El 31 de julio de
1974 el diputado en ejercicio, abogado defensor de presos políticos
y director de la revista
Militancia,
Rodolfo Ortega Peña, cae asesinado por la Alianza
Anticomunista Argentina (Triple A, Tres A ó AAA), organización derechista
criminal paramilitar que actuó con total impunidad, a
instancia del ministro José López Rega, durante el
gobierno de Juan Domingo Perón e Isabel Martínez de Perón.
El 31 de Julio de 1974 Rodolfo Ortega
Peña cae acribillado por las balas de la Alianza Anticomunista Argentina.
Provenía de una ilustre familia y debido a su desmesurada inteligencia pudo
haber gozado una existencia prestigiosa en la tranquilidad de los claustros o el ejercicio de la
profesión en el ámbito privado.
Se había recibido de abogado a los 20 años, paralelamente estudió filosofía
y ciencias económicas, y también se interesó por la historia y la literatura.
Poseía un talento extraordinario y una formación fuera de lo común. Leía en
inglés, francés, alemán, italiano, portugués, latín y griego.
Al momento de su muerte "El Pelado" era diputado nacional en ejercicio, defensor
de presos políticos y director de la revista Militancia. Fundamentalmente un
intelectual solidario comprometido con las causas populares. Tenía 38 años.
Así lo recordaba su socio, amigo
y compañero Eduardo Luis Duhalde en un artículo del año 1998, reproducido por
la revista La Maga en 2003:
Diario Noticias, 1 agosto
1974. Clic para descargar.
Rodolfo Ortega Peña (1936-1974), modelo para armar
Por Eduardo Luis Duhalde
Las nuevas generaciones no conocen a
Rodolfo Ortega Peña. Es lógico que así sea, aunque ello
evidencia la profunda ruptura social con el propio proceso histórico. Este desconocimiento
sobre Ortega Peña se inscribe en un desconocimiento más amplio y general. El
ejercicio del olvido al que han sido condenados los argentinos desde el 24 de
marzo de 1976 hasta el presente y los artilugios desarrollados para obliterar
el pasado con el ejercicio interesado de la desmemoria forman parte del esfuerzo
por ocultar dos décadas intensas y profundas durante las que los jóvenes de
entonces (entre los que me incluyo) se plantearon con profundo sentido solidario
y colectivo ligar sus vidas con la búsqueda de un mundo mejor, más justo e igualitario,
aun a costa de los mayores sacrificios.
A su vez, el olvido no es sólo derogación
de la memoria. Tiende a colocar en su lugar una mítica narración del pasado:
el silencio ha dado lugar a formas de normalización falsificadas, a través de
una unívoca interpretación oficial. Se sustituye la cultura social -que actúa
como conciencia crítica - deslizándose el sentido conceptual del pasado a través
de la opacidad del presente, resignificando la temporalidad rica y múltiple
del saber crítico hasta llegar a la clausura de su significación: ninguna cuestión
que pudiese plantearse carece de respuesta dentro del propio sistema articulado
por la teoría de los dos demonios como eje de una suerte de fundamentalismo
democrático.
Rodolfo Ortega Peña pertenece
a esa generación que hace cuatro décadas -recogiendo los legados históricos-
soñó la revolución cultural, política, económica y social como un hecho
posible y actuó consecuentemente, con-vencida de la irrelevancia ingrávida
de toda otra tarea que no fuera promover aquel cambio -de acortar los tiempos
a una victoria que pensábamos inevitable por el decurso de la historia -,
abandonando en muchos casos la tranquila existencia personal (sentida por
unos como opacidad triste, y por otros, pese a su éxito biográfico, como
una situación de complicidad con un sistema injusto): dispuestos a ofrendar
su propia vida si ello resultare una contingencia inevitable.
Estos proyectos revolucionarios
de los años 60 y 70, no siempre se expresaron mediante el ejercicio de la
violencia, aunque todos por igual sufrieron la violencia represiva del terrorismo
de Estado. En la mayoría de los casos, aquellos portadores de la ilusión
se habían acercado a la política huyendo de la inmovilidad del pensamiento,
para pasar a la acción -en todas sus variantes- abjurando tanto del revolucionarismo
de café de una izquierda tradicional con la que pretendían romper y superar,
como del burocratismo peronista entrampado en los pliegos del poder proscriptivo.
Esta instancia política, fuertemente
vital, no fue una mera contingencia de un deslizarse crispante del tiempo
social en que estaba inmersos sus actores sino el intento de una relectura
de la historia argentina, en acto de continuidad y cuestión al mismo tiempo,
en una instancia fundante de un devenir diferente. Al mismo tiempo, traducía
en el campo nacional el peso de las experiencias universales y contenía
en su multiplicidad dicursiva el plexo de aquella herencia inmediata y mediata.
Tenía un claro sentido reparador y regeneracionista.
Ningún sector social ni estamento
profesional o laboral quedó al margen de esta interpelación convocante de
los años 60 y 70. Aquellas generaciones existieron sobradamente y fueron
muchísimo más que aisladas ínsulas.
La opción revolucionaria recorrió
medularmente la sociedad hasta convencerse a sí misma de la factibilidad
de la victoria. Más: estas generaciones fracasaron en su intento, y la mayor
parte de quienes encamaron aquellos propósitos transformadores fueron aniquilados
por el terrorismo de Estado, en sus formas para estatales antes del 24 de
marzo de 1976, y luego por la acción directa de las Fuerzas Armadas.
La Unión Americana (1965), revista
dirigida por Eduardo Luis Duhalde y Rodolfo Ortega Peña, puede
descargarse desde el sitio El Topo
Blindado. En el mismo sitio puede descargarse
Mundo Nacionalista (1969-1970)
con la dirección de los mismos autores.
La revolución quedó como una
utopía incumplida, como un sueño desvanecido, transformado en un estallido
de dolor y sangre. Llegaron los tiempos de derrota y muerte, que no sólo
sesgaron la vida de aquellos que estaban animados por el fuego sagrado de
sus convicciones sino que hicieron añicos esos proyectos concretos, personales
y organizativos. Y aquellos programas, con 'el tesoro' ideológico revoluciona
- no y emocional que le dio su encarnadura, quedaron allí perdidos, bajo
un pesado manto de silencio, carente de toda resonancia y haciendo incomprensible
para las generaciones futuras la densa textualidad de sus proyectos, la
capacidad cuestionadora y movilizadora de su palabra y el profundo sentido
político de su accionar. Tan incomprensible la acción como su respuesta
represiva. Escamoteo interesado, evitante de las preguntas: ¿Qué estaba
en juego esos años? ¿Qué y por qué se peleaba?
Es decir, cuál fue el entramado
de sueños, ideas, análisis teóricos, compromisos vitales y prácticas germinadoras
de un hombre nuevo como constructor de un mundo diferente que fue el signo
distintivo de aquellos 'olvidados y proscriptos' desde el silencio y la
descalificación.
Rodolfo Ortega Peña es una figura paradigmática de aquellos jóvenes intelectuales
de la generación del 60, que vivió el influjo sartreano de la vida como
compromiso existencial, desde sus primeros pasos como estudiante hasta el
cargo de diputado nacional que ejercía a la hora de su muerte (con su unipersonal
Bloque de Base, conformado tras separarse del frente justicialista por el
que había sido elegido). El 31 de julio de 1974, cuando los sicarios de
la Triple-A comenzaron su cadena de muertes quitándole la vida a los 38
años de edad, sin duda, en su criminalidad, coincidían en el reconocimiento
del carácter paradigmático y la proyección de aquel que comenzaba a trascender
los propios planos de la militancia para adquirir una dimensión nacional.
En distintas instancias de estos
veinticuatro años transcurridos desde aquel crimen he abordado el análisis
de quien fue mi hermano entrañable y compañero en la militancia y en la
actividad cultural y profesional. Lo hice en su accidentado entierro, en
el homenaje a los diez años del crimen a los veinte años, al inaugurarse
la plazoleta que lleva su nombre, y en otras oportunidades, de manera escrita,
en algunas publicaciones.
Cada vez que debí evocar a Rodolfo públicamente, fui completando mi visión
de sus múltiples y riquísimos perfiles. De aquellos trabajos rescato especialmente
dos, que hoy reproduzco parcialmente.
En una extensa nota hace doce
años, decía yo: '¿Desde dónde aproximarnos al recuerdo de Rodolfo? Desde
el rechazo de todo encasillamiento, reconociendo que él, como todo ser humano,
fue una presencia abierta en sus significaciones, que su vida admite
plurales
lecturas y que no es posible abarcarlo en su totalidad, ni aquella es reproducible
sintéticamente con un puñado de anécdotas o juicios de valor'.
Urgencia vital, preparación Intelectual
'En 1962, en la revista Ficción,
que dirigía Juan Goyanarte, Ortega Peña publicó un largo análisis de la
novela Sobre héroes y tumbas. En esa nota, escrita poco antes de que tomáramos
la decisión política de elaborar y firmar conjuntamente todos nuestros trabajos,
analiza el tema de la muerte (aun era tiempo de que nuestra generación la
visualizara a través de las obras literarias) y dice: Lavalle, Alejandra,
Fernando, muertos. ¿Sus muertes tienen algún sentido o carecen absolutamente
de él? ¿Por qué ir a Jujuy? ¿ Por qué morir en 'El Mirador'? ¿Azar de una
partida que dispara? ¿Libre determinación en incendiar la casa, su propia
vida? La muerte, ¿tiene realmente un sentido que no es posible delimitar
en lo orgánico? Allí quedan los restos lacerados de Lavalle. Malolientes.
Ahí va su corazón con sus hombres. ¿Llevaba Lavalle dentro, muy dentro,
su muerte como Alejandra o Fernando? ¿Fue creciendo esta muerte día a día
con su vida, hasta surgir galopando desesperadamente? ¿ O, por el contrario,
la muerte se cruza en el camino inesperadamente? ¿Es realmente un elemento
irracional que no se puede reducir' Quizá no estamos preparados para responder.
Pero la existencia sigue su curso: y allí va Martín, como nosotros, proyectando
su vida, abierto a lo inesperado.
'Ortega a los 26 años reflexionaba
antropológicamente sobre el sentido de la muerte, que es lo mismo que decir
que analizaba el sentido de la vida. Y lo hacía desde su propia proyección
vital totalmente comprometida, que llevaría -doce años después de esas meditaciones-
a que convergieran las balas sobre su cabeza y a que hoy, transcurridos
otros doce años, yo rescate este texto y lo repiense no sobre Lavalle sino
sobre Rodolfo mismo. Ya que, quienes lo conocimos, sabemos bien con qué
urgencia vivió, prodigando su inteligencia tan fuera del nivel común y su
cultura de límites incomprobables, con tal vertiginosidad como si llevara
'dentro, muy dentro su muerte' y ésta fuera 'creciendo día a día con su
vida'.
'Pareciera -la historia está
llena de ejemplos variados- que hay seres que viven presentidamente su muerte
joven y que para ellos, los tiempos de ser y hacer, son como una carrera
contra el reloj sin resuello ni descanso. Y Ortega Peña no escapaba a esta
característica.
'Recibido de abogado a los 20
años, haciendo al mismo tiempo la carrera de Filosofía, estudiando luego
Ciencias Económicas; polemizando con Julián Marías sobre la ontología de
Unamuno; con Carlos Cossío sobre la teoría ontológica del derecho; con Tulio
Halperín Donghi sobre la significación del Facundo: con Marechal y Sabato
sobre la estructura de la novela; con Córdova Iturburu sobre las pinturas
rupestres de Cerro Colorado; pocos casos debe haber en nuestro país de un
intelectual con tanta capacidad y actividad interdisciplinaria. Al mismo
tiempo, con tan poco interés en dedicar su vida prioritaria-mente a cualquiera
de esas disciplinas, pese a haber sido hasta el fin, un ávido y obsesivo
lector de todas ellas, en castellano, inglés, francés, alemán, italiano,
portugués, latín y griego.
Rodolfo Ortega
Peña y Eduardo Duhalde. Fragmento de un documental del Frente
Justicialista de Liberación Nacional (FREJULI) utilizado como
material de campaña para las elecciones del 11 de marzo de 1973,
Ortega Peña se compromete como candidato a diputado a investigar
la
masacre de Trelew
'Urgencia por saber, para hacer: es decir el conocimiento como arma transformadora.
Es que para Rodolfo no había actividad científica abstracta, había sólo
una práctica teórica, absolutamente enraizada con las tareas de la liberación
nacional y social. De él sí que, siguiendo Gramsci, puede decirse era un
intelectual orgánico ligado al destino de la clase obrera y del pueblo.
Porque toda su actividad estaba puesta al servicio del desarrollo político,
del avance en la lucha de las clases postergadas: a las que se había integrado
por una firme convicción, saltando por encima de su origen social, tratando
de darles lo mejor de sí mismo.
'Pero esta urgencia vital no
devenía en un sentimiento trágico de la misma. Todo lo contrario, sólo desde
el optimismo esperanzador se puede actuar de ese modo. Por otra parte, Ortega
Peña era la contraimagen de la solemnidad, un chico grande con una calidez
y una ternura que muchas veces con infantil vergüenza por mostrarse desnudo
en sus sentimientos, pretendía sepultar con su aplastante racionalidad,
esa que se convertía en un arma implacable sólo con los enemigos de los
intereses colectivos.
'De esta manera su vida cotidiana no aparecía escindida entre la alegría
de los hechos menores y una solemne y grave actitud ante las grandes perspectivas
de su existencia, las que integraba en un continuo sin contradictorias percepciones'.
Su humanismo ético y revolucionario
Hace cuatro años, cuando se
inauguró por disposición del Concejo Deliberante de la ciudad de Buenos
Aires la plazoleta Rodolfo Ortega Peña en la Avda. 9 de Julio, allí donde
le mataron, volví a precisar los rasgos de Rodolfo. Decía entonces:
'¿Cuál es el legado de Ortega Peña, su valor paradigmático, lo históricamente
rescatable? Cuáles son los grandes trazos de su personalidad, aquellos que
aspiramos a que queden indelebles en el tiempo. Porque la historia con sabiduría
olvida la crónica política concreta para abstraer y esencializar los valores
ejemplarizantes, dejando aquella, para los estudiosos e investigadores.
'¿Es posible ya, señalar, los
valores perdurables de una figura como Rodolfo Ortega Peña que laboró con
igual fervor, la política como la historia, el periodismo como el ejercicio
de la abogacía aplicada en función social? ¿Es posible hacerlo pese a la
complejidad de su postura ideológico-política, de este hombre visceralmente
peronista, pero intelectualmente un obstinado gramsciano, que heredó la
pasión argentina de su abuelo David Peña y como aquél, tributario del sueño
alberdiano de construir una gran nación sobre bases jurídicas y económicas
sólidas?
La
Triple A y el asesinato de Ortega Peña
Por Irina Hauser
El día que la Triple A mató al diputado Rodolfo Ortega Peña,
su socio y amigo Eduardo Luis Duhalde fue a reconocer el cuerpo
perforado por quince proyectiles a la comisaría 15. "Nunca me
voy a olvidar: allí estaba el comisario Alberto Villar (foto), que
festejaba con los demás policías y gritaban ¡qué noche fantástica!",
repasa el actual secretario de Derechos Humanos. Junto con Ortega
Peña, Duhalde denunció desde un comienzo a José López Rega y
su estructura terrorista a través del periódico Militancia que
ambos dirigían. Fue, además, un testigo clave cuando la Justicia
extraditó al Brujo desde Estados Unidos. Ahora el juez Norberto
Oyarbide lo citó para que vuelva a dar su testimonio. También
convocó al ex senador radical Hipólito Solari Yrigoyen, víctima
del primer atentado reivindicado por la organización parapolicial.
Duhalde y Ortega Peña compartían estudio y defendían a presos
políticos. El titular de Derechos Humanos testificó varias veces
en la causa. Fue él, además, quien le tomó declaración en Europa,
en la Comisión Argentina de Derechos Humanos de Madrid, al ex
policía Rodolfo Peregrino Fernández, un "arrepentido" que tras
el golpe del ’76 trabajó con Albano Harguindeguy en el Ministerio
de Interior. El ex oficial describió en 1983 con lujo de detalles
cómo funcionaba la estructura de le Triple A "y ratificó su
relato ante el centro de Derechos Humanos de Naciones Unidas
en Ginebra", cuenta Duhalde.
Desde la publicación
Militancia Peronista para la Liberación, Duhalde y Ortega
Peña revelaron el funcionamiento de la organización de López
Rega, sus crímenes y el financiamiento que le daba Bienestar
Social. El juez espera que el martes Duhalde ratifique lo que
sabe y refresque sus impresiones sobre el relato de Peregrino
Fernández, del que surge una larga lista de responsables en
que el magistrado tiene particular interés.
Solari Yrigoyen, ex senador de la UCR, fundador del Movimiento
Renovación y Cambio, fue la primera víctima reconocida de las
Tres A. El 21 de noviembre de 1973 cuando intentó poner en marcha
el motor de su Renault 6 estalló una bomba que le destrozó los
pies. Un día antes había recibido una carta amenazante con la
sigla AAA. Tiempo después tuvo un segundo ataque, al que también
sobrevivió, en su casa de Puerto Madryn. Tiene que presentarse
mañana en tribunales, aunque pediría postergar la audiencia.
"Con gusto voy a declarar todo lo que sé", se limitó a decir
ante la consulta de este diario.
Fuente: Página/12,
11/01/07
'Estoy convencido de que sí es posible. Sin ánimo de hablar ex-cátedra,
apunto aquí algunos rasgos a mi juicio definitorios: fue antes que nada
un humanista, en el más puro sentido ontológico del término. Sus estudios
de filosofía, su búsqueda del saber de los saberes, no era otra cosa que
la búsqueda del hombre, de todos los hombres. Su primer compromiso era entonces
con el destino del ser humano como tal.
'De este compromiso fundante, nacieron sus quehaceres: la política como
servicio a los demás, asumida con el rigor de quien para ejercerla, no consideró
suficiente su formación jurídica y filosófica, sino que estudió con igual
dedicación las ciencias económicas. Su casi infinita cultura, fue también
parte de su aprendizaje para la acción política. Porque sin estas herramientas
jamás Rodolfo se hubiera considerado en condiciones de acceder a algo que
consideraba absolutamente serio y responsable: la práctica política.
'De aquélla deriva también su irrenunciable compromiso con los derechos
humanos, que lo llevó desde el inicio de su profesión al ejercicio de la
defensa de los presos políticos, aun y en muchos casos, de quienes estaban
en su antípoda ideológica y política.
Un compromiso racionalmente asumido que le hizo transitar el camino de la
muerte, porque éste fue lo que más incomodó a quienes planearon el crimen.
'Necesariamente, también allí, radica su inclaudicable postura a favor de
las causas populares, saltando sobre el prefijado destino familiar que le
hubiera permitido fácilmente ser un brillante abogado de minorías privilegiadas.
'Otro rasgo esencial -y que en estas épocas aparece mucho más destacable
- es la honestidad de este hombre que murió pobre, sin más patrimonio que
su biblioteca, no por falta de oportunidad de quien asesoró a encumbrados
dirigentes sindicales y que pasó por el Congreso de la Nación, rechazando
las ofertas altamente beneficiosas en lo económico con que le tentaron para
acallar su voz disidente.
'Es que Rodolfo Ortega Peña fue esencialmente un hombre ético, de una profunda
eticidad, que lo llevó a soñar con un Hombre Nuevo capaz de construir revolucionariamente
un mundo mejor. Revolucionar, como enseña el Diccionario del uso del español
de María Moliner, es imprimir un giro diferente a un tiempo determinado
o preconizar un cambio radical de las cosas. Y Ortega Peña desde su ética
absoluta, jamás se resignó a aceptar el mundo en que le tocó vivir como
algo con lo que debía conformarse. Siempre creyó que la humanidad, y en
el caso, los argentinos, nos merecíamos un mundo mejor, mucho más justo
e igualitario y luchó apasionadamente para que despuntara el alba.
'Pero no nos confundamos, Ortega Peña, no se planteó para sí, tomar el cielo
por asalto, y por el contrario, fue un ferviente partidiario de la lucha
de posiciones, en el marco de las instituciones republicanas. Por ello este
hombre que no pertenecía a organización alguna, aceptó ser diputado de la
Nación conformando un bloque unipersonal, para luchar por una democracia
auténtica, fiel al mandato recibido. Y porque creía en los valores de la
democracia participativa no usó su banca para convertirla en tribuna del
petardismo sino que trabajó con ahínco en mejorar las leyes tanto en las
comisiones como en el recinto, dando memorables aportes a los debates y
convirtiéndose en un fiscal insobornable. Paralelamente llevó su banca a
la calle y allí donde hubo una necesidad o una injusticia, lo encontró presente'.
24 años después, hoy, al cumplirse un nuevo aniversario del crimen, quisiera
agregar, un hecho sustancial, implícito en todo lo antes dicho. Poco a poco,
y por la fuerza de los acontecimientos, el campo popular y revolucionario
estaba encontrando la figura capaz de unirlo y liderarlo, en aquel hombre
que hizo del antisectarismo y de la unidad, un estilo de vida. Junto a Agustín
Tosco, Rodolfo Ortega Peña, aparecía en el escenario político argentino
con la capacidad para convertirse en la amalgama que superara las dicotomías
y las obstinaciones, y de conducir en el campo de las instituciones republicanas,
ese gran movimiento transformador que agitaba la Argentina. No fue casual
entonces que su prematura muerte inaugurara la etapa sangrienta del último
terrorismo de Estado padecido en el país.
Fuente: Revista La Maga, 11/07/03. Nota escrita por Eduardo Luis Duhalde
en 1998.
Del esperanzador 1973 al funesto 1974: Las muertes de Perón, Jauretche y
Hernández Arreghi se completaron con los asesinatos a Mugica, Ortega Peña y
decenas de militantes silenciados por el plomo de la intolerancia.
