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El
último viaje de Carlos Arbelos
Por Roberto Bardini
Bambú Press
“En España, y especialmente en Andalucía –donde vivo– nunca se habla del
‘último’ o la ‘última’. Siempre es la penúltima copa, la penúltima despedida
y así sucesivamente... porque el último es un viaje sin regreso”, me dijo
Carlos Arbelos en septiembre de 2006.
El 27 de enero él inició en Sevilla el último viaje, del que no ya no
retornará.
Nacido en 1944, originario del barrio de Belgrano, alumno del Colegio
Nacional Roca y estudiante de Arquitectura de 1962 a 1964, Arbelos inició su
militancia en el Movimiento Nacionalista Tacuara.
Más tarde, se integró al Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara,
liderado por Joe Baxter y José Luis Nell, y en agosto de 1963 fue uno de los
comandos que participó en el célebre asalto a Policlínico Bancario,
considerada la primera acción de guerrilla urbana en Argentina.
Pasó un primer destierro en Uruguay y conoció las celdas de Villa Devoto,
Caseros, Rawson y el buque-cárcel Granaderos. A comienzos de la década del
70, se sumó con otros ex militantes del MNRT a las Fuerzas Armadas
Peronistas (FAP) y al Peronismo de Base (PB), vivió la clandestinidad junto
con Envar El Kadri y, finalmente, amenazado por la
Triple A, en 1974 se exilió en España.
En Madrid administró un restaurant llamado Cafetín de Buenos Aires, vendió
alfombras árabes y tapices persas, redactó artículos que firmaban otros.
En 1977 fue detenido junto con Alfredo Roca y Horacio Rossi –viejos
camaradas de Tacuara– acusado de participar en París del secuestro de
Luchino Revelli-Beaumont, director-gerente de la Fiat en Francia, por el que
se pagó un rescate de dos millones de dólares. Sin juicio, estuvo preso en
la cárcel de Carabanchel, con pedidos de captura de las policías de Francia,
Italia y Suiza.
“Pasé más de la mitad de mi juventud detrás de las rejas”, recordaba.
Después de salir en libertad por falta de pruebas, en 1978 vivió un nuevo
exilio en Costa Rica en compañía de Roca, con quien más tarde –de regreso en
España– publicó cuatro libros: Argentina, peronismo y democracia (1980), Los
muchachos peronistas (1981), Evita: No me llaméis fascista (1982) y
Argentina: Proceso a la violencia (1983).
Vivió 30 años en Argentina y 36 en España, donde se transformó en uno de los
más reconocidos fotógrafos y críticos del arte flamenco. Deja un libro
inédito, El exilio de un muchacho peronista, del que publicamos el siguiente
capítulo.
El exilio de un muchacho peronista
Carlos Arbelos
Capítulo I
POR UN PUÑADO DE DÓLARES
“Buenos muchachos”
En el ambiente del exilio argentino en España no todos los compatriotas eran
militantes políticos, dirigentes sindicales, artistas o periodistas
comprometidos. También llegaron algunos a quienes se podría encuadrar en el
“destierro económico”, por decirlo de alguna manera. No eran inversionistas,
ni empresarios, ni comerciantes, ni empleados. Eran, simplemente, “buenos
muchachos” que también tenían que ganarse la vida. Y lo hacían, como diría
el mariscal Karl von Clausewitz, “por otros medios”. Conocí a algunos de
ellos a través de Horacio Rossi, mi antiguo amigo.
Rossi, apodado cariñosamente “El Viejo”, era hijo de un obrero de la
construcción que el 17 de octubre de 1945 –cuando él tenía nueve o diez
años– lo había llevado de la mano a la Plaza de Mayo para ver al entonces
coronel Juan Domingo Perón en el balcón de la Casa Rosada. Desde entonces
era peronista.
“El Viejo” fue suboficial de la Marina y, cuando estaba destinado en la base
naval de Punta Indio, cerca de Bahía Blanca, había tenido una participación
decisiva contra los militares gorilas que el 16 de junio de 1955 intentaron
derrocar a Perón. Una década después de la gesta popular de aquel 17 de
octubre, Horacio militaba en la Resistencia Peronista y colocaba “caños”. En
1962 se vinculó al Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara (MNRT) y
al año siguiente participó del Operativo Rosaura, de expropiación al
Policlínico Bancario. Con él compartimos militancia, cárcel y maltratos.
