La historia oficial, la que siempre nos contaron y nos enseñaron, es
la que escribieron los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX
y su espíritu no pudo sino reproducir la ideología oligárquica, porteñista,
liberal en lo económico y autoritaria en lo político, antihispánica
y anticriolla de aquellos cuyo proyecto de país estaba resumido en el
dilema sarmientino entre “civilización”, lo europeísta-porteño, y “barbarie”,
lo criollo-provincial.
Estaban convencidos del país que querían y lo llevaron adelante sin
reparar en medios. En su loable aspiración de progreso diseñaron una
sociedad a la imagen y semejanza de las naciones poderosas de la época
y copiaron sus instituciones y sus cartas magnas sin reparar que ellas
respondían a circunstancias e idiosincrasias ajenas a las raigalmente
nuestras. Pero, esencialmente, se propusieron que la Argentina, su clase
dirigente, pensara, creara y actuara como británicos en primera instancia,
aunque incorporando influencias francesas y sobretodo norteamericanas
a medida que los Estados Unidos se fueron consolidando como potencia
dominante. Para ellos civilizar fue desnacionalizar. De allí nuestras
costumbres, nuestros gustos, nuestra arquitectura, nuestros deportes,
nuestros vicios. Nuestra historia.
Para llevar a buen puerto ese proyecto de organización nacional consideraron
imprescindible renunciar a lo criollo y a lo hispánico que constituían
la identidad medular de lo argentino. Comenzar de cero, imaginando haber
nacido del otro lado del océano. O en el hemisferio norte. Sus ideólogos,
en especial Sarmiento y Alberdi (éste antes de su conversión y de su
conflicto con el sanjuanino), bregaron por la transformación de la Argentina
en lo que no era pero que ellos consideraron que debía ser. Debieron
enfrentar una dificultad supina: sus habitantes, la plebe, según su
concepción, no servían para el proyecto “civilizador”. No olvidaban
que era contra ellos que habían combatido a lo largo de los años de
guerras civiles pues los criollos, los indios, los gauchos, los mulatos,
los orilleros habían sido leales, en su inmensa mayoría, a quienes representaron
sus intereses ante el despotismo porteño: Artigas, Dorrego, Rosas, Ramírez,
Peñaloza, Felipe Varela. Todos ellos, vale apuntar, de finales trágicos
Es conocida la terrible condena sarmientina: “No trate de economizar
sangre de gauchos, es un abono (de la tierra) que es preciso hacer útil
al país” (Carta a Bartolomé Mitre del 20/9/1861). Pero no se trató de
un exabrupto pues insistiría en 1866, en un discurso en el Senado: "Cuando
decimos “pueblo” entendemos los notables, activos, inteligentes: clase
gobernante. Somos gentes decentes.
Patricios a cuya clase pertenecemos nosotros, pues, no ha de verse en
nuestra Cámara ni gauchos, ni negros, ni pobres. Somos la gente decente,
es decir, patriota".
Eran los unitarios de siempre que ahora se habían rebautizado como “liberales”.
Juan Manuel de Rosas, película completa
Pero es el menos impulsivo Alberdi, el ideólogo e intelectual más influyente
de su época, nada menos que el redactor de nuestra Constitución Nacional,
quien hará más transparente esa tendencia a descalificar lo autóctono
en desmedro de lo extranjero, dominante hasta nuestros días. Nada menos
que en el texto de “Las Bases”, en el que nuestra Constitución sería
un apéndice, escribió: “Es utopía, sueño y paralogismo puro el pensar
que nuestra raza hispanoamericana , tal como salió formada de su tenebroso
pasado colonial, pueda realizar hoy la república representativa”. Don
Juan Bautista no tendrá empacho de referirse a una “raza”degradada a
la que habría que remplazarla por otra mejor, la anglosajona: “Ella
está identificada al vapor, al comercio, a la libertad, y nos será imposible
radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esta
raza de progreso y de civilización” . Es este concepto la clave de las
políticas inmigratorias de nuestra “clase decente’, como se llamaban
a sí mismos: sustituir la raza insubordinada y por ende descartable
por otra mejor, más maleable a partir de su necesidad de encontrar un
lugar al sol lejos de sus hogares. El problema fue que no vinieron los
rubios, altos y de ojos claros del norte de Europa sino los morochos
retacones del sur, algunos de ellos con ideas anarquistas.
Mario
O'Donnell, conocido como "Pacho" (Buenos Aires, 1941) es
un escritor, político, médico especializado en psiquiatría
y psicoanálisis e historiador.
Es el hijo de Mario Antonio O'Donnell y Susana Lucrecia
Ure. Está casado con Marina Orsi, destacada pediatra, con
quien tuvo tres hijos. Otras dos hijas son de un anterior
matrimonio. Su hermano Guillermo es un destacado cientista
político.
Con la recuperación democrática argentina, Pacho, regresado
de su exilio en España, fue designado Secretario de Cultura
de la ciudad de Buenos Aires, desde donde impulsó el acceso
popular a las manifestaciones artísticas. A nivel nacional
desempeñó el cargo de Senador, Secretario de Cultura de
la Nación, y embajador en Bolivia y Paraguay. Actualmente
se dedica a la difusión de la Historia argentina, siendo
director del Departamento de Historia de la Universidad
de Ciencias Empresariales y Sociales. Fue condecorado con
la Orden de Isabel La Católica por el Rey Juan Carlos I
de España y Francia le otorgó las Palmas Académicas.
Incursionó con éxito de ventas y crítica en la literatura
con sus libros: “Copsi”, “La seducción de la hija del portero”,
“El tigrecito de Mompracen” ,“Las hormigas de Chaplín”,
“Doña Leonor los rusos y los yanquis”. Su último libro en
este género es “Las patrias lejanas”.
Su producción historiográfica puede ser considerada dentro
del neorrevisionismo, con la propuesta de iluminar aspectos
ocultos o escamoteados de la historia oficial argentina.
Dentro de la serie “La historia argentina que no nos contaron”
publicó “El grito sagrado”, “El águila guerrera”, “El Rey
Blanco” y, recientemente, “Los héroes malditos”, todos ellos
encaramados en las listas de “best-sellers”. O’Donnell se
volcó asimismo al género biográfico con “Juana Azurduy,
la teniente coronela”, “Monteagudo, la pasión revolucionaria”
y “Juan Manuel de Rosas, el maldito de la historia oficial”.
Su última obra del género biográfico, de amplia resonancia
internacional, fue “Che, la vida por un mundo mejor”, también
base del documental "Che, el hombre, el final", de vasta
difusión mundial. Sus últimos libros publicados son "Caudillos
federales" y el ensayo "La sociedad de los miedos"
Durante años O'Donnell se dedicó a la divulgación histórica
en los medios masivos; se destacan sus programas en Canal
7 y en Radio Mitre, ambos bajo el nombre de “Historia confidencial”.
Conduce "Contar la historia" en Radio Ciudad y canal Encuentro
difunde el ciclo "Archivos O´Donnell" de entrevistas sostenidas
a lo largo de años con destacadas figuras de la cultura
nacional e internacional.
Como dramaturgo obtuvo el Primer Premio Municipal, el Premio
Argentores y el Premio “Fondo Nacional de las Artes” con
su obra “Escarabajos”. También se estrenaron “Lo frío y
lo caliente”, “¿Lobo estás?” (en el primer Teatro Abierto),
“Vincent y los cuervos”, "Van Gogh", “El sable”, “El encuentro
de Guayaquil” y "La tentación" , las tres últimas basadas
en temas de la historia argentina.
Alberdi se esmeraría por aclarar aún
más sus ideas: “Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental
de nuestras masas populares por todas las transformaciones del mejor
sistema de instrucción: en cien años no haréis de él un obrero inglés
que trabaja, consume, vive digna y confortablemente”. Se explayará también
en consejos que aún hoy tienen dramática vigencia: “Proteged empresas
particulares para la construcción de ferrocarriles. Colmadlas de ventajas,
de privilegios, de todo favor imaginable sin deteneros en medio (…)
Entregad todo a capitales extranjeros. Rodead de inmunidades y de privilegios
el tesoro extranjero para que se naturalice entre nosotros”.
Porque no se trataba de hacer un país confortable para las grandes mayorías
sino acomodarlo a las necesidades de los poderosos: “Hemos de componer
la población para el sistema de gobierno, no el sistema de gobierno
para la población (...) Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces
para la libertad” (Sarmiento).
He aquí la razón de fondo de la política educativa que planearon y llevaron
adelante el sanjuanino, Avellaneda y otros. Libertad debe traducirse
aquí como liberalismo autoritario, no el que pregonaba Adam Smith.
Un personaje extraordinario, Bartolomé Mitre, un intelectual de acción,
no fue sólo el jefe civil y militar que condujo la organización nacional
bajo este signo sino que además escribió la historia que la justificaría.
Nadie puede criticarlo por hacerlo, estaba convencido de lo que pensaba
y hacía y, a diferencia de otros, puso el cuerpo y puso la pluma. Son
criticables en cambio aquellos que consideran sus textos y los encumbramientos
y los anatemas que los habitan, inevitablemente condicionados por circunstancias
y propósitos, como revelaciones sagradas y reaccionan destempladamente
ante críticas u observaciones. Estoy seguro de que Mitre no sería tan
“mitrista” como dichos personajes… Pero es de reclamar también de parte
de no pocos revisionistas capacidad de diálogo tolerante para sostener
un esclarecedor debate todavía ausente.
Fue muy claro que la historia servía y sirve a los propósitos del porteñismo
“civilizador”. Después de Caseros cuando en Buenos Aires se debatía
la posibilidad de hacerle un juicio a Rosas el diputado
Emilio Agrelo propuso que no hubiera posibilidades de revisión: “No
podemos dejar el juicio de Rosas a la historia.
¿Qué dirán las generaciones venideras cuando sepan que el almirante
Brown lo sirvió? ¿Qué el General San Martín le legó su espada? ¿Qué
grandes y poderosas naciones se inclinaron a su voluntad?
¡No, señores diputados! ; debemos condenar a Rosas y condenarlo en términos
tales que nadie quiera mañana intentar su defensa”.
De la misma índole había sido el consejo de Salvador María del Carril
en 1829 a Lavalle: “Fragüe el acta de un consejo de guerra para disimular
el fusilamiento de Dorrego porque si es necesario envolver la impostura
con los pasaportes de la verdad, se embrolla; y si es necesario mentir
a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos y a los muertos".
Terminaba urgiéndolo a hacer desparecer la prueba de su villanía: “Cartas
como éstas se queman”. Luego de la tragedia de Navarro los unitarios
se lanzaron al exterminio del gauchaje federal.
Dicha matanza se repitió, amplificada, cuando, luego de que Urquiza
entregase a Mitre el triunfo en Pavón, los porteños organizaron el ejército
nacional que fue lanzado a las provincias para ocuparlas y desalojar
a sus gobernantes federales.
Además, bajo el mando de los crueles coroneles uruguayos, Arredondo,
Paunero, Flores y Sandes, se castigó ejemplarmente a todo aquel que
no se sometiera al proyecto porteñista, iniciándose una salvaje cacería
de los caudillos resistentes a tanta prepotencia.
Citemos nuevamente al locuaz Domingo Faustino: "Los sublevados serán
todos ahorcados, oficiales y soldados, en cualquier número que sean"
(año 1868). "Es preciso emplear el terror para triunfar. Debe darse
muerte a todos los prisioneros y a todos los enemigos”. No es aventurado
el cálculo de que en los quince años posteriores a Pavón murieron la
mitad de los gauchos de la campaña.
La propuesta fue más allá del aniquilamiento físico y apuntó a la extirpación
cultural, también psicológica, de todo aquello que oliera a plebeyo
y nacional, identificado con barbarie, y lo hispánico, homologado a
decadencia. Se estableció así una condición esencial de la dependencia
argentina de intereses ajenos a los patrióticos en complicidad con su
dirigencia política y económica.
Mecanismo automático que funciona a nivel
colectivo, en cada argentina y argentino, y se activa sin que se tenga
conciencia de ello pues está muy arraigada en nuestra cultura, más aún:
en nuestro psiquismo, que lo culto, lo civilizado, lo deseable es lo
exógeno.
Una manifestación de ello es la autodenigración, exacerbada últimamente
en publicaciones y documentales empeñados en ensalzar nuestros fracasos
e incompetencias.
Ese diseño es el que se prolonga hasta nuestros días, con las variaciones
impuestas por épocas y circunstancias, y a su calor se desarrolló la
historiografía que le era funcional, sustentada por ceremonias escolares,
marchas patrióticas, libros de texto, cátedras universitarias, academias
y el dominio de los mecanismos de prestigio y de financiación.
Juan Manuel de Rosas. Documental de la serie
Caudillos producida por Canal Encuentro, fragmentada
en 3 partes, duración total 58 minutos
Contra esa versión tendenciosa surgió
en el pasado el “revisionismo histórico” cuyo primer antecedente puede
encontrarse en el Juan B. Alberdi que había regresado del elitismo:
“En nombre de la libertad y con pretensiones de servirla, nuestros liberales
Mitre, Sarmiento o Cía, han establecido un despotismo turco en la historia,
en la política abstracta, en la leyenda, en la biografía de los argentinos.
Sobre la Revolución de Mayo, sobre la guerra de la independencia, sobre
sus batallas, sobre sus guerras, ellos tienen un alcorán que es de ley
aceptar, creer, profesar, so pena de excomunión por el crimen de barbarie
y caudillaje” (“Escritos póstumos”).
Luego sería el turno, a finales del siglo XIX, de Adolfo Saldías, integrante
de la elite que gobernaba al país desde el Club del Progreso y el Círculo
de Armas quien se propuso escribir una biografía de Juan Manuel de Rosas
sobreentendiéndose que por su pertenencia de clase sería un aporte más
a la campaña denostatoria que aún hoy oscurece la memoria del Restaurador.
Pero Saldías lo hizo con seriedad y honestidad historiográfica y para
ello acudió al archivo de “La Gazeta” y otras publicaciones de la época,
a los testimonios y a las memorias de contemporáneos del biografiado
y, decisivamente, contó con el archivo de Rosas que le facilitó en Southampton
su hija Manuelita. El resultado fue un texto de fundamentada ecuanimidad
cuyo título no refería a la “tiranía” sino a la “Historia de la Confederación
Argentina”. La reacción de sus pares fue indignada y el libro fue condenado
al silencio y su autor sufrió el desdén y el aislamiento.
A Saldías lo seguiría en 1930 Carlos Ibarguren con “Juan Manuel de Rosas,
su vida, su obra, su tiempo” que insistió en la figura nacionalista
y populista del Restaurador, jefe del bando perdedor, como el símbolo
antagónico, independientemente de sus defectos y virtudes, de la dirección
que habían tomado los asuntos de nuestra patria. Y cuatro años más tarde
los hermanos Irazusta dieron a luz una obra fundamental, “Argentina
y el imperialismo británico”, concebida en el clima de indignación provocada
por el pacto Roca-Runciman.
Desde sus inicios pueden detectarse un “revisionismo de derecha” y “un
revisionismo de izquierda”. El primero pondrá el énfasis en el Rosas
amante del orden, defensor de la soberanía nacional, aferrado al catolicismo
en contra de la difundida masonería de su época. El segundo es representado
por quienes compartían la opinión de la columna vertebral del revisionismo
progresista, José María Rosa: “El gobierno de Rosas puede llamarse socialista.
La Confederación Argentina con su sufragio universal, igualdad de clases,
fuerte nacionalismo y equitativa distribución de la riqueza era tenida
como una verdadera y sólida república “socialista” adelantada al tiempo
y nacida lejos de Europa”.
Uno de los cuestionamientos del revisionismo a la versión consagrada
es que en ella, contaminada del elitismo doctrinario de quienes la escribieron,
nuestra historia parece determinada por los “grandes hombres” ignorándose
el protagonismo de la “chusma” en las vicisitudes nacionales. Es ésa
la crítica que el provincianista Dalmacio Vélez Sarsfield le formula
a Mitre a raíz de su biografía de Belgrano imponiéndole que el verdadero
protagonista de la campaña del Ejército del Norte fue la “plebe” y no
aquel intelectual brillante que aborrecía los asuntos de la guerra.
Por ello fue inevitable que los jefes populares como Rosas, los caudillos
provinciales y altoperuanos, Dorrego, Artigas, Guemes, también el Alberdi
final, el Pellegrini industrialista o el Sáenz Peña americanista, asimismo
el populismo antiimperialista de Irigoyen y de Perón queden postergados
o jibarizados en la historia oficial a expensas de la exaltación de
aquellos funcionales al proyecto desnacionalizador, porteñista y autoritario
como Rivadavia, Sarmiento, el Alberdi inicial, el Urquiza de Caseros,
la Generación del Ochenta, Roca .
J.J. Hernández Arregui, en su “Imperialismo y cultura”, daría una nómina
de revisionistas aunque, señala con ironía, “a algunos no les guste
verse en la misma lista”: Scalabrini Ortiz, Jauretche y otros integrantes
de FORJA, Doll, Cooke, los hermanos Irazusta, Ibarguren , Palacio, Castellani,
por supuesto José María Rosa, incluyendo también a revisionistas socialistas
como Puiggros, Astesano, Ugarte, Spilimbergo, Ramos.
Según Norberto Galasso, aprovechando la ola antipopular provocada por
el golpe militar de 1955 que también sepultó al revisionismo y a sus
representantes, la historia oficial se recicló rebautizándose como “historia
social” que incorporaría criterios y tecnologías actualizadas en un
cambio cosmético sincerado por uno de sus principal ideólogos, Halperín
Donghi quien afirmó en su “Ensayos de historiografía” que dicha corriente
se proponía “ilustrar y enriquecer, pero cuidando de no ponerla en crisis
, a la línea tradicional”, es decir que se trata de una historia oficial
modernizada. También Galasso, quien acusaría a dicha corriente de ser
visceralmente antiperonista y antipopular la definió como “ una versión
más elaborada, más “científica”, menos ingenua que la vieja historia
fabricada después de Pavón, bajo la cual se resguardan los viejos íconos”.
Alertados los conservadores liberales sobre el “peligro”que entrañaba
la revisión histórica y el consiguiente encumbramiento doctrinario de
los jefes populares homologables con el peronismo, el golpe de 1955
condenará de allí en más a los revisionistas a un ostracismo que hasta
entonces no había conocido, pues, como lo señala Alejandro Cataruzza,
antes de entonces artículos de Ernesto Palacio y Julio Irazusta fueron
aceptados en “Sur” de Victoria Ocampo, Carlos Ibarguren sería Presidente
de la Academia Argentina de Letras y recibiría el Premio Nacional por
su biografía de Rosas en 1930, en tanto Irazusta fue distinguido en
1937 con el Premio Municipal de Literatura.
