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Witold Gombrowicz y la biografía
Indispensable aclaración: Juan Carlos Gómez perteneció al grupo de jóvenes
amigos de Witold Gombrowicz, apenas arribado al país,
quienes colaboraron en la traducción colectiva de Ferdydurke. El Club de los
gombrowiczidas es una entidad virtual que reúne
fervorosos lectores, nostálgicos admiradores y transmisores de la obra de Gombrowicz.
El mismo Juan Carlos Gómez se encarga de alimentar periódicamente la voracidad
gombrowiczida de este particularísimo club con una serie de datos inéditos y
reflexiones sobre la vida y obra del
escritor polaco. No sin cierta ironía, sarcasmo y buen humor, por cierto, como el uso de
los motes a los que echaba mano asiduamente Gombrowicz, y otros generados más
recientemente. Por ejemplo la viuda de Gombrowicz, Rita, merece el simpático apelativo de "Vaca sagrada". Para comprender
cabalmente el
sentido del texto es necesario tener a mano este desopilante
glosario de motes [NE].
Witold Gombrowicz y la biografía
Por Juan Carlos Gómez
En el mes de noviembre próximo
pasado la Vaca Sagrada estuvo en la Argentina e hizo dos declaraciones
llamativas: que ésta era la última vez que venía a este país y que estaba
faltando una verdadera y buena biografía de Gombrowicz. Los gombrowiczólogos
polacos deben estar que trinan, vienen escribiendo sobre Gombrowicz a diestra y
siniestra.
Después de haber escrito tanto deben haber completado una verdadera biografía.
La Vaca Sagrada vino a Buenos Aires invitada por las embajadas de Francia y de
Polonia y por la Biblioteca Nacional para promocionar su libro de testimonios
“Gombrowicz en Argentina”. La declaración de que era la última vez que venía a
la Argentina tiene un carácter mortuorio o despreciativo y no vale la pena
detenernos en ella.
Otra cosa muy distinta es la cuestión del completamiento de la biografía. Sobre
las biografías, los libros y las lecturas Gombrowicz ha escrito páginas
memorables en el “Diario”. Sobre el libro de los testimonios tuve una aventura
curiosa. Cuando empecé a decirle al Aceitoso que el Perverso era un depravado
mal nacido, simplemente me lo prohibió, alentándome en cambio a que hablara
pestes del Guitarrón.
Lo obedecí inmediatamente con la esperanza de que podría aflojarme algo respecto
al Perverso. No aflojó, cómo iba a aflojar, yo no sabía que el Perverso le había
publicado recientemente al Aceitoso una novela. Pues bien, el Perverso no sólo
publica las obras del Aceitoso, la Hierática me está diciendo que ha preparado
una nueva pócima en su celebrado aquelarre.
En junio saca del caldero la reedición de “Gombrowicz en Argentina”,
restituyéndole el título original al libro de la Vaca Sagrada. El Gnomo Pimentón
cuenta que Barnatán publicó “Gombrowicz íntimo”, la primera versión española y
pirata de “Gombrowicz en la Argentina”, nada más que para pavonearse, para
aparecer en una foto junto a Borges y a Mastronardi.
El Perverso seguramente lo hace porque es un distinguido miembro del club de
gombrowiczidas. Las circunstancias fueron convirtiendo poco a poco a la Vaca
Sagrada en la albacea de la gloria que con tanto cuidado había empezado a
administrar su marido. Cuando lo conoció en Royaumont estaba escribiendo una
tesis sobre Colette. Gombrowicz, ya tenía la salud quebrantada.
Le dijo que quería radicarse en España, en el sur de Francia o, quizás, regresar
a la Argentina: –Cambie el tema de la tesis, hágala sobre mí, yo se la escribiré
en dos semanas y luego nos vamos. Finalmente aprobó la tesis escribiendo sobre
Colette, a pesar de los sarcasmos de Gombrowicz que le advirtió que después de
los acontecimientos de mayo su tesis sería rechazada.
