpó todo su pasado feliz, sus días venturosos,
su hijo, su mujer, la consideración general de que era objeto, y
cayó en una profunda meditación.
De pronto alzó la fisonomía y miró en dirección al pueblo con una
terrible expresión de exterminio que asomaba como un relámpago al
terciopelo de sus ojos.
El presente, el fatal presente con su nube de sangre y de muerte,
se ofreció entonces a su espíritu, haciéndole apreciar lo terrible
de su posición.
En el rancho que había abandonado siendo feliz aún, lo esperaban
la soledad y la vergüenza, el dolor y la humillación.
Su mujer, su Vicenta, era de otro hombre y su hijo llamaría tal
vez padre al miserable a quien debía la afrenta cuyo recuerdo le
hacía enrojecer de vergüenza.
Hay situaciones en la vida que no puede valorar el que no pasa por
ellas, porque para poder apreciar la tormenta que ruge en el espíritu,
sería necesario sentir escapar la razón de la cabeza y desgarrarse
el corazón a impulsos del dolor más profundo, que no alcanza a disipar
el tiempo, que es el olvido de todo.
Esos dolores, esas heridas, sólo las borra la muerte, única verdad
de la vida.
La afrenta suprema, el olvido de la mujer querida en que se ha cifrado
todo el porvenir, el hijo propio llamando padre al autor de la afrenta,
que cae sobre nuestra cabeza avasallándolo todo, postrando la frente
sobre el pecho a impulsos del rubor, todo esto no lo puede valorar
el que no haya pasado por ello.
Y Moreira estaba allí mudo y sombrío, eligiendo mentalmente el sitio
donde había de clavar su puñal, y balanceando la afrenta con el
número de puñaladas que iba a dar.
La noche venía tendiendo su negro manto y el paisano no había cambiado
de actitud: a dos leguas de su rancho y emboscado en el camino,
parecía una fiera acechando su presa, un asesino eligiendo el lugar
de la espalda ajena adonde debe dirigir la punta de su puñal.
Y allí estuvo sin hacer un movimiento, sin cambiar la expresión
de su mirada, hasta que el silencio imponente del campo le indicó
que era la hora fijada por él.
Moreira tomó la dirección de la casa de su compadre, al tranco de
su caballo, teniendo siempre la precaución de ocultarse entre las
sombras al menor ruido que oía.
Así llegó al rancho adonde lo guiaba la más ardiente sed de venganza,
sin haber sido visto de persona alguna.
¡Cuán ajenos estarían sus habitantes de pensar que allí, a dos pasos
del sitio donde dormían, estaba acechándolos la muerte inevitable
si Moreira llegaba a penetrar sin ser sentido!
El compadre no estaba desprevenido.
Alarmado con la visita del amigo Julián, temía que Moreira se le
apareciese la noche menos pensada, y desde entonces dormía acompañado
de dos mastines y con su mejor caballo atado a una ventana que distaría
dos varas de su cama.
Los mastines tenían por objeto entretener a Moreira si llegaba a
venir, mientras él montaba a caballo y se ponía en salvo antes que
el paisano pudiera acometerlo.
Moreira, preocupado, dominado por completo con el pensamiento de
su venganza, no rodeó el rancho antes de acercarse a la puerta.
Creía además que caía en un momento en que no se le esperaba, y
no podía suponer las medidas sagaces que había adoptado su desconfiado
compadre.
Llegó al rancho y echó pie a tierra al lado del palenque, tratando
de hacer el menor ruido que le fuese posible, secó con la manta
de vicuña el sudor que corría abundantemente por su frente y se
acercó a la puerta del rancho, donde puso el oído tratando de escuchar
lo que adentro pasaba.
Por leves que fueran los movimientos que hizo Moreira, los mastines
lo sintieron y dejaron oír un gruñido amenazador que despertó al
compadre.
Aquel hombre saltó prontamente de la cama y se puso a vestirse a
gran prisa, adivinando en el miedo invencible que le dominaba, la
causa que había motivado el gruñido de los perros, que dormían del
lado de adentro del aposento, y que se habían puesto de pie, abalanzándose
a la puerta.
Andrea despertó también sobresaltada por el gruñido de los perros,
pero su amante le puso suavemente la mano sobre la boca, recomendándole
silencio, y se dirigió a la ventana en actitud de saltar al otro
lado, en cuanto, como lo temía, se abriese la puerta, deshecha de
un puntapié o trabucazo.
