Poder,
"contra-poder" y "antipoder." Notas sobre un extravío teórico
político en el pensamiento crítico contemporáneo *
Por Atilio Borón
CLACSO | Consejo
Latinoamericano de Ciencias Sociales
Uno de los rasgos más categóricos de la victoria ideológica
del neoliberalismo ha sido su capacidad para influenciar
decisivamente la agenda teórica y práctica de las fuerzas
sociales, las organizaciones de masas y los intelectuales
opuestos a su hegemonía. Si bien este atributo parecería
haber comenzado ahora a recorrer el camino de su declinación,
reflejando de este modo la creciente intensidad de las resistencias
que a lo largo y a lo ancho del planeta se erigen en contra
a su predominio, las secuelas de su triunfo en la batalla
de las ideas están llamadas a sentirse todavía por bastante
tiempo. Es bien sabido que no existe una relación lineal,
mucho menos mecánica, entre el mundo de las ideas y los
demás aspectos que constituyen la realidad histórico-social
de una época. Esto explica, por ejemplo, que las concepciones
medievales sobre la unidad del "organismo social" – justificatorias
del carácter cerrado del estamentalismo feudal y de la primacía
del papado sobre los poderes temporales- sobrevivieran por
siglos al advenimiento de la sociedad burguesa y a una de
sus instituciones básicas, el contrato. No debiera sorprendernos,
por lo tanto, si teorizaciones surgidas durante el apogeo
del neoliberalismo y coincidentes con el mayor reflujo histórico
experimentado por los ideales socialistas y comunistas desde
la Revolución Francesa hasta hoy perduren tal vez por décadas,
aún cuando las condiciones que les dieron origen hayan desaparecido
por completo.
Un ejemplo de esa pertinaz colonización ideológica lo ofrece
en la actualidad la obra de algunos de los más conocidos
intelectuales críticos de la izquierda. Si se examina con
detenimiento el pensamiento de autores tales como Michael
Hardt y Antonio Negri o la más reciente contribución de
John Holloway, puede comprobarse sin mayor esfuerzo cuán
vigorosa ha sido la penetración de la agenda, las premisas
y los argumentos del neoliberalismo aún en los discursos
de sofisticados intelectuales seriamente comprometidos con
una crítica radical a la mundialización neoliberal. Porque
ninguno de los tres autores arriba mencionados "se ha pasado
de bando", peregrinando a las filas de la burguesía y el
imperialismo en busca de reconocimiento u otro tipo de recompensas.
Ninguno de los tres abjuró de la necesidad de avanzar hacia
la construcción de una sociedad comunista, o por lo menos
decididamente "post-capitalista." Todo lo contrario: el
sentido de su obra es justamente el de fundamentar, en las
nuevas condiciones del capitalismo de inicios del siglo
veintiuno, las formas de lucha y las estrategias que podrían
ser más conducentes al logro de tales fines. En ese sentido
es preciso establecer, antes de plantear nuestra divergencia
con sus teorizaciones, una clara línea de demarcación entre
Hardt, Negri y Holloway y autores tales como Manuel Castells,
Regis Debray, Ernesto Laclau, Maria Antonieta Macchiochi,
Chantal Mouffe, Ludolfo Paramio y toda una pléyade de ex-marxistas
europeos y latinoamericanos que al iniciar una necesaria
renovación teórica del marxismo para rescatarlo de la ciénaga
del estalinismo culminaron su arrepentimiento con una capitulación
teórica tan grosera como imperdonable. En este descenso,
y so pretexto de la supuesta superioridad civilizacional
del capitalismo, muchos abandonaron el marxismo dogmático
que habían cultivado con especial celo durante largo tiempo
para convertirse en furiosos profetas que ahora pretenden
persuadirnos de la imposible superioridad etica de un modo
de producción basado en la explotación del hombre por el
hombre y la destrucción de la naturaleza. Pocos casos, no
obstante, igualan la denigrante trayectoria de María Antonieta
Macchiochi, quien transitó desde el más irresponsable ultraizquierdismo
hasta el neofascismo, culminando con ignonimia su trayectoria
política e intelectual en el Parlamento italiano representando
nada menos que a Forza Italia y su capo, Silvio Berlusconi.
Queremos dejar
claramente sentado que Hardt, Negri y Holloway de ninguna
manera entran en esta lamentable categoría de los que bajaron
los brazos, se resignaron y se pasaron a las filas del enemigo
de clase. Son, en buenas cuentas, camaradas que proponen
un análisis equivocado de la situación actual. Su integridad
moral, totalmente fuera de cuestión, no les ahorra sin embargo
caer en la trampa ideológica de la burguesía al hacer suyas,
de manera inconsciente, algunas tesis consistentes con su
hegemonía y con sus prácticas cotidianas de dominio y que
de ninguna manera pueden ser aceptadas desde posiciones
de izquierda. Expliquémonos. Para la burguesía y sus aliados,
para el imperialismo en su conjunto, es imprescindible potenciar
el carácter fetichista de la sociedad capitalista y ocultar
lo más que se pueda su naturaleza explotadora, injusta e
inhumana. Parafraseando a Bertolt Brecht podemos decir que
el capitalismo es un caballero que no desea se lo llame
por su nombre. La mistificación que produce una sociedad
productora de mercancías y que todo lo mercantiliza requiere,
de todos modos, un reforzamiento generado desde el ámbito
de aquello que Gramsci denominara "las superestructuras
complejas" del capitalismo, y fundamentalmente de la esfera
ideológica. Así, no basta con que la sociedad capitalista
sea "opaca" y la esclavitud del trabajo asalariado aparezca
en realidad como un universo de trabajadores "libres" que
concurren a vender su fuerza de trabajo en el mercado. Es
preciso además silenciar el tratamiento de ciertos temas,
deformar la visión de otros, impedir que se visualicen unos
terceros y que alguno de ellos se instale en la agenda del
debate público. De ahí la importancia que asume para la
derecha cualquier teorización (sobre todo si es producida
por críticos del sistema) que empañe la visión sobre el
imperialismo, el poder y el estado, o que desaliente o impida
una discusión realista sobre estos temas. Esa es, precisamente,
la misión ideológica del saber económico convencional, donde
la politicidad y eticidad de toda la vida económica se diluyen
en los meandros del formalismo, la modelística y la pseudo-rigurosidad
de la matematización.
