De
cementerios de barcos y trenes, monumentos solitarios y pueblos perdidos
Por Pedro Patzer
Como si fueran juguetes de los días que los niños de nuestra historia dejaron
arrumbados en los patios del olvido, hallamos en los páramos del país:
cementerios de barcos y trenes; monumentos de la intemperie y pueblos
abandonados.
Cementerios de Barcos
Cuando Paul Valery escribió su poema “Cementerio marino” no hubo de imaginar que
los mares y ríos del sur del sur harían sus testamentos en forma de cementerios
de barcos.
En Cabo San Pablo, Tierra del Fuego, se encuentra varado, desde el invierno
marítimo de 1983, el buque Desdémona. Pareciera ser un Templo de óxido levantado
en memoria a todos los naufragios australes. También en el mar patagónico, pero
en San Antonio Oeste, provincia de Río Negro, hallamos una especie de necrópolis
de barcos, un estuario en el que se apilan embarcaciones pesqueras, naves que
agonizan entre las nanas de herrumbre y los pensamientos de los pescadores que
cada tanto se acercan a escuchar los consejos que sólo saben dar los viejos
barcos. Cuando la marea baja, estos buques quedan en tierra, como cartas que se
acumulan en los umbrales de las casas abandonadas. Sin la liturgia del mar,
aunque con el misterio del río, descubrimos en el delta Ensenada - Berisso, a un
grupo de barcos a la deriva, como si fueran huérfanos de la sudestada,
consagrados a la odisea del río color león. Estos buques abandonados son
llamados por los orilleros como: “los linyeras del río”. No podemos dejar de
referirnos a Puerto Sánchez, paraje de pescadores del Paraná, ubicado en la
ribera entrerriana. Allí se puede contemplar algo así como un campo santo de
canoas, donde las maderas de las viejas barcas exhiben sus memorias de
temporales. El linaje de apóstoles milagreros, que por años multiplicaron el
surubí, con su artefacto de prodigios: el espinel, es el alma de esta comarca
que considera a sus antiguos botes, como ermitas de santos paganos, tal vez
santos de los ahogados, santos de los sin anclas.
Cementerios de trenes
¿Hay algo más triste en el mundo que un tren inmóvil bajo la lluvia? Se
preguntaba Pablo Neruda, hijo de un ferroviario. Tal vez, don Pablo, haya algo
más triste: un cementerio de trenes. En la localidad bonaerense de Vedia,
hallamos, en el bosque, un vagón abandonado, éste pareciera ser un monumento de
intemperie erigido en tributo a todos los trenes desaparecidos, aunque una
imagen aún más (ferroviariamente) desoladora, es la del cementerio de trenes, de
Ibicuy, Entre Ríos, pueblo que supo ser ferrocarrilero, y hoy es el imperio de
las elegías de rieles, chatarras, vagones y locomotoras. Así como en Ibicuy hay
muchas ciudades, pueblos y parajes de nuestro país que poseen cementerio de
trenes, desde la cordobesa Cruz del eje hasta comarcas en las que se pueden
llegar a descubrir (como si se tratara de una ironía) los restos de la
“Argentina”, la célebre locomotora a vapor creada por Livio Porta. Locomotora
que en pleno siglo XXI, los suizos e ingleses, están interesados en reflotar por
su sistema ecológico.
De monumentos solitarios
En Quemú Quemú, típica localidad de la provincia de La Pampa, donde la llanura,
el caldén y el pampero conquistan el corazón de lo cotidiano, se halla un
monumento de cuarenta metros de altura, ante el cual el viajero se pregunta:
¿Semejante panteón se habrá levantado como homenaje a San Martín, Belgrano,
Perón? No. El fastuoso monumento fue erigido en 1967 (por el arquitecto Lincoln
Presno) en memoria al asesinado presidente de los Estados Unidos, John
Fitzgerald Kennedy. Es decir, en el medio del desierto pampeano, un coloso
irrumpe en el cielo de los pampas: el monumento a Kennedy ¡Todo un disparo a la
cabeza de nuestra cultura ancestral! De la misma forma, en el paraje cordobés
“Los Cerrillos”, se encuentra el mausoleo más grande de Argentina, con sus 85
metros de altura ¿Será un mausoleo a Evita, a Mariano Moreno, a Facundo Quiroga?
No, este monumento fue construido en 1935, en remembranza a la aviadora Rosa
Margarita Hoffman, más conocida como Myriam Stefford, la que muriera al
precipitarse su avión, en la provincia de San Juan. Raúl Barón Biza, su esposo,
le encomendó al ingeniero Fausto Newton la construcción. A seis metros de
profundidad está la tumba en la que descansan los restos de la aviadora, la
leyenda señala que también allí se encuentran sepultadas todas las joyas de la
desdichada. En su lápida el epitafio reza: “Viajero, rinde homenaje con tu
silencio a la mujer que, en su audacia, quiso llegar hasta las águilas”
De ciudades y pueblos perdidos
Nuestra cultura popular posee leyendas que denuncian ciudades espectrales. En la
Patagonia, la Ciudad de los Césares; en Salta, Ciudad Esteco y en los Valles
Calchaquíes, Ciudad muerta. Más allá de estas míticas historias, nuestro país
está colmado de comarcas que están a punto de desaparecer y de muchas otras que
ya han desaparecido, la mayoría a causa del cierre de los ramales del tren,
otras por catástrofes naturales, económicas y culturales.
En Medanitos, páramo catamarqueño, hallamos un oratorio sepultado en la arena.
El frente del templo surge del médano, desde su gastada puerta puede verse a la
virgen de las dunas. El único poblador de Medanitos, Nicolás Reales, de setenta
años, custodia el santuario y promete no abandonar jamás su solitario paisito de
arena.
Guanaco, es un paraje, donde las esquirlas del neoliberalismo se retratan en su
estación de vías muertas, este lugar que supo tener sus negocios, sus hoteles,
sus escuelas, hasta hubo recibido a Carlos Gardel, allá por noviembre de 1912,
cuando el Zorzal criollo se presentaba junto a Martino. Guanaco es hoy, una
morada fantasma, tal es así que en una de las paredes de su estación se puede
leer una leyenda que reza: “me voy, no aguanto más la soledad” Pero si
tuviésemos que nombrar capital de la desolación argentina a alguna comarca, sin
duda esta debiera ser la bonaerense Villa Epecuén, que llegara a ser uno de los
balnearios termales más importantes del país, y que fuera borrada por una
inundación, la madrugada del 10 de noviembre de 1985 cuando una sudestada desató
la fatalidad y el lago Epecuén avanzó sobre la población, empujándola al éxodo:
1500 habitantes tuvieron que abandonar definitivamente sus casas. Villa Epecuén
se convirtió en un desierto de agua, en un cementerio lagunero. Hasta que años
después, el agua bajó, dejando un museo de ruinas: árboles muertos, el gran
hotel hospedado por los viejos fantasmas de salitre, la escuela a la deriva del
estricto manual del silencio y, de manera escalofriante, la monumental
construcción de Francisco Salamone, de pie, como poniéndole nombre a semejante
tragedia: Matadero!
De matanzas y nacimientos
Mientras miles de pueblos están en riesgos de desaparición, tenemos una ciudad
llamada “La Matanza” con una población de casi dos millones de habitantes.
¿Será, acaso, tiempo de poblar los lugares más desiertos del país, y tal vez de
fundar allí una gran ciudad llamada “El Nacimiento”?
Pan y Cielo, el blog de Pedro Patzer
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