Rodolfo Ortega Peña, del que se cumple un nuevo aniversario de su holocausto,
nació en Buenos Aires un 12 de septiembre de 1935. Su inteligencia superlativa
le permitió recibirse rápidamente de abogado, estudiar Filosofía y cursar
Ciencias Económicas al mismo tiempo. Polemizó tanto con Julián Marías, como con
Carlos Coscio, Córdova Iturburu, Leopoldo Marechal, Ernesto Sábato y Tulio
Halperin Donghi.
De familia antiperonista, apoyo inicialmente el golpe cívico-militar de 1955
para luego acercarse al frondicismo, militar en el PC y finalmente abrazar el
peronismo.
Pero su encuentro con Eduardo Luis Duhalde fue decisivo. A partir de 1961
trabajarían juntos, sea en estudios jurídicos, representando a presos políticos,
militando en espacios de resistencia, colaborando en publicaciones periódicas e
investigando sobre “la otra historia.”
El propio Duhalde fue “peronizado” a instancias de Ortega Peña y de la
influencia de Juan José Hernández Arregui, el cual fue prologado en su libro
Imperialismo y Cultura por el propio Rodolfo.
En cuanto a Halperin Donghi, éste siguió de cerca la labor historiográfica de
Ortega Peña y Duhalde pero para señalar su insuficiencia, sentenciando que –a
pesar de reconocer el acopio de documentación de ambos sobre Facundo Quiroga y
Felipe Varela– sólo reafirmaban “una imagen mitológica de ambos personajes”.
Sin embargo, sus trabajos Facundo y La Montonera, Baring Bother y la historia
política argentina, El asesinato de Dorrego, Felipe Varela y el Imperio
Británico, entre otros, ratificaron su lugar en el pensamiento nacional, amén de
ser éxito de ventas.
Es difícil separar a ambos actores políticos, tal como Sacco y Vanzeti, donde su
obra historiográfica va de la mano con su militancia.
Acompañan al general Perón (desde la
izquierda de la fotografía) el escritor José María Castiñeira de
Dios, el historiador José Luis Muñoz Azpiri, los escritores y
abogados Eduardo Luis Duhalde y Rodolfo Ortega Peña, además del Dr.
Desperbasques.
Sus textos en El Popular; su acercamiento a José
María Rosa y al Instituto Juan Manuel de Rosas, donde publicarían artículos y
conferencias en su afamada revista; la relación estrecha con sindicatos y con
grupos de resistencia, hasta su experiencia en los Centros Organizados
Nacionales de Orientación Revolucionaria (Condor) bajo la dirección de Hernández
Arregui, donde cohabitan peronistas con integrantes de la izquierda nacional, y
hasta se relacionan con el Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara (MNRT)
de Joe Baxter y José Luis Neill, quienes editaron en conjunto El retorno de
Perón (alienación y contrarrevolución de las izquierdas), de 1964, son mojones
de una trayectoria sin concesiones.
Los tiempos se aceleran por el golpe en 1966: el Cordobazo y el ajusticiamiento
de Aramburu son respuestas ante la dictadura.
Ortega Peña y Duhalde, aunque distanciados de Arregui y en tensión con la
burocracia sindical vandorista, colaboran en la liberación de presos políticos y
en sus estudios revisionistas.
La vuelta de Perón trajo un novedad a nivel político en la vida de Ortega Peña,
pues fue nominado a integra la nómina de diputados nacionales por Capital
Federal en la lista del Frejuli. La jura como legislador será recordada por
siempre por su inmortal frase: “La sangre derramada no será negociada”.
El lanzamiento de la revista Militancia Peronista para la Liberación (conocida
simplemente como Militancia) bajo su dirección y sus colaboraciones en De
Frente, originaria de John W. Cooke, fueron sus nuevas trincheras ante el avance
lopezreguista.
Sus acercamientos al Peronismo de Base, organización de superficie de las
Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), así como su separación del bloque mayoritario
en un monobloque, o sus acuerdos con el Frente Antiimperialista y por el
Socialismo (FAS), también enmarcado como organización visible del Partido
Revolucionario de los Trabajadores - Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT -
ERP) marcaron las diferencias con el oficialismo ante los enfrentamientos entre
derecha e izquierda dentro del peronismo.
Tras la muerte de Perón se perdió toda tolerancia ante las disidencias. La
Alianza Anticomunista Argentina (AAA o simplemente Triple A), criminal grupo
parapolicial orientado por el asesino de José López Rega dio la orden de
eliminar a su enemigo número uno.
El 31 de julio de 1974 fue acribillado al salir de su estudio, siendo el primer
asesinato reconocido de la Triple A. Los chacales festeaban mientras se enlutó
la militancia.
Murió peleando por sus ideas, reflejándose su legado en quienes sentimos que
involucrase sirve para cambiar la realidad.
* Miembro de número de los Institutos Nacionales
Eva Perón, Rosas y Manuel Dorrego
03/08/14 Miradas al Sur
El taxi del que había bajado Ortega Peña fue perforado a balazos.
El cortejo fúnebre partió de Independencia y Paseo Colón rumbo a
Casa de Gobierno.
En el cementerio de Chacarita Eduardo Luis
Duhalde, lee una emotiva despedida a su amigo, socio y compañero.
Por Gustavo Manilow. Abogado y miembro de la Gremial de Abogados
contacto@miradasalsur.com
Despedida. La inhumación de Ortega Peña fue un acto político multitudinario.
Una vez Rodolfo Ortega Peña dijo que la muerte no dolía pero la suya nos dolió a
nosotros, sus compañeros y amigos, cuando el terrorismo de Estado encarnado en
esos momentos en la Triple A, acribilló su cuerpo a balazos dando inicio a la
noche más trágica y sangrienta que les tocó vivir a los argentinos.
El Pelado, como de forma cariñosa nos referíamos a él, se graduó de abogado muy
joven, y al mismo tiempo estudió Filosofía y Ciencias Económicas; era un hombre
de una inmensa cultura y aunque provenía de una familia burguesa y
antiperonista, muy pronto abrazó la causa de los desposeídos, de los humillados
y de los pobres, y al mismo tiempo comenzó a convertirse en un hereje para la
clase a la que pertenecía.
Era profundamente humanista y como una expresión más de su irrenunciable
compromiso con los derechos humanos –incluso con los que estaban opuestos en su
ideológica y política–, junto con Eduardo Luis Duhalde protagonizaron las
defensas de los miembros de las organizaciones armadas en los años 70 que
luchaban por un proyecto socialista incluyendo el retorno de Perón. Su actuación
como defensores de presos políticos durante la llamada “Revolución Argentina”
(1966-1973) los iría convirtiendo en referentes del peronismo revolucionario y
de la izquierda. En esa labor, intervinieron en causas difíciles, como las de
acusados por los secuestros del general Aramburu y el empresario Oberdan
Sallustro, e impulsaron la creación de la Asociación Gremial de Abogados.
Se transformó en un polemista feroz y periodista insobornable cuando con Duhalde
fundaron la revista Militancia. El Pelado no quería ocultarse ni usar
seudónimos, y cuando asumió como diputado nacional, utilizó en su juramento la
frase “La sangre derramada no será negociada”.
En enero de 1974 Perón convocó a los ocho diputados de la Juventud Peronista que
estaban en desacuerdo con la reforma del Código Penal en materia de terrorismo,
y ante sus presiones y amenazas decidieron renunciar a las bancadas y fueron
expulsados del Partido Justicialista.
Rodolfo Ortega Peña se negó a dimitir y continuó en solitario sus denuncias
desde el Bloque de Base, pero sus declaraciones y la defensa activa de los
derechos humanos fue imperdonable para el gobierno peronista, y deciden su
destino asesinándolo el 31 de julio de 1.974 en pleno centro de Buenos Aires.
Mataron a un hombre que defendía a todo aquel que era capaz de enfrentarse con
la explotación y luchaba por la dignidad. Era un intelectual ligado al destino
de la clase obrera y del pueblo, porque toda su actividad estaba puesta al
servicio de ese desarrollo político, del avance en la lucha de las clases
postergadas a las que se había integrado por una firme convicción, saltando por
encima de su origen social y tratando de darles lo mejor de sí mismo.
Raúl Lastiri, que era entonces el presidente de la Cámara de Diputados, ofreció
el edificio del Congreso para su velatorio, pero su viuda, Elena Villagra, que
también fue herida en el atentado, junto con sus compañeros y amigos dispuso que
se realizara en la sede de la Federación Gráfica Bonaerense.
El féretro fue ubicado en una sala del primer
piso, y detrás un cartel con la leyenda “La sangre derramada no será negociada”.
Fue un velatorio multitudinario, desde la asistencia de dirigentes de todos los
bloques parlamentarios hasta representantes de organizaciones revolucionarias y
sindicalistas enfrentados a los títeres de la CGT, sin faltar las provocaciones
de una corona con la inscripción “Ministerio de Defensa”, junto con otra de la
antigua DIPA, en alusión a la División de Investigaciones Policiales
Antidemocráticas que fue disuelta durante el gobierno de Cámpora.
Esa noche Eduardo Luis Duhalde declaró a la prensa: “Esta muerte es una muerte
clara. Se sabe de dónde viene. No ha muerto simplemente un diputado, sino un
militante del peronismo revolucionario que tenía una vieja y consecuente lucha
al servicio de la clase obrera y el pueblo. No nos cabe la menor duda de que son
precisamente los enemigos de esa patria socialista por la que luchó Ortega
quienes lo asesinaron. No interesa demasiado la mano que empuñó el arma, sino de
dónde proviene la orden de matar”.
El primer disparo atravesó el rostro de Elena, mientras que el cuerpo de Rodolfo
recibió los otros 24. Su cadáver fue trasladado a la comisaría 15, adonde
concurrieron sus amigos, Diego Muñiz Barreto, Eduardo Luis Duhalde y Rodolfo
Zito Lema, quienes se enfrentaron con el comisario Alberto Villar, nombrado por
Perón como jefe de la Policía Federal y fundador de la Triple A, quien entró
sonriendo a la sede policial a poco de producido el asesinato.
Lo mataron por muchas razones, pero en especial por sus continuas denuncias
sobre la derechización del gobierno de Juan Perón, muerto un mes antes. En uno
de sus últimos discursos, en el homenaje a un grupo de compañeros asesinados por
la Triple A, sostuvo que el responsable directo de esa política, del abandono de
las pautas programáticas, no era otro que el general Perón.
Rodolfo Ortega Peña perteneció a esa generación que hace cuatro décadas tuvo un
sueño de un mundo más solidario, con una revolución política, económica y social
que posibilitase ese cambio y actuó en consecuencia, hasta sus propios límites.
Su compromiso con la vida fue humanista y de allí nace su vocación política
entendida como servicio a los demás unida a su vasta cultura, desdeñando un
posible futuro de abogado al servicio de intereses antipopulares y rechazando
las ofertas altamente beneficiosas en lo económico con que le tentaron para
acallar su voz disidente. Murió pobre, sin más patrimonio que su biblioteca.
Era un ferviente partidario del enfrentamiento dialéctico, en el marco de las
instituciones democráticas, y no perteneció a ninguna organización armada,
aunque alguna lo haya reivindicado. Como fiscal insobornable que fue del
gobierno peronista, aceptó ser diputado de la Nación conformando un bloque
unipersonal, para luchar por una democracia auténtica, que reflejase el mandato
recibido, y trabajando de forma incansable para mejorar la legislación, pero al
mismo tiempo, estando presente en la calle, cuando había una necesidad o una
arbitrariedad impuesta por las injusticias.
El pasado 31 de julio se cumplieron 39 años del crimen, y su nombre quedó
grabado a fuego en la historia argentina, aunque muchos jóvenes hoy no sepan
quién fue.
A la mañana siguiente del velatorio, una movilización acompañó el cuerpo hasta
el cementerio de la Chacarita, incluyendo desde líderes de organizaciones
armadas hasta estudiantes y obreros.
El arco ideológico comprendía desde el ERP y los Montoneros hasta jóvenes
dirigentes radicales como Leopoldo Moreau y Marcelo Stubrin. La composición
social del cortejo que acompañó los restos de Ortega Peña era una expresión
propia de la época, porque fueron años en los que la política se hacía en el
barrio, en la escuela, en las universidades, en las fábricas y también en la
Casa de Gobierno.
Archivo Nacional de
la Memoria - Homenaje 2012. Presenta Carlos Aznárez (Resumen
Latinoamericano).
La columna a cuyo frente marchaban los abogados
defensores de presos políticos, junto con otros compañeros, arrancó su recorrido
por Paseo Colón y la única consigna fue su juramento como diputado nacional “La
sangre derramada no será negociada”, mientras que el cajón que trasladaba su
cuerpo iba custodiado por sus amigos más íntimos y cercanos. Al pasar por la
Casa Rosada todo el cortejo se acordó de los antepasados de Isabel Perón, López
Rega, Villar y Casildo Herrera, entre otros, y en especial de sus respectivas
madres.
La Policía Federal trató de impedir el paso de la multitud que lo acompañaba y
montó un operativo de proporciones inusuales, desplegando una cantidad de
efectivos y tanquetas en número suficiente para un enfrentamiento armado, con
intentos de apoderarse del cajón y dispersar el cortejo, pero fue impedido por
quienes lo acompañaban en su último adiós.
Los policías se dispusieron a reprimir, porque el gobierno no quería que el
entierro fuera un acto político, pero eso no era posible y por ello se
contuvieron ante la negativa de los acompañantes a dispersarse, aunque hubo
detenciones aisladas y al llegar al cementerio de La Chacarita ya eran menos los
integrantes del cortejo. Cuando entramos al recinto la represión se desató sin
límite. Los garrotes, los gases lacrimógenos y los escopetazos con balas de goma
fueron la digna despedida de El Pelado.
El asesinato de Ortega Peña cerró una etapa. y las ráfagas de ametralladora que
acabaron con su vida, completaron la tarea que había quedado inconclusa en
octubre de 1965, cuando al salir de la CGT, tanto él como Eduardo Luis Duhalde
lograron escapar a una inesperada encerrona que quería acabar con ellos. .
Nos decía Duhalde durante su sepelio que Ortega Peña no tenía una vocación
suicida o destructiva. Por el contrario, era profundamente vital. Amó tanto la
vida que no vaciló en morir para que otros pudieran vivir más dignamente, y
decimos simplemente, como a él le hubiera gustado: Ha muerto un revolucionario,
viva la revolución.
Su asesinato fue el inicio de un cambio en la lucha política y un incremento en
las acciones armadas que habían comenzado a crecer ya con Perón en el poder, y
bajo la protección del gobierno, desatar el terror que jamás vivió el pueblo
argentino, cerrando este capítulo infame de masacres las Fuerzas Armadas al
servicio del imperialismo.
Historiador revisionista, abogado defensor de presos políticos y sindicales,
representante legal de gremios, periodista, profesor, diputado y, por sobre
todo, revolucionario, fue el compañero Rodolfo Ortega Peña, asesinado por
la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) el 31 de julio de 1974. Vocero
del peronismo revolucionario, el cristianismo revolucionario y la izquierda
revolucionaria a traves de la revista “Militancia”, ajeno a todo sectarismo,
crítico de Perón en sus últimos años y siempre franco y ejemplificante,
el “Pelado”, como le llamaban amigos y compañeros, admirado por los que
seguíamos su huella desde una generación posterior, se constituyó y se constituye
en un ejemplo que nos une en pos de la liberación nacional y social de la
Patria en el marco del socialismo.
Apenas conocido hoy por algunos, ignorado por otros, aborrecido por advenedizos
y traidores del movimiento obrero y popular, sigue presente en los corazones
de aquellos que supimos atesorar sus enseñanzas teóricas y prácticas. Dotado
de una particular cultura e inteligencia, políglota- leía en francés, inglés,
alemán, italiano, portugués, latín y griego, además del castellano- este
apóstol popular, que se recibió a los 20 años de abogado e incursionó en
la filosofía, la economía, la literatura y otros ítems; que proveniente
de una familia acomodada podría haber sido el Gardel de los culorrotos y
comemierdas que tanto abundaron, abundan y abundarán en el país, prefirió
ser el vocero y defensor a ultranza de sus hermanos, los trabajadores, los
pobres de vidas e influencias, los explotados y oprimidos por el capitalismo.
“¿Qué pasa flaca?”
Fueron sus últimas palabras.
A las 22.25 de aquel 31 de julio, cuando un presunto taxi, que luego se
supo formaba parte de la patota que lo asesinó, lo dejó en la esquina de
Arenales y Carlos Pellegrini, ya habìa sido montada la operación. Dos autos,
momentos antes, se habían cruzado a lo ancho de la Avenida Santa Fe, para
no dejar pasar a nadie, en tanto civiles de caras torvas desviaban el tránsito.
Al momento del apeamiento de Rodolfo y su esposa, Elena Villagra, del vehículo
que los había transportado, desde un Ford Fairlane verde, que se les apareció,
bajó un sicario que calzaba en su rostro una media de mujer y disparó contra
la pareja con una subametralladora. El primer disparo atravesó el rostro
de Elena, los otros, 24, impactaron en la cabeza de Rodolfo, en el antebrazo,
en la muñeca y en otras partes de su cuerpo. Mientras el sicario y sus dos
compinches, protegidos por el oficialismo, huían, el cadáver de Rodolfo
fue trasladado a la comisaría 15, adonde concurrieron sus amigos, Diego
Muñiz Barreto, Eduardo Luis Duhalde y Rodolfo Zito Lema, quienes se trenzaron
con el comisario Alberto Villar, nombrado por Perón como jefe de la Policía
Federal y luego fundador de la Triple A, quien entró sonriendo jocosamente
a la sede policial a poco de producido el asesinato. Complicidades varias
concurrieron a hacer posible el martirio del “Pelado”.
Legisladores justicialistas y de la oposición, directivos del Consejo Nacional
Justicialista que habìan presentado a Perón a fines de 1973 un plan de eliminación
de “zurdos”, que comenzó con la voladura el automóvil del abogado radical
Hipólito Solari Irigoyen, periodistas venales, servicios de inteligencia
y policiales, militares y policías, jerarcas de la Iglesia, burócratas sindicales
y otros se hallaron implicados, directa o indirectamente, en la muerte del
abogado y legislador del pueblo. El mismo día de su muerte y a las 20 horas,
un supuesto redactor del periódico El Cronista Comercial se había comunicado
con Ortega Peña, quien se hallaba en su oficina del Congreso, para solicitarle
una entrevista a las 21.30, que nunca se concretó. El supuesto cronista,
se supo más tarde, era un miembro de la Triple A, ya que inquirido posteriormente
al asesinato el director del medio periodístico sobre esa supuesta entrevista,
negó que se hubiera solicitado desde esa redacción.
Controlado por servicios y parapoliciales y bajo continuos seguimientos,
que se realizaban a plena luz con el fìn de amedrentarlo; aleccionado por
sus amigos para que no se mostrara tan públicamente, usara un chaleco antibalas,
se exilara o solicitara custodia, el “Pelado” respondía: “la muerte no duele”.
Sin embargo dolió. A todos nosotros, que lo perdimos como al “francotirador”
que unía a todos los revolucionarios, peronistas, marxistas y cristianos,
bajo las banderas de la liberación nacional y el socialismo. Sin pertenecer
a ninguna organización revolucionaria en particular, las contenía a todas.
Era prenda de unidad de todo el campo popular, que había combatido a la
dictadura con las ideas, las huelgas reprimidas y las manifestaciones sableadas,
primero, y las armas en la mano después. “La sangre derramada no será negociada”,
transcribía la manta ubicada detrás de su féretro, ubicado en el primer
piso del la Federación Gráfica Bonaerense, donde fue velado. Su paso efímero
por la vida- tenía 38 años al momento de su asesinato- había calado hondo
en los hacedores de quimeras, militantes de la vida y el Hombre Nuevo. Allí
estaban presentes, entre otros, el inolvidable Jorge Di Pascuale, secretario
general del Sindicato de Empleados de Farmacia, secuestrado-desaparecido
en 1976, Eduardo Luis Duhalde, su amigo y compañero, Raymundo Ongaro, Secretario
General de la Federación Gráfica Bonaerense, Manuel Gaggero, director del
clausurado diario El Mundo, Norberto Habegger, subdirector del diario Noticias,
mas tarde secuestrado desaparecido y otros compañeros de distintas organizaciones.
Coronas que rezaban “Militancia”, “Fuerzas Armadas Peronistas”, “Peronismo
de Base”, “Montoneros”, “Agrupación `Lealtad y Soberanía’” de Trabajadores
de Farmacia; “Alianza Popular Revolucionaria”, “FAL 22 de Agosto”, “Nuevo
Hombre” , “PRT- ERP” , “JTP”, “Alianza Popular Revolucionaria”, “Sindicato
Unico de Empleados del Tabaco”, “Agrupación Docente 29 de Mayo” y otras
tantas, cientos, testimoniaban el cariño y el respeto plural y único hacia
el compañero caído.
Y también el odio de los enemigos del pueblo, sus enemigos. “Sus compañeros
de D.I.P.A” rezaba una corona que, junto a otra del “Ministerio de Defensa”,
fue echada a la calle. DIPA, disuelta por el gobierno de Héctor J. Cámpora,
asumido el 25 de mayo de 1973, fue la sigla de la Direcciòn de Investigaciones
de Partidos Antidemocráticos, sucesora de la Sección Especial de Represión
al Comunismo y engendro de la Secretaría de Informaciones del Estado (SIDE).
Organismo fundamental de la represión política popular, dependiente de la
Policía Federal, participó a través de sus cuadros de la Triple A, cuyas
cabezas visibles fueron el “brujo” José López Rega, ministro de Bienestar
Social, el comisario Villar, antes citado, el comisario Muñoz, hoy procesado,
y los comisarios Morales y Almirón. Este último, cabe destacar, una vez
huido a España antes de la debacle de Isabel Perón, confesó allí su autoría
en cuanto al asesinato de Rodolfo Ortega Peña. Al entierro del “Pelado”
en la Chacarita concurrieron miles, que fueron reprimidos.