La situación de marginación actual de
los revisionistas quedó dramáticamente evidenciada cuando hace pocos
meses ninguna autoridad gubernamental ni representante de los cenáculos
académicos o universitarios se hicieron presentes en el velatorio de
Fermín Chávez, autor (con la colaboración de E. Manson, J.Sulé y J.C.Cantoni)
de los cuatro tomos que completaron dignamente los once de la magnífica
“Historia Argentina” de José María Rosa.
Causa criminal
y sentencia de muerte contra Juan Manuel de Rosas (1908).
Clic para descargar
Será también Halperín Donghi, desde hace
décadas instalado en Berkeley, quien se obstinará en declarar “decadentista”
al revisionismo, denunciando que se trata de “una empresa a la vez historiográfica
y política”. Así en “La historiografía argentina en la hora de la libertad”
publicado en “Sur”en noviembre de 1955, artículo que ya en el título
desnudaba su intencionalidad, Halperín Donghi señalaba que en “la tentativa
de crear una cultura y una historiografía consagradas a la mayor gloria
del régimen, el peronismo había hallado apoyos en los revisionistas”.
A pesar de nuestra crítica, es hidalgo reconocer que Halperín intenta
rebatir al revisionismo con argumentos fundamentados, a diferencia de
la grave inconsistencia de otros que pretenden impugnar al revisionismo
por supuestos flancos que no le pertenecen. Porque las postulaciones
revisionistas nada tienen que ver con los chismes “amarillistas” sobre
la vida privada de los próceres ni tampoco la historia deformada para
tener rating en los medios masivos. Tampoco las arengas demagógicas
como arrasar con los monumentos a Roca (¡hay tantos monumentos, avenidas,
plazas destinadas a exaltar injustificadamente a los benditos por la
historia oficial!), o exaltar hasta la leyenda al apocalíptico Solano
López o a los anarquistas violentos de principios del siglo XX.
Revisar la historia consagrada obliga a rescatarse de la inducción de
lo aprendido y pensar(se) desde una perspectiva propia que supere el
desprecio culterano por lo popular, lo criollo, lo hispánico y lo religioso,
elementos fundamentales de lo nacional, y que no se fundamente en la
idealización y mimetización con lo foráneo, empeño que la globalización
al servicio del astuto poder planetario ha llevado hasta el saqueo de
la intimidad psicológica . El forjista Jauretche, cuando dichos mecanismos
no eran todavía tan alienantes, se refirió a ello: “Fue una labor humilde
y difícil, porque tuvimos que destruir hasta en nosotros mismos, y en
primer término, el pensamiento en que se nos había formado como al resto
del país y desvincularnos de todo medio de publicidad, de información
y de acción pues ellos estaban en manos de los instrumentos de dominación,
empeñados en ocultar la verdad”. La tarea no es fácil, por momentos
desanimante: “Todo escritor nacional ha experimentado alguna vez la
sensación de un muro que lo asfixia y la interrogación concomitante
acerca de si la lucha empeñada tiene un sentido que la justifique” (Scalabrini
Ortiz). Porque el principal obstáculo no está afuera sino principalmente
en el interior de nosotros mismos, modelados psicológica y culturalmente
de acuerdo a los aparatos ideológicos del estado liberal-autoritario
nacido después de Pavón y exacerbado por la evolución mundial hacia
un fundamentalismo capitalista. Y la historia oficial es uno de los
principales, y más prematuros pues opera desde la preescolaridad, de
dichos mecanismos. Es por ello que el interés por el revisionismo se
galvaniza en etapas en que el dominante sistema social, económico y
político es fisurado por las crisis y pierde algo de su consistencia,
como sucedió en los 30 y al principio de este siglo.
Se cuestiona la envergadura académica del revisionismo como si alguna
academia de la historia nos hubiera abierto sus puertas.
El único que alguna vez dejaron entrar fue el fallecido Guillermo Furlong,
como diría Eduardo Rosa, “tal vez porque su sotana de jesuita no dejaba
ver su cachiporra de nacionalista”. Asimismo la supuesta debilidad investigativa
no puede aislarse de la circunstancia a todas luces evidente que son
los sostenedores de la historia oficial o social los que campean en
cátedras, becas y subsidios. Cabe aclarar que ningún prejuicio existe
contra las serias y honestas investigaciones historiográficas llevadas
a cabo por quienes no se identifican con el revisionismo; lo que cava
la diferencia entre las corrientes en disputa es la interpretación que
de ellas se hace.
También está difundida la pretendida descalificación a los cuestionadores
de la historia consagrada por “hacer política”, aproximándose peligrosamente
al lenguaje macartista del Proceso. Ello es negar, por ingenuidad o
malevolencia, la fuerte pregnancia ideologizante de la historia oficial
porque, por ejemplo, si honramos al Rivadavia del préstamo Baring, la
Famatina Mining y el Banco de Descuentos con la avenida más larga del
mundo, ¿ qué castigo pueden temer los economistas que nos endeudaron
corruptamente a lo largo de gobiernos militares y constitucionales como
lo demostró ese patriota moderno que fue Alejandro Olmos?.
Es
cierto que el peronismo y el revisionismo establecieron un vínculo vigoroso
sostenido en sus puntos comunes pero es de recordar que, al igual que
los integrantes de FORJA, los revisionistas se anticiparon al 17 de
octubre y podría irse más allá afirmando que prepararon el terreno.
Pero también es cierto que no todos los revisionistas simpatizaron con
el peronismo y no faltaron quienes se alinearon en la oposición activa.
Tampoco gozó de una especial predilección durante los gobiernos de Perón,
quizás por no abrir otros frentes con el conservadorismo liberal de
la clase dominante, como quedó demostrado cuando llegó el turno de bautizar
a las líneas férreas estatizadas eligiéndose, además de los indiscutibles
San Martín y Belgrano, a lo próceres tradicionales: Sarmiento, Mitre,
Roca.
El revisionismo, en su versión nacional y popular, cobró vigor cuando
el objetivo del regreso de Perón al poder apeló a la memoria de los
caudillos como sustento de la acción contra las sucesivas dictaduras
militares y gobiernos pseudo constitucionales. “(La estrategia peronista)
consistía en entramar su propio pasado con la historia de la nación
desde el momento fundacional, pero esta vez proponiendo una genealogía
que lo emparentaba con los perseguidos, los derrotados (los caudillos
en particular). En esta visión ellos se alzaban una y otra vez para
proseguir un combate más que secular, que era el de la nación entera,
contra las minorías del privilegio que usurpaban el gobierno aliadas
a alguna potencia extranjera”(A. Cataruzza).
El radicalismo, en cambio, salvo excepciones, no se pronunció a favor
del federalismo a pesar de que su bandera lleva el color blanco del
gran partido rioplatense que se enfrentó al porteñismo oligárquico,
y el rojo del rosismo, afiliación que costó la vida en la horca del
padre mazorquero de Leandro N. Alem.
Una institución fundamental en el desarrollo revisionista fue el Instituto
de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas” fundado en 1938
por Manuel Gálvez, Ramón Doll, los hermanos Irazusta, Ernesto Palacio
y otros. Entre sus presidentes se contaron Carlos Ibarguren, José María
Rosa, John William Cooke. En la difusión fue importante la actividad
de editoriales como “Peña y Lillo”, “Sudestada”, “Teoría”, también otras
relacionadas con la izquierda nacional como “Octubre” y “Coyoacán”.
Pacho O'Donnell y Hugo Chumbita con Eduardo Anguita.
El revisionismo privilegia el tema de
la dependencia como clave de la interpretación histórica, punto de confluencia,
según Jorge Sulé, de sus distintas corrientes. Ello también merecerá
la insólita crítica de la estrella de la historia social u oficial:
“Quejarse de la dependencia es como quejarse del régimen de lluvias.
No es necesario explicar entonces por qué no hablamos más de ella” (Halperín
Donghi en “Punto de vista”, 1993). El perseverante tema de la dependencia
en tiempos globalizados en que los límites entre países han sido arrasados
por las transnacionales y las operaciones financieras digitalizadas
requiere de los revisionistas de hoy la superación de sus condiciones
de marginalidad para encarar una urgente tarea de actualización. Deberemos
tener en cuenta, por ejemplo, modernos obstáculos para acceder a una
sólida construcción identitaria, indispensable para el reconocimiento
de un pasado propio y diferenciado, como los descriptos por Bauman al
referirse a la “vida líquida” caracterizada por la precariedad y la
incertidumbre que obliga a recomenzar siempre: “Entre las artes del
vivir moderno líquido y las habilidades para practicarlas, saber librarse
de las cosas prima sobre saber adquirirlas”. Las convicciones y los
marcos referenciales son entonces tan evanescentes como los objetos
que son comprados para ser prontamente considerados desperdicio y ello
atenta contra las afirmaciones nacionales antitéticas de la globalidad
indiferenciante. “Los miembros de la sociedad –explica Bauman– buscan
desesperadamente su ‘individualidad’, ser un individuo. Esto es, ser
diferente a todos los demás. Sin embargo, si en la sociedad “ser un
individuo” es un deber, los miembros de dicha sociedad son cualquier
cosa menos individuos, distintos o únicos”. Ser un “individuo”, entonces,
significa ser idéntico a todos los demás. Por ejemplo, aceptar la historia
tal como nos la han impuesto por interés, por ignorancia o por miedo
a ser distintos. La amenaza es la marginación, no pertenecer a la sociedad
individualizada. En el campo historiográfico, no ser tenido en cuenta
para sitiales académicos, cátedras, empleos, becas, subsidios, viajes.
Por ello es comprensible que jóvenes historiadores elijan conciente
o inconcientemente no apartarse de lo establecido para poder profesionalizar
su vocación. Aunque en los últimos tiempos he conocido quienes no se
sienten en la obligación de embanderarse con uno u otro bando y buscan
una síntesis enriquecedora. Bienvenidos sean. Quizás logren aquello
de lo que algunos, embarcados en la aspereza de la confrontación historiográfica,
no hemos sido capaces.
Últimamente, a partir de la crisis del 2001 que arrasó con tantas convenciones
vacías y que mostró la faz más tenebrosa de la globalización, hizo que
“ganara la calle” el interés de muchos de comprender su presente a partir
de una historia que nos mire desde lo que nos es propio, desde lo nacional
y lo popular, que no deforme ni retacee, y entonces asistimos a un nuevo
empuje del revisionismo, que algunos bautizan de neo-revisionismo. Ello
es paralelo con el surgimiento de movimientos de corte nacionalista,
criollista y populista, antineoliberales, en varios países latinoamericanos
como Venezuela, Bolivia, Ecuador, que proclaman un espíritu americanista
que alentó Bolívar, pero entre nosotros también San Martín, Artigas,
Dorrego, Felipe Varela, Roque Sáenz Peña y Perón entre otros.
Me cabe la satisfacción de haber sido, más allá o mas acá de mis intenciones,
el iniciador de la renovada puesta en superficie de la historiografía
alternativa con la publicación en 1997 de mi “El grito sagrado”, el
primero de la serie “La historia argentina que no nos contaron”, que
fue comprado por más de 100.000 lectores. Los exitosos primeros de Lanata
y Pigna son posteriores, de 2002 y 2004 respectivamente. A propósito:
se suele agruparme con Jorge y con Felipe, que nunca se reivindicaron
como revisionistas, no por razones historiográficas en las que disentimos
en varios niveles, sino por insólitos motivos relacionados con ¡cifras
de ventas!.
Pero el mayor mérito es de quienes callada pero vigorosamente mantuvieron
vivas a lo largo de años la letra y el alma del revisionismo, entre
ellos los nucleados en el sitio “Pensamiento Nacional” de Eduardo Rosa,
Pancho Pestanha, Luis Launay y otros. Asimismo es de destacar la persistencia
del Instituto “Rosas” y su revista. Tampoco puede obviarse a Enrique
Oliva, Eduardo Luis Duhalde y Hugo Chumbita, recientemente Daniel Balmaceda,
también a un revisionista marxista como Norberto Galasso.
Lo que unía y une a los revisionistas es lo que en “Política Nacional
y Revisionismo Histórico” expresó Arturo Jauretche: “Véase entonces
la importancia política del conocimiento de una historia auténtica;
sin ella no es posible el conocimiento del presente y el desconocimiento
del presente lleva implícita la imposibilidad de calcular el futuro,
porque el hecho cotidiano es un complejo amasado con el barro de lo
que fue y el fluido de lo que será, que no por difuso es inaccesible
e inaprensible”.
Es que no puede construirse un futuro venturoso sobre la base de un
pasado falsificado.
Perfil, 04/05/08 | Imagen:
Moneda de oro de la "República Argentina Confederada".
Don León Ortiz de Rosas quiso que un sacerdote de su regimiento bautizara
a su hijo nacido el 30 de marzo de 1793 con el nombre de Juan Manuel
José Domingo. "Será católico y militar", le aseguró con orgullo al capellán
Pantaleón de Rivadarola.
Los antepasados del recién nacido llevaban ya varias generaciones en
el Río de la Plata y no carecían de abolengo. Por el lado paterno descendía
de militares y funcionarios al servicio del Rey de España. Su padre
había nacido en Buenos Aires y fue un irrelevante capitán de infantería
que padeció el infortunio de caer prisionero de los indios siendo rescatado
luego de algunos meses de cautiverio. Esta circunstancia, o los relatos
de esta circunstancia, habrían de marcar en lo hondo a su vástago determinando
la importancia que siempre les daría a los aborígenes, contrariando
el arraigado hábito de la clase "decente" de considerarlos poco más
que animales peligrosos.
Su madre, doña Agustina López de Osornio, sería una influencia decisiva
no sólo por su holgada posición económica que le generaba "El Rincón
de López", la ubérrima estancia heredada de su padre, lo que acostumbraría
a su hijo a la vida rural desde su nacimiento. También por el fuerte
y altivo carácter, que ejercía autoritariamente sobre su esposo y sus
hijos. A don León, según su sobrino Lucio V. Mansilla, le enrostraba
ser plebeyo de origen mientras ella descendería del duque de Normandía
"y mira que si me apuras mucho he de probarte que soy pariente de María
Santísima".
Por una o por otro, a veces por los dos, estaban emparentados con las
aristocráticas familias de García Zúñiga, Anchorena, Arana, Lavallol,
Peña, Aguirre, Trápani, Beláustegui, Costa y otras. A las tertulias
de doña Agustina y don León, que se desenvolvían en un ambiente de decoración
austera y hábitos cristianos, asistían los Pueyrredón, Necochea, Las
Heras, Olavarría, Guido, Alvear, Balcarce, Saavedra, Olaguer y Feliú,
Azcuénaga, Alzaga y otros de esa estirpe.
Con muchos integrantes de esas familias, que constituían su pertenencia
natural, por coherencia con sus convicciones de enérgico populismo,
se enfrentaría años más tarde Juan Manuel, el varón mayor de diez hijos
vivos y de diez hermanos muertos, lo que lo confrontó y lo familiarizó
con la Parca desde sus años más precoces.
Fue naturalmente elegido para llevar adelante la hacienda familiar y
por ello doña Agustina ejerció sobre él mayor despotismo, azotándolo
cuando no cumplía con sus expectativas o cuando demostraba independencia
en sus decisiones. En su psiquis se juntaron entonces el amor y la crueldad,
siéndole más tarde irrefutable que amar a la patria era tratarla con
dureza.
Por haber estado predestinado a la estancia familiar su educación fue
sin esmero, a lo que tampoco ayudó su carácter díscolo y poco predispuesto
a aceptar certezas ajenas. Lucio V. Mansilla así lo resumiría: "Siendo
sus padres pudientes, y hacendados por añadidura, no podían pensar y
no pensaron en dedicarlo al clero, ni a la milicia, ni a la abogacía,
ni a la medicina, profesiones que precisamente eran el refugio de quienes
no contaban con gran patrimonio".
La estancia sería, hasta el fin de sus días, determinante en su vida
personal, económica, política y de gobernante.
Casa donde vivió en el exilio y murió Juan Manuel de
Rosas, Southampton, Inglaterra 1853. Foto Archivo General de la
Nación.
Capítulo 2 Ni el apellido
Como parte de la formación que doña Agustina reservaba a sus hijos,
a quienes deseaba fuertes ante la vida pero también sometidos a su voluntad,
acostumbraba mandarlos a servir como humildes dependientes en alguna
de las tiendas de Buenos Aires. Lo que también demuestra una tendencia
alejada de los hábitos elitistas de la clase acomodada.
Sucedió que uno de los Ortiz de Rosas, Gervasio, se resistió a la humillación
de lavar los platos en que habían comido algunos de sus parientes y
amigos. Altanero, contestó:
—Yo no he venido aquí para eso.
El dependiente principal dio cuenta al patrón y éste, llamando a Gervasio,
le dijo secamente:
—Amiguito, desde este momento yo no lo necesito a usted más, tome su
sombrero y váyase a su casa. Ya hablaré con misia Agustina....
Gervasio caminó las pocas casas que lo separaban de su hogar con el
ánimo turbado pues se sabía merecedor del castigo de su temida madre.
Recibió la orden de encerrarse en su cuarto y al rato un sirviente golpeó
la puerta llamándolo en presencia de doña Agustina, a quien acompañaba
el dueño de la tienda. La señora, con gesto severo, tomó al hijo de
la oreja y le conminó:
— Hínquese usted y pídale perdón al señor....
Cuando Gervasio, con lágrimas de dolor y de deshonra en los ojos, hubo
obedecido, prosiguió:
—¿Lo perdona usted, señor?
—Y cómo no, señora doña Agustina - respondió el tendero, desasosegado
por la situación.
— Bueno, pues, caballerito, con que tengamos la fiesta en paz... -remató
la matrona-y váyase a su tienda con el señor que hará de usted un hombre.
Pero, ahora, mi amigo, yo le pido a usted como un favor que a este niño
le haga usted hacer otras cosas...
Según el relato de Lucio V. Mansilla, al oído le dijo que le hiciera
limpiar las letrinas. "Gervasio no volvió a tener humos", concluye.
Pero lo que había funcionado con uno de sus hijos fracasó con otro de
ellos, Juan Manuel. Ante una situación casi idéntica éste se negó a
arrodillarse ante su patrón por lo que la autoritaria doña Agustina,
luego de darle un coscorrón, lo encerró desnudo en una habitación a
pan y agua hasta que depusiera su orgullo.
Pero el futuro Restaurador, apenas adolescente, logró forzar la cerradura
y escapar como Dios lo trajo al mundo, dejando una esquela en la que
doña Agustina y don León pudieron leer: "Me voy sin llevar nada de lo
que no es mío".
Jamás regresaría a su hogar, nunca reclamaría ni un centavo de la abundante
herencia familiar y además tampoco se llevaría el apellido ya que de
allí en más pasaría a llamarse Juan Manuel de Rosas, suprimiendo el
"Ortiz" y modificando la "zeta" de Rozas por una "ese".
