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El
libro maldito del país burgués
Por Carlos M. Vilas
El autor revisita a Arturo Enrique Sampay, el jurista más incómodo de la
historia nacional, a 60 años de la consagración de la
Constitución Nacional de 1949. El Estado
rector, la lógica del “bien común” en la economía y el “artículo 40”:
nacionalizaciones, estatizaciones sin indemnización y y soberanía sobre
los recursos energéticos del país. Vigencia y aporte, en un mundo que
abjura del neoliberalismo sin saber muy bien hacia dónde va.
I - Se cumple el 11 de marzo el 60 aniversario de la reforma
constitucional de 1949, la que fuera conocida, como elogio por unos y en
desprecio por otros, como la “Constitución peronista”. Había pasado casi
un siglo desde la sanción de la Constitución de 1853 y la Argentina y el
mundo eran otros. Ya no éramos un país subpoblado y agrario, conducido
por una elite económica e intelectual que monopolizaba la participación
política para los miembros de su propia clase mediante el fraude
electoral y la proscripción de las clases trabajadoras. La Argentina era
ahora una sociedad relativamente industrializada, con una clase
trabajadora con una clara conciencia de sus derechos, alta participación
electoral gracias a la universalización del voto masculino, y una clase
media pujante. También el mundo había cambiado. El capitalismo mercantil
de mediados del siglo diecinueve era ahora capitalismo monopolista y el
Estado de “laissez faire” había dejado paso al Estado interventor y
regulador de la economía.
La Constitución de 1853 había enmarcado con eficacia muchas de esas
transformaciones, pero buena parte del ámbito académico y político
opinaba que era necesaria una reforma integral, que expresara más
dinámicamente la nueva configuración de la sociedad argentina. Los
grandes enunciados de 1853, pensados para impulsar el progreso
económico, político y cultural de la joven nación en un contexto
internacional de capitalismo competitivo, con el cambio de los
escenarios y, sobre todo, con la debilidad política de las clases
populares, actuaron para facilitar la subordinación neocolonial y la
preservación del poder oligárquico. La amplia protección de la propiedad
privada, que en tiempos de Alberdi era fundamentalmente propiedad
individual y la de los emprendimientos de pequeña o mediana escala,
sirvió para proteger a las corporaciones monopólicas y al latifundio
rentista. En pocas décadas el libre comercio exterior quedó en manos de
los frigoríficos extranjeros y de las sociedades acopiadoras y
exportadoras de granos que imponían condiciones leoninas a los
productores.
El control foráneo del Banco Central sacó a la política monetaria del
ámbito de decisión soberana del Estado. La tensión entre el sistema
socioeconómico así gestado y la vigencia de la soberanía popular
expresada a través del voto ciudadano se hizo insostenible dentro de los
marcos de la institucionalidad constitucional. Ello así, porque la
participación política de las clases populares expresa siempre
concepciones más avanzadas de justicia social que las que admiten los
grupos de poder. Sus manifestaciones pueden parecer desprolijas,
bullangueras y hasta caóticas, pero esas anécdotas derivan de la propia
subordinación de la que tratan de emanciparse y dan testimonio, en todo
caso, de la vitalidad y la energía emocional de sus aspiraciones de
emancipación social.
