Estuvo abierta casi 50 años

Purgar condena en el fin del mundo

El 15 de septiembre de 1902, con la idea del panóptico en los planos, se puso la piedra fundamental en la tierra árida de la isla grande de Tierra del Fuego. Ahí, en ese lugar donde solo había unas 40 casas, Julio Argentino Roca decidió crear una colonia penitenciaria. La mano de obra fueron los mismos presos, que construyeron sus propias tumbas.

Por Juan Carrá, desde Ushuaia, Tierra del Fuego

Fotos Miguel Saenz

El frío del fin del mundo se multiplica en los pasillos del viejo presidio de Ushuaia. Olor a humedad, penumbra, silencio. Dos salamandras ocupan el pasillo que se recorre en poco más de cincuenta pasos. Diecinueve celdas de cada lado en dos pisos. Al final: el lavadero, los baños y las letrinas. Cinco pabellones idénticos por los que pasaron criminales tristemente célebres como el El Petiso Orejudo; también presos políticos como el anarquista Simón Radowitzky. Cinco pabellones que desembocan en la sala de guardias: un círculo perfecto desde donde la mirada vigilante puede alcanzar todos los pasillos.

Panóptico. Así definió el filósofo Jeremy Bentham –al servicio de Jorge III del Reino Unido– a esta forma de control: “La facultad de ver con sólo una ojeada, todo lo que aquí ocurre”. Años después, Michel Foucault en su obra “Vigilar y castigar” dirá que con la idea del panóptico “la arquitectura ya no está hecha simplemente para ser vista o para vigilar el espacio exterior, sino para permitir el control interior”. El 15 de septiembre de 1902, con la idea del panóptico en los planos, se puso la piedra fundamental en la tierra árida de la isla grande de Tierra del Fuego. Ahí, en ese lugar donde solo había unas 40 casas, Julio Argentino Roca decidió crear una colonia penitenciaria. La mano de obra: los mismos presos que, dos años después, iban a ocupar las celdas. Picapedreros engrillados que desprendían los bloques de las canteras de Ushuaia. Así, los presos construyeron sus propias tumbas.

Hoy el penal es un museo. Muñecos inclasificables recrean a algunos presos: el Petiso Orejudo, Mateo Banks, Alberto Andino, Ricardo Rojas. También hay fotos que acompañan la historia del presidio. Todo armado para que el paseo turístico sea confortable: sobre todo la calefacción. Solo uno de sus pabellones se mantiene como en las épocas en las que el presidio estaba en funcionamiento: paredes y los pisos lucen el paso del tiempo. El metal de las rejas está comido por el salitre del Atlántico que parece muerto en la bahía. Las canillas de los piletones desbocadas. En otros pabellones: muestras de arte y un museo marítimo. También una tienda de suvenires: el traje de presidiario, azul y amarillo a rallas, está a la venta. Solo el birrete cuesta 160 pesos.



El viaje al confinamiento

La sentencia se dictaba en Buenos Aires. Los condenados tenían por delante un viaje en barco que tardaba no menos de 20 días. En Ushuaia no había muelle. Los confinados desembarcaban en un bote. El lanchón Gobernador Godoy, cargado de penitenciarios, escoltaba los escoltaba hasta la bahía. De ahí, caminaban a la cárcel.

Apenas ingresaban, se tomaban las huellas dactilares y se confeccionaba una planilla antropométrica para cada interno. El color de la tez, las formas de las cejas, el mentón, las orejas, la pigmentación de los ojos, la medida de la cabeza (longitud y ancho) eran algunos de los datos que se llenaban a mano con letra cursiva, prolija. Es que las primeras décadas del siglo XX, la criminalística, estuvo gobernada por las teorías darwinistas de Cesare Lombroso. El antropólogo y médico Italiano aportó al Derecho Penal su teoría del criminal nato, según la cual la simetría en el rostro, la frente hundida, la mandíbula sobresalida, el excesivo largo de los brazos o el tamaño inusual de las orejas (entre otras características físicas) permitían detectar a los criminales.



Hacinamiento, tortura y presos políticos

La historia del presidio del fin del mundo esconde detrás de una fachada pintoresca la crueldad del confinamiento. Según los datos extraídos de la libreta del guardián Pedro Fernández, en 1937, en el presidio había 474 presos en 370 celdas diseñadas para una sola persona, con una pequeña ventana con rejas de adentro y de afuera. De esos, 105 habían sido condenados a prisión perpetua, 47 a 25 años y 77 de 18 a 22. El resto, condenas menores. La mayoría eran homicidas, algunos ladrones, abusadores y falsificadores.

Los presos debían cumplir un estricto reglamento. Violarlo significaba el castigo: retiro de las recompensas, trabajos forzados sin compensación, multas que se deducían del peculio, incomunicación en calabozo a pan y agua de 1 a 15 días. Trabajar con grilletes, estaqueados en una barra. Los que tenían buena conducta, recibían sus “beneficios”: “conocer la gracia” de salir domingos o feriados con la custodia policial era uno de ellos.

