Adonis sale a cazar

Por Federico Ternavasio.*

“El mito es un habla”
Roland Barthes, Mitologías.

Paco Urondo escribió un poema, “La pura verdad”, donde dice que, si se lo permitimos, le gustaría seguir viviendo. Podríamos pensar que es porque no quiere sacrificarse, pero como sabemos, sí terminó sacrificando su vida, y es el verdadero sentido del sacrificio tener algo que sacrificar, y este poeta amaba la vida, ya sea en sus variantes poéticas, como la literatura o la militancia política, o sus variantes citadinas, las de bares, amigos y mujeres.

Me acuerdo de ese poema de Urondo cuando leo otro poema, uno de Juan Gelman, “Épocas”, en el que nombra a Urondo, pero también nombra a Miguel Ángel Bustos.

Y si bien el estilo de ambos poetas tenía sus distancias, Bustos desapareció en el setenta y seis, el mismo año en que Urondo tomó la pastilla de cianuro, sin contar con que ambos eran poetas y amigos de Gelman.

De Bustos podríamos decir que era un místico, y que su desaparición se llevó al corazón del misterio una de las poéticas más originales de nuestro país. Lo imagino vivo en el más ferviente éxtasis de lo incorpóreo, y tengo fe de que por eso no se lo ha vuelto a ver caminando por ahí.

En el poema que citábamos al principio, Urondo dice que esta seguro de “llegar a vivir en el corazón de una palabra”, y pienso en eso cuando leo a ambos poetas (gracias a la divina providencia editorial, que ha sabido devolver eso que los años oscuros nos habían quitado) y pienso también en ese solo poema de Gelman, “Épocas”.

En él, Gelman compara a Bustos y a Urondo con los ingleses John Keats y Percy Bisshe Shelley, bajo las alas del Ruiseñor, ese símbolo que Keats se inventó en una oda, para hablar de la belleza que aletea entre lo soñado y lo real. Los compara no sólo porque los cuatro poetas murieron jóvenes, aunque unos en los setenta y otros a principio del siglo dieciocho, sino también porque en ellos hay algo de mito, algo que los trae como héroes románticos de la poesía.

Keats murió de tuberculosis a los veinticinco años, en Roma, quizás contagiado de su hermano Tom, al que había cuidado intensivamente, tratando de salvarlo de esa enfermedad que terminaría con casi toda su familia. Y cuando “el loco” Shelley se enteró de la muerte de su no tan amigo, aunque sí admirado Keats, le escribió una extensa elegía a la que tituló “Adonaïs”, nombre hebreo de dios que luego importarían con variantes los griegos.

Shelley, gran conocedor del griego antiguo y la literatura helénica, se inspiró en la relación de dos bucólicos griegos del segundo siglo antes de Cristo, Mosco de Siracusa y Bión de Esmirna, como luego lo haría Gelman con él y Keats.

Sabemos que Shelley se inspiró en Mosco porque lo cita como epígrafe al prólogo de “Adonaïs”, y es que Mosco había escrito una elegía por la muerte, del que se supone, fuera su amigo Bión, donde lo comparaba con Adonis, y es que Adonis era casi un símbolo de Bión, por haber sido objeto de una elegía suya.

Esta elegía, “El canto fúnebre por Adonis”, le sirve a Shelley para cantar la muerte del ser hermoso, del ser amado por las musas y la belleza. Repite Shelley en primera persona lo que Bión tantos siglos antes le hacía decir al bosque, al manantial y a los amores.

Shelley, siempre envuelto en desventuras amorosas, políticas y espirituales, y como Keats, poco querido por sus contemporáneos ingleses, también murió joven y dio luz a un mito romántico, y es que cuando a sus veintinueve años salió a navegar en la tormenta por las costas italianas, y quizás acosado por su “doppelgänger”, que se le había presentado poco antes y le había dicho “¿Hasta cuándo pretendes seguir viviendo satisfecho de ti?”, naufragó para aparecer sin vida diez días después en la costa. Su cuerpo, desfigurado por el agua y la carroña de los peces, fue reconocido por un libro de poemas de Keats que llevaba en su bolsillo, y como era su deseo, fue enterrado en el Cementerio Protestante Inglés, muy cerca de donde yace todavía hoy, con él, su amigo poeta.

Es curioso cómo esta cadena de poemas que se imitan entre sí, que se releen por una situación que se repite y se seguirá repitiendo (esto es, la muerte de un poeta cantada por una amigo también poeta) llevan al mito de Adonis, ese ser hermoso que era mortal pero dormía con la diosa de la belleza, y que murió practicando su actividad preferida, la cacería, cuando lo atacó de imprevisto un jabalí, que algunos dicen, era un dios celoso de su amorío con una inmortal.

Bión pone en boca de Afrodita esta pregunta para Adonis: ¿Por qué, si eras hermoso, tanto ansiabas afrontar una fiera?

Es una pregunta que encuentra eco en cada uno de los poetas muertos que nombramos, ya sea en la militancia y la lucha revolucionaria de Urondo y Bustos, o en el abrazo de Keats a su hermano enfermo Tom, o en el enfrentamiento, en medio de la tempestad, de Shelley con sí mismo. ¿Por qué, ellos que tenían el don de la belleza, ansiaban enfrentarse a la muerte, esa fiera que los esperaba en la oscuridad del bosque?

Seguramente habrán pensado, todos estos poetas, que más valía un acto de vida, de amor, que la posibilidad acechante de la muerte. Eran actos, luchas, esperanzas que valían la pena, que bien podían ser pagados por el destino con la moneda de la muerte, sin salir con pérdidas, sin ser estafados.

La muerte, de cualquier modo, es inevitable, y también indecible: es, y basta. Pero sin embargo algo sobrevive a todas estas escrituras, algo que no es la muerte, sino que es la palabra, eso que pertenece por excelencia al poeta, y que la memoria o el papel y la tinta atesoran. Todos estos muertos se volvieron una luz, un mito que los excede ampliamente, hágales o no justicia a los hechos reales.

Si hacemos caso a la hipótesis de Barthes, y pensamos como él que el mito es un habla, no podemos dudar en decir que estos poetas sobreviven en el habla, en el lenguaje, literario o no; no podemos dudar en decir que sobreviven en sus palabras y las palabras que los dijeron.

Son Adonis que sale de caza para sentirse vivo, sale eternamente a cazar para morir eternamente, y al que Afrodita, el bosque y los amores llorarán eternamente, pero que de algún modo perduran en ese acto que les costó la vida, que los volvió mito.

Son Adonis míticos y poéticos, eternamente. Viven en el corazón de una palabra.

*Estudiante de Profesorado y Licenciatura en Letras. UNL. Santa Fe.
terna08@hotmail.com

 


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