A qué responde el fenómeno Pigna
Semanas después del final del ciclo de TV “Algo habrán hecho” (2005, conducido por Mario Pergolini y el historiador devenido en best seller Felipe Pigna por Canal 13) salió publicado un artículo en la revista cultural Ñ, de Clarín, titulado “Falsos mitos y viejos héroes”. Allí, dos historiadoras (Hilda Sabato y Mirta Lobato) criticaron con dureza el programa. La crítica provocó su obvia contra-crítica y generó cataratas de monólogos sobradores, enojosas opiniones y pataletas de diversa índole. También fue el combustible de fogosas charlas de café, pero el debate, en serio, como el José de la quimera de Cafetín de Buenos Aires, aún espera. Aquí recopilamos los escritos esenciales.

Falsos mitos y viejos héroes

HILDA SABATO Y MIRTA Z. LOBATO.

Las historiadoras Hilda Sabato y Mirta Lobato analizan los programas de divulgación que realizaron Mario Pergolini y Felipe Pigna en Canal 13. Aquí concluyen: "Un producto reaccionario que desalienta la reflexión".

Vivimos rodeados de mentiras": dice Mario Pergolini a poco de iniciarse el primer capítulo del programa especial Algo habrán hecho por la historia argentina, que fue emitido por Canal 13. Junto a Pergolini, Felipe Pigna asumió el papel de quien habría de revelar las verdades que, según se desprende del diálogo, nos han sido hasta ahora ocultadas o escatimadas a los argentinos. A lo largo de cuatro emisiones, Pergolini y Pigna dialogaron sobre el pasado, comenzando por las invasiones inglesas de 1806 y 1807, para terminar (aunque prometen una nueva serie) a mediados del siglo XIX, con la caída de Rosas y la muerte de San Martín en Francia.

El programa constituye una novedad para la televisión abierta local, pues aunque la práctica de contar la historia utilizando medios audiovisuales no es nueva, hasta ahora no habíamos tenido una producción de esta envergadura que es bastante frecuente en otros países. Por ello y por su repercusión mediática, ofrece una oportunidad para discutir no sólo sobre nuestro pasado sino sobre cómo se narra aquí la historia. ¿Qué historia nos cuenta este programa y cómo la cuenta? De la mano del maestro —Pigna— y el alumno —Pergolini— Algo habrán hecho… hace un recorrido cronológico y estructura un relato en torno de algunos ejes:

* La historia tal como se ha contado hasta ahora es una tergiversación de la verdad, que este programa se propone develar.

* Nada ha cambiado en nuestra historia por lo que nuestro presente puede leerse directamente a partir del pasado y viceversa. "La Argentina es siempre la Argentina" dice, hacia el final, el alumno después de aprender lo que le ha enseñado su maestro. Por lo tanto, todo lo ocurrido se interpreta en clave del presente.

* Esa historia es la de la lucha entre los buenos y los malos. Los protagonistas son los grandes nombres: los buenos son los héroes o patriotas, que son virtuosos sin matices ni atenuantes a lo largo de todas sus vidas (con San Martín a la cabeza) y los malos son "los de siempre" y se distinguen por ser enteramente corruptos y traidores. El pasado se reduce a una sucesión de hechos (no muy diferente de las efemérides escolares) que se identifican con las acciones de esos hombres importantes que definen el destino argentino. Hoy como ayer, el mal siempre triunfa sobre el bien, pero los buenos insisten y la historia vuelve a empezar.

* También hay un "pueblo", que aparece mencionado aquí y allá, siempre de manera genérica (el pueblo es uno y homogéneo) y del lado de los buenos.

* La Argentina existe desde siempre: se habla de la nación, del estado nacional y de los argentinos como entidades eternas.

Con estos ejes no muy novedosos, el programa propone un formato innovador. Maestro y alumno van hacia el pasado, y mientras dialogan, hablan con los personajes y se identifican con sus temores y ansiedades. Las escenas combinan cuadros del presente (Pigna y Pergolini en Londres, París, Rosario, la campaña de Buenos Aires) con otras que ficcionalizan algunos hechos narrados (batallas, asambleas, fusilamientos) siempre con los grandes personajes en primer plano y con la ocasional intrusión de Pigna y Pergolini como observadores participantes. Hay un importante despliegue de mapas, croquis y dibujos; en cambio, es muy escaso el uso de material documental a pesar de su existencia y disponibilidad.

Así, esta propuesta tiene limitaciones importantes. El guión prescinde de algunos de los elementos clave de un relato cinematográfico, tales como la consistencia y el crescendo narrativo. Aquí, las cartas están echadas desde el primer cuadro; todo el resto es una mera confirmación de lo que sabemos de antemano.

Los interrogantes son sólo retóricos, pues la respuesta ya se conoce. Por caso: frente a las sucesivas campañas militares encabezadas por Manuel Belgrano, Pergolini es categórico: "A esta altura ya no tenemos dudas: en Buenos Aires a Belgrano lo odiaban" —sin preguntarse quién, por qué, ni cómo un hombre como él encaraba y aceptaba sin más esos destinos—, a lo que Pigna responde: "No te quepa duda". Dudas es lo que no hay en este relato; esa ausencia achata el diálogo y simplifica la historia.

El acartonamiento de la conversación en que el maestro recita largos párrafos a un alumno que repite, acota, y "aprende" las lecciones de la historia se acompaña con su opuesto: los guiños constantes, cómplices y prejuiciosos entre los dos amigos, que a su vez extienden a los televidentes. Por ejemplo, cuando aparece la caricaturesca figura de un militar brasileño amenazando con la guerra (allá por 1826), Pergolini espeta "¿Qué dice el brasuca?"

Las puestas en escena de eventos específicos abundan en detalles inverosímiles, como los cuadros de batalla con soldados impecablemente vestidos, el parlamento de Castelli ante el fusilamiento de Liniers, el capitán del barco envenenando a Moreno (presentado como verdad indiscutible, cuyas pruebas —claro— no existen), o la grotesca dramatización del cabildo abierto del 22 de mayo. El material de archivo, el despliegue gráfico y las escenas ficcionalizadas no cumplen otro papel que ilustrar las palabras. Son como estampitas destinadas a meter por los ojos lo que ya se está diciendo en el diálogo. Si estos son los problemas de un formato que prometía otra cosa, los que presenta a la interpretación histórica son aún más serios.