La Vaca Sagrada escribió “Gombrowicz en Argentina” y “Gombrowicz en Europa” para
alcanzar su salud espiritual escapándole a la sombra del gran sobretodo gris de
Gombrowicz que la había protegido pero que a la larga terminó por ahogarla. Ya
en una entrevista que le hizo Louis Soler alcanzamos a notar como no pudo
concretar ese anhelo de libertad.
La Vaca Sagrada no apareció en el primer libro y quedó completamente sometida en
el segundo, siendo éste, quizás, el destino de los compañeros o compañeras de
vida de los grandes artistas, el destino de sus alumnos, admiradores y
discípulos. De la que sí se fue liberando poco a poco fue de la sumisión que
tenía con los que testimoniaron en sus libros.
Con el tiempo adoptó una actitud que la fue convirtiendo en la sacerdotisa de un
conjunto de corifeos que le rinden pleitesía, y que la convirtieron a mis ojos
en la Vaca Sagrada. “Alguien me manda como obsequio desde París un paquete con
importantes libros franceses, adivinando con razón que no los conozco y debería
leerlos. Estoy condenado a leer únicamente los libros que me caen en las manos
(...)”
“No puedo permitirme el lujo de comprarlos; me rechinan los dientes al ver a
industriales y a comerciantes y a todo tipo de empresarios que se compran
bibliotecas enteras con el solo propósito de adornar sus despachos. Yo, mientras
ellos se atiborran de libros y de bibliotecas, no tengo acceso a obras de las
que haría un uso bastante diferente (...)”
“Algún día la ilimitada idiotez del sistema, que me cierra ante las narices las
puertas de los teatros, de los salones de conciertos, de las librerías, las
puertas que se abren de par en par ante el dinero de los snobs, algún día esa
idiotez se vengará en vosotros. Ese sistema, que relega al intelectual al último
puesto, que quita a la intelligentsia la posibilidad de desarrollarse, será en
el futuro adecuadamente juzgado (...)”
“Vuestros nietos os tomarán por imbéciles, claro, que a vosotros qué os
importa”. En las ocasiones en las que le preguntaba a Gombrowicz si había leído
tal o cual libro siempre me respondía que yo debía suponer que él había leído
todo. Al llegar a la Argentina Gombrowicz ya tenía asimilados a Shakespeare,
Rabelais, Montaigne, Goethe, Dostoievski, Mann...
Yo nunca lo vi comprar un libro, no tenía plata para comprarlos. A veces se
lamentaba de no disponer de los más actuales para escribir sobre ellos en sus
diarios, y como no era un hombre de ir a las bibliotecas leía sólo lo que le
prestaban. La primera vez que vi a Gombrowicz me pareció un personaje inglés por
el aspecto y por la pipa. Poco tiempo después se me empezó a parecer a Jacques
Tati.
Y cuando lo conocí un poco más todavía, leí “Ferdydurke”. Gombrowicz fue el
primer hombre de letras al que conocí personalmente; de este encuentro y de la
lectura de “Ferdydurke” saqué la conclusión de que no existía ninguna diferencia
entre el escritor y sus escritos. Cuando conocí a otros escritores me di cuenta
de que este canon no era aplicable en forma uniforme.
Funcionaba más o menos bien con el finado Pterodáctilo, pero no funcionaba para
nada con el Pato Criollo, para poner dos ejemplos solamente. Pero si Gombrowicz
es tan parecido a sus obras, si es tan contradictorio como lo son los
protagonistas de sus novelas, de sus cuentos y de sus piezas de teatro, entonces
estamos frente a un verdadero problema.
A medida que Gombrowicz fue adquiriendo seguridad para definir sus problemas
formuló una ley de carácter universal: “cuanto más inteligencia, mayor
estupidez”, una estupidez que va a la par de la inteligencia y que crece con
ella. La estupidez del refinamiento del lenguaje que produce fatiga y
distracción de modo que la comprensión es reemplazada por los malentendidos.
Y también la estupidez que produce la erudición pues la gente no ha encontrado
un lenguaje que le permita expresar su ignorancia; no le está permitido no saber
o saber más o menos. La forma de transmitir el pensamiento ha cambiado muy poco
desde los tiempos de Gutenberg y una gran cantidad de palabras y de libros está
llegando al sol, pero el sol es inalcanzable.
