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Osvaldo Soriano nació en Mar del Plata el 6 de enero de 1943 y murió el 29 de enero de 1997 en la ciudad de Buenos Aires.

Escritor y periodista, colaborador de Primera Plana, La Opinión, Confirmado y Página 12, distinguido en Italia con el premio de literatura "Scanno" por su libro "Pensare con i Pieri", el premio "Carrasco Tapia" de Chile y el prestigioso "Raymond Chandler Award".


En 1973 publicó su primera novela Triste, solitario y final, traducida a doce idiomas.


En 1976, después del golpe de Estado, se trasladó a Bélgica y luego vivió en París hasta 1984, año en que regresó a Buenos Aires.


En 1983 se conoció en No habrá mas penas ni olvido, llevada al cine por Héctor Olivera, que ganó el Oso de Plata en el festival de cine de Berlín.


En 1983 se publicaron seis ediciones de Cuarteles de invierno, ya considerada la mejor novela extranjera de 1981 en Italia, y llevada dos veces al cine.


En 1984 apareció Artistas, locos y criminales, y en 1988 Rebeldes, soñadores y fugitivos, colecciones de textos e historias de vidas.


Ese mismo año se publicó A sus plantas rendido un león, la novela de más éxito editorial de los últimos años.


Entre 1989 y 1990 escribió Una sombra ya pronto serás, llevada al cine en 1994, una vez más, por Héctor Olivera.


En 1993 publica Cuentos de los años felices, historias cortas, la mayoría de las cuales aparecieron en el diario Página|12, del cual Soriano era asiduo colaborador.


Las novelas Triste, solitario y final, No habrá más penas ni olvido, Cuarteles de invierno y A sus plantas rendido un león han sido publicadas en veinte países y traducidas a los idiomas inglés, francés, italiano, alemán, portugués, sueco, noruego, holandés, griego, polaco, húngaro, checo, hebreo, danés y ruso.


Murió en Buenos Aires el 29 de enero de 1997.

Foto: Alejandra López
 


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Apuntes sobre un clásico entrañable

Osvaldo Bayer y Guillermo Saccomanno participaron de una charla en la que se contaron anécdotas y se rescató la vigencia literaria del Gordo. Lo compararon con Arlt: “Ambos supieron traducir eso que está en el aire y pocos pueden interpretar en términos de ficción”.

Por Silvina Friera

Imagen: Norberto Gonzalez

Más allá de un puñado de malentendidos, a esta altura del partido Osvaldo Soriano es un clásico que ingresó, con la fuerza de sus personajes, víctimas, inocentes y anónimos antihéroes, por la ventana del canon literario argentino. Aunque algunos críticos persistan en la cruzada de menoscabar su obra y su figura, el pacto que el Gordo estableció con sus lectores, desde la publicación de su primer libro, Triste, solitario y final, en 1973, es inquebrantable. Guillermo Saccomanno y Osvaldo Bayer convocan una vez más al espíritu del autor de No habrá más penas ni olvido. La sala del Centro Cultural de la Cooperación debería colgar el cartelito “no hay más localidades”. Los impuntuales apenas alcanzan a ocupar las últimas sillas que quedan; algunos tienen que escuchar de pie. Sus fieles lectores cabecean asintiendo o se ríen cuando se recuerdan las anécdotas desopilantes protagonizadas por el Gordo. La mejor de todas, sin dudas, es aquella que narra que trabajó como contador de patos en el Lago de Bruselas, una de las ciudades en las que se refugió durante su exilio. Bayer la cuenta aún azorado por el efecto que le generó el relato de Soriano.

A fines de los setenta, Soriano visitó a Bayer en la ciudad de Essen (Alemania). El autor de La Patagonia rebelde quiso saber cómo se las arreglaba, si había conseguido trabajo. Soriano le comentó que trabajaba