Uno. El programa reitera y refuerza las visiones más patrioteras de la historia argentina. Retoma las figuras de los héroes más rancios del panteón nacional y las versiones más esencialistas de la nacionalidad argentina. Como en las tradicionales historietas de Billiken, se comienza con las invasiones inglesas, que sirven para denostar a los ingleses (de allí en más serán villanos de la película), para mostrar desde la primera escena al primero de los corruptos (Sobremonte, en una escena desopilante por lo inverosímil) y para hablar ya de los buenos por venir, sobre todo Belgrano. Esta figura aparece en el primer plano de la historia de la revolución, cuyo tratamiento es réplica de los relatos escolares, con los "patriotas" a la cabeza. Todas las incertidumbres y turbulencias de la época revolucionaria quedan subsumidas en un cuentito ejemplar.

En un segundo momento, cuando "la Argentina parecía un sueño a punto de morir… un hombre avanzaba en silencio…" para enfrentar "al imperio, a la traición y a su propio destino de héroe": San Martín. El tratamiento de su figura recorre varios programas, pero desde la primera escena resulta indiscutible: estamos frente al virtuoso total. No hay, sin embargo, explicación o interrogante alguno acerca del porqué de su virtud y sus benéficas acciones (los héroes no se explican: SON). Sólo sabemos que él luchaba y luchaba, mientras sus enemigos acérrimos buscaban su destrucción. Aquí, un nuevo villano ocupa la escena: "Buenos Aires", antes cuna de la revolución pero de pronto nido de todos los males y los malos.

La contrafigura más importante de San Martín es Bernardino Rivadavia. Sus iniciativas de cambio son ridiculizadas como "cabalgata modernizadora que no se detiene ante nada" y mientras en pantalla se enumeran sin comentarios sus obras (la creación de la UBA, el Museo Histórico Nacional, la Caja de Ahorro, entre muchas otras) por otro lado se lo sindica como corrupto y coimero, pero —de nuevo— no hay intentos por explicar ni al personaje ni a su época. Lo que sigue es más de lo mismo: Lavalle es malo/tonto, Dorrego es buenísimo, Rosas es astuto y cruel, pero está con la soberanía nacional, y hasta se vuelve sobre la ya remanida (y demolida) imagen de "la anarquía" de los años 20. Una historia maniquea, sin matices y que poco innova sobre esa historia "oficial" que pretende cuestionar.

Dos. El programa remite a una forma muy tradicional de escribir la historia. Algo habrán hecho… se acerca al pasado ignorando toda la historiografía de los últimos cincuenta años. No hay ningún intento por analizar procesos ni estructuras. Los hechos se suceden por obra y gracia de héroes y antihéroes. En segundo lugar, no se atiende a ninguna de las dimensiones del pasado que hoy constituyen la materia principal de los historiadores en todo el mundo: lo social, la economía, la vida política, el mundo de las representaciones y la cultura. Si de vez en cuando se introduce alguna mención que supone una referencia a un actor social o político ("la oligarquía", "el pueblo", "los caudillos", "los estancieros"), no se hace ningún esfuerzo por ubicarlos en el tiempo, describir sus características o analizar sus transformaciones. Y no es que la historiografía argentina carezca de estudios sobre esos temas: los hay, de diversas orientaciones, y podrían haber servido para introducir una visión menos estereotipada de nuestro pasado.

En tercer lugar, en esta visión la historia es cosa de hombres. No sólo las mujeres no aparecen como protagonistas, sino que las referencias a ellas son a la vez prejuiciosas ("¡Qué bagarto!" dice Pergolini frente a la imagen de una mujer que no conoce; "No, pará —lo instruye Pigna— que ésa es Encarnación Ezcurra, la mujer de Rosas") y equivocadas. Así, de las tertulias se dice que servían "para que las familias engancharan a sus hijas con algún doctor o militar soltero", mientras que los varones participaban —como verdaderos hombres— de las tertulias revolucionarias. Se ignora todo lo escrito sobre esas formas de sociabilidad donde la mujer cumplía importantes roles.

Tres. Para acomodar la realidad a su versión del pasado, el programa incluye omisiones, errores, anacronismos y tergiversaciones sobre hechos que son conocidos y han sido largamente analizados. Apenas algunos ejemplos: el rol revolucionario de Saavedra y de las milicias que él comandaba queda totalmente desdibujado, pues entraría en contradicción con su imagen de antihéroe (frente a Moreno); se tergiversa el lugar de Gran Bretaña en las guerras de independencia (sólo se habla de presiones que habría ejercido ese país contra la "voluntad independentista" y no de las conocidas actuaciones en sentido inverso); se reducen los conflictos entre unitarios y federales a la disputa por las rentas de aduana; se distorsiona la historia del sufragio, pues al presentar ese tema para la coyuntura de 1820/21 y el ministerio de Rivadavia —"el malo"— se omite toda referencia concreta a la ley de 1821 que estableció el voto activo para todos los varones adultos libres; en cambio se pasan dos imágenes: la primera refiere a un discurso pronunciado por Dorrego —"el bueno"— cinco años más tarde y la segunda teatraliza una escena de comicios inverosímil según los estudios actuales sobre elecciones.

Cuatro. El programa aplana el pasado, lo simplifica y lo equipara al presente, sin preguntarse por las diferencias y cambios que atravesó la sociedad argentina en dos siglos. Para subrayar las continuidades y mostrar que todo es lo mismo, utiliza un recurso de manera reiterada: en el relato del siglo XIX inserta imágenes del pasado reciente para forzar así la identificación entre aquella historia y los traumáticos sucesos de los últimos treinta años. Cuando el cadáver de Moreno es arrojado al agua (como se hizo durante siglos con todos los muertos en alta mar), Pergolini y Pigna reflexionan en la costanera del Río de la Plata y una voz en off acota: "Era el comienzo de una oscura tradición argentina", refiriéndose a la práctica criminal de la última dictadura militar, de arrojar a ese río los cuerpos de detenidos-desaparecidos. Cuando se menciona el 24 de marzo como fecha de inicio del Congreso de Tucumán, se da este intercambio:

Pergolini: —¡Un 24 de marzo!

Pigna: —Pero por aquel entonces esa fecha no tenía la connotación tan nefasta que tiene hoy en día.