Capitulo 3 Los heroicos migueletes
Los denostadores de Rosas le reprocharán no haber participado en las
jornadas heroicas de las Invasiones Inglesas y de la Revolución de Mayo.
En el primer caso se equivocan pues a pesar de que en 1806 sólo tenía
13 años de edad sirvió como ayudante de municiones en las fuerzas victoriosas
de Santiago de Liniers, mereciendo una felicitación por escrito que
resaltaba "su bravura, digna de la causa que defendía". En la invasión
del siguiente año se alistó, ya como soldado, en el 4° Escuadrón de
Caballería, "Migueletes", vistiendo su uniforme punzó, color que sería
relevante en su vida.
Jamás le faltó coraje, mereciendo luego de la hecatombe de Caseros el
homenaje de su vencedor, Urquiza: "Rosas es un valiente, durante la
batalla de ayer le he estado viendo al frente mandar su ejército".
Las jornadas de Mayo, en cambio, lo sorprendieron en el campo, siendo
uno de los muchos que no participaron en una asonada que nuestra historia
oficial ha pretendido transformar en un movimiento de masas cuando en
realidad se fraguó y se resolvió entre la clase "decente" de influyentes
funcionarios españoles, envalentonados jefes de milicias y ricos comerciantes
criollos que bien se cuidaron de evitar mayores convulsiones sociales.
Además don Juan Manuel desconfiaba del tufillo aristocratizante y europeísta
de los revoltosos. Por otra parte nunca fue partidario de puebladas
ni desórdenes, salvo las que él mismo organizaría y controlaría, como
lo expresase en una proclama anterior a su primer gobierno: "¡Odio eterno
a los tumultos, amor al orden, fidelidad a los juramentos, obediencia
a las autoridades constituidas! De allí su reacción epistolar ante el
fusilamiento del héroe de la Reconquista, poco solidaria con la jacobina
decisión patriota: "¡Liniers! ¡Ilustre, noble, virtuoso, a quien yo
tanto he querido y he de querer por toda la eternidad, sin olvidarle
jamás!".
Capitulo 4 El patrón de estancia
Formó una sociedad agrícola ganadera con Juan Nepomuceno Terrero y Luis
Dorrego. El primero sería con el correr de los años su consuegro ya
que su hijo esposaría a Manuelita, hija de don Juan Manuel, quien no
escondería su disgusto por lo que consideraría un abandono "cuando más
la necesitaba", es decir cuando debió emprender el camino del exilio.
Su otro socio fue hermano de Manuel Dorrego, destacado prócer argentino,
líder de los federales cuya trágica muerte cedió tal privilegio y responsabilidad
a Rosas.
La empresa sería comercialmente exitosa y don Juan Manuel se destacaría
como encargado de la explotación rural, instalando saladeros y encarando
la creciente exportación de charqui. Las ganancias eran reinvertidas
en la compra de más tierras aprovechando los bajos precios de aquellas
que lindaban con los dominios del indio.
Estos ocupaban los dos tercios de la provincia de Buenos Aires y se
resistían a la extensión de las propiedades de los "cristianos" intrusos,
siendo los pampas, los tehuelches y los ranqueles los más feroces, asolando
estancias y fortines en malones que asesinaban a los hombres y secuestraban
a las mujeres, además de robar el ganado que encontraban a su paso.
Pero la clase pudiente de Buenos Aires estaba obligada a disputarles
el terreno pues la fuente de riqueza que hasta entonces había constituido
el comercio, desde que Garay fundara el puerto para dar salida al contrabando
del Potosí, había perdido su rentabilidad. Es que la Revolución Industrial
y la connivencia de los comerciantes porteños que con la insurrección
de Mayo terminaron de sepultar el monopolio económico español abriendo
su mercado a Gran Bretaña, habían arruinado las precarias industrias
provinciales y revalorizado las exportaciones relacionadas con el campo,
dando origen a una nueva clase de ricos: los estancieros.
La enfiteusis de Rivadavia había sido una importante concesión a éstos,
pues por bajísimos alquileres que ellos mismos fijaban, y que muchas
veces ni siquiera pagaban, los tradicionales hacendados pudieron hacerse
de inmensas extensiones de campo que luego, con el tiempo, comprarían
muy convenientemente. A principios de 1828, y desde 1824, se habían
entregado 2.500.000 hectáreas a 112 personas, algunas de las cuales
habían recibido exiguas parcelas, lo que da una cabal idea del impresionante
beneficio de otras.
Tal creciente poder económico basado en una unidad de producción tan
significativa como la hilandería inglesa, la estancia, inevitablemente
debía tener su traducción política para defenderse y para expandirse.
Rosas sería ese representante.
Cuando por presión de los proveedores de carnes que se perjudicaban
por el acopio que hacían los saladeros para satisfacer sus exportaciones,
el Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón obligó al cierre de estos,
Rosas y sus socios se dedicaron a comprar tierras en gran escala. Entre
otras haciendas compraron la estancia "Los Cerrillos" que se convertiría
en la preferida de don Juan Manuel y que llegaría a tener 120 leguas
cuadradas (300.000 hectáreas) por sucesivas anexiones, sobretodo de
tierras ganadas a los indios.
También incorporó otra estancia en Cañuelas a la que bautizó con el
nombre de un militar a quien nunca había conocido pero que mucho apreciaba
a pesar de los infundios que envidiosas lenguas viperinas derramaban
sobre su honra y que había tenido que abandonar su patria por el riesgo
que su vida corría en manos de sus compatriotas: el general don José
de San Martín. La vida daría a ambos la ocasión de intercambiar una
cálida y profusa epistolaridad, además del trascendente, e incómodo
para nuestra historia oficial, gesto testamentario del Libertador.
En 1821, quien entraría rico a la función pública y perdería en ésta
todos sus bienes, condenado a casi 25 años de exilio en la pobreza y
en la soledad, formaría otra sociedad con los muy acaudalados Anchorena,
sus primos Juan José y Nicolás. Fueron ellos quienes lo recogieran cuando
el jovencísimo Rosas se fugó de su hogar y a su lado aprendió los secretos
del campo. Siempre les guardaría gratitud por ello y cuando tuvo la
edad para hacerlo se encargó de la administración de sus campos sin
cobrar por ello ni un peso. No sería éste el único beneficio que los
Anchorena obtendrían de la fuerte ligazón afectiva del futuro gobernador
de Buenos Aires.
Fue como patrón de estancia, en su obsesiva búsqueda del rendimiento
eficaz, cuando don Juan Manuel intensificó su pasión por el orden y
por la subordinación. Sus órdenes, acertadas o equivocadas, se daban
para ser cumplidas. "Los capataces de las haciendas deben ser madrugadores
y no dormilones; un capataz que no sea madrugador, no sirve por esta
razón. Es preciso observar si madrugan y si cumplen con mis encargos.
Deben levantarse en verano, otoño y primavera, un poco antes de venir
el día, para tener tiempo de despertar a su gente, hacer ensillar a
todos, y luego tomar su mate y estar listos para salir al campo al aclarar",
escribiría en sus "Instrucciones a los mayordomos de estancias".
Siempre fue leal a su clase, a la que prestó continuados y grandes servicios,
aunque tampoco descuidó la base de su apoyo popular a la que también
benefició. Un ejemplo de este sutil equilibrio se produjo durante el
gobierno títere de Viamonte, cuando en su carácter de Comandante de
las Milicias don Juan Manuel tuvo a su cargo la distribución de tierras
para "aliviar la orfandad y miseria a que han quedado reducidas numerosas
familias del campo por los efectos de la guerra". La mayoría de las
chacras fueron entregadas a federales de pobre condición en un atisbo
de reforma agraria.
Los ricos estancieros lo aceptaron, aunque sin entusiasmo, porque estos
nuevos ganaderos representaron una barrera defensiva entre sus propiedades
y los malones indios.
Era más tolerante con el delito que con la desobediencia, y si se imponían
rebencazos ejemplarizadores los daba sin compasión. Además organizó
a su peonada como una fuerza militar para enfrentar los malones y supo
hacerse respetar e incorporar a sus obligaciones a gauchos mal entretenidos,
peones holgazanes, mulatos escapados, indios rebeldes, a los que se
imponía por el temor pero también por la admiración.
De estos últimos escribiría en un documento de 1821 con recomendaciones
al gobierno sobre el problema indio: "En mis estancias "Los Cerrillos"
y "San Martín" tengo algunos indios pampas que me son fieles y son de
los mejores". Su campaña al "desierto" de años después resaltaría esta
actitud comprensiva hacia los aborígenes, con los cuales tendió a establecer
acuerdos aceptables para ambas partes, a diferencia de las expediciones
posteriores y sobre todo a años luz del genocidio que ensangrentó a
los Estados Unidos de Norteamérica y del que hemos sido "testigos" en
tantas películas del Far West hollywoodense.
Capitulo 5 Las provincias invaden Buenos Aires
Corre 1820. Los caudillos de Santa Fe y Entre Ríos, Estanislao López
y Francisco Ramírez, aliados de José Gervasio de Artigas que lucha para
contener la invasión portuguesa a la Banda Oriental, avanzan sobre Buenos
Aires.
El gobernador Rondeau ordena a los dos ejércitos regulares, el del Norte
y el de los Andes que retrocedan hasta la capital para defenderla. San
Martín desobedece para no abortar su campaña libertadora y Belgrano
sufre la sublevación de sus fuerzas que se niegan a entrometerse en
la guerra civil.
Es entonces inevitable que el 1° de febrero las débiles tropas porteñas
sean derrotadas en Cepeda. Se derrumba el Directorio y los montoneros
se dan el gusto de entrar en la ciudad. "Sarratea, cortesano y lisonjero,
no tuvo bastante energía o previsión para estorbar que los jefes montoneros
viniesen a ofender, más de lo que ya estaba, el orgullo local", escribirá
con repugnancia Vicente Fidel López. "El día 25 (de febrero de 1820)
regresó acompañado de Ramírez y de López, cuyas numerosas escoltas compuestas
de indios sucios y mal trajeados a términos de dar asco, ataron sus
caballos en los postes y cadenas de la pirámide de Mayo, mientras los
jefes se solazaban en el salón del Ayuntamiento". Los porteños y sus
bienes están a merced de los bárbaros, como llaman despectivamente a
los provincianos.
Los más alarmados son los estancieros, que ven peligrar la buena marcha
de sus negocios y que temen cualquier cambio drástico en la tambaleante
organización social. Ante el fracaso de las fuerzas regulares organizan
milicias con los peones de sus estancias. Nadie mejor que el joven Juan
Manuel para ello. Por su dote de mando, por su horror a la anarquía,
por su coraje, por su convicción de que la propiedad privada debía ser
defendida no sólo por su interés personal sino también por un principio
del que haría un dogma a lo largo de su vida, por tener ya alistada
su fuerza de choque bien armada y bien adiestrada, por la feroz lealtad
de sus seguidores.
En la comunicación del 10 de octubre de 1820 al gobernador Dorrego lo
pondrá en aviso: "Hablo a los sirvientes de la estancia en que resido
en la frontera del Monte; se presentan a seguirme, con ellos y con algunos
milicianos del escuadrón marcho en auxilio de la muy digna capital que
con urgencia veloz reclamaba este deber". Quienes vieron pasar el escuadrón
fueron testigos del gallardo y amenazante desfile de 500 hombres fieros
y bien montados, por primera vez vestidos de rojo y bautizados como
los "colorados del Monte". Ya lo había dicho Tucídides, 400 años antes
de Jesucristo: "La fortaleza de un ejército estriba en la disciplina
rigurosa y en la obediencia inflexible a su jefe".
Luego de varias escaramuzas con los montoneros que provocarían la caída
de Dorrego y la designación en su reemplazo del candidato de Rosas y
de Anchorena, Martín Rodríguez, se llega a un pacto con Estanislao López,
el 24 de noviembre, por el cual el caudillo santafesino acuerda regresar
a su provincia a cambio de la entrega de 25.000 cabezas de ganado.
El encuentro de estos dos hombres puede ser considerado el comienzo
del movimiento federal. López, siete años mayor que Rosas, inicia a
éste en los fundamentos políticos, sociales, morales y económicos que
fundamentarán la férrea oposición al liberalismo europeizante y la masonería
volteriana encarnada en el unitarismo. Su proyecto de organización aspirará
a la autonomía de las provincias, la nacionalización de los ingresos
de la aduana, con un gobierno central (Buenos Aires) que tendría a su
cargo las relaciones exteriores y los asuntos de guerra. Su precursor
fue José Gervasio de Artigas, personalidad apasionante y maltratada
por nuestra historia oficial que le reprocha la independencia de su
Banda Oriental, hoy Uruguay, como si no hubiese sido Buenos Aires quien
apoyó a los brasileros en su conflicto con el caudillo oriental y quien
hizo oídos sordos a sus reclamos de integración a las Provincias Unidas
Las reses prometidas a Santa Fe fueron puntualmente provistas por Rosas,
quien de esa manera demostró cuánto le importaba su papel de pacificador
y antídoto contra la anarquía aunque fuese a costa de un considerable
perjuicio económico. Nunca fue el dinero un motivo rector en su larga
vida.
Además así se ganó la confianza del poderoso caudillo santafesino con
quien en el futuro establecería una alianza que, con claros y oscuros,
se mantendría a lo largo de los años sin afectarse por las cambiantes
vicisitudes de las Provincias Unidas.
Y, lo que no es menos importante, dejaría sentado su respeto por los
jefes provinciales, su vocación de llegar a acuerdos con ellos, y cumplirlos,
en vez de intentar aplastarlos por la fuerza.
Capítulo 6 Un papel importante en el futuro
Se decía de él que era intolerablemente petulante y que presumía de
una cultura que, según sus adversarios, se diluía en hipérboles cursis
y admoniciones sin sustancia. Pero lo que nadie le negaba era una incomparable
capacidad de trabajo y una obstinada eficacia en el logro de sus objetivos.
Su verdadero nombre era Bernardino de la Trinidad González. Ribadabia,
con dos be largas, era el apellido deformado de su abuela paterna. La
razón de su adopción pudiera deberse a que don Bernardino lo considerase
más aristocrático.
De regreso ya del exilio sufrido luego de haber sido el "factótum" del
Primer Triunvirato y a favor del apoyo de las logias porteñas, había
asumido como gobernador. Su gestión era favorable al libre comercio
con Inglaterra y a estimular la inversión extranjera. Ello ya era irritativo
para los estancieros conservadores, pero la situación se agravaba con
la política inmigratoria que chocaba con el sentimiento nacionalista
que temía la "importación" de ideas revulsivas en boga en una Europa
permisiva.
También se sumaba la difusión de principios liberales no sólo en lo
económico sino también en la vida cotidiana, que desembocó en el fuerte
conflicto entre el gobierno y una iglesia tradicionalista que confrontó
con las ideas progresistas del obeso gobernador que estaba convencido
de que no era posible el cambio que Buenos Aires necesitaba sino se
"domaba" al poder eclesiástico.
Rosas nunca fue un católico practicante pero defendió con vigor al clero
(salvo a los levantiscos jesuitas) y a las instituciones religiosas
por considerarlas parte esencial de las tradiciones argentinas y siempre
acusó el "peligro" de las ideas "ateas y anarquizantes" que en su criterio
simbolizaban los liberales y masones como don Bernardino.
Tuvo siempre la astucia de interpretar el temor reverencial que el desafío
a lo religioso provocó y provoca en los sectores populares y por eso
una de las banderas del rosismo fue "Religión o muerte" mientras no
se perdía oportunidad de calificar a sus enemigos de "ateos" y "herejes".
Rivadavia dictó una constitución unitaria en la que quedaban relegados
los derechos de las provincias y también los de las estancias bonaerenses
que, de acuerdo al proyecto de "federalizar a Buenos Aires", quedarían
cortadas del puerto, indispensable para sus exportaciones ya dificultadas
por el prologado bloqueo español al Río de la Plata. Como si fuera poco
trascendió la decisión dividir a Buenos Aires en dos provincias, la
del Paraná y la del Salado, lo que haría inevitable gravar con impuestos
las actividades ganaderas para solventar los mayores gastos administrativos.
Pero la principal diferencia entre don Bernardino y don Juan Manuel
era ontológica. Como dirá el historiador revisionista Manuel Gálvez:
"Rivadavia y Rosas representan polos opuestos. Rivadavia se ha formado
en Europa y en los libros, en las reuniones aristocráticas y en la frecuentación
de los mejores espíritus. Rosas se ha formado en nuestro campo y en
el libro de la vida. Las reuniones que él ama son los grandes rodeos
de haciendas, y los espíritus con que trata son los gauchos y capataces.
Rivadavia es libresco y Rosas realista. Rivadavia está empapado de doctrinas
extranjeras y de modos de pensar extranjeros. Rosas está empapado de
los jugos de nuestra tierra. Rivadavia tiene sus raíces en la España
afrancesada y liberal de Floridablanca y en el París de la Restauración,
y Rosas tiene sus raíces en la recia España católica de los conquistadores
y en los campos democráticos de Buenos Aires. Los dos son grandes señores:
el uno, con un señorío ampuloso, afectado en los salones; el otro, con
el señorío de su abolengo y de su vida natural, sencilla y fuerte".
La guerra contra Brasil, que Rivadavia no atinaba a terminar sacando
provecho de los éxitos militares, producía una gran retracción económica
como así también una grave falta de brazos para trabajar el campo debido
al reclutamiento voluntario y a las levas forzosas para suministrar
soldados a los ejércitos. Ello también provocó el desguarnecimiento
de la defensa contra las incursiones indias con las consecuencias imaginables.
La renuncia se produjo el 27 de junio de 1827 y los escasos intelectuales,
comerciantes y burócratas que lo apoyaban no pudieron impedirla. Don
Juan Manuel había tenido un papel esencial en la caída, pero estuvo
de acuerdo, también los Anchorena y los estancieros afines, en que quien
reasumiría el gobierno sería el líder de los federales, Manuel Dorrego,
convencidos de que sería sensible a sus consejos.
Alguien, a la distancia, también se alegraba por la caída de uno de
sus peores enemigos: "Ya habrá sabido usted la renuncia de Rivadavia.
Su administración ha sido desastrosa y sólo ha contribuido a dividir
los ánimos. El me ha hecho una guerra de zapa, sin otro objeto que minar
mi opinión -San Martín quiere decir 'mi prestigio'—, suponiendo que
mi viaje a Europa no ha tenido otro propósito que el de establecer gobiernos
en América. Yo he despreciado tanto sus groseras imposturas como su
innoble persona".
La historiografía liberal entronizará a Bernardino como uno de nuestros
próceres máximos y ocultará que la renuncia de nuestro Libertador ante
Bolívar, en Guayaquil, se debió principalmente a la negativa de Rivadavia
a brindar algún apoyo militar o económico a su campaña libertadora.