Si lo anterior
no fuera posible, la "segunda mejor" alternativa es hacer
que las teorizaciones predominantes sobre estos asuntos
sean lo más inocuas posibles. La extraordinaria acogida
que tuvo la obra de Hardt y Negri en la prensa capitalista
y la "opinión seria" de los países desarrollados es de una
contundencia aleccionadora al respecto.1 Por su parte, el
libro de Manuel Castells, La Edad de la Información, que
produce una visión conformista y complaciente del "capitalismo
informacional", cosechó extraordinarios elogios en esos
mismos ambientes, sobresaliendo en dicha empresa Anthony
Giddens, el principal teórico de la malograda "tercera vía,"
y el ex-presidente del Brasil, Fernando H. Cardoso, cuya
gestión en el área económica se caracterizó por la su estricta
adhesión a las políticas neoliberales. (Castells, 1996;
1997; 1998) 2
En síntesis: la tesis fundamental que quisiéramos probar
en las páginas que siguen sostiene que la concepción general
y las orientaciones heurísticas que se desprenden de los
planteamientos que encontramos en la obra de Hardt y Negri
y Holloway lejos de instalarse en el terreno político del
pensamiento contestatario son plenamente compatibles con
el discurso neoliberal dominante. Reflejan la derrota ideológica
sufrida por aquél, y la lamentable vigencia del diagnóstico
al que arribara, a finales del siglo diecinueve, José Martí
cuando decía que "de pensamiento es la guerra mayor que
se nos hace" y convocara a los patriotas latinoamericanos
a ganar la batalla de las ideas. Tarea que, por cierto,
constituye una de las más importantes asignaturas pendientes
de la izquierda.
Hardt y Negri
En un libro publicado poco después de la aparición en lengua
española de Imperio, la aclamada obra de Michael Hardt y
Antonio Negri, sometimos a crítica las tesis centrales de
dichos autores, razón por la cual no reiteraremos, siquiera
mínimamente, lo dicho en esa oportunidad.3 En este trabajo
nos limitaremos en cambio a exponer, sucintamente, nuestra
disidencia en relación a la noción de "contra-poder" que
proponen esos autores.
Atilio Borón - Tras el búho de Minerva
Atilio Borón - Estado, capitalismo y democracia
en America Latina
Bayer, Borón, Gambina - El terrorismo de Estado
en Argentina
El concepto
de "contra-poder" surge como consecuencia de la crisis terminal
que enfrenta, según Hardt y Negri, el estado nación y, a
raíz de esto, las clásicas instituciones de la democracia
representativa que le acompañaron desde el advenimiento
de la Revolución Francesa. El "contra-poder" alude así a
tres componentes específicos: resistencia, insurrección
y poder constituyente. Hardt y Negri analizan en su obra
sus cambios experimentados a consecuencia del tránsito desde
la modernidad a la posmodernidad, y concluyen que en las
más variadas experiencias insurgentes habidas en la época
moderna – ese vasto e indefinido arco histórico que comienza
con el amanecer del capitalismo y culmina con el advenimiento
de la sociedad "posmoderna"– la noción de "contra-poder"
se reducía a uno solo de sus componentes: la insurrección.
Pero, afirman nuestros autores, la "insurrección nacional
era en realidad ilusoria" habida cuenta de la presencia
de un denso sistema internacional de estados nacionales
que hacía que, en esa época histórica, toda insurrección,
incluyendo la comunista, estuviese condenada a desembocar
en una guerra internacional crónica, la que acabaría por
tender "una trampa a la insurrección victoriosa y la transforma
en régimen militar permanente".
Pero si el papel sumamente relevante del sistema internacional
es indiscutible – como lo atestigua la obsesiva preocupación
que manifestaran por este asunto los grandes revolucionarios
del siglo XX– no es menos cierto que, tal como ocurre reiteradamente
en Imperio, H&N incurren en graves errores de apreciación
histórica cuando hablan del carácter "ilusorio" de las tentativas
revolucionarias que jalonaron el siglo XX. En efecto: ¿qué
significa exactamente la palabra "ilusorio"? El hecho de
que una insurrección popular precipite una impresionante
contraofensiva internacional llamada a asegurar el sometimiento
y control de los rebeldes, con un abanico de políticas que
van desde el aislamiento diplomático hasta el genocidio
de los insurrectos, demuestra precisamente que en tal situación
no hay nada de "ilusorio" y sí mucho de real, y que las
fuerzas imperialistas reaccionan con su reconocida ferocidad
ante lo que consideran como una inadmisible amenaza a sus
intereses. Si atendemos a las enseñanzas de la historia
latinoamericana, por ejemplo, comprobaríamos que ni siquiera
hizo falta una insurrección popular para que la parafernalia
represiva del imperialismo se pusiera en juego. Recordemos
lo acontecido con João Goulart en Brasil de 1962, Juan Bosch
en República Dominicana en 1965, Salvador Allende y la Unidad
Popular en Chile de comienzos de los años setentas, para
no citar sino los casos más conocidos, que demuestran como
un simple resultado electoral que proyecte al gobierno nacional
a un partido o coalición progresista es suficiente para
que comience un juego de presiones desestabilizadoras tendientes
a corregir los "errores" del electorado. Algo semejante
ya está ocurriendo en Brasil con el nuevo gobierno del PT.
En todo caso, cualquiera sea la experiencia insurreccional
que se analice a lo largo de los siglos XIX y XX, resulta
evidente que la guerra internacional es mucho menos atribuible
a la intransigencia o al apetito expansionista de los revolucionarios
que a la furia represora que desata la insubordinación de
las masas y sus anhelos emancipatorios.
Por otra parte, afirmar como hacen nuestros autores que
las revoluciones triunfantes asediadas por los ejércitos
y las instituciones imperialistas (entre las que sobresalen
el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización
Mundial del Comercio y otras afines) y que deben enfrentarse
para sobrevivir a un repertorio de agresiones de todo tipo
-que incluye sabotajes, atentados, bloqueos comerciales,
boicots, guerras "de baja intensidad", invasiones militares,
bombardeos "humanitarios", genocidios, etc.– se convierten
en "regímenes militares permanentes" implica un monumental
error de interpretación del significado histórico de dichas
experiencias. Equívoco que, dicho sea al pasar, es típico
de la ciencia política norteamericana que procede de igual
manera cuando, por ejemplo, coloca en una misma categoría
–los famosos "sistemas de partido único"– a regímenes políticos
tan diversos como la Italia de Mussolini, la Alemania Nazi,
la Rusia de Stalin y la China de Mao. Nuestros autores subestiman
los factores históricos que a lo largo del último siglo
obligaron a las jóvenes revoluciones a armarse hasta los
dientes para defenderse de las brutales agresiones del imperialismo,
a años luz de las sutilezas del imperio imaginado por H&N,
esa misteriosa red sin centro ni periferia, adentro ni afuera,
y que supuestamente nadie controla para su beneficio. Si
la revolución cubana sobrevive en estos días de un supuesto
"imperio sin imperialismo", ello se explica tanto por la
inmensa legitimidad popular del gobierno revolucionario
como por la probada eficacia de sus fuerzas armadas, que
después de Playa Girón disuadieron a Washington de intentar
nuevamente una aventura militar en la isla.
Por otra parte, la interpretación de H&N revela asimismo
el grave yerro en que incurren a la hora de caracterizar
a las emergentes formaciones estatales de las revoluciones.
Una cosa es lamentarse por la degeneración burocrática de
la revolución rusa y otra bien distinta afirmar que lo que
allí se constituyó fue un "régimen militar". El hecho de
que Cuba haya tenido que invertir cuantiosos recursos, materiales
y humanos, para defenderse de la agresión imperialista no
la convierte en un "régimen militar". Sólo una visión de
una imperdonable ingenuidad e irreparablemente insensible
ante el significado histórico de los procesos sociales y
políticos puede caracterizar de ese modo a las formaciones
sociales resultantes de las grandes revoluciones del siglo
veinte. Por último, y haciéndonos cargo de todas sus limitaciones
y deformaciones, ¿puede efectivamente decirse que las revoluciones
en Rusia, China, Vietnam y Cuba fueron apenas una ilusión?