Esta modalidad se exacerba en la referencia a la ley de amnistía de Rivadavia ("ley del olvido") pues, con ignorancia absoluta de cómo funcionaba entonces la vida política y las instituciones, se la equipara a las leyes de Punto Final y Obediencia Debida de 1987 y al indulto a los militares de la última dictadura, y se incluye, de manera anacrónica, una larga escena con imágenes de las protestas frente a esas medidas encabezadas por los organismos de derechos humanos. Algo equivalente ocurre con el levantamiento de Lavalle (un levantamiento entre muchos otros) al que se sindica como "el primer golpe de estado de la historia argentina". Estas operaciones no son inocuas. No sólo obstaculizan cualquier intento de pensar el pasado en sus propios términos sino que mitigan los problemas del presente. En efecto, si todo siempre fue igual, si la Argentina desde sus orígenes más remotos tuvo golpes de estado, desaparecidos, militares asesinos e indultos, entonces los crímenes recientes sólo son un eslabón más de una larga cadena y sus responsables pueden lavar sus culpas en el altar de una historia siempre igual a sí misma. Más que derribar mitos y develar verdades, como pretende el programa en sintonía con la apuesta más general de divulgación histórica liderada por Pigna, Algo habrán hecho… funciona retomando y consolidando viejos mitos de la historia argentina. Y si aquel "vivimos rodeados de mentiras" se presenta como una promesa inicial de crítica profunda, al uniformar el punto de partida y de observación, termina por ofrecer un producto reaccionario, que impide la interrogación, deslegitima el debate y desalienta la reflexión, tanto sobre el pasado como sobre nuestro más cercano e igualmente complejo presente.

Fuente: Revista Eñe


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Crítica a la crítica

Por Leandro Andrini

En su número del 31 de diciembre la revista Ñ publicó una crítica de las Licenciadas en Historia Mirta Lobato e Hilda Sabato al programa "Algo habrán hecho", en la que intentan descalificar al programa con argumentos que evidencian que ni siquiera se tomaron la molestia de ver las cuatro emisiones de "Algo habrán hecho" , producción que demandó 8 meses de grabación en Europa, América Latina y gran parte de Argentina. A continuación la respuesta de un televidente:

Tengo diez críticas fundadas respecto de la crítica que hicieran Hilda Sabato y Mirta Lobato en el suplemento cultural del diario Clarín (Ñ, 118, 12-13, 31/12/2005, Bs.As.) al programa Algo habrán hecho (por la historia argentina).

Lo que proponen las señoras Sabato y Lobato desde el formato del púlpito académico, y como ellas bien lo saben, no es asequible al formato televisivo.

Podemos encontrarle defectos al programa de Felipe Pigna y Mario Pergolini, pero no podemos dejar de encontrar loable el hecho de haber instalado la discusión sobre nuestra historia dentro de un público masivo, y que el problema de la historia no esté restringido a cenáculos exclusivos ni que estos se arroben como derecho propio tal tema.

Me atrevo a discrepar en algunas cuestiones centrales con sendas académicas, y el orden de enunciación desde el primer punto hasta el noveno no tienen relevancia en cuanto al orden.

Primero: la ironía que utilizan al referirse tanto a Pigna como a Pergolini, la misma que critican de estos autores. Extraño en autoras de un vasto conocimiento y las que deberían dejar fluir sus dotes cientistas a su prejuiciosa ideología (encubierta en academicismo crítico). Y sobre todo realizar una crítica desligada de la alusión tendenciosa, la comparación chabacana (criterio que precisamente critican), o la metáfora.

Segundo: el menosprecio sobre la capacidad intelectual del interlocutor. ¿O estas ignotas ante la masa de televidentes piensan que muchos de los que estamos del otro lado del televisor no tenemos cierta curiosidad respecto del legado intelectual, político, cultural, etc., de los hacedores de nuestra historia (Belgrano, San Martín, Rivadavia, Urquiza, Mitre y tantos otros)? ¿Que es menester del académico develarnos la historia según los cánones de una subjetividad mediada que da en llamarse “objetividad” (objetividad como criterio que cambia de época en época, según el aprendizaje epistemológico)? ¿Que no nos interesa el documento, y sólo nos satisface el campo visual sobre el cual la palabra se soporta? ¿Qué somos incapaces de comprender procesos por más mal logrado que se encuentre el relato? Existe en esta crítica, casi como deformación profesional, una subvaloración del otro, de la intelectualidad del otro frente a la intelectualidad del académico. Subvaloración que recae tanto en los hacedores del programa como en quienes lo observamos (bajo el presupuesto tácito de espectador pacífico, y no-crítico).

Tercero: toda intervención en historia conlleva una postura frente a la historia. Nadie está en la historia, inclusive leyéndola, sin intervenir en ella. Es correcto que el grado de complejidad es mucho mayor al simplismo de pintar la historia en “blanco” y “negro”. En su crítica, estas dos autoras, no dejan o guardan una distancia tan alejada respecto del criterio usado hasta el cansancio por cierto mundillo académico en el cual prima el criterio de “civilización” o “barbarie”. Criterio del que no se ha apartado demasiado la historiografía social, preñada de positivismo. Justifica esta aseveración expresiones de las autoras como que el mencionado programa retoma las figuras de los héroes más rancios del panteón nacional y las versiones más esencialistas de la historia nacional.

Cuarto: en cuanto a que todo lo ocurrido se interpreta en clave del presente, cabría la posibilidad de corregir tan grave error lingüístico de estas dos académicas: deberían haber dicho que “todo lo ocurrido se homologa con respecto a nuestro presente (o actualidad histórica)”, porque en historia no cabe otra posibilidad para el historiador (como ellas mismas lo confirman luego en su escrito) que interpretar en clave del presente usando las teorías con las cuales se cuenta en la actualidad del trabajo del historiador, de la misma manera que los archivos y los documentos. Como afirmé ellas sostienen que no se atiende a ninguna de las dimensiones del pasado que hoy constituyen la materia principal de los historiadores en todo el mundo: lo social, la economía, la vida política, el mundo de las representaciones y la cultura (el subrayado es mío, por supuesto, y sin entrar en discusiones de orden filológico y filosófico/epistemológico en cuanto al estricto uso de la terminología en la frase anterior citada).

Quinto: una hipótesis jamás dejará de serlo en tanto no exista un evento que así la corrobore (sea tanto demostrando la verdad o la falsedad de la misma), y hago estricta referencia al caso de la muerte de Moreno, pero que por supuesto se extiende al amplio campo desconocido de nuestro pasado (y del pasado de cualquier país).

