A LOS 87 AÑOS, MURIO GABRIEL GARCIA MARQUEZ

El hombre que logró que todo Macondo esté de duelo

El escritor y periodista colombiano, Premio Nobel en 1982, deja una obra que resiste el paso del tiempo. Cien años de soledad se convirtió en una contraseña mundial, pero es sólo una de las facetas del fundador de lo que se conoce como el boom latinoamericano.

Por Silvina Friera

Los lectores del mundo andan con una tristeza infinita. Gabriel García Márquez, el patriarca de la literatura latinoamericana y maestro de generaciones de periodistas, murió ayer a los 87 años en su casa de México. Quizá cayó una llovizna imaginaria de minúsculas flores amarillas, las mismas que cayeron cuando murió José Arcadio Buendía en Cien años de soledad, su obra maestra y mítica. Una muerte esperada –anunciada de un tiempo a esta parte por la “fragilidad” de su salud– no conjura el dolor de esta pérdida. Un conglomerado de textos pide pista en la memoria. Uno se impone, un artículo que publicó en 1948 en el diario colombiano El Universal. “No sé qué tiene el acordeón de comunicativo que cuando lo oímos se nos arruga el sentimiento. Perdone usted, señor lector, este principio de greguería. No me era posible comenzar en otra forma una nota que podría llevar el manoseado título de ‘Vida y pasión de un instrumento musical’. Yo personalmente le haría levantar una estatua a ese fuelle nostálgico, amargamente humano, que tiene tanto de animal triste.” La muerte de Gabo arruga el corazón. Queda la chispa de su lenguaje, la creación de un mundo que sobrevivirá, con toda su riqueza y complejidad, a su demiurgo mortal.

La vivacidad del lenguaje

Eran las nueve de la mañana en Aracataca. Llovía el 6 de marzo de 1927 cuando nació el primogénito de Luisa Santiaga Márquez Iguarán y el telegrafista Gabriel Eligio García. La tía Francisca, abriéndose paso por el corredor de begonias, propagaba la buena nueva: “¡Varón! ¡Varón! ¡Ron, que se ahoga!”. Gabo, el mayor de siete varones y cuatro mujeres, pasó los primeros años de su infancia con sus abuelos maternos, el coronel Nicolás Márquez Mejía –su ídolo de toda la vida– y Tranquilina Iguarán Cotes, quienes le contaban relatos, fábulas e historias. A la muerte de su abuelo fue enviado a estudiar a Barranquilla y en 1940 viajó a Zipaquirá, donde fue becado para estudiar el bachillerato. Los recuerdos de su familia y de su infancia –el abuelo como prototipo del patriarca familiar, la vivacidad del lenguaje campesino y la natural convivencia con lo mágico– emergerán años más tarde, transfigurados por la ficción, en obras como La hojarasca (1955), su primera novela escrita entre julio de 1950 y agosto de 1951, donde asimila la influencia de William Faulkner. La historia se despliega a través de tres monólogos –abuelo, madre y niño– que recrean las vidas alrededor del cadáver de un médico francés que se ha ahorcado en la madrugada. El pueblo en el que transcurren estas vidas se llama Macondo. No fue su abuela Tranquilina la que le permitió imaginar que podría ser escritor. “Fue Kafka que, en alemán, contaba las cosas de la misma manera que mi abuela. Cuando yo leí a los 17 años La metamorfosis, descubrí que iba a ser escritor. Al ver que Gregorio Samsa podía despertarse una mañana convertido en un gigantesco escarabajo, me dije: ‘Yo no sabía que esto era posible hacerlo. Pero si es así, escribir me interesa’”, afirmó el escritor colombiano a su viejo amigo Plinio Apuleyo Mendoza en el libro de conversaciones El olor de la guayaba.

Aunque estudió Derecho, dejó la carrera para dedicarse al periodismo y a la literatura. Un tímido muchacho de 20 años se quedó petrificado frente a unas letras de molde con su nombre y apellido, en el diario colombiano El Espectador, de Bogotá. El 13 de septiembre de 1947 las palabras de su primer cuento, “La tercera resignación”, flameaban en su campo visual: “Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía, pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día para otro se hubiera desacostumbrado a él”. Allí estaba el principio de su galaxia literaria. Quizá Gabo permaneció callado durante unos segundos, inescrutable, pero seguro de sí mismo y del porvenir. Pero hace casi 60 años, la primera reacción de ese joven fue “la certidumbre arrasadora de que no tenía los cinco centavos para comprar el periódico”. En 1948 se trasladó a Cartagena, donde inició su carrera periodística en El Universal en el marco histórico del Bogotazo, la reacción popular por el asesinato del líder liberal y populista Jorge Eliécer Gaitán. Posteriormente continuó en El Heraldo de Barranquilla, donde publicó las columnas de “La jirafa” con el nombre Septimus –su doble periodístico– desde 1950. Como otros escritores fogueados por el periodismo –Ernest Hemingway, por ejemplo–, aprovechaba ese territorio para despuntar la experimentación estilística. El periodismo nunca obturó las cualidades del escritor. Sin duda sería el gran laboratorio que fue potenciando y acompañando el campo de la ficción. Las semillas de lo que se ha llamado “realismo mágico”, las concepciones laberínticas del tiempo en sus novelas, se encuentran ya en muchas de sus crónicas. En el prólogo al primer volumen de los Textos costeños –su obra periodística inicial de 1948 a 1952, editada en dos tomos–, Jacques Gilard observa que en los primeros cuentos y notas periodísticas hay un motivo que se repite con alguna insistencia: “Es el muerto sobre el que crece un árbol cuya savia, sacada del cadáver, sube hasta las frutas que servirán de alimento a los vivos”. Para Gilard, “que a la muerte haya de sucederle una renovación no es ningún consuelo para quien sabe que tiene una sola vida: sólo importa la conciencia de que el tiempo pasa y, al pasar, mata”.

Mientras trabajaba en El Espectador, de Bogotá, escribió Relato de un náufrago (publicado en formato libro en 1970), en el que narró la aventura de un marinero colombiano que sobrevivió varios días en el mar, luego de que su barco naufragara. Las revelaciones del marinero le provocaron problemas con el gobierno del presidente Gustavo Rojas Pinilla, por lo que el periodista fue enviado como corresponsal a París de 1955 a 1957. En el exterior, el escritor se replanteó el enfoque de sus crónicas hacia detalles marginales o secundarios. Muchas veces optó por narrar lo que le sucedía a él, es decir la historia de la historia, como lo hizo en sus crónicas sobre Viena, las noches de Budapest o la Unión Soviética en 1957: “22.400.000 kilómetros cuadrados sin un aviso de Coca-Cola”. Después se casaría con su novia de juventud, Mercedes Barcha, en 1958; trabajaría en Prensa Latina, la agencia cubana de noticias creada tras el triunfo de la Revolución Cubana; y en 1961 se establecería en México, donde nacieron sus dos hijos: Rodrigo y Gonzalo. Además de su primera novela, entonces había publicado dos novelas más: El coronel no tiene quien le escriba (1957) y La mala hora (1961).

El periodismo, “el mejor oficio del mundo”, perdió a su maestro más notable. Gabo nunca quiso separar ni escindir la experiencia del novelista y el periodista. Detestaba los grabadores, “un invento luciferino” que eclipsa la atención del cronista al creer que ese aparato lo oye todo. “No oye los latidos del corazón, que es lo que más vale en una entrevista”, decía el escritor que en 1994 creó la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) con el apoyo de La Jornada en México, El País en España y Página/12 en Argentina, para mejorar la formación y prácticas de los periodistas iberoamericanos. “El reportaje necesita un narrador esclavizado a la realidad. Y ahí entra la ética. En el oficio de reportero se puede decir lo que se quiera con dos condiciones: que se haga de forma creíble y que el periodista sepa en su conciencia que lo que escribe es verdad. Quien cede a la tentación y miente, aunque sea sobre el color de los ojos, pierde.”