Una cosa es la crítica a los errores de esos procesos y
otra bien distinta decir que se trató de meros espejismos
o de torpes ilusiones. ¿Habrá sido un simulacro baudrillardiano
la paliza sufrida por el colonialismo francés en Dien Bien
Phu? Y la bochornosa derrota de los Estados Unidos a manos
del Vietcong, ¿habrá sido tan sólo una visión alucinada
de sesentistas trasnochados, o se produjo de verdad? Esa
huída desesperada desde los techos de la embajada norteamericana
en Saigón, donde espías, agentes secretos, asesores militares
y torturadores policiales destacados en Vietnam del Sur
se mataban entre sí para subir al último helicóptero que
los conduciría sin escalas del infierno vietnamita al "American
dream", ¿habrá sido verdadera o fue una mera ilusión? Los
cuarenta y tres años de hostigamiento norteamericano a Cuba,
¿son producto del fastidio que provoca en Washington el
carácter ilusorio de la revolución cubana? Y, para acercarnos
a nuestra realidad actual: el abierto involucramiento del
gobierno norteamericano –con la ayuda de su correveidile
español, José M. Aznar– en el frustrado golpe de estado
de Venezuela, en abril del 2002, ¿habrá sido propiciado
por el carácter ilusorio de las políticas del Presidente
Hugo Chávez?
Curiosamente, nuestros autores nos advierten que se trata
de preguntas que, en realidad, ya son anacrónicas porque
según ellos en la posmodernidad las condiciones que tornaban
posible la insurrección moderna, con todo su ilusionismo,
han desaparecido, "de tal forma que inclusive hasta parece
imposible pensar en términos de insurrección" (H&N, 2002:
164). Afortunadamente, los insurrectos que pusieron fin
a la tiranía de Suharto en Indonesia en 1999 no tuvieron
ocasión de leer los borradores de Imperio porque de lo contrario
seguramente habrían desistido de su empeño. Los argentinos
que ganando las calles a fines del 2001 pusieron punto final
a un gobierno reaccionario e incapaz tampoco parecerían
haber tomado nota de las elucubraciones de Hardt y Negri,
y lo mismo parece haber ocurrido hace unas pocas semanas
con los trabajadores bolivianos que pusieron en jaque al
gobierno de Sánchez de Lozada. Pero el pesimismo que se
desprende de esta afirmación se atenúa ante la constatación
del crepúsculo de la soberanía nacional y la laxitud del
imperio en su fantasmagórica fase actual, todo lo cual alteró
las condiciones que sometían la insurrección a las restricciones
impuestas por las guerras nacionales e internacionales.
Posterguemos por un momento la crítica a este segundo supuesto,
el que anuncia la "emancipación" de los procesos insurreccionales
de las guerras nacionales e internacionales, y veamos lo
que significa la insurrección en el capitalismo posmoderno.
Si en la sociedad moderna aquélla era "una guerra de los
dominados contra los dominadores", en la supuesta posmodernidad
la sociedad "tiende a ser la sociedad global ilimitada,
la sociedad imperial como totalidad," en donde explotadores
y explotados se desvanecen en la nebulosa de una sociedad
sin estructuras, asimetrías y exclusiones. (H&N, 2002: 165)
Bajo estos supuestos, falsos en la medida en que llevan
hasta el límite ciertas tendencias reales pero parciales
de la globalización (como por ejemplo, el debilitamiento
aunque no la desaparición de los espacios "nacionales"),
H&N concluyen, sin ninguna clase de apoyatura empírica o
argumentativa, que la resistencia, la insurrección y el
poder constituyente se funden ahora en la noción de "contra-poder"
que, presumiblemente, sería la prefiguración y el núcleo
de una formación social alternativa. Todo esto es sumamente
discutible a la luz de la experiencia histórica concreta,
pero aún así el argumento es comprensible. Forzando un poco
el mismo podría llegar a decirse que no es novedoso ni tan
distinto, en su abstracción conceptual, al que desarrollaran
los bolcheviques en el período comprendido entre abril y
octubre de 1917. La resistencia y la insurrección, dos de
los tres elementos claves de nuestros autores, se expresaban
en el famoso apotegma leninista referido a la situación
que se producía cuando "los de abajo" no aceptaban seguir
viviendo como antes y "los de arriba" no podían hacerlo
tal como acostumbraban; o en los análisis de Gramsci sobre
la crisis orgánica y la situación revolucionaria. El tercer,
elemento, el poder constituyente, estaba formado por los
soviets y los consejos, en la visión de Lenin y Gramsci.
Pero si existiría la posibilidad de retraducir, insistimos,
en el plano de la conceptualización más abstracta, los tres
componentes del "contra-poder" al lenguaje de la tradición
revolucionaria comunista, no ocurre lo mismo cuando llega
la hora de identificar los agentes sociales concretos llamados
a encarnar el proyecto emancipador y las formas políticas
específicas mediante las cuales éste será llevado a cabo.
Si en la tradición de comienzos del siglo veinte el proletariado
en conjunto con las clases aliadas (campesinos, pequeña
burguesía, intelectuales radicalizados, etc.) era el soporte
estructural del proceso revolucionario y los soviets y los
consejos, más que el partido, el vehículo de su jornada
emancipadora, el "contra-poder" de H&N no reposa en ningún
sujeto, en ninguna nueva construcción social o política
o en ningún otro producto de la acción colectiva de las
masas sino en la carne, "la sustancia viva común en la cual
coinciden lo corporal y lo espiritual" (H&N, 2002: 165).
Es esta sustancia vital la que constituye, en una argumentación
de tono inocultablemente metafísico, el fundamento último
del "contra-poder", su materia prima. Según esta interpretación
los tres elementos que constituyen el "contra-poder" "brotan
en forma conjunta de cada singularidad y de cada uno de
los movimientos de los cuerpos que componen la multitud."
Se consuma, de este modo, una completa volatilización de
los sujetos del cambio, quedando la sociedad reducida a
un inconmensurable agregado de cuerpos hipotéticamente unificados
en el momento fundante y a la vez disolvente de la multitud.
Esta visión reproduce en el plano del intelecto y de modo
profundamente distorsionado ciertas transformaciones ocurridas
en la anatomía de la sociedad burguesa y, más específicamente,
de su estructura de clases: la atomización de los grandes
colectivos, la fragmentación de las clases sociales, sobre
todo de las clases y capas subalternas, la desintegración
y desmembración social producida por el auge del mercado
y la mercantilización de la vida social. Pero la lectura
que Hardt y Negri hacen de las mismas los arrastra insensiblemente
a proponer una visión entre metafísica y poética que poco,
muy poco, tiene que ver con la realidad. En sus propias
palabras:
"Los actos de resistencia, los actos de revuelta colectiva
y la invención común de una nueva constitución social y
política atraviesan en forma conjunta innumerables microcircuitos
políticos. De esta forma se inscribe en la carne de la multitud
un nuevo poder, un "contra-poder", algo viviente que se
levanta contra el Imperio. Es aquí donde nacen los nuevos
bárbaros, los monstruos y los gigantes magníficos que emergen
sin cesar en los intersticios del poder imperial y contra
ese poder" (H&N, 2002: 165).