Gombrowicz pone de manifiesto que cuanto más tiende nuestro espíritu a través de
los siglos a liberarse de la estupidez y a dominarla, más parece pegarse la
estupidez a la condición humana. El esfuerzo del pensamiento por purificarse de
la estupidez humana está, por lo tanto, en una contradicción flagrante con la
organización interna del género humano.
“Cuando abandoné Berlín, en mayo de 1964, me instalé en Royaumont, a treinta
kilómetros de París. Una abadía del siglo XIII, donde san Luis servía a los
monjes y donde, al parecer, gobernó a Francia durante un tiempo; un gótico
poderoso, de base cuadrada, de cuatro pisos, murallas, galerías, arcos,
rosetones, columnas, un parque tranquilo con canales y estanques de agua verde y
podrida (...)”
“El edificio está medio vacío, (refectorios ‘con eco’, salas con las losas
sepulcrales venerables e inscripciones en latín) y medio habitado, ya que las
celdas de los monjes de la primera planta, entre ellas aquella en la que había
vivido el rey san Luis, han sido habilitadas para intelectuales y artistas que
vienen de París. Yo seguía enfermo con una enfermedad extraña (...)”
“En principio era una convalecencia después de la estancia en un hospital de
Berlín, pero no acababa de mejorar, sentía que un secreto venenoso anidaba aún
en mí, me encontraba mal, paseaba debilitado bajo los castaños, llegaba
perezosamente al camino, al pequeño puente, me sentaba en una piedra,
contemplaba la dulce Francia que se desplegaba ante mí como si fuera de seda
(...)”
“Pequeños bosques, prados, colinas por donde pasaban las líneas de alta tensión
fijadas en torres de acero, transparentes y dispuestas rítmicamente. Miraba todo
aquello desanimado, con el alma desganada de un perro que aparta el morro del
plato lleno, y, poco a poco, dirigía mis pasos de vuelta a casa, me adentraba en
el espesor de los muros, en el gótico de las bóvedas (...)”
“Por la mañana, al afeitarme, con la toalla en el cuello, veía desde la ventana
a gente deambulando por el parque: un profesor que arrastraba su tumbona hacia
un lugar apartado, dos damas muy distinguidas con sombrillas, un pintor
contemplando el canal, un estudiante en el césped rodeado de libros. Cada pocos
días irrumpían en esta tranquilidad grupos de habla extranjera (...)”
“Sesenta biólogos, cuarenta etnólogos, diecisiete parapsicólogos (los veía desde
la ventana), ya que Royaumont es un importante centro científico y cultural
donde se celebran congresos internacionales, conferencias, conciertos y
seminarios. Al principio pensé que me sentiría bien en ese lugar, prefería esto
al aburrimiento de un hotel. No podía vivir en París (...)”
“París se ha convertido en un Apocalipsis automovilístico aullante, rugiente,
acelerado y hediondo, me alegraba de tener aquí combinados un verdor delicioso
con el Café de Flor y la Sorbona, e incluso con Japón y Australia”. Nuestro
destino anda golpeando puertas por el mundo hasta que finalmente entra por una.
Es inútil preguntarse por qué entró por ésa y no por aquella otra puerta.
Si esta pregunta tuviera alguna respuesta no hubiese sido entonces el destino el
que la golpeaba. El destino golpeó dos veces la puerta de Gombrowicz: en un café
de Varsovia en el que un colega escritor le despierta las ganas de viajar a la
Argentina, y en la vieja abadía de Royaumont donde pierde su condición de célibe
y cancela su regreso a la Argentina.
El abandono de la Argentina, el encuentro con Berlín, la ciudad en la que se
había planificado la ruina de Polonia, y la enfermedad lo pusieron a Gombrowicz
fuera de concurso. Royaumont es una transición, en la vieja abadía Gombrowicz
recupera hasta cierto punto el dominio y la alegría que había perdido en un
hospital de Berlín en el que estuvo internado dos meses.