II - El peronismo fue la expresión política de esa voluntad
emancipatoria. La reforma constitucional de 1949 fue su instrumento
jurídico. Arturo Enrique Sampay fue el más destacado de los destacados
convencionales constituyentes que le dieron forma y contenido. Su
extraordinaria formación jurídica y filosófica, su profundo conocimiento
de la cultura clásica y moderna y sus arraigadas convicciones nacionales
le permitieron transformar las demandas de justicia de las grandes
mayorías nacionales, que el peronismo transformó en programa político,
en un texto constitucional acorde con los nuevos tiempos. Su pensamiento
está vertido en un número muy importante de libros, folletos y artículos
traducidos a varios idiomas.1
Se ha insistido mucho en la formación de Sampay en la filosofía tomista,
evidente particularmente en su monumental Introducción a la Teoría del
Estado, considerada por varios de sus contemporáneos como una de las
principales obras sobre ese tema. Ello no le impidió apreciar e
incorporar los aportes de otras corrientes del pensamiento universal,
sobre todo en sus obras de las décadas de 1960 y 1970, acompañando en
este aspecto a similar evolución de la doctrina social de la Iglesia
Católica, en especial los documentos del Concilio Vaticano II y las
encíclicas de los papas Juan XXIII y Paulo VI.2 Sin embargo, donde mejor
se aprecia la originalidad de su pensamiento, que hace tan difícil
clasificarlo en cualquiera de las corrientes del pensamiento filosófico
político es en sus dos últimas obras: Constitución y Pueblo (1973) y en
su magnífico estudio introductorio a su recopilación de Las
Constituciones de la Argentina (1975).
Sampay distingue entre la constitución real de una sociedad, es decir
las relaciones de poder entre las clases sociales, y la constitución
escrita, que es la expresión jurídica de esa estructura; de ahí que
cambios significativos en esta acarrean cambios en la constitución
escrita, o en la interpretación que la cultura jurídica producto de esos
cambios efectúa de los textos escritos. Pero a diferencia de autores
como Lassalle, Jellinek, Weber, Heller o Schmitt, que se limitan a
constatar esa correspondencia, para Sampay lo que legitima ética y
políticamente a la constitución escrita y al orden socioeconómico en que
se basa es su capacidad para hacer efectiva la justicia social, de
acuerdo con las posibilidades que brinda el desarrollo de las fuerzas
productivas, el progreso científico y técnico, y la conciencia jurídica
de los pueblos –es decir, conciencia de sus derechos y voluntad de
ejercerlos–. En consecuencia, agrega, un verdadero jurista no debe
limitarse a la aplicación de la letra de la constitución sino que debe
interpretarla de acuerdo con la realidad histórica, es decir
socioeconómica y cultural, si es que pretende que esa interpretación
sirva a los grandes fines hacia los que se encamina la ordenación de las
acciones colectivas. El verdadero jurista es atento lector de “los
signos de su tiempo” y traductor de estos en normas de conducta
individual y colectiva.
Es misión indeclinable del poder político, sostiene Sampay, crear las
condiciones más favorables a la efectuación de la justicia social. Para
que esto sea posible el poder político debe dar cabida, con un rol
decisivo, a las clases populares, porque siendo estas quienes sufren en
mayor medida la injusticia, mayor “hambre de justicia” tienen y mayor
interés poseen en que la organización socioeconómica y política se
oriente hacia la justicia social. Concluye por lo tanto que la
realización de la justicia social requiere la efectiva conversión de la
soberanía política del Estado en soberanía popular, la emancipación de
las capacidades estatales de los intereses particulares y los
privilegios de las clases económicamente poderosas, y la dotación de
herramientas institucionales para la intervención en la vida económica.
III - Estos principios fueron incorporados a la reforma constitucional
de 1949, de la que Sampay fue miembro informante. Su Preámbulo, que es
donde se enuncian los fines que orientan a la constitución real, reitera
el de 1853 pero agrega “la irrevocable decisión de constituir una Nación
socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”, así
como promover “la cultura nacional”. La nueva Constitución armonizó los
derechos y garantías individuales con un conjunto de derechos sociales
que dan testimonio del cambio de relaciones de poder que se había
registrado en la sociedad argentina. Así, ratificó la protección del
derecho de propiedad privada, pero explicitó su función social, vale
decir su ejercicio subordinado a las obligaciones que fije la ley “con
fines de bien común” (art. 38), y confirmó la organización de toda la
actividad económica (con excepción del comercio exterior que estaría a
cargo del Estado) “conforme a la libre iniciativa privada siempre que no
tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados, eliminar la
competencia o aumentar usurariamente los beneficios” (art. 40).