Anecdotario
“¿Que hacés? ¿No ves que es
el Pelado Ortega Peña y su esposa”?- inquirió por lo bajo quien esto escribe
a una compañera, cuando en un acto de presentación del Peronismo de Base
universitario, llevado a cabo en la Facultad de Medicina de la Universidad
de Buenos Aires en 1973, hizo abrir a Elena Villagra su cartera para ver
su contenido. Cerca de allí, grupos pero-fascistas habían atacado una asamblea
estudiantil en Ciencias Económicas, y la orden entonces era adoptar las
máximas medidas de seguridad del acto y la protección de los compañeros
que a él asistían. Elena, con una sonrisa complaciente, cumplió con la indicación,
intuyendo que la compañera de seguridad, muy joven todavía, no la había
reconocido. El Pelado esbozó una sonrisa cómplice al autor de esta nota,
que, responsable del área, no supo donde meterse. Sólo esbozó un “disculpe,
compañero”, sonrojado. Y allí se quedó.
Cuando Rodolfo, ya diputado elegido por el Partido Justicialista, se convenció
de que sus pares constituían una caterva de traidores, y ya distanciado
del propio Perón, a quien acusaba de haber traicionado el programa del FREJULI,
puso su solitaria banca al servicio de las bases trabajadoras. Formó entonces
el Bloque de Base, unipersonal, desde donde defendió a capa y espada a todo
trabajador explotado que confrontara con su patronal. Quien esto escribe
recuerda su participación en la defensa de los laburantes de la fábrica
Insud S.A., de La Matanza, cuyas emanaciones de plomo los enfermaban de
saturnismo. En el norte, sur, este y oeste del paìs, el Bloque de Base,
con el “Pelado” al frente, batallaba contra los explotadores y canallas.
Desde “Militancia”, esclarecía mentes y propagandizaba los combates populares.
En el número 29 del 27 de diciembre de 1973, y en la sección Correspondencia
de Lectores, la revista reproducía un manifiesto de la Unión de Oficiales
Argentinos ‘Lautaro’, Departamento de Gendarmería Nacional, fechada el 18
de diciembre. En ella, el grupo de oficiales de Gendarmería expresaba su
descontento por tener que ocuparse de “la custodia de empresas de capitales
extranacionales, medida que se contradice con las pautas de liberación enunciadas
en el gobierno y las afirmaciones efectuadas por el señor Comandante en
Jefe del Ejército, General Raúl Carcagno, y que apoyáramos en su oportunidad…”.
Secciones como el Diccionario de la Entrega, Cárcel del Pueblo, donde iban
a parar los políticos entreguistas; Comunicaciones, donde se transcribían
los comunicados de agrupaciones sindicales, políticas y político-militares;
las críticas al “colonialismo en la prensa”; las “reflexiones para el análisis”,
el inefable “Tendencio”, dibujo que con pocas palabras decía mucho y otras
muchas secciones, entre ellas los Cuadernos de Base, de formación sindical,
constituían esa “Militancia” que, cual manual popular organizativo, discutíamos
con nuestros compañeros en puntos tan distantes como La Salada, Bajo Flores,
Filosofía y Letras o Bariloche.
En el número citado mas arriba, y como homenaje a los compañeros del Peronismo
de Base-Fuerzas Armadas Peronistas Tito Delleroni y su compañera Nélida
Chiche Arana, asesinados en el andén de una estación de ferrocarril por
esbirros del la Triple A, el autor de esta nota dedicó un poema: “Confidencias”,
que firmó como Un compañero del Peronismo de Base. En aquel momento, firmar
algo o aparecer en alguna foto significaba una sentencia segura de muerte.
El “Pelado”, sin embargo, no podía ni quería ocultarse ni usar seudónimos.
Su función era servir al pueblo desde su cargo, su nombre y sus cojones.
Y cayó y nos dejó su semilla. Esa que florece hoy como ayer bajo la misma
consigna de Evita: “Caiga Quien Caiga y Cueste lo que Cueste, Venceremos!,
Pelado. ¡Hasta la Victoria, Siempre!
Orador de lengua filosa, abogado de presos políticos, historiador revisionista
que erizó los pelos de la academia, editor, diputado nacional por el FREJULI
que asumió cuestionando la política del gobierno. Todas esas vidas vivió
Rodolfo Ortega Peña en 38 escasos años, hasta que una banda de la Triple
A lo emboscó en Arenales y Carlos Pellegrini, en pleno centro porteño. Una
doble ráfaga de ametralladora lo fulminó y no tuvo tiempo de manotear la
pistola que llevaba en la sobaquera. Había jurado que moriría peleando,
amparado en una verdad tan poética como relativa: “La muerte no duele.”
Lo mataron por muchas razones. Una de ellas fue por su rol en la Asociación
Gremial de Abogados, que desde 1971 y hasta que Héctor Cámpora llegó al
gobierno, defendió a presos políticos de todos los colores y orientaciones.
La otra: su denuncia de la inclinación a la derecha que comenzaba a tomar
el gobierno de Juan Domingo Perón, muerto un mes antes. En uno de sus últimos
discursos, en el homenaje a un grupo de trotskistas asesinados por la Triple
A, Ortega Peña arremetió: “Señalo al responsable directo de esta política,
que ha abandonado las pautas programáticas, que ha dejado de ser peronista
y que es el general Perón.”
Aquella acusación, pronunciada aún con Perón en la Casa Rosada, no era la
primera definición en ese distanciamiento. Ortega Peña asumió su banca como
diputado nacional con fuertes críticas al gobierno y distanciándose del
bloque legislativo del PJ. Eso fue en marzo de 1974, en reemplazo de los
ocho diputados de la JP Regional, que renunciaron cuando Perón decidió avanzar
con las modificaciones al Código Penal. Hacía tiempo que integraba el Peronismo
de Base, una agrupación con fuerza en Córdoba y otras provincias, que planteaba
la “alternativa independiente” y que había comenzado a cuestionar la figura
de Perón como líder portador de la verdad, el bienestar y la pacificación
nacional.
Ortega Peña, junto a su inseparable amigo Eduardo Luis Duhalde, había llegado
al peronismo desde la izquierda, entendiendo al movimiento como el único
actor político con vocación revolucionaria, y en ese proyecto apostó su
vida hasta perderla.
Con su muerte, la primera que la Triple A se adjudicó para sembrar terror,
el campo revolucionario –peronista y no peronista– entendió que la dimensión
del enfrentamiento iba ya mucho más allá de la cárcel o una golpiza. Si
habían ido por el “Pelado” Ortega, un legislador muy visible con una gran
acumulación de poder simbólico, ya nadie estaba a salvo.
Su velorio reunió a todo el arco político, a pesar de las amenazas y la
feroz represión de la Policía Federal. Duhalde lo despidió sin lágrimas
y reivindicando su condición de revolucionario. El Congreso al que pertenecía
lo homenajeó en los términos acostumbrados. Increíblemente, ningún legislador
reclamó que se investigara el crimen de Estado, ni siquiera que se formara
una comisión investigadora. Nadie se atrevió a pedir lo obvio, pero imposible:
que el asesinato no quedara impune. Nadie supuso que se podía echar luz
sobre la oscuridad que se cernía sobre la Argentina.
* Pablo Waisberg es junto a Felipe Celesia autor de La ley y las armas.
Biografía de Rodolfo Ortega Peña, Aguilar (2007).
BUENOS AIRES, 29 de julio 2007 (DyN) - El 33º aniversario del asesinato
del diputado nacional Rodolfo Ortega Peña se cumplirá el martes próximo
sin que los autores intelectuales del crimen, consumado con el sello de
la Alianza Anticomunista Argentina, se encuentren todavía condenados.
Ortega Peña, quien antes de ser legislador fue historiador, editor de autores
nacionalistas, abogado sindical y de presos políticos, fue acribillado el
31 de julio de 1974, un mes después de la muerte del ex presidente Juan
Domingo Perón.
La causa fue reabierta este año con el pedido de extradición de la ex presidenta
María Estela Martínez de Perón y del ex policía Rodolfo Almirón, y la detención
domiciliaria de Juan Morales -estos dos últimos sospechados de ser los autores
materiales del crimen-.
Un viento de revisión sacudió en 2007 los adormecidos expedientes judiciales
que tenían en la mira a los miembros de la Triple A de José López Rega.
El movimiento judicial ayudó, a su vez, a volver la mirada hacia el asesinato
de Ortega Peña.
El mes pasado, el libro "La ley y las armas", de los periodistas Felipe
Celesia y Pablo Waisberg, ofreció la primera biografía de una personalidad
que entremezcló de forma singular la intelectualidad con la militancia.
Ortega Peña prácticamente inició su vida política en el Partido Comunista
para luego transitar el camino de la "peronización" de la mano del César
Marcos -mítico líder de la Resistencia Peronista-.
La biografía recorre la vida
de Ortega Peña desde su infancia, en la coqueta Escuela Argentina Modelo
y el exclusivo Argentino Tenis Club, hasta su madurez, convertido en uno
de los más claros exponentes del peronismo de izquierda y del revisionismo
histórico. Un camino particular, no exento de contradicciones.
"Se trata de un personaje oculto en la historia argentina, que realizó diversos
aportes como historiador y que tuvo una activa participación en la vida
política argentina, y también expresa a parte de esos jóvenes que rompieron
políticamente con hogares profundamente antiperonistas y se sumaron a los
viejos militantes de la Resistencia", explica Celesia, en diálogo con DyN,
al señalar algunos de los motivos evaluados para abordar el trabajo.
Ortega Peña, junto a su inseparable amigo Eduardo Luis Duhalde (actual secretario
de Derechos Humanos), escribieron "Facundo y la montonera", "Baring Brothers
y la historia política argentina" y "Felipe Vallese: Proceso al sistema",
entre otros libros que fueron muy leídos por los militantes de los 70.
Sobre su tarea legal, Waisberg recuerda que Ortega Peña "participó de un
grupo de letrados, la Asociación Gremial de Abogados, que tomó el desafío
de defender a los presos políticos de la dictadura de Agustín Lanusse y
esa tarea está considerada como uno de los pilares de los actuales abogados
de derechos humanos".
La investigación, que demandó cuatro años, recoge un centenar de entrevistas
que fueron cotejadas con documentación relevada en una decena de colecciones
de diarios e incluye información contenida en los archivos de la SIDE y
la DIPBA (el ex servicio de inteligencia de la Policía bonaerense)
Si bien su asesinato no fue el primero cometido por la Triple A, los autores
entienden que ese crimen, que la fuerza paraestatal se encargó a adjudicarse,
"marcó un cambio de dimensión en la lucha política y un incremento en la
violencia que había comenzado a crecer ya con Perón en el poder".
Esa definición toma en cuenta lo que les relató Duhalde "sobre la existencia
de un 'Plan para la Eliminación del Enemigo' que López Rega le presentó
a Perón" en una reunión reservada en la residencia de Olivos y que los incluía
entre los blancos a eliminar.
Según afirmó Duhalde ante los autores y luego ratificó este año ante el
juez federal Norberto Oyarbide en la reabierta causa sobre la Triple A,
la noticia se las dio el ministro de Justicia, Antonio Benítez, quien además
contó que "Perón hizo silencio" ante la propuesta de su ministro.
"'Tienen luz verde', pensó Duhalde no sin cierto estremecimiento. Se preocupó
más que su amigo, le insistió para que tomara medidas de seguridad, le dijo
que no se expusiera tanto. Pero Ortega Peña no hizo más que lo acostumbrado:
no tomar taxis cuando iba con sus dos hijos, utilizar distintos caminos
para ir de su departamento al Congreso o a la redacción de la revista que
dirigían, no salir sin su arma", relatan los autores, en referencia a las
advertencias.
La amenaza finalmente se corporizó el 31 de julio de 1974, cuando la sangre
del diputado Ortega Peña corrió por la vereda de Carlos Pellegrini, esquina
Arenales.
A punto de llegar a las librerías, "La ley y las armas", el libro de los
periodistas Pablo Waisberg y Felipe Celesia, editado por Aguilar, es la
primera biografía de Rodolfo Ortega Peña, el militante del peronismo revolucionario
asesinado por la Triple A en 1974.
Abogado laboral, escritor, periodista, cofundador y codirector de la revista
Militancia, diputado del monobloque De Base al momento de su asesinato,
había ido evolucionando desde una adhesión acrítica al peronismo -incluso
con un paso por el vandorismo-, propia de muchos antiguos activistas de
la izquierda tradicional, hacia un consecuente compromiso con las experiencias
más clasistas y combativas del propio peronismo, con una fuerte influencia
intelectual en esos espacios.
A manera de adelanto, este es el capìtulo de introducción de "La ley y las
armas".
Aunque uno de los personajes era calvo y el otro melenudo, se integraban
mutuamente por sus edades indefinibles, por sus ropas idénticas y por un
cinismo natural que no carecía de gracia. "Parecen -observé- dos mellizos
engendrados en la propia matriz de la desvergüenza."
LEOPOLDO MARECHAL, Megafón o la guerra
¿Qué pasa, flaca?
Fueron las últimas palabras del diputado Rodolfo Ortega Peña. Helena Villagra,
su compañera, no pudo responder. Una bala le había lastimado el labio superior
y su boca se llenaba de sangre. Habían bajado de un taxi estacionado en
doble fila sobre la calle Carlos Pellegrini, pocos metros después de cruzar
Arenales, en pleno centro. Era una noche templada para ese invierno porteño.
El grupo armado que perpetró el ataque cumplió con el doble propósito de
eliminar a un adversario y anunciar sin ambigüedades que los tiempos habían
cambiado.
Los asesinos acertaron trece
veces en ese hombre sin mucho control de su entorno, que temía cruzar la
calle porque no veía bien. Trece balas habían lacerado mortalmente el cuerpo
de ese provocador de lengua filosa, de ese hijo de la burguesía porteña
que había sido criado para asesorar multinacionales pero que se había convertido
en defensor de presos políticos.
Cuatro balas pegaron en la base
del cráneo, otras cuatro se le incrustaron en el cuello, el resto se repartió
en axila, dedos, tórax, antebrazo. Una de ellas le había rozado el revés
de la mano derecha. Tal vez buscaba la pistola automática que llevaba bajo
el brazo y no llegó a empuñar. Helena Villagra intentó detener su caída,
sin éxito. No pudo evitar que el cuerpo robusto de casi cien kilos, siempre
acalorado, golpeara secamente contra un Citroën estacionado.
En el lugar quedaron veinticinco vainas servidas. En aquellos días se podía
morir de formas horribles en la Argentina, pero "ejecutar" a un diputado
nacional en el corazón de Buenos Aires corría el límite de la confrontación
política. Varios factores habían confluido esa noche para que Ortega Peña
fuese asesinado. Era el 31 de julio de 1974, minutos después de las diez.
A comienzos de ese mes, una multitud había llorado la muerte del presidente
Juan Domingo Perón.
La Triple A estaba desbocada.
Fragmento de "Me matan
si no trabajo..." de Raymundo Gleizer (1974) con una breve
aparición pública del diputado Rodolfo Ortega Peña.
Ver película completa
El documentalista argentino Raimundo Gleyzer fue detenido
y desaparecido en mayo de 1976 por la dictadura militar. Gleyzer
militaba en el Partido Revolucionario de los Trabajadores y
fué visto por última vez junto a el escritor Haroldo Conti,
en el campo de concentración El Vesubio. Gleyzer integra destacadamente
la escuela de documentalistas con alto compromiso social, característico
de los tardíos años sesenta e inicios de los setenta, pero,
a diferencia del gran polo de cineastas vinculados al peronismo
revolucionario, cuyo emergente máximo fué el grupo Cine Liberación,
la obra de Raimundo en el grupo Cine de la base es muy crítica
respecto a la figura de Perón y en particular de la dirigencia
sindical peronista. Gleyzer desarrolla en sus documentales una
mirada vinculada a la tradición de izquierda marxista leninista
clásica. El video presente forma parte del documental "Me matan
si no trabajo y si trabajo me matan" que dirigiera Gleyzer,
donde se muestra la movilización y el reclamo que en el año
1974 realizaran frente al parlamento los obreros de la fábrica
metalúrgica INSUD, peticionando el pago de la quincena y mejoras
en las condiciones de trabajo frente al avance del saturnismo
[contaminación por mercurio, que produce, entre otras consecuencias,
impotencia sexual]. Los trabajadores de INSUD, que en sus consignas
se muestran abandonados por la conducción de la UOM en manos
de Lorenzo Miguel, fueron recibidos por el diputado Rodolfo
Ortega Peña (quién ya había roto con el bloque justicialista
oficial de diputados ) y que poco tiempo después fuera asesinado
por la organización terrorista estatal Triple A.
Esa noche de luna llena, la
Alianza Anticomunista Argentina empezaba a cobrar un cheque en blanco. La
banda de policías retirados y matones a sueldo, adiestrados en el terrorismo
urbano por los sicarios profesionales de la Organización Armada Secreta
de Argelia (OAS), había salido de cacería mayor. Sus víctimas ya no eran
solamente los militantes de base y los delegados de fábrica. Iban por todo
y por todos. No estaban solos, un sector del gobierno nacional los apoyaba.
El Ministerio de Bienestar Social, dirigido por el ex cabo de la Policía
Federal José López Rega, los había cobijado como a hijos dilectos. Fraternales
amistades y comunidad de intereses los unían a las fuerzas de seguridad.
Los jefes de las Fuerzas Armadas los dejaban actuar como parte de su estrategia
golpista.
El asesinato de un diputado nacional marcó un cambio de dimensión en la
lucha política y un incremento en la violencia que había comenzado a crecer
ya con Perón en el poder. Así lo entendió la conducción de la organización
Montoneros, que poco después anunció su pase a la clandestinidad.
"La muerte no duele" era la sentencia que repetía el "Pelado" Ortega Peña
cada vez que alguien le pedía que se cuidara. Lo decía serio, casi solemne,
para después soltar su particular carcajada. Estaba convencido de que la
exposición pública y la lucha política junto a sus compañeros eran ese chaleco
antibalas que siempre rehusó usar.
Ortega Peña y su inseparable amigo, el abogado Eduardo Luis Duhalde, habían
sido advertidos, pero el Pelado ignoró el anuncio. La posibilidad de un
atentado era parte de sus vidas cotidianas. Varias veces les habían volado
las oficinas.
Otras tantas los habían amenazado. Por eso no tomaron demasiado en cuenta
el aviso del ministro de Justicia, Antonio Benítez, sobre un "Plan de Eliminación
del Enemigo" que el lopezrreguismo presentó a Perón y a otros funcionarios
nacionales ese otoño de 1974. La Triple A ya había asesinado al sacerdote
Carlos Mugica, pero no se había adjudicado el atentado. Benítez les habló
con evidente preocupación.
Ortega Peña y Duhalde integraban la lista de ese plan, del que hablaron
López Rega y el flamante jefe de la Policía Federal, Alberto Villar. Perón
había visto sus figuras proyectadas en una pantalla y guardó silencio. "Tienen
luz verde", pensó Duhalde no sin cierto estremecimiento.
Se preocupó más que su amigo, le insistió para que tomara medidas de seguridad,
le dijo que no se expusiera tanto. Pero el Pelado no hizo más que lo acostumbrado:
no tomar taxis cuando iba con sus dos hijos, utilizar distintos caminos
para ir de su departamento al Congreso o a la redacción de la revista que
dirigían, no salir sin su arma. Sólo eso.
Nunca aceptó la custodia que le ofrecieron distintas organizaciones políticas
y que varias veces le recomendó Duhalde.
Ortega Peña prefería concentrarse en su trabajo intelectual o político más
que en diagramas de seguridad o contención. "La muerte no duele", insistía
y enseguida pasaba al comentario de la actualidad o la preparación de su
revista. Primero fue
Militancia Peronista para la Liberación, clausurada por orden del gobierno
en marzo de 1974, y luego De Frente, que retomaba el nombre de la vieja
publicación de John William Cooke. Tenían una gran influencia sobre la militancia.
Sus posturas críticas eran un dolor de cabeza, tanto para el gobierno como
para las distintas organizaciones políticas.
Progresivamente se habían distanciado del tercer mandato de Perón. Una brecha
cada vez más profunda se había abierto tras el "Perón vuelve", que ellos
habían alentado. Su participación en el chárter que trajo al General en
su regreso a la Argentina, en noviembre de 1972, parecía ya parte de una
historia ajena.
Se opusieron tenazmente a la designación de José Ber Gelbard como ministro
de Economía y a gran parte de los miembros del gabinete. Tampoco aceptaron
la "teoría del cerco" con la que muchos intentaron explicar el curso que
tomaba la tercera presidencia de Perón, que -según denunciaron los dos amigos-
era una traición al pueblo argentino y un abandono del programa que éste
había votado. "Yo creo que el peronismo debe aportar hacia la patria socialista
desde el peronismo.
Hay un camino de transición
que debe recorrerse rápidamente. Pero el programa del Frejuli ha sido abandonado.
Acá, ahora, gana (Alejandro) Lanusse o el peronismo", afirmaba Ortega Peña
en marzo de 1974, en declaraciones publicadas por la revista Así. La mención
del ex presidente Lanusse apuntaba a denunciar del gobierno como "continuista"
de la anterior dictadura militar. Hacía sólo unos días que Ortega Peña había
asumido como legislador nacional y ya daba muestras del papel que desempeñaría
en el Congreso.
"Yo no lo necesito, lo necesita el país", le había dicho Perón el 29 de
enero de 1974 al comisario Alberto Villar. Ese día lo había nombrado subjefe
de la Policía Federal. En mayo, lo ascendió a jefe de la fuerza. Villar
conocía a Perón desde los años cincuenta porque había formado parte de su
custodia.
Para la militancia, la notoriedad del comisario Villar venía desde agosto
de 1972, cuando al frente del Cuerpo de Infantería irrumpió con una tanqueta,
perros, gases lacrimógenos y balas de goma en la sede del Partido Justicialista,
en avenida La Plata. Allí estaban velando a tres de los fusilados en la
Base Naval Almirante Zar, de Trelew. Casi dos años después, en el entierro
de Ortega Peña, habría una reedición, corregida y aumentada.