Sexto: las autoras demuestran no haber visto el programa, o en el mejor de los casos haberlo visto parcialmente, o realizan en su defecto un manejo tendencioso de lo que allí vieron para convalidar su posicionamiento ideológico frente a la historia.

Séptimo: la crítica no se sostiene en sí misma, porque no se demuestra nada de lo que se dice que así no fue. Sólo se dice que así no fue la historia, o en el mejor de los casos: que no fue así de simple: buenos por un lado y malos por otro. Me dirán que existe una extensa bibliografía (inclusive una gran parte que no ignoro). Esto está constreñido, como es lógico, al espacio que las autoras han tenido para expresarse, por lo cual no existe diferencia alguna respecto del programa criticado. Seguramente tanto Pigna como Sabato o Lobato nos remitirán a libros y/o documentos probatorios. La defensa ejercida por uno o por otro no debería ser distinta, y mucho menos contar con accesos limitados a la información histórica fidedigna (la hermenéutica de esta información es la que configura el patrón ideológico; no adhiero a las teorías del fin de las ideologías, y tampoco a la ideología de la objetividad).

Octavo: la crítica abarca, inclusive, el plano de la estética en torno a la presentación de un formato televisivo, por lo cual jamás esta crítica puede ser objetiva (como no lo es ninguna crítica en el campo de la estética). Que no sea objetiva no invalida que exista un subjetivismo fundado (críticamente fundamentado); pero en el caso de las autoras, su apreciación guarda menos distancia con aquel vetusto criterio “leninista-stanilista” del realismo social que con cualquier otra alternativa de entender un medio de comunicación como un constructor de estética (e incluso de arte).

Noveno: si la historiografía popular peca de poco veraz en lo académico, la historiografía académica peca de poco veraz en lo popular (valga el juego de palabras, para presentar los hechos tal se dan). Quiero dejar en claro que no estoy tomando como sinónimos a ‘popular’ y ‘populista’ (cabe la posibilidad de analizar hasta qué punto un programa televisivo masivo está sujeto a criterios e intereses populistas).

Décimo: bienvenidas las críticas, pero descubriéndonos el pelaje. Ninguna presentación, por académica que fuera, invalidará los hechos tal se han dado. Lo reaccionario seguirá siéndolo, lo revolucionario seguirá siéndolo, lo progresista seguirá siéndolo, muy a pesar de la complejidad que lo ha circundado.

Quiero señalar que en lo que respecta a la conclusión de la crítica que realizan Sabato y Lobato, es falsa precisamente por lo dicho en los primeros párrafos de esta nota. Si arriban a esta conclusión, teniendo una subestimación absoluta del espectador, es, quizá, porque el componente reaccionario convive con su modo de entender la historia (estrictamente desde el plano académico) y cualquier otra posibilidad inmediatamente queda invalidada por no ajustarse a este canon. No queda demostrado que se termine por ofrecer un producto reaccionario, que impide la interrogación, deslegitima el debate, y desalienta la reflexión, tanto sobre el pasado como sobre nuestro más cercano e igualmente problemático presente. Es ciertamente una conclusión injuriosa, no fundada, desde una lectura y visión sesgada, porque el relato de Pigna no se ha presentado como unilateral, ni mucho menos único, ni ha establecido leyes que impidan socialmente debatir en torno a estas cuestiones, entre tantas otras cosas. Si así lo piensan estas dos historiadoras, que lo demuestren, y no escudándose en la “frasecita” muy de moda dentro del campo de las ciencias sociales durante la última década: “proceso complejo”. Cuando mucho, lo que puede aseverarse es que el programa ha sido otro producto enlatado, sujeto a los cánones de la competencia por un punto más de raiting, y que sobradamente le ha ido mejor que a los muy buenos documentales que pasan por lo canales de aire (claro está, también, en honrosas ocasiones).

Y como punto final ¿no cabría la posibilidad de preguntarse si este programa no ha funcionado como bisagra para problematizar de manera más exhaustiva la realidad histórica, y establecer un debate criterioso en torno a este tema, antes de realizar presurosas conclusiones acusatorias e injuriosas? ¿O no será que estas conclusiones descalificatorias vienen a develar la incapacidad o la total impotencia del académico para justificar su trabajo frente a una realidad social que no se condice con sus estudios? Entre otros de los mitos que deberían derribarse, es la del académico enclaustrado, y hacer extensible y más que extensible asequible, su trabajo al todo social (en definitiva único “contendor” de un genuino trabajo dialógico).

Leandro Andrini
DNI: 24.146.506
La Plata, Prov. de Buenos Aires.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar


A qué responde el fenómeno Pigna

Por PABLO POZZI (Docente de la Carrera de Historia en de la Fac. de Filosofía y Letras de la UBA y Fac. de Filosofía y Humanidades de la UNC. Autor de numerosos libros, el más reciente, Huellas Imperiales, junto a F. Nigra)

En relación al éxito del programa de Pigna "Algo habrán hecho por la historia Argentina", como también con respecto a sus libros Los mitos de la historia argentina, creo que hay que considerar varias cosas distintas. Una es la búsqueda de respuestas a la situación actual de crisis y falta de futuro de muchos sectores de la población. Estos sectores buscan en la historia una respuesta y también experiencia para tratar de salir de los problemas que nos aquejan. Otra es que los argentinos (y realmente la población en todo el mundo) siempre han tenido un gran interés por la historia nacional. Esto se puede ver en la cantidad de publicaciones de divulgación histórica, novelas, e inclusive en la discusión cotidiana. Basta decir ¿porqué la Argentina no es un gran país? Y más de uno va a responder cosas tipo "por que echamos a los ingleses durante las invasiones". La respuesta es superficial y muchas veces revela desconocimiento, pero también demuestra una inquietud de buscar en nuestro pasado las causas de la decadencia argentina.

En este sentido siempre hubo "Pignas". Antes de éste estuvo Lanata, que fue después de Anguita y Caparros, que sucedieron a Félix Luna. En una época eran José María Rosa y Abelardo Ramos. Lo notable es que ninguno de éstos sería reconocido hoy como historiadores por la profesión, sino más bien como divulgadores o periodistas. Es más, recuerdo una vez que cuando salía de la Argentina, en el formulario se preguntaba la "profesión". Yo puse "historiador". El de inmigraciones lo mira y me dice: "No. Usted es profesor de Historia. Historiador es Félix Luna". Para muchos de mis colegas Luna era un "empresario de la historia". Que a nivel popular se reconozca a toda una serie de gente como historiadores, y que la profesión no lo haga, es por demás revelador.