Es evidente que el planteamiento de nuestros autores adquiere,
a estas alturas, un tono inequívocamente vitalista que los
aproxima mucho más a los embriagantes vahos metafísicos
de Henry Bergson que a las enseñanzas de Spinoza, al paso
que los sitúa en un terreno sin retorno en relación al materialismo
histórico. No habría que esforzarse demasiado para descubrir
los inquietantes paralelos existentes entre la doctrina
del "ímpetus vital" del filósofo francés y la exaltación
de la carne hecha por H&N. En todo caso, y para resumir,
digamos que una impostación de esta naturaleza del problema
del "contra-poder" disuelve por completo el carácter histórico-estructural
de los procesos sociales y políticos en la singularidad
de los cuerpos que conforman la multitud. De este modo se
arriba a una conclusión desoladoramente conservadora toda
vez que, en su vertiginoso ascenso hacia el topos uranos
platónico –ese lugar tan excelso donde según Platón reposan
las ideas en su pureza conceptual– Hardt y Negri desdibujan
por completo la especificidad del capitalismo como modo
de producción y las relaciones de explotación y de opresión
política que le son propias. Desaparecidas las clases sociales
–en efecto, ¿quiénes explotan y quiénes son los explotados?-
y diluidos también por completo los fundamentos estructurales
del conflicto social, lo que nos queda es una rudimentaria
poética de la rebelión ante un orden abstractamente injusto
que nada tiene que ver con los procesos reales que sacuden
al capitalismo contemporáneo. En la formulación de Hardt
y Negri el fenómeno del "contra-poder" se diluye por completo
en la formalidad de una gramática que, por razones inescrutables,
opone la multitud al imperio, sin que se sepa, a ciencia
cierta, que es lo uno y que es lo otro y, sobre todo, qué
es lo que hay que hacer, y con qué instrumentos, para poner
fin a esta situación.
Atilio
Boron El fetichismo democrático en América Latina
Atilio Boron, es uno de los sociólogos y politólogos
más conocido en América Latina. Argentino, estudió
en Estados Unidos y actualmente dirige PLED,
el Programa Latinoamericano de Educación a Distancia
en Ciencias Sociales. Durante varios años se
desempeñó como secretario ejecutivo de CLACSO,
el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales.
Es autor de decenas de artículos y de libros.
Aprovechando una visita a Holanda, donde impartió
una charla en el TNI, el Transnational Institute
con sede en la capital de Holanda, Ámsterdam,
Radio Nederland lo entrevistó.
La conversación giró desde temas de actualidad,
como las tensiones en la región andina del norte,
con Colombia en el centro del foco, el papel
de la OEA y del Grupo de Río en la solución
de esta crisis. Ese fue también el tema central
de su conferencia en la sede del TNI: "Giro
a la izquierda en América Latina, problemas
y proyecciones".
En estos casi 40 minutos de entrevista Boron
habla de Chávez, Bush, Uribe, Correa, Lula y
otros mandatarios y de sus países y sus políticas.
La integración, el papel de Europa en América
Latina y el futuro de la región también es tratado.
Además le preguntamos sobre su invitación a
Aristóteles a recorrer América Latina, y sobre
la conclusión a que llegan ambos: " En la región
lo que hay es un fetichismo democrático". Según
Boron - y Aristóteles por supuesto- la "democracia
capitalista" es una falacia, y debería hablarse
más bien de "capitalismo democrático".
PUBLICIDAD
Holloway
La obra de Holloway plantea una tesis que, si bien es afín
a la de Hardt y Negri, radicaliza aún más el movimiento
auspiciado por éstos.4 En efecto, si los autores de Imperio
rehuyen el tratamiento del tema del poder en su especificidad
histórica –el poder de la burguesía y sus efectos, en esta
fase del capitalismo mundializado– y caen embelesados ante
la contemplación del "contra-poder", en Holloway la huida
es mucho más pronunciada. Ya no se trata de postular la
existencia de una nebulosa fórmula que, supuestamente, se
enfrenta al poder real ejercido por las clases dominantes,
sino de abogar a favor de la total erradicación del poder
de la faz de la tierra. De lo que se trata, nos dice este
autor, es de disolver para siempre las relaciones de poder.
Nada se gana con intentar "tomar el poder", o "conquistar
el poder del estado," porque tal estrategia ha fracasado
rotundamente.5 Lo que se requiere es, entonces, la construcción
de un "anti-poder", es decir, de un nuevo entramado social
en donde las relaciones de poder sean un doloroso recuerdo
del pasado.
El poder es así satanizado en la obra de Holloway, convertido
en un fetiche horrendo que contamina a todo aquél que osa
tomarlo en sus manos. Los movimientos y los agentes sociales
que en el pasado intentaron transformar a la sociedad a
partir de la toma del poder y la utilización de los recursos
que éste brindaba para dar a luz una nueva sociedad fracasaron
completamente.6 Pero, en lugar de examinar desde la perspectiva
del materialismo histórico las circunstancias bajo las cuales
se ensayaron estos proyectos lo que hallamos en Holloway
es una exhortación a alejarnos de algo considerado como
pecaminoso y hasta mortífero. El "anti-poder" sería, en
esta conceptualización, la manifestación del triunfo de
la sociedad civil sobre el estado; la liberación del género
humano de toda forma de opresión, concentrada y sublimada
en la visión de este teórico en la figura omnipotente y
terrible de lo que Octavio Paz llamara "el ogro filantrópico"
y que no es otra cosa que el estado.
La génesis de esta crítica absoluta al estado y a la "ilusión
estatal", y de esta intransigente –e injusta, por sesgada
y parcial– condena a las revoluciones del siglo veinte se
encuentra en las enseñanzas que para la estrategia revolucionaria
de las masas se desprenden de la experiencia zapatista.
Ya no se trataría de conquistar el mundo sino, en un proceso
asombrosamente más simple, de "hacerlo de nuevo", dejando
de lado la rémora doctrinaria de carácter estadocéntrica
en la cual la revolución era asimilada "a la conquista del
poder estatal y la transformación de la sociedad a través
del estado" (Holloway, 2001a, p.174). En opinión de Holloway
el debate que conmovió a las filas de la Segunda Internacional
a comienzos del siglo veinte y que contraponía reforma y
revolución –a Bernstein versus Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo–
ocultaba, pese a las aparentes diferencias, un acuerdo fundamental:
la construcción de la nueva sociedad pasaba por la conquista
del poder del estado. De ahí el carácter estadocéntrico
del proceso revolucionario. Precisamente por eso, para Holloway
"(l)a gran aportación de los zapatistas (ha) sido romper
el vínculo entre revolución y control del estado" (ibid.
, p. 174).