El cuerpo de Ortega Peña fue llevado a la Comisaría 15ª, a dos cuadras del
lugar del atentado. Hasta esa seccional se movilizaron sus amigos Eduardo
Luis Duhalde, el abogado y poeta Vicente Zito Lema y el ex diputado Diego
Muñiz Barreto.
Allí se produjo un duro cruce con el comisario Villar, que entró en la seccional
sonriendo y bromeando con su plana mayor. La cosa no llegó a mayores en
ese momento, por la interposición de Ferdinando Pedrini, presidente del
bloque de diputados del Frejuli. Fue una noche muy larga. Pedrini había
concurrido para ofrecer el Salón Azul del Congreso para velar al diputado
asesinado.
Pero sus amigos no aceptaron despedir en ese ámbito al Pelado, que al jurar
como legislador había reiterado la consigna "La sangre derramada no será
negociada". Duhalde entendió que el gobierno tenía responsabilidad en el
asesinato y prefirió buscar otro sitio.
Debía ser un sindicato. No en vano había sido, como él,abogado laboral y
habían defendido a más de dos mil trabajadores de los más variados gremios
peronistas: desde la Unión Obrera Metalúrgica (UOM) de Augusto Vandor hasta
la Federación Gráfica Bonaerense de Raimundo Ongaro. Fue en la sede de los
gráficos, en Paseo Colón casi Independencia, donde se armó la capilla ardiente.
Obreros, estudiantes universitarios y militantes de las más variadas fuerzas
políticas se reunieron para despedir a Ortega Peña. Había jefes de las organizaciones
armadas, dirigentes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) chileno
y de los Tupamaros uruguayos.
En una habitación de la Federación
Gráfica, a pocos metros del féretro, Duhalde se sentó frente a la máquina
para escribir el discurso de despedida. La ausencia de Rodolfo era palpable.
Golpeaba las teclas pero no sentía los pasos del Pelado a sus espaldas.
Estaba solo. Nadie cruzaba la habitación a zancadas, se encontraba con la
pared y recorría el camino inverso dictando frases, pensando en voz alta.
Duhalde intentaba encontrar las palabras justas que sintetizaran y expresaran
la intensidad de esa vida que acababan de apagar.
A la mañana siguiente, una movilización multisectorial acompañó el cuerpo
hasta el cementerio de la Chacarita. Incluía desde líderes de organizaciones
armadas hasta estudiantes secundarios que habían luchado intensamente para
escuchar rock en las clases de música o para que las chicas pudieran usar
pantalones. El arco ideológico abarcaba desde el ERP y las FAL hasta juveniles
dirigentes radicales como Leopoldo Moreau y Marcelo Stubrin, entre otros
muchos lineamientos. Eran años en los que la política se hacía en el barrio,
en la escuela, en las universidades, en las fábricas y también en el Congreso
y en la Casa de Gobierno. La composición social del cortejo que acompañó
los restos de OrtegaPeña era una expresión propia de la época.
La columna arrancó su marcha por Paseo Colón rumbo a la Casa Rosada. Estaba
encabezada por la bandera que había presidido el improvisado salón velatorio:
"La sangre derramada no será negociada". El cajón iba custodiado por sus
amigos más cercanos. Durante todo el camino los militantes mentaron a las
madres de Isabel, López Rega, Villar y Casildo Herrera, titular de la CGT.
La Policía Federal montó un operativo de proporciones y desplegó una cantidad
desusada de efectivos. Incluyó tanquetas y personal del Cuerpo de Caballería.
Hubo intentos de apoderarse del cajón y dispersar el cortejo. Uno de ellos
se produjo a metros de la Casa de Gobierno. La multitud se cerró sobre el
coche fúnebre y un legislador se atrincheró en el vehículo.
Los policías se dispusieron a reprimir, pero se contuvieron. Muchos manifestantes
creyeron ver que, desde el despacho presidencial, Isabel Perón y López Rega
observaban la escena.
Después de atravesar el centro, los militantes se distribuyeron en subtes,
micros y autos, rumbo a la Chacarita. En el camino, la policía iba deteniendo
los vehículos que cerraban la caravana. Al llegar, eran muchos menos. El
gobierno no quería que el entierro fuera un acto político, pero eso era
imposible. Los manifestantes forcejearon, pecharon y entraron cantando.
La represión se desató sin límite. Una multitud escapaba a los garrotazos
y los gases, mientras policías en moto disparaban escopetazos con balas
de goma. Sobre las tumbas, la tierra copiaba las huellas de los neumáticos.
El gobierno no tardó mucho en intervenir la Federación Gráfica. Durante
la semana siguiente al entierro, los nombres de los 380 detenidos aparecieron
en las listas amenazantes que la Alianza Anticomunista Argentina pegaba
en las paredes de fábricas y facultades. Pocos días después comenzaron a
multiplicarse los secuestros y fusilamientos en descampados. Ya no quedaban
dudas sobre quiénes integraban la Triple A ni sobre los intereses que estaban
detrás de ella.
El asesinato de Ortega Peña
cerró una etapa. Le puso fin al período en el que Rodolfo consideró que
había vivido "de regalo". Esas ráfagas de ametralladora completaron la tarea
que había quedado inconclusa en octubre de 1965. En esa ocasión, Ortega
Peña y Duhalde habían escapado a una inesperada encerrona.
Los dos amigos eran por entonces jóvenes abogados de la UOM. Una noche,
cuando salían de un plenario gremial en la sede de la CGT, conocieron de
cerca lo que años después se convertiría en moneda corriente. Un auto con
hombres armados intentó cortarles el paso. Un volantazo rápido hizo que
el Regis en el que iban Ortega y Duhalde subiera a la vereda e improvisara
un camino de escape. El conductor tensó los músculos de su pierna derecha,
llevó el pedal casi hasta el fondo y el auto salió disparado. Era inevitable
asociar el frustrado ataque con la publicación, el mes anterior, de su primer
libro: "Felipe Vallese: Proceso al sistema".
Reportaje
a Ortega Peña y Duhalde
En su edición número 50 del mes de junio de 1971, la revista
Todo es historia, dirigida por Félix Luna, publicó un dossier
sobre la figura histórica de Bartolomé
Mitre. En él, la historiadora María Sáenz Quesada compiló
las opiniones de sus colegas, inscriptos en las diversas corrientes
de interpretación de nuestro pasado.
Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde aparecían, por entonces,
como una de las producciones más novedosas de la floreciente
historiografía militante. Producción intelectual que complementaba
una infatigable práctica jurídica común en sindicatos y organizaciones
políticas.
— ¿Cuál es el significado de Mitre en el momento histórico de
su actuación?
DUHALDE: —Bartolomé Mitre es el nombre en el cual se concentra
la política británica en el Río de la Plata en su mayor intensidad
colonial. Su significación es la de expresar el uso instrumental
de Buenos Aires contra toda la Nación, al servicio de una mentalidad
y designios exclusivamente europeos. Desde un punto de vista
nacionalista popular, la actuación de Mitre para la constitución
de la Argentina como Nación independiente es nefasta.
— ¿Qué aportes de Mitre al país subsisten en la actualidad?
ORTEGA PEÑA: —Si por "aportes" entendemos las contribuciones
a la dependencia del capital extranjero y una obsecuencia a
la cultura europea, es indudable que Mitre todavía tiene vigencia
en pequeños sectores que viven de espaldas al país. Señalemos
que no pretendemos, como algunos historiadores revisionistas
ortodoxos, ridiculizar a Mitre. Mitre fue algo demasiado serio
como para tomarlo en broma; mandó a la muerte a miles de argentinos
y generó una mentalidad historiográfico-liberal colonial sumamente
potente, en la medida que contaba con todo el apoyo de la oligarquía
local y el Imperio Británico.
— ¿Qué opina de Mitre como historiador?
DUHALDE: —Mitre era un historiador "serio", es decir, conocía
a los historiadores de su época. Pero su "científicidad" estuvo
permanentemente al servicio de una concepción antinacional.
Creó superhéroes, parcializó a argentinos de temple y obscureció
como a salteadores a los caudillos. Sus "sanmartines y belgranos"
son personajes recortados con las tijeras de (Thomas) Carlyle
y litografiados por (Leopoldo) Torre Nilsson. Pero la deshumanización
que alimenta toda la historiografía mitrista tiene raíces más
profundas que las estéticas; propia de la falta de contenido
popular de toda su weltsanschaung (cosmovisión).
— ¿Tuvo Mitre alguna responsabilidad en los orígenes de la guerra
del Paraguay?
ORTEGA PEÑA: —Por supuesto. El asunto —aunque todavía existan
algunos polemistas tardíos— está prácticamente agotado desde
un punto de vista historiográfico. Mitre —y no la Argentina—
fue un instrumento consciente de la destrucción del Paraguay.
De un Paraguay que era —gracias a Rosas y su política de amistad—
considerado parte de nuestra propia tierra, como provincia/nación
hermana. La destrucción del Paraguay se resolvió en el Foreign
Office de Londres, y Mitre y el Brasil actuaron de mandatarios
de esa decisión. Era el último golpe contra el federalismo criollo,
y Mitre tenia plena conciencia de la necesidad de darlo para
que su proyecto occidental y dependiente pudiera seguir adelante.
— ¿Fue positiva o negativa la actuación de Mitre con relación
al interior del país?
DUHALDE: —Quizás hubiera sido importante oír a los propios interesados
en este punto. Preguntarle por ejemplo al Chacho, a los (Ambrosio)
Chumbita, a (Aurelio) Salazar, a Felipe Várela o a esos miles
de campesinos, de condenados de la tierra del noreste argentino
que se levantaron en armas contra Mitre, en respuesta a la política
porteñista que "el círculo de Mitre" llevaba a cabo contra el
interior provinciano. La liquidación del mercado interno era
una necesidad básica para la política porteño- británica. Asimismo
la consolidación de pequeños grupos que se van afirmando como
oligarquías lugareñas, que serán las correas de transmisión
de la política mitrista en el interior Jugarán un papel en la
represión y dominio liberal de las provincias. La negatividad
del ciclo mitrista en el interior se siente todavía hoy, a más
de cien años.
— ¿Merece Mitre la jerarquía que tiene en la nómina de los próceres
argentinos?
ORTEGA PEÑA: —Esa jerarquía y esa nómina le ha sido otorgada
por una historiografía y una Academia que han sido nutridas
permanentemente por la concepción anti nacional del mitrismo.
El revisionismo histórico, entendido como conciencia histórica
colectiva de los argentinos ha ubicado a Mitre en su verdadero
lugar. Pero lo que si es indudable es que los ingleses están
en deuda con Bartolomé Mitre: ellos deberían haberle otorgado
el procerato y jerarquía que los académicos le han brincado
tan apasionadamente.
Fuente: www.contexthistorizar.blogspot.com
El secuestro, la tortura y la
desaparición de Felipe Vallese, delegado metalúrgico y militante de la primera
Juventud Peronista, se habían producido en agosto de 1962. La persecución
a obreros y dirigentes gremiales insumisos no era una novedad, como tampoco
lo eran el secuestro, el uso de la picana eléctrica o los fusilamientos
sumarísimos. Algunas de estas prácticas se remontaban al menos a la Semana
Trágica de 1919 y a la "década infame".
Pero en el "caso Vallese" se anunciaba la metodología de la desaparición
forzada de personas, que a partir de los setenta se generalizaría. La participación
de las policías bonaerense y federal en este caso se combinaba con otros
elementos del "sistema". Como había ocurrido en el pasado y se repetiría
en el futuro, las fuerzas de seguridad no actuaron en soledad. Necesitaron
la colaboración, o al menos la mirada cómplice, de muchos.
El primer libro redactado por Ortega Peña y Duhalde, editado por la UOM,
provocó más ruido que el esperado. La investigación retomaba el trabajo
publicado por el periodista Pedro Leopoldo Barraza en las revistas 18 de
Marzo y Compañero sobre el primer desaparecido peronista. Aunque la UOM
demoró tres años en difundir ampliamente la trama del crimen, el texto generó
un efecto similar al de una bomba de esquirlas:era difícil conocer a ciencia
cierta el número de heridos.
Sobre todo porque no muchos querían mostrar sus laceraciones. De su lectura
y del contexto político se desprendían y se desprenden aún muchas más responsabilidades
que las que señala el libro. Ortega Peña y Duhalde habían ingresado al peronismo
desde la izquierda, con trayectorias disímiles. Por su formación social
e intelectual, Ortega Peña se había opuesto a los primeros gobiernos de
Perón y festejó el golpe de 1955.
Después, militó en el frente cultural del Partido Comunista, hasta su desvinculación
total en 1960. Por su parte, en la universidad, Duhalde se había relacionado
con Palabra Obrera, un grupo trotskista que practicaba el "entrismo" en
las filas del movimiento peronista. Luego, el contacto con César Marcos,
dirigente mítico de la Resistencia, los acercó definitivamente al movimiento
liderado por Perón.
Llegaron a la UOM de la mano del abogado Fernando Torres y dieron asesoramiento
legal durante el Plan de Lucha que libró la CGT en 1964. Esa vinculación
llevaría a que muchos militantes los acusaran de "vandoristas", un mote
que los siguió por mucho tiempo. Sin embargo, en aquellos años, también
colaboraron con Andrés Framini.
Por ejemplo, el duro discurso
que leyó el dirigente gremial de los textiles para condenar la invasión
a Santo Domingo en 1965 había sido escrito por Ortega Peña y Duhalde. Como
otros intelectuales de izquierda, que llegaron al peronismo en busca del
"sujeto social" de la historia y el contacto directo con los trabajadores,habían
ingresado al movimiento como si fuera un todo. Poco a poco fueron notando
las diferencias. En ese proceso entendieron que cabían muchos peronismos
dentro del peronismo. Observaron, como tantos otros, que entre un Vallese
y un Vandor, por ejemplo, había grandes diferencias.
El alejamiento de la UOM se inició cuando Vandor apoyó el golpe del general
Juan Carlos Onganía. A partir de entonces, Ortega Peña y Duhalde se harían
conocidos por la gran difusión de sus trabajos sobre la historia argentina
y su actividad como abogados defensores de presos políticos. En libros como
"Felipe Varela contra el Imperio Británico" y "Baring Brothers y la historia
política argentina", se abocaron a reescribir la historia que habían instalado
los relatores oficiales.
Encontraron otra forma de leer los procesos sociales, las luchas políticas,
los ciclos económicos y los sufrimientos populares. Pusieron el centro en
las masas como sujeto de cambio y escrutaron la historia argentina con una
mirada propia.
Capitalizaron para su trabajo las reuniones con Juan José Hernández Arregui
y José María Rosa. Sintetizaron el materialismo dialéctico de Rodolfo Puiggrós
y Eduardo Astesano con la visión peronista de John William Cooke. Sumaron
a ello la perspectiva antiimperialista de Raúl Scalabrini Ortiz y las conclusiones
nacionalistas de Arturo Jauretche. Rescataron la construcción del ser nacional
de Leopoldo Marechal.
En sus escritos, la resistencia a la "penetración extranjera" y los padecimientos
populares tenían una continuidad en el tiempo que les tocaba vivir. Era
una manera de tender lazos entre las luchas pasadas, las presentes y las
que vendrían.
Paralelamente, su actuación como defensores de presos políticos durante
la llamada "Revolución Argentina" (1966-1973) los iría convirtiendo en referentes
del peronismo revolucionario y de la izquierda. En esa labor, intervinieron
en causas difíciles, como las de acusados por los secuestros del general
Pedro Eugenio Aramburu y el empresario Oberdan Sallustro, e impulsaron la
creación de la Asociación Gremial de Abogados.
Esa intensa actividad no les impedía participar en las disputas públicas.
No dejaron de lado ni las reuniones con otros dirigentes ni la edición de
sus revistas. Tampoco dejaron de dedicar tiempo a sus familias. Eso era
parte de la vida y estaban dispuestos a vivir cada momento como parte de
un todo, como si fuera el último. Todos aquellos que conocieron de cerca
a Rodolfo Ortega Peña le reconocen una fabulosa capacidad de trabajo y una
entrega sin par, junto con una gran vocación de poder y ansias de reconocimiento.
Reconstruir esa vida intensa y llena de matices es la intención de este
libro. No es un homenaje, sino una investigación biográfica sobre un hombre
que, a través de los muchos ámbitos en que actuó y los grandes cambios que
protagonizó, se vincula a buena parte de la vida social, cultural y política
de la Argentina anterior al golpe de 1976. Desde su infancia, en la "década
infame", hasta su asesinato por la Triple A; de los "petiteros" de los cincuenta
a "El extraño de pelo largo"; de la familia católica y antiperonista a la
identificación con el peronismo revolucionario y la vinculación con la izquierda
marxista.
La investigación insumió largas jornadas de búsqueda, lectura y cotejo de
documentos, publicaciones y escritos de todo tipo. Pero quizá la parte más
rica, sin duda la más vital, proviene de los testimonios obtenidos durante
las entrevistas realizadas.
De ellas surgieron datos, líneas de investigación, situaciones clave, puntos
de vista y anécdotas, de otro modo imposibles de saber, a partir de quienes
conocieron a Ortega Peña, compartieran o no su militancia o sus afectos.
Su valioso y generoso aporte hizo posible este trabajo. Salvo cuando se
indica de otro modo en el texto o en nota, son las voces y memorias registradas
en esas entrevistas las que se citan a lo largo de estas páginas.
"Cuento con el apoyo del pueblo. Creo que lo que está solo es el Parlamento,
que hace leyes antipopulares. Yo voy a tratar de hacer proyectos que respondan
a lo que el peronismo quiere y a las necesidades populares. El Consejo [Nacional
Justicialista] piensa que yo no soy peronista mientras que el pueblo me
reconoce como tal. Esto es lo que cuenta", disparó el flamante diputado
Ortega Peña durante un reportaje publicado el 19 de marzo de 1974 en la
revista Así.
Eran sus primeras declaraciones como legislador nacional. Había asumido
tras la renuncia de los ocho hombres de la Juventud Peronista que habían
dejado sus bancas ante la decisión de Perón de avanzar en el endurecimiento
del Código Penal. Su situación no era cómoda en ese otoño de 1974, el último
de su vida.
Había roto con el Frejuli y lideraba el Bloque de Base. Desde esa bancada
unipersonal, era un francotirador sin parapeto y no dejaba de lanzar andanadas
contra el gobierno. Fundamentaba políticamente cada una de sus exposiciones.
Molestaba. Empujaba como un tanque.
"Ortega
Peña sería muy útil en este escenario político"
Los dos periodistas se propusieron un trabajo que llevó cuatro años de investigación:
la minuciosa reconstrucción de una vida breve e intensa, en la que la pasión
política convivió con la abogacía, la filosofía y la tarea de historiador.
Quedó un misterio: el destino final de las cenizas de Ortega Peña.
"El reivindicaba la figura de Perón, pero no para que Perón le dijera que
hiciera cualquier cosa."
Por Silvina Friera
"La muerte no duele" era la sentencia que repetía Rodolfo Ortega Peña, el
Pelado, cada vez que alguien le pedía que se cuidara. Cuentan que lo decía
serio, casi solemne, para después soltar su particular carcajada. Estaba
convencido de que la exposición pública y la lucha política junto a sus
compañeros eran ese chaleco antibalas que siempre se negó a usar. Aunque
el diputado nacional y su inseparable amigo, el abogado Eduardo Luis Duhalde,
habían sido advertidos por el entonces ministro de Salud, Antonio Benítez,
sobre el "Plan de Eliminación del Enemigo" que el lopezreguismo había presentado
a Perón, el Pelado prefería concentrarse en su trabajo intelectual y político
más que en diagramas de seguridad o contención. En el otoño de 1974, su
situación no era cómoda: había roto con el Frejuli y lideraba el Bloque
de Base. Desde esa bancada unipersonal era un francotirador sin parapeto
que no dejaba de lanzar andanadas contra el gobierno, fundamentando políticamente
cada una de sus exposiciones, molestando, empujando como un tanque. La noche
del 31 de julio de 1974, después de haber bajado de un taxi sobre Carlos
Pellegrini, en pleno centro porteño, los asesinos de la Alianza Anticomunista
Argentina acribillaron a ese provocador de lengua filosa de 38 años, hijo
de la burguesía porteña –de familia católica y antiperonista, que festejó
el derrocamiento del "tirano"–, educado para asesorar multinacionales, pero
que se convirtió en abogado de organizaciones sindicales y defensor de presos
políticos, historiador revisionista, militante del peronismo vinculado con
organizaciones armadas, peronistas y no peronista, y que había jurado como
diputado bajo la consigna "La sangre derramada no será negociada".
Hablan
los autores: la "cocina" final del libro
Una pregunta que suele repetirse
desde la aparición del libro es ¿por qué Ortega Peña? En cada
presentación, charla o entrevista la inquietud se reitera ¿qué
los hizo interesarse por él? ¿por qué una biografía de un personaje
que era conocido y ya no lo es? En la pregunta suele subyacer
la respuesta. Para algunos, nos propusimos rescatarlo del olvido,
para otros tuvimos la visión de descubrir un “tapado” en la
historia, para unos pocos es la dialéctica inevitable entre
dos generaciones que vivieron experiencias muy distintas.
Entre los personajes de los 70, pocos quedaban con una historia
para contar. Ortega Peña era uno de ellos pero a diferencia
de la mayoría de los ya biografiados, tenía algo de romántico
e inspirador. No era un psicópata como López Rega, ni un aventurero
como Galimberti, ni un genocida mesiánico como Videla. Era,
por el contrario, un idealista que no le temía al poder y que
había recurrido a la política como herramienta de transformación.
El “Pelado” no desdeñaba el uso de la violencia, verdadera herramienta
de liberación para los países coloniales de la época, pero nunca
fue un “fierrero” o un militarista. Todas las acciones, para
Ortega y su núcleo de compañeros, debían ir en apoyo del proyecto
político.