La fundación de la Utopía

Macondo y los Buendía –ese rosario de historias de la humanidad narradas desde el umbral del sueño y la vigilia– llegaron al universo digital hace poco más de dos años cuando Cien años de soledad se empezó a vender por primera vez en formato electrónico, con la portada original de la primera edición impresa: el emblemático galeón en la selva colombiana. La liberación de los espacios de lo real a través de la imaginación es el hecho central que subrayaba Carlos Fuentes. “¿Quién no ha reencontrado, en la genealogía de Macondo, a su abuelita, a su novia, a su hermano, a su nana?”, se preguntaba el escritor mexicano. “La fundación de Macondo es la fundación de la Utopía. José Arcadio Buendía y su familia han peregrinado en la selva, dando vueltas en redondo, hasta encontrar, precisamente, el lugar donde fundar la nueva Arcadia, la tierra prometida del origen: ‘Los hombres de la expedición se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso de humedad y silencio, anterior al pecado original’.” Francisco “Paco” Porrúa, ex director de Sudamericana, no necesitó leer toda la novela del entonces desconocido periodista y escritor colombiano. Las primeras líneas alcanzaron. En aquellos años, a mediados de los ’60, estaba a la caza de novelas latinoamericanas “originales”. El 30 de mayo de 1967 se publicó en Argentina la primera edición, una tirada de 8000 ejemplares que se agotó como pan caliente. El escritor y periodista Tomás Eloy Martínez, primero en publicar la crítica a esta novela en Primera Plana, sintetizó con precisión el camino del anonimato a la consagración que transitó el colombiano. “Llegó a Ezeiza en un avión demorado, a las tres de la madrugada, y sólo dos personas lo estábamos esperando: su editor y yo. Al marcharse, diez días más tarde, la multitud que lo acompañaba era tan caudalosa que Porrúa y yo lo perdimos de vista.” Su obra maestra es un long seller de largo aliento, traducido a 35 idiomas, desde el ruso hasta el esperanto, pasando por el húngaro y el chino, y se calcula que las ventas han superado ampliamente los 30 millones de ejemplares en todo el mundo. “Lo peor que le puede suceder a un hombre que no tiene vocación para el éxito literario, o en un continente que no está acostumbrado a tener escritores de éxito, es publicar una novela que se venda como salchichas”, confesó García Márquez. Más allá de la molestia por el impacto, lo cierto es que la novela hispanoamericana no salió al mundo, no estuvo en el foco de los lectores de otras lenguas, hasta el triunfo de Cien años de soledad.

A pesar de que se conocieron en 1959, la amistad comenzó a mediados de la década del ’70. “Fidel Castro es un lector voraz, amante y conocedor muy serio de la buena literatura de todos los tiempos y, aun en las circunstancias más difíciles, tiene un libro interesante a mano para llenar cualquier vacío”, dijo Gabo en 1976, después de un encuentro con el líder cubano, quien ha tenido el privilegio de leer los borradores de varios libros de García Márquez. Ni las primeras críticas de los intelectuales al régimen cubano por la censura y el tratamiento que recibían los artistas considerados opositores –como sucedió con el famoso “caso Padilla”, a principios de los ’70– ni la encarcelación de 78 disidentes en 2003 –que fueron condenados a penas entre doce y veintisiete años– pudieron debilitar las convicciones y la fidelidad de Gabo a la Revolución Cubana. Esta certeza –dicen– fue una de las razones de la enemistad con Mario Vargas Llosa. Después de una pelea que terminó a las trompadas en el estreno de una película en México, en 1976, el peruano calificó a su par colombiano de “lacayo” de Castro.

Gabo siempre se ha defendido de quienes lo acusaban de “amar el poder”, alegando que su amistad está por encima de otras cuestiones y que su posición le ha permitido salvar en silencio a varios disidentes cubanos. Como muchos de los autores de su generación, el narrador colombiano siempre ha tenido una posición política pública y cuenta con “la novela sobre el dictador”, El otoño del patriarca (1975). Y sin embargo, nunca aceptó cargos públicos. En diciembre de 1986 fundó en San Antonio de los Baños una academia de cine: la Fundación para el Nuevo Cine Latinoamericano. La nueva institución –presidida por García Márquez– es importante para Cuba porque en Latinoamérica la cultura es una fuente decisiva de legitimidad. “Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”, se lee en la página web de esta Fundación por la que han pasado, entre otros, Robert Redford, Steven Spielberg y Francis Ford Coppola. Gabo, que también fue amigo del ex presidente norteamericano Bill Clinton –quien confesó ser un gran lector de sus libros y lo calificó como su “escritor favorito”–, se definía como socialista. En una entrevista en 1983 aseguró que no era comunista. “No lo soy ni lo he sido nunca, ni tampoco he formado parte de ningún partido político”, advirtió. Y aclaró que el modelo de gobierno que prefería era el socialismo: “Quiero que el mundo sea socialista y creo que tarde o temprano lo será”.

La soledad de América latina

García Márquez fue el primer escritor colombiano en obtener el Premio Nobel de Literatura en 1982. Durante el memorable discurso de aceptación, el 10 de diciembre de ese año, el escritor colombiano recordó que los desaparecidos latinoamericanos por motivos de la represión eran casi 120 mil en 1982, “que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala”. “Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares (...) Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual este colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad”, explicó el Premio Nobel. “Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: ‘Me niego a admitir el fin del hombre’. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica”, alertó García Márquez en otro tramo de su discurso en Suecia. “Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la Tierra.”

¿Por qué comienza por el final? Eso se podrán preguntar los lectores de Crónica de una muerte anunciada (1981). Se sabe el nombre de la víctima, Santiago Nasar. Que los asesinos son los gemelos Pedro y Pablo Vicario. Que el móvil del crimen fue vengar el honor de su hermana ultrajada. Y sin embargo, la eficacia de la novela reside en su rigurosa arquitectura coral. El cronista reconstruye y “acerca” –a través de las voces de los protagonistas y testigos, de cartas, informes y el sumario judicial– los recuerdos de aquel lunes ingrato, las omisiones y las ambigüedades de una tragedia moderna tan anunciada. No eran “vainas de borrachos”; se sabía que lo iban a matar, y los mensajeros no llegaron a tiempo ni pudieron impedir el crimen. Y los lectores, que desean que alguien lo salve, o que la puerta de su casa se abra y pueda escapar, se derrumban de bruces en la cocina, junto a Santiago. Gabo disloca el tiempo –el orden cronológico de los hechos y el de la narración–, y disuelve las fronteras de la crónica y de la literatura. Quizás este modo de descomponer los bordes sea una de las características más persistentes de su obra. Para recomponer las astillas dispersas del espejo roto de la memoria, en un pueblo olvidado de la costa caribeña, había que empezar por el final.

Jubilar la ortografía

Qué polémica descomunal estalló cuando sugirió simplificar la gramática “antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros” en el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española que se realizó en Zacatecas (México), en 1997. Era previsible que los gramáticos, lingüistas y académicos reaccionaran, con el malentendido de que donde el escritor dispuso el verbo “simplificar” algunos medios de comunicación utilizaron “suprimir”. “Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos”, comparó el autor de El amor en los tiempos de cólera (1985), Del amor y otros demonios (1994) y Noticia de un secuestro (1996). “Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?”