Sin decirlo, el programa que nos propone Holloway es, nada
menos, que la serena e indolora instauración de la sociedad
comunista. No otra cosa significaría poner fin a la separación
entre estado y sociedad, instituir el autogobierno de los
productores y, de ese modo, lograr la tan anhelada extinción
del estado. (Holloway, 1997: p. 24) Hasta aquí la propuesta
no es para nada novedosa para la tradición comunista, salvo
que, en el caso de este autor, todo este programa debería
realizarse absteniéndose las fuerzas populares de tomar
el poder del estado. Haciéndose eco del discurso zapatista
Holloway asegura que no se trata de "un proyecto de hacernos
poderosos sino de disolver las relaciones de poder." (Holloway,
2001a: p. 174). El tema de la disolución de las relaciones
de poder merece múltiples consideraciones. En primer lugar,
es algo que no se puede discutir en abstracto porque pierde
todo significado. ¿Quién podría estar en contra de una propuesta
de ese tipo, que evoca visiones de una comunidad en la cual
se han suprimido definitivamente y en todos sus órdenes
las relaciones de dominación? Es como proponer la erradicación
del dolor y la enfermedad, la miseria y el sufrimiento:
nadie podría disentir de tan nobles propuestas. Pero por
más que nos disgusten, la realidad es que las relaciones
de poder aparecieron sobre la faz de la tierra junto con
las formas más primitivas de la vida animal, como lo ha
comprobado hasta el cansancio la sociobiología, y no parece
que vayan a desaparecer a fuerza de lamentos y plegarias.
Si las jerarquías y las dominaciones, con todas sus secuelas
degradantes y opresivas, acompañaron a la especie humana
desde los albores de su existencia nada autoriza a pensar
que la disolución de las relaciones de poder pueda plantearse,
programáticamente, como un objetivo inmediato de una fuerza
revolucionaria, especialmente si ésta renuncia a la conquista
del poder político.
Quisiéramos que no se nos malinterpretara en este punto.
No estamos diciendo que el objetivo de disolver todas las
relaciones de poder deba ser descartado. Al fin y al cabo
ese es el programa de máxima del proyecto comunista. Lo
que estamos afirmando, en cambio, es que la formulación
de esta propuesta en el pensamiento de Holloway tiene un
cariz indudablemente quimérico o quijotesco, algo radicalmente
distinto a lo utópico. Decimos quimérico porque se plantea
un objetivo grandioso sin reparar en sus necesarias mediaciones
históricas y en el hecho de que antes de lograrlo es imprescindible
pasar por el purgatorio de un largo, complejo y turbulento
proceso de transición, en el cual las fuerzas del viejo
orden librarán una batalla desesperada, y apelando a todos
los medios disponibles, violentos y "pacíficos" por igual,
para impedir la realización de la utopía. Y aquí cabe recordar
lo que Marx y Engels dijeran en El Manifiesto Comunista
y en tantos otros pasajes de su obra: que el problema con
el comunismo utópico no radicaba en los bellos mundos imaginados
por sus pensadores sino en el hecho de que aquéllos no brotaban
de un análisis científico de las contradicciones de la sociedad
capitalista, ni de la identificación de los actores concretos
que habrían de asumir la tarea de construirlos, así como
tampoco planteaban el itinerario histórico que sería preciso
recorrer antes de llegar a destino. La propuesta de disolver
todas las relaciones de poder formulada por Holloway conserva
todo el encanto de las bellas iluminaciones del comunismo
utópico, pero también adolece de sus insalvables limitaciones.
Un segundo campo de problemas tiene que ver con la operatividad
de una tal propuesta -el cómo de la disolución del poder-
y los resultados prácticos que podrían desprenderse de la
aceptación de ese programa por parte de las fuerzas sociales
insurgentes. Porque abogar por la disolución del poder puede
ser muy romántico y conmovedor, pero condena a los agentes
sociales y, en especial a las clases y capas subordinadas,
a una empresa inexorablemente destinada al fracaso, al menos
mientras subsista la sociedad capitalista. Y como ésta no
va a pasar a la historia como producto de los ruegos e invocaciones
a nobilísimos ideales comunitarios sino como resultado de
encarnizadas luchas sociales, y en las cuales la cuestión
del poder asume una centralidad excluyente en el tránsito
de la vieja a la nueva forma social, la asunción de una
propuesta insanablemente equivocada cómo ésta no hace sino
servir de prólogo a una nueva y más duradera derrota del
campo popular.
En realidad, y esta es la tercera consideración que quisiéramos
hacer en torno a este tema, el abandono del proyecto de
conquistar el poder refleja no sólo una capitulación política
ante la burguesía sino también los errores de una concepción
teórica que no alcanza a comprender lo que significa el
fenómeno del poder social. Holloway es tributario de una
concepción metafísica del poder que, curiosamente, tiene
más de un punto de contacto con las visiones características
de la derecha. En efecto, si para ésta el poder es equivalente
al gobierno y, por lo tanto, a una herramienta de dirección
y control social, para la izquierda posmoderna el poder
aparece también como un instrumento, sólo que inútil, improductivo
y patológico, que destruye la fibra misma de la vida social
y que contamina insanablemente la integridad de un proyecto
de transformación socialista de la sociedad. Más allá de
sus diferencias, ambas versiones adhieren, en el fondo,
a una concepción teleológica e instrumentalista del poder:
éste es concebido como un punto de llegada, un objeto que
hay que alcanzar y, a la vez, un seguro instrumento de gestión
de lo social. Lo que el pragmatismo de la derecha defiende
a ultranza es objeto de crítica radical por parte de Holloway,
pero en ambos casos estamos en presencia de un equívoco
porque el poder no es una cosa, o un instrumento que puede
empuñarse con la mano derecha o con la izquierda, sino una
construcción social que, en ciertas ocasiones, se cristaliza
en lo que Gramsci llamaba "las superestructuras complejas"
de la sociedad capitalista. Una de tales cristalizaciones
institucionales es el estado y su gobierno, pero la cristalización
remite, como la punta de un iceberg, a una construcción
subyacente que la sostiene y le otorga un sentido. Es ésta
quien, en una coyuntura determinada, establece una nueva
correlación de fuerzas que luego se expresa en el plano
del estado. Sin ese sustento social profundo, invisible
a veces pero siempre imprescindible, el control de las "alturas
del estado" que pueda tener una fuerza revolucionaria o
reformista se desvanece como la neblina ante la salida del
sol.
En este sentido convendría recordar que Lenin, que fue un
gran teórico y a la vez un gran práctico de la revolución
y de la cuestión del poder, subrayó la importancia de distinguir
entre (a) la "toma del poder", que era un acto eminentemente
político por el cual las clases explotadas se apoderaban
del estado y se convertían en nueva clase dominante y, (b)
la concreción de la revolución, concebida como una empresa
fundamentalmente civilizatoria, en donde la nueva correlación
de fuerzas favorable a los agentes sociales de la nueva
sociedad era ratificada por el control que ellos ejercían
sobre el estado, el entramado institucional y el orden legal.
