Se suele dar por supuesto que el fundamentalismo es una patología propia
de las religiones. Muchas de las cosas que se han escrito apresuradamente
en torno del fundamentalismo islámico parten de esta premisa, que permite
trivializar al máximo las cosas para echarle la culpa de todo a Mahoma.
Al parecer, nos hemos olvidado de los fundamentalismos políticos del
siglo XX, que cuando no eran ateos sólo usaban pragmáticamente de la
religión; pero aun así fueron intolerantes y sectarios en un grado nunca
visto. También los jacobinos adoraban a la Diosa Razón, pero acabaron
por levantar la guillotina; y los positivistas endiosaban a la Ciencia
sólo para acabar venerando a la amante de Comte.
Por eso, cuando se habla de los nuevos fundamentalismos "religiosos",
habrá que pensar, más que en cuestiones teológicas, en una consecuencia
indeseada del pensamiento único, que erosiona la identidad cultural
y empuja a defender fanáticamente la diferencia.
El fanatismo, el sectarismo y el fundamentalismo son fenómenos recurrentes
en la historia. Al igual que la neurosis, pueden justificarse con cualquier
guión ideológico. También pueden llegar a hacerlo sobre la base de un
programa racionalista, en cuanto abandonan el pensamiento crítico para
proclamar dogmas indiscutibles, con un empecinamiento propio de las
peores inquisiciones.
De esta paradoja se ha ocupado el "escéptico" Michael Shermer, uno de
los pocos que mencionan el Objetivismo de Ayn Rand como una curiosa
secta racionalista que hizo del capitalismo un dogma y acabó enredándose
en el culto a su fundadora, justificando ideológicamente sus caprichos
y sometiéndose a una disciplina autoritaria.
La paradójica historia del Objetivismo no es demasiado conocida, aunque
nadie negará que ha influido en nuestras vidas. En sus dogmas podemos
incluso descubrir una de las fuentes de ese pensamiento único que hoy
inspira a los talibanes del mercado.
La infalible Ayn Rand
Alissa Rosenbaum (1905-1982)
nació en San Petersburgo y murió en Nueva York. Según la leyenda oficial,
aprendió a leer sola a los seis años y a los ocho ya quería ser escritora.
Durante la revolución rusa, la farmacia de sus padres fue confiscada
y tuvo que emigrar a Crimea. Luego, estudió filosofía e historia en
la ciudad que también se llamó Petrogrado. También se enamoró del cine
de Hollywood y aprendió a escribir guiones. En 1926 viajó a los Estados
Unidos, invitada por unos parientes que tenía en Chicago, y aprovechó
para quedarse.
Al año siguiente desembarcó en Hollywood y atrajo la atención de Cecil
B. DeMille, quien le dio un papel de extra en Rey de Reyes. Sus devotos
suelen buscar su rostro en la muchedumbre que sigue a Cristo camino
al Gólgota. Junto a ella distinguen a Frank O'Connor, quien sería su
esposo.
O'Connor, que sólo alcanzó cierta fama a su lado, no era precisamente
un astro: su filmografía sólo incluye varios "bolos" como policía, parroquiano,
sheriff o empleado de telégrafo entre 1922 y 1934.
Ayn Rand, seudónimo de Alissa
Zinovievna Rosenbaum, filósofa y escritora rusa nacionalizada
estadounidense, desarrolladora del sistema filosófico que
llamó objetivismo, nació en el seno de una familia
de comerciantes judíos, siendo la mayor de tres hermanas.
Desde su infancia demostró interés por la literatura y el
cine, leyendo y escribiendo novelas y guiones. Terminada
su educación básica, Ayn Rand estudió filosofía e historia
en la Universidad de San Petersburgo y en 1924 en el Instituto
Estatal de Artes Cinematográficas. Tras la revolución de
octubre (1917) y la expropiación del negocio familiar, sus
deseos de emigrar hacia Estados Unidos se intensificaron.
En 1925, Ayn Rand consiguió un permiso para viajar a Estados
Unidos, hospedándose un tiempo con parientes en Chicago
y luego trasladándose a Hollywood. Luego de conocer al exitoso
director de cine Cecil Blount DeMille, realizó una participación
secundaria en una de sus películas y conoció al actor Frank
O´Connor, con quien se casó en 1929. Dos años después, Ayn
Rand obtuvo la ciudadanía estadounidense con orgullo y con
la seguridad de nunca más volver a Rusia. El resto de su
vida se dedicó a desarrollar su filosofía, dando conferencias
en distintas universidades y recibiendo el Doctorado de
Honor en 1963 por el "Lewis & Clark College".
Rand defiende el egoísmo, el individualismo, y el capitalismo
laissez-faire, argumentando que es el único sistema económico
que le permite al ser humano hacer uso de la facultad de
razonar. Rechaza absolutamente el socialismo, el altruismo
y la religión.
Por otra parte sostiene que el hombre debe elegir sus valores
y sus acciones mediante la razón, que cada individuo tiene
derecho a existir por sí mismo, sin sacrificarse por los
demás ni sacrificando a otros para sí, y que nadie tiene
derecho a buscar valores de otros ni a imponerles ideas
mediante la fuerza.
La Rosenbaum, que ahora
se hacía llamar Ayn Rand (un nombre inspirado por su máquina de escribir
Remington Rand) logró vender un guión en 1932, con lo cual dejó de trabajar
de extra y tuvo tiempo para escribir. Sus primeras novelas, Los que
estamos vivos (1936) e Himno (1938), cultivaban un anticomunismo que
le abrió las puertas del mercado editorial. Dos best sellers, El manantial
(1943) y La rebelión de Atlas (1957) le aseguraron el éxito, permitiéndole
amasar una fortuna y hasta fundar un movimiento ideológico.
Su fama hizo de ella un referente cultural de las derechas norteamericanas.
A pesar de haber escrito apenas novelas y artículos, fue aclamada como
pensadora y comparada con Aristóteles y Kant. En los años sesenta, Andy
Warhol la retrató y acabó de entronizarla entre los ídolos americanos.
Para entonces ya existía un instituto destinado a difundir su pensamiento,
que ganaba adeptos día tras día, cuando sobrevino un escandalete sexual
que dividió a sus fieles.
Murió, bastante olvidada, en su departamento de Nueva York y fue enterrada
en un ataúd que llevaba grabado el signo "$". Era su emblema personal,
que compartía con aquel tío millonario del Pato Donald que inspirara
Paul Getty.
La Biblia de Rand
Se dice que los libros de Rand han vendido más de cuatro millones de
ejemplares, lo cual le permite competir con la Biblia y hasta con Harry
Potter. Durante los años sesenta, cuando los estudiantes contestatarios
de los campus norteamericanos buscaban inspiración en cualquier parte,
desde Marcuse y Thoreau hasta Tolkien, alcanzó el cenit de su popularidad.
Después comenzó a ser leída por los banqueros, consultores de empresas
y políticos republicanos.
Es difícil hallar un crítico capaz de encontrarle algún mérito literario
a sus novelas, y los filósofos profesionales nunca tomaron en serio
sus ideas. Sus adeptos afirman que los críticos jamás leyeron La rebelión
de Atlas, lo cual es explicable, tratándose de un mamotreto de 1070
páginas con letra de contrato.
Su tercera novela, El manantial, que fue llevada al cine en 1948 con
Gary Cooper y Patricia Neal, es la lucha de un arquitecto genial contra
la mediocridad, y le debe bastante a Ibsen. Algo distintas son Himno
y Atlas, que según la enciclopedia de Clute y MacNicholls podrían caber
dentro de la ciencia ficción, ya que transcurren en un futuro de mediano
plazo.
El himno en cuestión es la admiración del individuo por sí mismo, el
triunfo del Yo a la manera de Whitman. El marco es una grotesca distopía
socialista. Sucede en un mundo donde ha triunfado el colectivismo, causando
la extinción de la iniciativa privada, la ciencia y el arte. Todo pertenece
al Estado, pero reina la miseria, la gente se alumbra con velas y se
viste de arpillera. El heroico protagonista se rebela contra el sistema
y escapa de la tortura, porque la cárcel es ineficiente y burocrática.
Conoce a su pareja, huye con ella al campo y culmina su obra el día
que vuelve a inventar la lamparita eléctrica. Ha descubierto el poder
del individuo, y entona un himno a sí mismo.
En este mundo, el Estado
obliga a todos a hablar en plural, para combatir el individualismo.
Por ejemplo, cuando el protagonista se enamora se ve obligado a decir:
"nosotros apreciamos que ellas tenían unas hermosas curvas". Con este
lenguaje, a las pocas páginas el libro se vuelve no sólo absurdo, sino
francamente ilegible. Por suerte, es apenas un cuento largo, al punto
que los editores se ven obligados a completarlo con la versión facsimilar
del manuscrito.
El voluminoso Atlas, en cambio, escenifica una huelga de capitalistas,
algo así como un lock out masivo de los Capitanes de la Industria y
las Finanzas, a quienes Rand considera una minoría perseguida, víctima
del Estado regulador. La novela transcurre en un impreciso futuro donde
el socialismo ha ido dominando el mundo. En Estados Unidos se desalienta
la eficiencia y hasta se cree que la gente tiene derecho a cosas como
el salario vital o la educación, cuando lo único que cuenta es la libertad
de empresa.