Entre los ejemplos que entonces propuso señaló que la palabra “condoliente” no existe. Que sí existen el verbo condoler y el sustantivo doliente, que es el que recibe las condolencias. Pero los que la dan no tienen nombre. Gabo resolvió inventar condolientes en El general en su laberinto (1989) y comentó que le habían reprochado que en tres libros aparezca la palabra átimo, que es italiana derivada del latín, pero que no pasó al castellano. En sus últimos seis libros de entonces no incluyó un sólo adverbio de modo terminado en “mente” porque “me parecen feos, largos y fáciles, y casi siempre que se eluden se encuentran formas bellas y originales”. Estas cuestiones eran para él “pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo”. La contribución que pueden hacer los escritores respecto de la lengua “no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa”. El tópico ameritaría más reflexiones. No conviene desestimar asuntos que fueron, son y serán peliagudos. En este tema, más que el afán de provocar, Gabo se animó a expresar justamente lo que muchos no querían oír. “El deber de los escritores no es conservar el lenguaje, sino abrirle camino en la historia”, planteó el escritor. “Los gramáticos revientan de ira con nuestros desatinos, pero los del siglo siguiente los recogen como genialidades de la lengua. De modo que tranquilos todos: no hay pleito. Nos vemos en el tercer milenio.”

El goce visual

La sexualidad en la vejez está cubierta por un velo de pudor que la consagra al silencio. De eso no se habla. Pero Gabo se atrevió a descorrer ese velo pudoroso, glorificando la senectud y burlándose, a su manera, de los riesgos de estar vivo. Quizá tenga razón el nonagenario protagonista de Memoria de mis putas tristes, la última novela que publicó en 2004, luego del primer y único volumen de sus memorias Vivir para contarla (2002): “El primer síntoma de la vejez es que uno empieza a parecerse a su padre”. Consciente de que a su edad cada hora es un año, el anciano solterón, que durante 40 años trabajó como “inflador de cables” en El diario de La Paz y como profesor de gramática, decide celebrar sus noventa con una adolescente virgen. Nada más que una noche libertina. Acaso el último placer carnal frente a la inminencia de la muerte. Mientras espera que la dueña de un burdel le consiga “una novedad disponible” –una chica analfabeta–, el anciano, que trata de apaciguar su ansiedad escuchando a Bach, Wagner o Debussy, efectúa una suerte de ajuste de cuentas con su pasado. “No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni intentar nada parecido.” En este epígrafe de la última novela de García Márquez hay un homenaje al autor de La casa de las bellas durmientes (1961), Yasunari Kawabata, primer Premio Nobel de Literatura de origen japonés. Eguchi, el viejo japonés de 67 años que acude a una posada en las afueras de Tokio, frecuentada por ancianos que buscan pasar la noche con jóvenes narcotizadas, se parece al personaje del escritor colombiano. Los dos viejos descubren el placer de contemplar el cuerpo desnudo de una mujer dormida, sin ir más allá del goce visual. Ese nonagenario que se asume como “feo, tímido y anacrónico”, que nunca se preocupó por su edad sexual (“porque mis poderes no dependían tanto de mí como de ellas”), después de su fallida noche de amor, descubre el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una joven morena, a quien llama Delgadina, “sin los apremios del deseo y los estorbos del pudor”. Aunque ese “fracaso” le hiere su orgullo masculino –la dueña del prostíbulo, Rosa Cabarcas, una sagaz celestina moderna, le reprocha: “Una mujer no perdona jamás que un hombre le desprecie el estreno”–, lo que asoma como la historia de una derrota irreversible o el epílogo sexual de un hombre, pronto se transforma en la crónica de un anciano enamorado. Y el amor modifica las rutinas de este viejo solitario que empieza a descifrar el lenguaje del cuerpo de su bella durmiente, y que percibe los estados de ánimo de Delgadina por el modo de dormir o por su manera de respirar. Este goce ante la contemplación nocturna es una obsesión literaria del colombiano. En el cuento “Muerte constante más allá del amor” del libro La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada (1972), el senador Onésimo Sánchez duerme abrazado a Laura Farina, la joven más bella del mundo, sin amenazar la virginidad de la chica.

Hace muchos años Gabo tuvo una revelación. Fue en Zurich, cuando una tormenta de nieve lo empujó a refugiarse en un bar. “Todo estaba en penumbra, un hombre tocaba el piano en la sombra, y los pocos clientes que había eran parejas de enamorados. Esa tarde supe que si no fuera escritor, hubiera querido ser el hombre que tocaba el piano sin que nadie le viera la cara, sólo para que los enamorados se quisieran más.”


La respuesta del coronel

Por Juan Sasturain

García Márquez fue un notable fabulador, un escritor riguroso y –además o sobre todo– un extraordinario titulero. Quiero decir y me animo: sus libros no serían tan buenos con otros títulos. En los diarios y en los cables de hoy –paga dos pesos– proliferarán los juegos de palabras con varios de los suyos: Cien años de soledad, El otoño del patriarca (dos octosílabos perfectos), Crónica de una muerte anunciada y El amor en los tiempos del cólera (dos endecasílabos inolvidables). Pero sobre todo será difícil no incurrir en la paráfrasis, la alusión a esa marca subrayada en la memoria de la lengua, el otro endecasílabo increíble: El coronel no tiene quien le escriba. Va a ser todo un de-safío tratar de salir de ahí. Es que son años de fidelidad, más o menos hasta los alrededores del Nobel. Las primeras invenciones de García Márquez que leímos a mediados de los sesenta, con veinte años y en ediciones uruguayas –Arca, sobre todo: La hojarasca, La mala hora– eran buenas pero no un refucilo ni rumor que anunciara el próximo y máximo tronar de lo que se venía: la inesperada explosión de Cien años de soledad –que no supo escuchar el pobre Goytisolo, dice la leyenda catalana– fue el resultado de soltarle la rienda a una manera distinta de contar el mismo mundo pero con una vuelta de tuerca alucinada, darle el mando, todo el poder a Melquíades. Un salto de registro, salida de madre. Arcadios, Aurelianos, Ursulas y Amarantas fueron una memorable raza de titanes, semidioses pobres, épica tropical de polvareda que dejaría, tras la secuela brillante y saturada de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira & Co, ya en otras manos, larga cría no siempre a la altura.

Pero fue así: como los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande y la historia del olvidado coronel –escritos antes de la inconcebible y centenaria saga– llegaron editorialmente después, los leímos ya vacunados y un con cierto respiro más cómodo tras el paso del torrente multicolor de pura invención. Y los disfrutamos más, si cabe. Por eso –contra ese fondo de gloria y reconocimiento universales– se recorta todavía hoy la perfección de aquellas piezas contenidas, hechas de reticencia y sabia alusión: “La siesta del martes”, “Un día de éstos”, “En este pueblo no hay ladrones”, la discreta hilera encolumnada que desemboca en el desborde de “Los funerales”. Ahí, antes del viraje, ya estaba el gran narrador que daría el salto sin red y caería parado entre ovaciones.

No trataremos de ser originales. Seamos un poco obvios, una forma de la cortesía ante lo que nos queda grande. Por eso, frente a la noticia de la muerte anunciada sólo cabe –un cadáver es también una pregunta– la respuesta final de su invicto coronel. Un exabrupto de dos sílabas, una definición del mundo o del estado de cosas del mundo que sigue vigente: Mierda.


El mejor de los mejores

Por Osvaldo Bayer

El mejor de los mejores. No es un calificativo muy original. Pero es la verdad. El escritor que descubrió Latinoamérica. Tal cual. Con sus originalidades, tradiciones, muecas, fantasías, predicciones. La naturaleza los hizo así. Eran y son así. Los libros de él penetran. Tienen la originalidad que lleva a la sabiduría. Esa sabiduría popular que puede avergonzar a cualquier filosofía europea. Quien descubrió Latinoamérica no fue Colón sino García Márquez. Su paisaje principal son sus personajes, esos sencillos habitantes que derraman saber chupado de las flores y los cardos. El descubre los colores, los sabores, el saber y el esconder, el abrirse y el usar y el aderezar la picardía. Todo mágico, pero, sí, trágico. Sabio pero llano. No se separa del idioma de las calles, de los valles. Auténtico. García Márquez, toda tu herencia nos queda. Nos has enriquecido para siempre. Mereces toda esta palabra emocionada: gracias por tu vida.