"El Presidente Dorrego ha dado el comando de la milicia de la Provincia
de Buenos Aires a Don Juan Rosas", informaría el perspicaz lord Ponsomby,
embajador inglés en las Provincias Unidas, a su canciller Canning, "un
hombre de gran actividad y extrema popularidad entre la clase de los
gauchos, a la que puede decirse que pertenece (...) Se ha distinguido
como un poderoso caudillo en los feudos domésticos de Buenos Aires (...)
He hablado de él porque ciertamente habrá de cumplir un papel importante
en el futuro".
Don Juan Manuel agregaba ahora el poder militar al que le daba su representación
de los terratenientes sumado al que se desprendía de su ascendiente
sobre los sectores populares. Sus enemigos, despectivos hacia los gauchos,
comenzarán a llamarlo "el señor de las pampas" para denigrarlo, sin
advertir que a los oídos de don Juan Manuel tal apelativo sonaría como
un reconocimiento a agradecer.
Capítulo 7 Dos caudillos populares
Dorrego había sido expulsado fuera de su patria por un enfurecido Pueyrredón
que no soportó que el altivo oficial de caballería le reprochase sus
clandestinas negociaciones con los portugueses para aplastar a un respetable
caudillo popular, Artigas, y con los franceses para entronizar en el
Río de la Plata a un devaluado príncipe europeo con señorío en el ducado
de Luca. Pero lo que sacó de las casillas al Director Supremo fue que,
en el calor de la disputa, Dorrego le descerrajara, descalificadoramente,
cuando le fuera exigido respeto por los galones del generalato que ostentaba
su superior:
— Nunca lo he visto en un campo de batalla, señor.
Embarcado con precipitada prepotencia, sin que se lo autorizara a despedirse
de su familia, don Manuel sufrió riesgosas peripecias en la navegación
que incluyeron maltrato, naufragio, abordaje pirata, hasta que finalmente
alcanzó la costa norteamericana. Allí el valiente jefe de la vanguardia
de los ejércitos de San Martín, que bien ganada fama tenía de altanero,
se transformó en el contacto con una sociedad democrática y republicana
que progresaba inimaginablemente, y cuando pudo volver a su patria era
ya un estadista decidido a defender tales ideas.
Lo que lo asemejaba a Rosas era su populismo, su convicción de que no
era posible hacer política sin tener en cuenta a los sectores populares.
Ambos lograron un gran ascendiente entre ellos y si don Juan Manuel
se mimetizaba hasta en su vestimenta con los gauchos, Dorrego, más urbano,
hacía lo mismo con los orilleros.
En sus "Memorias" el general Tomás de Iriarte contará que, caminando
por el centro de la ciudad con el aristocrático Carlos de Alvear se
cruzaron con Dorrego, que exhibía un aspecto sucio y desaliñado.
—Caballeros, no se acerquen que puedo contagiarlos -sería el saludo
mordaz. Iriarte anotará entonces: "Excusado es decir que esto era estudiado
para captarse la multitud, los descamisados". Es la primera vez que
esta palabra irrumpe en nuestra Historia.
La sustancial diferencia entre Dorrego y Rosas era que el primero estaba
convencido de que la plebe debía participar activamente en las decisiones
a través del voto popular. De allí su exaltada arenga en la Sala de
Representantes cuando Rivadavia y los suyos sancionaron el aristocratizante
Reglamento que suspendió, por el voto mayoritario de los diputados,
el derecho a votar de los menores de edad, los analfabetos, los naturalizados
en otro país, los deudores privados y del tesoro público, los dementes,
los vagos, los procesados por delitos infamantes. Pero también a los
"criados a sueldo, peones jornaleros y soldados de línea", es decir
los sectores populares.
Dorrego levanta entonces su voz:
"He aquí la aristocracia, la más terrible, porque es la aristocracia
del dinero (...). Échese la vista sobre nuestro país pobre: véase qué
proporción hay entre domésticos, asalariados y jornaleros y las demás
clases, y se advertirá quiénes van a tomar parte en las elecciones.
Excluyéndose las clases que se expresan en el artículo es una pequeñísima
parte de país, que tal vez no exceda de la vigésima parte (...) ¿Es
posible esto en un país republicano?".
Siguió en ese tono: "¿Es posible que los asalariados sean buenos para
lo que es penoso y odioso en la sociedad, pero que no puedan tomar parte
en las elecciones?". El argumento de quienes habían apoyado la exclusión
era que los asalariados eran dependientes de su patrón. "Yo digo que
el que es capitalista no tiene independencia, como tienen asuntos y
negocios quedan más dependientes del Gobierno que nadie. A éstos es
a quienes deberían ponerse trabas (...). Si se excluye a los jornaleros,
domésticos, asalariados y empleados, ¿entonces quienes quedarían? Un
corto número de comerciantes y capitalistas".
Y señalando a la bancada unitaria: "He aquí la aristocracia del dinero
y si esto es así podría ponerse en giro la suerte del país y mercarse
(...) Sería fácil influir en las elecciones, porque no es fácil influir
en la generalidad de la masa pero sí en una corta porción de capitalistas.
Y en ese caso, hablemos claro: ¡el que formaría la elección sería el
Banco!".
La posición de don Juan Manuel era otra, la que había fraguado como
hijo en una familia autoritaria y a la cabeza de la administración de
sus estancias: el populacho debía ser representado por un patrón que
los conociera y comprendiera profundamente, "un autócrata paternalista"
como él mismo definiera, alguien a quien los gauchos y los orilleros
respetasen por su coraje, por su honestidad, por su firmeza. Un jefe
que no tolerase el desorden de las puebladas reivindicatorias porque
toda convulsión era un cuestionamiento a su autoridad.
Allí residía la originalidad de un miembro de la clase alta porteña
en su relación con la "plebe" o la "chusma":
"A mi parecer todos (los gobernantes y los políticos) cometían un grave
error: se conducían muy bien con la clase ilustrada pero despreciaban
a los hombres de las clases bajas, los de la campaña, que son la gente
de acción. Yo noté esto desde el principio y me pareció que en los lances
de la revolución los mismos partidos habían de dar lugar a que esa clase
se sobrepusiese y causase los mayores males, porque usted sabe la disposición
que hay siempre en el que no tiene contra los ricos y superiores
"Me pareció pues muy importante conseguir una influencia grande sobre
esa gente para contenerla o para dirigirla, y me propuse adquirir esa
influencia a toda costa; para esto me fue preciso trabajar con mucha
constancia, con muchos sacrificios hacerme gaucho como ellos, hablar
como ellos y hacer cuanto ellos hacían, protegerlos, hacerme su apoderado,
cuidar de sus intereses, en fin no ahorrar medios ni trabajos para adquirir
más su concepto".
Este texto fundamental, extraído de una carta a su amigo Santiago Vázquez,
echa claridad sobre lo funcional que don Juan Manuel resultaba para
los de su clase, los patrones de estancias, que veían "contenidas" y
"dirigidas" a sus de otra forma temibles peonadas constituidas en parte
importante por escapados, delincuentes y marginales, aquellos que conformaban
la cotidianeidad de Rosas, hacendado que prefería vivir en el campo
y no en la ciudad.
A su vez los peones y los demás integrantes de la clase plebeya encontrarían
en él a quien los "protegiera", su "apoderado", quien "cuidara de sus
intereses".
No tardarían en surgir los conflictos entre el nuevo gobernador y sus
apoyos. "Dorrego dio lugar a que se despertase la envidia y animosidad
en el círculo de Rosas y los Anchorena, que se indispusieron con él
porque no se dejaba dirigir por sus pérfidos consejos y empezaron a
meditar los métodos para derribarlo" (T. de Iriarte).
Es que Dorrego era un ideólogo "de ideas rancias y antisociales" como
lo calificaría Tomás de Anchorena y los dueños de las mayores extensiones
de pampa feraz no congeniaban con un alborotador de masas que deseaba
cambiar las reglas de juego sociales, como lo demostró durante su fugaz
mandato promulgando leyes que favorecían a la chusma, como el control
de precios de los alimentos básicos, la distribución de tierra a los
pobres, la investigación de actos de corrupción.
Capítulo 8 El cuatrero redimido
Amparados de un sol rabioso en la escuálida sombra de un tala, don Juan
Manuel conversa con su amigo Miró, pariente de Dorrego, en su estancia
"El Pino". De pronto el Caudillo se interrumpe: ha descubierto en el
horizonte una nube de polvo.
En silencio se pone de pie, corre, monta de un salto sobre su tordillo
y parte al galope.
Un cuatrero ha enlazado un capón y lo arrastra para robarlo. Aterrado
el ladrón reconoce a Rosas en ese jinete que se aproxima como una tromba
y larga la presa y castiga a su pingo para huir.
Ambos jinetes corren a la par durante un vertiginoso trecho hasta que
un oculto vizcacheral hace rodar a sus cabalgaduras. Será Rosas quien
se incorpore primero y reduce al gaucho.
Lo monta en ancas de su tordillo, lo conduce hasta el casco y se lo
entrega a uno de los capataces ordenándole que lo estaquee y le dé 50
latigazos.
A la hora de cenar, Rosas ordena que se ponga un plato más en la mesa,
junto al de Miró, y pide que sienten allí al gaucho, que apenas puede
moverse por la paliza.
—Siéntese, paisano. Siéntese y coma-invita.
Entre bocado y bocado le pregunta su nombre, el de su esposa, si es
moza, la cantidad de hijos. Las respuestas son breves y en voz baja.
Rosas entonces le ofrece ser el padrino de su primer hijo.
—Véngase a trabajar conmigo así no necesita andar cuatrereando. Y traiga
su familia.
—Como usted diga, señor —responderá el gaucho azorado quien hasta hacía
unos segundos no daba un patacón por su vida. —Pero aquí hay que andar
derecho, ¿no?
Con el tiempo el cuatrero será compadre de Rosas, socio, amigo, rico
y jefe federal de graduación, como contará años más tarde el silencioso
testigo de la escena, el señor Miró.
Capítulo 9 La tragedia de Navarro
A pesar de las disidencias no serían Rosas, Anchorena y los suyos quienes
lo derribaran del gobierno sino los logistas y rivadavianos quienes
no perdonaban a Dorrego su conspiración contra don Bernardino. También
Inglaterra jugaría su carta.
"Veré su caída, si tiene lugar, con placer -escribía el embajador Ponsonby
a la Corona británica el 1° de enero de 1828-; mi propósito es conseguir
medios para impugnar al coronel Dorrego si llega a la temeridad de insistir
sobre la continuación de la guerra".
El gobernador de Buenos Aires no se resignaba a que Rivadavia y su ministro
García hubieran entregado la Banda Oriental al Brasil a pesar del triunfo
de nuestras armas. Concibe un arriesgado plan en complicidad con José
Bonifacio de Andrada y otros opositores brasileños. Se sobornaría a
los mercenarios alemanes para que se sublevaran en Pernambuco.
Asimismo la guarnición irlandesa de Río de Janeiro se amotinaría y se
apoderaría del emperador, embarcándolo en una fragata que lo trasladaría
preso hasta Buenos Aires. También se había acordado una ofensiva de
los orientales al mando de Lavalleja y parecía seguro el apoyo de Bolívar
y sus tropas acantonadas en el Alto Perú.
El eficiente servicio secreto inglés en Sudamérica desbarata el intento.
"Su Excelencia no debería hacer caso a la doctrina de algunos crudos
teóricos que creen que América (Argentina) debe tener una existencia
política separada de los intereses de Europa (Inglaterra)-aleccionará
lord Ponsonby al insurrecto gobernador porteño-El comercio y los intereses
comunes de los individuos han formado lazos de unión que el poder de
ningún hombre (Dorrego) podría quebrar. Mientras ellos existan Europa
(Inglaterra) tendrá el derecho, y con certeza no le faltarán los medios
(clara amenaza), para intervenir en la política de América cuando fuere
necesario para la seguridad de los intereses europeos (británicos)".
La oportunidad se presentó cuando regresó a Buenos Aires, a las órdenes
del general Juan Lavalle, el ejército que había combatido exitosamente
en "Ituzaingó" contra los brasileros para luego encontrarse con que
el emisario de Rivadavia, Manuel García, había entregado la presa en
disputa, la Banda Oriental, en una más que sospechosa mesa de negociaciones.
La "espada sin cabeza", como lo calificaría Echeverría, se dejó convencer
por los doctores unitarios y se sublevó contra la autoridad el 1° de
diciembre de 1820. El gobernador no creyó que el ejército en el que
había combatido heroicamente contra los godos tomaría partido por la
logia y los rivadavianos. Manda llamar al rebelde y comenta a los suyos:
"Dentro de dos horas será mi mejor amigo". La respuesta no se hace esperar:
"Dígale usted al gobernador que mal puede ejercer mando sobre un jefe
de la Nación como es el general Lavalle quien como él ha derrocado a
las autoridades nacionales para colocarse en un puesto del que lo haré
descender".
Por fin convencido de la absoluta falta de apoyo por parte de las fuerzas
regulares, Dorrego abandonó el Fuerte y se dirigió hacia la campaña
donde estaba el pueblo, su gente, que no le falló como lo transmitiría
el espía inglés Parish Robertson al canciller Aberdeen: "(...) se está
produciendo una considerable reacción a favor del general Dorrego, especialmente
entre las clases bajas, y que muchos de ellos se están armando y dejando
la ciudad para reunirse con él, y aún más: que los soldados relacionados
con ellos han demostrado una gran disposición para desertar".
También Rosas le dio su apoyo ya que, a pesar de sus diferencias con
Dorrego, nada sería peor para sus intereses y sus convicciones que los
unitarios liberales recuperasen el gobierno. Nuevamente comprobaría
la conmovedora lealtad de los suyos: "Solo salí de Buenos Aires el día
de la sublevación y a los cuatro días tuve conmigo dos mil hombres,
llenos de entusiasmo" (Carta a N. de Anchorena).
Las posibilidades militares del derrocado gobernador eran buenas, pero
hubieran sido mucho mejores si aceptaba el consejo de don Juan Manuel
de retroceder hasta Santa Fe e incorporar las aguerridas, bien armadas
y mejor montadas fuerzas de Estanislao López. Pero el obstinado Dorrego
no le hizo caso, quizás por menospreciar las tácticas montoneras que
no le parecerían adecuadas para un militar de línea como él.
Fue derrotado en Navarro el 19 de diciembre por las experimentadas tropas
que habían guerreado en Brasil. El ingenuo Dorrego caerá en la celada
que le tendieron cuando las vio acercarse al paso de sus monturas y
al grito de "¡Pasados!" simulando una deserción, hasta que ya muy próximas,
arrollaron a las sorprendidas milicias federales que dejaron 200 muertos
en el campo de batalla mientras los unitarios no sufrieron ninguna baja.
Dorrego escapa milagrosamente pero es hecho prisionero al día siguiente
por una partida a cuyo frente van los oficiales Escribano y Acha, que
acababan de pasarse al enemigo.
La noticia provocaría euforia en la clase superior de Buenos Aires y
consternación en los sectores populares. En el "Pampero" de Juan Cruz
Varela se publican victoriosas y mediocres rimas:
"La gente baja ya no domina y a la cocina se volverá"
En el parte de Navarro un satisfecho Lavalle escribirá, haciendo un
involuntario homenaje a un grande de la Historia rioplatense, que es
la derrota de "los discípulos de Artigas".
La logia se entera de que el almirante Brown, gobernador provisorio
por ausencia de Lavalle, y su ministro Díaz Vélez son de la opinión
de desterrar al prisionero. Del Carril, cabeza de los letrados unitarios,
alarmado, sin atreverse a firmar, escribe a Lavalle que "las víctimas
de Navarro no deben quedar sin venganza (...) Prescindamos del corazón
en este caso". Ese mismo día envía su carta Juan Cruz Varela: "Después
de la sangre que se ha derramado en Navarro el proceso del que la ha
hecho correr está decidido". Dibujará su complica firma al final sin
obviar los tres puntos masónicos. Pero a continuación agregará, prudente:
"Cartas como ésta se rompen". Más expeditivo, el fraile masón Agüero
hará llegar un modelo del parte de fusilamiento. Lavalle mostrará esa
documentación a Rosas en su encuentro de Cañuelas.
Dorrego intenta entrevistar a su captor pero éste se niega a recibirlo
por temor a "ablandarse". Autoriza que se le facilite el papel y la
pluma que ha pedido, con lo que escribirá tiernas cartas de despedida
a su esposa e hijas, y otra para el jefe federal Estanislao López: "Que
mi muerte no sea causa de derramamiento de sangre".
También en eso se equivocará Dorrego pues el partido de sus fusiladores
descargará una calculada orgía de terror.
Capítulo 10 El terror unitario
La prensa porteña azuzaba:
"Bustos y López Sola y Quiroga oliendo a soga desde hoy están".
Después de la muerte de Dorrego, empiezan las "listas negras", detenciones,
persecuciones y el destierro de los adictos al gobierno depuesto: los
Anchorena, los García Zúñiga, Maza, Terrero, Wright, los generales Balcarce,
Martínez, etc. Otros emigran para evitar el furor de los vencedores
unitarios, decididos a terminar con la amenaza federal, convencidos
de que cortada la cabeza de la hidra lo demás será fácil y definitivo.
"Impondremos la unidad a palos", escribía el sacerdote unitario Julián
Segundo Agüero, que había sido ministro de Rivadavia. La libertad de
prensa es amordazada y al editor de un periódico, don Enrique Gilbert,
se lo condenó a diez días de prisión por haber publicado un acróstico
contra Lavalle. El oficialista "El Pampero" rebatía a la moderada "Gaceta
Mercantil": "El argumento que Ud. forma, de que si son pocos los federales
es poca generosidad perseguirlos, y si son muchos es peligroso irritarlos,
nosotros decimos que no son los muchos sino los pocos, y esos malísimos,
y con los malos no se debe capitular sino extinguir.
"Que sean pocos o muchos no es tiempo de emplear la dulzura, sino el
palo, y cuando hayamos terminado el combate tendrá lugar la generosidad.
Mientras se pelea, esta virtud suele ser peligrosa y más con gente que
no la agradece. Siendo ya vencedores les concederemos los honores de
vencidos; cuando no haya asesinos armados buscaremos a los ciudadanos
indefensos, y nos empeñaremos en convencerlos; pero ahora sangre y fuego
en el campo de batalla, energía y firmeza en los papeles públicos.
"Palo, señor Editor, palo, y de otro modo nos volveremos a ver como
nos hemos visto el año 20 y el año 28; palo, porque sólo el palo reduce
a los que hacen causa común con los salvajes; palo y de no, los principios
se quedan escritos y la República sin constitución".