Moreira se había detenido colérico al oír el primer gruñido de los
perros, había sacado su trabuco con ánimo de hacer volar la puerta
y los perros, pero dos consideraciones le habían detenido: el temor
de que el estampido del arma fuese a atraer gente, desbaratando
su venganza, y el miedo de que alguno de los proyectiles fuese a
herir a su hijo que sin duda dormía en aquel cuarto que su venganza
iba a convertir en un teatro de muerte.
Y al guardar su trabuco en la cintura, se pudo ver temblar la mano
de aquel hombre imponderable, cuyo valor sereno le hacía afrontar
sin la menor muestra de vacilación los peligros más inminentes,
donde tenía una probabilidad de salir ileso contra quince o veinte
de quedar en el sitio.
Moreira guardó así su trabuco en la cintura y vaciló turbado sobre
la resolución, que debía ser rápida, pues los perros habían dado
la voz de alarma.
Aquellos animales, olfateando las rendijas de la puerta, se habían
puesto a ladrar de una manera desesperada y Moreira se decidió por
fin a dar el golpe.
Enrolló la manta al brazo izquierdo, sacó la daga, que blandió con
un ademán feroz, y se echó un poco hacia atrás, tomando distancia.
Un segundo después la puerta saltaba de su encaje débil a impulsos
de un vigoroso puntapié, aplicado con una fuerza verdaderamente
hercúlea.
Moreira quiso saltar dentro de la pieza, pero los dos mastines se
le fueron encima, obligándole a defenderse inmediatamente; entonces
el compadre pasó al otro lado de la ventana y desató su caballo,
sobre el que saltó prontamente, lanzándolo en una carrera vertiginosa.
Moreira oyó la carrera del caballo y recién entonces sospechó el
plan de su compadre; quiso disparar hacia su overo, seguro de darle
alcance, pero aquellos mastines lo atacaron de tal manera, que si
dejaba de defenderse un minuto, un segundo, iba a ser despedazado
por aquellas fieras.
Moreira tiró una puñalada tremenda y dio con el pecho de los perros,
prorrumpiendo en seguida en una maldición rugiente.
-¡Se me va, se me va mi venganza! -gritó de una manera desesperante,
y hundió con el taco de la bota el cráneo del perro herido, que
había quedado exánime.
A la voz de Moreira respondió en el rancho un alarido desgarrador,
semejante al que dejan escapar los labios cuando el cráneo estalla
a impulsos de la razón que huye, alarido que heló la sangre en las
venas de Moreira, proporcionando al mastín la ocasión de dar un
mordiscón.
La voz de Moreira había sido reconocida por Vicenta que, sabiendo
que su marido había muerto, creía que aquélla era su ánima que andaba
penando, según aquella gente humilde e ignorante, esclava de mil
preocupaciones y agüerías que creen a puño cerrado.
-¡Animas benditas! -exclamó aquella infeliz, dominada por el más
profundo terror-. Es el ánima de mi Juan que anda penando -y se
estrechó contra su hijo, como para protegerlo de aquella visión
aterrante que había aparecido en su cuarto, poniéndose a rezar precipitadamente.
Moreira se conmovió profundamente al sonido de aquella voz querida
que hacía tanto tiempo no acariciaba su oído; presentó al perro
que lo acometía su brazo protegido por el poncho, y cuando éste
mordió, el paisano le sepultó la daga al lado de la paleta, dejándolo
muerto instantáneamente.
En seguida soltó la daga, oprimió entre las manos la varonil cabeza
y se puso a llorar amargamente, con esa desesperación del hombre
de temple de acero que se encuentra avasallado y se entrega por
completo a la desesperación del dolor más íntimo.
Al sentir aquel llanto amargo y profundo, Vicenta se tiró de la
cama al suelo, sacó una caja de fósforos de abajo de la almohada
y encendió uno.
Cuando vio que lo que ella había creído una ánima en pena, era el
mismo Moreira, su mismo Juan a quien tanto había llorado preguntando
por su tumba.
Cuando vio a su Juan llorar de aquella manera y comprendió todo
el infierno que debía arder en aquel espíritu que sin querer había
ofendido de una manera tan cruel, una inmensa agonía pasó por su
semblante juvenil, sus pupilas se dilataron enormemente y la palabra
se heló en sus labios, que temblaban y se movían como si tuvieran
una conversación agitadísima.