En el 73, cuando Cámpora asumió el gobierno, Ortega Peña y su
inseparable amigo Duhalde, luego de una larga etapa de lucha
contra las dictaduras, tuvieron la oportunidad de poner en juego
su capacidad como funcionarios. Intentaron ser ministros pero
no les alcanzó. El camporismo les tenía reservado un rol aún
intelectual: la Universidad de Buenos Aires. Recalaron en la
Facultad de Derecho –formadora de las elites argentinas- y desde
allí cargaron de ideología las cátedras que condujeron.
El recuerdo de aquellas clases que, por ejemplo, juzgaban a
personajes históricos con los alumnos divididos en fiscales
y defensores, produce reacciones insospechadas. Federico Pinedo
(nieto del famoso ministro de Economía del mismo nombre que
se batió a duelo con Lisandro de la Torre), hacendado y presidente
del bloque de diputados macristas, reconoció ante los autores
que “disfrutaba” de las ponencias apasionadas y vehementes de
Ortega Peña.
Como todo trabajo de no ficción, el nuestro es infinitamente
perfectible. Nos hubiera gustado contar con el testimonio –central-
de su última mujer, Helena Villagra, pero no fue posible por
las huellas traumáticas que el asesinato dejo en su ánimo. Nuestros
intentos por acceder a sus recuerdos, fueron en vano.
También nos ocurrió que desde la aparición del libro, nos contactaron
muchos lectores que compartieron experiencias con Ortega Peña.
Estamos anhelando poder usar todo ese nuevo material en una
nueva edición. En realidad, nos hubiera gustado contar con todo
ese material antes de que el trabajo llegara a la imprenta,
aunque sabíamos que esa frustración era inexorable: un libro
en circulación es un productor insuperable.
En casi cuatro años de trabajo, Ortega Peña y el objetivo de
contar su vida se transformaron en un lugar común en nuestras
cotidianeidad. A poco de comenzar, ya no fue Ortega Peña, sino
las siglas ROP o simplemente el “Pelado”. Discutimos muchos
aspectos que tenían que ver con él, pero muchos más que tenía
relación con las posturas políticas de los referentes de la
época y el marco cultural de esa Argentina.
Tuvimos mucho miedo, quizás exagerado, de hacer un panegírico
de este hombre de ideales elevados y final trágico. Más que
un homenaje o una oda a su trayectoria, Ortega necesitaba que
lo rescataran de un olvido injusto, que sufrió por su condición
independiente y por los recortes en la memoria que suelen hacer
las sociedades. Con el texto a la vista, nos parece que Ortega
Peña expresó de un modo amplio los sucesos políticos de la época.
Pocos como él participaron tan intensamente en la construcción
de lo público en los 60 y 70.
Nuestros intentos para explicar por qué terminamos escribiendo
una biografía de Ortega Peña son siempre parciales e imperfectos.
Como señalamos en el epílogo, hay razones personales, que podemos
enumerar, y razones colectivas que superan nuestra comprensión
pero que nos empeñamos en analizar para encontrar el sentido
amplio de este libro. Las personales son, si se quiere, mundanas.
En las otras estuvimos cruzados por la historia del país. A
mediados de 2002, la Argentina iba capeando la crisis y nosotros
sufríamos la práctica de un tipo de periodismo político que
nos había agotado. Cuando nos planteamos iniciar esta investigación,
estábamos en un medio de comunicación al mando de malos periodistas.
Nuestro trabajo era manipulado constantemente y puesto al servicio
de intereses cambiantes. Escribir este libro fue una forma de
escapar a esa práctica, por momentos asfixiante y embrutecedora.
Sentimos que este libro podía ser una expresión pura del periodismo
gráfico y también la más libre. Al mismo tiempo implicaba el
reto de poner en acto todo aquello aprendido en las redacciones
de los medios por los que pasamos. El lector juzgará si estuvimos
a la altura de ese desafío.
En La ley y las armas (Aguilar),
los periodistas Felipe Celesia y Pablo Waisberg reconstruyen minuciosamente
la intensidad con la que vivió Ortega Peña, desde la infancia y educación
en la exclusiva Escuela Argentina Modelo (EAM), donde lo consideraban el
"traga", un tipo personalista, competitivo y hasta un poco "alcahuete",
aunque la mayoría reconocía que era "un gran lector, con una cultura superior
a la normal", pasando por su opción por la abogacía y su pasión por la filosofía,
hasta su identificación con el peronismo revolucionario y su vinculación
con la izquierda marxista. El libro, la primera biografía publicada, es
una rigurosa investigación que demandó a los autores cuatro años de trabajo,
más de cien entrevistas realizadas a personas que conocieron a Ortega Peña,
entre las que se destacan sus hijos, Ramiro y Mariana, y su amigo Eduardo
Luis Duhalde, actual secretario de Derechos Humanos de la Nación, y el relevamiento
de distintas fuentes documentales: diarios y revistas, artículos periodísticos
y políticos de la época, y los archivos de la SIDE y la Dipba (el ex servicio
de inteligencia de la Policía Bonaerense). Esta biografía viene a reparar
el olvido –esa forma de derogación de la memoria– que pesa sobre Ortega
Peña a 33 años de su asesinato, sin que los autores intelectuales del crimen
hayan sido aún condenados. La causa judicial sobre los crímenes de la Triple
A fue reabierta el año pasado por el juez federal Norberto Oyarbide con
el pedido de extradición de Rodolfo Almirón, ex jefe de la organización
terrorista de ultraderecha que vive en Torrente, cerca de Valencia (España),
y que fue descubierto por una investigación periodística del diario El Mundo.
En enero de este año el magistrado ordenó también la detención domiciliaria
de Juan Morales, ambos sospechados de ser los autores materiales del crimen
de Ortega Peña.
Lejos del peligro de moldear un busto de bronce, Celesia y Waisberg, que
nacieron en 1973 y 1974, respectivamente, señalan que quisieron relatar
el derrotero de una vida corta y explosiva; profunda y lúdica y, a menudo,
contradictoria y criticable como cualquier existencia puesta bajo la lupa.
"Fue un referente muy importante de los años ’70 que estaba en el olvido",
confirma Celesia en la entrevista con Página/12. "Es un tapado de la historia
argentina, que hizo diversos aportes como historiador y que tuvo una activa
participación política. Además, representa a buena parte de esos jóvenes
que rompieron políticamente con hogares profundamente antiperonistas y que
se sumaron a los viejos militantes de la Resistencia." Waisberg cuenta que
lo primero que le llamó la atención fue la intensidad con la que vivió.
"Se recibió de abogado a los 21, se afilió al PC, después se sumó al peronismo
a través de César Marcos, un histórico de la Resistencia peronista, escribió
doce libros de historia y fundó una editorial, Sudestada, para editar a
autores nacionales", enumera el periodista. "Más allá de los claroscuros
que tiene su vida, como la de cualquier persona, hay cierta coherencia con
su pensamiento más íntimo", agrega Waisberg. "Era un peronista crítico,
que reivindicaba la figura de Perón, pero no para que Perón le dijera que
hiciera cualquier cosa. Cuando empezó su ruptura con el peronismo, Perón
estaba vivo. Uno puede estar de acuerdo o no con su lectura política, pero
eso marca la diferencia con otros dirigentes de la época que no se animaron
a cuestionar a Perón en vida."
Celesia explica que en los ’70
estaba legitimado el asesinato político. "Por supuesto que no lo van a decir
públicamente, pero no creo que se hayan entristecido cuando lo mataron a
Rucci. En ese momento la confrontación hacía que se legitimara moral y políticamente
el asesinato. Ahora el asesinato político no es una práctica habitual, esto
es una gran diferencia entre aquella y esta época", compara el biógrafo.
"Si bien no podemos proyectar qué hubiera pasado con un dirigente como Ortega
Peña, pienso que sería un tipo muy útil en este escenario político. Quizá
en la violencia previa al golpe de 1976 y durante la dictadura, mataron
a una parte sustancial de la clase política, que creo que habría evitado
muchos males en este país, o por lo menos grandes crisis. No sé si mataron
a los mejores, como muchos dicen, pero estoy convencido de que mataron a
muchos muy buenos."
–¿Por qué creen que la figura de Ortega Peña quedó eclipsada, cuando fue
tan representativo en los años ’70?
Pablo Waisberg: –Los jóvenes militantes actuales tienen datos muy sueltos,
y algunos ni siquiera saben quién fue Ortega Peña. El punto de vista que
planteaba Ortega Peña y lo que lo diferenciaba es que con la misma información,
él buscaba una lectura distinta. Y eso era bastante revulsivo. Con la misma
información con la que Montoneros decía que a Perón lo estaban cercando,
él decía que Perón traicionaba el programa del Frejuli.
Felipe Celesia: –Su inorganicidad lo terminó eclipsando. Nunca fue un dirigente
ni un militante orgánico de ninguna de las organizaciones armadas, ni de
un partido político, entonces no fue reivindicado ni homenajeado por ningún
grupo político.
P. W.: –Como no es propio, se lo disputan todas las organizaciones. El PRT-ERP
decía que Ortega Peña era de ellos, el peronismo de base y las FAP también.
Y no era de ninguno, aunque estuvo más cerca del peronismo de base. En uno
de sus últimos libros, Ortega Peña decía que reivindicaba el peronismo de
las bases, y el PB lo veía como uno de sus intelectuales. Pero tanto Ortega
Peña como Duhalde no eran orgánicos. Lo que él hacía era colaborar con todos,
pero no subsumirse a ninguno.
F. C.: –El hubiera logrado otra cobertura en el marco de una organización,
pero estaba muy solo políticamente en el ámbito legislativo. Pero también
consiguió una relevancia y una trascendencia que era difícil de medir para
alguien que era independiente. Cuando asumió como diputado, La Opinión le
dedicó la tapa y Noticias hizo lo mismo. No era un hecho menor que Ortega
Peña obtuviera una banca de diputado.
–Esta independencia era muy atípica para el paradigma de pertenencia de
la época.
F. C.: –El paradigma de la época era que uno borraba su individualidad en
función del proyecto colectivo, se integraba sin cuestionamientos. Y Ortega
Peña no encajaba en este molde. Tanto él como Duhalde fueron muy criticados
por querer figurar y tuvieron que cargar con eso. Hoy serían considerados
muy mediáticos.
–¿Ellos apelaban a los medios de comunicación, sin el prurito de considerarlos
"burgueses" o funcionales al sistema?
P. W.: –Sí, armaban muchas conferencias de prensa.
F. C.: –Y tenían vínculos con
los periodistas que cubrían los temas policiales, hacían comunicados, y
cuando tenían la oportunidad hablaban con la prensa, lo cual era muy novedoso
para la época. Y tuvieron mucha efectividad como abogados, más allá de que
algunos nos dijeron que no eran juristas brillantes. Tenían un gran talento
para diferenciar hasta dónde tenía que ser jurídica o política la defensa
de un preso político. Eran tipos muy audaces que jugaban con todas las herramientas
que tenían a mano.
–¿Creen que si Ortega Peña viviera, integraría el gobierno kirchnerista,
como Duhalde?
P. W.: –No sé, sería hacer una proyección política demasiado compleja.
CLIC PARA AGRANDAR
F. C.: –Me animaría a decir
que su independencia se habría agudizado. Hoy sería un dirigente de izquierda
que mantendría su independencia como valor. Pero si me preguntaran qué hubiera
hecho si Kirchner le ofrecía un ministerio, quizá lo hubiera aceptado porque
no le tenía miedo al poder. Y supongo que en muchos aspectos coincidiría
con la agenda de este gobierno, pero estoy seguro de que no se hubiera encuadrado
con el kirchnerismo.
–¿Es cierto que no se sabe dónde están los restos de Ortega Peña?
P. W.: –Sí. Cinco años después de la muerte de Ortega Peña, su padre, que
no había ido al velorio del hijo porque estaba peleado con él desde fines
de los sesenta, retiró las cenizas del cementerio y las puso en una maceta.
Después el padre se murió y nadie sabe qué pasó con la maceta.
F. C.: –Es una interpretación personal, pero hay un contraste notable entre
esa intensidad con la que vivió y cómo desaparece y se pierde en el fondo
de la historia en una maceta...
El recuerdo de Duhalde
"Buscó colocar su profesión al servicio de la clase obrera y lo hizo de
la manera que en su momento creyó correcta. A través de los sindicatos,
de la clase obrera organizada sindicalmente. Pensaba en aquel entonces que
era posible cambiar la naturaleza de los dirigentes sindicales. Que la burocracia
sindical era una estructura huérfana de ideología y que a través de ella
era posible llegar a los trabajadores en su conjunto. Que no debíamos descolgarnos
y debía darse batalla en el propio campo de la superestructura sindical",
leyó Eduardo Luis Duhalde el 2 de agosto de 1974, en el cementerio de la
Chacarita, durante el sepelio de Rodolfo Ortega Peña. "No tenía una vocación
suicida o destructiva. Por el contrario, era profundamente vital. Amó tanto
la vida que no vaciló en morir para que otros pudieran vivir más dignamente",
agregó Duhalde. "Porque morir por el pueblo es vivir, en esta hora de apretar
los puños y de tristezas, reafirmamos aquel juramento: La sangre derramada
por Ortega no será negociada. Y decimos simplemente, como a él le hubiera
gustado: Ha muerto un revolucionario, ¡viva la revolución!".
Felipe Celesia. Nació en Buenos Aires en 1973. Es periodista de la agencia
de noticias Télam y trabajó en el diario La Capital de Mar del Plata, en
La Prensa y en la agencia Noticias Argentinas. En 1996 ganó el Premio Municipal
de Literatura de Mar del Plata por el ensayo La ciudad enemistada.
Pablo Waisberg. Nació en Buenos Aires en 1974 y es licenciado en Periodismo
por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Lomas
de Zamora. Es periodista de la agencia Noticias Argentinas, trabajó también
en la agencia Télam y desde 2000 es corresponsal de la revista Latinamerica
Press / Noticias Aliadas (Lima, Perú).
La
mirada de los otros
- Guillermo Dameno (arquitecto, compañero de escuela de Ortega Peña): "Era
el tipo más pacífico del curso. Muy callado y disciplinado, jamás me hubiera
imaginado lo que vino después. No tenía inclinación por la política; imposible
pensar que se metiera en líos".
- Arturo Peña Lillo (editor): "A Rodolfo y a Eduardo los leía la juventud
universitaria. Había una gran avidez por todo lo que suponía una revisión
de la historia. Ellos no negaban su filosofía marxista. Hacían gala de ese
marxismo, no sé hasta qué punto estudiado a fondo. Había un gran movimiento
de izquierda marxista pero desde el punto de vista del trotskismo. El otro
sector, que no sé hasta qué punto era marxista, era el Partido Comunista.
Pero ellos renegaban del PC, porque el PC era bien liberal".
- Vicente Zito Lema (poeta y militante): "La gente en la facultad sabía
quién era Rodolfo. Tenía peso propio. Lo conocían por su vozarrón, por su
tamaño, por su andar. Tenía un andar como el de alguien que sabe adónde
va. Caminaba como Cortázar, balanceándose, como si fuera un marinero en
alta mar, que avanza, que es azotado por vientos, pero que uno sabe que
va a llegar".
- Marcelo Stubrin (ex diputado radical): "Era un hinchapelotas profesional.
Pedía la palabra, se metía, molestaba, era un tipo muy activo y de una inteligencia
única".
- Eduardo Paredes (cronista parlamentario del diario La Opinión): "Era muy
irónico y no se repetía nunca. Cuando tomaba la palabra, sus fundamentos
eran políticos, no técnicos. Tenía un gran coraje para meterse en aquella
cámara con un treinta por ciento de diputados de extracción sindical".
(En La ley y las armas, Aguilar)
Página/12, 11/08/07
Diario Noticias, 2 de agosto 1974. Clic para
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Hace 30 años, el senador radical Hipólito Solari Yrigoyen sobrevivía al
primer atentado cometido por la siniestra organización de ultraderecha creada
por José López Rega.
Hipólito Solari Yrigoyen, que entre 1973 y 1995 sumó doce años como senador
nacional por Chubut, es un hombre de hábitos estables. Vive en Puerto Madryn
en la misma casa que se construyó en los sesenta, usa cuando viene a Buenos
Aires su departamento de siempre, sobre la avenida Santa Fe, y hasta conserva
la misma cochera de hace treinta años, a sólo una cuadra, en el garage de
Marcelo T. de Alvear 1276. Que conserve la cochera y allí estacione su auto
actual -un Renault 9 sedentario- es una curiosidad. Pero que viva, que este
radical de mucho más coraje y cicatrices que rencores viva, es ya un dato
histórico. Una excepción. Acaso un milagro.
En esa cochera, hace treinta años, voló por los aires apenas encendió el
motor de su Renault 6, donde lo esperaba una bomba destinada a matarlo.
Aunque el objetivo no se cumplió, el atentado figura con relieve en todos
los libros dedicados a los años de plomo -y seguramente en los textos de
historia que vendrán- porque así debutó, ese 21 de noviembre de 1973, la
Alianza Anticomunista Argentina, conocida como Triple A.
Se acaban de cumplir, pues, tres décadas del bautismo de fuego de la mayor
banda de ultraderecha jamás conocida, autora de 600 o 700 asesinatos, que
fermentó en el gobierno peronista 1973-76 y sirvió de piedra basal al terrorismo
de Estado.
Cofundador del Movimiento de Renovación y Cambio de la UCR, Solari Yrigoyen,
de perfil progresista, no ejercía como abogado pero asesoraba a los gremialistas
combativos Agustín Tosco y Raimundo Ongaro y había contribuido a salvar
a militantes chilenos de la flamante represión pinochetista. Hoy, a los
69 años, acepta recordar ese miércoles y el garage ensangrentado siempre
que no sea por él, por su caso personal, dice, sino para no olvidar lo que
la Triple A le causó al país.
Ortega
Peña sin barba.
A él, imposible soslayarlo,
le causó otros contratiempos. Cuando ya había dejado la silla de ruedas
y volvía a caminar -con muletas-, después de infinitas semanas de internación
y seis operaciones de las piernas, en 1975 volvió a volar por los aires
(en sentido más literal aún: chocó contra el techo del dormitorio) cuando
la Triple A le colocó otras dos potentes bombas sincronizadas en Puerto
Madryn, una de las cuales no estalló; eso evitó que la casa se le cayera
encima. Más tarde, ya bajo el Proceso, la represión ilegal que había fagocitado
a la Triple A probó sobre Solari Yrigoyen todo su instrumental: el senador
fue secuestrado, estuvo desaparecido, fue torturado, lo "blanquearon" (fue
puesto a disposición del Poder Ejecutivo) y, tras un año de cárcel, la Junta
Militar lo expulsó del país. El senador norteamericano Edward Kennedy, que
lo homenajearía en Washington al comienzo del exilio, estuvo entre los primeros
en comprender que Solari Yrigoyen resumía sobre su cuerpo el drama de la
Argentina trágica.
La voladura del auto ocurrió
horas después de una sesión del Senado en la cual este político de hablar
articulado, con una exposición de cuatro horas, había sido la figura central.
Se trataba en el recinto la ley de Asociaciones Profesionales (por algún
motivo, también la legislación laboral marcó las aguas políticas en los
años ochenta y fue la chispa del escándalo de las coimas en el Senado en
los noventa). Sostenía que aquella ley consolidaba una "oligarquía sindical".
Enseguida, Lorenzo Miguel, uno de los hombres más fuertes del sindicalismo
dominante, paradigma del burócrata sindical según las iracundas organizaciones
de la llamada izquierda peronista, calificó públicamente a Solari Yrigoyen
como "enemigo público número uno".
La prensa de la época no tardó en conectar esta declaración con el atentado
y Miguel tampoco tardó en apersonarse en el Instituto del Diagnóstico para
gesticular una condena, pero Solari Yrigoyen no la escuchó de sus labios
porque a esa hora luchaba para evitar que le amputaran la pierna izquierda.
En cambio, el sobreviviente sí pudo oír apenas a la vicepresidenta Isabel
Perón. La había enviado el presidente Juan Domingo Perón, quien el mismo
día de la bomba caía en cama, no con una ligera indisposición, ahora se
sabe, sino con una grave crisis que al año siguiente derivaría en su muerte.
Recuerda Solari Yrigoyen: "No sé si Isabel entendía lo que estaba pasando;
me dijo: "¡No sé qué pretende esta gente!, ¿una Cuba, un Chile?". Me hablaba
como si el atentado lo hubiese cometido la izquierda". Un día antes del
ataque el senador había recibido un sobre que decía AAA. "Ya no me acuerdo
si lo traducían como Alianza Anticomunista Argentina o Alianza Antiimperialista
Argentina (duda comprensible: ambos nombres se alternaron), pero yo sólo
estuve en condiciones de contar la existencia de la amenaza días después.
Cuando la conté, se conoció la Triple A". Los sobres con amenazas y las
listas de condenados a muerte por la Triple A se harían desde entonces una
costumbre que, a partir de marzo de 1976, la represión militar abandonaría:
sobraba el miedo, se fingiría orden, ya no habría advertencias personales.
Pero durante el gobierno justicialista muchas personas salvaron su vida
al saberse enfocadas por el terrorismo de ultraderecha, como el diputado
Héctor Sandler, que se escondió en el Congreso, o los actores Héctor Alterio,
Luis Brandoni y Norman Briski y la cantante Nacha Guevara, quienes se fueron
del país cuando se difundió que la Triple A los consideraba enemigos. No
era necesario tener ideas radicalizadas para estar en las listas. Como el
macartismo norteamericano, la Triple A veía comunistas, "zurdos" o "infiltrados"
por todas partes. Las figuras públicas potenciaban el efecto.
Lo
más notable de la condena oficial al atentado sufrido por Solari Yrigoyen
es que a Isabel la había acompañado al sanatorio -aunque no habló con el
paciente- el ministro de Bienestar Social, José López Rega. Es decir, el
creador de la Triple A.