Tenía conversaciones estrafalarias e inconcebibles en el comedor de la abadía de
Royaumont destinado a los residentes habituales y a los miembros del círculo.
Presidía la mesa un anciano muy distinguido, experto en quesos y un gran
devorador de ensaladas. El señor d’Hormon era sordo como una tapia, lo que no le
impedía llevar la conversación con la cordialidad típica de los franceses.
–Ah, es usted escritor polaco, perfecto, ¿me podría decir a cuál de los
escritores franceses contemporáneos aprecia usted más?. Gombrowicz decide
provocar al señor d’Hormon: –¡A Sartre!; –¿A quién? ¿A Sartre? Sartre no es mi
amigo para nada. ¿Y no le gusta Racine?; –¡Oh, no!; –¿Cómo que no?; –¡Pues no me
parece gran cosa!; –¿Qué? ¿Perdone? ¿Qué ha dicho ese señor? ¿Qué no le parece
gran cosa? Pero, perdóneme mi amigo, usted exagera.
No sólo con el señor d’Hormon sostenía diálogos de sordo, también los sostenía
con las damas intelectuales: –¿Usted comparte las opiniones que tiene Simone de
Beauvoir sobre la mujer contemporánea?; –No del todo, yo tengo una opinión más
bien parecida a la del emperador Guillermo: ‘K.K.K’, o sea, ‘Kinder, Küche,
Kirche’, es decir, ‘hijos, cocina, iglesia’; –¿Qué, qué?, ¿usted está hablando
en serio?; –Sí, estoy hablando en serio.
Estas locuras arrogantes de Gombrowicz seducían a los estudiantes: –¡Lo adoro,
Gombrowicz, usted tiene el don de convertir a las personas en idiotas! La falta
de humor propia de un organismo sufriente, y los recovecos de ese edificio
medieval eran un poco lúgubres. Alemania y Francia, Polonia y la Argentina.
Después de haberse sumergido un año en Alemania miraba a los franceses con
curiosidad.
“Los europeos lanzados a las costas de América del Sur como tristes náufragos,
conchas o algas que perdían fuerza..., aquí están en sus propias naciones, como
frutos en el árbol, llenos de savia. Polonia y Argentina, los dos tigres míticos
de mi historia, dos olas que pasan sobre mí y me asolan con su terrible
insistencia, pues eso ya no existe, fue”. La enfermedad lo golpeaba duramente,
le rondaban por la cabeza ideas tristes.
Pensaba que había entrado en la fase final de la vida en la que sólo se vive de
lo que ya está muerto. Las obras y las cosas terminadas lo hacían sentir vivo
tan sólo para los que lo visitaban en Royaumont, pero él se sentía muerto y
petrificado... aunque algunas veces recuperaba su condición de polemista. “Yo el
travieso, yo el fantasmagórico, yo el bromista, yo el torturado, yo viviendo, yo
agonizando (...)”
“Me atormentaba no haber sido todavía capaz de emprender nada más personal e
innovador con respecto a Europa, a la que visitaba después de una cuarto de
siglo de mis aventuras en la Argentina, yo el extranjero, yo el argentino, yo el
polaco que regresaba. Me daba vergüenza pensar en los países que volvía a ver de
un modo ya establecido, mil veces hablado, banalizado (...)”
“Que si la técnica, la ciencia y el aumento del nivel de vida, que si la
motorización, la socialización y la libertad de costumbres... ¿No seré capaz de
nada mejor? ¿Qué clase de Colón soy? Me parecía casi ridículo que esa enormidad
en la historia, Europa, en lugar de deslumbrarme con su novedad después de los
años de no verla, años de pampa, se me convirtiera en un montón de lugares
comunes de lo más trillado (...)”
