EDUARDO GUTIERREZ

La fuerza del destino

En aquellos días había llegado de tránsito al 25 de Mayo el sargento de línea Santiago Navarro, hombre duro en la pelea y en cuyo pecho se veían dos cintas correspondientes a dos condecoraciones ganadas en la heroica campaña del Paraguay, donde cada soldado fue un héroe.
El sargento Navarro era un hombre flaco, de pelo lacio y bigotes cerdunos, pero dotado de una fuerza muscular poderosísima. Navarro había llegado al 25 de Mayo, donde había oído todas las mentas que se contaban de Moreira, escandalizándose cristianamente de los triunfos que se le atribuían sobre las numerosas partidas con que había peleado.
Sabiendo Navarro que el Juez de Paz había dispuesto saliese la partida de plaza en persecución de Moreira, y oyendo decir que ésta se haría la que no lo había encontrado porque le tenía miedo, se presentó al Juez de Paz pidiendo el mando de la partida y prometiendo que, si el gaucho se hallaba en el partido, lo traería vivo o muerto.
La proposición fue aceptada con verdadero júbilo y en el acto se dispuso todo para salir en busca del terrible gaucho.
Navarro había averiguado qué clase de hombre era Moreira y con qué estrategia se batía para poder luchar contra diez o doce hombres ventajosamente, pues suponía que se parapetaría detrás de alguna cosa o usaría alguna táctica maliciosa que le proporcionara serias ventajas sobre sus enemigos.
Pero cuando supo que el gaucho peleaba lealmente, cuerpo a cuerpo y sin hacer uso de tretas, Navarro se rió alegremente y dijo que había de traer preso a Moreira, y que lo había de traer vivo.
Si Navarro hubiese conocido la clase de enemigo con quien iba a estrellarse, tal vez no habría prometido tanto; mas, soldado viejo y habituado a luchas rudas y laboriosas, no podía suponer que un hombre solo pudiese resistir a doce bien armados y sobre todo cuando esos hombres iban a ser guiados por él, que se tenía por bravo y bueno.
Navarro proclamó a su gente diciéndoles que era una vergüenza que fueran el juguete de un hombre solo y que él les iba a demostrar cómo se prende a un bandido.
Tanto habló el sargento y tanta patraña contó, que los policianos se templaron y se dispusieron a seguirlo llenos de confianza.
El Juez de Paz de 25 de Mayo ofreció a Navarro una buena recompensa si le traía a Moreira, y el buen sargento se puso en campaña con diez soldados, rogando a Dios que le hiciera dar con la guarida del gaucho, pues ardía en deseos de toparse con él, porque había comprometido su amor propio de veterano y había charlado en toda regla.
Navarro recorrió medio partido por los lados que le indicaban que podría estar Moreira, pero por más que registró las pulperías no lo pudo encontrar.
-Esta gente es muy ladina -decía Navarro a sus soldados-, y son capaces de esconderlo sabiendo que soy yo el que anda en su busca; pero, como llegue a saber que me juegan sucio, prendo a todos los pulperos y con una cepiada jefe me hago decir dónde está ese espantajo que tan sin razón asusta a toda la gente.
Los soldados estaban llenos de bríos y confianza al ver el deseo que demostraba Navarro de hallar a Moreira, y pensaban que aquel hombre había de ser muy guapo, tan ganoso se mostraba, a pesar de conocer que Moreira peleaba con el diablo y de saber lo que sucediera a Leguizamón por haberse metido a buscarle camorra.
Ya Navarro empezaba a desesperar del éxito de su empresa, por no dar con el hombre, cuando supo que en una pulpería, como a dos leguas de distancia, estaba un forastero que había llegado esa mañana y armado un baile con coperío, en el que ya había unos cuantos mozos divertidos.
-Puede ser que ése sea -dijo Navarro, y tomó el camino de la pulpería indicada, seguido de los diez soldados que, creyendo que pudieran hallar allí a Moreira, habían perdido la mitad de los bríos y empezaban a no creer que aquel hombre tan flaco y tan charlatán pudiera con Juan Moreira y llegara hasta prenderlo.
Animado y alegre, Navarro seguía andando hacia la pulpería, sin notar el desaliento que empezaba a dominar a su tropa y manteniendo a los viejos caballos patrias, en un trote sostenido, porque quería conservarlos frescos para el caso previsto por él, de tener que perseguir a Moreira, que ya le habían dicho que andaba muy bien montado.
Cuando avistó la pulpería hizo hacer un altito a la gente para cinchar y tomar esas pequeñas precauciones a que el soldado está habituado antes del combate.
Fue entonces que el paisano que había traído la noticia a Moreira de que lo andaban buscando, y quien de cuando en cuando salía a divisar el campo, vio la partida, y entrando a la pulpería todo espantado dijo a Moreira que huyera, porque hacia allí venía la partida, como de doscientos por lo menos.
-No me hago a un lado de la huella, ni aunque vengan degollando -dijo alegremente el paisano suspendiendo la relación de un gato que echaba en ese momento-. Este día -agregó-, tengo ganas de pelear para que no se vaya sin verme ese veterano que las viene echando de bueno, porque a la fija no me conoce -y salió a ver la gente que venía.
El sargento y los soldados se habían puesto en marcha de nuevo, muy desalentado el primero por la presencia de aquella gente, pues a estar allí, Moreira huiría precipitadamente.
-Aquel overo bayo que está en el palenque con un perrito arriba -dijo a Navarro uno de los soldados- es el caballo de ño Juan Moreira.
-Prenda que será mía desde hoy -respondió Navarro-, porque su dueño no lo va a necesitar más y aunque lo necesitase, sería lo mismo, porque se la voy a quitar.
Los milicos se miraban asombrados al ver la serenidad de aquel hombre a quien empezaban a tener lástima, porque presentían su triste fin.
La sola vista del caballo de Moreira descompaginó por completo a la partida, viendo que el trance duro se acercaba y que había que hacer de tripas corazón.
Cuando la partida llegó a la pulpería, Moreira había ya montado sobre su overo, después de revisar con suma ligereza los gatillos de sus enormes trabucos.
Con la rienda recogida y el poncho enrollado al brazo izquierdo, esperó tranquilo que le dirigieran la palabra, como si no fuera él a quien buscaban.
El sargento Navarro se dirigió resueltamente a Moreira.
No tenía más arma que un sable de caballería que pendía de su cintura, arma que consideraba más que suficiente para prender al gaucho, por estar hecho a ella hacía muchos años.
Los soldados se habían detenido un poco atrás dominados por la situación, y esperaban que Navarro les indicase lo que habían de hacer, aunque ellos hubieran preferido disparar.
-¿Es usted Juan Moreira? -preguntó el sargento al paisano, examinando a Moreira con una mirada rápida y sumamente penetrante.
-¿Qué dice, don? -contestó éste, clavando sus negros ojos en los del sargento y revolviendo el caballo de manera de no presentar ninguno de los flancos.- Ese tal soy yo, para lo que guste mandar.
-Pues, amigo, dispense -agregó Navarro-; pero traigo orden del Juez de Paz de prenderlo y, con su permiso -concluyó, queriendo echar mano a la rienda del overo-, sígame.
Un relámpago de soberbia brilló en la pupila del gaucho, que recogió la rienda del overo haciéndolo retroceder, y con altanería suprema dijo:
-Vamos por partes, amigo, que yo no soy mancarrón para que me hagan parar a mano, ni soy candil para que así nomás me prendan.
-Es inútil hacer resistencia -dijo Navarro con gran calma-; me han mandado que lo prenda y tengo que cumplir la orden sin remedio, conque dése preso.
-¡Y qué facilidad, canejo! -respondió Moreira sonriendo-; ni mi tata que fuera para hablar así -y con gran arrogancia sacó uno de los trabucos.
-¡A él! -gritó Navarro sacando su sable-. ¡Cuidado de no matarlo, que he de llevar vivo a este maula! -Y todos cargaron a una.
Moreira tendió el brazo al montón de milicos y disparó su arma terrible, partiendo en seguida a toda la carrera del overo.
-¡Que no se vaya! -gritó de nuevo Navarro, lanzándose sobre Moreira al débil galope del patria, sin fijarse que el disparo del trabuco le había volteado un hombre.
La huida de Moreira era con el objeto de guardar el arma, descargarla y sacar el otro trabuco, sin dar lugar a que lo hirieran.
Así es que unos segundos después se le vio volver las bridas y dirigirse de nuevo al grupo de soldados, que habían quedado atónitos, sobre quienes disparó el otro trabuco, postrando en tierra a otro de los soldados, mortalmente herido.
El resto de la partida, comprendiendo que iba a suceder lo de siempre y que era inútil luchar contra aquel hombre, se puso en precipitada fuga, abandonando a Navarro, que galopaba enfurecido hacia el encuentro del gaucho, luchando con la impotencia del patria y con la indignación que le causara la fuga de los soldados.
Moreira esperaba tranquilo la acometida, con la daga en la mano, pues la partida era ya igual y tenía ciega fe en el desenlace de la lucha.
Navarro, además, venía pésimamente montado, y ésta era una ventaja enorme que el paisano apreciaba en su importante valor.
Los paisanos que se habían metido en la pulpería, temiendo ser víctimas de algún tiro mal dirigido, empezaron a salir a ver la lucha de arma blanca.
Navarro llegó a donde estaba Moreira, amenazando un terrible corte a la cabeza; pero éste encabritó su caballo, que era una seda en la boca, y evitó el golpe, ganando al sargento el costado izquierdo, por donde lo acometió recio, hiriéndole el caballo bajo la paleta para entorpecer sus movimientos.
Cuentan que aquélla fue la lucha en que más astucia desplegó Moreira; no quería matar al sargento, pero sí hacerle ver su inmensa superioridad.
Navarro era un hombre bravo hasta la exageración, había comprometido su amor propio, y estaba decidido a prender a Moreira o morir a sus manos.
Se cubría en el ataque admirablemente bien, atendiendo a la defensa con gran tino, pero luchaba con un enemigo ágil y bien montado a quien no podía encontrar con los golpes de su sable, teniendo que distraer la mitad de su atención en su caballo flaco y despaletado.
Moreira reía ruidosamente a cada golpe que evitaba, ya con el poncho, ya levantando en la rienda a su overo, que giraba en las patas como un trompo.
Sobre la cabezada de su apero se veía al Cacique enfurecido, que tomaba parte en la lucha con sus ladridos desesperados y su ademán hostil.
Moreira, atendiendo, más que a la propia, a la fatiga de su caballo, preparó su golpe favorito, y cuando menos lo esperaba Navarro, hundió sobre su frente la terrible daga, que penetró hasta el hueso, produciéndole una herida de más de tres centímetros, por la que empezó a salir abundante sangre, que enceguecía al sargento al caer sobre los párpados.
Navarro soltó una enérgica maldición y cayó de nuevo sobre Moreira desesperadamente, con un golpe supremo, pero Moreira evitó el hachazo, bandeando a su vez el brazo derecho de su adversario, con una puñalada hasta la S.
Al sentirse herido Navarro de una manera que le inutilizaba el brazo abandonó la rienda del caballo y tomó el sable con la mano izquierda.
-¡Ah, hijo del país! -exclamó Moreira entusiasmado con aquel rasgo de valor-. ¡Así me gusta un tirano! -y sin dar tiempo a Navarro a hacer uso de su sable, se lo arrancó de la mano con un movimiento vigoroso, diciéndole al mismo tiempo:
-Con Dios, mozo lindo; yo no sé matar hombres guapos -y volvió su caballo al lado derecho, en momentos que el patria venía al suelo, arrastrando en su caída al desventurado sargento.
Moreira se retiró algunos pasos, echó pie a tierra y, después de arrojar el sable y guardar su daga, se acercó a Navarro, que había quedado exánime.
Levantó al herido y, haciéndose ayudar por los asombrados testigos de aquella lucha, lo condujo al interior de la pulpería, donde lo reconoció con prolijidad.
Navarro estaba desvanecido por la pérdida de sangre, pero sus heridas no eran mortales.
Moreira las lavó con caña, perfectamente; hizo un prolijo vendaje en la frente con el pañuelo que llevaba al cuello y metió en la herida del brazo el terrible tarugo de trapo quemado que usan los paisanos para estancar la sangre en las heridas calificadas de puñaladas.
Concluida esta curación, abrió la boca de Navarro y con la suya propia le echó adentro un trago de caña para entonarlo.
En seguida se sentó al lado del catre y se puso a mirar al sargento con una verdadera expresión de cariño.
Era el valor subyugado por el valor. Si Navarro, después de sus promesas, se hubiera batido flojamente, Moreira lo hubiera muerto o se habría burlado de él de una manera sangrienta; pero Navarro se había batido como un valiente, había sido vencido con bravura, y Moreira se había sentido cautivado.
Ya hemos dicho que el valor es la prenda que más se estima entre los paisanos.
Moreira permaneció todo el resto de la tarde y de la noche atendiendo a Navarro con una solicitud verdaderamente paternal.
Este había despertado después de medianoche y contemplaba silencioso y agradecido los cuidados que le prodigaba aquel hombre tachado de bandido a quien él viniera a prender.
-Gracias, paisano -le había dicho varias veces-. Usted es un hombre a carta cabal, y ya no extraño todas las proezas que de usted me habían contado.
Moreira había sonreído tristemente ante aquel cumplimiento, diciendo que con aquello no hacía más que cumplir con su deber, pues un valiente lo merece todo.
Y así pasó la noche, sin separarse del catre donde yacía Navarro, sino el tiempo necesario para dar de comer a su caballo y a su perro.
Cuando empezó a aclarar y el poncho de los pobres se asomó en el cielo hermosísimo, Moreira cinchó su caballo y se puso a hacer los preparativos de marcha.
-Yo me voy, compañero -dijo-, pero antes es preciso que hagamos la mañana, pues tal vez no volvamos a vernos. Yo no tengo el cuero para negocio y alguna vez ha de ser la buena.
-No habiéndole prendido yo -dijo débilmente Navarro-, lo que es a usted no lo prende nadie, a no ser que lo agarren dormido o a traición.
-Dios le oiga, amigo -dijo Moreira, despidiéndose de todos y pagando todo el gasto que había hecho. Salió, montó en su caballo y tomó al trotecito el camino de Navarro.
Para él ya todos los rumbos eran lo mismo; en todas partes había partidas y su destino era pelear con ellas hasta que lo mataran.
Cuando Moreira se hubo perdido de vista, el pulpero, queriendo quedar bien con la justicia, se acercó a Navarro y le dijo demostrando el mayor interés:
-Puede darse por bien servido, amigo, que este bandido no lo haya degollado, pues tiene más entrañas que un dorado y no se para en una puñalada más o menos.
-El que diga que ese hombre es un bandido -repuso Navarro, incorporándose con firmeza en el catre-, es un puerco a quien le he de sacar los ojos a azotes-; y volvió a caer postrado por la debilidad que le ocasionara la pérdida de sangre.

 