Era tal el estado de aquella infeliz, que el fósforo que había encendido
se apagó entre sus dedos sin que la quemadura fuera bastante para
hacerla volver de su asombro. Sus labios habían cesado de moverse
y estaba allí estática, con la vista clavada en Moreira, con la
expresión del idiotismo que caracteriza el semblante de un microcéfalo.
Cuando Moreira descubrió el rostro y levantó la cabeza, la habitación
estaba sumida en la más densa oscuridad.
Fue él entonces quien sacó a su turno un fósforo, y encendió un
cabo de vela que, metido en una botella, se veía sobre la mesa.
Andrea no había vuelto de su atonismo y miraba a Moreira sin darse
cuenta de lo que éste hacía; parecía estar bajo un ataque de demencia.
Moreira la contempló un segundo y volvió sus ojos enrojecidos por
el llanto hacia la cama donde el pequeño Juancito lloraba silenciosamente,
dominado por el terror que le causaron los gritos de los perros,
la maldición de Moreira y el alarido que lanzó Vicenta al reconocer
la voz de su marido.
Aquel hombre se lanzó a la cama, tomó al hijo en sus brazos y aplicó
a su pequeña boca sus labios abrasadores, como si quisiera absorberle
toda la sangre.
En seguida se lo arrancó de los labios, lo contempló a la pálida
luz de la vela con una ternura casi maternal y volvió a cubrirlo
de besos como si quisiera pagarse, con aquel placer supremo, todas
las desventuras de que había sido víctima mientras vagaba en los
campos ocultándose de las miradas de los demás.
El pequeño Juancito había reconocido a su padre, le había tomado
las manos con las suyas y devolvía una por una cada caricia, cada
beso, preguntándole en su media lengua encantadora por qué no había
venido en tanto tiempo para hacerlo pasear en su petisito.
Vicenta contemplaba aquella escena sin darse cuenta de ella; allí
seguía muda, con la pupila dilatada y la boca entreabierta, por
donde partía la respiración fatigosa.
Cuando el primer instante de arrobamiento hubo pasado, Moreira colocó
al pequeño Juan sobre la cama, y fijó la intensa mirada en Vicenta
sin un átomo de rencor, sin que la idea de herir cruzara su mente.
Sentía lástima, verdadera conmiseración por aquel ser desventurado
que no tenía la menor culpa de todo el drama que pasara por su espíritu,
ni de todo el mal que le habían hecho los hombres, recibiendo los
peores golpes de sus mejores amigos.
-Vicenta -dijo solamente el gaucho-, ven, acércate, que yo no he
venido a hacerte mal, porque yo te perdono todo el que me has hecho
a mí.
Al oír aquella voz, la fisonomía de Vicenta fue tomando expresión,
sus ojos brillaron de un modo particular, fijándose en Moreira primero
y en su hijo después.
Su corazón empezó a regularizar sus latidos, sus ojos se humedecieron,
y todo aquel mundo de dolor que le había privado de sentido durante
diez minutos, se tradujo en un llanto copioso, como la válvula de
escape a su tremenda desesperación.
-¡Cómo!, ¿sos vos?; ¿conque no has muerto?; ¿conque me han engañado?
-dijo, y se cubrió la cara con las manos, para ocultar su rubor.
Moreira sintió que la vergüenza quemaba sus mejillas, su situación
desesperante volvió a ocupar su pensamiento y se lanzó al perro,
de cuyo costado arrancó la daga que había dejado allí para contemplar
a su mujer cuando le habló por vez primera.
-Mátame ligero, mátame, mi Juan -dijo, creyendo que Moreira, al
armar su brazo, lo hacía para quitarle la vida en desquite de su
acción.
-No lo permita mi Dios -repuso el paisano guardando el arma en su
cintura-; vos no tenés la culpa y nuestro hijo te necesita, porque
yo no lo puedo llevar conmigo. ¿Quién cuidaría de él si yo manchase
mi mano matándote? Adiós -concluyó-, ya no nos volveremos a ver
más, porque ahora sí que voy a hacerme matar de veras, puesto que
la tierra no guarda para mí más que amargas penas. Adiós y cuida
de Juancito.
Moreira se acercó nuevamente a la cama, selló la frente de su hijo
con un beso sonoro y prolongado, y llevando la mano a la cara, trató
de alejarse.
-¡No te vayas, mátame antes -dijo Vicenta, prendiéndose a su chiripá-;
mátame como a un perro, porque yo te he ofendido en tu honra.
