“Fueron muertos a palos”

Masacre de Margarita Belén - El juicio: día 25

Informe: Gonzalo Torres
Edición: Marcos Salomón

Declaró Omar Lana, detenido en la alcaidía la noche de la paliza en el comedor y los mecánicos del Ejército Isabelino Galeano y Domingo Esmay. Este jueves sigue la causa con una lista de 8 testigos, que incluye al coronel de Inteligencia Armando Hornos.

Tras el receso, la continuidad del juicio oral y público por la Masacre de Margarita Belén tuvo como protagonista esencial a Omar Rodolfo Lana; un preso político que nunca militó en política. Fue privado de su libertad de octubre a diciembre de 1976, primero en la Brigada de Investigaciones, y después en la alcaidía policial.

Su “crimen subversivo” fue la amistad que mantuvo hasta el final con Fernando Piérola, una de las víctimas de la Masacre que continúa desaparecido. Esa fatídica noche previa al traslado, destruido por la tortura, le daba aliento a sus compañeros.

Cuando fue liberado padeció el ostracismo y la discriminación de una sociedad aletargada por el terror. Su hija y María Julia Morresi (testigo en la causa y pareja de Fernando Piérola) lo escucharon con atención durante toda su declaración.

Hacia el final de la jornada declararon los mecánicos del Grupo de Artillería 7, de donde salió el camión utilizado en la Masacre.

Ambos coincidieron en que no hubo oficiales que manejaran camiones y negaron haber visto cadáveres en el Regimiento. Sobre el Tribunal Oral Federal pesa una gran responsabilidad: qué hacer con el ex coronel de Inteligencia Armando Manuel Hornos, testigo y potencial imputado en la etapa residual de la causa.

Según una nota aparecida en el portal Chaco Día por Día, Hornos es inimputable, basándose en un informe psiquiátrico realizado en junio de este año por el Servicio de Salud Mental del Hospital Perrando determinó que el ex jefe del Destacamento 124 de Inteligencia del Ejército, con asiento en Resistencia, se encuentra en estado de “involución senil de carácter permanente”.

De todas maneras, el militar retirado integra una lista de ocho testigos, junto con los ex detenidos Ricardo Fortunato Ilde, Eugenio Domínguez Silva, y Rodolfo Sabadini Cáceres quien fuera policía y ex diputado provincial.

Otra vez hubo problemas con los testigos, que no concurrieron a declarar. Como en la Causa Caballero, en la Masacre por Margarita Belén, testigos que no se presente será traído ante el Tribunal por la fuerza pública.

GRITO DE DOLOR

Lana, el primer testigo, superó el nerviosismo y pudo contar lo que vivió en la celda 3 de la Alcaidía la noche de la paliza en el comedor, cuando apalearon ferozmente a un grupo de detenidos entre los que se encontraban las únicas tres personas que él conocía allí.

Uno era Fernando Piérola, (íntimo amigo, habían compartido una pensión por calle Colón), Carlos Zamudio, (fue su celador en el Colegio Nacional en 1970), y Julio Andrés “Bocha” Pereyra, (compañero en la Facultad de Ingeniería).

Los gritos llegaban desde el comedor y Lana estaba solo en su celda, aterrado y víctima de una contradicción feroz; el miedo a mirar lo que pasaba y necesidad de espiar qué era lo que le estaban haciendo a sus amigos esa fatídica noche del 12 de diciembre de 1976 en la que “fueron muertos a palos”.

“Me quedó grabado en la memoria la voz de Carlitos Zamudio gritando de dolor” remarcó. A su antiguo celador lo vio volver del comedor a la celda 13 (en diagonal a la suya) “torcido por los golpes” y arrastrando las piernas. La noche anterior apenas había podido dormir porque no podía respirar.

“Únicamente en una camilla podría haberse escapado Carlitos Zamudio” afirmó, en referencia a la versión oficial que describe a la Masacre como un enfrentamiento para liberar detenidos.

Dijo que Fernando Piérola era “algo así como el muchachito a vencer” para los represores y que aún con un hematoma en la planta del pie, y “espantosas cicatrices en los tobillos”, siempre buscó protegerlo;

“Turquito vos vas a salir, no mirés nada, no hables con nadie” le decía. Después de mucho insistir accedió a contarle el origen de sus heridas: “Lo habían colgado de los tobillos con alambres en el Ejército”. Pese al dolor extremo, Piérola pensaba en el sufrimiento de su madre; “Que Amanda no se entere, que por tu boca no se entere” le exigió después de relatarle las torturas de las que fue víctima.

EL MIEDO

“No podría decir que fui detenido -contó Lana - porque yo me presenté en la Brigada cuando en mi trabajo me dijeron que me habían ido a buscar de Investigaciones”.

Cuando con sus 23 años apareció en la Brigada quedó detenido en el acto y se pasó 10 días encerrado en una oficina. En momento alguno le dijeron porqué lo buscaban.

“¡Cantá todo!” le gritaban mientras le pegaban trompadas y patadas y le decían que tenían fotos suyas integrando “un movimiento Lino Torres en Bolivia”. Cuando le preguntaron por su relación con Fernando Pierola comprendió porqué estaba ahí.