La soberbia del valor

Moreira regresó a Navarro y empezó a recorrer todos los partidos vecinos: Cañuelas, Saladillo, Lobos, Salto y Las Heras, siendo el terror de sus habitantes y de las partidas de plaza.
Dormía de día en medio del campo, fiado en la vigilancia de su perro, y se acercaba de noche a las poblaciones a buscar sus víveres y sus vicios.
Peleaba con los gauchos que tenían hechos y reputación, contentándose con vencerlos y no matándolos sino en el caso que esto fuera muy necesario a su defensa.
Las partidas de plaza estaban completamente dominadas, y si acaso le presentaban combate era para huir inmediatamente que el gaucho las acometía.
Solía venir al partido de Lobos, donde se alojaba en una casa llamada "La Estrella" y allí pasaba dos o tres días entregado al juego, al beberaje y a las mujeres.
Mientras Moreira estaba allí, no sucedía ningún escándalo, porque él no lo permitía; ¿y quién contrarrestaba aquella voluntad de acero?
Moreira salía al campo y detenía las galeras que venían a Lobos de los partidos vecinos a tomar el tren, pues sospechaba que en alguna de ellas podría ir su odiado compadre, a quien había jurado matar, y hacía un general registro entre los pasajeros, a quienes obligaba a descender para revisar el interior del vehículo.
En las diligencias venían generalmente pasajeros armados hasta los dientes, con la decisión de matar a Moreira si les salía al camino, pero al encontrarse con el gaucho olvidaban por completo su propósito y las armas permanecían inofensivas en sus manos heladas por el espanto.
Moreira hacía un prolijo registro, y convencido de que no iba allí su compadre, los dejaba seguir su viaje sin hacer a los pasajeros el menor daño.
Un día tuvo noticia de que en una galera que debía pasar por el Durazno, para tomar el tren de Lobos, venían su mujer y su compadre, que se dirigían a Buenos Aires.
Moreira se fue al Durazno y se emboscó en la pulpería por donde tenía que pasar la galera, decidido a degollar irremediablemente a aquel hombre que tanto odiaba.
Una partida de plaza, fuerte y bien preparada, recorría también los campos ese mismo día en demanda del terrible gaucho, no ya para prenderlo sino para matarlo.
Moreira sabía que lo buscaban, pero ni siquiera había pensado en ocultarse y sacar el cuerpo a aquella partida, pues tenía por todas ellas el mayor desprecio.
El gaucho se había emboscado, ocultando también su caballo, para que la gente de la galera no tuviese desconfianza alguna, y esperaba con la paciencia del zorro.
Serían como las doce del día cuando en las revueltas del camino apareció la galera, arrancando a Moreira un grito de júbilo.
Tanto el pulpero como algunos paisanos que estaban allí refrescando, temblaban de espanto al pensar lo que iba a suceder, no atreviéndose ninguno de ellos a disuadirlo.
En la galera venían el mayoral y seis peones, trayendo ocho pasajeros, perfectamente armados, entre los que se contaba el referido compadre, que traía un "rémington".
Cuando la galera iba a pasar por la pulpería, sin detenerse, temiendo que a ella pudiera llegar Moreira, éste saltó al camino y dio la voz de alto y a tierra.
-Pero, amigo Moreira -dijo el mayoral endulzando la voz todo lo que le fue posible-, déjenos seguir viaje, que llevamos el tiempo contado para alcanzar el tren.
-Alto, he dicho -replicó el soberbio gaucho, cruzándose de brazos delante de la galera-; yo tengo que revisar ese coche antes que siga viaje.
-Esto es de vicio, amigo -añadió humildemente el mayoral-; adentro no viene ningún enemigo suyo y usted nos va hacer perder el tren, que no sabe dar espera.
Moreira no contestó una sola palabra, pero sacó de su cintura uno de sus enormes trabucos y apuntó al mayoral: la galera se detuvo como por un resorte.
Los pasajeros, armados como estaban, podían haberse defendido por las ventanillas, tal vez matando al paisano, pero la proximidad de Moreira los había aterrorizado, desarrollándose en el interior de aquel vehículo una escena conmovedora.
La voz de Moreira había sido reconocida por tres de los pasajeros, produciendo en cada uno de ellos una impresión diversa pero igualmente profunda.
El compadre abandonó su "rémington" y se echó de barriga en el fondo de la galera, diciendo a los compañeros de viaje:
-Por Dios, amigos, ese hombre me busca y si me ve me va a degollar, échenme encima los ponchos y tengan piedad de mí. ¡Traten de que ese hombre no me vea, porque a la fija me mata!
Vicenta reconoció también la voz del gaucho y se echó a llorar desesperadamente. No temía al paisano; sabía que éste no la había de matar, puesto que no la mató la noche aquella que apareció en su rancho; pero al timbre de aquella voz se había agolpado a su espíritu todo el inmenso amor que le inspiraba su marido, y el recuerdo de todo su pasado acudía a su memoria, haciéndola caer en aquella amargura y honda desesperación.
Y lloraba desconsoladamente, ocultando el semblante como para huir de la mirada de Moreira, que sentía gravitar sobre su corazón, cuyos movimientos rápidos y agitados se advertían sobre la ropa.
La tercera persona que había reconocido aquella voz enérgica, era Juancito, el pequeño Juancito, que iba en brazos de la desventurada Vicenta.
Juancito gritaba alegremente y extendía sus bracitos hacia las ventanillas de la galera, llamando a su tata y prodigándole mil cariños en su encantadora media lengua.
Cuando Moreira asomó la cabeza al interior de la galera, se estremeció poderosamente y quedó inmóvil, fijando en su hijo su mirada entornada por una impresión íntima.
Olvidó por completo el propósito que allí lo llevaba; olvidó a su compadre, pegado al fondo de la galera, y no tuvo ojos más que para mirar a Juancito.
Sin retirar el trabuco que brillaba en su diestra, metió las manos por la ventanilla de la galera y empezó a acariciar a su hijito de todos modos.
Al espanto, entre los pasajeros, había sucedido un asombro mezclado a una especie de respeto engendrado por la actitud de profundo cariño asumida por el gaucho, cariño que asomaba dulcísimo a su pupila, dando a aquella fisonomía varonil y hermosa una expresión de dulzura arrobadora.
Era aquél un cuadro magnífico, de aquellos que no se pueden trasladar al lienzo, porque no está al alcance del hombre el poder imitar aquella chispa divina que asoma a la mirada en ciertas situaciones del espíritu, chispa inimitable que se puede llamar belleza de la expresión.
Y allí estaba Moreira absorto en la contemplación de su hijo, que devolvía una a una sus caricias, rogándole lo llevara consigo en ancas de su caballo.
De pronto soltó a su hijo al lado de Vicenta, buscó en su cintura el otro trabuco y se volvió amenazador hacia el camino.
De sus ojos había desaparecido aquella tierna expresión de cariño, apareciendo en ellos aquel fulgor siniestro que los dominaba en lo más recio del combate, cuando éste era duro y apurado.
¿Quién había sacado a Moreira de su éxtasis paternal, haciéndole volverse amenazador hacia el camino y sacando un trabuco que amartilló rápidamente?
Eran los ladridos desesperados que lanzaba el Cacique, previniendo un nuevo peligro, y que se sentían allí donde el gaucho dejara emboscado su caballo.
Moreira llegó en dos saltos a donde estaba su caballo y vio a dos cuadras de distancia una partida de plaza que venía al gran galope, sin duda para apresar al overo bayo, lo que importaba cortar al paisano la retirada y quitarle aquel poderoso elemento que lo hacía tan temible.
Sin duda el Cacique había dado mucho antes la voz de alarma, que no había sentido Moreira, extasiado en la contemplación de su hijito.
Al ver aparecer al gaucho en aquella actitud amenazadora, la partida se contuvo y avanzó al tranco tomando mil precauciones, pues entonces ya no se trataba de prender a Moreira, sino de matarlo de la mejor manera que se pudiera.
El mayoral de la galera aprovechó entonces aquella protección inesperada, y se alejó de allí con toda la velocidad que le permitían sus flaquísimos mancarrones.
Moreira quedó completamente desesperado. Quería seguir la galera, donde indudablemente se salvaba el objeto de su venganza, pero tenía también que atender a la partida, que se le venía encima preparando las carabinas de fulminante con que se la había armado.
El paisano renunció con una maldición a la persecución de la galera y atendió a su defensa, echando rápidamente la rienda al cuello del overo.
En ese momento los soldados hicieron tres o cuatro disparos de carabina, pero tan inseguros que el mejor tiro pasó a diez varas de distancia.
Ya hemos hecho presente que nuestra caballería de guardia nacional no sabe tirar, hasta el punto de disparar las carabinas al acaso, apoyándolas en las paletas del caballo.
Moreira extendió los brazos y el doble disparo de sus trabucos sonó poderoso, llevando el espanto y la muerte a las filas de sus adversarios.
Los caballos se asustaron y corrieron en varias direcciones, teniendo los soldados que hacer serios esfuerzos para contenerlos y volver al ataque.
Entretanto, con la rapidez que le era característica, Moreira había vuelto a cargar los trabucos y esperaba tranquilo y sonriente la nueva acometida.
Los soldados, rehechos, volvieron al ataque y dispararon de nuevo al acaso sus carabinas, sin otro resultado que provocar la risa del gaucho, que ni siquiera se cubría tras el corral donde estaba atado el caballo, pues la práctica le había enseñado que las carabinas en manos de aquella gente eran armas inútiles.
Dejó, pues, que se aproximaran todo lo posible, y cuando los tuvo a tiro seguro, tendió de nuevo los brazos y el trueno de sus trabucos volvió a sonar poderoso, yendo a morir, repetido por el eco, allá en el último monte y saltó sobre el caballo.
El espanto se apoderó por completo de aquellos soltados, que echaron a disparar completamente desmoralizados, dejando en el campo tres muertos.
Moreira cerró las espuelas sobre los flancos del overo y se lanzó ávido en persecución de los que habían turbado su venganza, haciéndole escapar su presa.
Era la primera vez que después de vencer a una partida, perseguía sus restos, enconado y deseoso de destruirla soldado por soldado.
Es que el gaucho estaba furioso; la aparición de aquella partida, cuando menos la esperaba, lo había encolerizado y quería desahogar sus iras matando, exterminando todo aquello que se le pusiera por delante y tuviese olor a justicia de paz o partida de plaza, que eran sus enemigos a muerte.
Moreira había guardado sus trabucos y sacado una de las pistolas que le regalara su compadre Giménez, y la llevaba en la diestra.
Y así disparaba con la vertiginosa rapidez de su overo bayo, no sabiendo a cuál de sus enemigos elegir, pues todos huían en completo desparramo.
Por fin el gaucho se fijó en uno de los jinetes que más apuraba la marcha para salvar el bulto, cerró las espuelas al overo y partió en su dirección.
Tres o cuatro minutos después el paisano estaba sólo a dos cuerpos del caballo del soldado, que volvió la cara e hizo fuego con la carabina.
El tiro no dio en el blanco, y en aquel movimiento el soldado perdió la mitad de la distancia que ya no debía volver a recobrar.
Sacó el sable con ademán desesperado y se dispuso a vender cara la vida, pero tarde, ¡demasiado tarde!
Moreira se le había puesto a la par por el lado de montar, echando sobre el pobre mancarrón patrio todo el peso irresistible del overo, que lo cubrió de espuma.
El soldado dio vuelta y miró a Moreira, lívido por el terror, pues adivinaba la intención de aquel hombre; enarboló el sable y amagó un hachazo que el gaucho esquivó echando el cuerpo hacia las ancas del overo, y fue aquél el primero y último hachazo que tiró ese infeliz que tuvo la desgracia de ser alcanzado.
Moreira se enderezó de nuevo, buscó con su pistola la sien izquierda del jinete adversario, y el tiro salió, destrozándole completamente la cabeza.
Era el cuarto cadáver de la acción.
El soldado cayó del caballo como una maza.
Había muerto instantáneamente.
Moreira miró el camino por donde se veían como puntos negros los soldados que huían.
Blandió su arma amenazante en esa dirección y volvió riendas a la pulpería, diciendo:
-¡Ya nos volveremos a ver los bigotes, pedazos de maula!
Moreira corría con el vértigo de la carrera, el overo saltaba los pozos del camino, salvando los escollos, y, semejante al jinete, el Cacique iba como adherido a las ancas.
Así pasó como una tempestad por delante de la pulpería y siguió su desesperada carrera por espacio de dos leguas, interrogando el horizonte con inteligente mirada.
¿Qué buscaba Moreira en el espacio, que así hundía en él su mirada?
¿Cuál era el fin de aquella carrera que iba postrando las fuerzas del overo?
El paisano buscaba un punto que le revelase la posibilidad de alcanzar la galera, pero la lucha había sido larga y aquélla había tenido tiempo de hacer una larga marcha.
Convencido ya de que toda persecución sería inútil, Moreira detuvo su caballo y volvió riendas hacia la pulpería del Durazno, al trotecito del fatigado overo.
Moreira llegó a la pulpería, desensilló su caballo y le echó sobre el lomo un balde de agua fresca; en seguida compró una buena brazada de pasto y le dio de comer.
Concluida esta operación, entró a la pulpería sombrío y amenazador, pidiendo una sangría que se puso a beber con una ansiedad verdadera.
La fatiga de la lucha y el ardor de la carrera habían secado por completo su boca, que daba paso a la respiración poderosa, pero jadeante y entrecortada.
Cuando terminó la sangría, Moreira salió afuera, ensilló su caballo sin apretarle la cincha, y tendió a su lado la manta de vicuña, donde se echó a reposar.
El gaucho pensaba que tendría que renunciar a su venganza, pues aquella gente no volvería más por aquellos mundos mientras él estuviera vivo y pudiese aún manejar su terrible daga que tantas vidas había postrado a sus pies, en lucha leal siempre.
Ya no vería más a su hijito, cuya suerte lo aterraba. Y al pensar de esa manera, Moreira tomaba su cabeza con ambas manos y enredaba sus dedos nerviosos en los sedosos cabellos que mecía sin piedad.
-¡Ya no lo veré más! -decía llorando amargamente-; ¡ya no lo veré más, pero he de vengarme a lo indio, sin perdonar a uno solo de los que me han hecho mal!
Así llorando unas veces, maldiciendo otras, dormitando a intervalos y prevenido siempre a cualquier evento, estuvo echado en la manta hasta la caída de la tarde.
A aquella hora llegó a la pulpería otra galera, que iba de paso para Lobos a tomar el tren del día siguiente.
En esa galera venían también varios pasajeros armados hasta los dientes, en previsión de que Moreira les fuese a salir al camino, pues ya se decía con esa exageración de los pequeños pueblos, que el paisano detenía las galeras y saqueaba a los pasajeros, pudiéndose contar por feliz el que escapaba con vida.
Cuando Moreira divisó la diligencia, cinchó tranquilamente su caballo y revisó las armas, preparándose por completo a hacer frente a toda situación.
En esta actitud poco tranquilizadora esperó que se acercara la galera, y cuando ésta estuvo a pocas varas, se puso en medio del camino diciéndole al mayoral:
-Amigo, media vuelta y vuélvase, porque hoy no pasa nadie para Lobos; ya han pasado por desgracia más de los que debían, y por hoy se acabó.
-Pero, amigo Moreira -repuso el mayoral-, aquí va gente buena que quiere tomar el tren de mañana, porque tiene que hacer en Buenos Aires.
-¡Alto y vuélvase, amigo mayoral! -insistió Moreira-. Ya le he dicho una vez que por aquí no se pasa hoy, porque así me ha dado la gana este día. ¡Pronto y con buen modo!
Uno de los pasajeros, que conocía al gaucho y sabía que era accesible a la palabra bondadosa, asomó la cabeza por una de las ventanillas de la galera y le dijo:
-Deje pasar, amigo Moreira; tenemos mucho que hacer en el pueblo y la demora de este viaje podría traernos serios perjuicios en nuestros negocios.
Moreira endulzó su ademán al oír aquella palabra suave, se hizo a un lado del camino y sin quitar la vista de aquel hombre, dijo:
-Está bien, patrón, yo no soy justicia para tener palabra de rey, y aunque había jurado que no pasaría nadie, fue porque no conté que hay palabras que llegan al corazón.
Y la galera siguió viaje y el paisano quedó allí cruzado de brazos hasta que el vehículo se perdió por completo.
Dos pasajeros habían visto los tres cadáveres sobre el camino y, al percibir a Moreira y oír su palabra altanera, se habían creído muertos; de modo que cuando estuvieron a cierta distancia, recién respiraron con entera libertad, apreciando aquella aventura como la salvación de un peligro de muerte inevitable, gracias a aquel joven pasajero que conocía a Moreira.
-Si este hombre hubiese sido tratado con bondad siempre -dijo éste a los otros pasajeros-, habría sido tan dócil como un niño. Pero lo han perseguido a muerte, y ese espíritu naturalmente bondadoso, herido y humillado de todos modos, se ha lanzado al camino de guerra abierta con la justicia.
Y aquella era una verdad inconmovible, pues solamente nuestra justicia de paz, mala y entregada a manos ignorantes, es capaz de convertir a un hombre bueno en un bandido, pues si Moreira no hubiera tenido el freno de los instintos nobles y bondadosos, habría sido un asesino feroz que hubiese asolado toda la campaña con sus crímenes.
Moreira permaneció mudo y de brazos cruzados hasta que el ruido de la galera no fue perceptible al oído.
Entonces entró a la pulpería, donde comió una caja de sardinas y bebió un trago de vino; montó en seguida a caballo, después de haber pagado el gasto, y se alejó al paso de su overo, que a las diez o doce varas dio un bufido asustado y saltó hacia un lado con tal ímpetu que, a ser el jinete otro que Moreira, habría salido limpio del recado.
No fue tan feliz el Cacique, que resbaló por el anca y cayó al suelo, previniendo a Moreira con sus ladridos, que necesitaba ayuda para volver a subir.
El paisano se agachó, levantó de nuevo al Cacique e indagó a la media luz de la noche, que ya se venía encima, la causa del susto del overo.
Eran dos de los cadáveres de los soldados que habían sido muertos en la lucha, que permanecían tirados al lado del camino, pues la partida no se había atrevido aún a venir a recogerlos.
-Queden con Dios -les dijo Moreira con un sarcasmo infinito-, yo les he de mandar tantos compañeros, que se han de estorbar para jugar al truco o la taba.
Y su gallarda silueta se confundió con la oscuridad de la noche.
El paisano se dirigía a Navarro que, no sabemos por qué, era su pueblo predilecto.
Era entonces Juez de Paz de Navarro el mismo señor Marañón a quien Moreira salvó anteriormente la vida, según lo hemos narrado.
El paisano marchaba a jornadas muy cortas para reponer a su caballo de la última fatiga sufrida, que había sido muy recia y había postrado algo sus fuerzas; se detenía en las pulperías del tránsito el tiempo necesario para dar de comer a su gente, según llamaba a su caballo y su perro, y comer algo él mismo.
Dormía poco y a la siesta en el medio del campo, según su vieja costumbre, pues la noche la dedicaba para marchar "con la fresca" libre de toda sorpresa.
Moreira llegó a Navarro completamente descansado y listo para entrar en combate, si acaso la partida de plaza salía a hacerle una tanteada.
Eran las dos de la tarde cuando entró al pueblo de Navarro, con terror de sus pacíficos habitantes, que lo vieron pasar por la calle aterrados.
En vez de dirigirse a casa de algún amigo para ocultarse o a alguna pulpería de los arrabales para no hacerse tan notable, Moreira se fue directamente a la pulpería de Olazo, donde peleó con Leguizamón, muy concurrida a esa hora, y tomó allí la copa, invitando a algunos amigos que estaban refrescando.
Allí permaneció más de dos horas en alegre conversación, relatando alguna de sus aventuras en los toldos y el lance con el sargento Navarro, que fue muy aplaudido.
Después de recibir algunas felicitaciones de los amigos, pagó el gasto hecho y salió de lo de Olazo, tomando la dirección de la plaza, como quien va al juzgado.
Los paisanos quedaron asombrados de aquel rasgo de audacia, incomprensible en un hombre contra quien las partidas tenían una orden de muerte.
Moreira llegó a la puerta del Juzgado de Paz, donde detuvo su caballo.
Eran más de las cuatro y el señor Marañón no estaba allí a aquella hora.
Todos los paisanos que había en lo de Olazo vinieron a la plaza a ser testigos de la hombrada que, fuera de duda, iba a hacer allí Moreira.
Este se detuvo a la puerta y, encarándose con el soldado que estaba de guardia, sacó sus trabucos y con toda calma y prolijidad se puso a examinar los muelles.
-¿No está la partida en el juzgado? -le preguntó volviendo los trabucos a la cintura-. Llamá al sargento y decile que aquí está Juan Moreira, que viene a pelear.
El soldado, temblando de miedo, se metió adentro y, sin darse cuenta de lo que hacía, fue a avisar al sargento lo que sucedía, que quedó helado de espanto.
Viendo Moreira que el sargento tardaba en venir, se bajó del caballo y golpeó la puerta del Juzgado con el cabo del rebenque, gritando desesperadamente:
-¿Qué hacen que no vienen esos maulas que dicen que me andan buscando ganosos, por todas partes, sin querer dar conmigo? He venido a ahorrarles el viaje.
El sargento, al oír las voces, acudió como un autómata a la puerta y dijo a Moreira:
-Váyase, don Juan, que nosotros no lo perseguimos. Váyase que me compromete, por Dios, que va a venir el juez, que es el señor Marañón, y nos va a echar a todos a la calle, después de una cepiada.
Cuando Moreira supo que el juez era Marañón, montó rápidamente a caballo y se alejó presuroso diciendo:
-Pues me voy, porque no quiero que ese hombre tenga ningún disgusto por causa mía, y me voy del partido, a donde no he de volver mientras él sea justicia. ¡Es el único hombre que quiero en esta vida!
Y se alejó al galope largo, yéndose a hacer noche en casa de unos amigos, en las orillas del pueblo.
Serían las ocho de la noche cuando apareció en el rancho donde se albergaba Moreira, previo aviso del Cacique, el mismo sargento de la partida con quien habló en el juzgado.
El sargento era portador de un recado del Juez de Paz Marañón, que mandaba decir que fuese a verlo inmediatamente a su casa.
No sabemos hasta qué punto tendremos derecho a hacer uso de estos datos, y si hay en ellos alguna indiscreción, pedimos humildemente disculpas a aquel digno caballero, en vista del móvil que nos guía.
Los hechos pasados y su acción noble lo enaltecen, lejos de deprimirlo.
Moreira llegó a la casa del señor Marañón y éste empezó a hacerle todo género de reflexiones para que aceptara su primer oferta de irse a las provincias del interior.
-No puedo, mi patrón -dijo Moreira-. Ya la vida me pesa y el día que me maten será el único día alegre que habré tenido. Si peleo no es ya para defender el cuero, como en tiempos en que podía vengarme. Ahora peleo sólo porque no digan que me han matado como un carnero, tengo que morir según mi crédito y ésta es la razón por que no me he dejado matar con las últimas partidas que me han venido a prender.
Marañón tenía contraída con Moreira una de aquellas deudas que nunca se pagan: la vida; y trataba de detener a aquel gaucho desventurado en la pendiente de muerte a que rodaba con una conformidad tan imponente.
-Es preciso que te vayas de aquí -dijo Marañón-, porque yo no puedo tolerar tu presencia, como Juez de Paz en este partido. O te vas o renunciaré.
-Me voy, señor, me voy -dijo Moreira-, y ha de ser esta noche misma. Usted es el único hombre que hay sobre la tierra contra quien yo jamás haré uso de mis armas. Permítame que lo quiera, patrón, y si algún día quiere quedar bien prendiéndome, mándeme avisar, que yo mismo me presentaré en su casa sin armas y yo mismo me ataré para que me lleven.
-¡No seas loco! -le dijo Marañón-. Salí del partido, y que Dios te ayude.
Y al estrechar la mano que el gaucho recibió entre las dos suyas, quiso inducirlo de nuevo a que se fuera al interior, prometiendo buscar su hijo y mandárselo.
Pero Moreira desechó la propuesta con la misma decisión que las otras veces.
Estrechó la mano de aquel único ser en quien había encontrado un amparo.
Dos lágrimas rodaron por sus mejillas y salió de la casa de Marañón sin decir una palabra.
Montó a caballo, gritó un triste "adiós, patrón querido" y largó su caballo a gran galope, hasta llegar al rancho donde paraba, y donde se detuvo a levantar la manta y otras prendas que había dejado en casa del amigo que le había ofrecido albergue.
Media hora después salía del pueblo al tranquito, tomando la dirección del partido del Salto.