Ya desde principios del siglo veinte no cabían dudas de que, con el
ingreso del capitalismo a su faz monopólica y el surgimiento del
imperialismo económico, la cuestión de quién conduce u orienta la vida
económica se planteaba en términos diferentes a los de las revoluciones
burguesas. La propiedad económica individual o familiar había sido
definitivamente marginada por gigantescas corporaciones transnacionales,
que gozan además de la protección extraterritorial de los gobiernos de
los países más avanzados en donde tienen su domicilio legal. En estas
condiciones, o la economía nacional es regulada con miras al bienestar
general por un Estado hegemonizado por las clases populares, o es
controlada y conducida por esas grandes corporaciones y los países más
desarrollados, para su propio beneficio y el de las oligarquías nativas.
Es esta una concepción que, por encima de una variedad de ideologías
políticas, formaba parte del “estado del arte” de la política económica.
Más aún: de acuerdo con los teóricos del desarrollo económico en los
países atrasados, la única forma de superar ese atraso consiste en dotar
al Estado de amplias capacidades de gestión y regulación. Se consideraba
una verdad autoevidente que el control de los recursos naturales, en
particular energéticos, era condición ineluctable de la soberanía
nacional y la libre adopción de decisiones económicas, y se tenía
conciencia de que acciones de este tipo deberían confrontar la violenta
oposición de la oligarquía y sus contrapartes foráneas. Sin ir más
lejos, ahí estaba la experiencia nacionalista petrolera del presidente
Yrigoyen y su derrocamiento en 1930 por los intereses que había
afectado, semejante al derrocamiento de tantos otros gobiernos
latinoamericanos que, antes y después, osaron hacer efectiva la
soberanía nacional poniendo coto a ilegítimas presiones internas e
injerencias externas.
Un breve párrafo en una de las exposiciones de Sampay en la Convención
Constituyente resume, con amargura pero también con esperanza, estas
experiencias: “¡Algún día los latinos de América mostrarán las causas de
su llamada incultura política, de los derrocamientos de presidentes, de
los fraudes electorales y de las violencias; será el día en que se
puedan conocer los archivos de algunas cancillerías extrañas y de los
directorios de las plutocracias de Wall Street!” (sesión del 8 de marzo
de 1949).
Es cierto que la oligarquía recurrió al intervencionismo estatal para
hacer frente a la crisis de 1929 y la propia crisis actuó como escudo
protector para la sustitución de importaciones por la industria local.
Pero era evidente que esas medidas eran provisorias, y que tan pronto la
crisis se superara las cosas regresarían a la “normalidad” del laissez
faire. Por tal motivo la nacionalización del comercio exterior y los
recursos naturales, la prestación de los servicios públicos esenciales,
la estatización del Banco Central, recibieron jerarquía constitucional.
Esas actividades se consideraron perteneciendo originariamente al
Estado, al que le serían transferidos las que estuvieran en poder de
particulares, mediante compra o expropiación (art. 40). Y para sortear
la espinosa cuestión de la valoración de esas actividades, se fijó un
estricto método que prevenía el pago de sobreprecios: “El precio por la
expropiación de empresas concesionarias de servicios públicos será el
del costo de origen de los bienes afectados a la explotación, menos las
sumas que se hubieren amortizado durante el lapso cumplido desde el
otorgamiento de la concesión y los excedentes sobre una ganancia
razonable, que serán considerados también como reintegración del capital
invertido” (art. 40).
El capítulo III incorporó los “Derechos del trabajador”, los “Derechos
de la familia”, “Derechos de la ancianidad” y los “Derechos de la
educación y la cultura” Muchos de estos ya habían sido reconocidos por
la legislación impulsada por las luchas obreras; ahora recibían rango
constitucional explicitando el protagonismo político de las clases
trabajadoras en la nueva estructura de poder.