como contador de patos y de cisnes en el Lago de Bruselas. “Pero es un gran problema, porque tengo que ir todas las noches, a eso de las cuatro de la madrugada, a contar los patos. Si falta alguno, inmediatamente lo reponen. Pero acá nunca pasa nada, nunca roban; así que todas las madrugadas cuento 400 patos y 200 cisnes –repasa Bayer mientras el público no puede evitar las carcajadas–. Y yo pensé que me iban a echar, ¡para qué me necesitan si nunca falta ningún pato! Entonces hice un pacto latinoamericano con un peruano, le dije que todas las madrugadas se robara cuatro o cinco patos. Y así, todos los días, se robaba cuatro o cinco patos.” Bayer confiesa que ante esa historia él optó por hacerse el tonto y le dijo: ‘¡Qué hermoso empleo que tenés!’. Cuando el director Eduardo Montes Bradley decidió filmar un documental sobre Soriano, lo entrevistó a Bayer. El cineasta, entusiasmado por la historia, dijo que inmediatamente viajaría a Bruselas para averiguar si efectivamente Soriano había trabajado de contador de patos. “Yo le dije que no lo hiciera, que dejara que todo quedara en el misterio –aclara Bayer–. Andá y filmá el Lago de Bruselas, y los patos y los cisnes. Pero nada más. Y Soriano quedó como contador de patos.”

La memoria es una materia exquisita

Por Pablo Montanaro

Esos días de infancia y adolescencia que Osvaldo Soriano vivió en Cipolletti –ciudad rionegrina a la que llegó junto a sus padres en 1953– fueron decisivos en experiencias vividas, imaginadas o soñadas que después terminarían en sus libros.

Desde la esquina de Alem y Mengelle, bajo la sombra del peral que inmortalizó en el cuento “Rosebud”, El Gordo o El Chueco –como le decían sus amigos cipoleños– soñaba con llevar el número 9 en la camiseta de San Lorenzo de Almagro, ser relator deportivo a la manera de Osvaldo Caffarelli, Fioravanti o Alfredo Arostegui, mientras dejaba la escuela industrial para deambular arriba de su moto por calles y bardas de cara al viento y el frío patagónicos, y comenzaba a discutir con su padre acerca del futuro, del país “que no tenía remedio” –según aquel empleado de Obras Sanitarias que era su padre– y de aquella Argentina de la Revolución Libertadora, con proscripciones y proclamas que afirmaban que no había “ni vencederos ni vencidos”. En ese “verdadero Far West”, como definió a su pueblo, Osvaldo junto a sus amigos querían madurar pronto y triunfar “en alguna cosa viril y estúpida como las carreras de motos o el fútbol”. Su infancia fue un territorio sin literatura, donde en la biblioteca de su padre se amontonaban gruesos volúmenes de temas técnicos, intrascendentes para quien buscaba en las páginas de El Gráfico su destino de goleador o ser un audaz aventurero de las historietas que le ofrecían las revistas Fantasía, Misterix o Rayo Rojo.

Cipolletti, Allen, Barda del Medio, Neuquén y Plaza Huincul, entre otras ciudades, con el tiempo se convirtieron en los escenarios donde transcurren sus mejores relatos y novelas. La presencia de su padre, la infancia y sus juegos, la primera novia y la pasión futbolera se despliegan con intensidad, en la que no falta la épica y el humor en los textos del libro Cuentos de los años felices. Allí parece estar condensado aquello que podría denominarse “realismo mágico patagónico”.
Osvaldo Soriano: Los años felices en Cipolletti. Pablo Montanaro Ediciones Vigilias, 2012 92 páginas

En el jardín de su casa, en la esquina de Alem y Mengelle, todavía está erguido, entre otros árboles, su “Rosebud”, que en su última visita a la ciudad lo llevó a confesar, acaso conducido hacia su propio Aleph, que “podemos borrar o confundir las huellas de una vida, pero las llevamos a cuestas”. Y descubrió que lo que contaba no era el árbol sino “lo que hemos hecho de él”.

Sus amigos de aquel tiempo, sus compañeros de intensos partidos de fútbol e interminables cafés, volcaron sus recuerdos y anécdotas en este libro que recrea la vida de Osvaldo Soriano mucho antes de que se convirtiera en uno de los escritores argentinos más leídos y populares.

Seguramente a esos amigos Soriano dedicó las palabras finales del cuento “Casablanca”: “Ahora que se acerca el invierno lo único que puedo hacer es mirar viejas películas, leer viejos libros y evocar viejos partidos. No tengan piedad de mí: la memoria, si veraz y violenta, es una materia exquisita”.

Más de cincuenta años después de aquella amistad con el Gordo Soriano, sus amigos y compañeros de aventuras se entusiasman al recordarlo y aseguran haberlo escuchado afirmando: “Yo soy de todos lados, pero más de Cipolletti”.