 

El guapo Juan Blanco

Poco después de estos sucesos, llegó al partido del Salto un paisano sumamente lujoso que algunos indicaron con el nombre de don Juan Blanco.
Juan Blanco era un paisano hermoso, que vestía con un lujo deslumbrador; con un traje que no era de ciudad ni de campo, siendo mezcla de los dos.
Su pequeño pie estaba calzado con una rica bota granadera, de cuero de lobo, que sujetaba al empeine con una lujosa espuela de plata con incrustaciones de oro.
Llevaba bombacha de casimir negro, sujeta a la cintura por un tirador de charol, abotonado con monedas de oro y adornado con pequeñas monedas de plata, en una cantidad tal, que apenas se podía adivinar, por los pequeños claros, la clase de cuero de que estaba hecho aquel tirador.
Por la parte delantera de éste asomaban las culatas de dos enormes trabucos de bronce y las de dos pistolas pequeñas, pero de gran calibre y sistema moderno.
Detrás, asomando por ambos costados, aquel hombre traía una larga daga en vaina de plata, con una S de oro cincelado, que despertaba envidia en cuantos la veían.
El traje estaba completado por una chaqueta de casimir azul oscuro y un sombrero de anchas alas que Juan Blanco llevaba un poco a la nuca, dejando descubierta una frente juvenil y arrogante, iluminada por la expresión de sus dos ojos negrísimos de extraordinaria fijeza, que miraban con una altivez irresistible.
Ningún habitante del partido conocía a este tal Blanco, y, sin embargo, todos le atribuían mil proezas de valor y guaperías que ninguno sabía de dónde habían salido.
En una pulpería se contaba la historia de que aquel Juan Blanco había derrocado a muchas partidas de plaza, mientras en otras se narraban hazañas y peleas en las que don Juan Blanco figuraba como un hombre invencible, de una vista suprema y de un manejo descomunal de las armas.
Juan Blanco usaba el cabello corto y una larga y poblada pera sansimoniana que hacía juego con un bigote sedoso y negro como azabache.
Blanco había llegado al Salto y su primera diligencia fue presentarse al Juzgado de Paz y enrolarse en la Guardia Nacional, operación que decía no haber hecho antes porque recién concluía de hacer unos negocios y venta de campos de su propiedad para venir a fijar su residencia en aquel pueblito de que tanto gustaba.
El comandante militar enroló a Blanco, muy contento de haber adquirido en la Guardia Nacional a un hombre de aspecto tan bravo y tan militar.
Los cuentos que, sin conocerse el origen, corrían sobre aquel hombre, le habían hecho tomar tales proporciones entre los paisanos, que los menos valientes temblaban en su presencia, y los guapos no se atrevían a roncar fuerte delante de aquel de quien tantas mentas se hacían y tanto se ponderaba.
Juan Blanco concurría a todos los bailes sin ser invitado y nadie se atrevía a recordarle que no se había llenado en él aquella fórmula social.
En todos estos bailes, Juan Blanco era el niño mimado de las paisanas, captándose por esta causa el odio profundo y reconcentrado de los paisanos, que no podían mirar tranquilos aquellas deferencias.
¿Pero quién era el guapo que se atrevía a demostrarle claramente su odio, cuando con tanto garbo llevaba a la cintura aquel formidable arsenal?
Fue en uno de esos bailes que los paisanos del Salto pudieron conocer prácticamente todo el valor de que estaba dotado Juan Blanco.
Se celebraba a orillas del pueblo un velorio, al que había asistido gran número de paisanos, entre ellos un teniente alcalde, hombre de bríos y de seria reputación.
Blanco supo que aquel teniente alcalde era tenido por muy bueno y que hacía los bajos a una de las paisanas que habían concurrido a aquel alegre velorio.
Desde el principio eligió por su compañera a aquella paisana, notándose que al hablarla trataba de echársele encima, mirando de soslayo al teniente alcalde.
Este empezó a calentarse de la cosa, a lo que contribuía en gran manera el placer con que la paisana escuchaba los requiebros del lujoso y galante forastero.
En un momento que Blanco sentó a la compañera, el teniente alcalde se aproximó a ella invitándola a bailar una polca que tocaban los acordeones.
La muchacha se iba a levantar, pero al hacerlo echó una mirada para el lado donde estaba Juan Blanco, quien le hizo una seña negativa a la que ella obedeció quedando sentada.
La rabia que había estado juntando aquel hombre toda la noche estalló por fin en una blasfemia poderosa, y dirigiéndose a Juan Blanco, le dijo amenazándolo:
-Parece, amigo, que usted ignora que esa prenda tiene dueño y un dueño no la cede, lo que le advierto para su gobierno.
-Ni que fuera usted justicia, compadre -replicó Juan Blanco, sonriendo desdeñosamente-. Cualquiera que lo oyera, pensaría que usted por lo menos debe ser teniente alcalde.
En todos los pueblos de campaña, con o sin razón, los representantes de la justicia, ¡triste justicia!, son generalmente odiados, así es que la sátira de Juan Blanco hizo sonreír a todos los concurrentes, que lo acompañaron con su más franca simpatía.
Ninguno de ellos se hubiera atrevido a contradecir al teniente alcalde, pero lo veían enredado en una mala cuestión con aquel hombre y deseaban ardientemente que llevara la peor parte si la cosa se ponía seria.
-Pues sépase, so guaso -había respondido todo colérico el justicia-, que soy el teniente alcalde de este cuartel y que no tengo que tolerar las compadradas de usted ni de nadie.
-Lo que es de los demás, no digo nada -contestó el gaucho tomando asiento-, pero las mías las ha de aguantar, porque son buenas para avivar tontos.
-Usted se va a retirar de aquí en el acto -dijo ya completamente sulfurado el teniente alcalde, avanzando hacia Blanco-, o lo meto al cepo del cogote.
El incidente había tomado entonces un aspecto formidable. El teniente alcalde era guapo y caprichoso. En el baile había mucha gente y, para conservar las ínfulas de justicia y hombre bravo, estaba dispuesto a cumplir su amenaza si aquel hombre no se retiraba sobre tablas.
Blanco miró al teniente alcalde, que estaba dominado por la ira que salía a sus ojos, paseó en seguida la vista por todos los que estaban presentes y soltó una carcajada tan espontánea, tan cosquillosa, que los demás paisanos rieron también a pesar de la ira del teniente alcalde.
Este se puso densamente pálido, sacó un revólver de la cintura y apuntando con él a Blanco, hasta apoyárselo sobre la frente, le dijo:
-O sale usted afuera, para no volver más, o me entrega sus armas dándose preso.
Un estremecimiento poderoso recorrió el cuerpo de los testigos de este lance, pues sabían que el teniente era hombre de cumplir al pie de la letra lo que había dicho.
Juan Blanco se levantó lentamente de la silla y, sin quitar su mirada de la mirada de su adversario, le respondió de esta manera:
-Yo he jurado no matar sino amenazado de muerte, cuando me obligan a defender la vida y para salvarla no tengo más remedio que matar, sin embargo, esta noche me copo a mí mismo la banca, y quiero ser indulgente con usted, a pesar de ser justicia, retírese y no me moleste.
El teniente alcalde dio un gran tacazo en el suelo, y apoyando la boca de la pistola sobre la frente de aquel hombre, que no se movió, gritó:
-¡Marche, canejo! Marche, le digo, o le hago volar el mate con la basura de porra que tiene adentro.
Blanco no hizo el menor ademán de sacar las armas que llevaba en la cintura, pero con una rapidez imponderable metió el brazo izquierdo, desviando de sobre su frente el arma del teniente alcalde, y le dio en la cabeza tan recio puñetazo, que lo lanzó como un fardo de lana hasta los pies del acordionista.
En seguida se precipitó sobre él, le arrancó de la mano el revólver, y lo hizo volar por la puerta a una gran distancia.
Los circunstantes quedaron helados, confesando, con la atónita mirada, que nunca habían visto un hombre tan guapo y tan limpio para dar una cachetada.
-¡Toquen la música, maulas! -gritó Blanco, después de haber empujado hasta un rincón el cuerpo del teniente alcalde-; toquen la música para que no se enfríe la gente -y salió con la paisana, causa de la querella, al compás de la música que se apresuraron a ejecutar los del acordeón y la guitarra.
Antes de que terminara la pieza que se bailaba, el teniente alcalde se había repuesto completamente de los efectos del moquete y enceguecido por la ira y la venganza se había lanzado sobre Blanco, cuchillo en mano, quien apenas tuvo tiempo de meter el brazo y evitar la primera puñalada.
Blanco, sereno siempre, siempre sonriente, dio un salto atrás, descolgó del cabo de la daga su rebenque, que llevaba allí sujeto, y esperó, enrollando la lonja en la mano.
El teniente alcalde acometió de nuevo, pero con desgracia, porque el cabo del rebenque de Blanco encontró su mano derecha y el cuchillo saltó a dos varas de distancia.
En seguida Blanco desenrolló de su mano la lonja, tomó el rebenque por el cabo y dio al justicia tan tremenda rebenqueadura, que no tuvo fin hasta que aquel hombre sintió su brazo completamente fatigado.
El teniente alcalde quedó inmóvil y en un estado repugnante: su rostro se veía surcado por una cantidad de fajas cárdenas que había impreso en él la lonja del rebenque, y por entre el cuello de la camisa se veían asomar algunos vestigios de sangre amoratada y espesa.
Aquel hombre había quedado humillado y la fama de Juan Blanco había llegado al pináculo de toda ponderación fantástica.
A pesar de que él quiso hacer seguir el baile y la parranda, la gente estaba tan impresionada que poco a poco fue abandonando aquel recinto y montando a caballo.
Juan Blanco se despidió de la paisanita y de los dueños de la casa, a quienes pidió amablemente disculpas.
Salió y se le vio desatar del palenque un caballo overo bayo, sobre cuyo apero se veía un cuzquito que paseaba alegremente de la anca a la cruz.
Sobre aquel caballo montó Juan Blanco y se alejó al trotecito, tomando la dirección del pueblito sin recelo de la partida, que ya debía saber lo que había sucedido al teniente alcalde.
La voz de aquel suceso, llevada por los que habían estado en el velorio, se desparramó por todo el pueblo con tal rapidez, que todo el paisanaje conocía la cosa con "pelos y señales", comentando el hecho de una manera poco favorable para la justicia de paz, que se ha hecho odiosa a todo habitante de campo.
Juan se vino a un café muy concurrido donde se armaban buenas partidas de billar que solían concluir de mala manera, y allí tuvo que aceptar varias convidadas y corroborar las versiones que sobre la azotaina corrían, y que los menos crédulos se permitían poner en duda, pues al hecho magnánimo de no hacer uso de las armas ventajosas que llevaba en la cintura, se unía el valor de que aquel hombre había hecho alarde y la ocurrencia feliz de una rebenqueadura macuca, en pleno baile, al teniente alcalde más orgulloso y antipático de todo el pueblo.
-Yo no ensucio más mi daga en sangre de justicias -respondió Juan Blanco a la pregunta de por qué no lo había muerto-, es gente que me da asco y para quien guardo el rebenque a falta de arriador, que, si yo cargase arriador, a talerazos los había de manejar por maulas.
-Pero es bueno que usted se oculte, al menos por unos días -dijeron a Blanco-, pues tenga por seguro que han de salir a buscarlo para prenderlo, pues querrán vengar de mala manera lo que usted ha hecho en el velorio, que tendrá al Juez de Paz dado a todos los diablos.
-La partida no ha de salir a buscarme -dijo insolentemente Juan Blanco-, porque los hombres se conocen en el pelo de la ropa. De todos modos -añadió con la mayor naturalidad de este mundo-, si pasan dos días sin que la partida me busque, yo he de buscar a la partida y entonces nos hemos de ver lindo las caras, y prometo que ha de haber diversión para más de un mes.
Los paisanos estaban absortos al escuchar a Blanco: o aquel hombre era un contador de guayabas, lo que no podía ser por la muestra que había dado esa noche, o era un hombre como jamás habían alojado en su pago los buenos habitantes del Salto.
Juan Blanco jugó con algunos paisanos varias partidas de billar y se retiró después de hacerles algunas trampas, vicio que había contraído últimamente y del que no podía prescindir, según decía, cuando era pillado en una que no tenía disculpa.
Aquella noche todos pasaron por alto las trampas que les hizo Blanco, se acordaban del teniente alcalde y tenían miedo.
Juan Blanco montó a caballo y ganó el campo, pues no hacía noche en poblado, ni dormía jamás bajo techo.
Aquel suceso tragicómico fue el tema inagotable del resto de aquella noche y el día siguiente, hasta que una nueva aventura vino a hacerlo palidecer.
En los pagos del Salto existía por aquellos tiempos un tal Rico Romero, muy conocido en aquel partido por hombre bravo y de mucha fortuna.
Rico Romero tenía la reputación de la primera daga del partido y no podía mirar sin celos las proporciones colosales que iban tomando las mentas de Juan Blanco.
Rico Romero no daba crédito a las mentas de que había venido acompañado el tal Juan Blanco, y respecto a la mala ventura del alcalde decía que Juan Blanco lo había madrugado y que, además, eso lo podía hacer cualquiera con un hombre que, como el teniente alcalde, era flaco y de muy poca vista para manejar el cuchillo.
Sin embargo, aquella aventura del alcalde le había conquistado a Blanco la admiración de los paisanos, que sostenían a Romero que aquel hombre era más bravo que un toro.
La noche siguiente al famoso velorio, los paisanos habían caído al billar y casa de negocio donde armaban sus partidas y donde desde temprano estaba Rico Romero.
La conversación recayó sobre Blanco, y se entabló la eterna discusión en que Romero sostenía que aquel Blanco debía ser más morado que una sandía.
-Es mucho hombre -dijo uno de los gauchos-; es mucho hombre y tiene la vista que parece relámpago y un manejo en la daga que asusta, créamelo.
-Pues con la vista y todo y con manejo y todo -contestó Romero-, la primera vez que ese hombre se meta conmigo no le van a valer ni una cosa ni otra, porque lo he de matar.
Aún no se había extinguido el eco de estas palabras, cuando apareció en la sala de billar Juan Blanco, altivo y sonriente.
Era imposible que al entrar no hubiese oído lo que acababa de pronunciarse, pero se hizo el desentendido y saludó a la concurrencia con un cordial "Buenas noches, compañeros".
Rico Romero comprendió que Blanco lo había oído y creyó que disimulaba de miedo, pues por nuevo que aquel hombre fuese en el pueblo, debía conocer quién era, y efectivamente ya Blanco sabía quién era Rico Romero y suponía que éste, por celos de reputación, trataría de buscar camorra.
Romero fue el único que no contestó al saludo del paisano, quien siguió haciéndose el desentendido y se puso a conversar con dos gauchos que estaban recostados al mostrador.
No habían pasado cinco minutos, cuando el gaucho, deseoso de pelear, empezó a dirigir a Blanco indirectas hirientes, que éste siguió pasando por alto.
Romero empezó a encolerizarse del poco efecto que hacían sus indirectas y, deseando probar de una vez a los paisanos la superioridad que tenía sobre el forastero, lo llamó y le dijo:
-Se me hace, amigo, que usted ha venido aquí sólo a asustar con la postura y que no ha de ser capaz de pararse conmigo adonde yo me pare.
-Será así, amigo -contestó Juan Blanco, sin dejar su postura perezosa y sonriendo siempre-; yo no puedo obligar a nadie que crea lo que no quiere creer.
-Bien se me había puesto -siguió diciendo Romero, ensoberbecido por la actitud humilde del paisano-; bien se me había puesto que usted era un mulita mal pegador, y que en cuanto diera con un hombre que le metiera el resuello, se le iban a quitar los bríos del primer golpe, ¡ah, la malita! ¡Y sin armas se ha venido!
-Será, amigo -volvió a contestar Juan Blanco, siempre imperturbable y sin cambiar de posición-. Yo no sé contradecir a nadie cuando se trata de mí.
-Y aunque no se tratara -concluyó Rico, creciendo en insolencia-; y basta de parolas, que no tengo hoy humor de que nadie me queme la sangre, y menos un intruso.
Juan Blanco se calló la boca y convidó a los paisanos que hablaban con él a jugar una partida al billar, prescindiendo completamente de Romero.
-¡No dije yo! -murmuró éste-. Si a estos maulas hay que pegarles el grito a tiempo, si no lo madrugan a uno con la postura y lo llevan por delante.
Esta escena había sido sumamente perjudicial para Blanco, pues su actitud humilde le había hecho perder un cincuenta por ciento de su fama, que había pasado a Romero; pues éste había destapado la falsa reputación de aquél, a quien habían creído un hombre duro e invencible.
Juan Blanco se puso a jugar al billar con cuatro de los paisanos, mientras Romero tomaba poco a poco una copa de ginebra, mirando la partida.
Los jugadores eran buenos, pero Blanco les empezó a ganar el dinero con suma ligereza y haciéndoles grandes trampas que los paisanos veían; pero no se atrevían a protestar de ellas, pues, a pesar de que Blanco había sufrido a Romero todo lo que éste le había dicho, no por eso había perdido por completo su prestigio.
Poco a poco los jugadores, cansados de las trampas, fueron abandonando la partida, hasta que sólo quedó Blanco en la mesa haciendo rodar las bolas.
-Le juego una partida por cien pesos y la copa para los presentes -dijo Rico Romero levantándose y aproximándose al billar.
-No hay inconveniente -dijo Blanco, y echó mano al tirador para sacar el dinero y depositarlo según la práctica establecida en estos casos.
-Bueno -agregó Romero, sacando también un billete de cien pesos-, pero prevengo que no sufro trampas, y a la primera le rompo el alma y alzo la parada.
Por agresiva que fuera la actitud con que Romero dijo estas palabras, Blanco no se inmutó ni apagó su eterna sonrisa; acomodó las bolas y se preparó a jugar.
Los paisanos se colocaron en los bancos, pues era fácil entrever que aquella jugada no era más que el pretexto de una de a pie; porque si Blanco había aceptado el desafío era porque también aceptaba las consecuencias fatales de una partida armada sólo para encontrar un pretexto.
Los adversarios empezaron a jugar y durante unos diez minutos todo siguió en la mayor armonía. Parecía que el interés del juego había alejado todo mal pensamiento.
Blanco no pudo prescindir de sus malas mañas; en el primer descuido de Romero corrió el taco hacia los palos, volteándolos a todos.
-¡Ah, puerco tramposo! -gritó Romero encendido de cólera-. ¡Esto es robar la plata! -y tomando una de las bolas del billar la lanzó al pecho de Blanco, produciendo un ruido seco y obligándolo a llevar la mano al pecho y lanzar una potente maldición.
Rápido como el pensamiento, Romero se lanzó sobre Blanco enarbolando el taco y tirando un golpe a la cabeza que apenas pudo Blanco parar.
La lucha se trabó bárbara y encarnizada, sin que ninguno de ellos hubiera echado mano a la cintura en busca de la daga.
Blanco era más alto que Romero y parecía más vigoroso; así que cuando éste se lanzó sobre aquél, Blanco abrió los brazos arriba, presentándole libre la cintura, a la que se prendió Romero como si quisiera voltearlo al suelo para concluir con él.
Entonces Blanco se agachó sobre su espalda y le arrancó rápidamente la daga, dándole en seguida un puñetazo en la cabeza que lo hizo caer sin sentido.
-Tanto amoló esta maula -dijo, dándole con el pie-, que al fin me obligó a hacerle el gusto. No te degüello de asco.
Romero volvió en sí inmediatamente, se levantó rápido y buscó en vano en su cintura la daga, que le quitara Juan Blanco.
-¡Demen un arma, demen un arma, canejo! -gritó enfurecido, mirando a los paisanos que estaban mudos de asombro ante lo que había pasado-. ¡Un cuchillo! -vociferó, lanzándose sobre el paisano que estaba más inmediato, y tratando de arrancarle la daga que éste le rehusó, no queriendo comprometerse.
-¡Tome el cuchillo, maula! -le gritó entonces Blanco, tirándole a los pies la daga que le quitara de la cintura, y enrollando la manta en el brazo izquierdo.
Rico Romero se precipitó sobre su arma, que blandió en su mano vigorosa, y acometió a Blanco con la cabeza baja, marcando una terrible puñalada. Blanco evitó el golpe con asombrosa limpieza, y golpeó con el plano de su daga la cabeza de Romero, diciéndole:
-¡No se asuste, maula!
Romero, desesperado, y conociendo que era imposible llegar con el puñal al pecho de aquel hombre cuya vista era asombrosa, tomó rápidamente de sobre el billar otra bola que lanzó vigorosamente y que fue a estrellarse en el pecho de Blanco.
Detrás de la bola acometió Romero con suma rapidez, tirando una puñalada con todo el largo de su brazo. Fue aquélla la última puñalada que debía tirar en su vida.
Blanco no se había turbado, a pesar del segundo golpe de bola recibido en el pecho; envolvió en su manta la puñalada que le tirara Romero y se tiró a fondo, rápido y poderoso.
Su daga penetró entre la tercera y cuarta costilla, yéndose a clavar en la espina dorsal y atravesando en su trayecto el corazón, de manera que Rico cayó al suelo sin pronunciar una palabra. La muerte había sido instantánea.
Aquella puñalada había sido tirada con tal vigor, con tal fuerza muscular, que cuando Juan Blanco quiso sacar la daga de la herida, tuvo que apoyar una rodilla sobre el pecho del cadáver y dar un violento tirón de la daga con ambas manos.
Y era tan rica la hoja de aquella arma, que en la punta no se veía la menor lastimadura a pesar de haberse enterrado por lo menos medio centímetro en la columna vertebral.
Juan Blanco limpió su daga en el saco del cadáver y paseó al guardarla una mirada indagadora sobre los paisanos asombrados.
Ninguno de ellos dijo una sola palabra: estaban completamente dominados por el terror y el asombro. Juan había vuelto a tomar, para ellos, proporciones colosales, pues Rico Romero era un hombre reconocido por guapo y a quien no había valido ni aun el haber madrugado a su contrario.
-Una copa, amigo, para mojar la garganta -dijo Blanco al pulpero-, y otra para que esta gente vaya enjuagando el jabón que tiene.
El pulpero sirvió presuroso lo que aquel hombre había pedido, dándose por feliz de que no pidiese más.
Blanco bebió la suya, pagó el gasto hecho y salió a la calle, donde estaba su caballo bayo overo, atado en el tradicional barrote de fierro que pasa de parte a parte en los postes y que colocan los negociantes de los pueblos de campo, haciéndoles prestar el servicio de tranquera, para que los animales que quedan a la puerta no suban a la vereda.
Juan Blanco montó a caballo, apartando al perro que estaba sobre el apero, y tomó el camino de la plaza. Eran apenas las nueve de la noche.
Se detuvo en la barbería que había a la otra cuadra del juzgado y se hizo afeitar.
Nos cuenta el mismo barbero que, cuando empezaba a pasarle la navaja por la cara, Juan Blanco mantuvo con él el siguiente diálogo:
-Dígame, amigo, si viniera Juan Moreira y se sentara en su casa a hacerse afeitar, así como yo estoy ¿qué haría usted con él?
-Lo afeitaría -contestó naturalmente el barbero-; porque dicen que aquel hombre es terrible y yo no quiero tener enemistades con nadie.
-Y si se negase a pagarle la afeitada, estando tan cerquita del Juzgado, ¿qué haría usted con él?, ¿daría parte o se asustaría?
-Yo no me asustaría -dijo el barbero-; pero si no me quisiera pagar lo dejaría irse, porque peor sería que le fuese a dar rabia y me quisiera sacudir.
-Dicen que es un hombre muy malo ese tal Moreira y que ha hecho muchas muertes. No creo que sea un buen enemigo.
-Sí, pero también dicen que ha sido hombre bueno y que lo han perseguido mucho. Dicen, asimismo, que su lujo es pelear las partidas.
Mientras así hablaban, el barbero concluyó de afeitar a Blanco, quien se puso el sombrero y dio para que se cobrase un billete de cincuenta pesos.
Cuando el barbero vino a traerle el vuelto, Juan Blanco le retiró la mano, diciéndole:
-Guarde eso, amigo, en recuerdo de Juan Moreira.
El barbero quedó inmóvil, como si lo hubiera herido un rayo.
Aquella revelación inesperada le cayó como un balde de agua helada, pensando en que tal vez, si él se hubiera expresado de Moreira en otros términos, probablemente éste lo habría cosido a puñaladas.
El paisano montó a caballo y se alejó al tranquito, dando vuelta a la plaza y tomando el camino de las quintas.
Media hora después todos los habitantes del Salto sabían que el tal Juan Blanco no era otro que el famoso Juan Moreira, por lo que ya no les llamaba la atención lo que éste había hecho con el teniente alcalde, y la manera con que había dado muerte a Romero, después de haberle sufrido mil impertinencias.
Si la partida de plaza había pensado salir a prender a Juan Blanco, se llamó a sosiego cuando supo que este tal Juan era Moreira, llegando al extremo de negarse redondamente a la orden que de salir en su busca les diera el Juez de Paz.
Al otro día Moreira salió del Salto y tomó el camino de Navarro; pero antes de abandonar el pueblo, se le vio venir a la plaza, subir a la vereda y golpear la puerta del juzgado anunciándose a voz en cuello.
La partida de plaza estaba dentro del Juzgado, pero resolvió prudentemente no hacer caso de las voces del paisano.