Lo que se escribía en papeles era pálido reflejo de lo que se llevaba
a cabo en la práctica. Escribirá el general Iriarte, antirrosista, que
"después de la ejecución de Dorrego, Lavalle asolaba la campaña con
su arbitrario sistema, y el terror fue un medio de que con profusión
hicieron uso muchos de sus jefes subalternos. Se violaba el derecho
de propiedad, y los agraviados tenían que resignarse y sufrir en silencio
los vejámenes que les inferían, porque la más leve queja, la más sumisa
reclamación costó a algunos infelices la vida. Aquellos hombres despiadados
trataban al país como si hubiera sido conquistado, como si ellos fuesen
extranjeros; y a sus compatriotas les hacían sentir todo el peso del
régimen militar, cual si fuesen sus más implacables enemigos. Se habían
olvidado que eran sus compatriotas y, como ellos mismos, hijos de la
tierra".
Más adelante y haciendo referencia al terror que sembraron dice: "Durante
la contienda civil los jefes y oficiales de Lavalle cometieron en la
campaña las mayores violencias, las más inauditas crueldades —crueldades
de invención para gozarse en el sufrimiento de las víctimas—, la palabra
de guerra era muerte al gaucho y efectivamente como a bestias feroces
trataban a los desgraciados que caían en sus manos.
"Era el encarnizamiento frenético, fanático y descomunal de las guerras
de religión. El coronel don Juan Apóstol Martínez hizo atar a la boca
de un cañón a un desgraciado paisano: la metralla lo hizo pedazos y
sobre algunos restos que pudieron encontrarse el mismo Martínez burlonamente
esparció algunas flores. Otra vez el mismo jefe hizo que unos prisioneros
abriesen ellos mismos la fosa en que fueron enterrados"
El coronel Estomba se llega hasta la estancia "Las Víboras" de los Anchorena
y reclama información sobre el paradero de Rosas, "el cacique feroz".
Como el capataz Segura lo ignora o finge ignorarlo también será atado
a la boca de un cañón y destrozado. A continuación este héroe de la
Independencia se desquitará también con varios peones matándolos con
un hacha.
Por su parte el coronel Rauch recorre los pueblos y villorrios de la
campaña fusilando y degollando a mansalva por el sólo motivo de no ser
o no parecer partidarios de Lavalle y de los suyos. Se calcula que no
menos de mil paisanas y paisanos son asesinados.
Los fundadores del "terror" fueron entonces lo unitarios y no Rosas.
Con ello concuerda Groussac, de escasas simpatías hacia los federales,
quien al analizar estos medios de violencia, exterminio y persecución,
concuerda: "La corta dictadura de Lavalle, para no remontarnos más arriba,
suministra casos aislados de todos los abusos y delitos oficiales que
la tiranía de Rosas practicaría como régimen. El terror esporádico de
los unitarios anunció el endémico de los federales, y no es fácil apreciar
en qué proporción el primero sea responsable del segundo (... ) Delaciones,
adulaciones, destierros, fusilamientos de adversarios, conatos de despojo,
distribución de los dineros públicos entre los amigos de la causa: Lavalle
en materia de abusos y, aparte su número y tamaño, poco dejaba que innovar
a su sucesor".
En San Juan, en 1830, Francisco Bustos "estando en la cárcel cargado
de grillos, y sin el menor indicio de que hubiera intentado evadirse,
como se hizo creer, fue muerto a balazos en la misma prisión". El día
anterior el unitario general Lamadrid le había exigido la suma de 8.000
pesos para liberarlo.
En San Luis el coronel Videla, poco antes de ocupar la gobernación,
perseguía tenazmente a los federales, según se desprende de sus propios
comunicados al hacer saber que "los límites de las cuatro provincias
San Luis, Córdoba, La Rioja y San Juan han quedado purgadas de todo
germen anárquico, pues, como fruto digno de sus empeños se ha logrado
hacer caer a muchas de las cabezas que promovían nuevas insurrecciones,
poniendo en pavorosa fuga a los que no han caído en sus manos, como
ha sucedido con el infame Cuenca, que, presuroso, se ha tenido noticia
segura, corre a buscar un abrigo en los bosques de Catamarca, impidiendo
le siga ninguno de sus camaradas".
Y el general José María Paz, a quien la historia oficial reservara un
lugar de respetabilidad, otro unitario que fue a "civilizar" al interior,
aquel "que acaloraba a sus jefes para que fusilasen a los prisioneros"
y que así procedía para evitar "la brusquedad de esas órdenes encapotadas",
según afirma su compañero de armas Iriarte, no reparó en medios para
llegar a sus objetivos.
Lo confirman fuentes emanadas de sus propios partidarios: "El reconocimiento
de la supremacía del general Paz, —escribe Gurruchaga a Pedro Frías—,
va a traer grandes males a las provincias y será bueno buscar nuevos
pobladores para que las habiten".
Un oficio del Dr. Agüero, diputado de Paz ante los gobiernos de Salta,
Tucumán, Catamarca y Santiago del Estero, después de ser puesto en libertad
por las partidas de Ibarra que lo habían tomado prisionero, manifiesta
"que la conducta del coronel Deheza y sus colaboradores le habían hecho
perder la provincia de Santiago del Estero, pues, violaban, robaban
o asesinaban a toda persona que encontrasen". Una carta del citado Deheza
al gobernador de Santiago del Estero, Francisco Gama, dirá: "Sáquele
todo cuanto pueda al comercio para contar con algo, ya sabe que somos
pobres".
La masacre generalizada que la "barbarie" sufre en manos de la "civilización"
hace que en ese año 1829 el crecimiento demográfico sea negativo: las
muertes superan a los nacimientos. Allí nacerá el slogan de los "salvajes
unitarios". A pesar de ello nuestra historia oficial se empeñará en
cargarle a Rosas, en primer término, y a los caudillos federales la
exclusividad del terrorismo político de su época.
Los federales comprendieron que sus adversarios estaban decididos a
llevar la confrontación hasta sus últimas consecuencias y que, por consiguiente,
necesitaban un líder capaz de organizarlos. Nadie dudó de que esa persona,
a pesar de su juventud, era don Juan Manuel de Rosas. Tampoco los unitarios:
"Últimamente fueron liberados de la prisión dos asesinos", informaría
el cónsul inglés Woodbine Parish a su gobierno, "bajo el compromiso
de asesinar a Rosas".
Capítulo 11 El pasajero del "Countess of Chichester"
En medio del fratricida torbellino de sangre y de pasiones arriba el
6 de febrero de 1829 el buque "Countess of Chichester" en el que viajaba
San Martín con el apellido materno, Matorras, para pasar de incógnito.
Se había embarcado en Londres, con espíritu alegre, al enterarse de
la caída de su enemigo Rivadavia. Pero más lo atraía que fuese su brillante
oficial de las campañas libertadoras, Dorrego, insuperable en las cargas
de caballería y con quien tenía tanto en común, quien gobernase a Buenos
Aires
El 15 de enero al hacer escala en Río de Janeiro supo con preocupación
de la revolución unitaria y al llegar a Montevideo en los primeros días
del mes siguiente, desolado, se entera del fusilamiento del derrocado
gobernador.
José M. Paz, entonces gobernador interino por hallarse Lavalle ocupado
en la campaña de exterminio de gauchos y orilleros federales, informa
a éste de la presencia del "Rey José", como llamaban despectivamente
al Libertador sus muchos enemigos porteños, burlándose de sus supuestas
inclinaciones monárquicas: "Calcule Ud. las consecuencias de una aparición
tan repentina".
"El Pampero" del 12 de febrero, en recuadro que no se atreve a firmar
Florencio Varela, lo acusa de cobarde: "Ambigüedades: en esta clase
reputamos el arribo inesperado a estas playas del general San Martín,
sobre lo que diremos que este general ha venido a su país a los cinco
años, pero después de haber sabido que se han hecho las paces con el
emperador del Brasil".
San Martín no se decide a desembarcar porque también nuestros próceres,
a pesar de la historia oficial, tienen el humano derecho a sentir miedo.
Sabe que lo van a matar en cuanto ponga un pie en tierra pues nadie
ignora que podría ser el nuevo jefe de los federales a favor de la simpatía
y admiración que por él sienten los provincianos y el populacho urbano
y campesino, es decir aquellos a quienes los poderosos de Buenos Aires
temen.
Los de la logia también tienen cuentas pendientes por las reiteradas
desobediencias de ese antiguo "venerable" que a partir de 1814 privilegió
los intereses de la patria antes que los de la sociedad secreta.
Los rivadavianos, a su vez, no le perdonan haber sido quien, al frente
de sus flamantes granaderos, irrumpió en la Plaza de la Victoria para
derrocar a don Bernardino y a los demás integrantes del 1er. Triunvirato
en lo que puede ser considerado el primer golpe militar contra autoridades
legítimamente constituidas.
Más aún: la clase de "posibles" no olvida que culpa de su desobediencia
a regresar con su ejército para protegerlos, las montoneras entrerrianas
y santafesinas desfilaron por sus calles después de Cepeda, dando por
tierra con el proyecto de entronizar al príncipe de Luca.
Sus amigos, entre ellos Tomás Guido, lo visitan a bordo para desagraviarlo:
"No haga caso de los arañazos", le dice, "no faltan quienes defienden
a Ud.". Don José también recibe la inesperada visita de los señores
Gelly y Trolé, enviados de Lavalle, cuya situación se ha vuelto muy
comprometida por la reacción de las milicias federales al mando se Rosas
y por el avance de las vigorosos montoneros de López. Le ofrecen a San
Martín hacerse cargo del gobierno de Buenos Aires.
Otra vez nuestra historia oficial se equivoca, o miente en su estrategia
de despolitizarlo y jamás mostrarlo en su condición de hombre de ideas
y caudillo popular, cuando quiere hacernos creer que la negativa de
nuestro prócer máximo se debió a que no quiso inmiscuirse en la sangrienta
contienda entre ambos partidos.
Lo sucedido es que lo que se le ofrece es lo que jamás podría aceptar
por cuanto sus simpatías están claramente del lado federal. Sus relaciones
con los unitarios han sido siempre pésimas y a su falta de apoyo se
debió su inevitable renuncia ante el bien surtido Bolívar. Lo que Lavalle
le propone, una vez más confundido, es jugar del lado de sus enemigos,
junto a la logia, los alvearistas, los rivadavianos. Además a la cabeza
del bando que, en ese abril, ya tiene la partida perdida.
La respuesta que San Martín le da a Lavalle, en una nota que entrega
a sus emisarios, no puede ser más clara: "Los medios que me han propuesto
no me parece tendrán las consecuencias que usted se propone". A renglón
seguido le sugiere rendirse a los de López y Rosas, que son los suyos:
"Una sola víctima que pueda economizar al país le será de un consuelo
inalterable".
El 12 parte el "Countess of Chicherster". A su bordo un hombre con el
corazón partido que quizás intuye que jamás regresará a esa patria hostil
a la que tanto ama y por la que tanto hizo. Es interesante señalar que
en su correspondencia de esos días, sin conocerlo, parecería presagiar
el advenimiento de Rosas al poder: "Las gentes claman por un gobierno
riguroso, en una palabra: militar", escribe a su amigo O'Higgins. En
cuanto a las dos facciones, unitarios y federales, "para que el país
pueda existir es de absoluta necesidad que uno de los dos desaparezca".
Su inclinación no deja dudas en una de sus cartas al general Guido,
donde critica a los unitarios que han engañado al pueblo "con sus locas
teorías y lo han precipitado en los males que lo afligen y dándole el
pernicioso ejemplo de perseguir a los hombres de bien". Estos, para
el Libertador, no son la oligarquía "decente" sino los federales que
han debido refugiarse del otro lado del Plata.
Sólo recobrará la esperanza cuando, con Rosas en el gobierno, su Argentina
se alce altiva ante la prepotencia de las potencias de entonces. A los
51 años de edad le ofrecerá sus servicios "si usted me cree de alguna
utilidad".
Capítulo 12 El Puente de Márquez
Lavalle, el héroe de Riobamba, ha sido cercado en el interior de la
capital por las montoneras santafesinas y las milicias rosistas. La
situación es desesperante y decide salir a dar batalla, siendo completamente
derrotado al frente de su ejército regular en los campos de "Puente
de Márquez" el 25 de abril de 1829
El parte de Estanislao López no ocultará la ironía: "El general enemigo
que ha usado hasta el día de hoy hablando de nosotros el lenguaje de
la presunción y la arrogancia, fundado según decía en la elevación de
sus conocimientos, en su valor y en la calidad de sus soldados, ha tenido
desde hoy un motivo para ser más modesto".
Las fuerzas irregulares que comanda Rosas, integradas por peones facilitados
por sus pares estancieros a los que se sumarían indios y mulatos adeptos
con los que llevó adelante, como lo definiría Woodbine Parish, "una
guerra gaucha contra las propiedades en el campo de todos los partidarios
de la revolución (que derrocara a Dorrego)". En parte para privar de
recursos a las fuerzas de Lavalle pero también como castigo para los
adversarios, que no solo eran los que estaba en su contra sino también
los que permanecían neutrales. Esto daría vengativa justificación a
sus enemigos, un cuarto de siglo más tarde, después de Caseros, para
expropiar todas sus propiedades
Rosas comenzaba a mostrar su estilo: se estaba con él o contra él, no
había posiciones intermedias. También era ya claro cuáles serían sus
aliados, de allí en más: un importante sector de la clase acomodada
y los sectores más desfavorecidos de la sociedad. El estanciero y el
gaucho.
Lúcido, escribirá a su aliado López, en un alto de su andar: "Todas
las clases pobres de la ciudad y de la campaña están en contra de los
sublevados y mucha parte de los hombres de posibles. Sólo creo que están
con ella los quebrados y los agiotistas que forman esta aristocracia
mercantil". Ya se vislumbraba en comunicaciones como ésta el talento
de don Juan Manuel para adjetivar con eficacia a sus enemigos y para
la creación de slogans propagandísticos de fuerte efecto.
Lo que más llamó la atención fue que tuviera la capacidad de hacer pactos
con el diablo, es decir con el indio, terror de los ciudadanos y campesinos
de Buenos Aires. En la batalla de Navarro, a pesar de su disidencia
con Dorrego, Rosas le facilitó parte de sus fuerzas entre las que se
contaban varios cientos de indios pampas que pelearon con una bravura
y una disciplina reconocida por el atónito Lavalle. Quien los conducía
en esa oportunidad y lo seguiría haciendo hasta Caseros era don Molina,
capataz de "Los Cerrillos", desertor del ejercito quien vivió con los
pampas durante varios años, esposando a la hija de un cacique, hasta
que Rosas lo reclutó para lo suyo. El general Aráoz de Lamadrid opinaría
de él en sus "Memorias" que era "un hombre de gran influencia entre
la gente de campo y las tribus indias del sur, de quien se dice que
puede siempre tener a su disposición la cantidad de hombres que pueda
necesitar".
Como parte de su guerra de recursos Rosas favoreció las incursiones
indias contra ciudades y aldeas, ensañándose con las vidas y bienes
de los unitarios que les habían sido previamente marcados. Al retirarse
dando estremecedores alaridos quedaban cadáveres regados sobre el suelo,
viviendas saqueadas e incendiadas, llantos de las niñas y de los niños
mientras presenciaban cómo sus madres eran raptadas por quienes acababan
de asesinar a sus padres. Nada demasiado distinto a lo que hacían los
"civilizados" unitarios.
La resistencia de Rosas y los suyos había recibido el apoyo de las provincias,
soldándose el vínculo azaroso pero a la postre siempre sólido entre
el estanciero bonaerense y los caudillos del interior. La primera reacción
contra el movimiento militar de Lavalle la hizo Bustos, desde Córdoba,
no obstante su rivalidad política con Dorrego. El 10 de diciembre envió
una fuerte proclama a las demás provincias:
"(...) Quienes derrocaron al gobierno general son los mismos que en
1814 pidieron a Carlos IV un vástago de la Casa de Borbón para que se
pusiese de rey entre nosotros (por Rivadavia), los que en 1815 protestaron
al embajador español en el Janeiro, conde de Casa Flores, que si había
tomado intervención en los negocios de América había sido con el objeto
de asegurar mejor los derechos de S.M. Católica en esta parte de América
(por Alvear), los mismos que en 1816 nos vendieron a Juan VI, entonces
príncipe regente de Portugal (por Belgrano, Díaz Vélez, Alvarez Thomas
y otros), los mismos que en 1819 nos vendieron al príncipe de Luca (por
Pueyrredón y Valentín Gómez), en fin, los autores de todas nuestras
desgracias.
"América no lloraría tantas desgracias si cuando en octubre de 1811
(la sublevación contra Saavedra y Campana, este último un gran caudillo
popular ignorado por nuestra historia oficial) botó esa facción por
tierra al gobierno que se había formado en 1810, un castigo ejemplar
les hubiera enseñado que no se podían hollar los sagrados derechos de
los Pueblos".
Un Facundo Quiroga indignado escribe a Lavalle el 29 de diciembre: "No
pierda V.E. los instantes que le son preciosos al abrigo de la distancia,
para escudarse del grito de las provincias. El que habla no puede tolerar
el ultraje hecho a los pueblos sin hacerse indigno del título de hijo
de la Patria, si dejase la suerte de la República en manos tan destructoras.
Debe tomar la venganza que desde ahora le promete". La dirige a "Juan
Lavalle, Gobernador intruso de Buenos Aires".
El periódico unitario "El Pampero" replicará cuando el viento parecía
soplar a favor de los rebeldes: "¡Bandido en Jefe! ¡Fiera intrusa entre
los hombres! Cacique Quiroga ¿qué pides cuanto así ultrajas al gran
pueblo de Buenos Aires en el digno gobernador que ha elegido? ¿No respetas
siquiera a los valientes y veteranos héroes de Ituzaingó? Prepárate,
sí, prepárate, salteador infernal, a sufrir el castigo de tus horrendos
delitos, y si tienes coraje como te sobra audacia ven a Buenos Aires
que aquí está la horca en que debes expiarlos".
San Juan desconoce el gobierno de Lavalle el 22, el 24 lo hace Mendoza,
el 29 La Rioja. Estanislao López contestaría ridiculizando a la circular
unitaria en la que se informaba que el nuevo gobernador había sido electo
por el "voto nacional y unánime": "Sea cualquiera la propiedad con que
el Sr. secretario "nacional" llame voto unánime al de los ciudadanos
de una provincia como la de Buenos Aires en la expresión tumultuaria
y discordante de los pocos que puede contener un templo (...)".
Ya antes de la batalla decisiva el entusiasmo revolucionario de los
porteños estaba declinante. Los federales no se habían atemorizado a
pesar de torturas y fusilamientos y en las iglesias se rezaba funerales
por Dorrego que, pese a la oposición de las autoridades, fueron una
vibrante expresión de dolor popular. "Mucha gentuza a las honras de
Dorrego", se lamentará un despechado del Carril a Lavalle, "litografías
de sus cartas y retratos; luego se trovará la carta del Desgraciado
en las pulperías como la de todos los desgraciados que se cantan en
las tabernas. Esto es bueno, porque así el "Padre de los pobres" será
payado con el capitán Juan Quiroga y los demás forajidos de su calaña.