“Lo peor es que la verdad sobre ella no me interesaba en absoluto. Yo quiero
devolverle el frescor y refrescarme con su contacto. ¡Y todo para que el tiempo
se vuelva rejuvenecedor en lugar de hacernos envejecer a mí y a ella! Por eso
debo concebir un pensamiento aún no pensado, destinado a servir no a la verdad,
¡sino a mí! Egoísmo. El artista es la subordinación de la verdad a la propia
vida, es el uso de la verdad con fines personales”
En la abadía de Royaumont se sentía amenazado por las etiquetas de noble polaco
y de emigrante. De estos marbetes y de su comportamiento altivo un crítico
literario, alemán judío, sacó la conclusión, y la puso en conocimiento del
jurado que iba a otorgar el premio Formentor, de que Gombrowicz era antisemita y
de que estaba escribiendo un libro plagado de estas alusiones.
“Oh, dejemos que esta asociación de mi persona con una terminología ya demasiado
trillada engendre unos monstruos que acaben devorándose entre ellos. Lo peor es
que la prensa francesa, en ocasión de mi llegada a París, se dedicó a subrayar
mi aspecto de conde y mis maneras aristocráticas, mientras la prensa italiana me
calificaba de gentilhuomo polacco. ¿Protestar? ¿Qué conseguiría protestando?
(...)”
“Sé perfectamente que todo esto me desacredita a los ojos de la vanguardia, de
los estudiantes, de la izquierda, casi como si yo fuera el autor de “Quo vadis”;
y sin embargo, es la izquierda y no la derecha la que constituye el terreno
natural de mi expansión. Desgraciadamente se repite la vieja historia de los
tiempos en que la derecha veía en mí a un bolchevique, mientras que para la
izquierda yo era un anacronismo insoportable (...)”
“Pero de alguna manera veo en ello mi misión histórica. Ah, entrar en París con
una desenvoltura ingenua, como un conservador iconoclasta, un terrateniente
vanguardista, un izquierdista de derechas, un derechista de izquierdas, un
sármata argentino, un plebeyo aristócrata, un artista antiartístico, un maduro
inmaduro, un anarquista disciplinado, artificialmente sincero, sinceramente
artificial. Eso os hará bien... ¡y a mí también!”
Gombrowicz prefería la diversión a la seriedad, así que seguía obteniendo
material satírico de sus conversaciones con el señor d’Hormon: –En su Renán está
oculto Bergson; –Sí, es cierto, porque a la mónada hay que abordarla desde esta
perspectiva, créame, he pensado mucho en ello, y además Demócrito...; –Desconfío
de Teócrito; –¿Qué? ¿Heráclito? Sí, sí, hasta cierto punto comparto sus
sentimientos, pero los horizontes heraclitianos...
“Nos escuchaban con devoción, en un silencio profundo, la mesa entera estaba
suspendida de nuestros labios, hasta que finalmente el anciano me dio una
palmadita en el hombro: –Somos del mismo piso”. En la vieja abadía de Royaumont
el destino golpea otra vez la puerta de Gombrowicz, le da la última llave para
que encuentre su camino. “En Royaumont, cerca de París, pasé tres meses (...)”
“Después huí del otoño, primero a la Messuguier, en la proximidades de Cannes.
Alquilé la habitación donde antaño había vivido Gide. Mi senda sigue por fin la
huella de los hombres que conozco bien desde hace años, como si los alcanzara
físicamente post mortem, y siento en mí una voz que dice: estabas desterrado”.
Al bibliotecario de Royaumont le plantea una cuestión extraña.
Le pregunta si el gobierno estaba tomando medidas para afrontar la llegada
inminente del desbordamiento total, cuando las bibliotecas hagan estallar las
ciudades, cuando haya que entregarle no sólo los edificios, sino barrios
enteros, cuando los libros y las obras de arte acumulados inunden los campos y
los bosques desbordándose de las ciudades llenas hasta reventar.
No había que olvidar que, al mismo tiempo que la cantidad se convierte en
calidad, la calidad también se transforma en cantidad. Esta preocupación que le
manifiesta al bibliotecario de Royaumont, le venía de tiempo atrás, antes de
empezar a escribir los diarios, era una verdadera obsesión de Gombrowicz. No es
tan fácil saber a qué atenerse sobre los hombres de letras y los libros leyendo
a Gombrowicz.