Después lo mandan a unos calabozos en la planta alta, donde estuvo hasta noviembre, cuando lo trasladan a la Alcaidía. Con posterioridad, supo que en la Brigada estuvo con Zapata Soñez y Yedro, ambos asesinados el 13 de diciembre.

Cuando lo liberan comenzó una etapa de ostracismo total. Era un paria que sufría la discriminación como resultado del estigma de haber sido encarcelado por razones políticas. También veía a sus antiguos captores, sobre todo en la facultad, donde le hacían saber que lo tenían vigilado y que lo mejor para él era callarse la boca.

En Ingeniería, fue compañero de estudio de Graciela Morresi, y “de una chica, Aída Ayala”. Las muchachas le insistían para que continúe los estudios, pero no pudo. “Una cosa es contarlo, pero otra vivirlo, podés tener frío, hambre, pero lo que no se puede aguantar es esa sensación, ese miedo como algo físico…”

MECÁNICOS DEL EJÉRCITO

Domingo José Esmay era suboficial mecánico del Ejército en los talleres del Regimiento de la Liguria. El 13 de diciembre se encuentra con la novedad de un camión Mercedes Benz 11.14 con el costado de la carrocería perforado por una balacera y uno de los parabrisas destruidos.

Del vehículo es todo lo que sabe, porque no lo revisó; lo suyo era la electromecánica del automotor, no la chapa y pintura.

Relató que el camión tenía los balazos en el costado izquierdo, “mirando al camión de frente”. (Contradice lo que contó el suboficial mayor Jorge Alfonso durante su declaración en la causa; “el camión estaba averiado al costado izquierdo, mirando desde la posición del conductor”).

Nunca vio oficiales manejando camiones, quienes lo hacían eran los soldados o los oficiales motoristas. Dijo que no recuerda haber visto una formación en el patio del Regimiento con la exhibición de cadáveres. Tampoco vio detenidos políticos.

El oficial mayor retirado Isabelino Galeano fue el último en declarar. Era mecánico motorista del parque automotor “Batería A” del grupo de Artillería 7 y no recuerda haber visto un camión con impactos de bala, porque su compañía no fue la encargada de reparar el camión utilizado el 13 de diciembre.

Galeano contó que “nunca hubo oficiales manejando camiones” y calculó en un metro y medio la distancia de la caja del rodado al piso.

HORNOS, EL TESTIGO

La citación para prestar declaración testimonial del coronel Armando Manuel Hornos suscitó una breve discusión en la sala, la única en una mañana tranquila y sin mayores sobresaltos.

Hornos fue el jefe del Destacamento de Inteligencia 124 del Ejército y uno de los ideólogos y planificadores de la Masacre, en tanto era una las máximos autoridades militares en el área militar 233, (Resistencia y su zona de influencia). Por si esto fuera poco, en la etapa residual de la Causa Caballero se lo acusa de la desaparición del matrimonio Pedro Morel – Sara Fulvia Ayala en 1977.

La defensa objetó la citación del coronel argumentando una supuesta incapacidad mental del militar según se establece en un incidente de prisión domiciliaria. Acto seguido, desde la querella se pidió la realización de una pericia psiquiátrica al efecto, mientras que el fiscal Germán Weins Pinto recordó que Hornos podría ser citado como imputado por la comisión de crímenes de lesa humanidad en la causa residual del actual proceso.

“Podemos acercar el requerimiento de la Fiscalía donde se lo imputa”, ofreció. El Tribunal presidido por Gladys Yunes se tomará un tiempo antes de decidir qué hacer con el jerarca de la Inteligencia en el Chaco.


Un día caliente: Detienen al guardiacárcel entregador de la U7

Por Marco Salomón y Gonzalo Torres
Dibujo: Alejandro Gallardo

Se trata de César Casco, el jefe de la guardia dura de la cárcel federal. Lo acusaron de falso testimonio y de ser un testigo reticente. El Tribunal expulsó de la sala a varios familiares de los imputados, entre ellos a los de Horacio Losito.

El día de audiencia del juicio oral y público por la Masacre de Margarita Belén puede dividirse en dos capítulos. Pero, se debe comenzar por el final de la larga lista de testigos, para entender que fue un día clave, lejos de las tibiezas de otras audiencias.

Para evitar más prolegómenos, hay que adentrarse de lleno en la historia.

Lo mejor de una jornada caliente, cargada de gestos (reiterándose la audiencia que diera título a una de las primeras crónicas de estos históricos juicios por crímenes de lesa humanidad: “La guerra de los gestos), vino con la declaración de César Pablo Casco, quien era el jefe de la guardia dura de la U7, desde donde sacaron cinco presos políticos, para luego torturarlos en la alcaidía y terminar fusilándolos el 13 de diciembre de 1976.

El hombre no vio nada extraño, la cárcel federal de máxima seguridad era casi un hotel para presos políticos, que gozaban de todos los beneficios: sol a discreción, recreos en el patio, visitas y todo tipo de lujos carcelarios.