El obsecuente López Rega, ex cantante, astrólogo, sirviente, secretario
privado del general, sargento de la Policía Federal autoascendido a comisario
y ministro entronizado por Perón en el elenco del efímero Héctor Cámpora
para permanecer incólume en el gabinete mientras los presidentes cambiaban
(fue el único que duró con Lastiri, Perón e Isabel, hasta caer por presión
sindical a mediados de 1975), iba entonces camino a convertirse en el hombre
fuerte del gobierno justicialista. Esotérico Rasputín, temerario emergente
de un gobierno que prometía la Argentina Potencia mientras la espiral de
violencia de origen peronista, marxista y paraestatal cobraba cientos de
muertos y el descontrol económico crecía, López Rega estaba ensayando el
principio rector del golpe militar posterior. "La subversión y el terror
de derecha no son lo mismo -diría en 1976 el contralmirante César Guzzetti,
canciller de Videla-. Cuando el cuerpo social del país ha sido contaminado
por una enfermedad que le devora las entrañas, forma anticuerpos y esos
anticuerpos no pueden considerarse del mismo modo que los microbios".
Una parte de la Triple A funcionaba en el propio Ministerio de Bienestar
Social, sobre la Plaza de Mayo. Allí se descubrió el 19 de julio de 1975,
cuando el Cuerpo de Granaderos desarmó la guardia del Brujo, un verdadero
arsenal de guerra: escopetas Itaka, fusiles Hight S, ametralladoras Ingram,
revólveres Magnum, granadas, silenciadores y munición de grueso calibre,
nada demasiado vinculado con el bienestar social, desmesurado, en el mejor
de los casos, para asistir a la custodia personal del ministro, como argumentaban
sus escasos defensores. La Triple A se completaba con policías retirados
y en actividad, como el comisario Alberto Villar (designado jefe de la Policía
Federal por Perón, luego asesinado por los Montoneros), militares (se cree
que entre ellos estaba el capitán Mohamed Alí Seineldín), matones sindicales,
extrema derecha peronista y delincuentes, como Aníbal Gordon. La impunidad
era ilimitada. Confirma hoy Solari Yrigoyen que a nadie le interesó investigar
su atentado. Tampoco hubo voluntad política de esclarecer las amenazas ni
las bombas colocadas en locales partidarios, una acción modesta al lado
de las mutilaciones de algunas de las víctimas cuyos cadáveres -otra diferencia
con el Proceso- aparecían luego y esparcían el espanto. Aunque sin una configuración
orgánica definida, la Triple A giraba en torno a las revistas Cabildo, abiertamente
nazi, y El Caudillo, financiada por Lorenzo Miguel.
La reciente desclasificación de documentos de aquella época pertenecientes
al Departamento de Estado norteamericano permitió confirmar que la embajada
de Estados Unidos en Buenos Aires conocía entonces el concurso gubernamental
en la Triple A, aunque reconocía que era difícil de probar. Uno de los muchos
informes secretos en inglés dice que algunos atentados se hacían "por cuenta
propia" mientras que otros estaban "dirigidos oficialmente". No todos llevaban
el sello de la Triple A. Según la Conadep, está acreditado que la Triple
A cometió 19 homicidios en 1973, 50 en 1974 y 359 en 1975.
Sí supo todo el país en su momento que la Triple A había asesinado a Silvio
Frondizi, hermano del presidente, a Rodolfo Ortega Peña, abogado de guerrilleros
y socio del actual secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde,
o, entre muchos más, a jefes policiales legalistas como
Julio Troxler y Rubén Fortuny. No tuvieron la
suerte de Jorge Taiana, médico y ministro de Perón, a quien alguien le avisó
que la Triple A planeaba matarlo y se puso a resguardo. Ese alguien era
Antonio Benítez, otro ministro, el de Justicia.
De triste recuerdo, los crímenes de la Triple A tampoco fueron demasiado
removidos cuando renació la democracia. A casi nadie le pareció indicado
revisar responsabilidades penales engarzadas con responsabilidades políticas
nunca bien aclaradas.
[Publicado en El Combatiente 129, órgano de difusión del PRT-ERP, el 7 de agosto
de 1974]
"Las bandas asesinas dirigidas desde el "Ministerio del Pueblo" que comanda
el Secretario Privado de la Presidente de la República, se ha cobrado una
nueva víctima de las filas del Pueblo. El Dr. Ortega Peña consecuente defensor
de los intereses populares, diputado del Parlamento Nacional, fue fríamente
acribillado y herido de muerte en pleno centro de Buenos Aires, en otro
de los tantos crímenes que cometen las organizaciones parapoliciales y que
en este momento, intensifican su accionar represivo, apañados por el gobierno
nacional, y en especial por el ala lopezreguista que va cobrando fuerza
en el gobierno y se lanza decidida al ataque contra el pueblo.
El Dr. Ortega Peña en ejercicio de sus funciones como diputado supo aprovechar
revolucionariamente el Parlamento, denunciando en reiteradas oportunidades
las maniobras reaccionarias de la burguesía y dirigiendo su actividad como
parlamentario fuera del propio recinto de la Cámara, hacia las amplias masas
obreras y populares, llevando su solidaridad a los conflictos obreros, denunciando
en el recinto parlamentario los crímenes cometidos contra la clase obrera
y el pueblo y exigiendo su esclarecimiento.
Ortega Peña fue un elemento de vanguardia en la formación y surgimiento
del peronismo revolucionario, como corriente que rescataba todo lo sano
y combativo del peronismo, frente a la aversión oficial, burguesa y burocrática
del movimiento de Perón. Desde esta posición de peronista revolucionario,
levantó y defendió la bandera de la Patria Socialista y bregó con firmeza
por la unidad de acción con la izquierda revolucionaria no peronista, concretándola
prácticamente con su participación en el Frente Antimperialista y por el
Socialismo (FAS).
En
1971, denunció el secuestro y muerte de Maestre por los parapoliciales,
así como otras denuncias sobre la acción represiva y reaccionaria de la
dictadura; luego de la asunción del gobierno peronista, prosiguió denunciando
enérgicamente la actividad antipopular de las bandas armadas del fascismo.
Hoy, esos mismos grupos, acompañados directamente por el gobierno, fueron
sus asesinos, porque para ellos que se cansan de hablar de "paz social"
y repudian la violencia, la paz social significa que los oprimidos dejen
que sus opresores los exploten sin protestar; llaman violencia a la defensa
de los intereses obreros y no a la que ejercen diariamente los explotadores
contra el pueblo, o contra quienes defienden sus intereses, como el caso
del Dr. Rodolfo Ortega Peña.
Sus restos fueron velados en la Federación Gráfica Bonaerense, cubierto
con la bandera argentina y rodeados por las insignias y el homenaje de las
organizaciones armadas del pueblo y de los partidos populares y revolucionarios.
Pero la misma barbarie criminal que impulsó las manos asesinas que terminaron
con la vida de Ortega Peña, también intentó empañar el homenaje que el pueblo
quiso brindarle en el acto de su sepultura. Así la Policía Federal, bajo
las órdenes del tristemente célebre comisario Villar, reprimió salvajemente
al cortejo que acompañaba sus restos.
Casi cuatrocientas personas fueron detenidas bajo las más caprichosas acusaciones,
cuyo único fundamento se encuentra en el irracional odio, que caracterizaba
Villar contra todo lo que sea popular, como así también a sus siniestros
federales y a quienes lo acompañan desde el gobierno.
Nuestro Partido reconoce en el Dr. Ortega Peña a un consecuente luchador
popular contra los intereses reaccionarios y proimperialistas de la burguesía
gobernante, y rinde homenaje a su memoria comprometiendo sus esfuerzos en
derrotar definitivamente este régimen lacayo, asesino y mercenario, hasta
la erradicación definitiva de la explotación en nuestro país, hasta el triunfo
de la revolución social, y la implantación de la Patria Socialista por la
cual cayó el compañero Ortega Peña."
(Helena Villagra, segunda
mujer de Ortega Peña, herida en el atentado, ante la represión desatada en la
marcha hacia el cementerio, discutió con el comisario en el ingreso a Chacarita)
Hace treinta años, la Triple A asesinaba
en pleno centro al diputado Rodolfo Ortega Peña, expresión del peronismo
revolucionario. Comenzaba así la larga lista de crímenes que llevaría al
golpe.
Por Luis Bruschtein
La imagen de la fotografía es siempre la de un hombre con la inteligencia
despierta, una inteligencia cazadora, acechante de nuevas realidades y situaciones,
para absorberlas, digerirlas y domarlas con una respuesta que le diera la
capacidad de transformarlas. La calva reluciente y prematura, los anteojos
de armazón gruesa y una barba candado, saco y corbata de abogado y a veces
un cigarrillo que le quema los dedos. Es la imagen de Rodolfo Ortega Peña,
sus últimas fotografías, abogado, diputado, 38 años. Hace 30 años, la Triple
A del ministro José López Rega lo fusiló con ocho balazos en la cabeza,
uno en el brazo y varios más en el cuerpo.
Para muchos será injustamente recordado por esa imagen que quedó en los
archivos y por haber sido la primera víctima de la Alianza Anticomunista
Argentina (AAA) que comenzaba a operar abiertamente un mes después de la
muerte de Perón. La ráfaga de ametralladora que lo abatió en Carlos Pellegrini
y Arenales, a las cuatro de la tarde del 31 de julio de 1974, imponía su
propia lógica también para el recuerdo. Y abría la puerta a la espiral de
crímenes y atentados que empujaba indefectiblemente hacia el golpe militar
del 24 de marzo de 1976.
Injustamente para el recuerdo porque esa forma de morir no estaba en su
elección de vida, aunque todas sus elecciones en esa época podían llevar
a ese final. Ortega Peña, el diputado del bloque unipersonal De Base, había
sido amenazado varias veces, estaba en una lista que había hecho pública
la Triple A, que a partir de ese primer asesinato se fue cumpliendo inexorablemente.
La muerte de Perón había desequilibrado el juego político, había creado
un vacío que sería ocupado ahora por una atropellada de los peores grupos
enquistados en el esquema de poder que dejaba. Y para los que Ortega Peña
era un blanco estratégico, por eso lo eligieron para empezar la lista.
Sin integrar en forma orgánica ninguna de las organizaciones armadas o no
del peronismo revolucionario e incluso de la izquierda, Ortega Peña era
respetado por todas. En muchos casos, había sido defensor de algunos de
sus dirigentes, con todas había polemizado, había planteado acuerdos y diferencias
en un momento en el que esa actitud despertaba la irritación de organizaciones
más acostumbradas a que el compromiso ideológico tuviera su correlato en
una adscripción vertical y menos discutidora.
Persecución de abogados defensores de
presos políticos: un clásico de todas las dictaduras. Revista Nuevo
Hombre, 6 de octubre de 1971.
La
historia de su vida es coherente con esa imagen que quedó en los archivos,
el hombre de mirada lúcida que reflejaba una inteligencia innovadora con
la capacidad de ver más allá de los discursos instalados incluso en la izquierda.
En los años ‘60 había sido asesor legal de los sindicatos más poderosos,
entre ellos la UOM, había hecho una reivindicación de los caudillos montoneros
en la historia y en 1964 había publicado Felipe Vallese, proceso al sistema,
una durísima denuncia por el asesinato del militante peronista a manos de
la policía.
No era un bagaje tradicional para el pensamiento de una izquierda que más
bien era refractaria al peronismo y al revisionismo histórico en los que,
así combinados, creía ver reflejos amenazantes de fascismo. Una época en
la que esa visión de la izquierda determinaba que los primeros grupos del
peronismo revolucionario encontraran más afinidad con las corrientes nacionalistas.
Sin embargo, la nueva visión del peronismo y de la historia serían vertientes
importantes del pensamiento de la nueva izquierda que crecería desde el
‘66 en adelante y en especial durante los años ‘70.
El actual secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde, que fue
socio profesional y amigo de Ortega Peña lo recuerda en sus épocas de estudiante:
"Recibido de abogado a los 20 años, haciendo al mismo tiempo la carrera
de filosofía, estudiando luego ciencias económicas; polemizando con Julián
Marías sobre la ontología de Unamuno; con Carlos Cossio sobre la teoría
ontológica del derecho, con Tulio Halperín Donghi sobre la significación
del Facundo; con Marechal y Sabato sobre la estructura de la novela; con
Córdova Iturburu sobre las pinturas rupestres de Cerro Colorado, pocos casos
debe haber en nuestro país de un intelectual con tanta capacidad y actividad
interdisciplinaria. Al mismo tiempo con tan poco interés en dedicar su vida
prioritariamente a cualquiera de esas disciplinas, pese a haber sido hasta
el fin un ávido y obsesivo lector de todas ellas, en castellano, inglés,
francés, alemán, italiano, portugués, latín y griego".
Todos los trabajos periodísticos y ensayos llevan la firma de los dos socios,
desde prólogos a escritos de John William Cooke, hasta Facundo y la Montonera
o La Baring Brothers y la historia política argentina donde denunciaban
a Bernardino Rivadavia, el primer presidente, icono de la historiografía
liberal. Duhalde lo ha definido como "peronista visceral y gramsciano convencido"
en una mezcla que bajo la apariencia de complejidad esconde la verdadera
sencillez frente a la dificultad que tienen los dogmas para adaptarse a
una realidad concreta.
Es probable que esa decisión de poner la inteligencia al servicio de un
proceso de transformación de la realidad, y no al revés, donde los dogmas
se esfuerzan por adaptar la realidad a sus vericuetos y terminan siendo
puros pero inofensivos, haya sido uno de sus aportes más importantes y el
que lo trasciende con más fuerza. En una situación como la actual de profundos
cambios en el mundo y en el país, que ponen a prueba los esquemas tradicionales,
esa actitud de Ortega Peña aparece como exigencia y como ejemplo vigente.
Con la llegada de la dictadura tras el golpe de 1966, Ortega Peña se convirtió
en un activo defensor de presos políticos, colaboró en la organización de
las comisiones de familiares de presos y denunció las violaciones a los
derechos humanos poniendo en riesgo su propia vida. Desde el punto de vista
profesional ensayó todos los caminos de una práctica social de la abogacía.
Abrió punta en temas que comenzaban a tomar relevancia como la defensa de
los derechos humanos y entendió con gran agudeza la proyección política
del escenario jurídico. Y al mismo tiempo intervenía en la polémica y la
discusión política a través de sus escritos periodísticos y finalmente en
las páginas de la revista Militancia que dirigía.
Al asumir como diputado nacional juró con la consigna de las organizaciones
revolucionarias: "La sangre derramada jamás será negociada" y se separó
del bloque justicialista para conformar un bloque unipersonal. Tras la muerte
de Perón y el recrudecimiento de las amenazas, un grupo de amigos le planteó
la posibilidad de que renunciara y viajara al exterior. Ortega Peña se negó
y rechazó también que le pusieran custodia. El 31 de julio, cuando descendía
de un taxi, tras almorzar con su mujer, Helena Villagra, tres hombres que
lo seguían en un Fairlane verde lo acribillaron a balazos. Fue velado en
la Federación Gráfica Bonaerense y miles de personas acompañaron el féretro
hasta la Chacarita, donde fueron reprimidos por la policía. El crimen había
sido certero, la democracia se achicaba, el Parlamento no tenía espacio
para la voz de Ortega Peña.
El 12 de febrero de 1976. en
la cárcel de Villa Devoto, un detenido de nombre Salvador Horacio Paino,
de 50 años. declaró ante la Comisión Investigadora de la Cámara de Diputados.
Sus palabras abrieron de golpe el telón sobre el caso de la organización
terrorista Triple A que hasta entonces, a pesar de ser un secreto a voces,
era un enigma.
Dijo entonces Paino:
"La organización de la Triple A me la encomendó a mí el señor Jorge Conti,
asesor de prensa del Ministerio de Bienestar Social. La Triple A la manejaba
el ministro José López Rega, pero su responsabilidad es relativa. También
la manejaban sus asesores y sus enlaces. El día 3 de marzo de 1974, el señor
Conti me entregó un cheque de dos millones de pesos contra Banco Nación,
sucursal Bartolomé Mitre y Callao -el cheque era de Sucesos Argentinos-,
y me dijo que cobrara ese dinero y que lo guardara- porque tenía que organizar
un grupo para una operación comando. El 20 del mismo mes me entregó otro
cheque, de tres millones, de Honegger y Compañía, la imprenta que editaba
la revista Las Bases. El cheque era contra Banco Shaw, sucursal Congreso.
El señor Conti me dijo que ese cheque era para pagarle a un grupo armado
que tenía que matar al diputado Rodolfo Ortega Peña y al abogado Antonio
Tomás Hernandez, vicepresidente de la empresa Dicon (Canal 11). Me negué
terminantemente, tuve un fuerte cambio de palabras con el señor Conti y
decidí alejarme del ministerio. Yo había entrado en el ministerio citado
por el señor Carlos Alejandro Villone, que me mandó un telegrama v me presentó
al señor Conti y a otros colaboradores. Mis funciones iban a ser de prensa
v administración. Cuando me hablaron de organizar un "cuerpo de seguridad
dinámica" me lo explicaron como si se tratara de un grupo de seguridad para
defender el ministerio de ataques terroristas. Pero cuando ocurrieron cosas
como el incendio del diario Clarín, hablé con el señor Conti y le dije que
estaba totalmente en desacuerdo con esos
métodos y que no me iba a prestar
a organizar un grupo extremista. El señor Conti me dijo que si no cumplía
la orden que me había dado me vería en dificultades. Dos o tres días después,
a eso de las dos de la madrugada, sonó el portero eléctrico de mi departamento
(Tres Arroyos 874. Capital). Atendí. Alguien dijo: "Paino, traemos una orden
urgente de Morales y de Conti". Tengo experiencia en estas cosas. Bajé por
la escalera. Cuando prendí la luz, desde afuera dispararon dos veces, al
parecer con Itaka. Rompieron los vidrios y perforaron el ascensor. A la
mañana fui a la casa del señor Conti (Las Heras 1619, sexto "D". Capital).
Me dijo textualmente: "Mira. Painito. Lo de anoche fue un aviso, nomás.
La próxima va en serio. Vos sabes lo que tenés que hacer". Me dijo también
que él actuaba en nombre del ministro López Rega. Las armas que usaba la
Triple A las traían de la ciudad de Pedro Juan Caballero, en el Paraguay.
Los dólares con que se pagaban las armas (ametralladoras Stein) me los daba
el director de Administración del ministerio, señor Rodolfo Roballos, aunque
creo que él no sabía para qué era el dinero. Las armas se compraban por
medio de un miembro de la custodia, un ex policía de apellido Coquibu, y
de un señor Roberto Viglino, que trabajaba en la oficina de prensa de Bienestar
Social. Más tarde los paraguayos las entraban de contrabando y había que
ir a buscarlas a una casa de la avenida Figueroa Alcorta donde vivía un
señor paraguayo que era representante de la firma que las vendía, íbamos
a buscarlas con los vehículos de Bienestar Social y las depositábamos en
el tercer subsuelo del ministerio. Todo esto se hizo antes del 20 de marzo,
fecha en qué para mí empezaron a actuar las tres A. Cuando me negué a cumplir
esa misión, que según el señor Conti había sido ordenada por López Rega,
viajé a Mar del Plata. Al volver me detuvo la custodia de López Rega en
la calle Chacabuco 145. Me sucedió en el cargo el señor Juan Carlos Rousselot.
Este señor estaba muy interesado en lograr un puesto en Bienestar Social.
En los últimos días de febrero de 1974 el señor Conti nos dijo que sería
muy buen negocio conseguir el paquete accionario de una radio de Zarate
(Radio Nuclear) porque él conocía muy bien el medio y se podía hacer de
ella una radio cabecera de zona. Yo me desentendí: de radios no entiendo
nada. El señor Conti me dijo que si todo resultaba no se iba a olvidar de
mí y que iba a hablar con el señor Rousselot. El señor Rousselot se había
ido al Chaco a dirigir un diario pero las cosas no le iban bien y trataba
de conseguir un crédito de Bienestar Social. Tengo un testigo de que el
señor Conti me ordenó organizar la Triple A. El 23 de marzo me encontré
con el doctor Lozada, hermano del que fue juez, v le dije que estaba desesperado
por lo que me ordenaban, que me iba a enloquecer. Hablé con él en la Municipalidad,
donde este doctor era asesor jurídico. No sé si el doctor Lozada querrá
hacer alguna declaración, porque yo me manejaba directamente con el señor
Conti, con el señor Carlos Villone, con el señor Julio Yessi y con don Felipe
Romero, el director de la revista El Caudillo, que tenía a su cargo uno
de los grupos de la Triple A. La revista El Caudillo se pagaba con fondos
de Bienestar Social. El señor Conti manejaba la caja chica: unos quinientos
mil pesos del año 1973 se destinaban todos los meses a la revista El Caudillo.
Todo esto está documentado en el ministerio. Pero cuando pidan las facturas
van a descubrir que son de cosas que no existen.
Pero el señor Conti no sólo manejó la Triple A. Le hizo firmar al ministro
López Rega una disposición: toda la publicidad del ministerio a los diarios
(avisos oficiales) debía salir de nuestra oficina. El señor Conti, junto
con el señor Suárez Asín y el señor Tejera, de la agencia Télam, decidían
las páginas, los minutos de filmación, las pautas, todo. Cualquier negociado
que haya en Télam tiene como responsables al señor Conti y al señor Suárez
Asín. Esto es todo lo que sé. El organigrama de la Triple A está a disposición
de ustedes en el juzgado del doctor Teófilo Lafuente, y también las carpetas
con los cargos que cada uno ocupaba en la Triple A, que fueron escritos
directamente de puño y letra por el ministro López Rega".