El problema con los historiadores académicos es muy complejo. Por un lado la historia es imprescindible tanto para establecer la hegemonía de la clase dominante como para gestar una oposición y alternativa revolucionaria. Muchos historiadores profesionales de hoy fueron militantes de la izquierda o del peronismo combativo en la década de 1966-1976. El problema es que la lección que derivaron de esa experiencia fue que los habían reprimido por haberse "metido en política". Como tales se intentaron acomodar al poder y se ofrecieron para articular un nuevo discurso histórico que reconstruyera una hegemonía en crisis. Así se acercaron al calor alfonsinista. El problema es que no gestaron tal discurso. Un discurso hegemónico debe intentar cooptar las demandas de los sectores oprimidos e incorporarlas a la explicación histórica que ofrece la burguesía. Pero su propuesta fue reescribir la historia planteando una infinidad de temas que ellos creían que podría reforzar lo que entendían como la democracia y la ciudadanía. Pero los problemas de la sociedad argentina eran otros. En medio del desempleo, de la corrupción, de la destrucción de las conquistas sociales, los historiadores estudiamos la democracia, los partidos políticos y cosas similares. Tras un supuesto objetivismo no se intentó explicar nada de lo que pasaba hoy. Así, por ejemplo, no se investigaron cuestiones como la guerrilla, el movimiento obrero, las formas de organización popular, o inclusive el por qué había golpes de Estado en la Argentina. Es notable que esto sí lo hicieron historiadores extranjeros como Potash, Rouquié o Daniel James, todos best seller en su momento. Lo que resultó fue una historia anodina, que muchos sienten aburrida y que es realmente irrelevante a la vida de la gente común. La profesión se volcó hacia adentro, escribiendo para los historiadores y no para la sociedad en general. A esto hay que agregar el hecho de que tanto Alfonsín como Menem hicieron disponibles cuantiosos fondos en becas, subsidios a la investigación, etc. Los historiadores se dedicaron a captar estos fondos haciendo proyectos que fueran aprobados y por ende no debían enemistarse con ningún posible jurado. El resultado fueron investigaciones anodinas, hechas correctamente pero de escasa relevancia.

A esto debemos sumarle que la argentina es una sociedad con una profunda crisis orgánica. Por ende, lejos de apuntar a analizar la historia como un elemento para explicar y resolver los problemas del hoy (aún los de burguesía), la profesión se convirtió en un negocio. En este sentido no le sirve ni siquiera a la clase dominante. Lo que sí le sirve es que ha vaciado de contenido y cooptado a importantes sectores intelectuales quitándole un elemento fundamental a la gestación de alternativas populares y obreras.

En este sentido se comprende más el éxito de Pigna. Su visión es profundamente desmovilizadora de la participación popular pero entronca con sentires de la gente. O sea, para él la historia argentina es una de grandes hombres (y muy pocas o ninguna mujer) que eran buenos y honestos, pero que fueron siempre boicoteados o imposibilitados de actuar por los corruptos que los rodean. Así el problema es conseguir un líder bueno y apoyarlo en contra de la corrupción generalizada que está enquistada en los grupos de poder. Como muchos se sienten impotentes frente a la situación actual, y sienten que la corrupción (entendida no sólo como económica sino también de ideas) entonces el discurso de Pigna parece algo razonable y de sentido común. Realmente es algo funcional a la burguesía y emerge ante la carencia de ideas de los historiadores para articular un discurso hegemónico. Y no es accidente que Pigna emerja cuando también hay una reactivación de la movilización obrera y popular: es una propuesta histórica que dice básicamente que no hay nada que la gente común pueda hacer y que la única alternativa es apoyar a uno de los "grandes hombres" en contra de la corrupción. Digamos, Kirchner sería ese gran hombre.

Con respecto a la vinculación entre una producción historiográfica que aporte a una explicación profunda del pasado y su difusión de manera comprensible para las amplias masas, creo que la clase obrera necesita de sus intelectuales y por ende de sus historiadores. Lo que necesita son trabajos serios, bien investigados y científicos para de ahí poder elaborar políticas basadas en lo mejor del conocimiento. La buena difusión ha tenido un trabajo serio y profesional previo. No se trata de ser populachero sino de ver cómo cuestiones y temas complejos se pueden expresar en forma accesible. Cuando esto ocurre encontramos que las grandes masas tienen interés y utilizan lo que hacemos. Lo que pasa es que es muy difícil hacerlo. Es más fácil expresar las cosas en jerigonza o escudarse detrás de definiciones teóricas complicadas que tratar de hacer accesible algo complejo. Esto es aún más complicado si nos damos cuenta que la cultura intelectual de los argentinos dice que el ser humano inteligente es el pedante que habla en raro: se dice periplo en vez de viaje. Sin embargo, tenemos ejemplos múltiples de buena historia, accesible: Juan Alvarez y Saldías a principios del siglo XX, Milcíades Peña, Duhalde y Ortega Peña o Rodolfo Puiggrós; y entre los extranjeros E.P. Thompson, Eric Hobsbawm, Pierre Vilar, Howard Zinn y tantos, tantos otros.

Hay toda una serie de historiadores, tanto en la academia como fuera de ella, que han desarrollado una visión crítica del pasado. Los trabajos de Eduardo Azcuy Ameghino y de Gabriela Gresores sobre el siglo XIX son un buen ejemplo de eso, o Ernesto Salas sobre la huelga del frigorífico Lisandro de la Torre, o el de Alejandro Schneider sobre la clase obrera entre 1955 y 1973. Cada uno desde su perspectiva histórica e ideológica ha desarrollado una historia crítica, bien investigada y relevante al día de hoy. El problema sigue siendo de difusión, por un lado, y por otro de que nos articulemos en una discusión o proyecto historiográfico que permita avanzar no individualmente sino colectivamente. También está el problema de ganarse el pan. Tanto la profesión como el Estado (y por ende la burguesía) no ven con buenos ojos este tipo de investigación histórica, por lo que tanto las posibilidades de tener recursos para investigar, como el de sobrevivir profesionalmente, el de publicar, o el de tener la posibilidad de formar nuevos historiadores, es muy difícil. ¿Qué campos están menos explorados? Realmente está todo por hacerse y en este sentido el problema no es tanto de campos sino más bien de perspectivas de medios.