¡Que suerte vivir y morir indignamente y siempre con la canalla!"
Pronto se sabrá que Rauch, terror de indios y gauchos, al perseguir
a los pampas ha sido alcanzado y boleado en "Vizcacheras". Los indios
se arrojaron sobre el odiado militar prusiano quien, a pesar de defenderse
con coraje, acabó atravesado a lanzazos. Decapitado, su cabeza fue llevada
en triunfo a la ciudad y arrojada en una calle céntrica como un desafío.
Luego de la derrota de "Puente de Márquez" el pánico se apoderó de los
porteños "decentes". Rivadavia y Agüero se fugaron el 2 de mayo a la
Banda Oriental siendo imitados por otros muchos que pocos meses antes
estaban convencidos de haber logrado una victoria completa.
Lavalle cabalgó solo hasta el campamento de quien lo había vencido y,
agotado y destruido anímicamente, se dejó caer en el camastro de Rosas.
Prefiere negociar con él y no con López, después de todo es un aristócrata
porteño, relacionado con las "mejores" familias porteñas, uno de los
estancieros más ricos. Siempre será mejor que un montonero bárbaro y
representante de los intereses antiporteños de otra provincia como el
santafesino.
— Despiérteme cuando llegue el general.
Ambos firmaron lo que se conocería como el "Tratado de Cañuelas" por
el que Lavalle renunciaba a la gobernación y Rosas, de buen grado, aliviaba
a Buenos Aires de ser inundada por sus gauchos, indios, mulatos y orilleros,
recordando con seguridad el impacto que a él mismo le provocase el desfile
de los mal entrazados pero respetuosos montoneros luego de Cepeda. El
era porteño y sabía que, para sus planes futuros, no le convenía ganarse
la animosidad colectiva de los habitantes de la que ya era una gran
ciudad americana.
De las conversaciones entre Rosas y Lavalle, surgió el nombre del nuevo
gobernador, Juan José Viamonte, también rico estanciero y aceptable
para unitarios y federales. Don Juan Manuel consideraba que aún no había
llegado su hora, actitud que contribuía a agrandar su figura. "Su poder
es tan extraordinario como su moderación y su modestia" (Informe de
W. Parish a Aberdeen, 14 de noviembre de 1829).
Carlos de Alvear, que sostenía una posición intransigente, protesta
contra lo que considera "debilidad" de Lavalle y renuncia a su gabinete.
Este escribirá a don Juan Manuel, con quien trata de mantener relaciones
cordiales que poco durarían: "Alvear ha hecho hoy renuncia de los ministerios
de guerra y marina y la he aceptado con un contento indecible. Es un
hombre que no estará quieto bajo ningún orden de cosas y que necesita
de la embrolla y de la intriga como del alimento. Si lo sujetan a vivir
con juicio se muere en dos días. En estos últimos ha esparcido mil mentiras
y me ha calumniado a su gusto. En fin, estoy libre de él y de este modo
pasaré con menos disgusto los pocos días que esté aquí". San Martín,
que hubo de sufrir la envidiosa y dañina animosidad de Alvear a lo largo
de toda su vida, podría haber suscripto los mismos términos.
No sería la última vez en que Lavalle y Rosas se encontrarían en bandos
contrarios y fue su derrota en 1840 lo que llevaría al primero a su
suicidio en Jujuy. Tanto sus adeptos como Rosas, para no deshonrarlo,
adjudicarían su muerte a un imposible trabucazo disparado a través del
ojo de una cerradura por un mazorquero rosista, el sargento Bracho.
Lo curioso es que tanto Juan Manuel como Juan Galo eran hermanos de
leche ya que Lavalle había mamado del pecho de doña Agustina, la madre
de Rosas, como solía hacerse entre amigas de aquel Buenos Aires de pocas
familias "decentes" cuando alguna se secaba, para que sus vástagos no
bebiesen leche "impura" de india o mulata.
Capítulo 13 Chusma y hordas salvajes
San Martín, desde la rada de buenos Aires le solicita a Díaz Vélez su
pasaporte para pasar a Montevideo, lo hace en una carta en que le expresa
que no desea implicarse en la guerra fratricida por lo que "no perteneciendo
a ninguno de los dos partidos en cuestión, he resuelto para conseguir
ese objeto pasar a Montevideo".
Díaz Vélez le adjunta el pasaporte pedido y una carta de mal tono en
la que expresa: "Por lo demás aquí no hay dos partidos, si no se quiere
ennoblecer con este nombre a la chusma y las hordas salvajes".
Capítulo 14 Yo no soy federal
El gobierno cayó en sus manos como si se tratase de la inevitabilidad
de la ley de gravedad, por imperio de circunstancias que él mismo había
provocado, más por asumir su destino de representar y modelar el país
que anhelaba (ordenado aunque fuese por la fuerza, respetuoso de la
religión, en el que la plebe tuviera su lugar, desconfiado de todo lo
que viniese de afuera, poco amigo de la modernidad liberal, tradicionalista)
y menos por ansia de poder público. Rosas entonces vaciló.
El mismo día de su ascensión al mando de su primer gobierno le comenta
al agente de la Banda Oriental, Santiago Vázquez:
"Aquí me tiene usted, señor, en el puesto del que me he creído siempre
más distante; las circunstancias me han conducido; trataremos de hacer
lo mejor que se pueda; de evitar nuevos males; yo nunca creí que llegase
este caso, ni lo deseaba, porque no soy para ello; pero así lo han querido,
y han acercado una época que yo temía hace mucho tiempo, porque yo,
señor Vázquez, he tenido siempre mi sistema particular".
¿Era don Juan Manuel sincero? Amaba la vida en el campo y sólo se imaginaba
como gobernante si transformaba al país en una estancia y a sus gobernados
en peonada como la de sus haciendas, que sabía de su inflexibilidad
ante lo que él consideraba faltas: la pena por llevar el facón en días
de fiesta y así evitar las frecuentes y letales riñas entre ebrios era
permanecer varias horas en el cepo a la intemperie; por olvidar o perder
el lazo, cuyo flexible trenzado requería la costosa labor de un experto,
cincuenta latigazos en la espalda desnuda; por beber durante sus obligaciones
correspondía ser estaqueado, a veces junto a un hormiguero.
También pregonaba la decencia: "El peón o capataz que ensille un caballo
ajeno comete un delito tan grande (... ) que será penado con echarlo
en el momento de las haciendas de mi marca, y a más será castigado según
lo merezca" ("Instrucciones a los mayordomos de estancias").
Lo podía hacer sin provocar el odio de los suyos porque él mismo se
sometía a tales castigos cuando la falta era suya. Con la misma dureza
caían los latigazos sobre su espalda o se achicharraba bajo el sol inclemente.
Uno de sus capataces, Sañudo, relataría a Saldías que cierta vez había
castigado a su patrón hasta hacerle perder el conocimiento y que luego
había sido premiado por ello. Hasta el fin de sus días sostendrá que
el ejemplo era la vía de ganar la confianza del pueblo.
En cuanto a su rechazo a los cargos públicos existía el antecedente
de su renuncia a ser Diputado y miembro de la Junta de Comerciantes
y Hacendados, nombramientos con que Martín Rodríguez lo había tentado
para atraerlo de su lado.
Halperín Donghi razona: "La Legislatura que ha designado a Dorrego elige
gobernador, con facultades extraordinarias, a Juan Manuel de Rosas.
La crisis de las instituciones porteñas comienza a cerrarse: Rosas es
-en el vocablo de sus adictos, recogido por la Legislatura-el Restaurador
de las Leyes, es decir, del sistema de leyes fundamentales en cuyo marco
se había dado la experiencia del partido del Orden. Sin duda esta restauración
— como es usual —innova mucho más de lo que restaura.
"Era un autócrata por naturaleza y hasta el fin de sus días se mostró
convencido de que a los países había que gobernarlos con mano fuerte
para evitar lo que él consideraba su natural tendencia a la anarquía.
Hay quien afirma que Rosas conocía la obra del francés Bossuet, defensor
del absolutismo monárquico, cuyas ideas textuales reproduciría en sus
escritos:
"El rey puede compararse con un padre y recíprocamente un padre puede
ser comparado con el rey, y entonces determinar los deberes del monarca
por los del jefe de familia. Amar, gobernar, recompensar y castigar
es lo que deben hacer un rey y un padre. En el fondo nada hay menos
legítimo que la anarquía, que quita a los hombres la propiedad y la
seguridad, ya que entonces la fuerza es el único derecho (... ) A nadie
le es permitido perturbar la forma de gobierno establecida, y se deben
sufrir con paciencia los abusos de autoridad cuando no se los puede
impedir por las vías legítimas".
Era federal por su animosidad con los unitarios más que por aceptar
los principios exitosamente aplicados en el Norte de América. Mucho
menos acordaba con los reclamos de que su Buenos Aires debía compartir
sus privilegios, su puerto y su aduana con las provincias, lo que le
insumiría años de astutas negociaciones para conjurar y dilatar lo que
era inmanente de su declamado federalismo.
Siempre fue partidario de dar legitimidad a sus designaciones como gobernador,
y si en 1835 exigirá la convocatoria a un plebiscito en el 29 fue nominado
por convocatoria de la Legislatura disuelta por el "golpe" de Lavalle,
que así "restaurará" la ley.
Su postura inicial será de conciliación: "Ya digo a usted que yo no
soy federal, nunca he pertenecido a semejante partido, si hubiera pertenecido,
le hubiera dado dirección, porque, como usted sabe, nunca la ha tenido
(... ) En fin, todo lo que yo quiero es evitar males y restablecer las
instituciones, pero siento que me hayan traído a este puesto, porque
no soy para gobernar". (Confidencia a su amigo uruguayo Vásquez, diciembre
de 1829, el mismo día en que asumió su cargo).
A diferencia de lo que sucederá con su segundo período se esforzó por
dar una imagen de cierta moderación. Eso fue claro cuando confirmó a
los ministros designados por Lavalle: Balcarce, Guido y García, este
último, el "entregador" de la Banda Oriental, clara concesión a Inglaterra,
cuyo ministro Woodbine Parish informaría a su Corona que el gabinete
rosista estaba formado por "hombres honrados y bien dispuestos". Las
cosas serían muy distintas en los años por venir.
Don Juan Manuel era sincero en sus dudas. El psicoanálisis quizás pueda
explicar el caso de alguien que gobernó durante muchos años pero que
alcanzó el record, probablemente mundial, de renuncias a su función.
En algunas fue evidente que no se trataba más que de una formalidad.
Pero en otras, como su decisión de abandonar el poder en 1850, era clara
la voluntad de hacerlo.
Durante su primer período debió enfrentar graves problemas: una pertinaz
sequía que duró varios años y perjudicó el rendimiento de los campos,
y el acoso de las provincias unitarias coaligadas en la Liga del Norte
bajo el liderazgo del mayor estratega de nuestra guerras civiles, José
María Paz.
A Buenos Aires llegan noticias de la batalla de "La Tablada", en la
que Paz derrotó a Juan Facundo Quiroga. Se sabe entonces que, terminado
el combate y con la anuencia del jefe victorioso, el coronel Deheza
fusiló a cañonazos a veintitrés oficiales que se habían rendido y a
ciento veinte prisioneros. Los cadáveres insepultos fueron luego devorados
por los caranchos. Paz, que en agosto del año anterior se hiciera elegir
gobernador de Córdoba, ahora está empeñado en lo que se llamará "la
campaña de la sierra", consistente en limpiar de partidas federales
toda esa comarca. Los crímenes cometidos contra los prisioneros y contra
los vecinos de las aldeas y de la campañas sólo pueden compararse con
los realizados en la provincia de Buenos Aires por las tropas de Lavalle,
un año atrás. Los prisioneros son colgados de los árboles y lanceados
simultáneamente por el pecho y por la espalda. Así mueren ochocientos
hombres. A algunos les arrancan los ojos o les cortan las manos. En
San Roque le arrancan la lengua al comandante Navarro. A un vecino de
Pocho, don Rufino Romero, le hacen cavar su propia fosa, antes de ultimarlo,
hazaña que se repite con otros. Algunos departamentos de la sierra son
diezmados. Algunos de sus subalternos, famosos por su crueldad como
Vázquez Novoa, apodado "Cortaorejas", "El zurdo y el "Cortacabezas"
Campos Altamirano, lancean a los vecinos de los pueblitos en grupos
hasta de cincuenta personas. El propio Paz hace fusilar en Córdoba a
tres coroneles federales, y con motivo de una rebelión se aplica la
pena de muerte a cuatro militares.
Capítulo 15 La víctima ilustre
Uno de los primeros actos de la gobernación de Rosas fue la exhumación
de los restos del gran Manuel Dorrego, primer caudillo popular de nuestra
patria, y su traslado al cementerio de la Recoleta.
En una imponente ceremonia - Rosas siempre supo de la importancia política
de las grandes celebraciones que fomentaban la participación popular-a
la luz de las flameantes antorchas y con el suelo trepidante por los
cañonazos de la escuadra y del Fuerte, un don Juan Manuel sinceramente
conmovido recordó a su antecesor en el liderazgo federal: "
¡Dorrego! Víctima ilustre de las disensiones civiles, descansa en paz.
La patria, el honor y la religión han sido satisfechos hoy, tributando
los últimos honores al primer magistrado de la república sentenciado
a morir en el silencio de las leyes. La mancha más negra de la historia
de los argentinos ha sido ya lavada con las lágrimas de un pueblo justo,
agradecido y sensible".
Capítulo 16 La medida más filantrópica
La crueldad unitaria es reconocida por los mismos que lo practicaban.
El sargento mayor Domingo Arrieta, oficial de Paz y en "la campaña de
la sierra" refiere en sus "Memorias de un soldado" cómo paisanas y paisanos
irritadas, contra las fuerzas unitarias, los privaban de recursos, los
acosaban con tiroteos y correrías, y cuando podían mataban a algunos
de ellos. Entonces Arrieta confesará, textualmente, que ante la inutilidad
de "los buenos modos" adoptarían una "medida más filantrópica": "no
dejar vivo a ninguno de los que pillásemos". Con sincero cinismo cuenta
que "mata aquí, mata allá, mata acullá y mata en todas partes, fueron
tanto los que pillamos y matamos que, al cabo de unos dos meses, quedó
todo sosegado".
Trece años más tarde "La Gaceta" hablará de dos mil quinientas víctimas
cordobesas del "terror unitario", en tanto que Rivera Indarte rebajará
esa cifra a ochocientas.
Paz va a encontrarse de nuevo frente al general Quiroga en la batalla
de "Oncativo" el 25 de febrero de 1830. Ataca a su enemigo por sorpresa
y el "Tigre de los Llanos" vuelve a ser derrotado. Se reproducen entonces
los impiadosos fusilamientos de prisioneros. Al más importante, el general
Félix Aldao, guerrero de la independencia, fraile dominico que dejó
los hábitos para combatir por su patria y que luego se convertiría en
un feroz caudillo, lo hacen entrar en la ciudad antes de darle muerte,
en un día de pleno verano y a la hora en que es más fuerte el sol, montado
en un burro para denigrarlo, con la cabeza descubierta y los pies atados
debajo de la panza del animal, como lo contase el viajero norteamericano
J. King. En la cárcel, atestada de prisioneros, cada noche hay fusilamientos
luego de juicios sumarísimos que terminan fatalmente con la condena
a muerte.
Paz no se contenta con dominar Córdoba y toma por asalto los gobiernos
vecinos por medio de sus lugartenientes, a cada uno de los cuales le
adjudica una provincia. Gregorio Aráoz de Lamadrid va a La Rioja. Allí
encarcela y cuelga una pesada cadena del cuello de la madre de Quiroga,
anciana de más de setenta años; luego la destierra, junto a la mujer
y a los hijos del caudillo a Chile. Es más cruel con los soldados: acollara
a doscientos federales que ha capturado en los llanos riojanos y los
hace lancear en su presencia. No será lo único: para forzar contribuciones
pecuniarias a las que se resisten los habitantes de la capital provincial
fusila a cuatro y deja el banquillo para las que no paguen.
A Santiago del Estero el general Paz destina a Román Deheza, el masacrador
de "La Tablada", que fusila allí a mucha gente. Lo mismo sucede en Mendoza,
donde los unitarios pasan por las armas a cincuenta federales apresados
en Chancay.
No se trata de justificar conductas bárbaras de Rosas sino de contextuarlas
en relación a sus circunstancias, sin ignorar los crímenes de sus enemigos.
La historia oficial se horroriza por ciertos actos de don Juan Manuel
y disimula u olvida, en permanente amnesia, las tropelías de los unitarios.
Además, los crímenes de los lugartenientes de Paz, aunque "acalorados"
por el "manco", no son cargados en su cuenta personal, pero a Rosas
se le achacará todo delito cometido por alguno de sus satélites, aunque
no sea por motivos políticos y aunque el Restaurador lo castigue por
ello. "Horrendos crímenes" serán sus excesos y "triste consecuencia
de las guerras civiles" los de los unitarios.
El "ojo por ojo y diente por diente" será la siniestra costumbre del
fratricidio. Así, Quiroga, el 7 de marzo de 1830, después de combatir
tres días, se apodera de la fortificada villa de Río Cuarto, en la provincia
de Córdoba. El 28, en el Rodeo de Chacón, dirigiendo a sus hombres desde
el pértigo de su carreta, pues el reumatismo no le permite caminar ni
montar a caballo, derrota a los dos mil hombres del sangriento coronel
Videla Castillo, el procónsul de Paz en Mendoza. Facundo perdona la
vida a los oficiales prisioneros en un extraño caso de magnanimidad
en esos tiempos.
Pero pocos días después, ya en Mendoza, se entera de que su madre, su
mujer y sus hijos han sido desterrados a Chile por Lamadrid. Además
le preocupa no tener noticias de su leal amigo el general Benito Villafañe,
que está en Chile y al que ha llamado para que le reemplace. El malhumor
le hace imponer contribuciones y ordenar fusilamientos. Una tarde aciaga,
en el cuartel de la Cañada, un chasque le alcanza la noticia del asesinato
de Villafañe en manos de los unitarios. El Facundo magnánimo da paso
a la iracundia vengativa. Manda llamar a los presos recientes, que llegan
contentos imaginándose ya libres. Extiende su poncho sobre el suelo,
se sienta y hace formar fila a los veintiséis presos y los tres oficiales.