Nos veíamos con cierta frecuencia en Madrid. “El Viejo” estaba muy contento
en España porque había descubierto que los familiares de Mary, su mujer,
eran ricos hacendados de Galicia, por lo que heredó una buena suma de
dinero. Él suponía que si invertía bien esas pesetas no iba a que tener que
trabajar durante el resto de su vida e iba a poder criar a sus hijos
holgadamente; Mary estaba esperando el segundo. Esto, además de ser una
garantía para él, era un seguro para mí, porque a cuenta de tanta hermandad,
siempre disponía de alguien a quien mangar una peseta si me hacía falta, ya
que “El Viejo” era muy generoso con lo mucho o poco que tuviese.
Fue precisamente en el departamento de Horacio Rossi en el barrio de
Chamartín donde estuve en una fiesta con algunos de estos “buenos muchachos”
de los que hablaba antes. “El Viejo” invitó a unos cuantos amigos al tercer
cumpleaños de Horacito, su hijo. El niño había nacido a los cinco meses de
gestación y durante las primeras semanas los médicos no sabían con certeza
si moriría o quedaría con secuelas. Afortunadamente, no fue ni lo uno ni lo
otro, y Horacio y Mary siempre festejaban su llegada al mundo con una gran
fiesta. Así que en esa oportunidad tomé algunos tragos y charlé con Víctor
“Cacho” Castillo, Vicente “El Tano” Giarratana, Luis Alberto “Tito” Ramos y
Héctor Iriarte.
Víctor “Cacho” Castillo era el único que conocía de antes. Había sido jefe
de una banda de asaltantes y compartimos durante muchos años el mismo
pabellón en la cárcel de Villa Devoto. Él era bastante mayor que todos
nosotros –presos muy jóvenes del MNRT y del peronismo– y tenía mucho
prestigio dentro de la prisión. Detrás de las rejas, su palabra era ley.
Aunque estaba considerado como uno de los líderes de “la pesada”, a fines de
la década del sesenta había llegado a la conclusión de que robar con armas
era un riesgo innecesario. En su nueva etapa, “Cacho” prefería disfrazarse
de policía, detener camiones que transportaban contrabando y llevárselos.
Muy educado, peronista de toda la vida y admirador del “Che” Guevara, lo
considerábamos “el buen ladrón”. O, por lo menos, un “ladrón bueno”. Él, por
su parte, respetaba a los presos políticos jóvenes como nosotros porque
decía que arriesgábamos la vida sin pensar en el lucro personal.
Cuando “Cacho” Castillo llegó a España en 1977, tenía 54 años y lo
acompañaban su esposa y su hijo de tres años. Antes de la fiesta de
cumpleaños en casa de Horacio Rossi, nos habíamos encontrado por casualidad
en alguna calle de Madrid. Me contó que estaba ganando mucho dinero con
cierto “negocio” de tarjetas de crédito y cheques de viajero, pero trabajaba
fuera de España porque “donde se come no se caga”. Comentó que había venido
a Europa porque en Argentina la calle se había puesto muy dura: la policía
de la dictadura militar, en vez de detener a los “buenos muchachos” y
mandarlos a prisión, les exigía parte de sus ganancias; si no, los mataban.
Para esa época, “Cacho” le tenía aún más alergia a las armas de fuego.
Yo le conté las razones de mi exilio y las dificultades económicas por las
que estaba pasando. “Cacho” me ofreció dinero rápidamente. Cuando me negué a
aceptarlo, él impuso su vieja autoridad del pabellón en Villa Devoto y me
obligó casi a la fuerza a que le “guardase” un pequeño fajo de dólares. Un
tipazo, realmente, respetuoso de códigos que ya no existen en estas épocas
de polvo blanco, hierba verde, uniformes azules y gatillo fácil.