 

La policía en jaque

Moreira salió así del Salto, donde tan tristes recuerdos dejaba, y se dirigió al pueblo de Navarro a pequeñas jornadas, como siempre, para conservar su caballo.
Llegaba a las pulperías, donde se detenía solamente el tiempo necesario para dar de comer al Cacique y al caballo, siguiendo el camino provisto de un poco de pan y queso, que era el alimento que tomaba cuando andaba de viaje; dormía profundamente a la siesta en medio del campo, hora en que ningún paisano está de pie.
Era entonces a fines del año 73 y en Navarro se hacían encarnizados trabajos para las elecciones que dieron por resultado la presidencia de Avellaneda y la Revolución de Septiembre.
Los hombres políticos de Navarro se disputaron el contingente poderoso de Moreira, ofreciéndole que harían cesar por completo la persecución tenaz de que era objeto.
Moreira se afilió a uno de los bandos políticos, al que se lanzó a la revolución y pudo quedar tranquilo en Navarro sin que la justicia se metiera con él para nada, llegando a ser mucho más temido que la partida de plaza, a quien tenía dominada por completo, como asimismo a los alcaldes y tenientes alcaldes de todo el partido.
Moreira no se habría hecho nacionalista si hubiera subsistido la candidatura del doctor Alsina; pero tratándose de Avellaneda, y hábilmente tocado por los enemigos de esta candidatura desastrosa, se entregó por completo a ayudar a los nacionalistas tan eficazmente, que sólo con estar en el atrio ganó la elección sin un solo voto en contra.
Cuentan entre otros un episodio de la vida de Moreira, en estas elecciones, que da una idea de la fortaleza de aquel espíritu y del dominio que llegó a ejercer sobre el paisanaje.
El club avellanedista de Navarro, presidido por una persona muy conocida en la sociedad de Buenos Aires, y que no nombramos por el papel que desempeñó en el incidente, contaba con cerca de cien afiliados, reclutados entre la gente más cruda y a quien se había armado de una manera electoral, es decir, hasta los dientes.
El presidente de este club mandó ofrecer un día a Moreira la suma de cincuenta mil pesos para que abandonase a los nacionalistas y les ayudara a ellos en aquella reñida elección.
Moreira contestó que él iría en persona esa noche a llevar la contestación a la propuesta, contestación que fue clara y terminante como las que acostumbraba a dar.
El club avellanedista estaba reunido en gran algazara contando con la incorporación de Moreira, cuando éste llegó, dejó su caballo en la puerta y entró como en su casa.
Todos los paisanos lo recibieron con muestras de la mayor alegría, pero él prescindió del paisanaje y se dirigió al presidente, que estaba contando el dinero que le mandara ofrecer.
-Si usted se ha pensado -le dijo de la manera más severa-, que yo soy artículo de pulpería que cualquiera me puede comprar, se ha equivocado de medio a medio. Ni yo me vendo, amigo, ni usted tiene bastante dinero para comprarme, en caso que yo tuviera para negocio mi facón, que está comprometido con mis amigos.
-Yo no he querido ofender, amigo Moreira -le contestó el presidente del club, sabiendo que a las malas era la causa perdida-. Necesitamos su apoyo y le ofrecemos por hoy esto, pudiendo usted contar con mucho más si llegamos a triunfar -quiso hacer en seguida la apología del presidente Avellaneda, pero el gaucho le cortó la palabra.
-Yo no puedo servir con usted, porque su candidato me da asco -prosiguió-, y porque no puedo servir para capitanear esta tropilla de maulas-, y Moreira miraba de una manera provocativa a los ochenta o cien hombres que lo escuchaban.
-No me vuelvan a ofrecer plata para que traicione a los míos -continuó-, porque si me llegan a ofender de esta manera caigo aquí y esto se vuelve una fonda de vascos cuya puerta de salida no van a encontrar de puro miedo. Y ustedes, grandes sinvergüenzas -concluyó dirigiéndose a los paisanos-, como yo los vea ir al atrio a votar en contra mía, les voy a sacar los ojos a azotes.
A pesar de ser tantos aquellos hombres, a pesar de estar reclutados entre la gente más brava y hallarse armados de revólver y puñal, ninguno de ellos se permitió contestar a las insolencias de Moreira, que había ido expresamente a insultarlos en su propia cara, tratándolos como a la última carta de la baraja.
Moreira salió por entre medio de ellos haciendo campo con el poncho y sin dignarse volver la cara para prever alguna puñalada traicionera.
Estaba tan seguro del dominio que ejercía sobre aquella gente, que demasiado sabía que ninguno se atrevería a jugar la vida en una puñalada que podía errar.
Salió a la calle, desató su caballo del llamador del club, en donde lo había dejado, y se dirigió al club nacionalista, donde había constituido domicilio.
Cuando Moreira salió de aquel club, los paisanos estaban dominados de tal manera, que declararon al presidente que habían decidido no votar en la elección porque no querían andar mal encontrados con Juan Moreira, que al fin y al cabo podía más que la justicia, y que la puñalada que él les diera nadie se la había de quitar.
Llegó el día de la elección y ésta fue canónica por los nacionalistas, pues no hubo ningún paisano que se atreviera a votar en contra de don Juan Moreira.
Y cuentan en Lobos que aquella elección fue sostenida allí con el solo nombre de Moreira, siendo juez de paz del partido don Casimiro Villamayor, que puede atestiguar el hecho.
Cuando la elección estaba más reñida y se temía la ganaran los avellanedistas, se hizo correr la voz de que Moreira llegaba de Navarro y hubo un completo desbande.
Tal era el terror que en aquella gente infundía el solo nombre de Juan Moreira, que a propósito de él se decía esta frase pintoresca: "No hay justicia que le venga bien".
Cuando pasó la elección, Moreira empezó a llevar en Navarro una existencia borrascosa. Armaba en pulperías grandes parrandas que duraban semanas enteras, porque ningún pulpero se atrevía a contradecirlo, desde que Moreira pagaba religiosamente el gasto que hacía durante aquellas infernales salamancas.
El partido vencido empezó a calumniar a Moreira contando "horribles asesinatos" que no habían existido jamás, haciéndole figurar como principal autor de ellos, para obligar al gobierno a tomar una medida enérgica contra el gaucho que tan dominados los tenía.
Fue entonces que el gobernador de la Provincia, que lo era entonces don Mariano Acosta, dispuso que salieran fuerzas de la Guardia Provincial a perseguir vagos y cuatreros en la campaña, prendiendo de paso al célebre Juan Moreira, en cualquier parte donde se le hallara.
Y el mismo coronel Garmendia, al frente de una compañía de su bizarro cuerpo, dio una batida general por esos pueblos de campo, trayéndose gran cantidad de vagos y gente de libertad perjudicial; pero no pudo dar con Juan Moreira, por más que lo buscó a pleito por todos aquellos parajes donde sospechaba o le indicaban que podía hallarse.
En muchos de estos parajes los piquetes hallaron los rastros, frescos aún del paisano, pero todos ellos volvieron sin lograr verle la silueta.
En Navarro supo el coronel Garmendia, por persona que acababa de verlo, que Moreira estaba armando barullo en la tienda y almacén del señor Olazo, donde tuvo principio la lucha que terminó con la muerte del célebre paisano Leguizamón.
Allí se trasladó la fuerza de la Guardia Provincial, se allanó la casa y se practicó el más minucioso registro, llegándose en él a remover las pilas de pipas llenas y vacías, pero inútilmente, porque Moreira no apareció.
¿Se había equivocado la persona que llevó el aviso, o Moreira, avisado a tiempo, se había puesto en fuga precipitadamente?
Ni una cosa ni otra: Moreira estaba allí con sus trabucos amartillados, dispuesto a hacer volar a los primeros que se le acercaran, pero no dieron con su escondite.
Dicen, y se ha probado, que Moreira había estado oculto en un sótano del aposento del mismo señor Olazo, cuya puerta estaba disimulada por una tira de alfombra puesta expresamente, y añaden que, cuando se retiró la fuerza, Moreira salió del sótano soltado una ruidosa carcajada.
-Con éstos no quiero pelear -decía, revelando toda su astucia-; porque no haría más que hacer el gusto a los que me quieren ver muerto. La partida es muy despareja y a la larga yo tendría que caer. Se han de morder el codo los que han creído verme difunto a la fija.
Moreira huyó en seguida de Navarro y se decidió a rondar los campos hasta que se alejara de allí el coronel Garmendia y su gente.
Después de una nueva rejunta de matreros y gauchos sin papeleta, como se le había comisionado, el coronel Garmendia regresó a Buenos Aires y Moreira volvió a caer a Navarro.
El gobernador don Mariano Acosta empezó a recibir nuevas denuncias de los "horribles asesinatos" que se atribuían a Moreira, entre los que figuraba un crimen de que entonces se ocupó mucho la prensa.
Era éste el de un panadero degollado por Moreira en el camino carretero, por robarle un peso de pan.
Sin embargo, he aquí cómo ocurrió aquel hecho, del que tenemos hasta el más minucioso detalle, y que, lejos denigrar, ¡enaltece a Moreira!
Aquel desgraciado repartidor de pan había sido asaltado por un gaucho malo, en su propio carrito, gaucho que está en la Penitenciaría condenado a veinte años de presidio y cuya vida figurará pronto en la colección de "Dramas Policiales" que publicaremos.
El gaucho había asaltado en pleno camino al repartidor de pan, que era un joven italiano, con el ánimo de robarle el dinero que llevaba encima.
Para terminar su robo con toda tranquilidad y sin la menor oposición, aquel bandido feroz había dado de puñaladas al joven, degollándolo en seguida.
Concluida esta operación, se había puesto a registrar los bolsillos del cadáver aún caliente, aliviándolo de la carga de unos trescientos pesos más o menos.
Daba el asesino sus últimas manitos en los bolsillos de la víctima, cuando se acercó al carro a gran galope Juan Moreira, que había adivinado la escena.
-¿Qué está usted haciendo ahí, so puerco? -preguntó Moreira al asesino, para quien aquello era la cosa más natural del mundo.
-Ya lo ve, amigo -respondió éste con un cinismo que revelaba el último grado de la perversión más absoluta del sentido moral-. Me he limpiado a este gringo tonto y le estoy sacando los reales que, de todos modos, se los ha de sacar la justicia que anda a la pesca de estas boladas.
-Usted es un puerco, amigo -replicó Moreira en el colmo de la indignación-. No se mata a un hombre por robarle cuatro reales, y el que estas muertes hace tiene un fin desgraciado. Le aseguro, a fe de Juan Moreira, que usted va a tener la muerte de un chancho y en una cárcel.
Nos dice el asesino aquel, con quien hemos hablado sobre este incidente, que aquellas palabras le produjeron tan honda impresión que no las ha podido olvidar nunca.
Todo asesino es, por naturaleza, cobarde, así es que al oír éste el nombre de Moreira, se echó a temblar pidiendo disculpas al gaucho.
Moreira no pudo contener la indignación que le había causado la acción de aquel hombre y, enarbolando el rebenque, le dio una docena de golpes y lo despojó del dinero robado, que puso en uno de los bolsillos del cadáver.
En seguida lo registró prolijamente, a ver si acaso tenía remedio, pero, convencido de la inutilidad de todo esfuerzo, revolvió su caballo y partió a gran galope.
Algunos que lo vieron alejarse del carro atribuyeron a Moreira aquel asesinato, siendo corroborado este aserto por el mismo asesino, a quien castigó Moreira, y el hecho llegó a conocimiento del gobernador de la provincia bajo esta desnudez terrible: "Moreira ha degollado a un panadero, por un peso de pan".
Ya aquello no podía tolerarse; era preciso librar de una vez a la campaña de tan bárbaro criminal, y así lo comprendió don Mariano Acosta.
Por conducto del Ministerio de Gobierno se pasó por entonces una nota al señor Marañón, Juez de Paz de Navarro, ordenándole procediese inmediatamente a la captura de Moreira, que el Gobierno sabía hallarse en aquel partido, según se le había comunicado, protegido por la misma autoridad.
Y era verdad, la calumnia ruin y cobarde de los enemigos políticos se había cebado en el señor Marañón, hasta el punto de asegurar al gobierno que, si Moreira hacía todos aquellos crímenes y desmanes, era únicamente porque estaba protegido por la autoridad local, que había llegado hasta esconderlo cuando el señor coronel Garmendia estuvo en Navarro con fuerzas de la Guardia Provincial para prenderlo.
El señor Marañón recibió aquella terrible nota que le revelaba el golpe de calumnia de que era objeto.
Ya saben nuestros lectores, como constaba a todos los habitantes de aquel partido, que la partida de plaza de Navarro, como la de muchos otros pueblos, temblaba materialmente de miedo solamente al pensar que alguno podría ordenarle prender a Moreira, orden que hubiera desobedecido.
En vista de esto, el señor Marañón, invocando el testimonio de los vecinos más respetables, contestó al gobierno con una extensa nota en que explicaba las serias dificultades con que tocaba, y asegurándole que aquel Juzgado no tenía una partida capaz de prender a Moreira.
El gobierno no quiso creer lo que a todos constaba de una manera tan positiva, e hizo levantar un sumario a aquella honorable persona, al mismo tiempo que ordenaba a la policía de la capital, de que era entonces jefe el distinguido señor Enrique O'Gorman, para que alistase una compañía de vigilantes tan numerosa como fuera necesaria para prender a Moreira.
El jefe de policía alistó la compañía de vigilantes, que tomó el tren en Lobos para dirigirse a Navarro en busca de Moreira.
Eran veinticinco vigilantes elegidos entre los mejores, que marcharon bajo las órdenes del oficial de policía D. Adolfo Cortinas, antiguo capitán del ejército de línea.
Cortinas llevaba orden terminante de reducir a prisión al bandido Juan Moreira y traerlo a Buenos Aires, muerto o vivo, para cuyo efecto le dieron sus señas, explicándole que no era hombre de usar con él consideraciones, porque era duro en el combate y sumamente sagaz en la retirada y en el modo de combatir.
Cortinas, decidido a salir bien en su difícil comisión, adiestró a los vigilantes y se ocupó, durante el trayecto, de tomar datos del hombre que iba a combatir.
Los datos que obtuvo Cortinas en el camino fueron más o menos lo que conocen nuestros lectores.
-Moreira es un hombre terrible -le decían todos-, con el que no hay que descuidarse, pues por más y mejor gente que usted lleve la ha de pelear, y si no puede pelearla, la ha de burlar con algún golpe de audacia o travesura.
Cortinas sonreía al oír todas estas prevenciones, que atribuía a excesiva exageración de los paisanos; tenía fe en la gente que llevaba, pues creía que un hombre solo, por más valiente que fuera y por mejor armado que anduviera, no sería capaz de combatir con ella, ni evadírsele por un golpe de audacia, pues él tomaría serias precauciones.
Entretanto, no había faltado un compañero que previniera a Moreira lo que sucedía, para que salvase el bulto yéndose de Navarro a otra parte más segura.
-Ni por un queso -había contestado Moreira-. Mi deseo se va a cumplir en regla y por nada pierdo yo la bolada de pelear con vigilantes de la misma ciudad. Quiero que se sepa quién soy yo y que no hay justicia que me prenda. Ya verán cómo a esos vigilantes me los limpio yo como si fueran narices.
Cortinas llegó a Lobos con su gente, donde hizo noche para seguir al otro día hasta Navarro, adonde llegaría a la tardecita, hora muy oportuna para hallar al gaucho.
Esa misma noche salieron de Lobos dos gauchos con caballo de tiro, que fueron a llevar a Moreira la novedad, dándole un minucioso detalle de la gente que iba.
-Lo que siento es que no sean cincuenta -replicó el gaucho con arrogante soberbia-; aquí los espero a esos maulas para que lleven mis mentas al gobierno.
Esa noche Moreira paseó por todas las pulperías del partido, invitando gente para que fuera a hacer público y presenciar cómo disparaban los vigilantes.
La partida de plaza estaba contentísima; sabían que era empresa peluda prender a Moreira y querían que vieran cómo peleaba el paisano, los que iban a pretender valer más que ellos en el pago, prendiendo nada menos que a Juan Moreira, que, según fama, peleaba ayuntado con el mismísimo diablo.
Al llegar Cortinas a Navarro, supo todo esto, y se empeñó más en la prisión de aquel hombre, por la misma razón que creían que era una cosa imposible.
En vano los amigos de Moreira trataron de que huyera, haciéndole comprender lo descabellado de su propósito, pero todo fue en vano, porque el paisano no cedía.
-He prometido que no había de descansar hasta no haber peleado con una partida de vigilantes -decía- y tengo que cumplir mi palabra, aunque me maten.
Cuando Cortinas llegó a Navarro, Moreira se fue a la fonda principal del pueblo a cenar, pues era ya más de la oración y quería esperarlo en la fonda.
El comedor de aquella fonda tenía una gran mesa común a todos los parroquianos, colocada frente mismo a la puerta de calle, y dos o tres mesitas más a los costados.
Sobre la mesa del centro y colgado de los tirantes del techo, había uno de esos lamparones de aceite, comunes a todo hotel de campaña.
Moreira se sentó a comer en aquella mesa, dando frente a la puerta de calle, paso forzoso para el que entrara: puso los dos trabucos sobre sus rodillas, que cubrió con la manta de vicuña, y pidió alegremente una sopa y una botella de vino francés, para criar coraje, según dijo satíricamente.
Las pocas personas que había en aquella mesa se levantaron y fueron a ocupar las más chicas, pues todos sabían ya lo que había de suceder.
-Hacen bien, muchachos, porque aunque esto va a ser como chacota -les dijo el paisano sin perder la alegría-, pueden llover algunos chumbos extraviados.
En esta actitud se puso a esperar a los vigilantes, que sabía lo habían de atacar allí, creyendo tal vez tomarlo de sorpresa y prenderlo como a un maula.
En previsión de lo que pudiera suceder, el gaucho había dejado su overo bayo confundido con los demás caballos atados al fierro de la vereda.
Entretanto, Cortinas, que no conocía a Moreira, se ocupaba en buscar un individuo que fuera con él para enseñárselo, pero esto era más difícil de lo que pensaba.
En el pueblo todos conocían a Moreira, pero en ese tiempo nadie lo conocía bien.
Los paisanos tenían la certeza de que no prenderían a Moreira y no querían quedar colgados hasta que el gaucho fuera a vengar justamente en ellos la acción traidora de irlo a delatar a sus enemigos.
Cortinas ofreció dinero, para lo cual iba facultado, pero inútilmente, nadie conocía bien a Moreira y, por consiguiente, no se lo podían enseñar.
Por fin Cortinas dio con un paisano, conocido por el nombre de Carrizo, enemigo de Moreira, porque éste le humillara una vez, y deseoso de vengarse, a lo que no se había atrevido antes porque le tenía miedo; pero disimulaba el odio con una amistad franca y cordial que a Moreira no le hacía mucha gracia.
Carrizo vio a los vigilantes que venían en busca de su odiado enemigo y echó sus cuentas, pensando que si tomaban buenas precauciones para cortar al gaucho la retirada, se le obligaría a pelear, y como aquellos hombres no habían de disparar como los policianos de la partida, Moreira era un hombre muerto.
Carrizo se presentó a Cortinas, comprometiéndose a enseñarle a Moreira, siempre que tomaran las precauciones que él indicara, que serían buenas, porque él conocía perfectamente al bandido y de qué tretas sabía valerse para poder huir con entera seguridad.