La derecha peronista. Buenos muchachos
Pocos días después de estas declaraciones. Jorge Conti habló también ante
la Comisión Investigadora de la Cámara de Diputados. Dijo entonces Conti:
"A Paino lo conocí internado en el Borda. Me habían dicho que él sabía adonde
estaba enterrado el cadáver de Felipe Vallese y pensé que con ese tema podía
hacer una buena nota periodística. Después de mucho tiempo apareció en el
ministerio. Lo habían soltado el 25 de mayo, después del decreto de amnistía,
y necesitaba trabajo. Empezó a trabajar en la administración de personal.
Controlaba la entrada y salida de los empleados, autorizaba los gastos de
la caja chica, repartía las credenciales y además me pagaba las cuotas del
coche y de la sastrería. Era muy servicial. Pero al poco tiempo hubo problemas
con él y me di cuenta de que no estaba en su sano juicio. Primero dijo que
dos hombres lo habían seguido y que trataron de matarlo. Después, que alguien
fue a llevarle un mensaje a su casa y le disparó con Itaka. Más adelante
le pidió un préstamo al imprentero de la revista Las Bases, trató de sacarle
una comisión a Sucesos Argentinos y trató de cometer una estafa con unas
órdenes de compra en las que puso el sello de Roballos. Se encerraba largas
horas en su oficina y se reía a carcajadas. Obligaba a su secretaria a comprarle
anfetaminas. Le compró joyas a un chofer del ministerio y nunca le pagó.
Paino me odia porque yo lo mandé preso. Creo que fui demasiado bueno con
él. Paino tiene una mentalidad enfermiza. Es un paranoico. Se me puede acusar
de negligencia acerca del personal que he tomado para el ministerio. Pero
es mentira que soy el organizador de la Triple A. Nunca tuve nada que ver
con una organización extremista. Jamas hablé de ese tema en ninguna parte.
Tampoco tuve nada que ver con la compra de armas. A López Rega lo conocí
un día en la CGT. mientras mi canal trasmitía una reunión de Isabel con
sindicalistas. Me dijo: "A usted lo quiero ver mañana en el ministerio.
Necesito un periodista peronista para la Secretaría de Prensa". Así empecé
a trabajar con él. Tenía esas cosas raras del espiritismo, pero conmigo
nunca las comentó."
Jorge Conti, ex reportero de Canal 11, llegó a ser famoso; hasta tenía su
propio club de admiradoras, creado en 1972. Cada semana recibía de ellas
una boleta de Prode (Pronósticos Deportivos) que jugaban a su nombre. Después
hizo un programa de televisión con Gerardo Sofovich, Las dos campanas, y
un vuelo en un avión chárter rumbo a la Argentina en el que obtuvo la única
entrevista del momento con Perón. Le había ganado una apuesta a su colega
Sergio Villarruel, de Canal 13. Con una condición: el afortunado iba a viajar
con el camarógrafo del otro, de modo que ambos canales tuvieran la primicia.
Poco antes, en junio de 1971, Paino había estado alojado en la Unidad 20
del Hospital Neuropsiquiátrico José Borda, de Buenos Aires. "Aparentemente,
el informe del médico legista fue minucioso y contundente –escribió el periodista
uruguayo Tabaré de Paula–. Diagnosticaba delirios, síntomas de agresividad,
un oscurecimiento de la razón que pedía a gritos la reclusión de Salvador
Horacio Paino en esa pesadilla con rejas que es la Unidad 20. Pero tanta
prosa doctoral encubría una falencia: decía apoyarse en un examen que no
había tenido lugar. El autor del referido informe nunca revisó al supuesto
demente."
Salvador Horacio Paino, autoproclamado fundador de la Alianza Anticomunista
Argentina (AAA), o Triple A, o Tres A, quedó detenido en forma preventiva
el 28 de noviembre de 1983 en Montevideo mientras el juez federal argentino
José Nicasio Dibur tramitaba su extradición, invocando el Tratado de Derecho
Penal Internacional del 23 de enero de 1889, ratificado el 3 de octubre
de 1892 por Uruguay y el 11 de diciembre de 1894 por la Argentina. Negada
finalmente por la justicia uruguaya.
Era un militante peronista separado del Ejército en 1955 con el grado de
teniente primero, pronto a ser ascendido a capitán. Había sido compañero
de promoción de Reynaldo Bignone, el último presidente del denominado Proceso
de Reorganización Nacional, y de Cristino Nicolaides, entonces comandante
en jefe de la fuerza. Vivía en Carmelo, a unos 150 kilómetros de Montevideo.
De la Argentina había huido, rumbo a Brasil, el 1° de marzo de 1979, poco
después de un atentado contra su vida. Pensaba radicarse en Uruguay: hasta
buscaba trabajo, de modo de afiliarse a una caja de pensiones. Pero encendió
el ventilador. Y armó un revuelo de proporciones, al extremo de prestar
declaración testimonial en la Embajada argentina, a mediados de octubre
de 1983, por haber adjudicado a la Triple A el crimen del secretario general
de la Confederación General de Trabajadores (CGT), José Ignacio Rucci, el
25 de septiembre de 1973.
Causa Peronista Nº 5,
06/08/74. La intervención del comisario Villar y la represión
durante el velatorio. Clic para descargar la revista completa.
El diario El Día, de Montevideo, publicaba anticipos de un libro de su autoría,
Yo fundé la Triple A. En él aseguraba que, en unas 300 operaciones, habían
matado a unos 2000 izquierdistas. Entre ellos, el cantante folklórico Jorge
Cafrune; el sacerdote Pedro Mujica; el diputado peronista Rodolfo Ortega
Peña, director de la revista Militancia, y Silvio Frondizi, hermano del
ex presidente argentino Arturo Frondizi. En 1976, decía, la Triple A tenía
armas por valor de dos millones de dólares "para enfrentar a los terroristas
de izquierda"; estaban en los sótanos del Ministerio de Bienestar Social.
Y disponía de dinero a granel, obtenido de la llamada caja chica, con el
cual "se contrataba, además, a cientos de confidentes, como porteros de
edificios y personas que se hacían pasar por estudiantes".
En el juego del acusador y el acusado muchas cosas quedaron sin aclarar.
Paino dijo: "El señor Villone me presentó al señor Conti. Yo no lo conocía".
Sin embargo, Jorge Conti le envió a Paino un telegrama que dice: "Señor
Salvador Paino - 9 de Julio 60 - Departamento "A" - Bernal - Te espero a
la brevedad en primer piso Ministerio de Bienestar Social - Jorge Conti
- Coordinador de Prensa". La techa del telegrama es 26 de julio de 1973
(un año antes de la fecha en que Paino dijo que se lo presentaron), y el
trato familiar ("Te espero") revela un conocimiento previo.
Paino dijo:
"Cuando bajé la escalera y prendí la luz dispararon dos balazos de Itaka
que rompieron los vidrios y perforaron el ascensor".
Conti dijo: "Paino deliraba. Trató de hacerme creer que alguien intentó
matarlo una noche con dos disparos de Itaka".
La mujer de Paino dijo:
"Una vez, a las dos de la mañana, llamó el portero eléctrico. Atendió él
y me dijo que eran los de la custodia. Al rato escuché dos tiros. Si quieren
pruebas, todavía están los orificios en la puerta del ascensor".
Conti dijo:
"Paino es un loco. Un paranoico".
Emiliano Rodríguez Graham, del Servicio Penitenciario Federal, dijo:
"No hay pruebas de que Paino sufriera alteraciones mentales. Su legajo fue
quemado hace dos años, cuando los internados tomaron la unidad. Estaba acusado
de hurto y defraudación. Entró en junio del 71 y salió en junio del 73 amparado
por el decreto 2050 del Poder Ejecutivo, que puso en la calle a muchos delincuentes
comunes. Nosotros no sabemos nada de sus alteraciones mentales. Para nosotros
era un delincuente común. .
Le preguntaron a Conti por qué había tomado un loco en el ministerio.
Conti dijo:
"Bueno. Se nos fue la mano..."
(Agencia Walsh) El asesinato de Constantino Razzetti, la invasión a Villa
Constitución financiada por los empresarios de la ciudad, entre otros José
Martínez de Hoz y Arturo Acevedo, la trayectoria de Agustín Feced y el relato
de un santafesino sobreviviente de los años setenta y que da cuenta del
origen de la Triple A, son elementos que deben ser tenidos en cuenta a la
hora de reabrir la investigación sobre el grupo paraestatal y que arrojan
luz sobre los soportes económicos y políticos de asesinos como Rodolfo Almirón,
ahora descubierto en una localidad cercana a Valencia, en España, a través
de una investigación periodística publicada por el diario "El Mundo".
Por Carlos del Frade
LOS PROLOGOS
El asesinato de Constantino
Razzetti, la invasión a Villa Constitución
financiada por los empresarios de la ciudad, entre otros José Martínez de
Hoz y Arturo Acevedo, la trayectoria de Agustín Feced y el relato de un
santafesino sobreviviente de los años setenta y que da cuenta del origen
de la Triple A, son elementos que deben ser tenidos en cuenta a la hora
de reabrir la investigación sobre el grupo paraestatal y que arrojan luz
sobre los soportes económicos y políticos de asesinos como Rodolfo Almirón,
ahora descubierto en una localidad cercana a Valencia, en España, a través
de una investigación periodística publicada por el diario "El Mundo". El
capítulo santafesino de la Triple A o la huella de Almirón en el segundo
estado santafesino resume algunas certezas: los grandes empresarios apoyaron
la conformación de estos grupos de tareas y lo siguieron haciendo durante
el terrorismo de estado; la información en torno a la militancia social,
gremial y política ya venía acumulándose desde los años sesenta; los integrantes
de las patotas irregulares de principios de los setenta luego se fusionaron
a través del Batallón 601 de inteligencia; y el eje de la producción de
torturas, información y secuestros fueron los archivos de la Policía Federal
Argentina que, increíblemente, no tiene ningún imputado en la justicia federal
santafesina.
Almirón y la Triple A
Horacio Salvador Paino llegó a ser teniente primero del ejército argentino
e integró, desde sus orígenes, la Triple A.
"El
31 de julio de 1974 [...] fue asesinado Rodolfo Ortega Peña. Pocas semanas
antes, el diputado de izquierda, en la fatal comprensión de que la muerte iba
acorralándolo, había reflejado esa sensación en un artículo: "Morir por el
pueblo es vivir", escribió. Ortega Peña fue fusilado en pleno centro de Buenos
Aires, cuando bajaba de un taxi detenido en doble fila, pasadas las diez de la
noche. Venía de cenar en un restaurante. Ya había pagado 580 pesos por un viaje
de doce cuadras. Tres o cuatro personas aparecieron por detrás del auto y le
dispararon, de arriba abajo. Sorprendido, llegó a preguntarle a su mujer, Helena
Villagra, que lo acompañaba: "¿Qué pasa, flaca?". Las balas penetraron en la
cabeza, el cuello y el tórax del diputado. Su mujer intentó protegerlo y fue
levemente herida por un disparo. Sintió como si una bombita de agua le estallara
en la boca. Los impactos hicieron que Ortega Peña golpeara contra el guardabarro
de un Citroen estacionado; su cuerpo se fue deslizando, arrastrando en su caída
a su mujer y el paragolpes trasero. La cabeza ensangrentada quedó a la altura de
las ruedas, sobre el cruce peatonal de la esquina de Carlos Pellegrini y
Arenales. Alrededor de él, quedaron veinticinco vainas servidas de metal dorado.
A la altura de la axila izquierda estaba su cartera de cuero marrón, donde
guardaba una lapicera Parker con pluma fuente y su pipa de madera tallada.
Después le colocarían una pistola Colt con el número de identificación limado.
Todo duró cinco o seis segundos. Helena Villagra sólo pudo ver a una persona de
estatura mediana, que tenía algo extraño y de color blancuzco en la cara, y
desde el suelo llegó a escuchar el rumor de unos pasos que se alejaban al grito
de "dale, dale...". Un médico la trasladó al Hospital Fernández en medio de una
crisis de nervios."
Marcelo Larraquy, “López Rega: El peronismo y la Triple A”. (cap.
15, Poner flores), Punto de Lectura, Buenos Aires, 2007.
Sus declaraciones ante la Cámara de Diputados de la Nación, primero, y en
los medios de comunicación uruguayos, después, sirvieron para explicar la
ingeniería inicial del organismo paraestatal.
La parte operativa estaba dividida en ocho grupos dirigidos por Rodolfo
Almirón, "Coquibus", Miguel Ángel Rovira, López, Farquarsohn, Pasucci, José
Miguel Tarquini y Rubén Escobar.
"Almirón, otro defenestrado por la policía federal por su visible complicidad
con contrabandistas, traficantes y ladrones, la verdadera pesada de la década
del sesenta, acumulaba además una acusación por homicidio: el 9 de junio
de 1964, él y un tal Vicente Lavía fueron detenidos por el asesinato del
teniente Earl Thomas Davies, un norteamericano de 23 años en la conocida
boite Reviens, de Olivos. Almirón y Morales en algún momento estuvieron
asociados con la banda de "El Loco" Prieto, que murió quemado en la prisión.
Una venganza por sus actividades como delator", contó en su indispensable
libro "Buenos Muchachos", el imprescindible y siempre presente Carlos Juvenal.
El 14 de julio de 1975, la señora de Perón y del doctor Antonio Benítez,
ministro del Interior, suscribieron un decreto por el que enviaban en comisión
al exterior a Miguel Angel Rovira, Rodolfo Eduardo Almirón, Oscar Miguel
Aguirre, Pablo César Meza, Héctor Montes y Jorge Daniel Ortiz. "El decreto
aclaraba que los fondos para la misión en el extranjero serían provistos
por el Ministerio del Interior. Un puente de plata, como el que cruzó López
Rega", explicó Juvenal en su impecable trabajo.
En abril de 1983, la revista española "Cambio 16" publicó una nota titulada
"Así mata Almirón" y apuntó aquel asesinato del teniente Davis en la década
del sesenta.
Villa Constitución
"El Grupo Villar fue una de
las principales vertientes en la formación de la Alianza Anticomunista Argentina
(AAA), siendo el autor de los atentados que se produjeron en el período
anterior a su aparición pública, de indudable origen policial.
Algunos de sus miembros prestaron servicios en tareas de represión política
como los llamados viborazos, en Córdoba, los tucumanazos y otros. Posteriormente,
pese al retiro de Villar, el grupo permanece cohesionado y en operatividad
bajo el liderazgo de su inspirador. Del entorno de Villar integran las AAA,
el principal Jorge Muñoz, el inspector Jorge Veyra, el inspector Gustavo
Eklund, el subinspector Eduardo Fumega, el inspector Alejandro Alais, el
principal Bonifacio, el inspector Félix Farías y el principal retirado Tidio
Durruti", sostiene el ex comisario de la policía federal, Rodolfo Peregrino
Fernández, en su declaración ante la Comisión Argentina de Derechos Humanos,
en 1983.
Se trató de la más precisa y clara descripción sobre el origen de la Triple
A en la Argentina y sus principales operativos, entre ellos, Villa Constitución,
el 20 de marzo de 1975.
"La designación de José López Rega en 1973 como ministro de Bienestar Social
trae aparejada la rehabilitación de los oficiales de la policía federal,
Juan Ramón Morales y Rodolfo Eduardo Almirón, que habían sido separados
del servicio por su vinculación con importantes bandas de delincuentes comunes.
Morales y Almirón fueron ascendidos y reincorporados como oficiales retirados
a cargo de la custodia del ministro de Bienestar Social y posteriormente,
de la custodia presidencial", agregaba Fernández.
Morales y Almirón, "conjuntamente con el principal José Famá -quien era
de confianza personal de López Rega en razón de su parentesco- y sectores
parapoliciales reclutados entre conocidos delincuentes comunes, como Antonio
Melquíades Vidal, alias Tony o antiguos represores como Héctor García Rey,
conformaron la otra vertiente principal de las AAA, cuya existencia, así
como el nombre de sus jefes principales, era conocida por la oficialidad
de la policía federal argentina", añadió.
Almirón habría participado del asesinato del diputado peronista Rodolfo
Ortega Peña y en junio de 1975 "abandonó el país junto a López Rega".
A continuación, Fernández relató la represión ilegal en Villa Constitución
contra los trabajadores de Acindar, Metcon, Vilber y Marathon.
Señaló que el procedimiento, la invasión de aquel 20 de marzo de 1975, fue
comandada por el comisario Antonio "Don Chicho" Fischietti, quien había
sido delegado de la Federal en la provincia de Tucumán.
"Al frente de los efectivos policiales regulares destinados en la zona rotaron
los oficiales Salas, Morales, Muñoz y otros", indicó.
Después narró cómo se les pagó dinero extra para generar las detenciones
y posteriores torturas en el ex albergue de solteros de Acindar, cuando
el gerente era José Alfredo Martínez de Hoz y el presidente del directorio,
Arturo Acevedo.
"Las patronales de las industrias metalúrgicas instaladas allí, en forma
destacada el presidente del directorio de Acindar, ingeniero Arturo Acevedo,
establecieron una estrecha vinculación con las fuerzas policiales mediante
pagos extraordinarios en dinero. Acindar se convirtió en una especie de
fortaleza militar, con cercos de alambres de púas. Los oficiales policiales
que custodiaban la fábrica se alojaban en las casas reservadas para los
ejecutivos de la empresa...Acindar, pagaba a todo el personal policial (jefes,
suboficiales y tropa) un plus extra en dinero, suplementario al propio plus
que percibían oficialmente los efectivos, tarea que estaba a cargo del jefe
de personal de dicha empresa de apellido Aznares, así como del jefe de relaciones
laborales, Pellegrini", informó el ex comisario de la Federal.
1973. El presidente Perón saluda a Eduardo
Almirón Sena, custodio de José Lopez Rega y miembro activo de la Triple A.
Miguel Rovira (centro), otro de los custodios que formaba parte de la Triple A,
mira a su compinche de cacería de zurdos.
La "banda" Aníbal Gordon.
El 25 de setiembre de 1983 fue secuestrado Guillermo Patricio Kelly.
Cuando fue liberado, luego de ser "retenido" en una casa operativa de Rosario,
San Martín al 4800, acusó directamente a Aníbal Gordon y su grupo de tareas,
"la brigada Panqueque".
Gordon formó parte de la Alianza Libertadora Nacionalista, justamente al
lado de Kelly, se enroló en la Concentración Nacional Universitaria y luego
se integró a la Triple A y a la inteligencia militar.
Junto al general Otto Paladino, llegó a formar parte de la selecta custodia
de Juan Domingo Perón cuando se entrevistó con el líder radical Ricardo
Balbín. Era el 31 de julio de 1973 y los aires de Ezeiza anunciaban las
furias de marzo del ’76.
Fue uno de los cuatro mil hombres que asaltaron Villa Constitución el 20
de marzo de 1975.
Bajo su mando operacional estuvo la suerte de los detenidos de Automotores
Orletti y también de sus órdenes dependían las maniobras de militares como
el entonces capitán Cabanillas que, en la década del noventa, llegó a ser
titular del Comando del Segundo Cuerpo de Ejército con asiento en Rosario.
Gordon, junto a Palladino, llegó a tener una agencia de seguridad privada,
"Magister" y su "brigada Panqueque" fue relacionada con el robo a los tribunales
rosarinos y al museo Estévez.
El crimen de Razzetti
"El crimen de Constantino Razzetti fue político, resulta verosímil que haya
sido cometido por la Triple A, encuadra en la calificación de 'lesa humanidad',
es por lo tanto imprescriptible y corresponde una investigación amplia,
profunda y sin limitaciones en el fuero federal", sostuvo el fiscal federal
rosarino, Claudio Palacín, al oponerse a la apelación presentada por su
colega Adriana Saccone que había negado la posibilidad de considerar e investigar
el crimen de Constantino Razzetti, producido el 14 de octubre de 1973, como
un hecho de lesa humanidad y atribuible a la Alianza Anticomunista Argentina.
"Comencemos a bucear, dejemos de hacer surf", escribió el fiscal en su dictamen.
Agregó que efectivamente se trató de un crimen "esencialmente político"
y que, además, "debe calificarse como un crimen de lesa humanidad".
"No puedo menos que coincidir también con el denunciante en que los delitos
de lesa humanidad son imprescriptibles", dijo el fiscal general que con
su posición confirmó la decisión de Sutter Schneider en cuanto a que era
pertinente abrir la investigación pero avanzó sobre el criterio de que se
haga por averiguación de la Verdad Histórica sin la citación a imputados.
"No debemos continuar con el dilema popular del huevo o la gallina ni seguir
atando el carro delante de los caballos... Gráficamente: comencemos a bucear,
dejemos de hacer surf", remarcó el fiscal.
Para Palacín corresponderá la intervención de la Unidad de Asistencia para
Causas por Violaciones a los Derechos Humanos a cargo de Griselda Tessio
y creada, justamente, por la Procuración General de la Nación.
"Seguramente impulsará, sin dilación alguna, la rápida, total y cabal investigación"
del homicidio de Constantino Razzetti.
El origen de la Triple A
Jorge Castro es sobreviviente por partida doble.
Primero resistió las torturas del terrorismo de estado por su militancia
en el Ejército Revolucionario del Pueblo, y segundo, cuando el agua del
río Salado se llevó todo y dejó a su familia en el barro.
Fue militante cristiano en tiempos de la iglesia de Vicente Zazpe, mientras
su papá, Saturnino "El Potrillo" Castro, se empeñaba en su fe peronista
a pesar de las persecuciones, cárceles y la muerte cercana después de la
caída del general, allá por 1955.
En el relato de la historia de su familia parece sintetizarse gran parte
de la historia argentina.
La pelea de su viejo, del Potrillo, lo llevaron a ser militante reconocido
nacionalmente de la mítica resistencia peronista y luego, por esas extrañas
y profundas razones de la vida colectiva de los pueblos, estuvo en la conformación
de la Triple A.
El relato de Jorge es el primero que revela fecha y lugar del principio
del grupo paraestatal y su profunda relación ya no sólo con López Rega,
sino con el mismísimo Juan Domingo Perón.
Foto del
diario Noticias Nº 245, 2 de agosto 1974.