Por eso, al comparar las perspectivas de la revolución en
Oriente y Occidente decía, en un pasaje luminoso de su obra,
que "la revolución socialista en los países avanzados no
puede comenzar tan fácilmente como en Rusia, país de Nicolás
y Rasputín… En un país de esta naturaleza, comenzar la revolución
era tan fácil como levantar una pluma". Y continuaba afirmando
que es "evidente que en Europa es inconmensurablemente más
difícil comenzar la revolución, mientras que en Rusia es
inconmensurablemente más fácil comenzarla, pero será más
difícil continuarla" (Lenin, 1918: pp. 609-614). Fue precisamente
a partir de estas lecciones que brindaba la historia comparativa
de las luchas obreras y socialistas en los albores del siglo
XX que Lenin insistió en la necesidad de distinguir entre
los "comienzos de la revolución" y el desarrollo del proceso
revolucionario. Si en el primer caso la conquista del poder
político y la conversión del proletariado en una clase dominante
era condición indispensable –más no suficiente– para el
lanzamiento del proceso revolucionario, su efectivo avance
exigía una serie de políticas e iniciativas que trascendían
largamente lo primero y que hundían sus raíces en el suelo
de la sociedad.
Antonio Gramsci, por su parte, dejó un legado de significativas
aportaciones para el estudio del poder. En múltiples escritos
argumentó persuasivamente que la creación de un nuevo bloque
histórico que desplazara a la burguesía del poder suponía
una doble capacidad de las fuerzas contra-hegemónicas: éstas
debían ser dirigentes y dominantes a la vez. Es más, en
realidad las fuerzas insurgentes debían primero ser dirigentes,
es decir, ser capaces de ejercer una "dirección intelectual
y moral" sobre grandes sectores de la sociedad –esto es,
establecer su hegemonía– antes de que pudieran plantearse
con alguna posibilidad de éxito la conquista del poder político
y la instauración de su dominio. Pero dirección intelectual
y moral y dominación política eran dos caras inseparables
de una misma y única moneda revolucionaria. En el análisis
de Holloway el poder aparece como una cuestión que se refiere
exclusivamente al dominio político, desoyendo la necesidad
de concebirlo antes que nada como una cuestión que se arraiga
en el suelo de la sociedad civil y que desde allí se proyecta
sobre el plano de las superestructuras políticas.
No se construye un mundo nuevo, como quiere el zapatismo,
si no se modifican radicalmente las correlaciones de fuerzas
y se derrota a poderosísimos enemigos. Contrariamente a
lo que proponen Hardt, Negri, Holloway –¡que en esto coinciden
con Castells!– el poder social, en tren de imaginar metáforas,
se asemeja mucho más a una tela de araña que a una red amorfa
y difusa, carente de un foco central y el estado es precisamente
ese foco, el lugar donde se condensan las correlaciones
de fuerzas y desde el cual, por ejemplo, los vencedores
pueden transformar sus intereses en leyes y construir un
marco normativo e institucional que garantice la estabilidad
y eventual irreversibilidad de sus conquistas. No se trata,
por cierto, del único lugar desde el cual se ejerce el poder
social, pero es sin duda alguna, el espacio privilegiado
de su ejercicio en una sociedad de clases. De ahí que un
"triunfo" político o ideológico en el plano de la sociedad
civil sea importantísimo, pero el mismo carece de efectos
imperativos: ¿o alguien duda de la arrasadora victoria que
los zapatistas cosecharon con la Marcha de la Dignidad?
Sin embargo, poco después el Congreso mexicano produciría
una vergonzosa legislación que retrotrajo la crisis chiapaneca
a sus peores momentos, con total prescindencia del "clima
de opinión" prevaleciente en la sociedad civil. Conclusión:
por más que algunos teóricos hablen de la "desestatización"
o el "descentramiento" del estado éste seguirá siendo por
bastante tiempo un componente fundamental de cualquier sociedad
de clases. Y más nos vale contar con diagnósticos precisos
acerca de su estructura y funcionamiento, y con estrategias
adecuadas para enfrentarlo porque la realidad del poder
no se disuelve en el aire diáfano de la mañana gracias a
una apasionada invocación a las bondades del "anti-poder"
o del "contra-poder."
Una última consideración. Holloway guarda silencio en relación
a varios temas cruciales de su propuesta de cambiar el mundo.
Es más, el último capítulo del libro en el cual, supuestamente,
fundamenta teórica e históricamente su argumento, termina
con un decepcionante "no sabemos como se cambia el mundo
sin tomar el poder." (p. 308) Es decir, luego de unas trescientas
páginas de elaboración la respuesta que se prometía desde
el mismo título del libro cae en el más profundo vacío.
Podríamos decir, a favor de Holloway, que Marx y Engels
tampoco sabían como sería la dictadura del proletariado,
y que fue la experiencia histórica concreta de la Comuna
de París la que les permitió "descubrir" en la práctica
emancipatoria del proletariado parisino los contornos de
la nueva forma política. Pero, hasta ese momento, por lo
menos existían de parte de los padres fundadores del materialismo
histórico una serie de elementos teóricos que permitían
prefigurar, aunque sea en sus trazos más gruesos, la fisonomía
del nuevo poder político basado en la clase obrera. En el
caso de Holloway esos elementos están ausentes, y ni siquiera
se plantean algunas preguntas cruciales que, a los efectos
de iluminar su propio argumento, deberían haber sido puestas
sobre la mesa. Por ejemplo, ¿cómo se construyen esas "formas
alternativas" de organización social y "el "anti-poder anti-estatal"
del que tanto nos habla? ¿Cómo hacer para obligar a los
despóticos detentadores del poder burgués para que, de ahora
en más, "manden obedeciendo"? ¿Se resuelven estos candentes
problemas prácticos apelando a la nobleza de las metas propuestas?
¿No son esas "formas alternativas" de organización social,
de poder y de estado sino otros nombres para referirse a
una revolución social en ciernes, que destruye el orden
capitalista e instaura otro nuevo?¿No son éstos los problemas
con que se han topado todas las experiencias revolucionarias
desde la Comuna de París hasta nuestros días? Holloway argumenta
que las fuerzas transformadoras no pueden "adoptar primero
métodos capitalistas (luchar por el poder) para luego ir
en el sentido contrario (disolver el poder)." (Holloway,
2001.b. ) Nos parece que la lucha por el poder, sobre todo
si la situamos en el terreno más prosaico de la política
y no en el de las abstracciones filosóficas, mal podría
ser concebida como un "método capitalista" a partir de la
afirmación de que "la existencia de lo político es un momento
constitutivo de la relación del capital". En realidad, el
poder y la lucha que se origina en relación a él es tan
antiguo como el género humano, y antecede en miles de años
a la aparición del capital. Suponer que la lucha por el
poder es una derivación política del reinado del capital
equivale a arrojar por la borda toda la historia de la humanidad.