-Jamás -dijo el paisano-. ¿Quién cuidará a ése? -añadió, señalando
al chiquilín, que tendía los brazos-. Basta, que me voy, adiós.
-No quiero -contestó Vicenta, prendiéndose más fuertemente del chiripá
del paisano-. ¡Llámalo, Juancito, no lo dejes ir!
Moreira comprendió que si aquella escena se prolongaba iba a ser
vencido, y con un esfuerzo poderoso se deshizo de Vicenta, tiró
a su hijo un beso con la punta de los dedos y salió del rancho con
increíble rapidez.
Un instante después montaba sobre su infatigable caballo y se perdía
de vista a todo galope, no siendo bastante a detenerlo los lamentos
de su mujer y el llanto de su hijo, que llevaba a su oído el fresco
viento de la noche. Moreira corría como un loco, llevando en su
corazón un infierno y un volcán en su cabeza, y apuraba la marcha
de su caballo, que corría en dirección al juzgado de paz.
Allí detuvo el vértigo de su carrera, subió con el corcel a la vereda
y llamó frenéticamente a la puerta, que golpeó enfurecido con el
cabo del rebenque.
-¿Quién canejo golpea como si esto fuera fonda de vascos? -preguntó
de adentro el soldado de guardia, a quien los golpes habían sacado
del más delicioso sueño.
-Juan Moreira, que quiere morir en buena ley -respondió el paisano-;
que salga la partida de una vez y aproveche la bolada.
-Más Juan Moreira es el peludo que tenés -replicó el soldado, que
creía habérselas con un borracho-. Lárguese de aquí, so zonzo, antes
que le rompa el alma.
-¡Que salga la partida! -gritó de nuevo Moreira, golpeando fuertemente
la puerta con el rebenque-. Que salga de una vez, o le prendo fuego
al juzgado.
El sargento y dos soldados más que dormían en el interior habían
acudido a los golpes y consultaban entre sí el partido que debían
tomar, porque indudablemente el que golpeaba así la puerta, no podía
ser otro que Moreira, único capaz de semejante rasgo de audacia.
Los soldados resolvieron no abrir la puerta, visto el enemigo que
estaba del otro lado, siendo el sargento el que tomó la palabra
para decir a Moreira:
-Amigo, vuelva mañana, porque el juez está en su casa y nos ha dejado
orden de no abrir la puerta a nadie.
-¡Vaya a la maula, so flojo de porra! -gritó Moreira dominado por
la ira-. ¡En la primera ocasión les he de sacar los ojos a azotes!
Y volviendo el caballo salió al galopito corto, llenando de injurias
e insolencias a las personas que, asustadas, se asomaban a las ventanas
atraídas por el ruido descomunal.
Ansioso de buscar camorra para engañar o concluir con la desesperación
que lo dominaba, Moreira golpeó en todas las pulperías que halló
al paso, nombrándose para hacerse abrir, pero todas las puertas
permanecieron cerradas sin que siquiera una voz se atreviera a responder
a su llamado.
Moreira, desesperado y maldiciendo de su vida, tomó al galope largo
el mismo camino que había traído, en dirección al 25 de Mayo, donde
era menos conocido.
A la irritación había sucedido una calma completa y el paisano se
puso a reflexionar, mientras marchaba, que no debía hacerse matar
antes de haberse vengado.
Al amanecer se detuvo en una pulpería, donde dio de comer a su gente
y tres horas de descanso a su caballo, al cabo de las cuales se
puso de nuevo en camino, a pesar de las invitaciones del pulpero
que, habiéndole conocido, quería obsequiarlo a todo trance.
Moreira marchó todo aquel día en pequeñas jornadas al fin de las
cuales hacía descansar a su caballo para que se repusiese del último
galope, que había sido serio.
A la caída de la tarde se volvió a bajar en otra pulpería, donde
dio de cenar al caballo y al Cacique, cenando él mismo y asentando
cada bocado con un trago descomunal de ese brebaje espantoso que
en las pulperías de campaña se permiten llamar pomposamente vino
carlón.
En la pulpería encontró muchos paisanos que lo conocían, con quienes
entabló alegre plática, concluyendo por mamarse.
Ya hemos dicho que, bajo la influencia del vino, Moreira era más
alegre y más accesible a todo género de bromas, que devolvía con
suma vivacidad.
Allí contó su vida y milagros en los toldos, y aseguró que no pensaba
llamarse a silencio, hasta pelear a una partida de vigilantes de
la misma policía de Buenos Aires, porque ya los policianos de campaña
le daban asco y no servían siquiera para hacerle dar rabia.