Lo notable es la miopía con que la Rand, que en algo se parecía a Stalin,
sólo es capaz de imaginar un futuro dominado por los ferrocarriles y
los cables de cobre. Escribir esto en 1957, cuando asomaban las autopistas,
el avión y la fibra óptica, era un tanto ingenuo.
Los Estados Unidos están en franca e irreversible decadencia; los sindicatos
defienden a los vagos, los huelguistas abandonan un tren con todos sus
pasajeros en medio del desierto y el Estado prohíbe las innovaciones
técnicas para proteger las fuentes de trabajo.
El libro se abre con la "repulsiva" imagen de un desocupado que pide
limosna y no escatima calificativos casi racistas para la gente común,
los fracasados indignos de vivir en ese mundo que construyeron los Grandes
Hombres.
"Cuando el bien común
de una sociedad es considerado como algo aparte y superior
al bien individual de sus miembros quiere decir que el bien
de algunos hombres tiene prioridad sobre el bien de otros
hombres, aquellos consignados en el estatus de animales
sacrificados."
"Cuando advierta que
para producir necesita obtener autorización de quienes no
producen nada, cuando compruebe que el dinero fluye hacia
quienes trafican no bienes sino favores, cuando perciba
que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias
mas que por el trabajo y que las leyes no lo protegen contra
ellos sino por el contrario son ellos los que están protegidos
contra usted, cuando repare que la corrupción es recompensada
y la honradez se convierte en un autosacrificio, entonces
podrá afirmar sin temor a equivocarse que la sociedad está
condenada."
"Cuando digo 'capitalismo',
quiero decir capitalismo completo, puro, incontrolado, no
regulado, laissez-faire. Con una completa separación del
Estado y de la economía del mismo modo y por las mismas
razones por las que existe separación entre el Estado y
la Iglesia."
"El valor económico
del trabajo de un hombre está determinado, en un mercado
libre, por un solo factor: El consentimiento voluntario
de aquellos con la voluntad de comerciar con él a cambio
de sus productos o de su trabajo."
Ayn Rand se retrata a sí
misma en la protagonista Dagny Taggart, que es tenaz, intrépida y promiscua.
Dagny lucha para que su ferrocarril privado pueda contar con rieles
hechos de una milagrosa aleación creada por Rearden, otro magnate innovador,
que le permitirá a sus trenes alcanzar grandes velocidades.
La crisis es terminal, y habrá de culminar con un gran apagón en Nueva
York. Perseguidos, los Capitanes de la Industria se hartan del Estado
benefactor y abandonan a su suerte la sociedad de los mediocres, los
"saqueadores" de la riqueza que sólo ellos son capaces de crear.
Se refugian en una base secreta de Colorado, donde esperan el colapso
del sistema. Entre ellos hay un compositor incomprendido y un filósofo
que se hizo pirata sólo para robarle al Estado, a la inversa de Robin
Hood, que para la Rand era el epítome del mal. Hasta hay un millonario
argentino de apellido italiano, pero se dice que desciende de hidalgos
españoles y posee grandes yacimientos de cobre, lo cual podría hacerlo
chileno. Pero todo eso queda... en Brasil.
Cuando el gobierno está por estatizar sus empresas, un petrolero incendia
sus yacimientos y el argentino vuela sus minas de cobre, para acelerar
el colapso del sistema. Se trata de empobrecer todavía más a la gente,
no para que se rebele sino para que se resigne.
El movimiento tiene un líder en la clandestinidad: un ingeniero genial
llamado John Galt, quien inventó un motor eléctrico que convierte la
estática en movimiento, pero destruyó el prototipo para ponerse al frente
de la resistencia. El núcleo ideológico de la novela está en un largo
discurso de Galt, que en un momento se apodera de la cadena de radio
y le endilga al país un discurso tan largo como los de Fidel.
Apresado por desganados esbirros, Galt es torturado con descargas eléctricas
(Ayn tenía ciertos gustos sadomasoquistas) pero la máquina se descompone
por falta de repuestos. Huye y se reúne en las montañas con los otros
empresarios. Allí esperarán que la sociedad les ruegue que vuelvan para
otorgarles el poder absoluto.
Mientras tanto, fuman sus exquisitos cigarrillos que llevan la marca
del dólar. En la plaza de su aldea, se levanta un enorme signo "$" de
acero inoxidable. "En él confiamos..."
Filosofia barata
Una laboriosa exégesis de estas dos novelas, y de los escritos de Rand
contra la izquierda, los sindicatos, los estudiantes y el Estado de
bienestar, en defensa de la economía de mercado y el egoísmo como principio
social, han permitido a sus discípulos compilar algo que no sólo llaman
un sistema filosófico, sino el más grande de todos los tiempos.
El sistema se resume en un catecismo de pocas palabras: objetivismo,
racionalismo, interés personal y capitalismo. Su ideología suele ser
definida como "libertaria", algo que en Estados Unidos es lo opuesto
de lo que nosotros conocemos como anarquismo. Claro está que para hacer
filosofía no basta con afirmar que uno es "realista" (eso significa
"objetivismo") o que su epistemología consiste en confiar sólo en "la
razón". Gente como Aristóteles, Kant o Hegel han necesitado litros de
tinta para explicar cosas así, y aún seguimos discutiéndolos. A Rand
le basta con proclamarlas. Frente al radicalismo egoísta de la Rand,
Bentham y Mill –los utilitaristas ingleses del siglo XIX– parecen filántropos.
Para Rand, la raíz de todos los males está en el altruismo, ya que éste
subvierte los valores al poner el bien supremo (el beneficio personal)
por debajo del interés general. Su fuerte no era la ética, pero tampoco
la lógica.
La sociedad se divide en "saqueadores" y "creadores". Los primeros sólo
piden que la sociedad los contenga y respete sus derechos. Los segundos
crean riqueza para todos, pero sólo cuando lo hacen para sí. Luego,
dirán los exegetas, se producirá el "derrame" de la riqueza. Nada se
dice de cuántos mediocres hacen falta para que un héroe haga su acumulación
de capital o lo incremente, pues parece que los genios crearan desde
la nada.
Humano, demasiado humano
El inefable derechista Mauricio Macri, entusiasta lector de Ayn Rand
En los años 60, cuando las
tendencias individualistas que luego alimentarían a la New Age florecían
en las universidades, Nathaniel Branden surgió como el exegeta oficial
del Objetivismo, al fundar un instituto dedicado a difundir su pensamiento.
En torno de Rand y Branden surgió una suerte de secta que sus propios
miembros llamaban "el Colectivo". Antes de romper tardíamente con su
líder, Branden había sido proclamado su heredero espiritual, pero luego
fue expulsado. Murray Rothbard, un disidente, fue el primero en denunciar
las prácticas "totalitarias" del movimiento, por lo cual fue execrado
como traidor.
Mientras tanto, Branden y su mujer habían caído en desgracia. Recién
muchos años después de la muerte de Rand, allá por los 80, se atrevieron
a publicar varios libros donde denunciaban las prácticas del Colectivo
objetivista.
Según el arrepentido Branden, los adeptos creían que Rand era la personalidad
más grande que había producido el género humano y que en Atlas culminaba
toda la historia del pensamiento.
No se toleraba que alguien fuera tan individualista como para disentir
con ella, y sus gustos eran el paradigma estético. Ayn había echado
a algunos colaboradores porque no sabían gustar de la música de Rachmaninoff,
lo cual era un claro indicio de su inferioridad. En eso, y en el "culto
de la personalidad", también se parecía a Stalin.
El escándalo comenzó cuando Branden y Ayn se hicieron amantes. Como
ambos eran Seres Superiores, acordaron con sus parejas Frank O'Connor
y Barbara Branden, que tenían derecho a una noche de pasión semanal.
Pero tiempo después Ayn descubrió que Branden, defensor de la libre
empresa, tenía una segunda amante. Entonces, hizo tronar el escarmiento.
Había escrito que la fórmula "no juzguéis, y no seréis juzgados" era
una expresión de cobardía, de manera que juzgó severamente. Fuera de
sí, maldijo a Nat, a quien le deseó la impotencia para el resto de sus
días y prometió destruirlo. Por fin emitió una excomunión para Nat y
su esposa, por "haber traicionado los principios del Objetivismo" con
su conducta "irracional" y los expulsó ignominiosamente de la organización.
En esos días no faltaron algunos fieles que propusieron apalearlos y
cosas aun peores.
El escándalo dividió profundamente al movimiento, cuya decadencia se
hizo inevitable. En 1982, Rand murió rodeada de un puñado de fieles,
y fue enterrada junto a su marido, el complaciente Frank O'Connor. Pero
años después su ejecutor testamentario Leonard Peikoff fundó el Instituto
Rand, que sigue difundiendo su doctrina desde California. Todo esto
sería anecdótico si no recordamos que Rand fue la primera en hablar
de desregulación, privatización, capitalismo global y otras ideas que
se impusieron desde Reagan. El Instituto sigue activo, incluso tiene
una filial argentina, y en marzo de 2001 organizó un seminario por el
libre comercio continental en Punta del Este.
Un somero viaje por la Red, nos revela que Rand sigue engendrando papers
filosóficos, y hasta hay quien escribe libros para refutar su epistemología
y su ética. El filósofo católico Michael Novak pretende demostrar que
el Objetivismo es compatible con el Cristianismo, pero, pocos sitios
más allá, algo que se titula Frente de Liberación Luciferiana lo exalta
como una moral heroica diametralmente opuesta a la cobardía judeocristiana.
