A
sus plantas rendido un país
Final del 8° round: Foreman en la lona y Alí en la gloria.
Había dos negros sobre el ring, pero sólo uno luchaba por algo más
que 5 millones de dólares. Para Alí era el fin de un largo camino de
humillaciones.
El 30 de octubre de 1974, un Muhammad Alí (Louisville, Kentucky, 17
de enero de 1942 - Phoenix, Arizona, 3 de junio de 2016) de 32 años, por el que
nadie daba ya un peso, subió a un ring en Zaire para enfrentar a un
George Foreman de 25 años, con 40 peleas invicto y amplio favorito.
Con el nocaut al final del 8º round, Alí hizo mucho más que
recuperar la corona que le habían quitado por los medios más viles.
Por eso, un entonces joven e inédito Osvaldo
Soriano publicó en el número de diciembre de la revista Crisis
esta nota, hasta ahora nunca republicada, que anticipa un libro que
recopilará otras tantas de aquellos años, y en la que ya se
vislumbran algunos de los grandes temas de sus futuros libros:
boxeadores, perdedores y hombres que encarnan el destino trágico de
un pueblo.
Por Osvaldo Soriano
El derechazo de Alí. El inmenso cuerpo de Foreman que se derrumba a
sus pies. Siete millones de negros musulmanes que enmudecen. O
estallan de alegría. Veinticuatro minutos de pelea bastaron a
Muhammad Alí para sacudir la historia del boxeo moderno. Los ojos
del Zaire vieron cómo ese nieto de esclavos –que alguna vez llevó el
nombre del propietario de su abuelo, Cassius Marcellus Clay–
brindaba al mundo una de las más grandes lecciones de fe, de
dignidad, de vida, de que es capaz un hombre.
Los medios de comunicación se apresuraron a difundir una imagen
ligera, inocente, del triunfo de Alí. Como lo hicieron siempre que
les tocó hablar de ese hombre rebelde que reúne –juntas– dos
condiciones intolerables en los Estados Unidos: es negro y habla
demasiado.
Gritó durante toda la pelea. Provocó a Foreman, lo sacó de sus
casillas ayudado por el público negro que gritaba “matalo, Alí” como
si ésa fuera la consigna de toda su raza. Y el bueno de Foreman,
invicto hasta entonces, comenzó a flaquear, quemó sus energías en
unos instantes hasta quedar a merced de quien siempre fue el
verdadero dueño de la corona mundial.
Es posible que el formidable peso de la historia haya fulminado a
Foreman. Cuando apareció en el ring y oyó a sus hermanos de color
reclamar la corona robada por los norteamericanos hace siete años,
no pudo sino entregarla. Para ello soportó desaire y vergüenza. Alí
se sentó en las cuerdas, al acecho, y antes de derribarlo lo
rezongó, se burló de él y hasta lo hizo embestir las sogas, ciego de
furia e impotencia.
La chance de George Foreman se basaba, ante todo, en la presunta
decadencia física de Alí. Muy pocos contaron, en cambio, con que la
inteligencia del líder musulmán se había robustecido con el tiempo.
Los apostadores que pensaban llenar sus bolsillos con el definitivo
ocaso de Muhammad no quisieron ver la potencia que el odio había
acumulado en sus músculos. El odio de una raza vejada durante
cuatrocientos años en el Nuevo Mundo.
Había dos negros sobre el ring, pero sólo uno luchaba por algo más
que 5 millones de dólares. Para Alí era el fin de un largo camino de
humillaciones: la oportunidad de vengar las afrentas, de proclamarse
soberano como hombre negro. De mostrar que no hay milagros sino
realidades.
El triunfo de Alí fue el de los musulmanes negros, el de los
objetores de conciencia atormentados y encarcelados por negarse a
pelear en Vietnam. Pero no fue la suya una empresa individual,
solitaria. Muchos hombros negros apuntalaron su fe y alimentaron su
obsesiva ambición de ser el campeón para demostrar que la ley blanca
era impotente ante la furia de uno de sus esclavos.
“Cassius Clay es el mayor ego de Norteamérica. Y también es la más
veloz personificación de la inteligencia humana hasta el momento
habida entre nosotros: es el mismísimo espíritu del siglo XX, es el
príncipe del hombre masa y los masivos medios de comunicación”, ha
escrito Norman Mailer. Parece exagerado. Sin embargo, el éxito de la
cruzada emprendida por Alí hace siete años –que casi todos los
expertos calificaron de utopía– parece dar la razón a Mailer.
La historia de Cassius Clay es común a casi todos los boxeadores
negros, sólo que más brillante. La de Muhammad Alí está llena de
grandeza y miseria.
El 28 de abril de 1964, Clay venció a Sonny Liston –un rey de los
bajos fondos– en seis asaltos. Un año más tarde comenzaría la
persecución: el 25 de mayo de 1965, la comisión de boxeo le quitó el
título por primera vez, acusándolo de haber combatido ante Liston
sin la debida autorización. Para reconquistarlo tuvo que esperar
hasta el 6 de febrero de 1967 y vencer a Ernie Terrel, un blanco
mediocre que había sido designado titular de la categoría.