Cuando los vigilantes, encabezados por Cortinas y guiados por Carrizo, llegaron a la fonda donde comía Moreira, ya el gaucho había concluido de cenar, pensando que, por aquella noche, los vigilantes no irían a buscarlo, lo que le contrariaba mucho, pues el cuerpo le pedía un poco de ejercicio.
Así que llegaron a la esquina de la fonda, Carrizo detuvo a Cortinas y le indicó que era preciso que hiciera rodear la casa con diez o quince vigilantes, mientras ellos se presentaban con el resto en la puerta de la fonda e intimaban a Moreira se diese preso bajo pena de la vida.
Carrizo creía que estas medidas eran suficientes para que Moreira no escapara, descuidó la principal de todas, que hubiera sido tomarle el caballo.
El gaucho miraba la puerta de calle con marcada impaciencia, cuando aparecieron en el dintel Carrizo, Cortinas y los doce vigilantes que quedaban, pues los otros trece habían sido estratégicamente colocados alrededor de la fonda, para cortarle la retirada si, como se esperaba, saltaba la pared.
Apenas se detuvieron a la puerta, Carrizo señaló a Moreira con el cabo del rebenque, al mismo tiempo que decía a Cortinas:
-Aquél es el hombre.
-¡Ah, gran puerco! -gritó colérico Moreira al ver la acción cobarde de aquel canalla-. Ya te sacaré los ojos para enseñarte a ser... alcaucil.
-¡Entréguese, amigo! -dijo severamente el oficial Cortinas-. ¡Entréguese a la policía de Buenos Aires, pues tengo orden de llevarlo vivo o muerto!
Al decir esto, el digno oficial había avanzado hasta el borde de la mesa, dejando la puerta guardada por los vigilantes.
-¿Y por qué me he de entregar? -preguntó Moreira con toda naturalidad-. ¿Quién es el comedido que cree que yo ando de más como un ocho de la baraja?
-Yo no sé nada ni tengo que darle cuenta de nada -replicó el oficial-; entréguese usted preso por orden del jefe de policía, o lo tomo yo.
-Pues, caballeros -replicó Moreira con cierta sorna-, vamos a ver cómo se hamacan-. Y rápido como una centella levantó de sus rodillas el poncho y de un vigoroso ponchazo hizo volar la lámpara, que fue a estrellarse contra la pared, dejando la pieza en una densa oscuridad.
Acto continuo tendió los trabucos en dirección a la puerta, y al ser disparados produjeron tal estrépito, que los vigilantes quedaron atónitos. En seguida y sin perder un segundo, enrolló la manta al brazo izquierdo, sacó la daga y arremetió a la puerta, con un empuje violentísimo.
Los vigilantes asombrados aún y a oscuras, sin saber lo que pasaba, hicieron cancha inconscientemente y Moreira pudo pasar como un relámpago por medio de ellos y saltar sobre su overo, no sin haber tirado al pasar un par e puñaladas, que fue lo único que aquellos pobres vigilantes trajeron como trofeo de aquella empresa, si no imposible, por lo menos de una suprema dificultad.
-¡A él! -gritó Cortinas-. ¡Fuego y no lo dejen escapar! -y algunas detonaciones de rifle se sucedieron unas a otras, sin más resultado que oír en respuesta una sonora carcajada con que el gaucho se burlaba aún desde la calle del gran chasco que había dado a los vigilantes.
-¡Adiós Carrizo! -gritó por fin Moreira, poniendo su caballo al gran galope-. Rogá a Dios que no te encuentre en mi camino, porque vas a ser el primer hombre que degüelle yo en esta vida maldita-. Y dio vuelta la esquina, perdiéndose de vista en seguida.
-¡Ahora sí que soy hombre muerto! -dijo Carrizo echándose en brazos del miedo más descomunal-. ¿Quién me metería a pata grande? -concluyó, lanzando una especie de gemido que no pudo oír Cortinas sin soltar una graciosa carcajada, a pesar del espantoso estado en que estaba su espíritu al pensar en el ridículo en que había caído, al ser burlado por aquel hombre a quien con tantas precauciones fue a aprehender.
Restablecida la luz de la pieza, Cortinas juntó a su gente, sumamente triste, haciendo que se retiraran de su puesto los soldados con quienes había hecho rodear la casa, pensando cuerdamente que, en caso de huir, Moreira lo hiciera por los fondos o saltando la pared del patio.
Recién entonces pudo apercibirse del estrago que entre su gente habían causado los trabucazos; un vigilante estaba en el suelo, revolcándose en su propia sangre, mientras otro daba fuertes alaridos, a causa de un proyectil que le había penetrado en el hombro derecho, rompiéndole la clavícula.
Cortinas, después de ordenar su gente, se fue al juzgado con la intención de esperar el día siguiente para ver si volvía a hallar al gaucho, a quien se prometía esta vez no dejar escapar, pues pensaba apretarlo sobre tablas, sin siquiera darle tiempo a hacer el menor ademán.
Moreira, entretanto, simulando una retirada, había vuelto hacia la fonda y se había emboscado entre una arboleda por donde debía atravesar aquella gente.
Allí esperó pacientemente a que concluyeran todos los arreglos, pues antes de alejarse definitivamente quería dar el vuelto a Carrizo.
Este, que con la escapatoria de Moreira se creía hombre muerto, pues Moreira no lo perdonaría, salió de entre los vigilantes, embebido en la última hilera, pues se imaginaba que si quedaba solo, no había de tardar mucho en encontrarse con el puñal de Moreira.
Así marchaban en dirección al juzgado, cuando al pasar por la pequeña arboleda se sintió un grito de muerte, y uno de los hombres que venían a retaguardia vino al suelo pesadamente para no levantarse más.
Los vigilantes dieron vuelta presurosos para indagar la causa de aquel grito y aquel ruido de un cuerpo que cae, pero fueron deslumbrados por un fogonazo, al que siguió el tremendo estampido de un disparo que esta vez, felizmente, no hirió a nadie.
En seguida del trueno que produjo aquel disparo, se oyó una lejana carcajada y pudo escucharse el ruido del galope de un caballo.
Era Moreira que, al pasar Carrizo, le había sepultado la daga en la nuca, en castigo de su acción, y había disparado el trabuco para asustar a los vigilantes.
Cortinas regresó a Buenos Aires con el triste parte de lo que había sucedido, y el gobierno de la provincia pudo convencerse de que la prisión de Moreira era cosa más seria de lo que parecía.
Juan Moreira se vino entonces al partido de Lobos, siendo juez de paz, como hemos dicho, don Casimiro Villamayor. Permanecía en el pueblo un día y una noche, e iba en seguida a refugiarse a casa de su hermano Inocencio Moreira, que está actualmente de vigilante en la policía, o a casa de Cuerudo, de quien nos ocuparemos más adelante.
El teatro de sus nuevas hazañas fue desde entonces el partido de Lobos, en cuyas pulperías y casas de negocio empezó a oírse el nombre de Moreira ligado a todo género de hombradas.
Sin embargo, nunca se oyó decir que hubiera hecho alguna muerte a traición o que él hubiese sido el provocador de un conflicto o lance sangriento.
Una noche Moreira se metió en un baile que se daba en una casa a orillas del pueblito, y donde danzaban alegremente numerosas parejas.
La presencia de Juan Moreira enfrió por un momento la alegría que reinaba a su llegada, pero viéndolo parado en el umbral de la sala, en una actitud tranquila y humilde, poco a poco fue renaciendo la confianza, y la gente se entregó de nuevo al baile, en la seguridad de que Moreira, no siendo provocado, no intentaría nada perjudicial para ellos.
Moreira, cansado de estar mirando el baile, pidió permiso al dueño de la casa, de quien era conocido, y entró en el aposento de éste, que hacía las veces de ambigú.
Pocos momentos después entraba al baile y a aquella misma pieza el Sr. D. Manuel Caminos, entonces comandante militar de Lobos y hoy uno de los municipales más distinguidos de aquel hermoso pueblo, donde ha desempeñado la mayor parte del año que expiró hace poco las funciones de Juez de Paz.
El Sr. Caminos conocía a Moreira de nombre y por haberlo visto varias veces, y sabía la clase de hombre que era y lo que de él podía esperarse; así es que al verlo se sorprendió.
-Dispense, señor -dijo Moreira-; si mi presencia lo ofende, me retiraré; pero ya que he venido aquí casualmente, voy a pedirle un servicio que usted me puede hacer.
El señor Caminos se detuvo a escuchar al paisano, pudiendo hacer esto sin comprometerse, pues la autoridad de Lobos aún no había dado orden de prisión contra él.
-Yo ando en el campo corrido por la suerte -siguió diciendo Moreira-; no tengo papeleta de resguardo, y quiero que usted me dé una como verdadero servicio.
El señor Caminos es naturalmente bondadoso, pero tiene también un carácter inflexible en el cumplimiento de sus deberes como funcionario público.
Por más que conociera la vida desgraciada de aquel hombre, comprendía que, sin mengua de su cargo, no podía darle la papeleta pedida.
No quiso tampoco prometer al gaucho lo que no había de cumplirle, y aunque estaba sin armas, le dijo redondamente que no podía acceder a su pretensión.
-No sea malo, amigo; no me niegue la papeleta que le pido, que usted puede dármela sin compromiso alguno. ¿Por qué no me quiere hacer este servicio?
-Porque no puedo -añadió el señor Caminos-. Usted es un hombre perseguido por la justicia y yo no puedo entregarle una papeleta de guardia nacional, porque haría mal.
El señor Caminos, que había oído tanto cuento sobre atrocidades de Moreira, esperaba que de un momento a otro el gaucho se le viniese encima daga en mano, sin tener él la menor arma con que repeler la agresión, pero el paisano no se movió ni hizo el menor ademán de hostilidad.
Sentado en la orilla de la cama, contemplaba a su interlocutor con una mirada profundamente melancólica en la que se podía ver un fondo de suprema resignación.
-Paciencia y barajar -dijo lánguidamente-. Yo debo de jeder a difunto, cuando de esta manera se me cierran todas las puertas; sin embargo, le pido por última vez una papeleta, asegurándole bajo mi palabra que no he de decir a nadie que ha sido usted quien me la ha dado, y prometiendo hasta alejarme de Lobos.
El Sr. Caminos creyó que el gaucho lo amenazaba, y no queriendo que fuese a figurarse que lo había dominado, se negó de nuevo a complacerlo.
-Yo no puedo darle la papeleta -concluyó-, porque faltaría a mi deber, y yo no falto a él por ninguna consideración de este mundo; no insista pues en su pretensión, porque pierde su tiempo.
-Está de Dios -respondió el gaucho-, que yo he de vivir eternamente en guerra con la justicia, de lo que me alegro en parte, pues no tendré nada que perdonar a nadie.
El Sr. Caminos aconsejó a Moreira que se fuera del partido de Lobos, pues el Juez de Paz no había de tardar en dar contra él orden de prisión, y se alejó de la pieza y en seguida del baile.
Moreira lo miró alejarse sin pronunciar una sola palabra, sin hacer un solo ademán, movió la cabeza de arriba abajo, como apreciando la conducta de aquel hombre, y quedó allí sumido en su pensamiento, sin que bastara para arrancarlo de él la algazara y animación que reinaba en la pieza donde se hallaba.
Por fin fue levantando la cabeza poco a poco, salió lentamente del cuarto y entró a la pieza de baile, sentándose en una silla, al lado de los dos que tocaban la guitarra y el acordeón.
Alguno que otro concurrente, alegre por demás con la bebida que se servía, intentó dirigir al gaucho una sátira, pero su aspecto era tan imponente y sombrío, que la sátira se heló en los labios antes de dejarse oír; el arsenal que se veía en su tirador y la daga que le cruzaba la espalda eran argumentos de un peso bastante elocuente.
A eso de las tres de la mañana tuvo lugar un incidente que aterró por un momento a los alegres y pacíficos danzantes, hasta el punto de querer emigrar de la sala.
Un hombre de aspecto bravo, que había estado silencioso toda la noche, había bebido excesivamente y el licor se le había ido completamente a la cabeza, dándole la mona por soltar una que otra indirecta a Moreira, sobre su aspecto sombrío y su cara de asustar a todo el mundo, perdonándole la vida.
Moreira al principio no notó, o se hizo el que no notaba las indirectas de aquel hombre, pero éstas se repitieron de tal manera que el paisano tuvo que darse por enterado.
Se levantó poco después y se dirigió a la pieza donde hablara con el señor Caminos, de la que volvió trayendo su manta de vicuña y bajo ésta un objeto que nadie pudo ver.
El hombre aquel, envalentonado con el silencio indiferente de Moreira, o con los dos medios frascos que tendría en el buche, siguió con alusiones groseras e insolentes.
-Amigo -dijo Moreira-, las monas se han hecho para dormirse y no para lucirlas; déjese de moler la paciencia, no sea que le cueste caro.
Un estremecimiento de terror experimentaron las demás personas, creyendo que aquello sería el prólogo de algún drama sangriento, y el mismo dueño de casa se acercó a Moreira, como pidiéndole un poco de prudencia, pero el gaucho sonrió, mirándolo como quien dice: "No tenga usted el menor cuidado, que no ha de suceder nada malo".
Al oír lo que Moreira le dijera, el hombre se paró asegurando que no tenía miedo, pero volvió a caer sobre la silla, completamente dominado por el alcohol.
-¡No ve, amigo! -dijo Moreira alegremente-. No puede con el peso de la tranca y se quiere meter a fundillos grandes sin tener con qué alegar.
-Para un maula como usted -replicó el buscapleitos-, siempre me sobrará talero, y si quiere que nos veamos las caras, puede ir saliendo cuando guste.
-Está usted demasiado mamado para hacerle el gusto -concluyó Moreira- y para chacota esto es largo. ¡Cállese, pues, la boca y deje bailar a la gente!
Aquel hombre, en vez de escuchar las sensatas palabras del paisano, desnudó la daga y se vino sobre él, dando sendos traspiés y tropezones, tal era la flojedad de sus piernas.
Varios de los concurrentes quisieron detenerlo antes que llegara a donde estaba Moreira, pero éste se paró gritando:
-¡Nadie lo toque! ¡Déjenlo nomás venir!
El borracho siguió avanzando hasta llegar donde estaba Moreira y metiéndole la daga por los ojos, le dijo:
-¡Saque, pues, so maula, y va a ver quién es el que lo provoca!
Los asistentes a aquella escena vieron inevitable la muerte de aquel pobre hombre, pero no se animaron a terciar en la contienda, visto que el gaucho dijo que lo dejaran.
Cuando el borracho le cruzó la daga por la frente, queriendo obligarlo a defenderse, Moreira soltó una alegre carcajada, contentándose con darle un ponchazo en la cabeza, lo que concluyó de alterar la bilis de aquel nuevo Baco, quien esta vez acometió al paisano, marcando una puñalada a la altura del estómago.
Moreira entonces presentó el brazo izquierdo, cubierto por el poncho, y con una asombrosa facilidad desarmó al borracho, arrojando al patio la daga.
En seguida apareció armado de una bota, que era el objeto que ocultaba entre la manta, y dio con ella tan feroz tunda al que lo había provocado que, según mentas, al vigésimo botazo se le había pasado la mona por completo, quedando fresco como si en el curso de la noche no hubiera bebido otra cosa que agua helada.
En seguida de esto y riéndose como un bienaventurado, Moreira salió del baile, montó en su overo bayo y se alejó al tranquito, dejando a aquel pobre diablo avergonzadísimo con la tunda recibida y con las bromas sangrientas que le dirigían los testigos de aquella cómica aventura.
Moreira se fue a La Estrella, casa de negocio en Lobos que permanecía abierta toda la noche y que, atendida por mujerzuelas, ofrecía cierto aliciente a la gente calavera.
El paisano concurría mucho a aquella casa, pues decía que entre las mujeres y la bebida olvidaba por momentos la inmensa amargura que lo dominaba.
En aquella casa permaneció todo el resto de la noche y gran parte del día siguiente, sin que todavía se hubiera librado contra él orden de prisión a la partida de Lobos.
Cuando salió de La Estrella se encontró con el capitán de la partida de Lobos, D. Eulogio Varela, estimable persona y bravo oficial con quien se conocía, porque una vez, en tiempos en que Moreira era un hombre bueno y honrado, Varela le facilitó un caballo en Chivilcoy, con el que pudo llegar hasta Matanzas.
-¿Qué anda haciendo en este pago? -le preguntó Varela, acercándosele-. Mire que ahora yo soy capitán de partida y pueden mandarme prenderlo.
-Ando vagando -replicó el gaucho-, porque ya no encuentro un sitio donde descansar a gusto sin que vengan a provocarme de todos modos. ¡Que le hemos de hacer!
-Váyase de Lobos, amigo -insistió Varela-; váyase, porque si me mandan prenderlo, usted me ha de matar o yo he de cumplir la orden que me den.
-Hará mal, amigo -replicó Moreira tristemente-; usted me hizo una vez un servicio que no puedo olvidar y al que siempre le estoy agradecido. Yo nunca podré hacerle a usted daño por esta razón, pero si usted se cruza alguna vez en mi camino con la partida, entonces será lo que Dios quiera.
-¿Y por qué diablo no se va de Lobos? -interrogó Varela-. ¿Por qué se queda a provocar un lance de muerte entre los dos? Yo no lo prendo -prosiguió diciendo-, porque no tengo orden del juez; pero si me dan esa orden, le aseguro que usted o yo vamos a quedar en el sitio. Así que mejor es que se vaya.
-Mi vida -replicó Moreira- es pelear siempre con todas las partidas y matar el mayor número de justicias que pueda, porque ellos me han hecho todo el mal que he recibido en la vida, y por la justicia me veo acosado como una fiera dondequiera que me dirijo. Sin embargo, usted me ha hecho un servicio y yo quiero mostrarle que soy hombre que sé agradecer. Le prometo que mañana mismo salgo de Lobos, no por miedo, sino por consideración a usted.
Moreira y Varela se separaron. Este se fue al Juzgado de Paz, donde ya lo esperaba una orden para prender a Moreira, que tomó el camino del rancho de su hermano Inocencio, donde pasó albergado dos o tres días, al cabo de cuyo tiempo pensaba regresar a Navarro.
La justicia de paz supo esto, y envió a buscar a Inocencio a quien se le notificó que debía dar aviso cuando Juan Moreira durmiera para ir a prenderlo.
-Pero, señor -replicó éste-; si es mi hermano, si viene a cobijarse bajo mi techo, ¿cómo lo voy a entregar para que lo fusilen?
-Pues, ve lo que haces -le respondieron-, porque si no lo entregas se te considerará como cómplice y serás destinado a un cuerpo de línea por encubridor de bandidos.
Inocencio volvió a su rancho, donde previno a Juan de lo que sucedía, y éste, por no comprometerlo, se alejó inmediatamente en dirección a Navarro.
Inocencio Moreira recibió el premio de esta acción que fue el de destinarlo por dos años al servicio de las armas en el batallón 11 de línea.
El Nacional, que se muestra tan afanoso por disculpar las iniquidades de nuestras autoridades de campaña, puede hablar con personas del Azul si le place y rectificarnos esta monstruosidad, como su famosa rectificación al bando de marras, que no creía pudiese haber sido dictado por justicia humana.
Juan Moreira salió, pues, de Lobos, en dirección a Navarro, yendo a buscar guarida en casa de su amigo el Cuerudo, que fue más tarde su Judas.
En vano la partida de plaza batió todo el partido buscando a Moreira. No pudo hallarlo; parecía que se lo hubiese tragado la tierra o lo hubiese merendado el Cuerudo.
Sin embargo, muchas noches Moreira solía venir a La Estrella, donde permanecía hasta el día siguiente, sin que la partida que lo buscaba sospechara la cosa.
El mismo Eulogio Varela se lo pasaba escondido muchos días en aquella casa esperando la venida de Moreira, pero éste, obedeciendo sin duda al aviso de un bombero de su entera confianza, caía a La Estrella cuando la partida estaba más persuadida de que no se hallaría ni aun en el pago.
Allí prepararon al gaucho la cama donde debía venir a caer a sabiendas, poniéndole por cebo a una mujer de quien él gustaba enormemente.
Deseando dar unos días de reposo a su overo bayo, Moreira se alojó en casa del Cuerudo, que era su guarida más segura, de donde no salió en quince días.
Veamos ahora quién era el Cuerudo.