Sólo el mercado puede lograr ciertas coincidencias.
Las doctrinas un tanto groseras de Ayn Rand y la tragicómica historia
de estalinismo liberal parecerían cosas superadas, pero seguimos conviviendo
con ellas.
Leamos si no Capitalismo, el ideal desconocido, una recopilación de
textos de Rand y colaboradores que viene reeditándose desde 1967. No
sólo encontraremos allí los trabajos del herético Branden, rehabilitado
a los fines editoriales como si no hubiera pasado nada. La gran sorpresa
es que nos topamos nada menos que con tres artículos de un viejo conocido
nuestro. Es nada menos que Alan Greenspan, el presidente del Fondo de
Reserva Federal, que entonces criticaba el populismo de los demócratas.
En cosas como éstas creen los que manejan el mundo, aunque por pudor
no suelen confesarlo.
Quienes andamos por los recovecos de la historia y de la economía,
generalmente evitamos transitar los campos de la filosofía. Pero, en
este caso, dadas las circunstancias políticas que generan honda
preocupación y también audacia, vamos a asomar las narices en los fundos
donde campean José Pablo Feinmann y otros intelectuales prestigiosos de
la Argentina. Sucede que leyendo un viejo recorte periodístico me entero
de que un día, uno de esos días en que puede ocurrir cualquier cosa en
nuestro singular país, un periodista relata que andaba al ocaso mojando
sus pies en las aguas playeras –creo que de Punta del Este– cuando
divisó a Mauricio Macri, recostado en la arena, leyendo un libro. No
interprete el lector que este comentario está cargado de ironía o es un
alfilerazo al actual candidato a la presidencia y que implica suponer
que un libro en sus manos es todo un acontecimiento. No tengo una pluma
tan venenosa. Lo que llamó la atención del periodista fue el título del
libro y eso me ha sorprendido a mí también. Se trata de una obra
titulada La virtud del egoísmo. Claro, uno viene de mantener relaciones
fraternales con muchos amigos, de una madre que se preocupaba porque
estuviese bien el resto de la familia, de un padre que se esforzaba, a
pesar de sus muchos años, en convencer a los vecinos del barrio de
construir una cooperativa de vivienda, uno viene de una larga militancia
política –de victorias y derrotas– y de todas esas influencias, sueña
con una sociedad igualitaria, solidaria y de repente se encuentra con un
candidato a la presidencia que parece leer con entusiasmo un libro
titulado La virtud del egoísmo. ¿Y qué quiere usted? Uno piensa en
Scalabrini Ortiz, que a su muerte no hubo sucesión porque vivió siempre
en casa alquilada después de entregar noches y días a su país, uno
piensa en el reclamo de Discepolín, “buscando un pecho fraterno para
morir abrazao”. Uno piensa también en Jauretche, que vivió para que “mis
paisanos tengan una vida mejor” y piensa en Evita y en el Che y no
comprende cómo alguien puede exaltar el egoísmo. ¡Y ni qué hablar de
Cristo, el revolucionario! ¿Comprendés? ¿Me oís, Francisco, desde tan
lejos, allá en el Vaticano, desde tu balcón, que me mandaste de regalo
un rosario aun conociendo mi ateísmo?
Esa noche no pude dormir y al día siguiente logré comprar La virtud del
egoísmo por MercadoLibre. Y era así, nomás. La autora, Ayn Rand, nacida
en Rusia pero nacionalizada estadounidense, expone allí lo fundamental
de su prédica –“filosofía del objetivismo”– basada en la teoría del
superhombre. Es autora también de El capitalismo, un ideal ignorado,
pero el más importante de su obra es el que estaba leyendo Mauricio,
cuyo título –glorificando al egoísmo– era suficiente para que lo
hubiesen rechazado. En esa obra, esta bondadosa señora se dedica con
esmero a rechazar cualquier tipo de altruismo y de generosidad en la
vida del ser humano. Sostiene, por ejemplo, que “el comportamiento de
los individuos en el sistema político es similar al de los agentes en el
mercado, que siempre tienden a maximizar su utilidad o beneficio y a
reducir los costos o riesgos”, es decir que la naturaleza humana, desde
siempre y para siempre, apunta a la competencia y no a la colaboración,
al individualismo más exasperado y que sólo un demente puede formular
proyectos altruistas, colectivos, obras de bien común, difundir la
fraternidad y otras que considera pavadas y contrarias al ser humano.
El periodista titula esa vieja nota “La filosofía inconfesable del
macrismo” pues innegablemente se contrapone a la alegría, los bailes y
los globos amarillos que difunde esa agrupación, reducidos entonces tan
sólo a la condición de “globos” en el lenguaje popular. Hice un esfuerzo
por seguir leyéndolo pero por momentos cerraba el libro y me venía al
recuerdo la última vez que lo ví a Atahualpa Yupanqui, en el aeropuerto,
ya viejito, con su guitarrita a cuestas, que se iba a Córdoba y me dijo:
“Voy a difundir el canto del viento, ¿sabe?”, con toda su modestia. “Una
voz bella, quién la tuviera / para cantarte, tierra querida”. Pero de
repente, volví al hoy y me pregunté: ¿coincide Macri con Ayn Rand? ¿Se
estaba adoctrinando bajo el sol y el rumor de las aguas para algún cargo
importante en su país? ¿Cuál es realmente su opinión sobre la calidad de
vida? ¿Acaso no era esa filosofía objetivista la que había prevalecido
durante los gobiernos oligárquicos? ¿Acaso no estaba presente Ayn Rand
cuando Macri sostuvo que los cartoneros eran ladrones y les mandaba sus
muchachos de la UCEP para apalearlos, para “reeducarlos” porque “la
letra con sangre entra”? ¿Acaso no se nutre en dicha autora su voto
contra la estatización de las AFJP que permitió la creación posterior de
la Asignación Universal por Hijo...? Me dejé llevar por estas
inquietudes y tuve una actitud extemporánea, impropia de alguien que
escribe: tomé el libro y lo arrojé al medio de la calle. Y eso me
reanimó, esa actitud –bárbara diría un Sarmientito– me justificó en mi
posición en contra del PRO y de Cambiemos, mi repudio a los globos
amarillos –en definitiva nada más que globos–. Y se me ocurrió contarles
mi experiencia a los lectores de este periódico, para que se alerten de
libros como ése, de propagandas nacidas de esa filosofía. Y después
volví a pensar en don Ata: “¿Qué es un amigo? Un amigo es uno mismo en
otro pellejo” y también en aquello de “la arena es puñadito, pero hay
montañas de arena”. Y me fui caminando tranquilo, ya disipado el mal
momento, ya dejando atrás esas malas enseñanzas glorificadoras del
egoísmo, pues la historia argentina demuestra que las mayorías populares
son inmunes a estas prédicas reaccionarias.
[Extracto de un estudio publicado en The Objetivist Newsletter en
noviembre y diciembre de 1965]
La desintegración de la filosofía en el siglo XIX, y su colapso
en el XX, produjeron un proceso semejante, aunque más lento y menos
visible, en el desarrollo de la ciencia moderna.
La mejor prueba de esto puede verse en algunas ciencias relativamente
jóvenes, como la psicología y la economía política. En la psicología
podemos observar el intento de estudiar la conducta humana sin hacer
una referencia al hecho de que el hombre es un ser consciente. En
economía podemos observar el intento de estudiar y formular sistemas
sociales sin hacer referencia al hombre.
Los economistas incluyendo a los partidarios del capitalismo definen
su ciencia como el estudio de la dirección o la gerencia o la organización
o la manipulación de los «recursos» de una «comunidad» o de una
nación. No se define la naturaleza de estos «recursos»; se da por
establecida su propiedad comunal y se entiende que el propósito
de la economía política consiste en estudiar cómo utilizar estos
recursos para el «bien común».
El hecho de que el principal «recurso» de que se está queriendo
disponer es el hombre mismo, que es una entidad de naturaleza específica
con capacidades y necesidades, recibe, si acaso, la más superficial
atención. Se considera al hombre simplemente como uno de los factores
de la producción, al igual que la tierra, los bosques o las minas,
y hasta como uno de los factores menos importantes, puesto que se
dedica mayor atención a la influencia y a la calidad de estos recursos
del que se concede a la función o a la calidad del hombre.
La economía política es, en efecto, una ciencia que arranca a medio
camino. Observa que los hombres producen y trafican, y da por supuesto
que siempre lo han hecho, dado que no requiere mayores consideraciones
y se entrega al estudio del problema de cómo descubrir el mejor
modo de que la comunidad disponga del esfuerzo humano.
Hay varias razones para esta consideración tribal del hombre. Una
es la moral del altruismo; otra, es el predominio creciente del
estatismo político entre los intelectuales del siglo XIX. Psicológicamente,
la principal razón ha sido la dicotomía alma-cuerpo, que ha penetrado
y saturado la cultura europea. La producción de bienes materiales
fue considerada como una tarea degradante de orden inferior, impropia
del hombre de intelecto, una tarea asignada a los esclavos o a los
siervos desde el principio de la historia. La institución de la
esclavitud duró, en una u otra forma, hasta bien entrado el siglo
XIX, y sólo fue abolida políticamente por el advenimiento del capitalismo;
fue abolida política, pero no intelectualmente.