Con la voz tartajeada por la ira se refiere al asesinato de Villafañe
y les recuerda cómo los unitarios fusilaron a Dorrego y a Mesa y a sus
oficiales prisioneros después de "La Tablada" y pusieron cadenas a su
anciana madre. Había llegado la hora de pagar cuentas. Convoca a un
piquete y los presos, que ya han comprendido lo que les espera, se agitan
con desesperación. Algunos claman por misericordia, otros ruegan por
un confesor. Facundo, justiciero, sombrío, silencioso, se incorpora
con calma, recoge su poncho, se pone al frente del piquete y ordena
"¡fuego!". Unitarios y federales parecían empeñados en dar la razón
a aquel personaje de Homero, el poeta griego: "Los hombres se cansan
antes de dormir, de amar, de cantar y de bailar que de hacer la guerra".
Capítulo 17 El carancho del monte
Uno de los más conocidos colaboradores de Rosas fue el apodado "Carancho
del Monte", Vicente González, quien en la época civil de su patrón se
desempeñó como peón hasta ser reconocido como "cacique" de Monte por
su ascendiente sobre los marginales. Ya en el poder público fue uno
de los agentes de la represión rosista, teniendo a su cargo degüellos,
amedrentamientos, deportaciones y otras lindezas.
Era un inmejorable reclutador y formador de milicias, similares a las
que Aristóteles elogiase en el siglo IV antes de Cristo: "Las tropas
regulares pierden el valor cundo se encuentran ante peligros mayores
a los que esperaban (...). Son los primeros en volver la espalda. En
cambio los hombres de la milicia mueren en su puesto".
Al "Carancho del Monte" se adjudica el pionerismo en la portación de
la divisa federal y la coerción para que fuese usada por todos, "como
signo de unidad nacional", como rezaría el decreto correspondiente.
Rosas le tenía especial consideración a pesar del rechazo que su tosquedad
provocaba en su "oráculo", el refinado Tomás de Anchorena.
Este era un hábil empresario del campo, fanático conservador, un ultracatólico
que añoraba los tiempos de la Inquisición. De él el cónsul Woodbine
Parish, quien lo trató con frecuencia por motivos comerciales, informaría
a su gobierno que se trataba de un "hombre de carácter violento y muy
descuidado de la popularidad". Muy favorecido, igual que su hermano
e hijos, por los gobiernos de don Juan Manuel, cortaría toda relación
con éste cuando emprende el sufrido camino del exilio, desatendiendo
sus reclamos y cobijándose bajo la protección de Urquiza.
Capitulo 18 Me dices que eres virtuoso
El 10 de junio de 1831 escribía a sus padres desde Pavón, firmando simplemente
"Juan Manuel":
"(...) Sí, deben persuadirse que uno de mis mayores sufrimientos en
mi tan desgraciada vida es no haber merecido la confianza de mis padres
en este asunto a la edad de 38 años; que este sentimiento irá conmigo
al sepulcro; pero que por el pecado que acaso cometo en esta tirantez
de sentimientos, pido perdón a mis padres postrado humildemente en su
presencia para que Dios pueda compadecerme y absolverme.
"Sin duda me perdonarán porque conocerán su razón. Pero si mi desgracia
llega al extremo de negárseme esta justicia, les suplico que al fallar
en contra de su hijo tengan presente sus mercedes que este carácter
lo he heredado de mi adorable madre, y que cuando menos esto debe concederse
al amante hijo de sus mercedes".
Años antes, en 1819, con motivo del cumpleaños de doña Agustina, había
escrito:
"Mi amada madre: De regreso del campo donde hace mucho tiempo me tenían
mis quehaceres, he sentido la necesidad que todo hijo virtuoso tiene
que es ver a los autores de sus días. Mucho tiempo hace que no llevo
a mis labios la mano de la que me dio el ser y esto amarga mi vida.
"Espero que Su Merced, echando un velo sobre el pasado, me permitirá
que pase a pedirle la bendición. Irán conmigo mi fiel esposa y mis caros
hijos, también mis padres políticos y toda la familia, y volverán a
unirse dos casas que jamás han estado desunidas.
"Espera ansioso la contestación, éste, su amante hijo que le pide su
bendición".
La madre le contesta con digna altivez:
" Mi ingrato hijo Juan Manuel: He recibido tu carta con fecha el 28
de agosto, este día tan celebrado en mi casa por mi marido, mis hijos
y mis yernos, y sólo tú, mi hijo mayor, eres el que falta; el por qué,
tú lo sabrás, tus padres lo ignoran.
"Me dices que eres virtuoso, dígote que no lo eres. Un hijo virtuoso
no se pasa tanto tiempo sin ver a los autores de sus días, sabiendo
que su alejamiento ha hecho nacer en el corazón de su madre el luto
y el dolor.
"(...) Te digo en contestación a estas palabras que los brazos de tu
madre estarán abiertos para estrecharte en ellos, tanto a ti, como a
tu esposa, hijos y familia".
La fuerte personalidad de doña Agustina quedó patentizada en numerosas
oportunidades. Una de ellas fue cuando, habiendo derrocado Lavalle a
Dorrego y estando su hijo en el campo organizando la resistencia, llegó
la policía a su finca para apresar a Juan Manuel y para requisar mulas
y caballos para el ejército unitario. Conducía la partida un conocido
suyo de apellido Piedracueva, que había sido boticario
Doña Agustina se negó a obedecer diciendo que si bien ella no tenía
opinión ni se metía en política, sabía que las bestias se usarían para
combatir a su hijo y por lo tanto no las facilitaría. Drástica, como
en todos sus actos, ante la insistencia de la policía dio la orden de
degollar a los caballos y mulas que estaban en la caballeriza, en los
fondos de la casa.
— Mire amigo —dijo al comisario-ahora mande usted sacar eso. Y le aclaro
que no pagaré multa por tener esas inmundicias en mi casa.
Tampoco se privará de ofender al jefe de la partida:
—Sólo en días tan aciagos para mi patria podías haberte atrevido a dar
órdenes en una casa donde en otros tiempos te hubieras considerado muy
honrado de ser llamado a poner ventosas.
Capítulo 19 Los estancieros y el poder
Don Juan Manuel representaba el ascenso al poder de nuevos intereses
económicos, de un nuevo grupo social ligado a la explotación de las
feraces pampas bonaerenses, entrerrianas, santafesinas: los estancieros.
Lo eran Rosas, Ramírez, Quiroga, López, además patrones que administraban
personalmente sus haciendas a diferencia de los que lo hacían confortablemente,
por delegación, desde la ciudad. Eso les daba un estrecho contacto con
la clase popular, los gauchos, que constituían su peonada, como así
también con los indios, vendedores ambulantes, desertores, cuatreros,
etc. que habitaban los alrededores.
Don Juan Manuel era menos ducho en tertulias y saraos ciudadanos que
en matar zorrinos: "Después de muertos -escribirá para instrucción de
sus capataces y peones-se les pisa la barriga para que acaben de salir
los orines, y luego se les refriega el trasero en el suelo, y con esa
operación no heden los cueros".
Los ricos porteños estarán más atentos a seguir las modas europeas en
lecturas y vestimentas que a dar "el más delicado y puntual esmero a
los caballos" pues no habría "cosa más mala que rematar o cansar un
caballo".
Rosas adopta la vestimenta, los modales y los hábitos de sus gauchos.
"Hablar como ellos y hacer todo lo que ellos hacían", escribiría. Pero
también vigilarlos y controlarlos: "Las yeguas y las crías entran también
en la cuenta de los caballos para la composición y el galopeo. El capataz
no debe fijarse de lo que le diga el que los cuida, sino que de cuando
en cuando debe ver si cumple con todo cuanto se expresa en estas instrucciones
para lo que debe él materialmente verlo, y no estar a lo que le digan.
Debe entrarse por entre los caballos para contarlos y ver si hay alguno
mañero para parar, o que se le conozca que no se trajina. Debe cada
mes hacer que el que los cuida, en su presencia los agarre uno por uno,
y los trajine y galope hasta que no quede uno, ni las yeguas, no las
potrancas, y de este modo verá de cierto el capataz si se cumple con
lo que mando.
Los caudillos se hacían respetar por su coraje para enfrentar los muchos
peligros (malones indígenas, fieras salvajes, crueldad de las partidas
militares) y también por sus aptitudes para la doma, las cuadreras,
la taba, etc. Compartían con la chusma su escala de valores, muy distinta
a las elites liberales y extranjerizantes de las ciudades: eran nacionalistas,
respetaban la religión y las tradiciones, ensalzaban valores como el
coraje y la lealtad.
La elite clásica de la revolución de 1810 estaba formada por los comerciantes
y los burócratas, fuesen españoles o criollos. La lucha por la independencia
había creado políticos profesionales, funcionarios del Estado, milicianos
devenidos en jefes de tropas regulares, hombres que hicieron una "carrera
de la revolución". Muchos de ellos provenían de la clase acomodada desde
antes de 1810, comerciantes favorecidos por el monopolio y privilegiados
funcionarios de la Corona que supieron adaptarse a las nuevas circunstancias
y se integraron a la revolución. Saavedra, Moreno, Belgrano, Larrea
y otros fueron ejemplo de ello.
Con la apertura primero ilegal y luego relativamente legal del puerto
a los mercaderes británicos y de otros países europeos, los comerciantes
porteños prosperaron rápidamente, sobretodo los dedicados al contrabando.
Pero la declinación del intercambio con el interior, la destrucción
de la industria ganadera del litoral por el bloqueo y la guerra y, sobre
todo, la irresistible competencia de la revolución industrial inglesa,
dislocaron las frágiles reglas de juego económicas y malograron las
oportunidades de los empresarios locales.
El aumento de las importaciones provocado por los británicos en complicidad
con sus personeros criollos y el fracaso del sector exportador para
balancear la consiguiente efusión de los escasos metales preciosos,
que fue acompañada por un aumento en la demanda de dinero efectivo,
hizo dramáticamente evidente que la economía tradicional de Buenos Aires
ya no podía sostener a la elite comercial. A partir de 1820, aproximadamente,
muchos de ellos empezaron a buscar otras salidas y, sin abandonar el
comercio, invirtieron en tierras, ganado y saladeros. Ese fue el caso
del visionario Rosas, seguramente aconsejado por sus primos Anchorena.
El desplazamiento económico desde la ciudad hacia el campo fue también
dándose, aunque con más lentitud, en lo político. Los estancieros, o
quienes estaban íntimamente relacionados con el negocio de la tierra,
pasaron a ser mayoría en la Sala de Representantes y en el Cabildo.
Rosas les aportaría el apoyo popular: "(...) a mi parecer todos cometían
un error grande: se conducían muy bien con las clases ilustradas, pero
despreciaban al hombre de la clase baja", escribiría y esa lúcida comprensión
le granjearía el inmenso apoyo político que conservó hasta el último
día de su largo gobierno.
Si su identificación con la masa fue un elemento esencial de su personalidad,
otro factor de su ascenso y afirmación en el poder fueron su aplicación
a las milicias rurales que demostraron ser superiores a los ejércitos
de línea, derrotándolos en "Cepeda", en "Puente de Márquez" y en otros
enfrentamientos. Rosas y sus pares, a diferencia de los gobiernos, no
tenían problemas de conscripción ni de suministros. Para eso estaba
la estancia.
Un acérrimo enemigo de don Juan Manuel, el que tratará de convencer
al gobierno chileno de adueñarse de la Patagonia con tal de crearle
un conflicto desestabilizante, lo expresará así: "¿Quién era Rosas?
Un propietario de tierras. ¿Qué acumuló? Tierras. ¿Qué dio a su sostenedores?
Tierras. ¿Qué quitó o confiscó a sus adversarios? Tierras. (Domingo
F. Sarmiento).
Con Rosas se concretará el signo de los nuevos tiempos: se mirará menos
a las naciones del otro lado del mar en busca de ideas, de capitales
o de honores. Ahora se tendrá en cuenta al interior habitado por "bárbaros",
allí estará el nuevo poder político, social y económico. Dirá con claridad
J. M. Rosa: "Algo de eso había comenzado en el corto tiempo de Dorrego,
cuando las orillas predominaron sobre el centro, pero los compadres
no atinaron a defender la nacionalidad con el mismo ímpetu que los gauchos.
De allí la debilidad de Dorrego y la fortaleza de Rosas. Si aquel significó
el advenimiento de las masas urbanas, éste le agregó el factor decisivo
de las masas rurales".
He aquí uno de los motivos de tanto encono contra don Juan Manuel, entonces
y ahora, más allá de sus vicios y errores: esa nueva mina de oro debía
ser para los poderosos de siempre y no aceptaban compartirla, ni en
una mínima parte, con la plebe que era el peligroso sostén del popular
estanciero que no parecía convencido de actuar francamente a favor de
los de su clase y que no ocultaba su satisfacción por ser adorado por
los más descastados habitantes de esas tierras.
De un Buenos Aires que dejaba de ser una factoría portuaria para convertirse
en la metrópoli de una pampa ubérrima.
Capítulo 20 El libre comercio
El libre comercio que en su momento impulsaron los complotados de Mayo
y más tarde el triunviro Rivadavia y el Director Alvear, y que había
resultado de indudable beneficio para las arcas de Buenos Aires y de
sus mercaderes era severamente cuestionado por los caudillos provincianos
que habían visto desmantelar las incipientes industrias de sus territorios,
incapaces de competir con los productos industrializados que eran importados
desde Europa.
En julio de 1830 se reunieron en Santa Fe los delegados de Buenos Aires,
Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes para discutir los términos de lo que
habría de conocerse como el "Pacto Federal". Su objetivo inmediato era
llegar a una alianza para oponerse a la poderosa unión unitaria que
nucleaba a San Juan, La Rioja, Mendoza, San Luis, Santiago del Estero
y Córdoba, bajo el "Supremo Poder Militar" concedido el 31 de agosto
de 1830 al general José María Paz.
En la convocatoria federal se plantea el tema del proteccionismo a la
producción y a los cultivos del interior. Su principal promotor será
Pedro Ferré, gobernador de Corrientes, quien requirió a Rosas que modificara
urgentemente la política de tarifas de Buenos Aires. Ferré era un progresista
que introdujo la primera imprenta en su provincia, estableció la circulación
del papel moneda, implantó el sistema lancasteriano en la enseñanza
y creó una escuela de primeras letras en cada cabeza de partido.
Rosas contrapuso el evasivo argumento de que la política existente tenía
el apoyo de Tomás de Anchorena, "diciéndome que para él era un oráculo
pues lo consideraba infalible", según testimoniara Ferré.
Este presentó también la moción de nacionalizar los ingresos aduaneros
y permitir la libre navegación de los ríos, declarando que debía autorizarse
a otros puertos, además del de Buenos Aires, a operar directamente con
el comercio exterior, disminuyendo así las distancias y costos del transporte
hacia las provincias. Tales exigencias tradicionales del federalismo
fueron acompañadas por otras: Rosas debía permitir a las provincias
que participaran en el control del comercio exterior con el objeto de
reemplazar el liberalismo económico porteño por una política proteccionista
que promoviese la agricultura y la industria en las provincias prohibiendo
la importación de productos que se obtenían en el país.
No fue una coincidencia que Corrientes asumiera el liderazgo para formular
una política proteccionista porque la expansión de su tabaco, algodón
y otros productos subtropicales dependía de la protección contra la
competencia paraguaya y, más aún, la brasileña. Y se abogaba alegando
la creación de trabajo, la calidad de los productos locales, los precios
competitivos y la pérdida de efectivo metálico a través de las importaciones
extranjeras.
"Sin duda un corto número de hombres de fortuna padecerán, porque se
privarán de tomar en su mesa vinos y licores exquisitos (...) Las clases
menos acomodadas no hallarán mucha diferencia entre los vinos y licores
que actualmente beben sino en el precio y disminuirán el consumo, lo
que no creo sea muy perjudicial.
"No se pondrán nuestros paisanos ponchos ingleses, no llevarán bolas
ni lazos hechos en Inglaterra, no vestiremos ropas hechas en extranjería
pero en cambio empezará a ser menos desgraciada la condición de pueblos
enteros de argentinos y no nos perseguirá la idea de la espantosa miseria
a que hoy son condenados". En la Argentina, todavía sin conciencia de
Nación, se comenzaban a discutir temas esenciales que aún hoy tienen
acuciante actualidad.
José María Roxas y Patrón, el delegado porteño, replicó en un extenso
memorándum afirmando la política de Buenos Aires. Los impuestos de protección,
decía, golpeaban al consumidor y no ayudaban realmente a las industrias
locales si éstas no eran competitivas y capaces de abastecer las demandas
de la nación. La economía pastoral, base de la economía nacional, dependía
de tierras baratas, bajos costos de producción y demanda de cueros por
parte de los mercados extranjeros. La protección elevaría los precios,
aumentaría los costos y dañaría el comercio de exportación. Los que
podían beneficiarse con la protección, aparte de la economía ganadera,
eran una pequeña minoría. La masa de la población dependía del comercio
exterior y, concluía, "nada podrá convencerme de que es correcto prohibir
ciertos productos extranjeros con el propósito de promover otros que,
o no existen todavía en este país o son escasos o inferiores en calidad".
Ferré rechazó tales argumentos. En su réplica al representante rosista
censuraría la libre competencia porque las industrias nativas no podían
competir contra los menores costos de producción de los países extranjeros.
Y así se perdían las inversiones, aumentaba el desempleo y los gastos
de importaciones llevaban a la ruina. Las provincias del interior necesitaban
la protección para salvar sus economías y Ferré aclararía que él sólo
buscaba la protección para aquellas mercaderías que el país ya estaba
realmente produciendo, no para aquellas que podría producir.
El derecho porteño a la centralización aduanera sería hábilmente defendido
porque "es un hecho que Buenos Aires paga la deuda nacional contraída
por la guerra de la independencia y por la que últimamente se ha tenido
con el Brasil".
Buenos Aires no cedió, y el "Pacto Federal" del 4 de enero de 1831 fue
concertado sin Corrientes, aunque posteriormente lo firmaría. En su
cláusula 2§ se obligaban "a resistir cualquier invasión extranjera"
en momentos en que se temía una expedición española. También las de
Brasil, Bolivia y la República Oriental en ayuda de Paz... La 3§ se
refería a las amenazas internas a "la integridad e independencia de
sus territorios".
Curiosamente este postulado difusamente autonomista sería utilizado
veinte años más tarde por Urquiza, entonces gobernador de una de las
provincias firmantes del "Pacto", Entre Ríos, para justificar legalmente
su alianza con Brasil para derrocar a Rosas.
Años después don Juan Manuel cederá ante el reclamo proteccionista.
De otra manera le hubiese resultado muy difícil mantener su condición
de federal. Atrás quedarían los argumentos de Pedro de Angelis, uno
de los más ilustrados voceros del régimen de Rosas, quien decía que
"antes de ser manufactureros es preciso ser labradores". Atacaba con
dureza la idea de dar protección a la industria cuyana del vino y a
la porteña del calzado porque alzaría los precios para la masa de los
consumidores y distraería hacia la industria una mano de obra que sería
mejor empleada en el sector agrario. "Una abundante cosecha de trigo
sería incomparablemente más útil a la población que todo el producto
de las industrias que, a costa de inmensos sacrificios, se procura fomentar
entre nosotros", argumentaba. Se trataba, ya entonces, del concepto
de la división internacional del trabajo que tanta vigencia cobraría
hacia fines de siglo.
