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Nuestro
Simon Wiesenthal argentino
Por Ricardo Ragendorfer
Ese hombre había defendido a víctimas de la represión; ahora cazaba represores.Y
con una cintura encomiable.
Hay una añeja foto que pinta a Eduardo Luis Duhalde por entero; tomada el 25 de
mayo de 1973, se lo ve en el estribo de un colectivo colmado de presos políticos
rescatados por la multitud del penal de Villa Devoto. Era como si ese vehículo
estuviese a punto de iniciar un viaje por la impredecible carretera de la
Historia. Hay otra foto, tomada durante la lluviosa mañana del 2 de agosto de
1974, que lo muestra, ya con su clásica barba, despidiendo en la Chacarita a
Rodolfo Ortega Peña, rodeado por un cerco de puños y
dedos en V, antes de que la policía irrumpiera con estruendo; su socio, amigo y
compañero había sido asesinado por la Triple A. Casi ocho lustros después, ambas
imágenes, debidamente enmarcadas, resaltaban en su escritorio. Cada tanto,
Duhalde les clavaba la mirada. Una mirada cargada de significado.
A partir de la dictadura de Onganía fue –junto a Ortega Peña– defensor de
militantes de todas las organizaciones revolucionarias. Desde 1973 ejerció la
dirección –también con Ortega Peña– de la mítica revista Militancia. Y ya en los
'80, tuvo un activo papel en la Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU),
que recibió en Europa las primeras denuncias sobre el genocidio en Argentina. En
paralelo, escribió un libro fundamental: El Estado terrorista, que desnuda los
códigos secretos de la Doctrina de la Seguridad Nacional, aun antes de la
Conadep y el Nunca Más.
Ahora, desde su escritorio, sus ojos no se apartaban de esas dos fotos.
La
escena transcurría –a mediados de 2011– en su despacho del octavo piso del
edificio de la calle 25 de Mayo al 500, desde donde comandaba la política de
Derechos Humanos del gobierno nacional. Allí, en esa habitación tapizada con
retratos, afiches y libros, solía alternar esa tarea con inolvidables tertulias.
Allí soñaba en voz alta y, más de una vez, supo convertir alguno de sus sueños
en realidad. Como cuando, en 2008, una minuciosa investigación del Archivo
Nacional de la Memoria (ANM) –supervisada personalmente por él– propició el
arresto de Julio Cirino, un hasta entonces desconocido
jerarca del Batallón 601. Lo cierto es que, junto a sus funciones políticas,
jurídicas y protocolares, Duhalde se dedicaba con sumo deleite a semejantes
menesteres. La parábola de su existencia había cobrado forma: durante gran parte
de ella, ese hombre de voz escarpada por el tabaco había defendido a víctimas de
la represión; ahora cazaba represores. Y con una cintura encomiable. No sólo era
un teórico del terrorismo de Estado sino que,
además, poseía un profundo conocimiento de sus estructuras y hacedores; un
conocimiento empírico, casi callejero. No es exagerado decir que Duhalde llegó a
ser nuestro Simon Wiesenthal. De hecho, él no ocultaba su admiración por el
viejo arquitecto vienés que dedicó su vida a localizar e identificar a
criminales de guerra nazis que estaban fugitivos, para llevarlos a la justicia.
Pero a Duhalde le fascinaba aún más la figura de un tal Hans Litten, cuya
asombrosa historia merece ser exhumada del olvido.
El tipo, un abogado judío en la Alemania de 1930, logró enjuiciar a todos los
miembros de uno de los batallones más activos de las SA, el grupo de choque del
aún incipiente Partido Nacional Socialista, debido a una serie de asesinatos
políticos en un barrio periférico de Berlín. Para el doctor Litten, esos
episodios probaban que Hitler era un hombre violento que planeaba derribar al
gobierno por la fuerza. Y asombró al mundo al citarlo para defenderse ante el
tribunal de la acusación de ser el máximo responsable de una campaña de terror
que incluía intimidaciones y asesinatos. Desde luego, el plato fuerte del
proceso fue el interrogatorio a que el abogado sometió a Hitler. Fue la única
vez que al Führer se lo escuchó caer en notables contradicciones, en medio de
balbuceos vergonzantes. Pese a que los acusados en ese juicio esquivaron la
condena, el futuro amo todopoderoso de Europa quedó desenmascarado ante la
opinión pública mundial como un mentiroso y un matón violento. Meses después,
ese mismo hombre tomó el poder y ningún ataque similar volvió a ser posible.
Duhalde, en aquella tarde de 2011, diría de Litten: "El pobre pagó muy cara su
osadía. Hitler no tardó en ordenar su detención y lo mandaron a Dachau. Allí
soportó cinco años de sufrimiento; finalmente, en 1938, se suicidó."
Pronunció aquellos dos últimos vocablos con un dejo de tristeza; entonces, sus
ojos se tornaron insondables.
El pasado 3 de abril, al cumplirse el primer aniversario del fallecimiento de
Duhalde, Tiempo Argentino publicó un informe de María Sucarrat y Daniel Enzetti
sobre sus escritos inéditos. Entre ellos se destaca Memoria triste, un poema
rescatado por su hijo, Mariano, de su computadora personal. Se trata de su texto
más íntimo. En el remate, simplemente, dice: "Sin anuncios / ni llamados, / el
pasado vuelve / inexorable / en mariposas de nostalgias / para llorar mis
muertos / cada mañana gris, cada mañana."
Ahora que Eduardo Luis Duhalde ya no está entre nosotros, pienso que haber dado
unos pasos junto a él fue para mí un maravilloso privilegio.
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