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Diciembre
de 1828. Golpe militar, instigación civil y crimen
Por Enrique Manson *
En diciembre de 1828 no existía estado nacional. Rivadavia –titulado presidente-
había intentado imponerse contra la voluntad del pueblo porteño y los derechos
de las provincias, pero había caído en medio de un escándalo financiero y de la
derrota diplomática en que se había perdido la Banda Oriental.
La guerra contra el Imperio esclavista se había ganado, pero el gobierno de los
mercaderes del puerto de Buenos Aires había provocado una paz “a cualquier
precio” para traer al ejército y para usarlo contra los enemigos internos.
Los federales denunciaban la vinculación del centralismo político con los
negocios del “presidente”. En las pulperías se cantaba:
Dicen que el móvil más grande
De establecer la unidad
Es que repare su quiebra
De minas la sociedad
Haciendo referencia a la sociedad minera que Rivadavia presidía y que quería
explotar los yacimientos de oro del Famatina, asociada al capital inglés.
Manuel Dorrego, coronel de la Guerra de la
Independencia, y gobernador de Buenos Aires por el voto popular encabezaba la
denuncia de los negociados del “padre de las luces.” Nunca lo perdonarían.
Mientras el “padrecito de los pobres”, como lo llamaban irónicamente sus
enemigos, y con amor los propios pobres, trataba de arreglar el zafarrancho
dejado por los unitarios, estos seducían en el secreto de las logias a los jefes
del ejército. Culpaban a Dorrego de haber hecho una paz deshonrosa tras la
guerra que los militares habían ganado al emperador brasileño. El general Juan
Lavalle, la “espada sin cabeza”, como lo iba a llamar años después Echeverría,
fue convencido fácilmente. Había que derrotar al gobernador legal y establecer
una dictadura militar que pusiera a la chusma de gauchos y orilleros en su lugar
El 1º de diciembre, Lavalle, el héroe de Río Bamba y de Ituzaingó, se llevó por
delante la voluntad popular. Al día siguiente, los pocos que cabían en la
pequeña capilla de San Roque, en el atrio de San Francisco, lo eligieron
gobernador.
El ejército que se había cubierto de gloria en la guerra de la Independencia y
en la lucha contra el Brasil empezó a cubrirse de vergüenza derrocando al
gobierno legítimo.
No sería la última vez.
CIELITO Y CIELO NUBLADO
El 13 de diciembre de 1828 un pelotón de fusilamiento terminó con la vida de
Dorrego. El general Lavalle jefe de la primera división en la guerra victoriosa
contra el Imperio del Brasil, hizo fusilar “por mi orden” al gobernador legítimo
de la provincia de Buenos Aires.
El coronel Dorrego se había destacado en el llamado Ejército del Perú, que
operaba en el norte argentino y en el Alto Perú, actual Bolivia. Lanzado a la
política, y convencido de las ideas federales, se convirtió en el líder de los
habitantes humildes de Buenos Aires, los orilleros de los suburbios y los
gauchos de la campaña. Para ellos, este señorito de familia patricia que los
comprendía en sus necesidades, fue el padrecito de los pobres.
Dorrego, tribuno de filosa pluma, denunció el negociado. El pueblo se reveló
contra la paz “a cualquier precio” que entregaba la Banda Oriental al Brasil
esclavista, y Rivadavia tuvo que escapar del gobierno, claro que pronunciando
una frase histórica: “He dado días de gloria a esta tierra”.
El coronel popular fue elegido gobernador de Buenos Aires por una fuerte
mayoría, y asumió en medio del entusiasmo de lo que sus enemigos llamaban “la
chusma”. Pero la logia unitaria no lo perdonó.
“Esperemos que vuelva el ejército”, dijo el sacerdote Julián Segundo de Agüero.
Y el ejército volvió. Lavalle, como habría de ocurrir con muchos otros
generales, no era tan lúcido como corajudo. Fue fácil convencerlo de que Dorrego
era el culpable de todos los males. El 1º de diciembre de 1828 se sublevó y se
hizo del gobierno.
El gobernador depuesto intentó reunir a la milicia gaucha que le era adicta,
pero el 9 los granaderos de Lavalle la dispersaron sin perder un solo hombre.
Dorrego cayó en manos de oficiales que se fingían leales, y que lo entregaron al
dictador en su campamento de Navarro.
Los familiares y amigos del gobernador caído, que tenían miedo por su vida,
procuraron que se le permitiera salir al destierro. La logia se les adelantó.
Salvador María del Carril, en carta que no firmó, aconsejaba a Lavalle:
“General: prescindamos del corazón.”… “Hablo de la fusilación de Dorrego. Hemos
estado de acuerdo en ella”, agregaba Juan Cruz Varela para terminar diciendo:
“cartas como ésta se rompen.”
“Intímele que dentro de una hora será fusilado”, hizo informar el general
victorioso al cautivo. Éste, sorprendido, exigió que su verdugo lo recibiera.
“Dígale al general Lavalle si la provincia no tiene leyes”, y agregó, “Dígale
que el gobernador y capitán general de la provincia y encargado de los negocios
generales de la República queda enterado de la orden del señor general.”
Antes de recibir los auxilios religiosos, escribió a su mujer e hijas: Mi
querida Angelita: En este momento me intiman que debo morir; ignoro porque, más
la Providencia divina, en la cual confío en este momento, así lo ha querido.
Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en
desagravio de lo recibido por mí. Mi vida: educa a esas amables criaturas, se
feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado Manuel Dorrego”
También a Estanislao López, jefe del partido federal: Cese usted, por mi parte,
todo preparativo. Que mi muerte no sea causa de derramamiento de sangre.”
Lavalle no tuvo el coraje de presenciar el crimen. Los consejeros civiles, que
no confiaban en el juicio de la Historia, le sugirieron fraguar el acta de un
falso juicio que habría sancionado la última pena. Pero quiso para sí, en su
barbarie, todo el mérito. El coronel Dorrego ha sido fusilado por mi orden, dice
el parte militar.
Los cantores de las pulperías del suburbio y de la campaña hicieron su emotivo
homenaje:
Cielito y cielo nublado
Por la muerte de Dorrego
Enlútense las provincias
Lloren cantando este cielo.
En el año 40 –aquel que nombra la canción de la Pulpera de Santa Lucía- cuando
el asesino de Navarro estuvo cerca de ocupar Buenos Aires como cipayo de los
invasores franceses, los serenos que cantaban el tiempo y la hora, agregándole
vivas y mueras cargados de política, no dejaban de desear:
Muera el salvaje unitario
Asesino “por mi orden”
Juan Lavalle.
Pero eso es otra historia.
Diciembre de 2010
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* Profesor de Historia, funcionario en los ministerios de Educación de la
Nación, de la Ciudad de Buenos Aires y de la provincia de Buenos Aires, docente
universitario, autor, entre otros, de
Argentina en el Mundo del Siglo XX y El Proceso a los argentinos