Para concluir: si bien es cierto de que, en línea con las
observaciones de Lenin y Gramsci, no basta con la toma del
poder para producir los formidables cambios que requiere
una revolución, también es cierto que sin la toma del poder
por parte de las fuerzas sociales insurgentes los cambios
tan ansiados no se producirán. Y esto es tanto más verdadero
en nuestros días, cuando asistimos a la "estatificación"
de un número creciente de actividades y funciones íntimamente
ligadas al proceso de acumulación y reproducción del capital
que otrora eran resueltas en el plano del mercado o la sociedad
civil. Independientemente de lo pregonado por los ideólogos
del neoliberalismo en las últimas décadas el papel del estado
ha asumido una importancia cada vez mayor para asegurar
la perpetuación de las relaciones capitalistas de producción:
su papel como organizador de la dominación de los capitalistas
y como astuto desorganizador de las clases subordinadas
no ha hecho sino acentuarse en los últimos tiempos. Y si
bien en los países de la periferia el estado se ha debilitado
en gran medida, aún en estos casos ha seguido cumpliendo
fielmente la doble tarea señalada más arriba. Una fuerza
insurgente y anticapitalista no puede darse el lujo de ignorar,
o subestimar, un aspecto tan esencial como éste. El capitalismo
contemporáneo promueve una cruzada teórica en contra del
estado, mientras en el plano práctico no cesa de fortalecerlo
y asignarle nuevas tareas y funciones. En realidad, la "ilusión
estatal" parecería más bien anidar en aquellas concepciones
que, pese a las evidencias en contrario, no alcanzan a distinguir
la retórica anti-estatista de la práctica estatizante del
capitalismo "realmente existente", ni a percibir el carácter
cada vez más estratégico que el estado ha asumido para garantizar
la continuidad de la dominación burguesa.
Breve digresión final sobre la dualidad de poderes.
Quisiéramos cerrar este análisis trayendo a colación el
debate surgido a partir de la experiencia revolucionaria
rusa entre 1905 y 1917. En esa ocasión la necesidad práctica
dictada por la inminencia de la ruptura revolucionaria dio
origen a un encendido debate en torno a la cuestión del
estado y la dualidad de poderes. Sin embargo, ninguno de
los grandes protagonistas de ese debate, nos referimos principalmente
a Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo, llegó a proponer fórmulas
abstractas del estilo del "contra-poder" o el "anti- poder"
para resolver las contradicciones de la coyuntura a favor
de las fuerzas insurgentes.
Más allá de la aspereza que por momentos caracterizó a esta
controversia, todos quienes tomaban parte en ella coincidían
en un hecho: que la dualidad de poderes era una situación
eminentemente transitoria, producto de aquello que, años
más tarde y siguiendo las huellas de los análisis clásicos
del bonapartismo efectuados por Marx y Engels, Gramsci denominara
"empate catastrófico" de clases. Había dos poderes contrapuestos
y excluyentes porque, en la Rusia de comienzos de siglo,
la alianza entre la aristocracia y la burguesía ya no podía
prevalecer sobre el conjunto de las clases populares. La
correlación de fuerzas que la había favorecido durante décadas
se había esfumado como consecuencia de una crisis catastrófica
como la provocada por la guerra ruso-japonesa primero y,
después, por la carnicería de la Primera Guerra Mundial,
todo ello montado sobre el cambiante escenario de un desarrollo
capitalista que estaba pulverizando las arcaicas estructuras
sociales de la Rusia feudal.
Pero por su misma transitoriedad la dualidad de poderes
estaba condenada a resolverse en plazos perentorios, sea
con el triunfo de la coalición dominante o bien con el de
las clases subordinadas. La dualidad de poderes era pues
la expresión de una crisis general revolucionaria, situación
ésta que no puede perdurar: o se define a favor de las clases
y grupos sociales ascendentes, interesados en la creación
de un nuevo orden social, o lo hace en beneficio de las
fuerzas de la contrarrevolución, y los insurrectos son ahogados
en sangre. El carácter efímero de una coyuntura de ese tipo
hace que conceptos como el "contra-poder" o el "anti-poder"
tengan, en el mejor de los casos, una validez limitada,
en el tiempo tanto como en el terreno de la lucha política.
Ambos expresan la fragilidad del "momento hobbesiano" cuando
el orden social se desintegra ante el surgimiento de un
bloque contra-hegemónico dotado de la fuerza suficiente
como para plantear una resolución de la crisis en la forma
más favorable a sus intereses. De este modo, el debate clásico
en torno a la dualidad de poderes reposaba sobre la convicción
de que frente al poder oficial de las clases dominantes:
sus instituciones, leyes y agencias, existía un embrión,
suficientemente vigoroso ya, del poder "de los de abajo",
llámese éste el proletariado, la alianza obrero-campesina,
comuneros o partido revolucionario. Nada más lejano pues
a un "contra-poder" que remitiera a una amorfa multitud,
o a la inconmensurable multiplicidad de los cuerpos; o a
un "anti-poder" que, en la práctica, es apenas una amable
ilusión. En la tradición clásica se trataba, en cambio de
un poder emergente que luchaba contra el orden establecido,
que se apoyaba en actores concretos, clases y grupos sociales,
que se expresaba en formatos políticos diversos –partidos,
soviets, consejos obreros, etc.-, que proponía un programa
específico de gobierno (nacionalizaciones, reforma agraria,
expropiación de los capitalistas, etc.) y que, como no podía
ser de otra manera, proyectaba su creciente ascendiente
también sobre el plano militar. Porque, en las coyunturas
de disolución del orden social la lucha de clases no se
resuelve en los serenos ámbitos del debate parlamentario,
o en negociaciones a puertas cerradas en las oficinas del
gobierno sino en las calles y, casi invariablemente, con
las armas en la mano. Esta es al menos la lección que enseña
la historia de las revoluciones en los tres últimos siglos,
desde la Revolución Gloriosa en Inglaterra, en 1688 hasta
la Revolución Cubana, en 1959, pasando por las grandes revoluciones
sociales que conmovieron el mundo en Francia en 1789, en
Rusia, en 1917, y en China, en 1949, para no mencionar sino
algunas de las más conocidas.
Esta breve referencia al célebre debate sobre la dualidad
de poderes en Rusia -tema que merecería ser estudiado rigurosamente
por los agentes sociales involucrados en la construcción
de una sociedad socialista en América Latina y muy especialmente
por los intelectuales que no abjuran de su vocación crítica-
es suficiente para poner de relieve el abismo que separa
el escolasticismo abstracto de los análisis contemporáneos
sobre el tema del poder de la reflexión teórico-práctica
imperante en el pasado. Una pista para entender esta discrepancia
proviene de la coyuntura histórica en la cual se produce
la reflexión teórica: en efecto, el auge revolucionario
de masas, a comienzos del siglo veinte en Rusia, contrasta
visiblemente con el reflujo que se observa, a escala mundial,
desde la década de los ochentas, marcada por el auge de
la mundialización neoliberal y la primacía doctrinaria del
Consenso de Washington. Mientras que a comienzos del siglo
veinte la reflexión teórica se instalaba a la sombra de
la inmediatez del estallido revolucionario, la coyuntura
actual se constituye a partir de una derrota, transitoria
pero derrota al fin, de las fuerzas populares una vez agotado
el impulso ascendente que con tanta fuerza surgiera en la
segunda posguerra. El hecho de que, a partir de finales
del siglo pasado se observe en muchos países una vigorosa
recomposición del campo popular y una renovada militancia
anticapitalista - cuyos inicios emblemáticos fueron la rebelión
zapatista del 1° de enero de 1994 y la así llamada "batalla
de Seattle", en noviembre de 1999- que habrían de articularse
globalmente a partir de la realización del primer Foro Social
Mundial de Porto Alegre, en enero del 2001, no desmiente
la caracterización precedente sino que pone de relieve los
signos inequívocos que hablan del agotamiento del modelo
neoliberal tanto en el centro del sistema como en la periferia
del mismo.