Consenso político

Por Emanuel Respighi

El fallecimiento de García Márquez no pasó inadvertido para el mundo de la política. Diferentes presidentes latinoamericanos y del resto del mundo lamentaron la muerte del Premio Nobel, en su mayoría a través de sus cuentas oficiales en Twitter. El presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, calificó al colombiano como “uno de los más grandes escritores de nuestros tiempos”. “Con su obra, García Márquez hizo universal el realismo mágico latinoamericano, marcando la cultura de nuestro tiempo”, escribió en Twitter el presidente del país en el que Gabo residió en las últimas décadas. A través de la misma red, el mandatario colombiano, Juan Manuel Santos, subrayó que “los gigantes nunca mueren”, al resaltar el gran legado que deja el autor de Cien años de soledad. “Mil años de soledad y tristeza por la muerte del más grande colombiano de todos los tiempos! Solidaridad y condolencias a la Gaba y familia”, escribió el mandatario. También el ex presidente de Estados Unidos Bill Clinton, y el actual, Barack Obama, expresaron públicamente sus condolencias ante la pérdida del escritor y periodista colombiano.

La presidenta de Brasil, Dilma Rou-sseff, reconoció haber sentido una enorme “tristeza” cuando se enteró del deceso. Según la mandataria, el Premio Nobel de Literatura 1982 era “dueño de un texto encantador”, a través del cual “conducía al lector por sus ‘Macondos’ imaginarios como quien presenta un mundo nuevo a un niño”. Su antecesor, Luiz Inácio Lula da Silva, se expresó mediante un comunicado firmado junto a su esposa. “Gabo –dice el texto difundido– fue un extraordinario escritor, un excelente periodista, un gran militante de las causas democráticas populares y un símbolo para todos nosotros de América latina y del mundo.” El presidente de Perú, Ollanta Humala, también lamentó la partida del autor de Crónica de una muerte anunciada. “Latinoamérica y el mundo entero sentirán la partida de este soñador. Descansa en paz Gabriel García Márquez, allá en Macondo”, escribió Humala en su cuenta de Twitter. “Se nos fue el Gabo, tendremos años de soledad, pero nos quedan sus obras y amor por la Patria Grande. ¡Hasta la victoria siempre Gabo querido!”, manifestó el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, también en Twitter.

Otro de los líderes latinoamericanos que expresó su pesar por el fallecimiento de García Márquez fue Nicolás Maduro, el presidente de Venezuela, quien remarcó que el escritor fue un amigo sincero y leal de los revolucionarios latinoamericanos. “Perteneció a la generación fundadora del periodismo creador y comprometido con el derecho del pueblo a su felicidad. Dejó grabada su huella espiritual en la nueva era de nuestra América, cien años de Amor por su espíritu eterno. El Gabo fue amigo sincero y leal de los líderes revolucionarios que levantaron la dignidad de la América, de (Simón) Bolívar y (José) Martí”, remarcó Maduro. El presidente de Uruguay, José Mujica, recordó que cuando estuvo preso soñaba con las mariposas creadas por García Márquez en Cien años de soledad. “Lo descubrí casi por casualidad, en algunos años en la cárcel, y caminé mucho con él. Después lo soñé. Estuve 7 años sin poder consultar un libro y mi imaginación buscaba mariposas como las de él”, dijo. Mujica reflexionó que en sus soledades acudió a García Márquez y a otros escritores, porque “cuando uno está muy solo, trata de conversar con el hombre que lleva adentro, que está munido de los recuerdos de lo mejor que ha podido recoger en la vida. Y algunas cosas eran imágenes de García Márquez”, subrayó.

Las repercusiones en la política ante la muerte de Gabo no se redujeron al ámbito latinoamericano. El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, también se sumó a los mensajes de condolencias, señalando que con el fallecimiento de García Márquez “el mundo ha perdido a uno de los más grandes y visionarios escritores” y uno de sus favoritos desde que era joven. El ex presidente de Estados Unidos Bill Clinton, con quien el colombiano tuvo una relación fluida durante su mandato, aseguró sentirse “honrado” de llamarlo amigo, lo que le permitió compartir su “gran corazón y mente brillante durante más de veinte años”.


Otras voces

- Guillermo Saccomanno (escritor): “Todos los libros que escribió fueron buenos, están magníficamente escritos. Todo tuvo brillo, sello personal. En todas sus novelas, la primera frase ya es hipnótica. Hace un tiempo volví a curiosear su obra periodística completa. No la leí toda, claro; pero allí donde entraba, quedaba pegado. Es un mérito que no todos los escritores logran: fue un modelo de rigor, con el uso de la palabra, con la profesión de periodista, con la escritura. Un grande. Va a quedar como el más importante de Latinoamérica en mucho tiempo. Es nuestro Cervantes”.

- Elsa Drucaroff (escritora y crítica): “Cien años de soledad y el universo de Macondo tienen y seguirán teniendo una vigencia descomunal. Sin embargo, en los últimos diez, quince años, se puso de moda en Filosofía y Letras hablar con menosprecio de García Márquez. El García Márquez que me fascina es el de Macondo, el de esos cuentos, el de Cien años... Me fascina porque creo que hay una comprensión tremenda de la situación de inviabilidad de América latina. Hay una mirada negra, pesimista, terrible. Me parece lamentable que lo que García Márquez inventó haya sido leído en su momento como exotismo latinoamericano. Leído desde no-sotros no es eso, es otra cosa. No me gustó demasiado lo que vino después de Doce cuentos peregrinos, pero un gran escritor no tiene por qué serlo al ciento por ciento. Fue un gran escritor latinoamericano. Se lo menospreciaba porque cuando algo se lee muchísimo la institución crítica tiende a menospreciar. Como artista tuvo la fortuna de llegar a millones: es una fortuna que desearía para mí”.

- Leila Guerriero (periodista): “Siempre me llamó mucho la atención un dato que pasa un poco inadvertido: cuando García Márquez fundó la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, en 1994, ya había ganado el premio Nobel y había escrito sus grandes libros. Siempre me llamó la atención que un premio Nobel de Literatura pusiera su nombre y su dinero al servicio de una fundación que propiciara la escritura del periodismo, y no de una residencia para jóvenes escritores de novelas o de un premio de poesía. Eso siempre me pareció muy interesante. Fue muy moderno en la forma, en Textos costeños o en Relato de un náufrago, por ejemplo. Hay mucho trabajo detrás de esa prosa que fluye de modo tan fácil. También se destaca el uso del humor y la ironía, en sus crónicas de los ’50. Pero, más allá de todo esto, lo que me parece interesante de García Márquez es que siempre hablaba mucho del periodismo: decía que bien hecho, un texto periodístico podía ser una forma tan maravillosa de literatura como una buena novela o un buen cuento. Puso al texto periodístico a la par de la ficción. Sostuvo que el periodismo no es lo que hacemos para ganarnos el pan mientras somos escritores de grandes novelas y buscamos la consagración”.

- Mario Vargas Llosa (escritor): “Ha muerto un gran escritor cuyas obras dieron gran difusión y prestigio a la literatura de nuestra lengua. Sus novelas le sobrevivirán y seguirán ganando lectores por doquier”.