El concepto del hombre como individuo libre e independiente ha sido
totalmente extraño a la cultura de Europa, que desde sus raíces
ha sido una cultura tribal. En el pensamiento europeo, la tribu
ha sido la entidad única, y el hombre sólo una de sus células intercambiables.
Y eso comprende lo mismo a los amos que a los siervos. Los amos
han tenido sus privilegios sólo en virtud de los servicios que han
prestado a la tribu, servicios considerados como de noble categoría:
la fuerza armada y la defensa militar. Pero el noble, al igual que
el siervo, fue sólo un mueble al servicio de la tribu: su vida y
su propiedad pertenecían al rey. Debe recordarse que la institución
de la propiedad privada, en el cabal y legal significado del término,
nació sólo con el capitalismo, en las edades precapitalistas, la
propiedad privada existía de facto, pero no de dejure; esto es,
existía por costumbre y concesión y no por derecho ni por ley. En
derecho y en principio toda la propiedad pertenecía al jefe de la
tribu, el rey, y era tenida sólo por permiso y concesión del rey,
quien podía revocarlas a su gusto en cualquier momento. (El rey
podía expropiar, y de hecho expropió muchas veces, las propiedades
de las nobles recalcitrantes, a través de todo el curso de la historia
de Europa).
La filosofía americana de los derechos del hombre no ha sido nunca
cabalmente captada por los intelectuales europeos. La idea de emancipación
predominante en Europa ha consistido en el cambio del concepto del
hombre como esclavo del Estado absoluto encarnado en el rey, al
concepto del hombre como esclavo del Estado absoluto encarnado en
el pueblo; es decir, en cambiar del estado de esclavitud respecto
al jefe de la tribu, al estado de esclavitud respecto a la tribu.
Una perspectiva no tribal de la existencia no podía haber penetrado
en mentalidades que consideraban un timbre de nobleza el privilegio
de gobernar por la fuerza física a los productores de bienes materiales.
"Capitalismo - Formación
económico-social que sucede al feudalismo. En la base del
capitalismo, se encuentra la propiedad privada de los medios
de producción y la explotación del trabajo asalariado. La
ley fundamental de la producción capitalista consiste en
obtener plusvalía. Son rasgos característicos del capitalismo
la anarquía de la producción, las crisis periódicas, el
paro forzoso crónico, la miseria de las masas, la competencia,
las guerras. La contradicción básica del capitalismo –entre
el carácter social del trabajo y la forma capitalista privada
de la apropiación– se expresa en el antagonismo entre las
clases básicas de la sociedad capitalista, el proletariado
y la burguesía. La lucha de clases del proletariado, que
palpita en toda la historia del capitalismo, toca a su fin
con la revolución socialista. Los elementos fundamentales
de la superestructura correspondiente a la base capitalista
son las instituciones políticas y jurídicas y el sistema
de la ideología burguesa. La igualdad política formal proclamada
por los ideólogos del capitalismo queda reducida a la nada
en virtud de la desigualdad económica: todo el aparato estatal,
a la vez es idóneo para excluir de la vida política a las
masas trabajadoras. Surgido en el siglo XVI, el capitalismo
desempeñó una función progresiva en el desarrollo de la
sociedad alcanzando una productividad del trabajo sensiblemente
más elevada que la del feudalismo. Al acercarse al siglo
XX, entra en su estadio superior y ultimo, el del imperialismo,
que se caracteriza por el dominio de los monopolios y de
la oligarquía financiera. En ese estadio, alcanza amplia
difusión el capitalismo monopolista de Estado, que acentúa
de manera inaudita el militarismo y aúna el poder de los
monopolios con la fuerza del Estado..."
Por esto, los pensadores europeos no se dieron cuenta del hecho
de que, durante el siglo XIX, los galeotes habían sido reemplazados
por los inventores de barcos de vapor y los herreros de aldea por
los propietarios de altos hornos, y siguieron pensando en términos
que resultan contradictorios entre sí, como los de «esclavitud del
salario» o «el egoísmo antisocial de los industriales, que toman
tanto de la sociedad sin dar nada en cambio», todo esto descansando
sobre el axioma indiscutido de que la riqueza es un anónimo producto
tribal. Semejante noción ha permanecido indisputada hasta hoy, y
representa la premisa implícita y la base de la economía política
contemporánea.
Este principio es compartido lo mismo por los enemigos que por los
campeones del capitalismo, proporcionando a los primeros una cierta
congruencia interna y desarmando a los últimos con una sutil pero
aniquiladora aura de hipocresía moral, como lo prueban los intentos
de éstos de justificar el capitalismo sobre la base del «bien común»
o del «servicio al consumidor» o de «la mejor colocación de los
recursos». (¿Los recursos de quién?).
Para que el capitalismo pueda ser entendido, es preciso denunciar
e invalidar este principio tribal.
La humanidad no es una entidad, ni un organismo ni un agregado coralino.
La entidad que interviene en la producción y en el comercio es el
hombre, Y es con el estudio del hombre (y no con el de ese impreciso
agregado llamado «comunidad») con lo que toda ciencia humanística
tiene que empezar. Esta cuestión representa una de las diferencias
epistemológicas entre las ciencias humanísticas y las ciencias físicas,
y una de las causas del bien ganado complejo de inferioridad de
aquéllas frente a éstas. Una ciencia física no se permitiría (al
menos, no se ha permitido) ignorar o pasar por alto la naturaleza
de su objeto. Semejante intento significaría algo así como una ciencia
de la astronomía que contemplara el firmamento, pero se rehusara
a estudiar cada una de las estrellas, planetas y satélites, o una
ciencia de la medicina que estudiara la enfermedad, pero sin ningún
conocimiento ni criterio de la salud y que tomara, como objeto básico
de estudio, un hospital en su totalidad, sin prestar atención a
los pacientes individuales.
Mucho puede aprenderse acerca de la sociedad estudiando al hombre.
Pero la inversa no es verdadera: nada puede aprenderse del hombre
estudiando la sociedad, es decir, estudiando relaciones entre entidades
que no se han identificado ni definido. Sin embargo, éste ha sido
el método adoptado por la mayor parte de los economistas. Su actitud,
en efecto, equivale al siguiente postulado implícito: «El hombre
es lo que se ajusta a las ecuaciones económicas». Y como claramente
esto no es cierto, conduce al hecho curioso de que a pesar de la
naturaleza práctica de su ciencia, los economistas son incapaces
de poner de acuerdo sus abstracciones con los datos concretos de
la existencia real.
Esto los lleva a una curiosa especie de doble patrón o de doble
perspectiva en su modo de considerar a los hombres y los acontecimientos.
Si observan sencillamente a un zapatero, no encuentran la menor
dificultad en concluir que está trabajando para ganarse la vida;
pero como economistas, dominados por el principio tribal, declaran
que el propósito (y el deber) del zapatero es proveer de zapatos
a. la saciedad. Si ven a un mendigo en la calle, lo identifican
inmediatamente como un vago; pero en economía política, este mendigo
viene a ser un «consumidor soberano». Si escuchan la doctrina comunista
de que toda la propiedad pertenece al Estado, la rechazan con energía
y sienten sinceramente que están dispuestos a combatir el comunismo
hasta la muerte; pero en términos de economía política, hablan del
deber del gobierno de realizar una «más justa distribución de la
riqueza», y consideran a los hombres de negocios como «los mejores
y más eficientes administradores de los recursos naturales de la
nación».
Para rechazar esta premisa y para empezar por el principio en el
estudio de la economía política y en la valuación de los varios
sistemas sociales, debemos empezar por identificar la naturaleza
del hombre, es decir, por determinar aquellas características esenciales
que lo distinguen de todas las demás especies vivientes.
La característica esencial del hombre es su facultad racional. La
mente del hombre es su medio básico de supervivencia y su único
medio de adquirir el conocimiento. El hombre no puede sobrevivir,
como los animales, atenido a la gula de las meras percepciones.
No puede proveer a la satisfacción de sus necesidades físicas más
elementales sino gracias a un proceso de pensamiento. Ha de recurrir
a un proceso de pensamiento para descubrir cómo plantar y cultivar
sus alimentos o cómo hacer armas para la caza. Sus solas percepciones
podrán guiarlo hacia una cueva, si la hay a su alcance; pero hasta
para construir una simple choza necesitará de un proceso de pensamiento.
Ni sus percepciones ni sus instintos le dirán cómo hacer fuego,
cómo tejer una tela, cómo fabricar instrumentos, cómo construir
una rueda, cómo hacer un aeroplano, cómo ejecutar una apendicectomía,
cómo producir una lámpara incandescente o un bulbo electrónico o
un ciclotrón o una caja de cerillos. Y, sin embargo, su vida depende
de estos conocimientos y sólo un acto volitivo de su conciencia,
un proceso de pensamiento, puede proporcionárselos.
Un proceso de pensamiento es un proceso enormemente complejo de
identificación y de integración que sólo una mente individual puede
realizar. No existe algo así como un cerebro colectivo. Los hombres
pueden aprender unos de otros; pero el aprendizaje requiere un proceso
de pensamiento de parte de cada aprendiz individual. Los hombres
pueden cooperar en el descubrimiento de nuevos conocimientos; pero
esta cooperación requiere el ejercicio independiente, por cada científico
individual, de sus facultades racionales. Los hombres constituyen
la única especie viviente que puede trasmitir y difundir su acerbo
de conocimientos de generación en generación; pero esta transmisión
requiere un proceso de pensamiento de parte de cada uno de los individuos
que la reciben. Pruebas de esto son la decadencia de las civilizaciones
y las épocas tenebrosas de la historia del progreso humano, cuando
los conocimientos acumulados por siglos se esfumaron de las vidas
de hombres que no supieron o no quisieron o a quienes no les fue
permitido pensar.