No está de más aclarar que es imposible establecer una relación
mecánica entre la coyuntura política nacional y/o internacional
y las características de la producción teórica de la izquierda.
La dolorosa fórmula gramsciana de "pesimismo de la inteligencia,
optimismo de la voluntad" sintetiza acabadamente la complejidad
del vínculo entre la razón crítica y el marco histórico-social
en el cual aquella se despliega. Si un brillante ejemplo
demuestra precisamente el carácter no-lineal de esta ligazón
es la obra del fundador del Partido Comunista Italiano.
Pese a ser testigo y protagonista a la vez de la derrota
del auge de masas de la primera posguerra Gramsci jamás
hizo suyas las categorías intelectuales y prioridades temáticas
del dominante pensamiento de los vencedores. Ergo, el reflujo
de las luchas populares no necesariamente conduce a la indefensión
o capitulación teórica. Un ejemplo antitético al de Gramsci
lo provee la obra de Karl Kautsky, quien en el contexto
prerrevolucionario que ocasionara el colapso del Imperio
Alemán asumió posturas doctrinarias tibiamente reformistas
que para nada se correspondían con la correlación de fuerzas
de la época. Para abreviar una discusión que no podemos
dar aquí: hay una sociología de los intelectuales revolucionarios
que está reclamando investigaciones concretas que nos ayuden
a iluminar la relación arriba mencionada.7
Retomando el hilo de nuestra argumentación, concluimos entonces
que las propuestas de Hardt, Negri y Holloway son la proyección
sobre el plano de la producción intelectual –como dijimos,
mediatizada y nunca lineal– del reflujo experimentado por
las fuerzas populares a partir de finales de los años setentas.
Un revés que, en el caso de estos autores, no se manifiesta,
como ocurriera con los "renegados" de nuestro tiempo, por
una vergonzosa adhesión al capitalismo y la sociedad burguesa
sino por la radical indefensión de su pensamiento contestatario
ante las premisas fundamentales de las ideas dominantes
en nuestra época. De este modo, teóricos declaradamente
contrarios al capitalismo hacen suyas, inadvertidamente,
tesis centrales al pensamiento neoliberal, por ejemplo removiendo
de la agenda de los pueblos oprimidos una temática crucial
como la del poder y canalizando las energías de los descontentos
y las víctimas del sistema hacia regiones ideológicamente
etéreas y políticamente irrelevantes. No sorprende comprobar,
en cambio, como mientras desde el campo intelectual de la
izquierda se desvía la vista hacia estas construcciones
ilusorias o quiméricas en relación al "poder realmente existente",
las clases dominantes prosiguen sin pausa su tarea de acrecentar
la eficacia del poder que ya disponen, diseñando nuevas
modalidades de su ejercicio que le aseguren una renovada
capacidad para controlar a las clases y capas subalternas
y seguir, de este modo, siendo dueñas de la historia.
BIBLIOGRAFIA Boron, Atilio 2000 Tras el Búho de Minerva. Mercado contra
democracia en el capitalismo de fin de siglo (Buenos Aires:
Fondo de Cultura Económica). Boron, Atilio A. 2001 "La selva y la polis. Interrogantes
en torno a la teoría política del zapatismo", en OSAL, Observatorio
Social de América Latina (Buenos Aires: CLACSO), Nº 4, Junio. Boron, Atilio 2002a Imperio & Imperialismo (Buenos Aires:
CLACSO) Boron, Atilio A. 2002b "Imperio: dos tesis equivocadas",
en OSAL, Observatorio Social de América Latina (Buenos Aires:
CLACSO), Nº 6, Junio Castells, Manuel 1996, 1997, 1998 The Information Age. Economy,
Society and Culture (Oxford: Blackwell Publishers), tres tomos. Hardt, Michael y Negri, Antonio 2000 Empire (Cambridge,
Mass.: Harvard University Press) [Traducción al español: Imperio (Buenos Aires: Paidós,
2002)]. Hardt, Michael y Negri, Antonio 2002 "La multitud contra
el Imperio", en OSAL (Buenos Aires) Nº 7, Junio. Holloway, John 1997 "La revuelta de la dignidad", en Chiapas
(México: Instituto de Investigaciones Económicas), Nº 5 Holloway, John 2001a "El Zapatismo y las ciencias sociales
en América Latina", en OSAL, Observatorio Social de América
Latina (Buenos Aires: CLACSO), Nº 4, Junio. Holloway, John 2001b "La asimetría de la lucha de clases.
Una respuesta a Atilio Boron", en OSAL, Observatorio Social
de América Latina (Buenos Aires: CLACSO), Nº 4, Junio. Holloway, John 2002 Cómo cambiar el mundo sin tomar el poder
(Buenos Aires: Herramienta)
NOTAS 1 Sobre este tema ver Boron, 2002a, pp. 149-153. 2 No es un dato menor que haya sido precisamente Fernando
H. Cardoso quien redactara el prólogo de la edición brasileña
de la obra de Castells. 3 Véase nuestro Imperio & Imperialismo, obra en la cual
exponemos detalladamente algunos de los más graves errores
de interpretación de contenidos en dicho libro y que, lamentablemente,
exceden con creces el ámbito más restringido de la teoría
del estado capitalista. Una reflexión sobre este tema se
desarrolla ampliamente en Boron, 2000. Una versión más acotada
de la crítica a la obra de Hardt y Negri se encuentra en
Boron, 2002b. El presente trabajo retoma libremente algunos
de los elementos contenidos en este último trabajo y los
re-elabora en función de los objetivos que aquí han sido
propuestos. 4 Hemos debatido algunas de las ideas de Holloway en Boron,
2001. 5 En este sentido, el análisis de Holloway es extremadamente
general y no introduce ningún tipo de matices. Para él la
experiencia de la URSS y la de la revolución cubana son
exactamente lo mismo, y ambas han fracasado. No existe en
su obra la menor tentativa de distinguir situaciones, contextos
internacionales, problemas específicos, momentos históricos
y logros, aunque sea parciales, de los procesos revolucionarios.
Su visión del "fracaso" de las revoluciones es similar a
las que, desde la derecha, se formula en la ciencia política de inspiración anglosajona, y en nada ayuda
a comprender las durísimas condiciones en las cuales aquellas
tienen lugar y se desenvuelven. 6 De ahí el título del nuevo libro de Holloway, en el cual
plantea in extenso toda su teorización: Cómo cambiar el
mundo sin tomar el poder. Cf. Holloway, 2002. 7 Una pequeña aportación en ese sentido se encuentra en
nuestro Imperio & Imperialismo , op. cit. Cap. 7.
* Ponencia presentada
al V Encuentro Internacional de Economistas sobre Globalización
y Problemas del Desarrollo, La Habana, Cuba, 10 al 14 de
Febrero de 2003.