- Shakira (música): “Tu vida, querido Gabo, la recordaremos como un regalo único e irrepetible y como el más original de los relatos. Es difícil despedirse de ti, pues nos has dado tanto. Te quedarás para siempre conmigo y con todos los que te quisimos. Latinoamérica y el mundo sentirán la partida de este soñador. Que descanses en paz, Gabriel García Márquez”.

- Isabel Allende (escritora): “El único consuelo es que su obra es inmortal. Muy pocas obras literarias sobreviven el implacable paso del tiempo, muy pocos autores son recordados, pero García Márquez está en el panteón de los clásicos, junto a los grandes de la literatura universal. Es el más importante de los escritores latinoamericanos de todos los tiempos, el gran exponente del realismo mágico, el pilar del boom de nuestra literatura, la voz que le contó al mundo quiénes somos y nos mostró a los latinoamericanos nuestra propia imagen en el espejo de sus páginas. Todos somos de Macondo. Yo le debo el impulso y la libertad para lanzarme a la escritura, porque en sus libros encontré a mi propia familia, mi país, los personajes que me son familiares, el color, el ritmo y la abundancia de mi continente. Mi maestro ha muerto y para no llorarlo seguiré leyéndolo una y otra vez”.

- Jaime Abello Banfi (amigo personal y presidente de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano): “Se ha ido físicamente, pero permanecerá vivo a través de sus ideas, sus textos y su memoria en millones de personas que lo amamos en todo el mundo, y el legado representado en el trabajo de sus fundaciones y escuelas de periodismo y cine”.

- Jorge Coscia (secretario de Cultura de la Nación): “La verdad es que me pasan tantas cosas con esta noticia, no tengo palabras, se trata sin duda de un grande de la literatura universal, creador de ese magnífico movimiento identitario que es el realismo mágico. Fue un escritor comprometido con su tiempo. Periodista, escritor, autor de una obra inmensa. Creo que el tesoro más trascendente es su obra. Es un autor que se define con una sola palabra: genial”.

- Vicente Battista (escritor): “Tuve la suerte de conocerlo y tratarlo. Hablamos un par de veces en Barcelona. Pero sobre todo tuve el privilegio –el mismo que tuvieron millones de personas– de leerlo de cabo a rabo, de encontrarme con uno de los grandes escritores del siglo. Creo que fue Neruda el que dijo que Cien años de soledad se podía comparar con el Quijote, por la popularidad que había tenido, por la cantidad de lectores de todas las ramas sociales que había cosechado, que la habían entendido y gozado. Uno goza de este tipo de literatura. Neruda no estaba tan equivocado: Cien años de soledad cumple el mismo periplo que cumplió y sigue cumpliendo el Quijote. Se convirtió en objeto de estudio pero además lo leía la llamada gente del común, que a lo mejor ni siquiera se acercaba cotidianamente a la literatura. A esto habría que agregar que mantuvo a lo largo de su vida una actitud política, una posición. Fue un hombre de izquierda que mantuvo una fidelidad para con la Revolución Cubana desde que los guerrilleros entraron en La Habana hasta el día de hoy. Y luego con todos los otros gobiernos progresistas que se fueron multiplicando en América latina: él dijo, en algún momento, que imaginaba un socialismo general en toda América latina y lentamente está empezando a pasar”.

- René “Residente” (músico): “El mundo está de luto. La muerte nunca nos venció porque todo lo que muere es porque alguna vez nació...”.

- Alberto Laiseca (escritor): “Estoy triste por su muerte. Me gusta mucho su obra, nos hizo felices y nos hizo crecer. Fue un gran humano, como persona y como literato. Los escritores siempre dependemos de la mirada ajena, a él se lo miró, se lo entendió, y por eso el ‘realismo mágico’ está puesto ahí arriba. Su obra es muy grande”.

- Juanes (músico): “Se va el más grande de todos pero se queda su inmortal leyenda...”

- Ismael Serrano (cantautor): “Y porque es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites, sigues vivo”.

- Rubén Blades (músico): “Ojos de perro azul para Gabo”.

Producción: María Daniela Yaccar y E. R.

18/04/14 Página|12
 

CONMOCION Y EMOTIVIDAD POR LA MUERTE DEL ESCRITOR GABRIEL GARCIA MARQUEZ

El escritor en su laberinto

Por pedido de la familia, sólo habrá una ceremonia el lunes en el Palacio de las Artes de Ciudad de México. Su cuerpo ya fue cremado y Aracataca, su pueblo natal en Colombia, pidió que descansaran en su casa-museo.

Por Silvina Friera

El largo adiós ha comenzado; es el momento del duelo. La muerte de Gabo, el narrador y periodista que cautivó a varias generaciones con su prosa de ritmo hipnótico hilvanada para preservar la oralidad, es el fin de un mundo. Quizá sea el epílogo del “boom latinoamericano”, del escritor que supo conquistar millones de lectores y una popularidad en el territorio de la literatura, que cuesta imaginar que se podrá alcanzar en un futuro no tan lejano. Tenía que suceder lo que está sucediendo: América latina y el mundo se despiden del autor de Cien años de soledad, evocando fragmentos de sus obras, leyendo a viva voz en la puerta de su casa mexicana o en la funeraria donde han trasladado sus restos, que fueron cremados ayer en una ceremonia privada. Cada quien, a su manera, elige cómo agradecer y despedirse. Gabriel García Márquez murió el Jueves Santo, en México, a los 87 años. No habrá honras fúnebres por pedido de su familia. El próximo lunes se realizará un homenaje en el Palacio de Bellas Artes, en el Distrito Federal, para recordar su legado. Las autoridades de Aracataca, su pueblo natal en Colombia, pidieron que las cenizas del Premio Nobel de Literatura sean llevadas al museo levantado en la casa de sus abuelos maternos, donde pasó los primeros años de su vida.

“El mundo y en particular los pueblos de Nuestra América hemos perdido físicamente a un intelectual y escritor paradigmático. Los cubanos, a un gran amigo, entrañable y solidario”, escribió el presidente cubano Raúl Castro a Mercedes Barcha, la viuda de Gabo. En la escueta misiva, el hermano del líder de la Revolución Cubana destacó que “la obra de hombres como García Márquez es inmortal”. Los medios cubanos publicaron sendos artículos que el escritor y Fidel Castro se dedicaron mutuamente en 2008 y 2009. “Nuestra amistad fue fruto de una relación cultivada durante muchos años en que el número de conversaciones, siempre para mí amenas, sumaron centenares”, comentó Fidel Castro en 2008. Por su parte, el narrador colombiano ensalzó a Castro al afirmar que el líder revolucionario cubano es un hombre “incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal”. Casa de las Américas, institución cultural dirigida por el poeta cubano Roberto Fernández Retamar, se despidió del autor de La hojarasca a través de un comunicado: “Cuando a finales de 1936 falleció Miguel de Unamuno, Jorge Luis Borges dijo que el primer escritor de nuestro idioma acababa de morir. Hoy, ante la desaparición de Gabriel García Márquez, debe repetirse la sentencia. Sólo que García Márquez era, además (y es), uno de los mayores escritores en la historia de la literatura”, se lee en el primer párrafo. “Los cubanos admiramos en Gabo, junto a su genio literario, su constante defensa de la Revolución Cubana y su amistad fraternal con Fidel. En el ejercicio de aquella defensa, Gabo prestó grandes servicios, dando muestras de valor y desinterés. En general se identificó con causas nobles a lo largo de su vida. Esa vida acaba de ser interrumpida, pero de él puede decirse lo que Auden escribió a la muerte del gran poeta Yeats: ‘Se convirtió en sus admiradores’. Los numerosísimos y crecientes admiradores de Gabriel García Márquez no lo dejarán morir”, concluye el comunicado de Casa de las Américas.