Luis Alberto “Tito” Ramos, otro de los recién llegados a España, era amigo
íntimo de “Cacho” y trabajaban juntos en Europa. En la fiesta en casa de
Rossi me enteré que era muy habilidoso con las llaves y las cerraduras.
También me enteré, con sorpresa, que había tenido cierta militancia política
en una Unidad Básica de la zona norte del Gran Buenos Aires, ligada al
Peronismo de Base. Pienso que, en realidad, Ramos sólo aportaba algún
dinero.
Vicente “El Tano” Giarratana, se llamaba en realidad Vincenzo y había nacido
en Calabria, Italia, pero se crió en Argentina. Se decidió a vivir en España
por las mismas razones que “Cacho” Castillo: bajo la dictadura militar ya no
se podía trabajar tranquilo porque había que repartir el botín con los
guardianes de la ley y el orden. “El Tano” era muy amigo de Rossi, por quien
sentía auténtica veneración. Creo que en algún momento de sus vidas habían
estado presos juntos y “El Viejo” lo protegió frente a alguna dificultad que
tuvo con otros reclusos.
Héctor Iriarte llegó a España con Vicente Giarratana y por las mismas
razones: era imposible trabajar tranquilo en Argentina. La policía pedía
tajadas cada vez más grandes y a uno, que se arriesgaba, le quedaba poca
ganancia. Iriarte y Giarratana eran los últimos recién llegados a este
exilio económico sui generis y, a pedido de Rossi, fui un poco guía de los
dos durante los primeros días que pasaron en Madrid.
Después de esa fiesta en casa de “El Viejo” pensé que nunca más en mi vida
volvería a ver a estos “buenos muchachos”. Estaba equivocado.
Algún tiempo más tarde, recordé a la fuerza el final de El largo adiós, de
Raymond Chandler: “Nunca volví a ver a ninguno de ellos… excepto a los
policías. A éstos todavía no se ha inventado la forma de decirles adiós”.
En mi caso, además de los policías, volví a ver a Castillo, Ramos,
Giarratana e Iriarte. Y no fue en una fiesta, precisamente.
Reencuentro en Madrid
Un día, a finales de 1976, Horacio Rossi me llamó por teléfono, y me citó en
el bar El Comercial, en la glorieta de Bilbao, en Madrid.
– Te voy a dar una buena sorpresa, así que ni faltes ni te demores –me dijo.
Allí estuve y cuando llegó, lo hizo precedido por “El Turco” Jorge Caffatti,
otro compañero de militancia en los viejos tiempos y hermano de celdas y
castigos.
Del barrio de Caballito, hijo de un sastre de origen sirio y ex alumno del
colegio Mariano Acosta, Jorge se había iniciado políticamente en Tacuara,
como tantos adolescentes de fines de los cincuenta e inicios de los sesenta.
“El Turco” –que tenía dotes de ideólogo y organizador– fue integrante del
Comando General Belgrano y más tarde, junto con Amílcar Fidanza, dirigió el
Comando 17 de Octubre, en el barrio de Flores.
Después, con Joe Baxter, José Luis Nell, Tommy Rivaric, Alfredo Ossorio,
Alfredo Roca y unos cuantos compañeros más creamos el Movimiento
Nacionalista Revolucionario Tacuara (MNRT), que tenía una orientación
decididamente peronista y de vinculación con las luchas de la clase
trabajadora.
En el MNRT, “El Turco” ocupó la jefatura sindical. En un artículo publicado
en 1967 en el semanario Marcha, de Montevideo, el escritor uruguayo Eduardo
Galeano lo describe así: “Jorge Caffatti reúne su comando en el local del
Sindicato de Obreros del Tabaco y explica a sus muchachos: ‘No es casual que
estemos aquí y no en otra parte. No se encuentra a los revolucionarios en
las sacristías’”.
En julio de 1962, “El Turco” viajó a Huerta Grande, en Córdoba, para asistir
al plenario nacional de las 62 Organizaciones, opuestas al dirigente
metalúrgico Augusto Timoteo Vandor. Ese encuentro produjo un programa de
diez puntos que proponía la nacionalización de los bancos y los sectores
claves de la economía (siderurgia, electricidad, petróleo y frigoríficos),
el control estatal sobre el comercio exterior, el desconocimiento de
compromisos financieros firmados a espaldas del pueblo, la expropiación de
los grandes terratenientes y el control obrero sobre la producción
industrial. En Huerta Grande, “El Turco” también tomo contacto con ex
integrantes de Uturuncos, la primera guerrilla rural de Argentina, que a
fines de 1959 y comienzos de 1960, había intentado establecerse en Tucumán.