Desde el punto de vista de la técnica constitucional esta larga
enunciación fue considerada por los juristas tradicionales una
extravagancia (disimulando la finalidad claramente política que el
encumbramiento constitucional perseguía, a saber, evitar que una
cambiante mayoría legislativa, o un veto del Poder Ejecutivo, alteraran
los alcances o el significado de tales derechos). Empero, cuando hoy
observamos las enunciaciones de derechos y garantías del
constitucionalismo surgido de las grandes transformaciones políticas en
Venezuela, Bolivia o Ecuador, entre otras, es claro que la
“extravagancia” de 1949 se convirtió en regularidad constitucional.
IV - El golpe militar de 1955 derogó la Constitución de 1949. La excusa
oficial fue la discutida legalidad de la convocatoria para la reforma
(según había alegado el bloque opositor) y el artículo que establecía el
voto directo para la elección de Presidente y Vicepresidente y
habilitaba la reelección de ambos. En la realidad de los hechos se
trataba de la incompatibilidad radical entre el sistema socioeconómico
normado por la Constitución, y la restauración antiobrera y neocolonial
que constituía el programa constitucional del golpe. Para entonces ya
Sampay había debido partir al exilio a causa de intrigas internas en el
propio gobierno peronista –algunas de ellas posiblemente vinculadas con
la aprobación del artículo 40 en contra de la opinión de algún sector
del gobierno, según el propio Sampay referiría en conversaciones
posteriores–.
Recién en 1958 pudo regresar al país, pero sólo en la década de 1970 se
reintegró sistemáticamente a la cátedra universitaria. En el ínterin
desarrolló una intensa actividad como conferencista dentro y fuera del
país, y en la presidencia del Instituto Argentino para el Desarrollo
Económico (IADE). En varios trabajos de este período puso énfasis en la
necesidad de dotar a la interpretación constitucional de una perspectiva
dinámica, históricamente centrada, que se hiciera cargo de las
transformaciones socioeconómicas en el país y en el mundo.
Representativo de esta etapa –además de su ya citado Constitución y
Pueblo) es el artículo “El cambio de las estructuras económicas y la
Constitución Argentina” (1973) publicado por el Instituto de Derecho
Constitucional de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos
Aires, del que fue nombrado director en 1973. Ese año también fue
designado conjuez de la Corte Suprema de Justicia.
Sampay murió en febrero 1977. La dictadura militar y luego la
entronización del neoliberalismo como sistema supraconstitucional
completaron el trabajo iniciado en 1955. Hoy, cuando el neoliberalismo
se derrumba hasta en los países que nos lo impusieron y se espera del
Estado que pague los platos rotos de la fiesta especulativa, y cuando
sabemos el precio terrible que hemos debido pagar por ese delirio,
estudiar a Sampay contribuirá decisivamente a volver a pensar el país y
su futuro en clave nacional, popular, democrática y de justicia social n
1.Ver una enumeración de su obra publicada en Alberto González Arzac,
Sampay y la Constitución del futuro (1982). El libro contiene asimismo
una bien lograda síntesis biográfica de Sampay.
2. Por ejemplo sus textos “Proyecciones sociales de la Encíclica
Populorum Progressio” (1967); “El ConcilioVaticano II y los regímenes
económicos socialistas”, en Ideas para la revolución de nuestro tiempo
en la Argentina (1968).
*Presidente del Ente Regulador de Agua y Saneamiento (ERAS) y Director
de la Maestría en Políticas Públicas y Gobierno de la Universidad
Nacional de Lanús. Es abogado y doctor en Ciencias Políticas. En 2005,
la prestigiosa revista francesa Le Nouvel Observateur lo destacó como
uno de los 25 intelectuales más influyentes del mundo de los últimos 40
años.
Fuente. Contraeditorial
www.elargentino.com