El presidente francés François Hollande lamentó la muerte de García Márquez, del que dijo que es “un gigante de la escritura que dio brillo mundial al imaginario de todo un continente”. “Maestro del realismo mágico, recreó en sus novelas barrocas y poéticas una América latina soñada y dio a la literatura hispánica una de sus mayores obras maestras, Cien años de soledad”, señaló Hollande. El presidente francés planteó que el genio de Gabo alcanzó un “impacto universal” gracias al Nobel de Literatura que obtuvo en 1982. “Sus artículos de periodista comprometido y su infatigable combate contra el imperialismo le convirtieron en uno de los intelectuales sudamericanos más influyentes de nuestro tiempo”, agregó el mandatario francés. Aurélie Filippetti, ministra de Cultura de Francia, expresó su “viva emoción” por la muerte de un “inmenso escritor” al que consideró “patrimonio de la humanidad entera”. Las novelas del narrador colombiano, “tan brillantes como melancólicas, contienen una dimensión universal, una poesía incomparable y una gran lección de humanismo”, celebró Filippetti en un comunicado en el que destacó que el autor de Relato de un náufrago “es considerado como el escritor en español más importante desde Cervantes”, y que su obra “fue leída y traducida en el mundo entero”.

Aún no se sabe el destino final de los restos de Gabo. Primero decretó cinco días de duelo por la pérdida del “ilustre hijo” de Aracataca, pueblo ubicado en el departamento de Magdalena, en el norte del país, donde el escritor colombiano nació un 6 de marzo de 1927. Tufith Hatum, alcalde de Aracataca, manifestó su deseo de que las cenizas del autor de El coronel no tiene quien le escriba reposen en la Casa Museo –donde nació y vivió hasta los ocho años–, que abrió sus puertas en marzo de 2010. “Le hacemos esta petición con todo respeto a los familiares de Gabriel García Márquez y al gobierno nacional para ver si esas cenizas pueden reposar acá, en la Casa Museo”, precisó el alcalde cataquero (gentilicio de los nacidos en Aracataca). Además anunció que el próximo lunes los cataqueros realizarán un sepelio simbólico a la misma hora del que se llevará a cabo en México. En un mural de ese pueblo del Caribe colombiano hay una frase del escritor: “Me siento latinoamericano de cualquier país, pero sin renunciar nunca a la nostalgia de mi tierra: Aracataca, a la cual regresé un día y descubrí que entre la realidad y la nostalgia estaba la materia prima de mi obra”.

Gabo visitó por última vez Aracataca el 30 de mayo de 2007, luego de 24 años de ausencia. El escritor llegó en un tren que partió de la ciudad de Santa Marta para inaugurar lo que las autoridades locales denominaron la “Ruta de Macondo”. Cuando la singular locomotora –que fue pintada con llamativas mariposas amarillas, uno de los elementos literarios que García Márquez usó en su obra cumbre– llegó a la tradicional estación de Aracataca, una multitud recibió al autor de Crónica de una muerte anunciada y sus acompañantes con gritos de alegría y con una pancarta en la que se leía: “Bienvenido al mundo mágico de Macondo”. Sin embargo, a pesar del pedido del alcalde, los cataqueros se mostraron un tanto indiferentes ante la muerte del célebre escritor. En diálogo telefónico con la agencia AP, Plinio Apuleyo Mendoza, amigo de Gabo, recordó que el escritor visitó muy poco el pueblo. “Realmente no estuvo vinculado después a Aracataca, entonces la gente se siente un poco distante de él”, aseguró Mendoza.

La escritora mexicana Angeles Mastretta auguró que dentro de mil años “habrá quienes estén leyendo” a García Márquez. “Yo ahora estoy penando al Gabo, a su sonrisa en vilo, a sus brazos, a sus dedos largos. Me cuesta trabajo penar al escritor, entre otras cosas porque se da el gran lugar común de todos estos días: el escritor se queda en sus libros”, advirtió la ganadora del Premio Rómulo Gallegos en 1997, premio que el escritor colombiano obtuvo en 1972. A pesar del cliché, Mastretta reconoció que “se queda en sus libros y se va a quedar no ahora, no para nosotros, porque dentro de 500 años y dentro de mil, si existimos, habrá quienes estén leyendo al Gabo”. “No sé quién gobernaba el mundo cuando Cervantes escribió el Quijote, y nadie se va a acordar de quién gobernaba América cuando el Gabo escribió estas cosas clarísimas y convirtió este continente nuestro en la cosa esencial que es en sus libros, pero la gente sí va a saber quién era el escritor y qué cosas dijo.” Sobre lo que significó para su propio trabajo la obra de García Márquez, la autora de Mal de amores explicó que “hay que escribir leyendo al Gabo para no copiarle”. La escritora mexicana añadió: “Como él se hizo de una voz en la que nos cuenta tan bien, hay tantas cosas que nos pasan que él dijo tan bien dichas, que hay que leerlo para no repetirlo. O para repetirlo de distinto modo”. Además de su legado literario, Mastretta subrayó que uno de los recuerdos más entrañables que ella tiene es que nunca lo escuchó hablar mal de nadie. “Sí lo oí una vez regañarnos porque estábamos criticando, como uno suele hacer, no sé ni a quién. Y de repente dijo: ‘Basta, tanta gente tan bonita a la que le va tan bien hablando mal de otros. No lo puedo soportar’. ¡Qué ejemplo!”, sentenció.

19/04/14 Página|12
 

El irresistible influjo de Don Gabriel

Por Mempo Giardinelli

Bueno, era previsible y se esperaba este desenlace. Murió Don Gabo, faro literario de mi generación, pisciano y supersticioso, seguramente el más extraordinario narrador de la lengua castellana del siglo XX junto con Jorge Luis Borges, aunque en diferente registro.

En un año aciago para la poesía latinoamericana –en enero se nos fue Juan Gelman; en febrero el mexicano José Emilio Pacheco– ahora le tocó al más grande fabulador de Colombia y sus alrededores, o sea el mundo entero.

Su trayectoria es, también, la historia de mi vida y la de muchos, miles de autores que en nuestra América, más conscientemente o menos, fuimos paridos a la literatura bajo su irresistible influjo. García Márquez fue como esas mareas de los grandes ríos que, imperceptibles pero definitivas, van formando islas y deltas. Todos los que escribimos en este continente, y la verdad es que también en otros, somos deudores y tributarios de esa fuerza impactante que tiene cada uno de sus párrafos.

Lo leí por primera vez en mi adolescencia, a fines de los ’60, y creo que un poco casualmente. Yo tenía apenas veinte años, estaba por cumplir la condena del servicio militar y en algún lugar leí que la editorial Sudamericana, de Buenos Aires, y enseguida la revista Primera Plana, definían a Cien años de soledad como la novela magistral, revolucionaria, que en efecto era.

Cuando en el Chaco y una noche de tremendo calor, leí el primer párrafo de esa novela, sentí un impacto único, jamás repetido. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea...” Ahí fue que supe, y para siempre, dos cosas definitivas: que yo era escritor y en eso no había remedio, y que me pasaría la vida queriendo y respetando a García Márquez pero tomando distancia de su imaginación y su prosa, como debe hacerse con los padres.

Cuando terminé la novela la releí de inmediato, y entonces supe lo que todo el mundo: que Don Gabo era de Aracataca pero ya vivía en México, como tantos colombianos, y que la historia de la familia Buendía era tan representativa de América latina como el Obelisco lo es de Buenos Aires o el Cristo Redentor de Río de Janeiro.

Por entonces yo redactaba mi primera novelita, que fue, hoy lo sé, a la vez gesto de amor y despedida de García Márquez y de todo el llamado “boom” de la literatura latinoamericana. Ahora me doy cuenta, también, de que fue entonces que tomé la decisión de plantar algún día ese guayabo que hoy tengo y miro cada mañana en mi casa de Resistencia y que se llama, precisamente, Don Gabo, y en el que todos los veranos vienen a comer sus frutos los pájaros más tenaces y cabrones del Chaco.