 

El Cuerudo

El Cuerudo era un tipo sumamente original; borrachón sin límites, pasaba su vida en las pulperías, jugando cuando tenía plata y mirando jugar cuando no la tenía.
Su traje, como su apero, eran pobrísimos y aperreados, aperreo que se notaba desde su caballo flaco, que de puro hambriento y bichoco parecía un caballo patria.
El Cuerudo era alto y delgado, de pómulos agudos y salientes; reía eternamente, miraba como si con los ojos quisiera hacer cosquillas, y su cuerpo era una eterna sátira cambada.
No había reunión alegre posible si en ella no estaba Cuerudo, pues los paisanos se lo disputaban como a pleito, porque era sumamente gracioso y contador de cuentos.
El Cuerudo era, según decían los paisanos, tan guapo como las armas y tan sagaz como un zorro. Jamás buscaba camorras ni se metía en las que los demás armaban; pero, una vez que se ofrecía el caso, peleaba duro y parejo, sin que jamás se le hubiera visto volver cara o aprovecharse de un descuido de su adversario.
Solía mamarse con mucha frecuencia y, cuando el alcohol había aflojado bien sus piernas haciéndole perder la razón por completo, el Cuerudo montaba en su mancarrón viejo y salía a pelear la partida para dar una prueba de su valor y proporcionarse un rato de gusto que en estos casos, según decía, se lo pedía el cuerpo.
Como el Cuerudo peleaba a la partida en aquel estado de completa embriaguez, siempre salía hachado en varias partes, hachazos que curaba cristianamente de cabeza en el cepo, que era como el Juez de Paz castigaba sus atropellos y desacatos a mano armada a la autoridad, pero al poco tiempo volvía a incurrir en la misma.
A los ocho días de cepo, que el Cuerudo sufría con gran resignación, empezando por convenir que había merecido aquel castigo, era puesto en libertad en consideración a que era un hombre bueno y que las peleas con la partida sólo tenían lugar cuando estaba completamente dominado por la influencia del alcohol.
Cuando salía del juzgado, su primera operación era irse al campo y tenderse al rayo del sol durante la siesta, y si alguno le preguntaba qué estaba haciendo allí y qué objeto tenía el estar recibiendo sobre los lomos los ardientes rayos del sol, el Cuerudo reía mostrando sus dientes blanquísimos y replicaba naturalmente:
-Estoy haciendo secar estas lastimaduras para que no me entre pasmo y tenga que entregar sin ganas mi cuerpo al diablo.
Y su carnadura era tan especial, que a los cinco o seis días de haber recibido una herida, la tenía perfectamente cicatrizada, como si fuera una herida de tres meses.
Era éste el origen del apodo de Cuerudo con que lo bautizaron los paisanos, quienes, para ponderar la dureza de aquel cuero, decían que no había sable que le viniese bien.
Por este solo apodo era conocido en todas partes, hasta el extremo que él mismo no recordaba cómo era su nombre y apellido, y aceptaba aquel pintoresco mote.
Cuando el Cuerudo estaba fresco, no se lo llevaban por delante a dos tirones. Entonces no peleaba con la partida de plaza; pero, si alguno le buscaba camorra, podía estar seguro que se había echado un enemigo de gran coraje y de una vista extraordinaria en el manejo de la daga, que era en sus manos un arma terrible.
Si en este género de luchas llegaba a ser herido, se le veía mojar la herida con caña después de concluida la pelea, montar a caballo cubierto de sangre e irse al rayo del sol para que sus rayos cicatrizaran la herida, operación milagrosa que se producía al cabo de ciertas horas de estar tendido al sol con aquel objeto.
El Cuerudo tenía la cara surcada en todas direcciones por largas cicatrices que iban a perderse entre su barba negra y espesa, que nunca había sentido el contacto de un peine.
Siempre pobre, pero siempre alegre, los pulperos protegían al Cuerudo y le daban algún gasto, porque el paisano jamás tenía pereza para ayudarles a tirar agua, dar vuelta la majada, curar un animal, o cualquiera de esos pequeños trabajos que en las casas de negocio de campo se ofrecen a cada rato.
Si el Cuerudo agarraba la guitarra, no la soltaba en toda la noche, cantando todo género de canciones picarescas y gatos de los que daban calor.
Su voz era vinosa y un tanto acarnerada como la generalidad de los paisanos, pero cantaba con tanta picardía que se le podía estar oyendo toda una noche entera sin fastidiarse, porque su repertorio era interminable y su gracia infinita para hacer todo género de compadradas en el diapasón de la guitarra.
El Cuerudo era un poco soberbio, sabía que tenía reputación de hombre guapo y no permitía que delante de él contasen ajenas hazañas ni hechos fabulosos.
-Yo soy el Cuerudo -decía-, y es al ñudo buscarme pareja, porque no la tengo en todo el mundo, y mi padre y mi madre han muerto sin hacer otro Cuerudo.
Si hallaba quien le hiciera frente, peleaba, y peleaba con tal bravura y tal tino, que eran muy contadas las veces en que hubiera sacado él la peor parte.
Cuando el Cuerudo se embriagaba, jamás buscaba pelea en las pulperías de donde se retiraba, decía, para ir a hacerle el gusto al cuerpo; y ya se sabía que aquel gusto consistía en ir a buscar la partida y hacerse lastimar por los soldados, quienes últimamente no le hacían caso, pues apenas podía tenerse a caballo.
Cuando esto último sucedía, el Cuerudo regresaba a los almacenes diciendo que no había sacado en la lucha ni un rasguño, y que había derrotado a la partida con suma facilidad, siendo graciosísimo escuchar la cantidad de detalles y minuciosidades con que el Cuerudo adornaba aquella pelea imaginaria.
-¡Ah, hijitos! -concluía riendo-. ¡Ah, criollitos! ¡Y que vengan ahora a mentarme a ese tal Juan Moreira, que no sirve ni para ensillarme el mancarrón!
Los paisanos se entretenían en mirar las graciosas muecas y cuerpeadas con que el Cuerudo adornaba su imaginario combate y le pagaban la copa.
Este es el famoso Cuerudo con quien Moreira hizo una especie de amistad, la que debía serle fatal, apresurando su inevitable fin.
Moreira trabó relación con el Cuerudo en una casa de negocio donde tenía lugar una jugada de mucho interés, muy concurrida por la gente brava.
Sin ser invitado a ella, y por lo que se decía, Moreira cayó a la jugada acompañado de un paisano con quien se había ligado esos días y cuya compañía admitía de tarde en tarde, por tener con quien conversar un poco, pues ya se iba fastidiando de andar siempre solo y aislado del resto de los hombres.
El Cuerudo contemplaba aquella interesante jugada sin despegar los labios y a espalda de los jugadores. No tenía ni un centavo y aquella noche le tocaba mirar.
Tenía grandes tentaciones de arrebatar la parada y disparar con ella, pero se contenía, esperando que engordara la banca para dar el golpe más a la fija.
Moreira empezó a jugar con tanta felicidad, que a la hora tenía delante de sí una crecida cantidad de dinero y era el que tallaba.
El Cuerudo miraba lleno de emoción aquella jugada; tenía celos de aquel hombre a quien tanto protegía la suerte en todo lo que emprendía.
Moreira estaba de pie, con la baraja en la mano, cobrando o pagando los apuntes, según le iba en el juego, y echando cartas con increíble rapidez.
Una sota y un rey echó el gaucho sobre la mesa, cuando oyó a su espalda una voz que decía: "¡Copo la banca!", y vio una mano enérgica y nerviosa que se apoderaba precipitadamente del dinero que tenía delante, como lo podía haber hecho un juez de campaña sorprendiendo una jugada.
Los paisanos miraron asombrados al hombre que era tan guapo para jugar de aquella manera con la cólera de Moreira, que se daba vuelta en ese momento aplicando un recio bofetón de revés en la cara del insolente que se había permitido con él aquella incalificable chanza.
El que había copado la banca, tomado el dinero y recibido el bofetón, no era otro que el Cuerudo, a quien, como dijo después, lo había tentado el diablo.
Al recibir el revés, el Cuerudo vaciló sobre sus pies, pero no cayó; aflojó el dinero que tenía en la mano y sacó su daga con un ademán resuelto.
Viendo que se trataba, según parecía, de una provocación, Moreira saltó al medio de la pieza, sacó la daga, enrolló la manta en el brazo y esperó la acometida.
Ya hemos dicho que por enojado que estuviera aquel paisano, a la vista del peligro real recuperaba toda su sangre fría y se dominaba por completo, empleando el corto intervalo que mediaba entre la provocación y la lucha, en estudiar a su adversario rápidamente, tratando de reconocer su lado vulnerable.
El Cuerudo avanzó sobre Moreira con la daga tendida en actitud de herir y la mirada buscando la de su adversario, que lo esperaba inmóvil.
Cuando aquellas dos miradas se encontraron, antes de chocarse las dagas, sucedió una cosa particular e inesperada.
El Cuerudo bajó la suya y el brazo de la daga cayó a lo largo del costado; aquel hombre quedó inmóvil, completamente dominado por la mirada soberbia de Juan Moreira.
-¡Vamos a ver, maula! -gritó éste sin comprender de pronto lo que pasaba por el espíritu del Cuerudo, que lo había provocado sin motivo-. El que provoca pega primero y no espera a que le den en las aspas con el rebenque. ¡No se arrepienta, maula, y atropelle, que es buen campo!
-Es inútil -contestó el Cuerudo, completamente desalentado-. A todo hay quien gane en esta vida y conozco que no puedo pelear con usted, porque me ha ganado a guapo.
-¿Y a qué se metió a chiripá grande? -replicó Moreira, ya riendo-. Cuando lo vi copar la banca, creí que era justicia, si no, ni me levanto. ¡Pegue, pues, maula!
-Es inútil -concluyó el Cuerudo-. Nosotros no podemos ser enemigos, porque usted puede más que yo. Si quiere ser mi amigo, estaré de ello orgulloso; si usted desprecia mi amistad, ahora mismo me voy del pago y aseguro que nadie vuelve a verme la cara tajeada -y agachándose alzó del suelo el dinero que había arrebatado momentos antes y lo ofreció a Moreira con la mano izquierda mientras le tendía humildemente la derecha.
Moreira guardó su daga, tomó al Cuerudo la plata y estrechándole la mano con cierto desdén, volvió a ocupar su sitio entre los jugadores, que empezaron a hacer al Cuerudo una sátira sangrienta por haberse metido a tan guapo para que lo corrieran con la vaina, de aquella manera tan vergonzosa.
-Caballeros -dijo severamente Moreira-, el que se burle de este hombre debe hacer lo que él no ha hecho por falta de coraje; no hay que hacerle tanta burla, que al fin y al cabo lo que él hizo lo hace cualquiera en igual caso, y si no vamos probando quién es más guapo que él.
Ninguno de aquellos hombres replicó a las severas palabras de Moreira y las sátiras se helaron por completo en todos los labios.
Desde aquella noche el Cuerudo fue completamente dominado por Moreira, hasta el extremo de ser una especie de peón que tenía para mandar a Lobos a bombear si había gente de la guardia provincial o vigilantes de la ciudad que le pudieran impedir dar un paseo por La Estrella.
Pero el Cuerudo guardaba un profundo resentimiento a aquel hombre, resentimiento que el gaucho ocultaba íntimamente, esperando el momento oportuno para dejarlo conocer con todo el encono de que se iba sintiendo poseído cada día que pasaba.
Era tal el dominio que Moreira ejercía sobre el Cuerudo, que solía caer a su casa buscando guarida, lo echaba de su cama y se acostaba a dormir en ella profundamente, sabiendo que aquel hombre no se había de atrever ni aun a pensar en matarlo cuando lo viera completamente descuidado o profundamente dormido.
Dice el Cuerudo que cuando esto sucedía, él no podía pegar los ojos en toda la noche y si alguna vez se le había ocurrido darle una puñalada mientras dormía, se salía afuera temeroso de que Moreira dormido, fuese a conocerle la intención y coserlo a puñaladas.
-Yo -añadía el Cuerudo-, sería capaz de pelear con una partida entera, con veinte hombres como Moreira, pero con él es inútil: se me caería el cuchillo de las manos y no tendría ánimo ni aun para disparar. ¡Ese hombre es el mismo diablo con traje de hijo del país!
Moreira conocía que la amistad de ese gaucho no le era leal, pero no paraba en ello la atención, confiado en que el Cuerudo se había de medir bien antes de hacerle una traición y conociendo que al fin y al cabo le profesaba un miedo descomunal.
-Cuerudo -dijo una noche Moreira al paisano- esta noche me han ofrecido diez mil pesos y he dado una vuelta de azotes al que me los ofreció, ¿qué te parece?
-Asigún y conforme -replicó el Cuerudo-; lo que es yo por diez mil pesos soy capaz de ir a cuerear peludos a la misma loma del diablo. ¿Por qué le cayó al de la oferta?
-Le caí -dijo Moreira sombrío-, porque esa plata me la vinieron a ofrecer para que yo mate a don Pancho Bosch, y como yo no he nacido para asesino ni para tolerar propuestas, le caí al hombre para que nunca se meta a proponer porquerías. De todos modos, dicen que ese hombre es muy guapo, y puede ser que si topo con él pelee por lujo, porque a mí me gusta pelear a los que se tienen por buenos.
El Cuerudo debía algunos servicios al comandante Bosch, que entonces vivía en Lobos, así es que en cuanto pudo se vino y le comunicó lo que le había dicho Moreira.
El gobierno de la Provincia, entretanto, había sabido el mal resultado de la expedición de los vigilantes y había ordenado las cosas de modo de poder dar con Moreira y reducirlo a prisión de una manera o de otra.
Fue entonces que encargaron en Lobos al Cuerudo que así que Moreira viniese a La Estrella, a pasar unos días, avisara al juzgado, que ya le tenía preparado el jaque mate que debía dar fin con la larga partida que el gaucho venía jugando a la justicia.
El Cuerudo regresó a su rancho, donde acompañó a Moreira, hasta que éste le dijo una tarde:
-Me voy a La Estrella, Cuerudo, a pasar un par de días, porque ayer he hecho una buena jugada.
-No te vayas -respondió el Cuerudo, disimulando-; en Lobos te tienen ganas y la partida es brava.
-El que nace barrigón, es al pepe que lo fajen -replicó alegremente Moreira-. Ya he dicho que no tengo el cuero para negocio y alguna vez me han de pegar la buena. De todos modos yo ya no peleo por defender la vida, porque el día que me maten será para mí un beneficio. Si peleo lo hago por lujo y para que no digan que me han matado de arriba.
Y saltó sobre el overo bayo con el Cacique a las ancas, alejándose al tranquito en dirección a Lobos.

 

