Postales
folklóricas del bicentenario
Por Pedro Patzer
Todos los estilos que los arrieros cantaron en sus fogones; los rezos solitarios
de la cautiva en la pampa; el conflicto de dioses en las manos del alfarero; los
monólogos del cerro retumban en las cajas; el horizonte esculpe a su medida el
silencio del último resero; el sol cuyano en la obra de Buenaventura Luna; el
carnaval y sus licencias paganas; los viajes interiores de Yupanqui, aventuras
por las andurriales del alma; los sagrados bandoleros y los gauchos milagreros;
el circo andariego y los Podestá enseñándonos a ser argentinos; las dulcineas
gauchas inventadas por los quijotes matreros; los chingolos como ángeles en las
décimas del payador; los barcos del Paraná y sus brújulas de barro; cada piedra
como memoria de Abya Yala; los caballos que convocan a Vairoleto y su justicia
popular; Borges admirador del coraje del gaucho y Sarmiento conmovido ante la
astucia del rastreador; Mercedes Sosa y Charly García reunidos por el viento
norte; las seis cuerdas de la guitarra como seis ríos que buscan la mar de la
milonga; los changarines de estaciones de pueblo y los estibadores de puerto
Tirol; la paradoja que en un lugar llamado Santos Lugares hayan fusilado a
Camila O Gorman, por amar; el platero que se inspirara en la luna sin saber que
para el mapuche, la luna, kuyén, esposa del sol, llegó a despertar tanta envidia
entre las estrellas, que se desató una guerra en el cielo; el viejo paisano que
asegura que si el zonda es el canto del pueblo, el yuyo es su silencio; el
domador que sabe que amansar el bagual es quitarle el pampero que lleva dentro;
Juan Moreira enterrado junto a su perro y Facundo Quiroga deambulando
espectralmente por los llanos junto a su moro; el tropero que comenzó
conduciendo ganado por los valles y las llanuras y terminó como pastor de nubes,
errando en los cielos de las patrias chicas; el erke y la trutruka, trompetas
aborígenes, congregan antiguos sonidos de nortes y sures en sus llamadas
siderales; en el bandoneón de Piazzolla anidan gorriones y en la verdulera de
Tarragó Ros, calandrias. Los muros de las catedrales porteñas y las sagradas
apachetas norteñas; La Delfina y Carmencita Puch, encerradas en los calabozos
del amor y la locura, penando hasta sus muertes, a Pancho Ramírez y Martín de
Güemes; la telera tinogasteña recuperando el arco iris catamarqueño que tanto
inspirara a Juan Alfonso Carrizo a ir en busca de los cantares del pueblo; el
riachuelo como acuarela de suburbios; la cultura diaguita calchaquí indica que
el viento, Shulco, tiene madre, Huayra Puca, mientras que los mocovíes advierten
que el viento es el que empuja, de rama en rama, las almas para conducirlas al
cielo; la rueda de la vieja carreta cual monumento de los caminos perdidos y la
tranquera como renglón del confín; dos hombres, desde hace un siglo, juegan al
truco en una almacén del sur; los mineros y sus inventarios de cuarzo y carbón;
las campanas y el regreso de los trenes en el recuerdo del ferroviario. Dorrego
escribe una carta de amor antes de ser fusilado. Evita se apaga como una
estrella que sigue dando luz, por miles de años.Mariano Moreno se sigue
hundiendo en la mar, mientras Rodolfo Walsh se hunde en el charco de su propia
tinta, la tinta humana. Y un río de miradas nos guía, los ojos de los que
lucharon en las invasiones inglesas se funden con los pibes de Malvinas; hay un
libro que se escribe en el viento, diría Tejada Gómez, y ese libro es una
canción. Hay una canción latente en nuestros corazones, una canción que a veces
no alcanza su música, que otras, no consigue su letra, sin embargo esa canción
está aquí, entre nosotros, custodiando al dios salvaje de nuestras palabras, al
amauta paciente de nuestros silencios.
Pan y Cielo, el blog de Pedro Patzer
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