Ante cada relato de Casco, tanto el Tribunal Oral Federal como fiscales y querellantes advertían al testigo sobre las implicancias del falso testimonio, ya que su narración oral contradecía de plano las declaraciones que se escucharon de presos políticos, incluso nada tienen que ver con las obrantes en la instrucción del juicio.

Ni la defensa ni los imputados estaban cómodos con lo que decía el testigo, porque no le servía a los ocho militares y al policía que están siendo juzgados por su responsabilidad en la Masacre.

Sobre el final, cuando Casco dijo lo que quiso sin que se asemeje en algo a la realidad, el fiscal ad hoc Carlos Amad lanzó el pedido para que al testigo se lo acuse de falso testimonio. Se sumaron los querellantes y Mario Bosch reforzó los argumentos.

Cuarto intermedio del Tribunal para tomar una decisión. Momento propicio para repasar la actuación de Casco: como miembro del Servicio Penitenciario Federal era el jefe de la guardia dura, la que peor trató a los presos políticos.

El domingo 12, cuando sacan a los cinco presos políticos que iban a ser fusilados cerca de Margarita Belén, Casco estaba de franco, pero, igualmente apareció. Su presencia y la de militares rodeando la U7 hicieron sonar la alarma entre los detenidos.

Fue el propio Casco quien se acercó a la reja del Pabellón 1 (el de los “irrecuperables”), donde mantuvo un breve diálogo con Miguel Bampini, advirtiéndole que si Néstor Sala y Manuel Parodi Ocampo no salían por sus propios medios, iba a entrar el Ejército y se podría producir una represión de proporciones.

Tras el cuarto intermedio, regresó el Tribunal –ni ese tiempo le alcanzó a Casco para recapacitar y hacer memoria-. Entonces, los tres jueces decidieron: que el jefe de la guardia dura debía ser detenido por falso testimonio e informar de la decisión al juez de instrucción.

Con esa decisión, se levantó la audiencia del vigésimo quinto día. Los festejos de la barra de la memoria comenzaron en la misma audiencia y se prolongaron en la calle, en la plaza central y en la Casa por la Memoria.

AFUERA

Treinta y cinco años exactos después de su detención Eugenio “Yango” Domínguez Silva –que estuvo preso con sólo 17 años- describía el silencio absoluto en la alcaidía momentos antes del inicio de la paliza en el comedor, previo al traslado.

“Había un silencio sepulcral, como un olor a muerte” contó y alguien en el sector de familiares de los imputados hizo una burla. Entonces empezó la batahola…

La presidente del Tribunal, Gladys Yunes, visiblemente molesta, le ordenó a tres mujeres que abandonaran la sala, dos obedecieron y se marcharon raudamente, la tercera era la hija de Horacio Losito: “¡Sea justa!” recriminó a la jueza la blonda hija del coronel.

La esposa del militar no se quedó atrás “¡Si se va mi hija yo también!”, amenazó. “¡Usted se calla la boca y abandona la sala, y la señorita morocha también!” (en referencia a la esposa de Aldo Martínez Segón), contestó la jueza, ante lo cual un sacadísimo Horacio Losito se sumó a la gresca; “¡Con mi familia no se meta!” gritó el imputado, rojo como un tomate.

Un segundo antes, el diminuto Martínez Segón, sentado detrás suyo, intentó calmarlo tomándolo del brazo, pero Losito se lo sacó de encima con un brusco ademán y le ordenó: “No me toqués”, con aspereza.

Cuando la jueza lo echó el militar exigió que le habiliten la posibilidad de seguir la audiencia desde la sala contigua, mientras que a unos metros de distancia, su mujer se negaba a abandonar la sala y la esposa de Segón vociferaba “¡Yo no soy señorita, soy señora!”, y la esposa de Chas trataba de “mocosas insolentes” a dos psicólogas del equipo de asistencia a las víctimas del Terrorismo de Estado.

Como la sala de audiencias parecía la caldera del diablo, todas las partes coincidieron en la necesidad de un armisticio. Se pasó a un cuarto intermedio para descomprimir la situación y convencer a la esposa de Losito de abandonar la sala por sus propios medios y sin la participación de la fuerza pública.

El bullicio se mudó al balcón del Tribunal, donde los familiares seguían increpando a mansalva (como nunca antes sucedió, ya que hasta esta audiencia la convivencia fue pacífica): “El juicio es un circo, los testigos mienten, todo esto se cae cuando cambie el gobierno” y otras perlas del repertorio de la derecha recalcitrante.

En una sala de audiencias semivacía, Losito tuvo tiempo de increpar a los abogados querellantes: “Ustedes son todos unos delincuentes” les dijo antes de salir.

Pero la más dura de todas fue la señora de Losito. La mujer no aceptaba entrar en razón. Primero trató de convencerla un oficial de gendarmería, enérgico pero sin perder diplomacia, después una de las secretarias del juzgado, por último dos de los abogados defensores, pero la señora no cedía.

Finalmente, un agente del SPF le comunicó que su esposo la estaba esperando en una sala contigua y la mujer desistió de su actitud y abandonó la sala, obediente no de la justicia pero si de los mandos conyugales.

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