05/08/12, Radar, Página|12

Bayer confirma la genialidad y el sentido del humor de Soriano. “Siempre hacía alguna travesura”, revela. En una de las tantas visitas a las distintas ciudades alemanas en las que vivió el historiador y columnista de Página/12, Soriano le dijo que el paisaje y la región que acababa de ver le habían inspirado un proyecto de novela: un detective argentino que llega al Rin como turista y se ve envuelto en un crimen. Bayer le contestó: “Estás jodido, aquí no hay crímenes”. Y le leyó las noticias policiales: robo de vino y champaña, robo de perfume, robo de enano de jardín por valor de 99 marcos. El Gordo escuchaba embelesado los delitos minúsculos que rayaban el absurdo. Con el pie en el acelerador de su imaginación le comentó a Bayer cómo el detective argentino descubriría los robos, y cómo en el caso del enano de jardín haría escaparse a los ladrones y todo terminaría en una especie de maratón natatorio por el Rin. “Arlt fue el genio que nos describió tal cual la Buenos Aires de la Década Infame; Soriano nos dejó las estampas vivas de esa Argentina traumática de los sesenta y setenta. Trató de dejar una estampa del peronismo. Un tema que lo volvía loco, cien veces discutimos tratando de encontrar una plataforma común que nos llevara a una comprensión de ese fenómeno exclusivamente argentino. No pudimos nunca”, reconoce Bayer. “Cuando en la facultad los estudiantes me preguntaban por un libro que definiera al peronismo yo les contestaba: lean No habrá más penas ni olvido. Por la verdadera literatura puede comenzar a entenderse la historia profunda.”

Saccomanno cita el comienzo de Una sombra ya pronto serás, publicada apenas irrumpía el menemismo. “Nunca me había pasado de andar sin un peso en el bolsillo. No podía comprar nada y no me quedaba nada por vender.” El autor de La lengua del malón sostiene que en esta emblemática novela de Soriano se afirma un relato visionario del país arrasado de fin y comienzo del siglo. “A menudo se lo compara a Soriano con Arlt. Los dos provienen de una escritura desprestigiada, la periodística. Los dos, a su manera, se hicieron escritores al margen de escuelas y capillas. Los dos supieron traducir eso que está en el aire y pocos pueden interpretar en términos de ficción. Los dos, en sus textos, captan la angustia, la desesperación y los estremecimientos de ‘un edificio social que se derrumba’, como diría Arlt”, compara Saccomanno. “Los personajes de Arlt son conmovedores en su presente y también en términos de porvenir. En el contexto en que fueron escritos operan como diagnóstico de la realidad. Considerados desde este otro presente, son anticipatorios. Aquel astrólogo golpista de Los siete locos se corporizará, décadas después, en la realidad, en el célebre brujo que gobernó el país con el terrorismo de Estado. Soriano, escribiendo por esos tiempos, plantea una realidad que perdura. Esos dos bandos de un pueblo que se amasija dando la vida por el mismo líder ¿no se prolongan acaso en nuestros días en la interna feroz del peronismo?”

Una mezcla de tristeza con incomodidad lo atraviesa a Saccomanno cuando tiene que escribir o hablar del Gordo. “No sólo era un amigo. También era un escritor que admiraba y con el que otros escritores, como Juan Forn o Rodrigo Fresán, estamos en deuda”, admite. “Cada vez que uno escribe sobre Soriano se vuelve a repetir esa escena de ataques y defensas que, en vida de Soriano, generaban discusiones tremendas. Esa discusión entre quienes creemos la literatura como el arte solidario de contar historias y esos otros que, desde un supuesto aparato crítico, sostienen que ésta es una estrategia populista, no se cerró.” Saccomanno opina que la perduración de esta polémica, que comprende los riesgos del realismo, los alcances y limitaciones de lo pop, el borde y cruce de géneros, entre otros temas, se debe a que el Gordo es un clásico y, como tal, sus textos se mantienen. “Un clásico es un texto visionario comprometido con las contradicciones de su presente histórico que, no obstante, dispara más allá, alcanzando otras generaciones, otros espacios”, define el escritor.