Para sustentar su vida cada especie viviente tiene que seguir cierto
curso de acción requerido por su naturaleza. La acción requerida
para sustentar la vida humana es, primordialmente, intelectual.
Todo lo que el hombre necesita tiene que ser descubierto por su
mente y producido por su esfuerzo. La producción es la aplicación
de la razón al problema de la supervivencia.
Si algunos hombres optan por no pensar, sólo pueden sobrevivir imitando
y repitiendo por rutina un plan de trabajo descubierto por otros;
pero estos otros tuvieron que descubrirlo o ninguno habría sobrevivido.
Si algunos hombres optan por no trabajar, sólo pueden sobrevivir,
temporalmente, apoderándose de los bienes producidos por otros;
pero estos otros tuvieron que producir esos bienes o ninguno habría
sobrevivido. Cualquiera que sea la elección que a este respecto
haga cada individuo o cada grupo de individuos, cualquiera que sea
la ceguera, la irracionalidad o la perversidad del camino que elijan,
siempre seguirá siendo cierto que la razón es el medio humano de
supervivencia y que los hombres prosperan o fracasan, sobreviven
o perecen en la medida de su racionalidad.
Como el conocimiento, el pensamiento y la acción racional son propiedades
del individuo; como la elección de ejercitar o no ejercitar su facultad
racional depende del individuo, la supervivencia del hombre requiere
que los que piensan estén libres de interferencias de los que no
piensan. Como los hombres no son omniscientes ni infalibles, deben
ser libres de asentir o disentir, de cooperar con otros o seguir
cada uno su propio camino, de acuerdo con su propio juicio racional.
La libertad es el requisito fundamental de la mente humana.
Una mente racional no trabaja sujeta a compulsión; no subordina
su percepción de la realidad a las órdenes, directrices o controles
de nadie; no sacrifica sus conocimientos, su concepción de la verdad,
a las opiniones, amenazas, deseos, planes o bienestar de nadie.
Esta mente puede ser estorbada por otros, puede ser acallada, proscrita,
aprisionada o destruida; pero no puede ser forzada. Una pistola
no es un argumento. Ejemplo y símbolo de esta actitud es Galileo.
Todos los conocimientos de la humanidad y todas las realizaciones
que ha logrado provienen de la obra y de la inflexible integridad
de estas mentes de intransigentes innovadores. Es a ellas a quienes
la humanidad debe su supervivencia. El mismo principio rige para
todos los hombres en cualquier nivel de habilidad o de ambición
en que están colocados. En la medida en que un hombre es guiado
por su juicio racional, obra de acuerdo con la exigencia de su naturaleza
y en esta medida logra realizar una forma humana de supervivencia
y bienestar. En la medida en que obra irracionalmente, obra como
su propio destructor.
El
concepto de los derechos individuales es el reconocimiento social
de la naturaleza racional del hombre, de la relación entre su supervivencia
y el uso de su razón.
Aquí he de recordar que los derechos son un principio moral que
define y sanciona la libertad de acción del hombre en una estructura
social; que los derechos derivan de la naturaleza del hombre como
ser racional y representan una condición necesaria de su modo especifico
de supervivencia. Recordaré también que el derecho a la vida es
la fuente de todos los derechos, incluso el derecho de propiedad.
En relación con la economía política, este último derecho requiere
énfasis especial. El hombre tiene que trabajar y producir para sustentar
su vida. Tiene que sustentarla por su propio esfuerzo y bajo la
guía de su propia mente. Si no puede disponer del producto de su
esfuerzo, no puede disponer de su esfuerzo; si no puede disponer
de su esfuerzo no puede disponer de su vida. Sin derecho de propiedad
ningún otro derecho puede ejercitarse.
Ahora, en presencia de estos datos, consideremos la cuestión: ¿qué
sistema social es adecuado al hombre?
Un sistema social es un conjunto de principios morales, políticos
y económicos incorporados en las leyes, las instituciones y el gobierno
de una sociedad, que determina las relaciones, los términos de la
asociación entre los hombres que viven en una determinada área geográfica.
Es evidente que estos términos y relaciones dependen de la identificación
que se haga de la naturaleza del hombre y serán diferentes si se
aplican a una sociedad de seres racionales o a un hormiguero. Es
claro que serán radicalmente diferentes si los hombres tratan entre
sí como individuos libres e independientes, sobre la base de que
cada uno es un fin en sí mismo, o si tratan como miembros de un
conjunto en que cada uno considera a los demás como medios para
sus propios fines y como medios para los fines del grupo como unidad
total.
Hay sólo dos cuestiones fundamentales (o dos aspectos en la misma
cuestión) que determinan la naturaleza de un sistema social. Son:
¿este sistema reconoce los derechos individuales? ¿Excluye la fuerza
física de las relaciones humanas? La respuesta a la segunda pregunta
será la realización práctica de la respuesta que se dé a la primera.
¿Es el hombre una entidad individual soberana, dueña de su persona,
de su mente, de su vida, de su trabajo de sus productos, o es un
objeto de propiedad e la tribu (Estado, sociedad, colectividad),
que pueda disponer de él como le plazca, dictarle sus convicciones,
reescribir el curso de su vida, controlar su trabajo y despojarlos
de sus productos? ¿Tiene el hombre derecho de existir para sí mismo
o nace en la esclavitud como siervo obligado a pagar por su vida
con servicios prestados a la tribu, sin esperanza de emancipación?
Esta es la primera cuestión que hay que resolver. Todo lo demás
son consecuencias y aplicaciones prácticas. La cuestión básica es
solamente: ¿Es libre el hombre?
En toda la historia de la humanidad, el capitalismo es el único
sistema que responde: Sí.
El capitalismo es un sistema social basado en el reconocimiento
de los derechos individuales, incluso el derecho de propiedad, en
el que toda propiedad es poseída individualmente.
El reconocimiento de los derechos individuales lleva consigo la
exclusión de la fuerza física de las relaciones humanas. Básicamente,
los derechos sólo pueden ser violados por medio de la fuerza. En
una sociedad capitalista, ningún hombre ni ningún grupo puede iniciar
el uso de la fuerza física contra los demás La única función del
gobierno en esta sociedad es la tarea de proteger los derechos del
hombre, es decir, la tarea de protegerlo de la fuerza física. El
gobierno actúa como agente del derecho de defensa del hombre y puede
usar la fuerza sólo en represalia y sólo contra aquellos que inicien
su uso. Así, el gobierno es el medio para colocar el uso en represalia
de la fuerza bajo control objetivo.
Es el hecho metafísico básico de la naturaleza del hombre, de la
relación entre su supervivencia y el uso de su razón, lo que el
capitalismo reconoce y protege.
En una sociedad capitalista, todas las relaciones humanas son voluntarias.
Los hombres son libres de cooperar o no, de tratar con otro o no
tratar, según les dicte su propio juicio individual, sus convicciones
y sus intereses. Pueden tratar entre sí sólo en términos y por medio
de la razón, esto es, por medio de la discusión, la persuasión y
el pacto voluntario por libre elección para beneficio mutuo. El
derecho de consentir con otros no es problema en ninguna sociedad;
lo que es crucial es el derecho de disentir. La institución de la
propiedad privada protege y pone en práctica el derecho de disentir,
y así deja abierto el camino para el más valioso atributo del hombre
(valioso, personal, social y objetivamente): la mente creadora.
Esta es la diferencia radical entre el capitalismo y el colectivismo.
La justificación moral del capitalismo no radica en el argumento
altruista de que representa el mejor medio de realizar el «bien
común». Es cierto que el capitalismo es, indudablemente, el mejor
medio de realizar ese bien común (si acaso este término tiene algún
sentido); pero esto es solamente una consecuencia secundaria. La
justificación moral del capitalismo radica en el hecho de que es
el único sistema adecuado a la naturaleza racional del hombre, que
protege la supervivencia del hombre en tanto que hombre y cuyo principio
rector es la justicia.
Todo sistema social está basado expresa o implícitamente en alguna
teoría ética. La noción tribal del bien común ha servido de justificación
moral a la mayor parte de los sistemas sociales y a todas las tiranías
de la historia. El grado de esclavitud o de libertad de una sociedad
corresponde al grado en que este principio tribal ha sido invocado
o ignorado.
El bien común (o el interés público) es un concepto indefinido e
indefinible. No existe una entidad real que sea la tribu o el público.
La tribu (o el público o la sociedad) no es sino un cierto número
de individuos humanos. Nada puede ser un bien para la tribu como
tal; bien y valor corresponden sólo a un organismo vivo, a un organismo
vivo individual y no a una incorpórea red de relaciones.
El bien común es un concepto carente de sentido, a menos de que
se tome literalmente; y en este caso, su único significado posible
es: la suma de los bienes de todos los individuos. Pero entonces
el concepto carece de sentido como criterio moral, porque deja abierta
la cuestión acerca de cuál es el bien de los individuos y cómo se
determina.
Pero es que el término no se usa generalmente en su sentido literal.
Se le acepta y se le usa precisamente por su carácter elástico,
indefinible y místico, que sirve, no como la moral, sino como evasión
de la moralidad. Puesto que el bien no es algo aplicable a lo incorpóreo,
el término viene a. ser simplemente un cheque moral en blanco a.
favor de quienes presumen de encarnar ese bien.