La "polémica" sólo como síntoma

Por JOSE GABRIEL VAZEILLES (Docente de Historia Argentina y Latinoamerica en la Fac. de Ciencias Sociales y Historia Social General de la Fac. de Filosofia y Letras, de la Universidad de Bs. As. Ha publicado nuemerosos libros, entre ellos La basura cultural en las jergas de Heidegger y Nietzsche (2004)

A raíz de una "polémica" entre Felipe Pigna versus Hilda Sábato y Mirta Lobato aparecida en los números 118 (31/12/05) y 119 (7/1/06) de la Revista Ñ, referida al programa en TV del primero compartido con Mario Pergolini, me han pedido opinión y es necesario que comience por aclarar el título y el entrecomillado.

Las expresiones culturales en esta sociedad tienen ante sí las alternativas de ser un síntoma de alienación ideológica, según el interés conservador del poder económico y político, o bien una crítica cultural que procura descubrir las contradicciones que aparecen como incongruencias, para sentar aportes que ayuden a su resolución.

En verdad, si tomamos en cuenta diferentes actores, estas alternativas que para cada caso se presentan como marcadamente disyuntivas, configuran un doble carácter, pues quien descubre el síntoma pone en juego, por ese solo hecho, la crítica.

Podría suponerse que una polémica otorga mayor posibilidad de que aparezca el doble carácter pero también es posible lo contrario, cuando la intención de los "polemistas" es mejor posicionarse unos frente a otros por el puro prestigio y las rentas anexas, compartiendo en el fondo la postura de no objetar el poder.

En ese caso no saldremos del "síntoma", con el agravante de que el pluralismo vacuo que se ha ejercitado resulte aún más venenoso para una crítica auténtica, porque su pura apariencia de tal, induce a no indagar más o a asordinar, si se produce, una futura crítica, diciendo "sobre esta cuestión hay muchas opiniones".

En la historia argentina esto no es nuevo y limitándonos al siglo XX, cuando la consolidación roquista había instalado una versión de entonces de la política única, de sesgo británico y terrateniente local, ocurrió ese pluralismo vacuo entre presuntos positivistas como Bunge y Ramos Mejía o espiritualistas como Lugones, Becher o Gálvez, todos en verdad platónicos que miraban el mundo como el clero medieval.

Cuando entre la rajadura de la reciente política única, ocasionada por las puebladas del 2001, irrumpió nuestra Cátedra paralela en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, el profesor Luis A. Romero salió violentamente a la palestra, con la disponibilidad que le prestaron muchos medios masivos de difusión, al más descomedido autoelogio, mientras denostaba una presunta baja calidad nuestra.

Nosotros nos negamos por principio y con firmeza a entrar en el juego de, a la vez, mostrar nuestra calidad y denostar la de él, pues configuraríamos la situación de competencia por el prestigio, el pluralismo vacuo antes mencionado e invitamos al profesor Romero a debatir sobre sus apologías del poder, como el elogio al nazi Ramos Mejía o sus satisfacciones respecto del pensamiento único neo-liberal.

Estas propuestas fueron ignoradas olímpicamente (o desde el supuesto Olimpo en que creía encontrarse) por Romero y a su postura propagandístico-comercial se sumaron otros profesores, entre ellos Hilda Sábato. Los dos modos de debatir los vimos como una cuestión crucial para la historiografía y así lo entendieron algunos intelectuales, docentes y estudiantes, pero entre ellos tampoco vimos a Felipe Pigna ni algunas personalidades de izquierda de buen trato con él.

En el pasaje del siglo XIX al XX, la comodidad económica y política de los voceros oligárquicos era grande, así que Ramos Mejía podía bien hacer la apología del genocidio antisemita de la Inquisición Española y luego ser titular del consejo nacional de Educación o Lugones el del imperialismo sin sufrir mucha mengua. Tal vez este estar impunemente más allá de cualquier dicho o texto haya sido el modelo que impulsó a Romero (h) a hacer su apología y a creer que con De la Rúa él y sus amigos iban a gozar de un Olimpo igual. Pero este otro pasaje de siglo presenta más escasez y rivalidades, así que el pluralismo vacuo no se puede ejercer del mismo modo.

Las profesoras Lobato y Sábato criticaron a Pigna por aducir en abstracto el concepto de Nación. Treinta meses antes, en la misma Revista Ñ (N° 87, 28/5/05), el Profesor Halperín Donghi dijo: "La sociedad argentina es escéptica en todo, salvo sobre ella misma: es siempre la víctima inocente de calamidades en las que no tuvo nada que ver". Adjudicar predicados a "la sociedad" en abstracto es una casi insuperable muestra de vacuidad, además de una marca característica del "pensamiento único" neo-liberal, lo que no fue motivo de ninguna crítica por parte de esas profesoras.

Tal vez temían que el Profesor Halperín, quien se considera una especie de arquitecto intelectual, no les otorgue el papel de decoradoras o redecoradoras a que refiere cuanto dice: "Si se me permite la comparación, a mí me tocó participar en la primera etapa de construcción de una casa, luego siguen otras, hasta que se llega a la redecoración de las habitaciones".

Metáforas del "profesionalismo", como el argumento de Romero (h) de que la participación de los estudiantes en el gobierno universitario se asemeja a la pretensión de los enfermos de dirigir un hospital. Metáforas que suponen un sereno curso del poder, sin siquiera estremecimientos graves.

Tal vez la connotación de formol, bisturíes y termómetros sea menos elegante que la de la casa, que casi connota incienso y templo del saber; claro que en esta materia, lo que como monumento ha logrado mantenerse en pie, casi iguales a sí mismas son las pirámides egipcias, admiradas por el platonismo en su invaria-bilidad, como sus arquetipos celestes, que en lugar del incesante devenir de las ideas, gozaron de lo contrario... hasta que Galileo y otros vinieron a molestar.

Según tal invariabilidad, que se parece al modo de ver el mundo de Mitre, entre otros, con quien parece que simpatizan como "padre fundador" los arquitectos y decoradores (fundador y no fundidor, como indica la relación de Mitre con el patrimonio público), podríamos llamar a su corriente "monumentalismo", pero al recordar para qué servían las pirámides, resultaría algo agresivo, amén de que el carácter aséptico del profesionalismo rechaza todo apelativo como "marxista", "monumentalista" o "gramsciano".