La corona estuvo sobre su cabeza sólo dos meses. El 28 de abril, las
autoridades le retiraron su licencia de boxeador y lo despojaron
nuevamente del título mundial por negarse a ingresar al ejército
norteamericano que iba a destinarlo a Vietnam.
“Con los impuestos que pago por cada pelea, un soldado
norteamericano vive un mes matando gente en Vietnam. Con lo que pago
en un año es posible construir bombas como para quemar una aldea.
Con todo esto, ya soy culpable. ¿Tengo además que matar con mi
propia mano?”, dijo entonces. Se declaraba objetor de conciencia, se
confesaba integrante de los Black Muslims; eso bastaba para que los
medios de comunicación elaboraran una imagen de monigote, de payaso,
más digestiva para el público.
El 20 de junio de 1967, en Houston, Texas, el Tribunal Federal del
Distrito Sur del Estado lo declaró culpable de negativa a ingresar
al ejército y lo condenó a cinco años de prisión más una multa de 10
mil dólares.
A fuerza de apelaciones, Alí eludió el calabozo. Pero no dejó de
hablar: “Los negros estamos presos hace cuatrocientos años –dijo–.
Por eso no pueden llevarme a un lugar en el que ya estoy”.
Había ganado 4 millones de dólares, aunque el fisco embolsó el 80
por ciento. Con el resto compró una casa para su madre en Louisville
–donde había nacido– y otra para él en Chicago por 100 mil dólares;
el divorcio con su primera mujer le costó 50 mil dólares más una
renta mensual de 1200 durante diez años. Los honorarios de sus
abogados ascendieron en poco tiempo a 50 mil dólares. La persecución
amenazaba con llevarlo a la bancarrota. Sin embargo, sus honorarios
como socio de una cadena de puestos de salchichas en los barrios
negros le permitieron salir adelante. Su figura –su inteligencia
quizá– le abrió las puertas de las universidades donde dictó
conferencias por las que cobraba mil dólares.
Los periódicos underground comenzaron a publicar sus respuestas.
“¿Odia a los blancos?”, le preguntaron una vez. “No odio a nadie
–contestó–, soy una víctima del odio. Soy demasiado limpio para este
deporte. Soy demasiado bueno para mi tiempo. Esa es la razón por la
que han decidido librarse de mí.”
Había otros motivos, más contundentes, para que los zares del boxeo
lo echaran a la calle. Alí, el más grande boxeador de todas las
épocas –según opinión de Joe Louis–, había sido un mal negocio. No
había rivales para él; cualquier pelea era un juego de niños. Nadie
pensaba seriamente en vencerlo. El público lo sabía y comenzó a
quedarse en sus casas. Alí peleaba solo. Así, el más genial boxeador
quedaba marginado por su propia grandeza.
Resultó una víctima ideal: molesto, fanfarrón, irritaba al
periodismo con sus declaraciones, horribles poemas e insidiosas
canciones. Cuando se negó a ir a la guerra, quedó absolutamente
indefenso.
El 6 de mayo de 1968, el 5º Tribunal de Apelaciones confirmó la
culpabilidad de Clay. Sus abogados sostuvieron más tarde que la
condena se había basado en la exposición de cinco conversaciones
telefónicas sostenidas por Alí e interceptadas por el FBI. El
gobierno admitió haber tomado las charlas que, dijeron los fiscales,
“afectaban la seguridad nacional”. Los tribunales dieron marcha
atrás y el ex campeón tuvo su respiro.
Entretanto, su cintura perdía la armoniosa línea que le había
permitido bailotear por el ring como un gato. Aunque varios estados
norteamericanos habían anunciado que le concederían permiso para
combatir, ningún político se animó a ver de cerca a ese negro
contestón. Quiso pelear en el extranjero, pero le impidieron salir
del país. El 6 de julio de 1970, el Tribunal de Apelaciones anunció
que las charlas telefónicas no habían influido para condenarlo. Dos
días más tarde, en Charleston, Carolina del Sur, le prohibieron
hacer una exhibición. El 2 de septiembre, por fin, subió a un ring
en Atlanta, Georgia, para cruzar guantes amistosamente con varios
sparrings. Doce días después, el juez federal Walter Masfield, de
Nueva York, decidió que la prohibición para actuar en su estado era
“arbitraria e irracional”, y ordenó que le restituyeran los
derechos. Otro tanto ocurrió en Atlanta, donde se concertó su pelea
contra Jerry Quarry para el 26 de octubre. Muhammad Alí venció con
facilidad y abrió el camino hacia el retorno. En su segunda pelea
volteó al argentino Oscar Bonavena y más tarde a Jimmy Ellis. Así
ganó el derecho a enfrentar a Joe Frazier por la corona mundial.
El combate –que Frazier ganó por puntos– pareció enterrar
definitivamente a Muhammad Alí. Sin embargo, su ánimo no decayó.
