Folklore,
entre los dioses y los hombres y los pibes del conurbano
Por Pedro Patzer
La misma pregunta que el hombre del paleolítico le hizo a la caverna, es la que
el santiagueño le hace a la salamanca. La misma respuesta que el esclavo en
Egipto recuperaba del Nilo, es la que el jornalero obtiene del río Bermejo. El
mismo azote al alma que llevó al griego a crear dioses del viento, los Anemoi;
es el que llevó a los pobladores andinos a creer en Huayra Tata, nombre del dios
de los vientos y los huracanes en el noroeste argentino y en Bolivia. El humano
desde hace milenios viene preguntándole a la Naturaleza y a los dioses, cosas de
la vida, cosas de la muerte, asuntos de la existencia. El primer poema de la
humanidad, Poema de Gilgamesh, versa sobre Gilgamesh, rey tiránico, cuyos
súbditos se quejan a los dioses. Los dioses atienden esta queja y crean a Enkidu,
un hombre salvaje destinado a enfrentarse a Gilgamesh. Sin embargo cuando ambos
traban combate, en vez de darse muerte se hacen amigos para siempre y emprenden
juntos peligrosas aventuras. Es decir, el primer poema de la humanidad tiene
como tema central la amistad: ¡Enkidu, mi amigo …nosotros que vencimos todas las
cosas, escalamos los montes, que prendimos el Toro… ¡Afligimos a Ubaba, que
vivía en el Bosque de los Cedros!” ¿Acaso no es el gran tema de Martín Fierro,
nuestro poema nacional? ¿Acaso el encuentro de Gilgamesh y Enkidu, no se repite
entre Martín Fierro y el Sargento Cruz? ¿Cuántos amistades habrán mediado entre
el año 2500 A.C. en que fue creado el poema de Gilgamesh hasta 1872, en que José
Hernández escribe el Martín Fierro? “Tal vez en el corazón/ le tocó un santo
bendito/ a un gaucho, que pegó el grito/ y dijo: "¡Cruz no consiente/ que se
cometa el delito/ de matar ansí un valiente!"./ Y áhi no más se me aparió,/
dentrándole a la partida;/ yo les hice otra embestida/ pues entre dos era
robo;/y el Cruz era como lobo/ que defiende su guarida” (Canto IX). El corazón
humano siempre hace las mismas preguntas: el amor, la muerte, la existencia, la
amistad.
¿Por qué las nubes cambian su forma? Se preguntó un niño a orillas del Tigris y
miles de años después un gurí entrerriano se hizo la misma pregunta a orillas
del río Uruguay. Entre ellos medió una columna de nubes que guió a los
israelitas por el desierto.
¿Qué es lo que desde su silencio dicen las piedras? Se interrogó en idioma
rapanui, el nativo de la Isla de Pascua, al contemplar las enormes estatuas moái
y, le respondió años después, un baqueano salteño al hallar un Antigal en los
Valles Calchaquíes y expresar: “estas piedras son el eco del silencio del pueblo
viejo”
El árbol siempre ha sido algo sagrado para la humanidad, tanto es así que los
primeros santuarios fueron los bosques. El horóscopo de los celtas se basaba en
los árboles a los que consideraban la morada de los dioses. En la antigua Roma
se le dio culto a la higuera sagrada de Rómulo. En isla griega de Cos, estaba
prohibido cortar un ciprés. Para los germanos el culto al árbol era tal que para
el que destrozara un árbol había pena capital: una vida de un hombre por la de
un árbol. Los indios Hidatsa de Norteamérica creen que las sombras de los
árboles son sus espíritus. Para los mapuches la araucaria o pewen, en
mapudungun, es un árbol sagrado, tanto es así que a su sombra le hacían
ofrendas: carne, sangre, humo, y hasta conversaban con él y le confesaban sus
malas acciones. El pibe del conurbano bonaerense que trepa al árbol de San
Justo, Quilmes o Longchamps, encuentra en él, un pequeño Dios de madera, un
viejo y arrumbado Dios que se resiste a ser tapia, barrera, cajón de manzanas,
escalera que no conduzca al cielo o puerta que no desate el otro paisaje. El
pibe del conurbano sabe que ese viejo árbol, a pesar de todo, prefirió quedarse
erguido, para enseñarle que para morir de pie, antes hay que aprender a vivir de
pie.
Pan y Cielo, el blog de Pedro Patzer
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