El frío del sur se combatía apenas con las salamandras de los pasillos. Los presos podían abrir una hora las puertas de sus celdas, para que entre el calor. La leña, acerrada por los presos de buena conducta en el bosque de lengas, la trasladaban en tren desde donde hoy está el Parque Nacional Tierra del Fuego. Por ese trabajo, cobraban entre 30 y 90 centavos por día.

En esa misma época, durante la Década Infame, el presidio fue el lugar donde fueron confinados los presos políticos. En 1934, el escritor, rector de la Universidad de Buenos Aires, Ricardo Rojas llegó para ocupar una de las celdas; también llegó en esa época Enrique Mosca junto con otros dirigentes de la Unión Cívica Radical; los anarquistas Horacio Badaraco y José Berenguer también fueron confinados.



Simón Radowitzky

El anarquista más renombrado que llegó al fin del mundo para cumplir su pena fue Simón Radowitzky. Llegó a Ushuaia en 1911 luego de que se le conmutara su pena de muerte a prisión perpetua. Radowitzky, al grito de ¡Viva el anarquismo!, puso una bomba de fabricación casera en el auto del el comisario Ramón Falcón, responsable de brutales represiones y asesinatos contra los anarquistas.

Confinado en el penal del fin del mundo, denunció en sus cartas las torturas que recibió en el presidio: le negaban la lectura que a otros se le permitía, lo mantenían a pan y agua durante un mes, palizas, largos periodos incomunicado. En 1917 logró fugarse del penal, pero fue detenido cerca de Punta Arenas. En 1930, Yrigoyen lo indultó, pero lo expulsaron del país a Montevideo. Su vida siguió en el camino de la lucha: la Guerra Civil Española, las luchas obraras en México, donde murió de un infarto en 1956.



Asesinos múltiples y seriales

En el lugar lo presentan como el “preso más famoso” que pasó por las celdas del fin del mundo. Cayetano Santos Godino, “El Petiso Orejudo”, quemó los párpados de una beba de 22 meses, enterró viva a una nena de tres años; a los 15 años, ahorcó a un chico de 13 con la cuerda con la que sujetaba sus pantalones. Pasó tres años en la colonia de menores de Marcos Paz. Al salir incendió la estación de tren y una bodega. El fuego era una de sus armas preferidas: el vestido de una nena de 5 años fue su objetivo, la chica agonizó durante 16 días y murió. Fue declarado mentalmente insano: en el hospicio de Mercedes atacó a dos enfermeros y a dos pacientes lo trasladaron a la Penitenciaria Nacional hasta que en 1922 fue enviado a Ushuaia. Nadie hablaba con él allí. Dicen que solo Radowitzky se le acercaba. Fue violado y golpeado por sus compañeros. También sometido a una operación que le redujo las orejas donde, decían, se alojaba su maldad. En 1944 murió. La leyenda que rodea su muerte dice que el cadáver desapareció del cementerio del presidio.



El mismo año en que el Petiso Orejudo llegó a Ushuaia, Mateo Banks –estanciero de Azul, viceconsul de Gran Bretaña y representante de la firma Studebaker– asesinó con su Winchester a su hermano y su familia para quedarse con los campos. Perdido por el juego, dilapidó fortunas. Fue condenado a prisión perpetua. En Ushuaia se lo conoció como “El Místico”: rezaba todo el día y daba sermones religiosos que le valieron la burla de muchos de sus compañeros. Banks quedó en libertad en 1944. Viajó a Buenos Aires y se alojó en una pensión. El día que llegó, se registró como Eduardo Morgan, y se fue a su habitación. Tomó un baño: resbaló en la bañadera y murió desnucado.

Perón y la “Libertadora”

“Es propósito del Gobierno seguir humanizando el régimen carcelario”, dice el decreto 7577 del 21 de marzo de 1947 con el que el presidente Juan Perón cierra el presidio de Ushuaia y entrega el edificio a la Marina para crear una base naval. Los argumentos: la imposibilidad de que los presos alojados allí tengan un trato igualitario con los que estaban alojados en otros penales; el clima hostil para presos y guardias; la desnaturalización de la “finalidad readaptativa de la pena”, entre otros. Con el golpe de Estado de 1955, el lugar volvería a tener en sus pabellones reclusos: peronistas perseguidos. Héctor J. Cámpora, Guillermo Patricio Kelly y el empresario Jorge Antonio fueron algunos de los nombres que por entonces pasaron por allí. En Ushuaia dicen que lograron escapar del penal rumbo a Chile donde pidieron asilo político. Esto, como tantas otras anécdotas, es parte de la historia mítica del presidio. El hecho existió, en 1957, pero ocurrió en el penal de Río Gallegos.

JC/PW

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