Saccomanno precisa que la prueba más dura de la validez de un texto no está a menudo ni en lo que opinó la crítica en el momento de su publicación ni en las cifras de ventas de ese entonces. “La prueba está en otra parte: en las reediciones de bolsillo y en las mesas de saldos –explica el reciente ganador de premio Dashiell Hammett de novela negra con 77–. Sin apuro, sin estridencias, un clásico es aquel que siempre está esperando un lector para decirle algo que parece lo mismo, pero no lo es. Sin embargo, con lucidez, Soriano no apostaba a lo clásico, la eternidad, el bronce de los suplementos, sino a la más extrema contemporaneidad. Por eso sus narraciones siguen contando.” La chapa de clásico de la obra de Soriano parece romper las fronteras nacionales. Saccomanno lee algunos comentarios, fragmentos de críticas y reseñas sobre la obra del Gordo. “Soriano era capaz de describir un partido de fútbol con la belleza y vividez de un poema de Allen Ginsberg”, dijo Salman Rushdie.

25/09/09 Página|12



 

Recuerdos de una noche norteamericana

Por Mempo Giardinelli

Parece mentira, pero han pasado ya dieciséis años desde la fría noche norteamericana en la que me puse a llorar como un niñito cuando me contaron que había muerto Osvaldo Soriano. Estaba trabajando en la Universidad de Virginia, como todos los años, y los dos o tres mails que recibí aquella tarde me liquidaron. No se podía aceptar ni entender, que finalmente lo hubiesen vencido los puchos, la tos canalla y los dolores internos que sabíamos que lo atormentaban. La quimioterapia había sido esperanzadora en su caso y tenía 54 años. Nadie esperaba que se diera vuelta la taba en aquella operación.

Pero así es la Jodida cuando viene y en un horrible e inesperado segundo patea el tablero. Las piezas que a mí se me cayeron entonces eran casi treinta años de una amistad que yo pensé que era para toda la vida, porque cuando lo conocí, en la redacción de la revista Semana Gráfica, era el año ’68 o ’69 y la Editorial Abril era como un refugio de talentos y gente progre de la época y además nosotros estábamos en esa edad en que uno se cree eterno.

 
Encuentro entre Roberto Fontanarrosa y Osvaldo Soriano

Habíamos llegado a la entonces Capital Federal, Osvaldo desde Tandil, yo desde el Chaco, y aunque él era mayor en edad y en talento nos asociamos de entrada. Hay una foto que adoro, en la que estamos riéndonos como chicos, encorbatados e inocentes como gorriones.

A veces éramos un trío con Mauricio Borghi, un pibe que años después fue una de las primeras víctimas de la siempre maldita Triple A. A veces alguno pelaba un cuento y pedía orejas a la audiencia. También podía ser un tímido poema o un fragmento de algo más ambicioso que no nos atrevíamos a llamar novela. Hablábamos de literatura, nos recomendábamos libros imperdibles y terminábamos las jornadas comiendo pastas o bifes en el viejo Pipo. Luego íbamos al café La Paz, cuando Corrientes era luminosa, limpia y bella, y ahí se hablaba de política, de las dictaduras de entonces y del oficio periodístico.


Osvaldo Soriano. Producción: Penúltimo Tren (Argentina). Fuente: Radioteca.net

Nos acompañaban a veces ese enorme fotógrafo que se llama Carlos Bosch (autor de la foto evocada) o el viejo filósofo Carlos Llosa, pluma mayor, después, de la revista Humor. Después las despedidas eran largas y al final nosotros dos, ya en la alta madrugada, rumbeábamos hacia Palermo, donde entonces vivíamos, y algunas noches caminábamos completa la Avenida Córdoba, a veces con alguna ginebra de más, es cierto, y entonces compartíamos confidencias y Osvaldo hablaba de Laurel & Hardy y de gatos y Tandil, y yo del Chaco, y los dos de San Lorenzo y de Vélez.

Ya he contado por ahí que en los días feroces de marzo del ’76 nos encontramos una noche en la 9 de Julio, a metros del Teatro Colón, y nos dedicamos simplemente a conversar cual serenos caminantes, aunque alertas y desconfiados, y nos juramentamos reencontrarnos cuanto antes. Osvaldo se marchaba a Europa en esos días; yo miraba ya hacia México. Nos prometimos hacer de nuestros exilios una militancia literaria, y no recuerdo abrazo más emocionado que el que nos dimos esa noche, llorosos los dos, hasta que él, desprendiéndose y en su estilo juguetón, me dijo: “Guarda que va a venir la cana y nos va a llevar pero por maricones”.


Osvaldo Soriano - La primera novela.