Jaque Mate

Y era verdad, ya Moreira no podía esperar nada que alegrara su vida.
Su cabeza, codiciada por todas las partidas de plaza y policía de Buenos Aires, no merecía para él la pena de defenderla, porque esperaba que la muerte apagaría de una vez para siempre la tormenta de martirios que rugía en su alma.
Su mujer, a quien tanto había idolatrado, se había ido en compañía de su hijo, que era el único lazo que lo ligaba a la vida, y de aquel hombre odiado que había podido escapar a la venganza cuando la creía más segura.
Moreira, pues, como decía, no peleaba por defender la vida; deseaba que lo matasen, pero que lo matasen como él debía morir; rodeado de cadáveres de policianos y oficiales de partida.
Ya no dormía como antes, al lado de su caballo ensillado, que debía ser su salvación en esos casos de apuro. Poco le importaba quedar a pie con tal de tener al frente bastantes enemigos con que combatir y sobre quienes disparar sus trabucos.
Moreira sabía que La Estrella estaba vigilada, que la menor imprudencia podía hacerlo caer en una celada que tal vez le fuese fatal, pero no dejaba de ir allí y pasaba dos o tres días, según andaba el humor y el bolsillo.
En Lobos estaba, además del Juez de Paz, el señor Casimiro Villamayor, persona enérgica y rígida en el cumplimiento de sus deberes, que había de poner en juego todos los medios a su alcance para reducirlo a prisión.
Este Villamayor había dado órdenes terminantes al capitán de la partida, don Eulogio Varela, y sabiendo que Moreira andaba por Lobos, se había dirigido al gobernador Acosta pidiéndole algunos vigilantes disfrazados para lograr mejor el golpe.
Moreira, a pesar de saber todo esto, saltó sobre su magnífico caballo tomando la dirección de La Estrella.
La partida, pues, se preparaba, esta vez, fatal para el paisano.
A más de la partida de plaza mandada por don Eulogio Varela, había en Lobos una fuerza de policía a las órdenes del señor Pedro Berton, oficial de policía, de la que formaba parte el sargento Chirino, famoso desde aquella época, y a la que se había agregado el oficial Molina, también de la policía.
Al comandante Bosch se le había confiado el mando de la partida de plaza y de los vigilantes, mientras algunos curiosos, entre los que se contaba don Gabriel Larsen, se habían agregado a la expedición.
Así estaba preparado el pueblo adonde se dirigía Moreira a pasar dos o tres días de aventura.
Por el camino, Moreira había encontrado a Julián Andrade, gaucho muy valiente, a quien invitó a la parranda y a tomar parte en el combate que sostendrían contra el pequeño ejército que les esperaba.
Moreira, acompañado de Julián Andrade, hizo noche en una pulpería del camino y a la mañana siguiente se dirigieron ambos a La Estrella, donde llegaron a las 11 a.m.
El Cuerudo, que había quedado bombeando el establecimiento, llevó el parte al Juzgado de Paz, donde estaba preparada la gente que había de prenderlo. Era el 30 de abril de 1874.
Entretanto, Moreira y Andrade almorzaban alegremente un puchero de gallina, largamente rociado con un par de vasos de vino carlón "del que toma el cura".
La Estrella era una casa de negocio donde se comía, se bebía y donde despachaban hermosas mujeres, una de las cuales había merecido las más finas atenciones por parte de Moreira.
La esquina estaba ocupada por el café y en el primer patio había unas cinco o seis habitaciones, que servían de aposento de parroquianos o de las maritornes.
Concluido el almuerzo, Andrade y Moreira pidieron una habitación cada uno para echar una larga siesta y cada uno eligió la suya, teniendo cuidado de que, en caso que vinieran a prenderlos, pudieran tomar la partida entre dos fuegos de sus trabucos, operación que les aseguraba el triunfo.
Julián Andrade era un gaucho bravo, digno compañero de Juan Moreira, y capaz de ayudarlo de una manera eficaz, pues no le faltaban entrañas para hacer una limpiada.
Así los dos amigos se dirigieron cada uno a su pieza. Andrade se entregó al reposo y Moreira salió para acomodar el caballo a los fondos de la casa, calculando no tener más que saltar la pared para ponerse a su lado en un caso de apuro, y volviendo en seguida, acompañado del Cacique, a la pieza que había elegido.
En seguida se desnudó y se acostó, mientras Laura a su lado le contaba los preparativos que hacían para prenderlo y las ganas que le tenían.
Poco tiempo después, tanto Andrade como Moreira dormían profundamente sin sospechar tal vez que aquél podía ser su último sueño.
Eran las dos de la tarde más o menos, cuando los vigilantes mandados por don Pedro Berton, la partida de la plaza mandada por don Eulogio Varela, y el comandante Bosch, a cuyas órdenes iban todas las fuerzas, y varios vecinos de Lobos, entre ellos el joven Gabriel Larsen, llegaban cautelosamente a La Estrella.
Unos cuantos soldados de la partida a caballo y algunos vigilantes a pie quedaron del lado de afuera rodeando el edificio, mientras el resto entraba al patio.
El dueño del establecimiento dijo ignorar dónde se hallaba Moreira y el registro de la casa empezó a llevarse a cabo con suma prudencia y minuciosidad.
A donde primero se dirigió la gente fue a una pieza cuya puerta entornada dejaba ver un paisano que dormía profundamente; en una silla, al lado de la cama, se veían sobre un chiripá de paño dos grandes trabucos de bronce y una lujosa daga de larga y filosa hoja.
-Se acabó Juan Moreira -pensaron los soldados entrando a la pieza sin hacer el menor ruido y apoderándose de aquellas armas que debían ser tan terribles en manos de su dueño, a quien despertaron de pronto apuntándole al pecho con dos rifles, y ordenándole que se entregara preso.
Inmensa fue la agonía que cruzó como un relámpago por la mirada de aquel hombre al ver sus armas en manos de aquellos soldados que le apuntaban al pecho.
Las miró con una especie de estertor y dando un suspiro prolongado:
-Está bien, no me maten, que estoy rendido -dijo, y dos lágrimas corrieron por sus pómulos.
Ya estaban atándolo cuando uno de los soldados de la partida, que lo conocía, dijo:
-Ese no es Moreira, compañeros; es Julián Andrade, otro bandido.
Concluyeron de amarrarlo y empezaron a recorrer de nuevo las habitaciones en busca del terrible Moreira, temiendo que se les hubiera escapado.
Así llegaron a una habitación completamente cerrada en cuyo umbral estaba el señor Bosch diciendo:
-Aquí está el hombre; es inútil buscarlo en otra parte.
¿Qué sucedía entretanto en la pieza que ocupaba aquel hombre verdaderamente descomunal? Oigamos a la mujer que estaba con él.
Cuando los soldados hablaron en alta voz, creyendo haber atado a Moreira, éste se asomó al umbral y pudo ver a Andrade completamente rendido. El cuzquito ladraba de una manera amenazadora, avanzando hacia la puerta entreabierta por su amo.
Moreira entró precipitadamente, echó los pasadores a la puerta y se puso a vestir rápidamente, revisando sus armas con minuciosa atención.
-¿Qué es eso? -le preguntó Laura-. ¿Por qué cierras la puerta y te vistes tan ligero? Esa gente ha venido a prender al otro, porque a vos no te han visto.
-Me vienen a matar -agregó Moreira con una expresión de inmensa fiereza-; lo conozco en el modo con que ladra el Cacique.
En ese momento golpearon fuertemente la puerta.
-¿Quién es? -preguntó Moreira sin apagar de sus labios la sonrisa de desdén.
-Es la justicia -contestó el señor don Pedro Berton-; es inútil que se resista, amigo. Entreguesé y no se haga matar.
En esto Moreira abrió una hendija de la puerta, por donde echó a Laura, y volvió a encerrarse precipitadamente.
-Entreguesé, amigo -insistió Berton-, porque si se resiste se va a hacer matar inútilmente.
Ya las medidas estaban hábilmente tomadas: al frente de la puerta se habían colocado tiradores, tomando los puntos, y a los flancos de la misma estaban soldados de la partida, el capitán Varela y el señor Bosch, de modo que toda tentativa de fuga era imposible.
-¿A quién he de entregarme? -preguntó Moreira, y se sintió el seco ruido que hacían los muelles de los trabucos al montarse.
-A la policía de Buenos Aires -contestó el joven Berton.
-Me pago en la policía de Buenos Aires -contestó Juan Moreira, y abriendo la puerta de par en par apareció en el umbral sereno y altivo, teniendo amartillado en cada mano uno de los trabucos.
La aparición fue tan rápida y tan inesperada, que todos quedaron inmóviles y vacilantes.
El paisano aprovechó rápidamente el estupor que su aparición había causado; se dio cuenta de la situación, y comprendiendo que el mayor número de enemigos estaba a los flancos, tendió sus hercúleos brazos y disparó los dos trabucos, que llevaron la muerte a las filas enemigas.
-¡Fuego!, ¡fuego! -gritó desesperadamente el oficial Berton, y sonó un fuego graneado mal dirigido, porque los soldados estaban profundamente conmovidos, y sin ningún resultado.
Moreira, entretanto, soltando una alegre carcajada, volvió a entrar a la pieza y cerró rápidamente la puerta.
Y se sintió desde afuera cómo volvía a cargar los trabucos, golpeando las culatas contra el suelo.
-Entréguese y no se haga matar tan sin provecho -volvió a gritar Berton-. Entréguese a la policía de Buenos Aires.
-¡Aquí no hay más policía que yo, hijos de una gran maula! -y abrió de nuevo la puerta, presentándose en el umbral amartillando sus dos trabucos.
-¡Fuego!, ¡fuego a él! -gritó Berton animando a la gente; pero esta vez como la anterior, ninguno de los tiros pudo herir a Moreira.
El comandante Bosch hizo también fuego con una pistola que llevaba por única arma, pero el proyectil, aunque bien dirigido, sólo rozó el hueso parietal derecho.
Moreira apuntó sus armas, una de frente y otra al flanco derecho, y disparó acompañando el doble disparo de una sátira a la policía.
Este disparo fue fatal para uno de los soldados de la partida y para D. Eulogio Varela, que recibió toda la descarga de un trabuco en la rodilla izquierda.
Moreira se encerró de nuevo en la pieza y se le oyó volver a cargar sus trabucos.
La gente estaba desmoralizada y casi dominada por el inmenso valor de aquel hombre.
La muerte de un soldado y la grave herida del capitán Varela contribuían a aquella desmoralización; el mismo comandante Bosch, hombre noble y verdaderamente bravo, después de descargar el único tiro de su pistola, la había tirado como descontento de aquella lucha tan desigual, que tendría que dar por resultado la muerte de un valiente.
Moreira abrió por tercera vez la puerta y se presentó armado de un solo trabuco: sin duda el otro se había descompuesto.
El capitán Varela, joven de un valor a toda prueba, y deseoso de medirse de igual a igual con aquel hombre, lo acometió sable en mano, sin lograr herirlo por el momento.
Moreira entonces le volcó el trabuco sobre la cara, pero al volcarlo había caído el fulminante y el trabuco no dio fuego.
Entonces el paisano, riendo siempre, tiró al rostro de Varela su inservible trabuco y saltó al medio del patio, enrollando en el brazo izquierdo su manta de vicuña y blandiendo en la diestra poderosa su terrible daga.
Al saltar Moreira al patio, daga en mano, todo el mundo disparó, quedando sólo en el patio, frente al gaucho, don Pedro Berton y el capitán Varela, que apenas podía moverse a causa del trabuco que recibiera en la articulación de la pierna.
Uno de los vigilantes, que disparaba, pasó en ese momento al lado de Berton, quien le arrebató el rifle para disparar sobre Moreira.
Este, siempre sonriente, siempre despreciativo, sacó del tirador una pistola, puso los puntos a Berton, que se había echado ya el rifle a la cara, y le hizo fuego.
El pulso del gaucho era inalterable a pesar del peligro que corría, y su sangre fría asombrosa. Como prueba de esto, su bala fue a incrustarse en la muñeca derecha de Berton, quitándole toda acción sobre el gatillo.
Moreira pudo disparar el otro tiro y concluir con aquel valeroso joven, pero volvió a guardar la pistola en el tirador, blandiendo de nuevo la daga.
-¡Fuego!, ¡fuego sobre él! -gritaba Berton, oprimiendo su articulación destrozada; pero los soldados se habían puesto a respetable distancia.
Entonces el Sr. D. Eulogio Varela, tan bravo como el mismo Moreira, arrastrando su pierna como podía, lo atropelló con la espada en la mano.
Y fue en verdad magnífico aquel choque, pues si el manejo y la vista de Moreira eran fabulosos, el sable manejado por Varela era un arma terrible.
Aquellos dos hombres se acometieron rápidos y enérgicos, enviándose golpes de muerte.
Nos ha dicho el mismo señor Varela que eran tan hercúleas las fuerzas de Moreira, que no podía desviar con la espada los golpes de aquella daga imponderable, que se movía en todas direcciones como una culebra de acero en contacto con una pila eléctrica.
No siendo bastante la espada, tenía que volcar el cuerpo a uno y otro lado, para evitar los hachazos que le dirigía a la cabeza, cualquiera de los cuales, recibido, le hubiera partido el cráneo.
Varela había logrado herirlo levemente y los soldados, medio avergonzados, volvieron a la carga, animados por la voz de Berton, que perdía abundante sangre por la herida recibida.
Moreira saltó entonces al medio del grupo que le acometía, esgrimiendo su magnífica daga con una pujanza sobrehumana, llevando la muerte allí donde con ella tocaba.
Fue magnífica la apostura de aquel hombre. Protegía el cuerpo con la manta envuelta en el potente brazo, y acometía recio y deseoso de terminar con todos.
Su pupila fosforescente lanzaba intensos rayos de cólera cuyo contacto abrasador acobardaba a sus enemigos, que retrocedían cediéndole el terreno palmo a palmo.
Los dos oficiales que mandaban aquella tropa iban perdiendo el ánimo, a medida que por sus heridas brotaba la sangre abundantemente y se veían abandonados por la tropa.
-¡Campo!, ¡campo, maulas! -gritaba Moreira; y los vigilantes retrocedían aterrados y los soldados de la partida daban vuelta la espalda, porque cada vez que el paisano pedía campo cargaba de firme esgrimiendo su daga, que amenazaba a un tiempo todos los pechos.
El patio fue así conquistado ladrillo por ladrillo y Moreira se detuvo por fin, jadeante, y respiró con inmenso placer el aire tibio de la siesta.
En ese momento Julián Andrade, haciendo un esfuerzo poderoso, había logrado deshacer sus ligaduras y corrido a la calle buscando su caballo.
¡Vana esperanza! Apenas pasó el umbral de la puerta, desarmado como iba, fue acometido por los que rodeaban el edificio y herido de dos hachazos en la cabeza.
Andrade cayó esta vez completamente postrado; fue amarrado fuertemente y entrado de nuevo a la casa, donde se llevó un nuevo ataque a Moreira.
Este estaba en el medio del patio fatigado por la larga lucha, pero sereno y tranquilo como si ningún peligro lo amenazara.
Su sedoso y negro cabello estaba pegado a la altiva frente por el sudor que le corría y por la sangre que, en pequeña cantidad, brotaba de una ligera herida de sable que había recibido en el hueso frontal sobre la ceja derecha.
Su pecho valeroso se levantaba y bajaba a pulsos de la respiración fatigosa, pero en sus labios desdeñosos no se había apagado aquella eterna sonrisa.
Y allí con la daga en la mano, dispuesto siempre a herir, esperaba la acometida que le traían por una parte vigilantes y soldados, y por la otra, el capitán Eulogio Varela, que animaba a la gente con la palabra y caminaba penosamente, dispuesto a combatir con Moreira hasta matarlo o morir.
Este valiente oficial nos ha mostrado en Lobos la espada que llevaba ese día y hemos quedado asombrados al comprender, por su lastimada hoja, toda la fuerza muscular de que estaba poseído Moreira y el magnífico temple de aquella espléndida daga, que se hizo legendaria en manos de aquel hombre.
La espada estaba llena de melladuras, mostrando dos o tres hachazos a la altura del tercio de la hoja, que la cortan hasta el revés.
Moreira recibió aquella nueva acometida con tanto brío y pujanza que parecía que recién empezaba a combatir, y como lo cargaron muchos y de firme, echó mano a la cintura buscando sus trabucos, con tal expresión de exterminio en la mirada, que le cedieron el campo disparando francamente.
El vigilante Chirino, hoy sargento de policía al servicio de la penitenciaría, se había ocultado detrás del brocal del pozo, temiendo que el paisano le hiciera algún disparo tan certero como el que rompió el brazo a don Pedro Berton, desde donde espiaba la oportunidad de una salida provechosa.
Varela acometió de nuevo a Moreira, que paró tranquilamente los golpes de sable que le tirara, diciéndole:
-Vaya a curarse, amigo, que usted no está para estas cosas.
Y en seguida, viendo que algunos vigilantes cargaban de lejos sus "rémingtons" para hacerle fuego, pasó como una exhalación por delante del brocal del pozo, sin ver a Chirino que estaba allí oculto; y poniéndose la daga entre los dientes, se tomó de la pared con ánimo de pasar al otro lado, donde estaba su caballo, que era su completa salvación y la burla de toda aquella gente que en vano había intentado matarlo a toda costa.
Ya había alcanzado con las dos manos al extremo de la pared; con dos pisadas más que diera contra los salientes ladrillos estaba completamente a salvo, cuando una espantosa maldición salió como un trueno de su boca, su pie derecho se escapó del ladrillo donde se apoyaba y su mano derecha se desprendió de la pared.
¿Qué había sucedido que aquel hombre se había detenido a la mitad del camino prorrumpiendo en una maldición que pasó amenazadora por sobre la hoja de la daga que conservaba en sus dientes?
¿Por qué daba vuelta la cara bañada súbitamente de honda palidez?
Es que a Moreira le había sucedido algo espantoso que venía a arrancarle la victoria que tuvo siempre a su lado, mientras duró aquella sangrienta lucha.
Chirino, que había visto pasar al gaucho con la daga entre los dientes, desde el brocal que le servía de escondite, salió rápidamente y cuando el paisano levantaba ya la pierna derecha para montar sobre la pared, terció su rifle y le sepultó la bayoneta en el pulmón izquierdo.
Tanto deseo de matar al gaucho tenía Chirino, tal fuerza imprimió al golpe, que la bayoneta hundió por completo el pulmón, atravesó el pecho y se enterró en la pared en una profundidad de más de cuatro dedos.
El cuerpo de Moreira, falto de apoyo del pie y brazo derecho, vino a quedar descansando, se puede decir, en la misma bayoneta que lo hiriera, pues la fuerza hercúlea de su pie izquierdo y de la mano que lo sostenía, se había debilitado por el dolor y por el frío del acero triangular envainado en su cuerpo.
Moreira dio vuelta la cara y miró a Chirino con sus negras pupilas brillantes, cuyo fulgor bravío no había logrado extinguir la muerte que llevara a su cuerpo aquella bayoneta traidora que hería su espalda como si fuera la de un ladrón o de un cobarde a quien la muerte sorprende en medio de la fuga.
-¡Ah! ¡Cobarde, cobarde! -dijo dejando caer la daga de entre los dientes-. ¡A hombres como yo no se les hiere por la espalda! ¡No podés negar que sos justicia!
Su mano derecha, crispada por el dolor, empuñó la pistola de que se había servido para inutilizar a Berton y la pasó por sobre su hombro izquierdo, tratando de hacer puntería en la cabeza de Chirino que hacía fuerza para que la bayoneta, vencida por el cuerpo de Moreira, no se desclavase de la pared.
El resto de los vigilantes, incitados por la voz de Berton y Varela, cargaban en grupo para ultimar al paisano, cuando éste retorciéndose sobre la bayoneta como si no le causara dolor alguno, inclinó la pistola e hizo fuego sobre la cabeza de Chirino.
La bala, hábilmente dirigida a pesar de la posición violentísima, rozó de arriba al ojo, la pupila izquierda del vigilante, y fue a incrustarse en el pómulo.
Chirino cayó de espaldas lanzando un grito terrible y arrastrando en su caída el rifle, cuya bayoneta produjo un ruido fatídico al salir de la herida.
Moreira, libre del arma que lo mantuviera clavado en la pared, cayó al suelo de pie, y con una expresión de suprema alegría recogió su daga.
-¡Aún no estoy muerto! ¡Aún no estoy muerto, maulas! -gritó, y blandiendo la daga arremetió al grupo que lo cargaba.
El aspecto de Moreira era entonces terrible; de su elevado pecho caía un torrente de sangre que empapaba hasta la espuela; sus ojos despedían llamaradas y el dolor había contraído aquella sonrisa altiva y desdeñosa que vagaba siempre por sus labios.
-¡A mí, maulas! -prosiguió-. ¡A mí! -y blandió su daga con un movimiento poderoso que detuvo la marcha de los que avanzaban a rematarlo.
El joven Gabriel Larsen, que venía en el grupo armado de un revólver con el que apuntaba al gaucho, quedó estático ante aquella muestra de valor salvaje y aquella potente vida arraigada a aquel hombre varonil, que acometía poderosamente con una herida que habría sido inmediatamente mortal para cualquier hombre, con excepción del coronel Sandes y de Juan Moreira, dos naturalezas de bronce que se pueden llamar gemelas.
Larsen había quedado completamente asombrado: la vista de Moreira, que avanzaba decidido aunque vacilante, lo había impuesto de tal modo, que no tuvo aliento para disparar su revólver y su brazo derecho cayó a lo largo del cuerpo, completamente debilitado por el terror.
Moreira encogió el brazo, lo acometió y se tendió en una larga puñalada tomando por blanco el pecho del joven, que cerró los ojos y esperó el golpe automáticamente.
La daga no lo hirió, sin embargo. Eulogio Varela, que estaba a pocos pasos, acudió a evitar el golpe con una abnegación suprema, y convencido, por experiencia, de que no había fuerza humana capaz de doblar aquella mano de acero, puso el brazo entre el pecho de Larsen y la daga de Moreira, recibiendo en él la terrible puñalada que, sin aquella valla de carne, habría dado muerte al imprudente joven.
Moreira retiró la daga y miró a Varela, con una especie de admiración; quiso acometer de nuevo, pero un vómito de sangre le empapó por completo la pechera de la camisa haciéndolo caer de rodillas, completamente debilitado por la copiosa pérdida de sangre.
Todos a una cargaron sobre él, apresurándose a concluir con el átomo de vida que le quedaba, mientras un nuevo vómito de sangre, más abundante que el primero, salía de aquella boca en cuyos labios lívidos el estertor de la muerte no había logrado apagar la sonrisa de desdén.
El Cacique, que lo había seguido paso a paso, desde que salió de la pieza, se acercó solícito a lamer aquel semblante que la agonía iba apagando poco a poco, y Moreira, mirándolo con el último destello que quedaba en sus ojos entornados por la muerte, cayó de boca pesadamente.
Entonces todos cargaron sobre él, cuya cabeza reposaba sobre el último vómito de sangre, última sangre de sus venas que salió al caer su cuerpo.
Asimismo aquel hombre excepcional levantó su brazo armado aún por la daga, y amagó una última puñalada; pero aquel brazo que sólo la muerte podía haber debilitado, cayó por primera vez sin herir, para no volverse a levantar más.
Alzó entonces lentamente la cabeza y dirigió su última mirada llena aún de soberbia sobre el cuerpo de Chirino que estaba a pocos pasos, y bajó poco a poco la frente empapada en sangre, y quedó tan inmóvil como un muerto.
Los actores de aquella verdadera tragedia quedaron parados, sin atinar a hacer un solo movimiento; una extraña sensación de respeto les alejaba de aquel hombre que había caído como un verdadero gigante, dando pruebas de un valor imponderable y de un espíritu que no había logrado batir la muerte dolorosa, terriblemente dolorosa, a que había sucumbido.
Cuando vemos caer hombres como Juan Moreira, no podemos dominar el sentimiento de profunda tristeza que invade nuestro espíritu.
Sentimos respeto por aquel corazón esforzado y no podemos mirar indiferentes la caída de uno de estos seres llenos de hermosas cualidades, con un espíritu noble e inquebrantable y dotados de un carácter hidalgo, lanzados al camino del crimen y empujados a una muerte horrible por la maldad salvaje de uno de esos tenientes alcaldes de campaña a quienes desgraciadamente está librado el honor y la vida del humilde y noble gaucho porteño.
Cuando los vigilantes se convencieron, por la inmovilidad del cuerpo, de que Moreira estaba realmente muerto, se acercaron al cadáver y lo dieron vuelta.
Se decía que Moreira era tan valiente y no había sido herido nunca, porque usaba cota de malla, y era preciso convencerse de si aquello era cierto.
Los labios del cadáver estaban sonrientes: parecía que aún provocaban a la lucha con palabras despreciativas.
Aquellos hombres abrieron la pechera de la camisa y miraron aquel pecho admirable por su modelación, lanzaron un grito de asombro.
El pecho de Moreira estaba realmente cubierto por una cota, pero no era de malla de acero, sino un tejido de enormes cicatrices que lo cruzaban en todas direcciones, heridas cuya existencia no se había conocido nunca, porque el altivo paisano cuando las recibía, iba a curárselas donde nadie pudiera verlo.
Decían que una de aquellas cicatrices, que marcaba un largo de dos centímetros bajo la tetilla derecha, había sido recibida en la segunda lucha con Leguizamón.
Desde la cintura hasta los hombros se podían contar nueve heridas, de las cuales tres eran de arma de fuego; en el muslo derecho, a la altura de la rodilla, se veía una cicatriz de bala y su hombro izquierdo, a manera de presilla, estaba cruzado por un hachazo que había dejado allí una cicatriz de un centímetro de profundidad.
Esta era la cota de malla que había vestido Moreira para evitar la muerte que casi diariamente le había salido al encuentro.
Dos horas después de haber muerto aquel hombre excepcional, se presentó en La Estrella el señor Blas Varela, tío del valiente capitán de la partida de Lobos, que recogió y llevó a su casa a los heridos de aquella acción, que eran Eulogio Varela, Pedro Berton, el sargento Chirino y dos más, donde recibieron los primeros cuidados.
Más tarde llegaron por un tren expreso tres cirujanos que envió el Gobernador de la Provincia y que procedieron inmediatamente a la cura de aquellos heridos.
Al otro día de haber muerto Moreira, cediendo al empuje de tantos enemigos y dando una última prueba de su valor novelesco, llegaban al partido de Lobos comisiones de los pueblos vecinos para cerciorarse por sus propios ojos de que realmente Moreira había muerto.
En el rostro de todos los que miraban aquel cuerpo exánime se podía ver una expresión del más franco asombro, pues para todos los que conocían su tristísima historia, Moreira era un desventurado cuya muerte conmovía el espíritu de una manera inevitable.
Y aquel hombre, cuya hermosura típica no había alterado la rigidez de la muerte y que momentos antes sembraba el terror entre sus enemigos, estaba allí frío e inmóvil, con la barba convertida en una masa de sangre coagulada y los labios entreabiertos por una última sonrisa, sirviendo de espectáculo a los innumerables curiosos que llegaban a La Estrella para verlo por última vez y contemplar la herida que había dado fin a aquella existencia desventurada.
Moreira fue enterrado en el cementerio de Lobos, veinticuatro horas después de su muerte, en una humilde fosa donde sólo se ve un número calado en una plancha de hierro.
Nos contaba la buena vieja vasca que en compañía de su marido cuida el cementerio de Lobos, que cuando todos se alejaron de aquel sitio fúnebre, se vio trepar al montoncito de tierra recién movida, un perrito que se echó allí y empezó a aullar de una manera tristísima.
Según aquella buena vieja, esta escena patética es la que más la ha conmovido desde que cuida aquel cementerio solitario, donde no se ven aquellos objetos pomposos con que la vanidad de los vivos adorna la soledad de los muertos.
Era el Cacique, el fiel Cacique, que no abandonaba a su amo, eligiendo por guarida aquel humilde montoncito de tierra.
Extraña lealtad y abnegación que hacen a un perro muy superior al hombre mismo, quien concluye por olvidar hasta el paraje en que, en el seno de la tierra, descansan los seres que más se amaron en la vida.
Así terminó aquel gaucho que había nacido para ser feliz por las hermosas prendas que adornaban su corazón y la conducta ejemplar que había observado hasta que la Justicia de Paz, esa terrible Justicia de Paz, se echó sobre él, como el buitre que abate su vuelo sobre la osamenta.
¡Pobre Moreira! Ni una mano amiga vino a cerrarle los párpados sobre la altiva mirada empañada por el estertor de la agonía.
El caballo, el célebre overo bayo, compañero inseparable de aquella especie de judío errante en su propia tierra, pasaría a poder de algún alcalde o sargento de partida; sus armas, aquellas terribles armas que tan temidas se habían hecho, pasaron a manos del juez del crimen que instruyó la causa del valiente Juan Moreira.