Serían poco más o menos las dos de la madrugada, cuando Moreira
pagó el gasto de todos, con plata de los indios, según dijo, y se
alejó perezosamente hacia el 25 de Mayo, de cuyo pueblo estaría
apenas a unas cuatro leguas de distancia.
Hacía una hora que había amanecido, cuando el paisano, después de
una jornada de dos leguas, se detuvo en la última pulpería a dar
de comer bien al caballo y al perro, proporcionándoles un buen descanso,
porque la partida de aquel pueblo estaba con la sangre en el ojo
y tal vez quisiera prenderlo.
Es sabido que el gaucho errante tiene un amor en cada pago, y cien
amigos en cada palmo de tierra, que le avisan los movimientos de
las partidas que andan en su persecución y le indican los sitios
donde puede ocultarse con menos probabilidades de ser hallado.
Y Moreira, cuyas desgracias eran simpáticas a todos los paisanos,
recibía en cada pulpería una crónica detallada de lo que había dicho
el Juez de Paz y de lo que pensaba hacer la partida, según lo que
en la trastienda había hablado el sargento Fulano o el soldado Mengano.
En aquella pulpería supo Moreira que la muerte del Pato picaso había
puesto en movimiento a los policianos de la partida, porque se sabía,
por la reclaración de los compañeros, que el que había hecho esa
hazaña era Moreira, que había regresado de los toldos.
Moreira no hizo caso de las advertencias que le hacían para que
se alejara de aquellos pagos; se puso a tocar la guitarra mandando
echar una vuelta general de lo que gustasen, que él pagaba por todo
lo que se bebiera aquel día.
La jarana se armó de lo fino.
Moreira se había apoderado de la guitarra y había empezado por echar
unas hueyas, concluyendo por rasguear el malambo más quiebra, que
cepillaron la mayor parte de los concurrentes, que estaban garuados
los menos y completamente divertidos los más.
Durante el día iban cayendo a la pulpería infinidad de paisanos,
que tomaban cartas en la jarana y se iban quedando donde encontraban
los dos grandes elementos de una verdadera fiesta: guitarra y coperío
a discreción.
Llegó la siesta tumbando a la mayor parte de los concurrentes, que
se pusieron a dormir a pierna suelta; pero Moreira, que no había
querido beber con exceso, seguía con la guitarra, y aquello amenazaba
no concluir en tres días, pues ya se habían organizado carreras
y juegos de taba para el día siguiente.
Moreira tenía dinero en abundancia y pagaba religiosamente al fin
de cada vuelta, lo que tenía al pulpero completamente dominado y
fuera de sí.
En vista de la buena paga, había pelado una cañita de durazno que
los paisanos saboreaban con descomunales chasquidos de lengua, prodigando
mil elogios al pulpero, por cuya salud brindaban de cuando en cuando,
dedicándole algunas payadas y relaciones que se echaban.
Por fin, uno de los últimos paisanos que habían caído a eso de las
tres de la tarde, trajo una novedad que descompuso el baile.
La partida de plaza había salido aquella mañana en busca de Moreira,
con orden de recorrer todo el partido y matarlo dondequiera que
lo hallaran, pudiendo alegar después que se había resistido a la
autoridad, como siempre, a mano armada.
-Pues se irán como han venido -dijo Moreira, preludiando un gato-,
y soy capaz de pelearlos a zurdazos y con el rebenque. La única
lucha en que podría esmerarme es con vigilantes del pueblo, y éstos,
que yo sepa, todavía no han salido a buscarme.
-Mire, amigo, que la partida viene esta vez mandada, según me dijo
don Goyo, por un sargento de línea muy veterano, que dicen que es
un mozo malo, capaz de traerlo a usted atado de pies y manos para
que la autoridad lo fusile.
-No le haga caso, amigo -volvió a decir indolentemente Moreira-.
No hay partida capaz de matarme, porque la suerte pelea conmigo.
Eche una copa que yo pago, y, si quiere, vaya y dígale que aquí
los espero, y verá lo que hago yo con todas esas maulas. ¡No sirven
ni para la cachetada!
Un fuerte palmoteo acogió la determinación de Moreira y la algazara
siguió en un crescendo infernal.
No estaba, sin embargo, lejos el momento en que aquella chacota
se convirtiera en una tragedia, siendo Moreira actor principal en
un nuevo combate.
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