Después nos reencontramos en Bruselas, en otra ocasión me mostró París de punta a punta, y cuando los Cuervos descendieron en el ’79 yo le mandé una carta procurando no cargarlo en demasía como hacían todos. Años después, ya en Buenos Aires y cuando nuestra democracia estaba en pañales, un día en la Editorial Bruguera, ahí atrás del Cementerio de La Chacarita, en un aparte me agradeció el gesto y me deseó que nunca viera descender a Vélez a la B.

La última vez que nos vimos fue en el Bar Suárez y era el gobierno de Menem. Osvaldo era ya un grande de nuestra literatura y sus novelas y el cine le devolvían un éxito que no había buscado y que en cierto modo lo abrumaba. Hablamos del cuento como género, de algunos jóvenes autores que confundían malicia literaria con pura y simple mala leche, de fútbol y de los mismos viejos temas de siempre, como hacen los amigos que enhebran esa misma, eterna conversación jamás interrumpida.

Y después fue esa noche maula en el frío estadounidense, durante la que lloré un largo rato sin hombro fraterno y en un silencio ominoso. Es raro que la evoco ahora, justo esta noche que aquí en el Chaco hay 38 grados y no nieva. Voy a pensar que a Osvaldo le hubiese gustado venir con Manuel y Catherine. Le hubiese servido una copita de esta amable ginebra.

30/01/13 Página|12


 

El gato y el fuego

Por Osvaldo Soriano

La primera película que vi fue un cortometraje del Gordo y el Flaco en el que todo el mundo se tira tortas de crema a la cara. Todavía me hace morir de risa, aunque Ojo por ojo, de 1929, es mucho mejor. La casualidad hizo que en la primera novela que contó en mi vida, Laurel y Hardy aparecieran de nuevo, esta vez como vampiros. La leí en 1961 y conservo el ejemplar de la colección Minotauro, mortecino y pegado con cinta scotch. Es Soy leyenda, de Richard Matheson, el tipo que hace unos días, ya viejo, se jugó la vida en el incendio de California para salvar a su gato. Me hubiera gustado ver las películas del otro, un tal Duncan Gibbins, que sí murió en el intento. (...)

La mitología dice que, al morir, los gatos van a sentarse sobre la redondez de la luna. Hay quienes sólo pueden verlos en las noches claras. Otros los vemos en todas las penumbras. Gibbins hacía películas de segunda clase y llevaba a su gato a todas partes. Matheson, en cambio, es un gran novelista. En 1954 empezó su carrera con un relato que entró en todas las buenas antologías de ciencia ficción: Nacido de hombre y de mujer. Ese mismo año publicó Soy leyenda, una fábula de vampiros de rara originalidad. El gusto por contar historias se lo debo primero a Matheson. Después vino Chandler con su mirada desencantada y hostil. Un mundo de tipos grandes como roperos, noches lluviosas y rubias fatales.


Gorilas. Un cuento de Osvaldo Soriano en la voz de Alejandro Apo

Los fantásticos vampiros de Matheson, entre los que estaban Laurel y Hardy, y el realismo romántico de Chandler sobreviven a las modas y las vanguardias porque el lector quiere verse ahí en sangre de papel. Necesita leer sus miedos. Con eso Stephen King escribe ahora una obra excesiva e inquietante. En uno de sus libros, un personaje acusa de plagiario al narrador, le mata el gato y se lo deja frente a la puerta. Es un momento insoportable en la literatura de terror. Algo cercano a los escalofriantes efectos de H. P. Lovecraft. Todos los escritores con corazón se han ganado un gato que los sigue y los protege. Tal vez el de Gibbins, cercado por el fuego, le haya pedido auxilio en nombre de los gatos inspiradores: el del Dante, el de Baudelaire, el de Lewis Carrol, el de Borges. (...)

Yo creía, Dios me perdone, que Matheson se había muerto de viejo. Pero no: allí estaba, peleando frente al fuego, apartando maderas en llamas, abriendo un camino para que su gato pudiera escapar con él. En el revoltijo alcanzó a salvar una carpeta con su último manuscrito. Es que siempre cuando uno rescata un manuscrito, hay un gato adentro. (...) Richard Matheson perdió todo: la casa, los muebles y los premios, pero alcanzó a salvar lo esencial: esa mirada que lo sostiene por las noches, cuando la palabra no viene y la novela no avanza. Esa mirada que nos atornilla al sillón, ese ronroneo que precede a la llegada del diablo.

[Fragmentos de “Una educación sentimental”, publicado en Página/12, 28 de noviembre de 1993]



 
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