Tal como presenta las cosas, pareciera de que tienen valor y de que no tienen
valor al mismo tiempo. Por más que Gombrowicz se rompa la cabeza, la escritura,
también la suya, es una forma, y la forma, por más que el artista se disfrace de
murciélago, de rata, de topo o de mimosa, no puede abarcar los intríngulis que
nos presenta la existencia, impenetrable para la forma como un grano de maíz.
La relación que tenía Gombrowicz con los libros, con los bibliotecarios y con
las bibliotecas no era del todo clara. Mientras Sastre termina tratando a los
libros como si fueran productos, Gombrowicz comienza a relacionarse con ellos en
forma despectiva. Sartre, que durante gran parte de su vida aspiraba al
reconocimiento de la posteridad, llegando a los sesenta años nos dice que se
había engañado hasta los huesos.
Que había dudado de todo, pero no había dudado de haber sido el elegido de la
duda, por lo que se había convertido en un dogmático, y que se había
transformado en una máquina de hacer libros. Gombrowicz tenía la sospecha que la
gente en realidad leía mucho menos de lo que decía que leía. En algunas
ocasiones Gombrowicz nos manifestaba que el contacto directo con los libros le
producía eczema.
Por esta razón le resultaba más placentero dedicarlos que acarrearlos o leerlos.
“Se acercaba el bachillerato. Mi situación era un tanto embarazosa porque desde
hacía unos cuantos años casi no había abierto mis manuales, y me dedicaba en las
clases durante horas enteras a practicar mi firma, cada vez más sofisticada, con
rúbrica o sin ella, aprobando los cursos de pura chiripa (...)”
“En el cuarto curso el director me había retado porque yo no llevaba libros a la
escuela, simplemente una pequeña agenda para tomar apuntes. En respuesta
contraté a un mensajero –se encontraban entonces en las esquinas de las calles–
que entró detrás de mí en el edificio de la escuela cargando con mi mochila
llena de libros”. La relación entre los libros y la erudición cae bajo la lupa
de Gombrowicz.
“¿Por qué nadie se atreve a poner de manifiesto la falsa erudición científica y
filosófica de los literatos que, depravados por la ciencia, trabajan con
enciclopedias? Porque se descubriría que fingen ser más cultos de lo que son”.
Gombrowicz, tanto como Sócrates, le tenía una cierta desconfianza a la palabra
escrita. Esta desconfianza, sin embargo, no era tan drástica como podría
suponerse.
La primera obra literaria de su vida fue la monografía “illustrissimae familiae
Gombrovici”. Gombrowicz conservó esta obra en estado de manuscrito, y aunque no
contenía nada de especial pues los Gombrowicz eran tan solo miembros de una
pequeña nobleza, se pavoneaba con cada detalle referente a los bienes, funciones
y vínculos familiares, y disfrutaba de esta manía.
“Yo era, como ya he dicho, de origen noble, terrateniente, y ésa es una herencia
poderosa y trágica. La primera obra que escribí, a los dieciocho años, era la
historia de mi familia elaborada a partir de nuestros documentos, que abarcaban
cuatro siglos de bienestar en Zemaitija. Un terrateniente, da igual que sea un
noble polaco o un granjero americano, siempre tendrá una actitud de desconfianza
hacia la cultura (...)”
“Su alejamiento de las grandes aglomeraciones lo vuelve impermeable a los
conflictos y a los productos interhumanos. Y tendrá una naturaleza de señor.
Exigirá que la cultura sea para él y no él para la cultura; todo aquello que sea
humilde servicio, entrega y sacrificio le resultará sospechoso. ¿Quién, de
aquellos señores polacos que se hacían traer antaño los cuadros de Italia,
habría tenido la idea de postrarse ante una obra maestra?”
“Ninguno. Trataban de una manera señorial tanto a las obras como a los maestros.
Yo, aunque traidor y escarnecedor de mi esfera, pertenecía a ella a pesar de
todo, muchas de mis raíces deben buscarse en la época de mayor depravación de la
nobleza, el siglo XVIII. Yo, que tenía un pie en el bondadoso mundo de la
nobleza terrateniente y otro en el intelecto y en la literatura de vanguardia,
estaba entre dos mundos (...)”