Después leí esa joya narrativa que es Relato de un náufrago, y yo también fui Luis Velasco en el medio del mar, y después de compartir su angustia empecé a buscar y a seguir la narrativa maravillosa de este escritor impar al que sin embargo –no lo sabía entonces– jamás estrecharía la mano ni tendría oportunidad de coincidir en persona, aunque muchas otras coincidencias, literarias e ideológicas, lo pondrían en mi camino y enhorabuena.

Mientras el mundo se asombraba porque cada nuevo libro de Don Gabo era una obra maestra, yo los leía como se debe leer a García Márquez: con pasión, con la boca seca, sintiendo como sus personajes y saltando en la silla ante sus imágenes y sus adjetivos abrumadores. El ganaba todos los premios, uno por uno, y yo sentía que en cada caso estaba a su lado: en Francia (1969), en Caracas el Rómulo Gallegos (1972) y diez años después el Nobel. Celebré en silencio y a distancia cada uno de sus merecimientos como se celebran las buenas acciones y las buenas palabras de un padre, y gocé cada noticia de él y su fundación y sus viajes mientras era traducido a todos los idiomas del mundo y sus libros prodigiosos alcanzaban los 30, los 40 o 50 millones de ejemplares.

Fui leyendo todo de él y lo que todo el mundo leía, y fui sucesivamente el entrañable dictador de El otoño del patriarca (mi novela preferida en tanto clase magistral de dominio de la prosa castellana), y fui Eréndira y el Coronel y la Mamá Grande, como fui a la par Florentino Ariza y Fermina Daza, y en cada caso sentí que la literatura era lo mejor que había en la vida porque era lo único que me hacía pasar de la emoción al brinco, de la puteada admirativa al llanto conmovido, de la necesidad de compartir frases al silencio profundo de la meditación solitaria.

Pero nunca nos vimos, y quizás estuvo bien que así fuese. Por eso apenas corresponde evocar ahora una minúscula anécdota: alguna vez escribí un artículo duro, acaso impertinente, acerca de la misoginia en El amor en los tiempos de cólera, que él leyó con indulgencia porque después y ante amigos comunes se refirió a mí con generosidad. En el ’82, durante la guerra de Malvinas, le mandé una notita personal agradeciéndole sus palabras certeras: “Se trata de una guerra justa en manos bastardas”.

No he sabido evitar algunas cuestiones personales en este obituario, pero no hubiera podido expresar de otro modo mi tristeza de lector en estas horas. Aun sabiendo que estaba enfermo y grave, y no tenía más horizonte que la muerte, la noticia de este último viaje de Don Gabo me conmueve ahora, como a millones de sus lectores, en esta tarde gris de otoño en Buenos Aires. Mañana vuelvo al Chaco y seguramente regaré con alguna lágrima el guayabo de mi casa.

19/04/14 Página|12
 

Gabo, amigo íntimo de Fidel Castro

Amigo íntimo de Fidel Castro, Gabriel García Márquez era “un hombre con bondad de niño y talento cósmico”, según el líder de la revolución cubana que lo ha evocado como “un hombre de mañana, al que agradecemos haber vivido esa vida para contarla”.

Los dos hombres -el cubano es siete meses mayor- se conocieron en los primeros días de la revolución, en enero de 1959, cuando Gabo llegó a la isla como periodista a cubrir la llegada al poder de los guerrilleros “barbudos” que comandaba Castro.

Siguieron decenios de amistad, con algunos desacuerdos entre dos hombres a quienes les gustaba tacharse mutuamente de “desmesurados” y “exagerados”.

Crítico de las dictaduras y los regímenes autoritarios de derecha de América Latina, García Márquez permaneció siempre fiel a esa amistad con Fidel Castro, incluso a veces a riesgo de ser criticado.

“Nuestra amistad fue fruto de una relación cultivada durante muchos años en que el número de conversaciones, siempre para mí amenas, sumaron centenares”, relató Castro en 2008 cuando recibió a Gabo y su esposa Mercedes, dos años después de la crisis de salud que lo llevó a dejar el poder en 2006.

García Márquez, quien fijaría largo tiempo su domicilio en La Habana, participó en 1959 en la formación de la agencia cubana Prensa Latina y en 1986 en la creación de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano y de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, 30 kilómetros al suroeste de La Habana, que ha formado a generaciones de cineastas.

Visitas nocturnas

Gabo, quien recibía en su hogar de La Habana frecuentes visitas nocturnas de Fidel, destacaba a su vez “su devoción por las palabras, su poder de seducción”. “Fatigado de conversar, descansa conversando”, escribió sobre el líder cubano.

Una de esas noches, contó el escritor colombiano en 1988, le preguntó qué era lo que más le gustaría hacer en el mundo. “Pararme en una esquina”, le respondió inmediatamente Fidel.

Su historia común pudo haber comenzado en Colombia en abril de 1948: al día siguiente del asesinato del político liberal Jorge Eliécer Gaitán, Fidel Castro y Gabriel García Márquez, ambos de 21 años, participaron en la revuelta que pasó a la historia con el nombre de “El Bogotazo”. “Ninguno tenía noticias del otro. No nos conocía nadie, ni siquiera nosotros mismos”, recordó Castro en un artículo publicado en 2002 con ocasión del lanzamiento del libro Vivir para contarla del Premio Nobel de Literatura.

Siempre fiel defensor de la revolución cubana, García Márquez sirvió de emisario especial del líder ante el presidente estadounidense Bill Clinton.

En 1994 participó en la solución de la crisis que culminó con un acuerdo migratorio entre La Habana y Washington.

En 1997, Gabo llevó a Bill Clinton -quien le había contado que Cien años de soledad era su novela favorita- un mensaje de Fidel Castro en el que proponía a Estados Unidos cooperación en la lucha contra el terrorismo.

La cooperación cubano-estadunidense fue efímera. Washington reaccionó apresando a los luchadores antiterroristas cubanos en septiembre de 1998 que alertaban desde la Florida los planes y atentados criminales que organizaba los extremistas de Miami.

Los amigos de Gabo

García Márquez fue amigo de escritores como Mario Vargas Llosa, Alvaro Mutis, Carlos Fuentes, Julio Cortázar y Pablo Neruda y también del director español Luis Buñuel.

Pero ninguna amistad lo marcó tanto como la que cultivó durante medio siglo con Fidel Castro. Eran tan cercanos que, dicen, García Márquez mandaba los borradores de sus novelas a Fidel para que los leyera antes de publicarlos.

“Soy amigo de Fidel y no soy enemigo de la revolución. Eso es todo”, dijo en una oportunidad García Márquez, según relata el libro Gabo y Fidel.

Su salud empezó a flaquear en 1999, cuando fue tratado de un cáncer linfático. En 2012 sus familiares explicaron que tenía problemas de memoria y había dejado de escribir.

García Márquez fue hospitalizado a fines marzo debido a una infección pulmonar. Y cuando le dieron de alta la semana pasada, los médicos advirtieron que su salud era delicada.

Casado desde hace cinco décadas y media con Mercedes Barcha, García Márquez tuvo dos hijos. El mayor, Rodrigo, dirigió varias películas de Hollywood como Nine Lives y Albert Nobbs.

En los últimos años regresaba de vez en cuando a Colombia, aunque para refugiarse en su residencia en la ciudad colonial de Cartagena de Indias.

Gabo apareció por última vez en público en la puerta de su casa de Ciudad de México el 6 de marzo, el día de su cumpleaños 87. No dijo ni una palabra, apenas regaló una sonrisa cansada a los periodistas que le cantaron las Mañanitas. En la solapa del traje llevaba una rosa amarilla.