Cuando el bien común de una sociedad es considerado como algo distinto
y por encima del bien individual de sus miembros, significa que
el bien de algunos adquiere preferencia sobre el bien de otros,
condenando a estos otros el estado de víctimas sacrificiales. En
estos casos, se presupone tácitamente que el bien común significa
el bien de la mayoría en contra de la minoría o del individuo. Obsérvese
el hecho significativo de que esta presunción es tácita. Aun las
mentalidades más colectivizadas parecen percibir la imposibilidad
de justificar esto moralmente. Pero el bien de la mayoría es sólo
un pretexto y un engaño, porque, de hecho, la violación de los derechos
de un individuo significa la abrogación de todos los derechos y
deja a la inerme mayoría en poder de cualquier pandilla que proclame
ser la voz de la sociedad y se ponga a. gobernar por la fuerza física,
hasta que se vea depuesta por otra pandilla que emplee los mismos
medios.
¿Qué es lo que permite que las víctimas y, lo que es peor, los observadores,
acepten ésta y otras atrocidades históricas semejantes y todavía
se aferren al mito del bien común? La respuesta está en la filosofía,
en las teorías filosóficas sobre la naturaleza de los valores morales.
Hay, en esencia, tres escuelas de pensamiento acerca de la naturaleza
del bien: la intrínseca, la subjetiva y la objetiva. La teoría intrínseca
sostiene que el bien es inherente a ciertas cosas o a ciertas acciones
como tales, independientemente de sus circunstancias y de sus consecuencias,
independientemente de los beneficios o daños que puedan causar a
los sujetos afectados. Es una teoría que separa el concepto del
bien del beneficiario y el concepto de valor de todo valuador y
de todo propósito, afirmando que el bien es bien en sí mismo y por
sí mismo.
La teoría subjetivista sostiene que el bien no guarda relación con
los hechos de la realidad, que es el producto de la conciencia del
hombre, creado por sus sentimientos, sus deseos, sus intuiciones
o sus caprichos, y que es meramente un «postulado arbitrario», o
un «compromiso emocional».
La teoría intrínseca sostiene que el bien reside en alguna forma
de realidad independiente de la conciencia del hombre; la teoría
subjetivista sostiene que el bien reside en la conciencia del hombre,
independientemente de la realidad.
Por su parte, la teoría objetiva sostiene que el bien no es un atributo
de las «cosas en sí mismas» ni de los estados emocionales del hombre,
sino una valuación de los hechos de la realidad por la conciencia
del hombre, de acuerdo con un patrón racional de valor. (Racional
en este caso significa: derivado de los hechos de la realidad y
validado por un proceso de la razón). La teoría objetiva sostiene
que el bien es un aspecto de la realidad en relación con el hombre
que debe ser descubierto, no inventado, por el hombre. Para una
teoría objetiva de los valores es fundamental la cuestión: ¿valor
para quién y para qué? Una teoría objetiva no permite omitir la
circunstancia ni sustraer el concepto; no permite separar el valor
del propósito, el bien del beneficiario y las acciones del hombre,
de su razón.
De todos los sistemas sociales en la historia de la humanidad, el
capitalismo es el único sistema basado en una teoría objetiva de
los valores.
La teoría intrínseca y la teoría subjetivista, o una mezcla de ambas,
son la base indispensable de toda dictadura, de toda tiranía y de
todas las variantes del Estado absoluto. Sea que estas teorías sean
sostenidas en una forma consciente o en una forma subconsciente,
ya sea en la forma expresa de un tratado filosófico o en el confuso
caos de los ecos de éste en los sentimientos del hombre común, estas
teorías hacen posible para un hombre creer que el bien es independiente
de la mente humana y que puede ser realizado por la fuerza física.
Si un hombre cree que ciertos actos son en sí intrínsecamente buenos,
no dudará en forzar a. otros a ejecutarlos. Si cree que el beneficio
o el daño causado a los hombres por tales actos carece de importancia,
verá un mar de sangre como algo carente de importancia. Si cree
que los beneficiarios de esos actos carecen de significación propia
o que son sustituibles unos por otros, considerará las matanzas
en masa como su deber moral en servicio de un bien «más alto». Ha
sido la teoría intrínseca de los valores la que produjo un Robespierre,
un Lenin, un Stalin, un Hitler. No es mera casualidad el que Eichmann
fuera kantiano.
Si otro hombre cree que el bien es fruto de una elección subjetiva
arbitraria, la disyuntiva entre el bien y el mal se convertirá para
él en ésta: mis sentimientos o los de los otros. Con este hombre
no hay medio de comunicación o de entendimiento. La razón es el
único medio de comunicación entre los hombres, y la realidad objetivamente
perceptible su único cuadro de referencia. Cuando éstos se invalidan
o se estiman insignificantes en el campo de la moral, la fuerza
viene a ser el único medio de trato entre los individuos. Cuando
el subjetivista propugna la realización de su ideal social, se siente
autorizado moralmente a subyugar a los demás «por su bien» (de ellos),
puesto que siente que él posee el bien y que a su realización sólo
se ponen los equivocados sentimientos de los otros.
Así, en la práctica, los sostenedores de la teoría intrínseca y
los de la teoría subjetivista se mezclan y confunden. Y también
se confunden en términos de su psico-epistemología. Porque ¿cómo
descubren los moralistas de la escuela intrínseca, su «bien trascendental»
si no por medio de sus personales intuiciones y revelaciones no
racionales, es decir, por medio de sus sentimientos?
Es dudoso que alguien pueda sostener cualquiera de estas teorías
como una expresa, aunque equivocada convicción; pero ambas sirven
como racionalizaciones del afán de poder y de gobierno por la fuerza
bruta, dejando suelto al tirano en potencia y desarmando a sus víctimas.
La teoría objetiva de los valores es la única teoría moral incompatible
con el régimen de la fuerza. Y el capitalismo es el único sistema
basado implícitamente en una teoría objetiva de los valores. La
tragedia es que esto no se ha puesto nunca en claro.
Si uno sabe que el bien es objetivo, esto es, determinado por la
naturaleza de la realidad, pero que tiene que ser descubierto por
la mente del hombre, se da uno cuenta de que cualquier intento de
realizar el bien por la fuerza física es una monstruosa contradicción,
que niega de raíz la moralidad, destruyendo la capacidad del hombre
para reconocer el bien; esto es, su capacidad de valuar. La fuerza
invalida y paraliza el juicio humano, exigiendo al hombre que actúe
en contra de su juicio y haciéndolo con esto moralmente impotente.
Un valor que está uno forzado a aceptar al precio de anular su propia
mente no es un valor para nadie. Pretender hacer el bien por la
fuerza es como dotar a un hombre de una galería de pinturas al precio
de sacarle los ojos. Los valores no pueden existir (no pueden ser
valuados) sin atender al conjunto total de la vida, las necesidades,
los propósitos y los conocimientos del hombre.
La teoría objetiva de los valores impregna la estructura toda de
una sociedad capitalista.
El reconocimiento de los derechos individuales implica el reconocimiento
del hecho de que el bien no es una inefable abstracción en alguna
dimensión sobrenatural, sino un valor perteneciente a la realidad,
a esta tierra, a las vidas de seres humanos individuales. (Recuérdese
el derecho a la búsqueda de la felicidad). Implica que el bien no
puede ser separado de la idea del beneficiario, que los hombres
no pueden ser considerados intercambiables y que nadie, ni el individuo
ni la tribu, puede pretender realizar el bien de algunos al precio
de la inmolación de otros.
El mercado libre representa la aplicación social de una teoría objetiva
de los valores. Como los valores tienen que ser descubiertos por
la mente humana, los hombres deben ser libres para descubrirlos,
para pensar, para estudiar, para traducir su conocimiento a formas
físicas, para ofrecer sus productos en intercambio, para justipreciarlos
y para elegirlos, trátese de bienes materiales o de ideas, lo mismo
una pieza de pan que un tratado filosófico. Puesto que los valores
tienen que ser establecidos en relación con las circunstancias,
cada hombre debe juzgar por sí mismo, dentro del ámbito de sus propios
conocimientos, intereses y propósitos. Puesto que los valores están
determinados por la realidad de la naturaleza, es esta realidad
la que sirve como árbitro final de los hombres. Si el juicio del
hombre es correcto, la recompensa será suya; si es incorrecto, él
será la víctima.
En relación con un mercado libre, es particularmente importante
entender la distinción entre los conceptos de valor intrínseco,
subjetivo y objetivo. El valor de mercado de un producto no es un
valor intrínseco, no es un «valor en sí mismo» suspendido en el
vacío. Un mercado libre no pierde nunca de vista la cuestión: ¿valioso
para quién? Dentro del amplio campo de la objetividad, el valor
de mercado de un producto no refleja su valor filosóficamente objetivo,
sino sólo su valor socialmente objetivo.
Por
filosóficamente objetivo entiendo un valor estimado desde el punto
de vista de lo óptimo posible al hombre, es decir, estimado por
el criterio de la mente más racional poseedora de los mayores conocimientos
en una categoría dada en un periodo determinado y en una circunstancia
definida. (Nada puede ser estimado en relación con circunstancias
indefinidas). Por ejemplo, puede probase por razón que el aeroplano
es objetivamente de mucho mayor valor para el hombre (para el hombre
ideal) que la bicicleta; puede demostrarse que las obras de Víctor
Hugo son objetivamente más valiosas que las revistillas de «confidencias».