Para él, la derrota ante el campeón había sido injusta: exhibía como
prueba su fortaleza al final del combate, mientras el vencedor debió
ser internado en un hospital a causa de la paliza recibida.
El verdadero drama de Alí era moral. Elijah Muhammad, el máximo
jerarca de los Black Muslims, había decidido expulsarlo de la
congregación por negarse a abandonar el boxeo. Alí discutió con su
maestro, pero respetuosamente acató la decisión. No obstante, jamás
renegó de los Muslims: estaba seguro de que si recuperaba la corona,
ellos serían los beneficiados. La Nación del Islam –así la denominan
ellos– plantea el apartheid económico y racial del pueblo negro por
medios pacíficos.
En noviembre de 1971, Muhammad Alí vino a Buenos Aires para realizar
una exhibición en la cancha de Atlanta. Entonces montó su habitual
show de verborragia y amenazas. Vicki Walsh y el autor de este
artículo lo entrevistaron para conversar sobre su prédica religiosa
y política.
“Somos 30 millones de negros contra 170 millones de blancos; no
tenemos munición ni armamento adecuados y, sin embargo, nuestra
revolución sigue creciendo. Si utilizáramos la violencia, los negros
no tendríamos la menor chance en los Estados Unidos, porque ni
siquiera controlamos los abastecimientos. Seríamos como un toro
enfurecido corriendo hacia un tren: sólo quedarían su carne y su
sangre sobre las vías.” Esta era su posición frente a la violencia
de los Black Panters, aunque agregaba: “No condeno a ningún hombre
por defender aquello que cree está bien, especialmente si está
dispuesto a dar la vida por ello. Muchos revolucionarios negros han
dado ya su vida”.
Quienes conocían a fondo las ideas de Alí ansiaban verlo en las
tribunas, predicando la fe musulmana, lejos definitivamente del ring.
Es que pocos creían en sus posibilidades de recuperar la corona. Sin
embargo, en los tres años siguientes, este negro empecinado fue
hacia una y otra costa del país para derribar a boxeadores de
categoría menor en busca de una nueva oportunidad. Hasta tuvo que
sufrir la fractura de su mandíbula frente al mediocre Ken Norton. Ya
no brillaba como antes: había perdido su estilo felino, sus
movimientos serenos y armoniosos. Ahora ponía sobre el ring la
experiencia, la astucia; medía cada uno de sus pasos para no
derrochar energías.
Cuando el título cambió de manos y el joven Foreman –un invicto
temible por su pegada– se erigió en el nuevo coloso, los expertos
opinaron que nadie podía dar un dólar por la chance de Alí. Sin
embargo, Frazier cayó a sus pies, Norton tuvo que verlo levantar los
brazos y los empresarios comenzaron a planear el gran combate.
Alí insistió para que se realizara en el Africa. Lo que parecía una
mera especulación comercial, iba a adquirir un sentido magnífico el
día de la victoria: el 30 de octubre, en Kinshasa, ningún negro dejó
de levantar a Alí como un estandarte de libertad.
Curiosamente, las agencias noticiosas insistieron en la versión de
un Alí payasesco, casi odioso. Nadie recordó que alguna vez dijo:
“Un día levantaré mi puño vencedor para que mi pueblo negro diga,
como yo, que es el más hermoso y el más fuerte”.
Al terminar el combate, gritó: “Fue Alá quien dio los golpes, era él
y no yo quien estaba sobre el ring”. Era toda una raza la que esa
noche estaba allí.
Con Foreman cayó el último Tío Tom del boxeo estadounidense. Es
posible que Joe Louis haya visto vengada su miseria, Sonny Liston su
muerte degradada. Aún no es posible saber si Alí abandonará el boxeo
o buscará ganar dólares en una revancha. Poco importa ahora qué
hará.
El deporte permitió que la raza negra erigiera a dos de los suyos
como los hitos mayores de este siglo: Edson Arantes do Nascimento
(Pelé) y Muhammad Alí. El brasileño renegó de su negritud, sirvió a
la dictadura implantada en el Brasil en 1964 y aconsejó a los niños
negros que tomaran Pepsi-Cola y fueran buenos con los blancos. Alí
se negó a juzgarlo: “Es mi hermano de raza”, dijo. Pelé, en cambio,
despreció siempre al boxeador.
“Ser campeón de peso pesado en la segunda mitad del siglo XX (con
revoluciones negras a lo largo y ancho del mundo) representa algo
parecido a ser Jack Johnson, Malcolm X y Frank Costello en una sola
pieza”, ha dicho Norman Mailer. Es posible que nadie lo sepa mejor
que Alí. De allí su afán casi salvaje por coronarse nuevamente.
Hemos tenido el raro privilegio de asistir al momento cumbre de la
historia del boxeo. Más allá de la dudosa calidad del combate,
millones de personas de todo el mundo vieron cómo Muhammad Alí
recuperaba a puñetazos lo que el Tío Sam le había quitado por
decreto.
Nota publicada originalmente en diciembre de 1974 en la revista
Crisis, republicada por Página|12 el 28/01/2007.
Junio 2016