Reteniendo esta inclinación, luego nos damos cuenta que tampoco en el perfil de origen de los "polemistas" les podríamos sacar las comillas. En efecto, hemos recordado que una periodista con afición a hacer reportajes a quienes considera historiadores había iniciado tales aficiones alrededor de las publicaciones de Félix Luna, o sea, con un perfil más bien parecido al actual de Pigna.

No recuerdo ahora bien como se apellida esa columnista, creo que de nombre Ana María, pero siempre respetando no usar esos sufijos, podríamos esperar que haya pasado de ser "lunática" a ser "pignática", pero por sus elogios tales como calificar al arquitecto como "el más grande historiador vivo", no caben dudas de que ha terminado siendo "halperinática", lo que vuelve inconsistente la persistencia de dos veredas enfrentadas y nos excusa otra vez de quitar las comillas.


Historia, conocimiento histórico e historiografía de izquierda

Por JUAN LUIS HERNÁNDEZ (Docente de Historia de la Fac. de Filosofia y Letras de la Univ. de Bs.As, en la materia Problemas Latinoamericanos Contemporáneos)

'Algo habrán hecho por la historia argentina", la serie de cuatro episodios televisivos de Pigna-Pergolini, tuvo un enorme éxito de audiencia y una importante repercusión pos-terior. Es muy revelador y altamente sugerente que un canal de televisión de aire ubique en uno de sus horarios centrales un programa íntegramente dedicado a la historia argentina, y que el mismo tenga un rating elevadísimo en un país donde la historia está unánimemente considerada una de las áreas más aburridas y devaluadas de la enseñanza escolar.

Este -para algunos- sorprendente interés por la historia nacional no puede desligarse de la realidad social de la Argentina actual, y más específicamente, del procesamiento de la crisis del 2001 y su impacto en el imaginario popular. Como señala Omar Acha en su interesante ensayo sobre las narrativas nacionales, a partir de los sucesos del 19 y 20 de diciembre queda irreversiblemente lesionada la idea del "progreso" como horizonte ineluctable de la Argentina más allá de las peripecias, las encrucijadas y los caminos de cornisa que la nación habría de atravesar a lo largo de su historia. En su lugar se instala con fuerza la idea opuesta: algo malo subyace en la sociedad argentina desde sus orígenes, que nos hace "ser como somos" y que "nos pase lo que nos pasa". La famosa frase "estamos condenados al éxito", reveló en su momento el intento de suturar la grieta abierta por donde fluye la terrible sospecha: el país de las "vacas y las mieses" lejos de disfrutar de una extraordinaria "excepcionalidad" en Latinoamérica, está atravesado por las mismas crisis y contradicciones que desgarran a las demás naciones del sub-continente.

Es aquí entonces, en este desencuentro popular con las retóricas oficiales -en las que se nutrieron y a su vez alimentaron los discursos historiográficos hegemónicos producidos desde los ochenta en adelante- donde se incuba la profunda necesidad de producir nuevos relatos del pasado nacional, y es a partir de esta expectativa que resulta entendible la inmensa repercusión de un programa dedicado a la historia del siglo XIX. Lamentablemente, pese a los anuncios publicitarios previos, "Algo habrán hecho...." no aportó mayores novedades en la interpretación de ese pasado.

Debemos decir que las interpretaciones históricas de Pigna adolecen de serios pro-blemas. Parte de una posición metodológica correcta, en el sentido de entender que la comprensión de las luchas del pasado resulta útil para iluminar los conflictos del presente, pero abstrae las circunstancias y el contexto en que se produjeron aquellas, con lo cual dificulta su entendimiento. Descontextualizando los hechos del pasado, traslada en forma mecánica sus contenidos y formas ideológicas al presente, sin las mediaciones necesarias, con lo que termina homologando levantamientos militares del siglo XIX con golpes de estado del XX, amnistía con políticas de impunidad y olvido, empréstitos con deuda externa, etc.. A esto se agrega un relato basado en la antinomia héroe-antihéroe, conformando una galería de buenos y malos de la historia pensados en clave maniquea, sin admitir las contradicciones que atravesaron a la mayoría de los personajes involucrados (así, por ejemplo, en la contraposición Saavedra-Moreno, se oculta tanto el papel revolucionario del primero en las jornadas de Mayo al volcar los principales regimientos porteños a la causa de la revolución, como la conocida simpatía y expectativa del segundo con Inglaterra y la política y el comercio inglés). Este relato histórico, construído en base a personajes notables, deja en un muy segundo plano a los actores sociales, incurriendo en una vieja y usual costumbre de nuestro medio: hacer alusión en general al pueblo pero sin otorgarle entidad alguna en el devenir de los procesos históricos.

La reacción de la academia estuvo a cargo de las profesoras Hilda Sábato y Mirta Lobato, autoras del artículo "Falsos mitos y viejos héroes", publicado en el suplemento dominical Ñ del 31/12/05. Aunque señalan algunas críticas válidas al programa de Pigna-Pergolini, el texto, enteramente previsible, expresa en definitiva toda la impotencia de quienes siguen aferradas a discursos historiográficos que no dan respuesta a las inquietudes actuales de la sociedad. Con un discurso teñido de resentimiento y elitismo, fuertemente autorreferencial, terminan reprochándole a Pigna lo que constituye su mayor y casi único mérito: haber instalado un debate sobre el pasado nacional a nivel masivo. La respuesta de Pigna, de muy bajo nivel conceptual, no contribuyó en nada para elevar la polémica.

Una muestra significativa del bajísimo nivel de la discusión lo constituye el inter-cambio en torno a la llamada "historia del sufragio". Como es sabido, Sábato-Lobato hiper-valoran la legislación que estableció, a partir de 1821, el voto para "todos los adultos libres", atribuyéndole a Pigna el error de desconocer ésta y otras medidas progresistas adoptadas durante la gestión de Rivadavia. En su respuesta, Pigna remite a un discurso de Dorrego impugnando el carácter elitista de la ley, donde denuncia que la privación del voto a "domésticos a sueldo y jornaleros" buscaba consolidar en el poder a una "aristocracia del dinero". El problema que acá se omite -más allá de la querella erudita en torno a la pertinencia de los dichos atribuidos a ambos personajes- es justamente los límites de la construcción de la ciudadanía en una sociedad estamental, autoritaria y paternalista; y la utilidad del sufragio masculino en relación a la participación de los sectores sociales excluidos -cuestión que pasaría a primer plano solo unos años más tarde, durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, cuando amplios sectores de las clases subalternas intentarán expresarse a través de otros canales de participación política y social.