Pero si la capacidad intelectual de un hombre determinado le permite
apenas disfrutar de estas revistillas, no hay ninguna razón para
exigirle que gaste sus escasos recursos (que son el producto de
su esfuerzo) en adquirir libros que no es capaz de leer; ni hay
por qué imponerle que contribuya al sostenimiento de la industria
aeronáutica, si sus necesidades de transporte no van más allá del
alcance de una bicicleta. Y, por otro lado, tampoco hay ninguna
razón para que el resto de la humanidad haya de ser retenido al
nivel del gusto literario, de la capacidad industrial y de la potencialidad
económica de este hombre. Los valores no se determinan por decreto
ni por voto mayoritario.
Así como el número de sus adeptos no es prueba de la verdad o falsedad
de una idea, ni del mérito o demérito de una obra de arte ni de
la eficacia o ineficacia de un producto, así también el valor de
mercado de los bienes y servicios no representa necesariamente su
valor filosóficamente objetivo, sino sólo su valor socialmente objetivo,
esto es: la suma de los juicios individuales de todos los hombres
comprendidos en un momento dado en el tráfico de esos bienes o servicios,
la suma de lo que ellos valúan, cada uno dentro de la circunstancia
de su propia vida.
De este modo, un manufacturero de lápices labiales puede amasar
una fortuna mucho mayor que la de un fabricante de microscopios,
aun cuando pueda racionalmente demostrarse que los microscopios
son científicamente mucho más valiosos que los lápices labiales.
Sí, pero valiosos ¿para quién? Un microscopio no es valioso generalmente
para una modesta taquígrafa que lucha por ganarse la vida con su
trabajo, y, en cambio, un lápiz labial sí lo es. Un lápiz labial
puede significar para ella la diferencia entre la confianza en sí
misma y la desconfianza entre el esplendor y el sudor.
Pero esto no significa, sin embargo, que los valores que rigen el
mercado sean subjetivos. Si esta taquígrafa gasta todo su dinero
en cosméticos, sin reservar nada para el uso de un microscopio en
el momento en que lo necesite (cuando tenga que pagar por ello con
ocasión de un análisis de laboratorio para su salud), aprenderá
que debe hacer una mejor distribución de sus ingresos. El mercado
libre le servirá de preceptor: no tendrá manera de hacer pagar a
otros por los errores de ella. Si ha actuado con prudencia, tendrá
a su disposición el microscopio para sus propias y especiales necesidades
y no más; pagará por él en la medida en que le importa y no tendrá
que tributar para sostener todo un hospital, ni un laboratorio de
investigaciones, ni el viaje a la Luna de una cápsula espacial.
Dentro de su propia capacidad productiva, pagará una parte del costo
de los adelantos científicos, en la ocasión y en la medida en que
los necesite. No tiene ningún deber social; su propia vida es su
propia responsabilidad, y la única cosa que el sistema capitalista
le exige es la única cosa que la naturaleza exige: racionalidad,
esto es: que viva y obre de acuerdo con lo mejor de su propio juicio.
Dentro de cada categoría de bienes y servicios ofrecidos en un mercado
libre, es el proveedor del mejor producto al más bajo precio el
que obtiene el mayor rendimiento económico en ese campo; no automática
ni inmediatamente ni por decreto, sino por virtud del libre mercado,
que enseña a cada participante a buscar lo mejor objetivo dentro
de la categoría de su propia competencia y castiga a los que actúan
por consideraciones irracionales.
Y adviértase aquí que un mercado libre no nivela a todos los hombres
con un rasero, que los criterios intelectuales de la mayoría no
rigen ni un mercado libre ni una sociedad libre, y que los hombres
excepcionales, los innovadores, los gigantes intelectuales no se
ven detenidos por la mayoría. De hecho, son los miembros de esta
minoría selecta los que elevan a toda una sociedad libre al nivel
de sus propias realizaciones, en tanto que ellos siguen ascendiendo
más y más.
Un mercado libre es un proceso continuo que no puede ser detenido,
es un proceso progresivo que exige lo mejor (lo más racional) de
cada hombre y lo retribuye en proporción. Cuando la mayoría estaba
asimilando apenas el valor del automóvil, la minoría creadora introdujo
el aeroplano. La mayoría aprende por demostración; la minoría es
libre de demostrar. El valor filosóficamente objetivo de un nuevo
producto sirve como preceptor de quienes están dispuestos a ejercer
su facultad racional, cada uno en la medida de su habilidad. Los
que no están dispuestos, pierden la recompensa, lo mismo que los
que aspiran a más de lo que su habilidad puede producir. El inerte,
el irracional, el subjetivista, carecen de poder para detener a
sus mejores.
La pequeña minoría de los adultos que, aunque estén dispuestos,
son incapaces de trabajar, tiene que depender de la caridad voluntaria.
La mala fortuna no es un título para imponer la servidumbre. No
hay eso del derecho a consumir; la necesidad no da derecho a controlar
y a destruir a aquellos sin los cuales uno sería incapaz de sobrevivir.
(En cuanto a las depresiones y al desempleo en masa, hay que advertir
que no son causados por el mercado libre, sino por la interferencia
de los gobiernos en la economía).
Los parásitos mentales, los imitadores que tratan de proveer a lo
que consideran que es el gusto conocido del público, se ven constantemente
superados por los innovadores, cuyos productos elevan el conocimiento
y el gusto del público a más altos niveles. Y es por esto por lo
que puede afirmarse que un mercado libre está regido no por los
consumidores sino por los productores. Los más prósperos son los
que descubren nuevos campos de producción, campos cuya existencia
se ignoraba.
Puede ocurrir que un producto nuevo no sea debidamente apreciado
desde luego, sobre todo si constituye una innovación demasiado radical;
pero salvo casos excepcionales, se impondrá a la larga. Y en este
sentido puede decirse que el mercado libre no está regido por el
criterio intelectual de la mayoría, la que prevalece sólo en un
momento dado. El mercado libre está regido por aquellos que son
capaces de ver y de planear a largo alcance; y mientras más fina
la mente, más largo el alcance.
El valor económico del trabajo de un hombre en un mercado libre
está determinado por un solo principio: por el consentimiento voluntario
de aquellos que están dispuestos a darle en cambio su trabajo o
sus productos. Este es el sentido moral de la ley de la oferta y
la demanda: representa el repudio total de dos doctrinas viciosas:
el principio tribal y el altruismo. Representa el reconocimiento
del hecho de que el hombre no es propiedad ni siervo de la tribu,
que el hombre trabaja para sostener su propia vida (que es a lo
que está obligado por su propia naturaleza), que ha de ser guiado
por su propio interés racional y que si quiere tratar con los otros,
no puede esperar que ellos sean sus víctimas sacrificiales, no puede
esperar recibir de ellos valores sin darles en cambio valores equivalentes.
Y el solo criterio de lo que es equivalente, a. este respecto, es
el juicio libre, voluntario y exento de coacción de los contratantes.
La mentalidad tribal ataca este principio por dos lados aparentemente
opuestos. Por un lado, se alega que el mercado libre es injusto
para el genio y, por otro, que lo es para el hombre común. La primera
objeción se expresa generalmente con una pregunta como ésta: ¿por
qué Elvis Presley gana más dinero que Einstein? La respuesta es:
porque los hombres trabajan para sostener su vida y disfrutar de
ella, y si muchos encuentran un valor en Elvis Presley, tienen todo
el derecho de gastar su dinero en obtener su propia satisfacción.
La fortuna que tiene Presley no se la ha quitado a los que no gustan
de su trabajo (yo soy de ellos) ni se la ha arrebatado a Einstein,
ni estorba la actividad de Einstein. ni impide que Einstein logre
la estimación y el sostén que merece en una sociedad libre en el
nivel intelectual apropiado.
Consideremos ahora la segunda objeción, la que alega que un hombre
de aptitud común está en injusta desventaja en un mercado libre.
Ved más allá del alcance del momento, vosotros los que clamáis que
teméis competir con hombres de inteligencia superior, los que decís
que la inteligencia de los más aptos es una amenaza a vuestras vidas,
que el fuerte no deja oportunidad al débil en un mercado de trato
voluntario. Cuando vivís en una sociedad racional, donde los hombres
son libres para contratar, estáis recibiendo un beneficio incalculable:
el valor material de vuestro trabajo está determinado no sólo por
vuestro esfuerzo, sino por el esfuerzo de las mejores mentes productivas
que existen en el mundo que os rodea.
La máquina, esta forma materializada de la inteligencia viva, es
la fuerza que expande la potencia de vuestras vidas, elevando la
productividad de vuestro tiempo. Cada hombre es libre para elevarse
tan alto como quiera y pueda; pero sólo la medida en que piense
determinará la altura a que llegue.
La labor física, como tal, no se extiende más allá del alcance del
momento. El hombre que no hace sino trabajo material, consume el
equivalente de valor material de su propia contribución al proceso
de la producción y no deja ningún valor excedente ni para sí mismo
ni para los demás. Pero el hombre que produce una idea en cualquier
campo de la actividad racional, el hombre que descubre nuevos conocimientos,
es el benefactor permanente de la humanidad. Sólo el valor de una
idea puede ser compartido con un número ilimitado de hombres haciendo
a todos los partícipes, más ricos, sin pérdida ni sacrificio de
ninguno, elevando la capacidad productiva de cualquier labor que
ejecuten.