"El 8 de octubre de 1973, Osinde le organizó el cumpleaños a Perón. Se hizo
una comida en Gaspar Campos y a esa comida asistieron quinientos suboficiales
de todo el país. Entre ellos, mi viejo con la delegación de Santa Fe...
"En esa comida Perón les da un discurso. Los saluda uno por uno y ejerció
una presión política muy fuerte. En un momento Perón les dice que los va
a necesitar, que de vuelta va a necesitar de suboficiales del ejército argentino.
Que él sabía que habían resistido y que después Lopecito, por López Rega,
se va a encargar de la organización de ellos...
Quedaron entre 200 y 300 suboficiales de todo el país. Se reunieron en un
salón aparte.
"Perón, Osinde y López Rega están con ellos. Les pide que en los viajes
de Isabelita conformaran grupos para custodiarla de los zurdos...
"Cuando mi viejo vuelve, justo se había producido el nacimiento de nuestra
primer hija, Victoria, el 9 de octubre. Viene muy parco, no cuenta todo,
no es ningún boludo. Y la cosa se destapa el 7 de noviembre, porque viene
Isabelita a Paraná...
"Entonces ese día a la mañana, mi vieja estaba que trinaba. El viejo le
había dicho que le planchara el traje, la camisa, y todo el día nosotros
habíamos escuchado cruces de palabras entre ellos, hasta que como a las
tres y media de la tarde viene un Falcon verde con tres tipos que yo conocía,
que eran del Círculo de Suboficiales de Santa Fe y lo buscan a mi viejo...
"Entra al dormitorio, yo no lo veo, se pone la pistola y se va, y mi vieja
queda llorando. Cuando se va, mi vieja nos agarra a nosotros y nos cuenta:
"Tenés que pararlo, está metido en cosas raras…". Y se va de custodia de
Isabelita a Paraná, entonces cuando vuelve, yo empiezo a hablar con mi viejo,
y al principio mi viejo no quería reconocer.
"Nosotros ya teníamos conocimiento de que se estaban conformando grupos
paramilitares, entonces ahí le dije realmente vas a estar en la vereda de
enfrente, y ahí lo cagué: "Vos en cualquier momento vas a dejar sin padre
a tu nieta". Eso fue directo a la mandíbula. No sabía qué contestar ante
eso. Bueno, ahí viene un período de impás. Teníamos conversaciones hasta
que llega el intento de copamiento al regimiento de Azul. Aparece Perón
de uniforme por televisión y mi viejo golpeando la mesa. Nos fuimos de casa.
"...Yo a principios del ‘73 me había ido a vivir a Chile porque el partido
me mandó cuatro meses. Vuelvo justo para la asunción de la democracia y
mi viejo se entera después porque la hace confesar a mi vieja que me había
firmado la patria potestad para pasar la frontera. Hasta que lo mataron
a Allende...Hasta llega a colaborar con nosotros sobre los cuidados que
había que tener con los fierros...pero duró hasta que Perón se fue a la
derecha. Después el partido quería que mi viejo entrara...No se dio", dice
Jorge y sigue en su militancia en la Casa de los Derechos Humanos de Santa
Fe.
Feced siempre estuvo...
Hijo
del director de escuela pública, el español Blas Feced, Agustín nació el
11 de junio de 1921, en Acebal y antes de ingresar a la Gendarmería Nacional
trabajó como docente en Colonia "El Ombú", en Arroyo Seco.
Su primera actuación contra "la subversión peronista" fue en noviembre de
1960, cuando distintos grupos de la resistencia tomaron el Batallón 11 de
Infantería, en Rosario. Feced al mando de una docena de hombres reconquistó
el lugar.
La segunda aparición fue en ocasión del segundo Rosariazo, en setiembre
de 1969, en apoyo a la represión que había comandando el entonces teniente
coronel Leopoldo Fortunato Galtieri, encargado de un batallón de Corrientes.
En 1970, Feced fue nombrado, por primera vez, jefe de la Unidad Regional
II de Policía.
Ya por entonces estaba casado con Martha Abal y tenía cuatro hijos, tres
mujeres y un hombre.
Hasta el advenimiento de la primavera democrática de la mano de Héctor Cámpora,
el comandante estuvo en Rosario combatiendo a la subversión, primero al
Ejército Revolucionario del Pueblo y luego del asesinato de Aramburu, a
Montoneros. Fue la obsesión de su vida y el sello que lo identificaría ante
las fuerzas armadas argentina, paraguaya y chilena.
El 28 de noviembre de 1972 participó del secuestro, torturas y muerte de
Angel Brandazza, como lo reconoció el ex agente de policía Angel Farías,
ahora extrañamente incluido en la lista de pedidos de captura internacional
que realizara el juez español Baltasar Garzón.
El propio Farías admitió ante la Comisión Bicameral de la Legislatura de
Santa Fe, presidida por el entonces diputado justicialista Rubén Dunda,
que "Feced torturaba con su propia gente, hacía trabajos por las suyas".
Desde 1974 a principios de 1976, Feced volvió a la clandestinidad. Tenía
otro nombre bajo el cual recibía el sueldo y la jubilación y se desplazaba
por toda la región del litoral argentino.
El 11 de setiembre de 1984, ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas,
declaró que estuvo "escondido, tres años en Misiones, diez condenas a muerte
por los tribunales populares de la FAR y el ERP, en aquel tiempo el ERP
era dueño de Rosario, después aparecieron los Montos".
Aseguró que estuvo exiliado dentro de su propio país, agradeció al Ejército
Argentino "que nunca le quitó el apoyo" y dijo pertenecer a un organismo
que no identificó. Gracias a eso pudo mantener a la familia "allá lejos
y un auto viejo, necesario para seguir peleándolos" y así descubrió "la
cárcel del pueblo de Campana" y el ERP de Resistencia que "se había extendido
hasta Oberá".
Le llegaron a ofrecer el mando de la Triple A, desde el seno de la administración
de María Estela Martínez de Perón, pero no aceptó porque no era un cargo
público, si no subterráneo.
Esto lo dijo la mujer que acompañó a Feced durante diez años en su trayectoria
en Rosario a este cronista en 1999.
Feced quería ser nombrado ante las cámaras de televisión...
Pero no se lo aceptaron, comentó entonces la concubina del ex gendarme.
La misma mujer fue muy clara al decir que su marido era permanentemente
invitado a comer o desayunar junto a Arturo Acevedo, presidente de Acindar,
o Alberto Gollán, titular de Canal 3 y Radio 2.
Aquel ofrecimiento fue después del asesinato del comisario Villar a cargo
de una célula de Montoneros.
Por aquellos tiempos, Feced ya era integrante del Batallón 601 y cobraba
sus haberes bajo el apellido de Carlucci.
INSEPARABLES. Amigos, socios y
compañeros de militancia: Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde
Señales
En sus declaraciones ante la Comisión Argentina de Derechos Humanos, el
ex oficial de la Federal, Rodolfo Peregrino Fernández, sostuvo que uno de
los primeros nombres de la Triple A fue "Comando Libertadores de América".
Aquella definición fue utilizada por el ex oficial de la policía santafesina,
José Lo Fiego, uno de los principales imputados por delitos de lesa humanidad
en Rosario y comentada en la causa 47.913 por una sobreviviente a sus torturas.
Los primeros crímenes de la Triple A no son los vinculados a Rodolfo Ortega
Peña o al padre Carlos Mugica, sino los registrados en octubre de 1973,
contra el periodista José Colombo, en San Nicolás, y contra el dirigente
peronista rosarino, Constantino Razzetti.
El comisario Muñoz que formó parte de los primeros grupos de las 3 A, como
bien señala Fernández, desarrolló su actividad en San Nicolás, como lo apunta
la excelente investigación que está llevando a cabo el fiscal federal de
aquella ciudad, José Murray.
El principal hecho de envergadura de la Triple A es la invasión a Villa
Constitución y allí, aunque por ahora no se lo menciona, todo el grupo vinculado
a Rodolfo Almirón participó de los secuestros y torturas, avalados y pagados
por la gerencia de Acindar, en aquel momento a cargo de José Alfredo Martínez
de Hoz.
De acuerdo al testimonio de Jorge Castro al relatar las experiencias de
su padre, la Triple A no es solamente una creación de José López Rega, sino
que, aunque cueste aceptarlo especialmente entre los militantes y simpatizantes
del peronismo, tuvo el aval -por lo menos en el comienzo- del propio general
Juan Perón.
El ofrecimiento de la jefatura de las 3 A a Agustín Feced cuando supuestamente
debía estar en posición de retiro y muy lejos de cualquier actividad policial
o de inteligencia interna (1974 - 1975) muestra la existencia de un aparato
estatal ilegal que no es lo mismo que decir paraestatal. Feced recibía sueldos,
información y logística al mismo tiempo que en la cámara de diputados de
la provincia de Santa Fe lo denunciaban como un feroz torturador. Y ese
dinero venía del estado nacional democrático y nunca dejó de llegarle.
Si no se tienen en cuenta las causas Razzetti, Villa Constitución y la propia
historia personal de Agustín Feced, es posible que vuelva a demorarse la
condena judicial contra el poder económico expresado en José Alfredo Martínez
de Hoz y los dirigentes políticos, gremiales y eclesiásticos que apañaron
y sostuvieron a hombres como Rodolfo Almirón.
La pista santafesina de la Triple A, en conclusión, no se trata de un simple
apéndice más, sino de una clave estructural para entender los puentes que
van desde los años sesenta al terrorismo de estado del 24 de marzo de 1976.
Ojalá que jueces federales y medios de comunicación de Buenos Aires entiendan
que la historia argentina va mucho más allá de la General Paz.
Fuente: Agencia de Comunicación Rodolfo Walsh, diciembre 2006
Imágen: Velatorio de Ortega peña, foto del diario
Noticias
(DyN, 11/06/09) - Después de
un año de detención, y mientras estaba internado en el hospital Ramos Mejía,
murió Rodolfo Almirón, uno de los principales jefes de la Triple A en la
década del 70.
Ocurrió el viernes [5 de junio de 2009] pero fue difundido hoy por la agencia
DyN. Almirón era el responsable operativo de la banda de ultraderecha que
sembró el terror hasta el inicio de la última dictadura militar. Desde hacía
un año estaba detenido en la cárcel de Marcos Paz por las acusaciones de
crímenes de lesa humanidad que pesaban en su contra.
Ex comisario de la Policía Federal, de 73 años, chaqueño, estaba procesado
por algunos de los asesinatos que la Triple A cometió de 1974 a 1976. Por
ejemplo, del bebé de seis meses Pablo Laguzzi -hijo de Raúl Laguzzi, entonces
decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (UBA)
Raúl Laguzzi; del diputado nacional Rodolfo Ortega Peña; y del subjefe de
la Policía bonaerense Julio Troxler.
Antes de incorporarse a la Triple A, Almirón había sido expulsado de la
Policía, pero reincorporado y ascendido a subcomisario por José López Rega,
el todopoderoso ministro de Bienestar Social del gobierno peronista de 1973
a 1976.
Huyó con López Rega a España en julio de 1975. Allí, Almirón se unió a otras
huestes de la ultraderecha europea, fue custodio de Manuel Fraga Iribarne,
fundador de Alianza Popular, embrión del conservador Partido Popular.
Fue detenido hace casi dos años en Torrent, Valencia, en un apartamento
subsidiado por la Generalitat, en manos del Partido Popular.
(Foto: Ortega Peña recibió la
primera ráfaga de balas y cayó sobre un Citroën)
Por Marcelo Duhalde
Intentamos hablar con Rodolfo para convencerlo de que se tenía que cuidar,
que las amenazas estaban llegando cada vez más fuertes.
Estábamos en un bar a pocas cuadras del Sindicato de Farmacia, donde acabábamos
de terminar una reunión bastante numerosa para organizar el homenaje a los
compañeros fusilados en Trelew.
Eran aproximadamente las dos de la mañana del 31 de julio de 1974.
Habíamos quedado Rodolfo Ortega Peña, mis hermanos Eduardo Luis y Carlos
María, Haroldo Logiurato, algún otro compañero y yo.
Intentamos hablar con Rodolfo para convencerlo de que se tenía que cuidar,
que las amenazas estaban llegando cada vez más fuertes, los seguimientos
eran muy notorios y debía tener algunas pautas de seguridad. Nosotros pretendíamos
que no se expusiera tanto.
Rodolfo no quería saber nada, sostenía que la única manera de hacer su actividad
en defensa de los más humildes, de los más necesitados, era de la manera
que lo hacía. Finalmente, terminó la conversación de mala manera diciéndonos:
"y en definitiva la muerte no duele".
Alrededor de las 8 de la noche de ese mismo día, sonó el teléfono en el
despacho de Rodolfo de la Cámara de Diputados, era un supuesto periodista
que preguntó si se iba a quedar mucho tiempo más porque quería verlo para
hacerle unas preguntas.
Luego comprobamos que el llamado era para confirmar que él todavía no hubiera
salido porque lo estaban esperando en la calle.
Un rato después, Rodolfo salió caminando del Congreso con su compañera Helena
Villagra. Fueron caminando por Callao, desde Rivadavia hasta Santa Fe, y
allí doblaron media cuadra hacia Riobamba donde entraron en una pizzería,
de la que salieron aproximadamente a las 22.15.
Con la misma confianza con la que se manejaba, Rodolfo se subió a un taxi
que estaba libre parado en la puerta, aparentemente desde hacía un tiempo,
y le dio la dirección adonde iban.
El taxista repitió en voz alta y de manera notoria "Carlos Pellegrini y
Juncal". Pocas cuadras más adelante, Rodolfo le pidió que apagara la luz
interior del coche que el chofer había dejado encendida.
Estos y otros datos conocidos con posterioridad nos confirmaron la participación
del taxista en el operativo para asesinar a Rodolfo.
Al llegar a la calle Carlos Pellegrini y Santa Fe, el taxi dobló y otro
vehículo que venía detrás, sin que los pasajeros lo notaran, se atravesó
e impidió que los otros automóviles que venían pudieran avanzar por Pellegrini.
Al cruzar Juncal el taxi paró y un coche que venía casi a la par se le atravesó.
Bajó de él un hombre con una media de mujer en la cabeza y una ametralladora
en la mano con la que disparó 23 tiros o más, 8 de los cuales fueron en
la cabeza, que hicieron blanco en Rodolfo.
Esto nos hizo comprobar que estaban al tanto de las conversaciones mantenidas
en su despacho intentando que Rodolfo usara el chaleco antibalas que le
había ofrecido el compañero Ricardo Beltrán.
En 1975, ya camino a la dictadura, cuando José López Rega había terminado
su trabajo siniestro de sangre y de muerte partió hacia Madrid acompañado
de sus dos principales cómplices.
Ellos eran Morales y Almirón.
Pasados algunos meses, el subcomisario de la Policía Federal Rodolfo Eduardo
Almirón frecuentaba un local de moda en Madrid en la calle Fuencarral que
se llamaba Drugstore, a pocos metros de la Glorieta de Bilbao.
Allí se ufanaba de haber sido ejecutor del asesinato de Ortega Peña. A quien
lo quisiera escuchar, decía sin temor que él lo había matado.
Cuando comenzó a llegar el exilio provocado por la dictadura militar de
1976, Almirón desapareció de los lugares públicos.
Hasta que fue descubierto y denunciado en 1981, como jefe de la custodia
del ex ministro de Franco Manuel Fraga Iribarne.
Cambio 16, la revista progresista española de ese momento, y Diario 16 de
la misma editorial, le dedicaron grandes titulares y varias tapas, por lo
que Almirón tuvo que sumergirse nuevamente.
Sin embargo, en ese momento no estaban dadas las posibilidades que hoy tenemos.
En esta Argentina se puede tener confianza en un pedido de extradición,
en una declaración de lesa humanidad de los crímenes cometidos por la Triple
A y creo que también podemos confiar en que estamos cerca de que se haga
justicia en un tema tan difícil y olvidado para muchos, como son los asesinatos
cometidos durante el gobierno peronista del '74 y '75.
Este relato de los hechos es para refrescar la memoria de uno de los protagonistas
del asesinato del diputado nacional, abogado, periodista y defensor de presos
políticos, Rodolfo Ortega Peña.
Es para recordarle a Rodolfo Eduardo Almirón su participación, que ahora
desconoce, no recuerda, en el primer asesinato asumido por la Triple A en
la Argentina el 31 de julio de 1974.
Frente a un auditorio colmado de amigos,
familiares y compañeros, el jueves pasado se presentó la avant premiere de “La
muerte no duele”, documental de Tomás de Leone sobre
Rodolfo Ortega Peña, asesinado un 31 de julio de 1974.
Por Luciana Sousa
El flamante film, que se presentará próximamente en festivales internacionales,
cuenta con la producción periodística de Felipe Celesia y Pablo Waisberg,
biógrafos del abogado, lo que supone un diálogo estrecho con los documentos y
testimonios reunidos en el libro La ley y las armas. Biografía de Rodolfo Ortega
Peña (Aguilar, 2007), de la dupla de periodistas.
El relato del documental se organiza cronológicamente; proveniente de una
familia ilustre, Rodolfo fue estimulado desde muy pequeño hacia el conocimiento.
Realizó estudios en Filosofía y Ciencias Económicas y, con apenas 20 años, se
recibió de abogado. Fue en la Facultad de Derecho de la UBA donde conoció a
Eduardo Duhalde, con quien conformó una prolífica sociedad profesional y
política. El estudio que juntos constituyeron se dedicó primero a disputas
laborales y, posteriormente, a la liberación de presos políticos, en el marco de
la Asociación Gremial de Abogados.
De origen antiperonista, apoyó inicialmente el golpe cívico-militar de 1955 para
luego acercarse al frondicismo, militar en el PC y finalmente abrazar el
peronismo. Junto a Eduardo Duhalde realizó asesoría legal a distintos sectores
del sindicalismo, entre los que se destacó la Unión Obrera Metalúrgica,
conducida entonces por Augusto Vandor, a quien se acercaron durante el Plan de
Lucha que libró la CGT en 1964. Fue también junto a la UOM que editaron el libro
Felipe Vallese: Proceso al sistema, basada en una investigación sobre la
desaparición del joven militante obrero. Por su origen y por los escasos
esfuerzos que hizo la organización liderada por Vandor para esclarecer el
secuestro de Vallese, la publicación despertó suspicacias en numerosos
compañeros e intelectuales, entre los que se cuenta a Rodolfo Walsh.
Cuando Vandor apoyó el golpe del general Juan Carlos Onganía, Duhalde y Ortega
Peña se alejaron definitivamente del gremio y se abocaron a la actividad
intelectual, a través de la revista Militancia, y a la profesional, como
abogados defensores de presos políticos. Durante esta época, también,
escribieron numerosos libros en los que polemizaron con la historia oficial,
como Felipe Varela contra el Imperio Británico, Facundo y la montonera, y Baring
Brothers y la historia política argentina.
Tras la vuelta de Perón, integró la nómina de diputados nacionales por Capital
Federal en la lista del FREJULI. Cuando conquistó su banca, en 1973, juró como
legislador con la legendaria frase que lo acompañó hasta su tumba: “La sangre
derramada no será negociada”.
Como señaló en alguna ocasión su compañero Eduardo Duhalde, entendió “el
conocimiento como arma transformadora”, y, bajo las banderas de la liberación
nacional y el socialismo ejerció una práctica política en donde desplegó un
pensamiento crítico. Cuestionó muchas de las iniciativas de la tercera
presidencia de Perón, al tiempo que lo acusó de haber traicionado el programa
del FREJULI.
La oposición a la reforma del Código Penal lo obligó a replegarse en una banca
unipersonal, “Bloque de Base”, banca que puso al servicio de las bases
trabajadoras y desde donde insistió con énfasis en las denuncias sobre violación
a derechos humanos que, tiempo después, le costaron la vida.
Denostado por la derecha peronista, y advertido sobre el riesgo que corría,
subestimaba su seguridad, especulando con su rol institucional y su ascendente
popularidad. “La muerte no duele”, contestaba en tono jocoso a todos aquellos
que le sugerían tomar medidas preventivas, resguardarse.
Ortega Peña fue acribillado el 31 de julio de 1974 cuando bajaba de un taxi en
Arenales y Carlos Pellegrini, pleno centro porteño, junto a su segunda esposa,
Elena Villagra. Su cuerpo fue luego trasladado a la Comisaría 15, donde lo
recibió el comisario Alberto Villar nombrado por Perón como jefe de la Policía
Federal y fundador de la Triple A, ejecutora de Ortega.
El testimonio de sus hijos, sus amigos y sus compañeros conforman un relato
coral sin fisuras en torno a su figura y la pasión, casi épica, con la que vivió
durante aquellos años la vida pública y la privada.
A modo de conclusión, el documental convoca a uno de sus más cercanos
compañeros, Vicente Zito Lema, autor del poema Homenaje a Rodolfo Ortega Peña,
in memoriam a los caídos, que se presenta como articulador de ese pasado, hasta
entonces compacto, aislado, y lo pone en diálogo con un presente de derrota; un
retroceso en materia económica, política y social, con gusto a derrota, y con la
vuelta de presos políticos.
Recita Zito Lema:
Hemos debido dejar la patria/aquel paisaje que
Era nuestro espíritu.
Nos queda la memoria / los hijos / lo amado…
El sol que se aparece por la ventana
ilumina esta pieza donde escribo
Palabras
Palabras sin respuestas
Palabras como un abrazo
No tiene final un poema para el amigo asesinado
Tampoco tiene final esta lucha que nos envuelve
y desgarra
La derrota es hoy la gran señora impía que todo
lo corrompe. Pero ella no es eterna
Volveremos del exilio. Sin pactos
con el exterminador. Sin comercio
de nuestros muertos.
O volverán nuestros hijos
Sé que tus hijos Rodolfo
Y mis hijos, y los hijos de cada compañero
verán hacerse luz la pesadilla.
El poeta, con los ojos llenos de lágrimas, hace un largo silencio que la cámara
registra. Hasta que segundos después, como despertado de un trance, vuelve en sí
con un “bueno”.