“Pero estar entre es también un buen método para enaltecerse, puesto que
aplicando el principio de divide et impera puedes conseguir que ambos mundos
empiecen a devorarse mutuamente, y entonces tú puedes zafarte y elevarte por
encima de ellos”. El camino que siguen los grandes escritores después de muertos
está compuesto de una mezcla de asuntos cuyas proporciones varían a medida que
pasa el tiempo.
Los ingredientes de esa mezcla son la propia obra del hombre de letras, los
testimonios de los que lo conocieron, una gran variedad de documentos, los
escritos de los que escriben sobre el muerto y las biografías. A medida que
pasan los años estos compuestos van perdiendo actividad, como víctimas de una
entropía, esa función termodinámica que en el lenguaje de la ciencia es la parte
no utilizable de la energía en un sistema cerrado.
Esa entropía los degrada, excepción hecha de los documentos que vendrían a ser a
la literatura lo que al mundo físico es el calor. La física predice la muerte
térmica del universo, pues el calor no puede devolverle a las otras formas de
energía en la misma cantidad lo que recibe de ellas, y la literatura predice la
muerte literaria de un autor cuando no quedan de él más que los documentos y las
enciclopedias.
El héroe de la primera novela de Sartre, “La Náusea”, es un intelectual francés
desilusionado. No tiene familia, ni amigos, ni trabajo a no ser la tarea que él
mismo se ha impuesto de escribir una biografía de un aventurero del siglo XVIII,
Monsieur de Robellon. Al promediar el libro, Roquentín, después de reunir una
gran cantidad de documentos, abandona su intento de escribir la vida de Monsieur
de Robellon.
Puesto que no puede recobrar su propio pasado, que sólo se le presenta en forma
de imágenes desconectadas, se da cuenta que es claramente fútil tratar de
revivir el pasado de otra persona. Esta imposibilidad manifiesta de recuperar el
tiempo perdido abre un signo de interrogación sobre los libros, un agujero por
el que se mete Gombrowicz en la búsqueda de sus cometidos.
La curiosidad que tienen las personas cultas por saber cuáles han sido las
lecturas de los hombres de letras eminentes es análoga al deseo de conocer sus
antecedentes familiares, es una necesidad que se manifiesta en todos los campos
del conocimiento humano, la necesidad de clasificar y de darle una estructura lo
más simple posible al caos, al desorden y a la falta de nombre.
Pero ni de sus antecedentes familiares ni de sus lecturas podemos deducir la
naturaleza de Gombrowicz. A los hombres, tanto se desempeñen en la actividad de
escribir como en la de leer, se le van desarrollando unos meandros intrincados
parecidos a los que tienen las orejas. Schopenhauer decía que hay hombres que
piensan observado el mundo, y otros que necesitan leer un libro para pensar.
Los griegos leían bastante poco, había mucho menos gente de la que hay ahora, y
a muy pocos de la poca gente que había se le ocurría escribir. Escribían sólo
cuando le venían cosas importantes a la cabeza, no como ocurre ahora, además
Gutenberg aún no había aparecido. En un principio los griegos tenían tan solo el
problema de pensar, poco a poco se le fueron agregando los de escribir y los de
leer.
Por esta razón el mundo de ellos fue al comienzo más simple y originario, el
nuestro en cambio se ha vuelto más complejo y mediado. Se puede escribir sin
pensar, se puede leer sin pensar, pero no se puede pensar sin pensar, algo así
observa el protagonista de una de las novelas de Gombrowicz cuando entra a una
biblioteca llena de libros y de manuscritos amontonados en el suelo.
Una montaña que llegaba hasta el techo sobre la que estaban sentados ocho
lectores flaquísimos dedicados a leer todo. Obras preciosas escritas por los
máximos genios de la literatura, se mordían y devaluaban porque había demasiadas
y nadie podía leerlas debido a su excesiva cantidad. Lo peor es que los libros
se mordían como si fuesen perros hasta darse muerte.
Diciembre 2011