En proporción a la energía mental que gasta el hombre que crea un
nuevo invento, no recibe sino un mínimo porcentaje de su valor en
términos de pago material, cualquiera que sea la fortuna que logre,
cualquiera que sea el número de millones que gane. Pero el hombre
que trabaja de portero en una fábrica que produjo ese invento, recibe
un pago enorme en proporción al esfuerzo mental que su trabajo requiere
de él. Y lo mismo es cierto de todos los hombres colocados en la
escala en cualquier nivel de ambición o habilidad. El que está en
la cúspide de la pirámide intelectual contribuye más que ningún
otro al bien de todos los que están debajo de él y, sin embargo,
no obtiene nada fuera de su pago material, no recibe de los demás
ningún beneficio intelectual que añadir al valor de su tiempo. El
hombre colocado en el punto ínfimo de la escala, que abandonado
a sí mismo perecería en su ineptitud sin esperanza, no contribuye
en nada para los que están arriba de él y recibe, sin embargo, el
beneficio de los cerebros de todos.
Tal es la competencia entre el fuerte y el débil intelectual. Tal
es el sistema de «explotación» por el que habéis condenado al fuerte.
Y ésta es la relación del capitalismo con la mente y con la supervivencia
del hombre.
El magnífico progreso realizado por el capitalismo en un breve periodo
de tiempo, el mejoramiento espectacular de las condiciones de la
existencia humana sobre la Tierra, es un hecho histórico que no
puede ser ocultado, evadido ni desfigurado por toda la propaganda
de los enemigos del capitalismo. Pero lo que hay que hacer notar
con especial énfasis es el hecho de que este progreso fue logrado
por medios no sacrificiales.
El progreso no puede obtenerse por privaciones forzadas, exprimiendo
un «excedente social» de víctimas desfallecientes. El progreso proviene
sólo del excedente individual, es decir, del trabajo, de la energía,
de la superabundancia creadora de aquellos hombres que son capaces
de producir más de lo que su consumo personal requiere, de aquellos
que son intelectual y económicamente capaces de buscar lo nuevo,
de mejorar lo conocido, de ir hacia adelante. En una sociedad capitalista
en que tales hombres son libres de funcionar y de tomar sus propios
riesgos, el progreso no exige un sacrificio para algún remoto futuro;
es parte de la vida presente, es lo normal y lo natural, es logrado
al mismo tiempo y en la medida en que los hombres viven y disfrutan
de sus propias vidas.
Considérese ahora la otra alternativa: la sociedad tribal, donde
todos los hombres ponen sus esfuerzos, sus valores, sus ambiciones
y sus anhelos en una olla común, esperando hambrientos alrededor
del borde, mientras el capataz de una banda de cocineros la menea,
con una bayoneta en una mano y un cheque en blanco sobre las vidas
de todos en la otra. El más claro ejemplo de este sistema es la
Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas.
Hace medio siglo, los capataces soviéticos ordenaron a sus súbditos
ser pacientes, aceptar privaciones y hacer sacrificios para la industrialización
del país, prometiéndoles que esto sería sólo temporal, que la industrialización
les traería la abundancia y que el progreso soviético sobrepasaría
al del occidente capitalista.
Hoy, la Rusia soviética sigue siendo incapaz de alimentar a su pueblo,
aunque los cabecillas se atropellan por copiar, tomar o robar los
adelantos técnicos del occidente. La industrialización no es una
meta estática; es un proceso dinámico con un rápido índice de obsolescencia.
Por esto, los infelices siervos de una economía tribal planificada,
que desfallecían de hambre esperando generadores eléctricos y tractores,
están ahora muriendo de hambre en espera de fuerza atómica y viajes
interplanetarios. En un «Estado del Pueblo», el progreso de la ciencia
es una amenaza para el pueblo y cada adelanto se obtiene extrayéndolo
del enjuto pellejo del pueblo.
No es ésta la historia del capitalismo.
La abundancia de Estados Unidos de América no fue creada por sacrificios
públicos al bien común, sino por el genio productivo de hombres
libres que buscaron sus propios intereses personales, labrando sus
propias fortunas privadas. No hambrearon al pueblo para pagar por
la industrialización. Dieron al pueblo mejores ocupaciones, salarios
más altos y mercancías más baratas con cada nueva máquina que inventaron,
con cada nuevo descubrimiento científico y cada nuevo adelanto técnico,
y así todo el país avanzó paso a paso en la senda del progreso,
lucrando y no padeciendo.
Pero, ¡cuidado con invertir la relación de causa a efecto! El bien
de la nación fue posible, precisamente, porque no fue impuesto sobre
nadie como deber moral; resultó meramente como efecto. La causa
fue el derecho del hombre a procurar su propio bien. Es este derecho
y no sus consecuencias lo que representa la justificación moral
del capitalismo.
Pero este derecho es incompatible con la teoría intrínseca y con
la teoría subjetiva de los valores, con la moral altruista y con
el principio tribal. Bien claro se ve cuál es el atributo humano
que se rechaza cuando se rechaza la objetividad: y a la vista de
los éxitos del capitalismo, bien claro se ve contra qué atributo
humano están coludidos la moral altruista y el principio tribal:
contra la mente del hombre, contra la inteligencia y especialmente
contra la inteligencia aplicada a los problemas de la supervivencia
humana, esto es, contra la habilidad productiva. Mientras el altruismo
trata de despojar a la inteligencia de sus logros, sosteniendo el
deber moral del apto de servir al inepto y de sacrificarse por las
necesidades de cualquiera, el principio tribal da un paso más allá:
niega la existencia de la inteligencia y su función en la producción
de la riqueza.
Es inmoral considerar la riqueza como un anónimo producto tribal
y hablar de redistribuirla. La idea de que la riqueza es resultado
de algún confuso proceso colectivo en el que todos pusieron algo
sin que pueda determinarse qué hizo cada quien (de donde pudiera
surgir la necesidad de alguna forma de equitativa distribución),
podría quizá ser adecuada en la jungla para una horda salvaje transportando
piedras por bruta fuerza física (aunque, aun allí, alguien tuvo
que haber iniciado y organizado el transporte); pero sostener esta
idea en una sociedad industrial, donde la labor individual está
pública y precisamente identificada, es tan crasa falsedad que aun
concederle el beneficio de la duda resulta indecoroso.
Cualquiera que haya sido alguna vez empleador o empleado, que haya
visto a los hombres trabajando o haya ejecutado él mismo una sola
honrada jornada de labor, sabe la importancia crucial que en todos
y cada uno de los géneros de trabajo, desde el más bajo hasta el
más alto, tienen la habilidad, la inteligencia, la mente competente
y concentrada. Y sabe que la habilidad, o la falta de habilidad
(real o simulada), constituye una diferencia de vida o muerte en
cualquier proceso productivo. La evidencia de esto es tan clara
y abrumadora -teórica y prácticamente, lógica y empíricamente, en
los acontecimientos de la historia y en los sucesos cotidianos de
la vida de cada quien que nadie puede alegar ignorancia. Errores
de tal magnitud nunca son inocentes. Cuando los grandes industriales
amasan fortunas en un mercado libre (esto es, sin el uso de la fuerza
y sin asistencia o interferencia del gobierno) crean riqueza nueva;
no se la quitan a los que la han creado. ¡Y si lo dudáis, echad
una mirada al «producto social total» y al estándar de vida de aquellos
países donde a esos hombres no se les ha permitido existir!
Obsérvese cuán raras veces y de qué manera tan inapropiada se trata
de la inteligencia humana en los escritos de los teorizantes de
la posición tribal-estatista-altruista. Obsérvese cómo los partidarios
actuales de una economía mixta evaden y evitan cuidadosamente toda
mención de la inteligencia y de la habilidad en sus análisis de
las cuestiones político-económicas, en sus alegatos, en sus exigencias
por los grupos de presión para el saqueo del «producto social total».
Con frecuencia se pregunta: ¿por qué el capitalismo ha sido destruido,
a pesar de sus incomparables beneficios? La respuesta radica en
el hecho de que la savia vital que nutre a todo sistema social es
la filosofía dominante en la cultura de ese sistema, y el capitalismo
ha carecido de una base filosófica. Fue el producto final y teóricamente
incompleto de la influencia aristotélica. Cuando una nueva ola de
misticismo inundó la filosofía del siglo XIX, el capitalismo quedó
abandonado en un vacío intelectual, rota su vena nutricia. Ni su
sentido moral, ni aun sus principios políticos, han sido cabalmente
entendidos y definidos. Sus supuestos defensores lo consideraron
compatible con los controles gubernamentales, es decir, con la interferencia
del gobierno en la economía, ignorando el sentido y las implicaciones
del concepto de «laissez faire». Y así, lo que en la práctica existió
en el siglo XIX no fue el capitalismo puro, sino varias economías
mezcladas en diversos grados. Y como los controles requieren y engendran
nuevos controles, fue el elemento estatista de las mezclas el que
las arruinó y fue el elemento capitalista libre el que cargó con
la culpa.
El capitalismo no puede sobrevivir en una cultura dominada por el
misticismo y por el altruismo, por la dicotomía alma-cuerpo y por
el principio tribal.
Ningún sistema social, ninguna institución, ninguna actividad humana
puede sobrevivir sin una base moral.