En esos años agitados, lo nuestro era teoría y acción. Con Jorge Caffatti y
otros compañeros desarmamos a policías y centinelas del Ejército y de la
Fuerza Aérea, vaciamos armerías, nos apropiamos de camiones cargados de
municiones. Eran armas para el pueblo, para hacer la revolución, para traer
a Perón de regreso a la Argentina. Entonces ya éramos hombres hechos y
derechos: teníamos dieciocho, diecinueve o veinte años.
En agosto de 1963, Jorge fue uno de los participantes del asalto al
Policlínico Bancario. Él, Alfredo Roca y yo alquilamos después de ese
operativo guerrillero una oficina en la avenida Belgrano al 200 e instalamos
una pequeña imprenta. Aunque hacíamos trabajos comerciales como pantalla, en
realidad imprimíamos volantes y publicaciones del MNR Tacuara y del
Movimiento Revolucionario Peronista (MRP). Ya entonces comenzamos a
despegarnos de la denominación Tacuara y a firmar algunos volantes como
Juventud Revolucionaria Peronista.
Después de ser detenidos en 1964, “El Turco” Caffatti y “El Viejo” Rossi
habían recibido la pena más alta: dieciocho años de condena. Jorge se le
escapó dos veces a la policía. La primera vez, pidió permiso para orinar y
se fugó de los tribunales de Rosario. La segunda, luego de ser capturado
nuevamente, lo rescatamos del tren en que lo llevaban detenido a Buenos
Aires.
A comienzos de los años setenta, la mayoría de integrantes del MNRT nos
unimos a las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP). Ahí empezó otra etapa
política para todos nosotros... aunque gracias al trabajo sistemático de la
prensa del sistema, el nombre de Tacuara sería un fantasma que nos seguiría
durante un buen trecho de nuestras vidas.
Un “cañonazo” irresistible
Me alegró ver a Jorge Caffatti en Madrid, pero también me sorprendió. Yo
sabía que él no compartía la idea de irse de Argentina. Era de los que
creían que la batalla contra la dictadura militar había que darla en el país
y junto a los trabajadores peronistas. Estuvimos charlando desde la mañana
hasta la noche y, en un momento en que “El Viejo” fue al baño, “El Turco” me
dijo:
– Quiero verte a solas porque tengo una propuesta que hacerte. Veámonos
mañana a las doce en la cafetería del hotel Meliá.
Un hotel de tanta categoría me pareció un poco demencial para un encuentro
entre militantes revolucionarios, pero no dije nada. Sólo postergué 24 horas
el encuentro porque al siguiente tenía que entregar un trabajo para la
Agencia Centroamericana de Noticias (ACAN-EFE) y para poder hacerlo –debido
a esta visita inesperada– iba a tener que trabajar toda la noche.
Cuando nos volvimos a ver, Jorge me hizo una confidencia. Estaba en España
para recaudar fondos entre las organizaciones de solidaridad con el Tercer
Mundo y así proseguir la lucha en Argentina. En el país –me contó– era
prácticamente imposible realizar “operaciones de rescate” de dinero.
– ¿Y yo qué pinto en todo esto? –le pregunté.
– Quiero que hagas un trabajo de investigación –me explicó–. Cuando
termines, se te pagarán diez mil dólares. Nos encargaremos de todos los
gastos, ya que tendrás que moverte por toda Europa.
Intrigado, quise saber más:
– Decíme de qué se trata...
– Necesitamos conocer todos los datos sobre la estructura internacional de
Fiat. Sabemos que además de la fabricación de coches, se dedican a otros
negocios, entre ellos, la construcción de vehículos de guerra pesados.