 

El epitafio de Moreira

El día cuatro de mayo, como a las tres de la tarde, entró en el pueblo de Lobos un paisano de aspecto humilde, montando un magnífico caballo zaino colorado.
Aquel hombre tenía la cabeza abatida sobre el pecho, como cediendo al peso de una horrible desgracia, y no se preocupaba de apurar el pesado tranco de su caballo.
El paisano, siempre triste, con la mirada inmóvil sobre la cabeza de su pobre apero, atravesó el pueblo por la calle principal y recién al llegar a la plaza alzó la cabeza, dejando ver una mirada inteligente empañada por el dolor que se revelaba en su actitud sombría y lúgubre ademán.
Levantó la cabeza, decimos, y miró a todos lados como para orientarse en el camino que debía seguir, camino en que le parecía no estar muy seguro, pues desmontó en un almacén y preguntó por dónde se podía ir al cementerio.
Uno de los gauchos que había en el almacén salió e indicó al paisano el camino que debía seguir, mirando con extrañeza a aquel desconocido que se alejó sin siquiera dar las gracias por el servicio recibido, descomedimiento que el gaucho atribuyó a la pena en que aquel hombre parecía ir sumido.
El paisano siguió siempre al tranquito, hasta que llegó al cementerio, echó pie a tierra delante de la puerta de fierro, y sin atar siquiera su caballo, penetró al cementerio, cuyas tumbas interrogó con una mirada húmeda y vacilante.
Aquel hombre, sin despegar los labios para responder al comedido saludo de la vasca sepulturera, detuvo su mirada sobre el montón de tierra donde estaba echado el Cacique, y se dirigió allí con el paso vacilante, sacándose el sombrero con imponente respeto.
Llegó a la tumba solitaria, dobló en ella las rodillas y se pudo ver que de sus ojos negrísimos y varoniles caía un torrente de lágrimas que iban a rodar a la tierra que cubría los restos de Moreira.
El Cacique, que recibía siempre con amenazadores gruñidos a los que se acercaban a la tumba de su amo, se arrastró hasta aquel hombre y, mientras lamía sus manos cariñosamente, se puso a aullar, con ese aullido fúnebre y lastimero que emplean los perros en las situaciones lúgubres.
El paisano acarició la cabeza del noble animal, se puso de pie, cruzó los brazos y clavó la mirada en aquella huesa miserable, permaneciendo así inmóvil como una estatua, y llorando silenciosamente más de tres horas.
A la caída de la tarde, el hombre que cuidaba el cementerio fue a prevenir a aquella especie de estatua humana que iba a cerrar la puerta y que era necesario que se retirara, pero el paisano estaba tan embebido en su pensamiento que fue necesario golpearle el hombro y repetirle la advertencia.
Entonces sus labios temblaron a impulsos de los sollozos que lo sofocaban, por sus pómulos se deslizaron las últimas lágrimas, levantó al Cacique en sus brazos, que seguía aullando lúgubremente, y dio vuelta para tomar el camino que conduce a la salida del cementerio. ¡No alcanzó a dar dos pasos!
-¡Adiós, Moreira! -gritó con la voz entrecortada por los sollozos que hacían su palabra casi ininteligible-. ¡Adiós, hermano Moreira! ¡Daría toda mi vida por poder montarte en ancas de mi caballo y llevarte al rancho de la amistad! -dijo; su voz expiró en un doloroso gemido y salió del cementerio a la carrera, como si tuviera que hacer un violento esfuerzo para arrancarse a la fuerza desconocida que allí lo retenía.
Llegó a su caballo, sobre cuyo recado saltó sin tocar el estribo, y acomodando al cuzquito en el brazo izquierdo se perdió al galope de su caballo.
Aquel paisano era el amigo Julián que, sabiendo la muerte de Moreira, había venido a darle el último adiós sobre su tumba.

Moreira vive aún en la tradición de los pagos que habitó. Sus desventuras se cantan en décimas tristísimas y sus hazañas son el tema de los más sentidos y tiernos estilos, que canta cada paisano, lamentando la muerte de aquel hombre fabuloso. Para rendirlo fue necesario que la policía de Buenos Aires se pusiese en campaña eligiendo sus mejores soldados y pelear con él hasta que le quedó un átomo de vida.
Los paisanos que lo trataron sienten una especie de orgullo al recordar que fueron amigos de aquel hombre, y las partidas de plaza recuerdan aún con cierto terror los destellos de aquella mirada soberbia cuyos rayos no podían sostener sin bajar la vista al momento.
Moreira no tiene parangón con ninguno de los muchos hombres de valor asombroso que han habitado nuestras campañas. El único que se le acerca en algo es aquel terrible Juan Cuello que, en los años comprendidos del cuarenta y siete al cincuenta y uno, tuvo aterrorizadas a la cuidad de Buenos Aires y a la misma mazorca, cuya vida y curiosísimas aventuras recién hemos concluido.
Juan Cuello es una narración que interesará sobremanera a nuestros lectores, por estar llena de episodios sumamente romancescos.

Andrea y su hijo, el pequeño Juan, se encuentran actualmente en casa del señor Aguilar, calle de la Victoria, frente al cuartel de bomberos.
Cuando Vicenta oye hablar del tremendo Juan Moreira, sus ojos se llenan de lágrimas y miran al suelo como si buscara allí la tumba de aquel desventurado cuya existencia feliz fue cortada por el poder de un teniente alcalde de campaña.
¡He aquí los graves defectos de que adolece nuestra célebre Justicia de Paz!
De un hombre nacido para el bien y para ser útil a sus semejantes, hacen una especie de fiera que, para salvar la cabeza del sable de las partidas, tiene que echarse al camino y defenderse con la daga y el trabuco.
Es preciso convencerse una vez para todas de que el gaucho no es un paria sobre la tierra, que no tiene derechos de ninguna clase, ni aun el de poseer una mujer buena moza en contra de la voluntad de un teniente alcalde.
El gaucho es un hombre para quien la ley no quiere decir nada más que esta gran verdad práctica; el Juez de Paz de partido tiene derecho a remacharle una barra de grillos y mandarlo a un cuerpo de línea.
Es tiempo ya de que cesen esos hechos salvajes y el gaucho empiece a gozar de los derechos que le otorga la Constitución y que ha conquistado con su sangre en todos los campos de batalla.
Cerraremos esta dramática historia haciendo notar que todas nuestras críticas referentes a la organización de la Justicia de Paz en la campaña obedecen a la noble aspiración de que los derechos imprescriptibles del ciudadano, con los cuales invisten al hombre las leyes divinas y las leyes escritas, sean respetados y garantizados en todas las latitudes del suelo argentino.

 

La daga de Moreira

Concluida la historia de Moreira con que adornamos nuestros folletines, vino a nuestro poder la daga de aquel paisano legendario, que conservaba el señor Melitón Rodríguez como una verdadera pieza de museo.
La daga de Moreira, con la que llevó a cabo tanta hazaña verdaderamente asombrosa, es un arma que en nada se parece a la de este nombre que usan la generalidad de nuestros paisanos.
Esta arma, cuya hoja es de un completo temple toledano, está entre la daga y el sable: mide ochenta y cuatro centímetros de largo, contando su empuñadura, y sesenta y tres centímetros su hoja sola.
El ancho de la hoja tiene cerca de la empuñadura como cuatro centímetros y disminuye gradualmente a medida que se aproxima a la punta, hecha, como su filo destruido ya, con una lima.
La empuñadura de plata maciza, con algunas incrustaciones de oro y llena de delicada obra de cincel, pesa 25 onzas; la forma de esta empuñadura es digna de estudio, pues a ella sin duda debe Moreira la rara suerte de no haber sido herido nunca de hacha.
La S con que los paisanos adornan las empuñaduras de sus dagas, les sirve para proteger su mano derecha de los golpes de hacha que con tanta maestría barajan.
Esta S hace converger todos los golpes de hacha en su parte saliente, pero en su parte entrante es fácil, muy fácil, que los hachazos resbalen, yendo a herir el pecho del que la esgrime.
Moreira había corregido este defecto con increíble suspicacia, colocando en su daga una gran U, en vez de la S vulgar. De este modo había resuelto el problema de hacer converger a la curva de la U todos los golpes de hacha, sin riesgo de su cabeza, de su pecho y de su mano, aunque exponiendo a la fuerza de los mismos hachazos a la U, que se ve rota y soldada en varios puntos.
El filo de esta arma curiosa bajo todo respecto está lleno de melladuras, una de las cuales penetra como una línea en el centro de la hoja, y que el capitán Varela supone ser un hachazo que él le tiró en la última lucha que sostuvo aquel hombre excepcional, y que paró con aquella parte del filo de la daga, golpe en que se quebró su propia espada.
Conociendo el peso y las dimensiones de esta arma, se puede calcular la prodigiosa fuerza muscular de aquel hombre, que sin la menor fatiga combatía con ella tan largos intervalos de tiempo.
Esta daga es la que usó Moreira, por lujo primero, y por necesidad después, siendo la misma que le regalara Adolfo Alsina, y a la que él no hizo otra modificación que la de la S cuando confió a ella sola la defensa de su vida.
La daga de Moreira es digna de figurar en un museo al lado de la espada del Cid o cualquiera otra arma histórica que simbolice un brazo de extraordinaria pujanza y un corazón de un temple espartano.
Y ya que nos ocupamos otra vez de Juan Moreira en la descripción de su daga, para agregarla a la segunda edición que de su biografía hacemos, vamos a consignar un episodio de su vida que pinta admirablemente las prendas raras de que estaba dotado y que conocimos después de haber concluido su historia, episodio que nos ha sido relatado por el mismo protagonista.
El doctor don Leopoldo del Campo, a quien hemos tenido la ventaja de conocer desde estudiante, es un noble carácter unido a una inteligencia clara y robusta, cultivada con verdadero desvelo y dedicación.
Leopoldo del Campo tiene verdadera pasión por la carrera que ha elegido, pasión que lo lleva a emprender las defensas más arduas, sin el menor interés, pues sus predilectas son aquellas de infelices procesados, que para pagar su trabajo no cuentan más que con su verdadero agradecimiento.
Es uno de aquellos bellos espíritus, semejante al de Julián María Fernández, que hacen el bien por el solo placer de hacerlo.
Uno de tantos infelices defendidos gratuitamente por el doctor Del Campo, era un paisano de Navarro cuyo nombre no recordamos en este momento, procesado por homicidio en la persona de otro paisano.
Del Campo puso su inteligencia y labor al servicio de este paisano con tan feliz éxito, que pocos meses después lo sacaba libre de todo cargo, haciendo resplandecer su inocencia.
El paisano era un pobre diablo, cuyos únicos bienes de fortuna consistían en un pobre rancho en Navarro y unas pocas ovejas y vacas. Pagó, pues, a su abogado con un sincero agradecimiento y ofreciéndose al gran defensor en lo que valía, por si alguna vez quería hacerle el servicio de ir a pasar una temporada a su rancho en compañía de su mujer y de sus hijitos, a quienes enseñaría su nombre para que lo veneraran sobre todas las cosas de la tierra. En seguida emprendió viaje a su pago con algún dinero que le proporcionó el mismo Del Campo para complemento de su acción noble y desinteresada.
Llegó un año en que Del Campo tenía grandes tentaciones de ir a tomar un mes de campo, sin ocurrírsele un amigo propietario a quien ir a pedir hospitalidad.
El nombre de su defendido olvidado tanto tiempo se le vino al magín, ocurriéndosele que en ninguna parte sería mejor recibido que en aquel humilde rancho que con tanta franqueza le fue ofrecido.
Sin más ni más lió sus petates de viaje, que no eran muy lujosos que digamos, y tomó el tren de Lobos con el corazón rebosando de alegría estudiantil, dispuesto a pasar un mes de expansiones.
En Lobos alquiló un matungo de posta, y se largó camino de Navarro, navegando sobre el recado como uno de esos marineros ingleses que suelen bajar de a bordo y alquilar un sotreta en la caballeriza con que se topan, prometiéndose un día de alto refocilamiento, aunque a la noche suelan volver más molidos que si les hubieran dado mil azotes tendidos sobre el temible cañón de proa.
En aquellos tiempos la fama de Moreira llenaba aquellos alrededores, y era muy gaucho el hombre que se atrevía a hacer solo aquella cruzada; pero Del Campo era joven y poco se preocupaba de agüerías y miedos.
Apenas había andado unas cuatro leguas, cuando se encontró con un paisano hermoso, paquetísimo y montado sobre un magnífico caballo overo bayo, aperado con un lujo pintoresco.
En su cintura, sujeta a la espalda en el tirador, se veía una larga y hermosa daga; sobre los costados el paisano ostentaba un par de magníficos trabucos de un brillo deslumbrador, tal era su limpieza.
-Adiós, demonios -pensó Del Campo para sus adentros-. Esta especie de parque humano no puede ser otro sino Moreira. Si de ésta escapo con vida, lo podré contar como milagro.
Tales eran las cosas que de Moreira habían contado a Del Campo, que éste creía de buena fe que el gaucho era un bandido asesino que se complacía en matar por lujo, como se dice en el campo.
Aquel apuesto gaucho encaminó su caballo hacia el del viajero, a quien dio un cortés "buen día, amigo" preguntándole si no había visto en su camino un paisano acompañando a una niña.
Del Campo había visto efectivamente una hermosa paisana acompañada de un hombre de campo que llegaron a la pulpería donde él había mudado el caballo. Sin embargo, pensó que aquella pregunta era sólo un pretexto para entrar en conversación, exigirle más tarde el dinero que llevaba y coserlo en seguida a puñaladas para que no pudiera contar la cosa.
-Esta es la introducción y más tarde vendrá la sinfonía -se dijo-. ¿Cómo diablos haré yo para salir airoso de ésta, montando tan detestable matungo? -Sin embargo, dominando por completo todo recelo, repuso tranquilamente:
-Efectivamente, paisano; al salir de la pulpería donde mudé caballo, llegaba un hombre acompañando a una mujer bastante hermosa, pero no sé si siguieron o quedaron allí.
-Esos tienen una larga cuenta que ajustar conmigo -repuso el gaucho tomando un aspecto sombrío- y usted, amigo -añadió-, que parece pueblero, ¿adónde le va tirando tan mal montado en ese flacucho?
Del Campo creyó inútil ocultar el objeto de su viaje; así es que mirando al gaucho con una mirada inteligente le contó el objeto de su viaje improvisado.
-Voy -dijo- a casa de Juan Almada (hoy conocemos el nombre del gaucho que había olvidado); yo lo defendí y lo saqué libre cuando estuvo preso, y como él me ofreció su rancho, lo vengo a visitar.
-Es verdad -dijo el gaucho, quedando un poco pensativo-; ño Juan el Chico (lo llamaban así para distinguirlo de Moreira, conocido por Juan el Grande) mató a uno, según decían, dándole dos puñaladas, y por eso lo mandaron a Buenos Aires para fusilarlo, según dijeron en el juzgado.
-Pero yo tuve la suerte de defenderlo -continuó Del Campo-. Probé que era inocente y lo soltaron. Por eso él me convidó a que viniera a su rancho a pasear cuando anduviera desocupado.
Al oír estas palabras, los ojos de aquel gaucho se dilataron por la más franca expresión de asombro, posó en el joven abogado su hermosa mirada y preguntó atónito.
-Y usted, mozo, ¿defiende a los hombres que están en desgracia?, ¿usted se los quita a la justicia y trabaja para devolver la libertad a los que tienen una desgracia en la vida?
-Esa es mi misión -dijo Del Campo-; soy abogado: yo me ocupo de defender a todo hombre que tenga necesidad de mis servicios. Cada uno tiene su oficio.
-Pero mi compadre Juan -añadió el gaucho- es pobre y habrá tenido que vender todo para pagarle a usted. ¡Oh! -continuó lleno de amargura-, los gauchos no somos hijos de Dios; hay una maldición que nos acompaña.
-Se equivoca, amigo -replicó Del Campo bondadosamente-. Aquel hombre me ha pagado con un apretón de manos, y aunque yo también soy pobre, con este franco agradecimiento me considero bien pago.
Al oír esto, el gaucho se entregó al colmo del más inocente asombro. Miró a Del Campo mostrando una lágrima que brillaba en cada uno de sus párpados, y tendiéndole una mano le dijo con la voz conmovida por un raro enternecimiento, mientras con la otra se quitaba el sombrero:
-Vaya con Dios, vaya con Dios y él lo bendiga, amigo; los hombres que se conduelen de las desgracias de los hombres, lo merecen todo en esta vida. ¡Dios le ayude en todo lo que usted emprenda!
Del Campo quedó sorprendido ante aquel raro gaucho que así le hablaba y que había concluido por hacérsele fuertemente simpático. Su asombro fue mayor cuando le vio retirar la mano para enjugar una lágrima.
-¡Vaya con Dios, lindo mozo! -concluyó aquel hombre-. Yo soy Juan Moreira, y si alguna vez necesita de mí, ocúpeme como si fuera un peón, que seré feliz en servirlo; ño Juan el chico-añadió- es compadre mío y dígale que Moreira le manda muchas memorias. -Y clavando las espuelas en los flancos del overo se alejó de allí a gran galope.
Del Campo quedó un momento sorprendido al saber que aquel hombre de carácter tan noble y tan fácil de enternecer era Juan Moreira, el tremendo Moreira.
En seguida taloneó también a su matungo, cuyo galope de ratón de mercado sujetó en el rancho de su antiguo cliente, a quien narró el encuentro que había tenido.
Y con este nuevo capítulo creemos dejar terminada la narración que ha sido tan bondadosamente acogida.
Eduardo Gutiérrez.

 

Epílogo

Terminado el capítulo anterior, recibimos una carta en que se nos narran dos episodios de la vida de Moreira, que no conocíamos.
Va la carta en seguida, pues no queremos privar de ellos al lector.

Buenos Aires, marzo 20 de 1880. Señor D. Eduardo Gutiérrez.
Apreciable señor:

Al volver a ocuparse usted de Juan Moreira, tipo que ha hecho usted tan popular, no puedo dejar de hacer conocer a usted los hechos siguientes que tanto contribuyeron a dar a conocer aquel raro y noble carácter.
Garanto a Ud. su veracidad.
El Viernes Santo se le ocurrió a Moreira pasar al galope por frente a la iglesia de San Justo. No podía pasar nadie por allí a caballo y cinco soldados encargados de la vigilancia lo atacaron sable en mano: bajóse Moreira y, sin duda por ser día santo, sólo empleó el rebenque en la defensa, parando los golpes con el sombrero, pues no llevaba poncho.
Los soldados atacaban con brío al ver que Moreira no usaba sus armas, pero tan repetidos fueron los rebencazos, que volvieron al atrio de donde en mala hora salieron, haciéndose humo como dineros en cajas nacionales.
El otro episodio de esa vida temeraria es el siguiente:
La partida de San Justo, al mando entonces del teniente Ponce, hizo un día la tentativa de tomarlo y, preparándose como para habérselas con ese ser que se había convertido en aviso permanente de su incapacidad y cobardía, hallólo en una fondo y, lo que jamás se hubiera creído, Moreira huyó. Envalentonados con esta al parecer muestra de temor salieron tras él con la algazara del que pretende animarse a sí mismo. Poco les duró el contento, pues, al llegar Moreira al paraje conocido por el "Estanque" vieron que se bajó y, desensillando con tranquilidad, ató el caballo con el lazo y se sentó en el recado.
El teniente hizo alto a respetable distancia y se pusieron a deliberar si debían o no llevarle un formidable ataque; hacían esto en medio de las sangrientas pullas del gaucho; se propuso la idea de no molestarlo, lo que obtuvo mayoría sin necesidad de cociente.
Volvieron a San Justo acompañados por las carcajadas de Moreira.
Me es grato hacer conocer a usted estos hechos a los que su inimitable pluma sabrá llenar de ese gran interés que despierta siempre lo interesante cuando está bien escrito.
Me repito de usted humilde S.

Julio Llanos.
Chacabuco 464

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