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Noticias
de ayer: la
tragedia del tranvía obrero
El 12 de julio de 1930 un tranvía con
60 pasajeros cayó a las aguas del Riachuelo. Murieron 56 obreros,
entre ellos un chico de 14 años que conmovería a Raúl González Tuñón.
Por Felipe Pigna
La niebla desconcierta, inhibe y es tema de conversación que
sobrevive a su disipación. Los millones de trabajadores que truene,
llueva o granice deben salir en busca de los pésimos medios de
transporte que los llevarán hacia sus empleos, dejan de prestarle
tanta atención a estas cosas. No es que se acostumbren, sólo tratan
de no sumar una angustia más a las que deben sobrellevar como pueden
todos los días.
Aquella mañana de invierno otra vez la niebla se había adueñado de
Buenos Aires y aquel vagón sucio ya venía atestado desde su salida
en Temperley y se siguió llenando, desafiando las leyes de la física
y violando todas las leyes que "protegen" a los usuarios de los
medios de transporte público. El tema entre muchos de los sufridos
pasajeros era el inminente debut de la Selección nacional en el
próximo campeonato mundial de Uruguay y los crecientes rumores de un
golpe de Estado que terminaría con el gobierno de Yrigoyen.
Un desvencijado interno 75 de la línea 105 de Compañía de Tranvías
Eléctricos del Sur había salido a las 5 de la mañana de aquel 12 de
julio de 1930. Era el popularmente llamado "tranvía obrero": allí
iban hombres, mujeres y también muchos niños que oficiaban de
aprendices haciendo las peores tareas en talleres y frigoríficos.
Por aquel Riachuelo que ya por entonces era el desagüe de todos los
desperdicios de la industria que lo rodeaban y que le daban su
clásico aspecto denso y negro, venía cansinamente la chata petrolera
"Itaca II" que con sus sirenas le avisaba al encargado del puente
levadizo, el español Manuel José Rodríguez de 68 años, que fuera
levantándolo para darle paso.
El hombre hizo lo de siempre, encendió las luces de peligro para
evitar que algún tranvía intentara cruzar en ese momento y puso en
marcha el mecanismo para que el puente comenzara a elevarse. Al
frente del tranvía venía su motorman, un italiano de 31 años llamado
Juan Vescio.
Habían pasado unos pocos minutos de las seis cuando el tranvía cruzó
la última curva, aquella que les avisaba a los pasajeros que
viajaban de memoria que estaban a punto de cruzar el puente sobre el
Riachuelo. El encargado del puente recordará: "En ese momento me
pareció escuchar el ruido de un tranvía y sentí un sudor frío. Me
asomé por la ventana de mi garita y vi, entre la niebla, las luces
de las ventanillas de un vehículo que acababa de entrar al puente.
Medio desesperado, empecé a gritar para que el motorman me
escuchara, pero fue inútil. Era el tranvía 105, que venía muy
ligero. El conductor no podía escucharme; tampoco tenía tiempo ya de
frenar. Pasó debajo mío como una tromba y lo vi caer al vacío en
forma espectacular, hasta que se hundió completamente en el río; en
ese momento se apagaron los chirridos de las ruedas y se sintió el
ruido del impacto con el agua. Después todo fue silencio aterrador.
Bajé de la garita y me encontré con otras personas que también
habían presenciado la escena y empezamos a pensar cómo diablos
podríamos sacar a esa gente de allí dentro".
De los 60 pasajeros sólo sobrevivieron cuatro: Remigio Benadasi,
José Hohe, Buenaventura Arlia y Gabina Carrera.
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Remigio Benadasi había subido al tranvía en Lanús. Era un mecánico
italiano que viajaba hacia su empleo en la Compañía General Fabril y
le contaba a uno de los cuatro cronistas apostados por el diario
Crítica en el lugar: "Yo viajaba sentado en uno de los asientos
delanteros del lado de la ventanilla. Todas estaban cerradas por el
frío y el pasillo estaba repleto de pasajeros. Cuando el tranvía dio
vuelta para llegar al puente, vi las luces rojas de peligro y me
extrañó que no se detuviera. Sentí una sensación parecida a la de
los ascensores que bajan rápido y me encontré en el agua. Todavía no
me explico cómo salí del tranvía. Debe haberse roto el vidrio de mi
ventanilla, porque tengo una herida en la frente y otra en la mano
izquierda. Sin saber nadar, estuve chapoteando un rato hasta que me
sacaron".
Las tareas de rescate de los escasos sobrevivientes y de los 56
cadáveres estuvieron a cargo del personal policial y de buzos del
Ministerio de Obras Públicas.
El país se paralizó y comenzó la búsqueda de culpables. El autor de
El principito, Antoine de Saint-Exupéry, escribió en su diario: "He
escuchado una terrible noticia. En medio de la bruma, el conductor
no advirtió que el puente había sido abierto para dejar paso a un
barco. Crítica afirma que el culpable es el Gobierno, por no
mantener suficientes controles".
Muchos acusaron de impericia al joven motorman Vescio, pero el juez
de la causa, Miguel L. Jantus, determinó que se trató de una falla
mecánica debida a que el comando que accionaba el freno se
encontraba defectuoso debido al desgaste del uso. El fallo
confirmaba que Vescio era una víctima más del sistema, que dejaba
cuatro hijos y a su viuda embarazada. La responsabilidad era
compartida: absoluta negligencia de la empresa propietaria, que no
tenía entre sus hábitos el control mecánico de unidades destinadas a
simples obreros, y ausencia de control por parte de un Estado
ausente.
Las riberas del Riachuelo se llenaron de curiosos y cronistas de
todos los medios. A todos los conmovió la noticia de que entre los
muertos había un obrerito, un niño trabajador. Entre los que se
condolían había uno de los hombres de Crítica que buscaba
responsables más allá de los visibles. Se preguntaba por qué tenía
que estar allí ese niño.
Raúl González Tuñón escribió en la quinta edición de Crítica del 13
de julio de 1930: "Uno de los cadáveres extraídos era el de un
chiquilín como de 14 años de edad. Obrerito joven, la muerte lo
sorprendió tiritando de frío en un rincón del tranvía. Nadie lo
reconoció en el momento de ser sacado de las aguas. ¡Quién sabe si
ese chiquilín no tiene más familia que una abuelita vieja, a la que
debe mantener con sus pobres jornales! Cuando levantaron ese
cuerpecito liviano, llamó la atención lo abultado de uno de los
bolsillos de su saco. Ese bulto resultó ser un sándwich. Un pan
francés abierto en dos, llevando adentro una milanesa, seguramente
sobra de la comida del día anterior. Ese sándwich era el único
almuerzo de la infeliz criatura. Cuando se lo sacaron del bolsillo,
ese sándwich, último sándwich de quién sabe cuántas jornadas de
hambre, tuvo el prestigio de arrancar más de una lágrima".
Documento relacionado:
Martha Romero - Un tranvía
llamado tragedia
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