La Jornada, México
Foto: Cubadebate, Cuba


Mi Gabo particular

Por Eric Nepomuceno

Fue en uno de los tres últimos días de julio, o de los tres primeros de agosto de 1978, y fue en La Habana. Yo había llegado en la madrugada del 27 y me quedaría en la isla por unos dos meses para trabajar en un libro sobre la revolución. García Márquez era uno de los huéspedes más luminosos del Riviera, que en la época era el mejor de Cuba, y decidí ir verlo sin previo aviso. Quería conversar sobre la isla. A mis 30 años recién estrenados yo todavía era capaz de esa clase de osadía. Y así nos conocimos. Un año después de aquellos encuentros fugaces en La Habana me mudé de Madrid a la Ciudad de México. Volvimos a encontrarnos y desde entonces fue para siempre. Fueron décadas de desasosiego y de esperanza, de temporales y bonanzas, hasta que cambió el mundo y nosotros dos, no. No en la esencia. No en la memoria y en el afecto.

Recuerdo bien cómo fue la escritura de El amor en los tiempos del cólera, de cómo apuntes sueltos y borradores veloces se transformaron en los Doce cuentos peregrinos, de la cuidadosa arquitectura de El general en su laberinto, de la alegría irrefrenable de cuando terminó Noticia de un secuestro. Recuerdo eso y mucho más: la sensación de alivio y soledad que lo acometía cuando terminaba de escribir, y muy en especial de cuando escribió “El rastro de tu sangre en la nieve”, que sigo creyendo el más bello de los Doce cuentos peregrinos.

Pocas veces he visto a alguien tan desolado. Cuando salía del caserón blanco, de esa dirección improbable –esquina de Fuego con Agua–, le pregunté qué le pasaba. Y Gabo contestó: “Es que he escrito un cuento de un amor muy, muy bello, y muy triste, y me siento vacío de todo”.

En Cartagena de Indias, en el invierno tropical de 1984, Gabo me condujo por los escenarios de El amor en los tiempos del cólera. Me enseñó la ventana donde Fermina Daza, espléndidamente juvenil, hacía que Florentino Ariza se derritiera por sus amores imposibles. Y también el caserón con un enorme árbol de mango en el patio donde se instaló el loro del doctor Juvenal Urbino, que a propósito murió al intentar alcanzar el pájaro travieso en las ramas más altas. Hablaba de ellos como si hablara de los amigos con quienes habíamos cenado la noche anterior.

Llevo por la vida un enorme y formidable baúl de recuerdos. Y cuando pienso en el Gabo, confirmo la certeza de una generosidad sin límites, una solidaridad silenciosa y absoluta, una lealtad sin fronteras. De alguien que en ningún instante de su vida se dejó mover por otra fuerza que la de la amistad y el afecto. Hasta el final mantuvo la misma sonrisa cálida con que me recibió aquella lejana tarde del verano de La Habana y que más tarde me di cuenta de que ocultaba una melancolía de puesta de sol, una insuperable nostalgia de la infancia.

Los últimos años fueron pasados en la casona de San Angel, quieto en su rincón, navegando las mansas aguas de la memoria callada.

Cierto fin de tarde de abril de 2009 oí de él una frase apenas susurrada: “Ya no cuido de nada, no me inquieto por nada, no me preocupo con nada”. Y luego de un silencio fugaz, fulminó: “Y eso es lo que me preocupa”. Y rió aquella risa que distribuía luz pero no opacaba el relámpago de suave melancolía que jamás abandonó sus ojos. Como siempre, sabía con qué preocuparse. Eso fue lo que me dijo. Sabía.

Todos sus libros son libros de la soledad y la nostalgia, y también de la búsqueda angustiada por aquella segunda oportunidad sobre esta tierra, que él reivindicaba para todos los Buendía que sobrevivieron a cien años de soledad. Para todos nosotros. Todo lo que Gabo escribió es revelador de la infinita capacidad de poesía contenida en la vida humana. Supo, como nadie, demostrar que en América latina la realidad es más delirante que la más delirante imaginación.

El eje de lo que escribió es siempre el mismo, alrededor del cual giramos todos: la soledad, la inmensa soledad y la búsqueda desesperada, la esperanza perenne de encontrar algún antídoto contra esa condena.

Recuerdo, en fin, que hace tiempos y tiempos Gabo estaba en Zurich, en la tormentosa calma suiza, cuando lo atrapó una súbita tempestad de nieve. Para protegerse, entró en un bar de fin de tarde. Y alguna vez contó a uno de sus hermanos: “Todo estaba en penumbra. Un hombre tocaba el piano para unas pocas parejas de enamorados. Y entonces entendí lo que quería ser: quise ser aquel hombre que tocaba el piano sin que nadie le viera la cara. Tocaba solo para que los enamorados se amaran más”.

Así Gabo vivió la vida que le fue dada vivir: buscando protegerse en la penumbra mientras ayudaba a la gente para que la gente se quisiese más.

Así pasó sus últimos tiempos: anclado en la memoria de una vida pródiga y prodigiosa, luminosa. Viviendo en la esquina de Agua y Fuego.

Llevaré conmigo para siempre la imagen de su caminar de bailarín caribeño, su sonrisa de fulgores, su entrega a la vida. Su soledad rota apenas por el afecto de los amigos, por un sol llamado Mercedes. Y el Gabo queriendo ser aquel pianista de fondo de bar, el mundo como un

inmenso piano que él tocó de manera incesante, para que los enamorados se amaran más.

Ese es el vacío que llevaré para siempre. Un vacío infinito, del tamaño de mi dolor.

19/04/14 Página|12


El Gabo y el Che

Por Emir Sader

A Gabo siempre le gustaba reiterar que, como periodista –profesión que él siempre reivindicó–, su más grande frustración era que no podría dar la noticia más importante de su vida. Pero la verdad es que la más importante de su vida no ha sido la dolorosa noticia de 2014, ni tampoco el glorioso Nobel de Literatura de 1982, sino el lanzamiento de Cien años de soledad, en 1967.

En el siglo XX, América latina tuvo un gran protagonismo a escala mundial. Iniciado, políticamente, con la masacre de los mineros chilenos en la Escuela Santa María de Iquique, en 1907 y, tres años más tarde, con la Revolución Mexicana, se anunciaba que sería un siglo de revoluciones y contrarrevoluciones. El marco definitivo de esa trayectoria vendría con la Revolución Cubana de 1959.

Pero 1967 fue un año simbólicamente determinante para la historia del continente y para su proyección mundial. Es el año de la publicación de la obra más importante de nuestra literatura –Cien años de soledad–, pero también porque es el año de la muerte del Che. Una, la más grande opera prima de la literatura latinoamericana, otro, el personaje cuya gesta llevó a que su imagen se transformara en la más reproducida en el mundo.

No hay nadie que haya leído Cien años de soledad y que no se acuerde de las circunstancias –dónde, cuándo, con quién, en qué edición– en las que leyó por primera vez el libro. Como no hay nadie que haya vivido en aquel no tan lejano 1967 que no se acuerde de cuándo, dónde, con quién supo de la noticia dolorosamente verdadera de la muerte del Che.

El discurso del Gabo al recibir el Nobel de Literatura es la más notable reivindicación de América latina. Allí él afirmó que, al igual que se reconoce a nuestro continente su genial creatividad, originalidad y genialidad en las artes, se debe dejar de intentar imponer desde fuera proyectos políticos hacia nosotros, dejándonos que ejerzamos, de la misma manera en los caminos de nuestra historia, la genialidad, la creatividad y la originalidad que se nos reconoce en el arte.