¿Qué conclusiones podemos sacar de todo esto? Quienes queremos contribuir al desarrollo y crecimiento de una historiografía de izquierda, debemos plantearnos la necesidad de construir nuevos relatos historiográficos para dar cuenta del pasado nacional, que ayuden a reflexionar sobre la historia reciente y la situación política actual. Tomando como punto de partida las luchas del movimiento obrero y las clases subalternas, es posible aportar a la construcción de un conocimiento histórico que no se proponga encerrado entre las cuatro paredes de un instituto de investigación sino abierto al debate público, en conexión con las experiencias y necesidades de los trabajadores y los sectores populares. El interés y repercusión de "Algo habrán hecho por la historia argentina" nos demuestra que en este terreno tenemos mucho camino por recorrer.


A las pignas por la historia

Por FERNANDO AIZICZON - ARIEL PETRUCCELLI
(Profesores de Historia, UNComahue, Neuquén, miembros de la editorial "El Fracaso")

Felipe Pigna, hábil comerciante de la historia, ha tenido la virtud de escribir y producir un programa televisivo acorde con el espíritu de los tiempos, o por lo menos de los tiempos argentinos post 2001. Ha brindado a un público popular una "explicación" -tosca, simplista, marquetinera, punchi punchi- como la que ese público estaba buscando: una explicación básicamente política, y en la que los males de la nación tienen su origen en los corruptos del pasado que se han hecho pasar por héroes. Algo así como la traducción, en el plano histórico y a largo plazo, del tipo de explicación emanada desde el poder kirchnerista sobre lo ocurrido durante la década menemista.

En otra galaxia, la academia histórica, enfrascada en los urgentes y acuciantes problemas planteados por el posestructuralismo, el giro lingüístico o el concepto de ciudadanía -sin duda populares-, parece no haber acusado recibo del cambio que significó transitar el traumático pos 2001 y el nuevo interés por la Historia y la política suscitado en una franja considerable de la población argentina.

Tarde o temprano estas dos cosmovisiones habrían de colisionar. Y así fue. Dos grandes relatos de la historia protagonizan hoy un nuevo Big Bang...
La polémica ya está instalada, aunque lejos de aquellos combates ideológicos de otros tiempos. Mirta Lobato e Hilda Sábato -dos connotadas historiadoras académicas- criticaron con dureza el programa televisivo "Algo habrán hecho", y Felipe
.
Pigna, el historiador que lo protagoniza, contestó airadamente. Las académicas le reprochan al escritor de moda el no hacer ningún intento por analizar procesos o estructuras; narrar una historia netamente política basada -¡una vez más!- en grandes personalidades. Hasta aquí, creemos, las críticas son merecidas. Y por eso nos parece que la auto-defensa que ensaya Pigna (diciendo exactamente todo lo contrario) no tiene sustento. Pero el tándem Lobato-Sábato se entusiasma y va por más. La cultura del espectáculo tira, atrae... y también tiene sus reglas. Hay que decir algo contundente, una frase matadora, lanzar una consigna que revuelva el avispero. Y las dos serias académicas que hace ya años eligieron distanciarse del rol de intelectuales (y ni hablemos de la intelectualidad crítica) para ponerse la corta toga del "profesional académico", en un repentino rapto de conciencia ciudadana, arrojan la piedra del escándalo: "el programa es reaccionario", dicen. Y los editores de Ñ empiezan a calcular cuántos ejemplares más va a vender el número siguiente con la respuesta de Pigna.

La acusación es un disparate. Una provocación gratuita, o quizás todo lo contrario. Es obvio que las intenciones de Pigna (en el programa y en sus libros) no son para nada reaccionarias. Podría ocurrir que, pese a sus intenciones, el efecto objetivo fuera efectivamente reaccionario. Pero para nada es así. Pigna ha logrado interesar a un segmento importante de la juventud por el pasado; y lo ha hecho cuestionando al "poder" y a los acaparadores de la riqueza, reivindicando a figuras como Moreno o Güemes entre otros aspectos que, digámoslo, su antecesor directo en términos de historiador-divulgador, el archirreaccionario Félix Luna, jamás hubiera osado escribir.

¿¡Bravo Pigna!, entonces? Creemos que no. Su enfoque es profundamente deficitario. Se basa efectivamente en una remitologización de la historia nacional en la que hay muchos grandes individuos (aunque ahora, eso sí, algunos son pillos de siete suelas, antes que broncíneos héroes), pero pocas clases sociales. La historia de Pigna es curiosamente a-histórica: un eterno enfrentamiento de buenos contra malos en el que, hasta ahora, han ganado siempre los malos. Pigna politiza la historia, y hasta ahí va bien. Pero una cosa es politizar la historia, y otra muy diferente es reducirla al enfrentamiento político de perso-nalidades. Su historia, ciertamente, no es reaccionaria. Tampoco es estrictamente falsa. Más bien es equivocada, como lo son todas aquellas que buscan fervorosamente salvar a la Patria y rescatar otros héroes, al menos eso creemos. Pigna puede contarnos muchas cosas del pasado, algunas sin dudas interesantes; pero no nos explica por qué pasó lo que pasó, y cuando pretende explicarlo se reduce a señalar la perversidad de Fulano o Zutano.

Creemos que es imperioso recrear una historiografía basada en las clases y grupos sociales antes que en los individuos, y en procesos y estructuras, más bien que en acontecimientos. Esta historiografía, desde luego, siempre habrá de implicar un esfuerzo mayor de parte de los lectores, lo que sin duda dificultará la aparición de Best Sellers. También tendrá un acotado margen para regodearse con los "chismes" del pasado, y no debería ser producida por especialistas exclusivamente para especialistas (que es uno de los vicios más acendrados de la academia, incapaz de llegar a un público popular). Pero no cabe lamentarse por la historiografía que quisiéramos tener y no tenemos, ni tiene mucho sentido enojarse con las meticulosamente insulsas producciones académicas típicas, o con la groseramente política historia de Pigna.

Lo único sensato que tenemos por hacer es escribir la historia que queremos quienes mantenemos nuestro compromiso con los ideales del socialismo revolucionario y con los principios del materialismo histórico: una historia anclada en fuerzas sociales, que incluya las dimensiones económica, política y cultural, deliberadamente explicativa y escrita en un lenguaje claro y comprensible.

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