También están abriendo líneas de negocio con países del Tercer Mundo y de
Europa del Este. Necesito que vos, como periodista, averigües todo lo que
puedas sobre estos asuntos. Pensálo. Si te interesa, hacés una primera
aproximación de los gastos que este trabajo pueda implicar. Cuanto antes lo
termines, más pronto cobrás los diez mil dólares.
Después de despedirnos, una pregunta comenzó a darme vueltas en la cabeza:
¿en qué nueva aventura me estaría metiendo? Ya me imaginaba que esos datos
no eran precisamente para una tesis doctoral. Pero me conformé con la
versión que me dio “El Turco”: se trataba de organizar una gran denuncia a
nivel internacional sobre las manipulaciones de la Fiat y de la llamada
Comisión Trilateral, que reunía a las principales multinacionales económicas
e industriales de Estados Unidos, Europa y Japón.
Esta organización, surgida en julio de 1973, era un auténtico gobierno
mundial a la búsqueda del modelo capitalista más adecuado para obtener
mejores beneficios y menos conflictos sociales. Su principal ideólogo era
Zbigniew Brzezinski, un polaco nacionalizado estadounidense y graduado en
Harvard, quien llegó a ser consejero de Seguridad Nacional del presidente
James Carter. También le quedó tiempo para crear la Comisión Trilateral por
encargo del banquero David Rockefeller. El propio Brzezinski había definido
a este conglomerado como “el mayor conjunto de potencias financieras e
intelectuales que el mundo haya conocido jamás”. En ella estaban
representadas alrededor del 65 por ciento de las empresas bancarias,
comerciales e industriales más poderosas del planeta. Entre sus miembros se
contaban los más altos dirigentes de las bancas Lehmann y Rothschild, el
Chase Manhattan Bank, las multinacionales Bechtel, Caterpillar, Coca Cola,
Cummins, Exxon, Gibbs, Hewlett-Packard, Mitsubishi, Nippon Steel,
Saint-Gobain, Shell, Sony, Sumitono, Unilever... Y, por supuesto, la Fiat.
Pensé en la propuesta de Jorge Caffati. Consideré los pro y los contra. Le
di vueltas y más vueltas al asunto.
Diez mil dólares...
Me costaba trabajo dormir.
Lo que más me preocupaba era que “El Turco” me había advertido que yo
debería tomar estrictas medidas de seguridad. También me recomendó que
mantuviese el más absoluto silencio sobre esta investigación. Me pidió,
además, que me desvinculara al máximo del ambiente del exilio. Recalcó que
los exiliados estaban muy infiltrados por los servicios de inteligencia
argentinos, especialmente por los de la Marina. Los Grupos de Tarea de la
Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) operaban clandestinamente en Europa.
“Todas las precauciones serán pocas”, insistió.
Vi la posibilidad de un trabajo fuera de lo común. Era una investigación
apasionante y por una buena causa. Imaginé viajes por Europa, acceso a mucha
información, algo de aventura.
Y también vi los diez mil dólares. Al contado, uno sobre otro.
Una vez leí que el mexicano Álvaro Obregón dijo que “ningún general de la
Revolución podía resistir un ‘cañonazo’ de diez mil pesos”. Esa cantidad –en
dólares– era un bocado muy apetitoso en 1976 para un exiliado muerto de
hambre como yo. Representaba el vellocino de oro, el Dorado prehispánico,
las Siete Ciudades de Cíbola.
Decidí aceptar.
Fue el “minuto fatal”, como en aquella viñeta cómica que se publicaba en la
revista Rico Tipo en los años cincuenta. Y, además, no resultó nada cómico.
En ningún momento consideré que mi vida daría un vuelco absoluto. No un giro
de cientro ochenta grados, como se dice generalmente, sino un triple salto
mortal, con los ojos vendados y sin red. No sabía que iba a meterme dentro
de una de las bocas de león más feroces, tenebrosas e implacables del mundo.
No imaginé que durante veinte años iba a tener que pagar la hipoteca de esos
diez mil dólares, uno por uno, sin poder salir de España. Tampoco imaginé
que, de remate, quedaría con un estigma de “terrorista” que en Europa no era
entonces –como no es ahora, mientras escribo estas líneas– nada bueno.
Fuente: Bambú Press
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