En la "Ley de Aduanas" del 18 de diciembre de 1835, Rosas introdujo
una tabla arancelaria significativamente elevada. Partiendo de un impuesto
básico de importación del 17% las cifras aumentaban para dar mayor protección
a los productos más vulnerables hasta alcanzar la absoluta prohibición.
Las importaciones vitales, como el acero, el latón, el carbón y las
herramientas agrícolas pagaban un impuesto del 5%. El azúcar, las bebidas
y productos alimenticios pagaban el 24%. El calzado, ropas, muebles,
vinos, coñac, licores, tabaco, aceite y algunos artículos de cuero pagaban
el 35%. La cerveza, la harina y las papas el 50%. Los sombreros estaban
gravados en 13 pesos cada uno. Se prohibió la importación de un gran
número de artículos, incluidos los textiles y productos de cuero; también
de trigo cuando el precio local cayó por debajo de los 50 pesos por
fanega.
Se esperaba una reacción negativa del campeón internacional del libre
comercio. Sin embargo el representante británico, Mr. Spouthern, convencido
por don Juan Manuel que ejercía una poderosa influencia sobre él, pensó
que la "Ley de Aduanas" iba a estimular la capacidad de consumo en la
población a través del crecimiento de la industria local y de la agricultura,
favoreciendo la colocación de productos de su país.
Rosas, hasta ese momento primordialmente hombre de Buenos Aires, comenzaba
a actuar como autoridad nacional a favor de las clases populares urbanas
y provinciales y contra los intereses extranjeros.
Capitulo 21 La gran seca
Durante su primera gobernación Rosas no sólo debió enfrentar problemas
derivados de la anarquía y de la confrontación fratricida sino también
una terrible y devastadora sequía que por su intensidad y extraordinaria
duración fue denominada "La Gran Seca".
El naturalista A. Bravard informará en el "Registro Estadístico del
Estado de Buenos Aires" del año 1857:"
(...)Todo el país fue convertido en un inmenso desierto. Los animales
salvajes reunidos a los bueyes y a los caballos erraban en vano sobre
esta superficie quemada para procurarse un poco de agua, un poco de
alimento; se dejaban caer el suelo, extenuados de sed, de h a m b r
e y debilidad, para no levantarse más. La tierra, desunida y hecha polvo
por la sequedad y el pisoteo continuo de los ganados, levantada por
las ráfagas del pampero, no tardaba en cubrir indistintamente ya cadáveres,
ya animales que respiraban aún.
"(...)Nosotros mismos hemos encontrado con frecuencia, en nuestras incursiones,
esqueletos de bueyes y de caballos enterrados por cientos, ya en el
interior de las tierras, ya a las orillas de los ríos y lagunas, bajo
una capa de tierra que llega algunas veces al e s p e s o r de dos metros.
Se asegura que durante ese largo período pereció más de un millón de
cabezas de ganado y que los límites de las propiedades desaparecieron
bajo espesas capas de polvo.
"La existencia del hombre estuvo más de una vez comprometida, hasta
en las habitaciones, hasta en los pueblos, por una singular modificación
del fenómeno del transporte del polvo, que, suspendido en el espacio,
encontraba en él, a veces, nubes cargadas de vapor de agua con que se
mezclaba.
"No era entonces bajo la forma polvorienta que volvía a descender sino
en la de una verdadera lluvia de lodo, cuya acumulación sobre los techos
amenazaba destruirlos (...)".
Capítulo 22 No a la constitución
Para Rosas es esencial contar con la complicidad de Estanislao López
para rechazar los reclamos constitucionalistas, actitud que sostendrá
hasta el fin de su gobierno. En marzo de 1831 le escribe contrarrestando
argumentos de Ferré con metáforas campestres:
"El señor Ferré quiere cosechar buen trigo en un terreno lleno de malezas
de toda clase. Malezas que él mismo y todos los buenos hijos de la tierra
hemos dejado tomar tanto cuerpo en nueve años, que para destruirlos
lo que se necesita es una fuerte liga de labradores respetables... ¡Desengáñese
el señor Ferré! Para recoger buen trigo es necesario, aun cuando la
tierra no tiene malezas, prepararla bien y luego sembrarla, conociendo
bien la estación y el temperamento
"(... ) Pero el señor Ferré quiere, antes de preparar esa unión de labradores
y de contar con peones, arados, tesoro y bueyes y demás elementos, sin
destruir las malezas exteriores e interiores del terreno, sin ararlo
y preparar la tierra, sin espiar la oportunidad, etc., etc., sembrar
en la peor estación, y ya recoger el más hermoso fruto, con una particularidad,
que lo quiere recoger en los momentos mismos que empiece a sembrar.
"¡Pobres los labradores que tal desatino cometieron! ¡Ellos y sus familias
perecerían si no tuvieran otro género de industria! Esto es triste,
pero es más triste todavía ver que uno de esos labradores (Pedro Ferré)
que deben unirse al objeto indicado, cuando confiese que en la tierra
hay multitud de malezas, no convenga en que deben primero destruirse
en silencio y con habilidad, y preparar la tierra para después sembrar
en buena estación y aparente oportunidad.
"(...) de todo ello resulta la doble propagación de la maleza de una
manera que mañana resultaría perdida la tierra para siempre... a no
ser que se hiciera entrega de ella a los extranjeros, quienes claro
está que la mirarían con agrado, y que nuestros hijos tendrían que ser
esclavos, no ya para destruir las malezas, sino para cultivar las tierras
ya dueñas de otros, a pesar de haberlas adquirido nosotros por haber
nacido en ellas, y por el derecho de haberlas comprado con nuestra sangre".
¿Se negaba don Juan Manuel a dar una constitución a su patria por negarse
a perder lo absoluto de su poder? ¿O era sincero en su prevención de
que la Argentina volvería a sumirse en la anarquía, como efectivamente
sucedió durante muchos años después de Caseros, hasta el triunfo de
Mitre sobre Urquiza en Pavón?
Capitulo 23 Una equivocación decisiva
De las "Memorias" de José M.Paz:
"(...) Estaba casi solo (es decir, sin mis ayudantes) a la cabeza de
la infantería que mandaba el coronel Larraya y al separarme, adelantándome,
me siguió solamente un ayudante, que lo era de estado mayor, un ordenanza
y un viejo paisano que guiaba el camino. A poco trecho me propuso el
baqueano si quería acortar el camino siguiendo una senda que se separaba
a la derecha; acepté, y nos dirigimos por ella; este pequeño incidente
fue el que decidió de mi destino.
"El camino principal que yo había dejado por insinuación del guía iba
a tocar el flanco derecho de mi guerrilla, y la senda por donde iba
tocaba, sin pensarlo yo, con el izquierdo del enemigo.
"Debe también advertirse que el ejército tenía divisa punzó, y no sé
hasta ahora por qué singularidad aquella partida enemiga, que sería
de ochenta hombres y pertenecía a la división de Reinafé, había mudado
en blanca, la misma que arbitrariamente se ponían las partidas de guerrilla
mías, que eran en gran parte de paisanos armados.
"Mientras tanto seguía yo la senda, y viendo la tardanza del ordenanza
y del oficial que había mandado buscar e impaciente, por otra parte,
de que se aproximaba la noche y se me escapaba un golpe seguro a los
enemigos, mandé al oficial que iba conmigo, que era el teniente Arana,
y yo continué tras él mi camino; ya estábamos a la salida del bosque,
ya los tiros estaban sobre mí, ya por bajo la copa de lo últimos arbolillos
distinguía a muy corta distancia los caballos, sin percibir aún los
jinetes; ya, en fin, los descubrí del todo, sin imaginar siquiera que
fuesen enemigos, y dirigiéndome siempre a ellos.
"En este estado vi al teniente Arana, que lo rodeaban muchos hombres,
a quienes decía a voces: "Allí está el general Paz, aquél es el general
Paz", señalándome con la mano; lo que robustecía la persuasión en que
estaba, que aquella tropa era mía. Sin embargo vi en aquellos momentos
una acción que me hizo sospechar lo contrario, y fue que vi levantados,
sobre la cabeza de Arana, uno o dos sables en acto de amenaza. Mis ideas
confusas se agolparon a mi imaginación; ya se me ocurrió que podían
haber desconocido los nuestros, ya que podía ser un juego o chanza,
común entre militares; pero vino, en fin, a dar vigor a mis primeras
sospechas las persuasiones del paisano que me servía de guía para que
huyese, porque creía firmemente que eran enemigos.
"Entretanto ya se dirigía a mí aquella turba, y casi me tocaba cuando,
dudoso aún, volví las riendas a mi caballo y tomé un galope tendido.
Entre multitud de voces que me gritaban que hiciera alto, oía con la
mayor distinción una que gritaba a mi inmediación: "Párese, mi General,
no le tiren, que es mi General; no duden que es mi General"; y otra
vez: "Párese, mi General". Este incidente volvió a hacer renacer en
mí la primera persuasión de que era gente mía la que me perseguía, desconociéndome
quizá por la mudanza de traje.
"En medio de esta confusión de conceptos contrarios y ruborizándome
de aparecer fugitivo de los míos, delante de la columna que había quedado
ocho o diez cuadras atrás, tiré las riendas a mi caballo y, moderando
en gran parte su escape volví la cara para cerciorarme: en tal estado
fue que uno de los que me perseguían, con un acertado tiro de bolas,
dirigido de muy cerca, inutilizó mi caballo de poder continuar mi retirada.
Este se puso a dar terribles corcovos, con que, mal de mi grado, me
hizo venir a tierra".
Una vez más se hacía cierto la afirmación del historiador y político
griego Polibio (210-128 a.C.): "En la guerra debemos contar siempre
con los golpes del azar y con los accidentes que no pueden preverse".
Era claro que a un enemigo de tal fuste le esperaba la muerte. Sin embargo,
Estanislao López, que lo tiene en su poder, vacila y consulta qué hacer
con el Restaurador. Este le responde el 22 de febrero de 1832: "Si hemos
de afianzar la paz de la República, si hemos de dar respetabilidad a
las leyes y a las autoridades legítimamente constituidas, si hemos de
restablecer la moral pública y reparar las quiebras que ha sufrido nuestra
opinión entre las naciones extranjeras y garantir ante ellas la estabilidad
de nuestro gobierno; en una palabra, si hemos de tener Patria, es preciso
que el general Paz muera. En el estado incierto y como vacilante en
que nos hallamos, ¿qué seguridad tenemos de que viviendo el general
Paz no llegue alguna vez a mandar en nuestra República? Y si aquello
sucediese, ¿no seria un oprobio para los argentinos?".
López a Rosas: "A pesar de que mi carácter es y ha sido siempre inclinado
a la indulgencia no puedo menos que confesar que el fallo de usted es
imperiosamente reclamado por la justicia en desagravio de los atentados
atroces inferidos a los pueblos y a las leyes", Pero para no responsabilizarse,
quería que la muerte de Paz fuese "por pronunciamiento expreso de todos
los gobiernos confederados o por una cosa semejante", y le pide a Rosas
que consulte a las provincias.
Don Juan Manuel comprende que don Estanislao trata de escurrir el bulto.
Le responde que si se consultaba a las provincias la nota debería firmarla
exclusivamente quien "lo hizo prisionero y lo custodia en su territorio"
(28 de marzo). López pide a Rosas el 24 de abril que le redacte un borrador
"para salir de una vez de este negocio".
Rosas no cae en la trampa. El 17 de mayo escribe: "Me excuso, compañero,
hacer la redacción que me pide; esta obra es exclusivamente suya y nadie
sino usted mismo es quien la debe dirigir y firmar".
Paz salvará su vida y a los indecisos jefes federales no les faltarán
oportunidades de arrepentirse.
Capitulo 24 Maquiavelo con traje de estanciero
Las certeras boleadoras que pialaron al caballo del general Paz también
derribaron a la Confederación de provincias opuestas al Restaurador,
las que de una en una van adhiriéndose al Pacto Federal. Una de las
primeras es la Córdoba gobernada por el coronel Reinafé, designado por
influencia de Estanislao López. Entre agosto y noviembre de ese año
1831 se suman Santiago del Estero, La Rioja y las tres provincias cuyanas.
Al año siguiente lo harán Catamarca, Tucumán y Salta.
Los partidarios del gobernador de Buenos Aires ensalzarán que éste une
a las provincias en función de pactos, en tanto Paz lo había hecho por
la fuerza.
Se abre un período de relativa bonanza política y económica, y ello,
paradojalmente, significaría una dificultad para Rosas pues ya no parecería
tan imprescindible un gobierno autocrático como el suyo para imponer
orden. De allí que se reanudaría la justificada obstinación de los caudillos
federales de que se convocase a un congreso para el dictado de una constitución,
reclamo al que se plegaron los federales constitucionales, también llamados
"cismáticos" o "lomos negros" en oposición a los "apostólicos" que seguían
fielmente los dictados del Restaurador.
Tanto creció la postura alternativa que para sorpresa de muchos y del
mismo Rosas la Sala de Representantes en la sesión del 29 de noviembre
de 1832 aceptó la formalidad de la devolución de los poderes extraordinarios
conferidos a don Juan Manuel, no sin agradecer que "bajo el gobierno
de Vuestra Excelencia la provincia ha alcanzado la feliz situación de
vivir con tranquilidad bajo la autoridad de las Leyes", pero con la
seguridad de que el Restaurador continuará como gobernador, aun con
su poder coartado.
¿Es propio de un tirano aceptar que un cuerpo legislativo cercene sus
poderes? ¿Lo hubiera aceptado su contemporáneo, el presidente paraguayo
Francia? ¿O Napoleón? ¿O Constantino?
En una hábil maniobra política Rosas renuncia indeclinablemente a su
cargo, a pesar de la angustiada insistencia de los legisladores, creando
un vacío político aumentado por su decisión de ausentarse de Buenos
Aires para hacer campaña contra los indígenas. Floria y García Belsunce
comentarán: "En su estilo político es "El Príncipe" (Maquiavelo) con
traje de estanciero".
Dejaba el gobierno fortalecido con la imagen de alguien capaz de infundir
orden y respeto, aun extralimitándose hacia el autoritarismo y la violencia.
Con astucia había jerarquizado la posición de los poderes sociales:
los estancieros, la iglesia, el ejército, los financistas, quienes miraron
hacia otro lado mientras se amordazaba a la prensa, se controlaba a
los estudiantes levantiscos, se asustaba a los opositores.
Capítulo 25 La campaña del desierto
La "Campaña del Desierto" que emprendió Rosas luego de renunciar a su
primer gobierno nada tuvo que ver con internarse en regiones desérticas
sino con la ocupación de fértiles pampas en poder de los indios para
su explotación por los estancieros bonaerenses. "Un esfuerzo más y quedarán
libres para siempre", había convocado cuando todavía era gobernador,
"y quedarán libres para siempre nuestras dilatadas campañas y habremos
establecido la base de nuestra riqueza pública".
Los detractores acusan a don Juan Manuel de haber enriquecido aún más
a sus protegidos y amigos no sólo extendiendo sus posesiones sino también
adjudicándoles los jugosos contratos de aprovisionamiento de uniformes,
animales, alimentos, armas, etc.
El comandante Manuel Prado, que participó de la campaña escribirá en
su "Guerra al malón": "Al verse después, en muchos casos, despilfarrada
la tierra pública, marchanteada en concesiones fabulosas de treinta
y más leguas, al ver la garra de favoritos audaces clavada hasta las
entrañas del país, y al ver cómo la codicia les dilataba las fauces
y les provocaba babeos innobles de lujurioso apetito, daban ganas de
maldecir la gloriosa conquista. Pero así es el mundo, "los tontos amasan
la torta y los vivos se la comen". A su favor puede decirse que siempre
fue enemigo de emplear la violencia contra los indios y en cambios privilegió,
cuando fue posible, los acuerdos, los regalos, los sobornos.
Su sensibilidad por los marginales queda evidenciada asimismo en la
correspondencia que en 1833, en plena "Campaña", mantenía con su esposa
Encarnación, que le cuidaba las espaldas en Buenos Aires:
"Ya has visto lo que vale la amistad de los pobres y por ello cuánto
importa sostenerla y no perder medios para atraer y cautivar voluntades.
No cortes pues sus correspondencias. Escríbeles con frecuencia, mándales
cualquier regalo sin que te duela gastar en esto. Digo lo mismo respecto
a las madres y mujeres de los pardos y morenos que son fieles. No repares,
repito, en visitar a los que lo merezcan y llevarlas a tus distracciones
rurales, como también en socorrerlas con lo que puedas en sus desgracias".
A pesar de la distancia Rosas no descuidaba a quienes, llegado el caso,
podrían ser la fuerza que lo devolviera al gobierno de Buenos Aires.
En ese mismo año de 1833 el joven Carlos Darwin, científico inglés que
con el correr de los años alcanzaría la celebridad con su "Teoría de
las especies", emprende un viaje de exploración y estudio de nuestra
Patagonia. Todo indica que trabajaba para los servicios secretos de
su país, auscultando las condiciones para una ocupación británica. Es
éste uno de los méritos no reconocidos de la expedición de don Juan
Manuel: la toma de posesión de un territorio ambicionado por Chile y
por Inglaterra.
Darwin llega a Carmen de Patagones, entonces un miserable villorrio
en medio de un páramo interminable. Se entera de que el general Rosas,
de quien mucho había oído hablar, acampaba a orillas del río Colorado.
Los escasos veinticuatro años del naturalista le dan confianza y energía
suficientes para atravesar los desiertos que separan el río Negro del
Colorado, guiado por baqueanos. "El campamento del general Rosas", apuntará
en su "Diario de viaje", "es un cuadrado formado por carretas, artillería,
chozas de paja, etcétera. No hay más que caballería y pienso que nunca
se ha juntado un ejército que se parezca más a una partida de bandoleros.
Casi todos los hombres son de raza mezclada; casi todos tienen en las
venas sangre negra, india y española. No sé por qué, pero los hombres
de tal origen rara vez tienen buena catadura".
Le habían contado de ese gaucho rubio que lanceaba indios en el confín
del mundo. De sus grandes estancias y del reglamento férreo con que
las gobernaba. De sus peonadas armadas militarmente y convertidas en
ejército. De su humor extravagante y muchas veces cruel. Del ascendiente
que tenía sobre los paisanos. De su extraordinaria habilidad como jinete.
La impresión fue inmejorable: "En la conversación el general Rosas es
entusiasta, pero a la vez está lleno de buen sentido y gravedad, llevada
esta última hasta el exceso. Mi entrevista terminó sin que se sonriera
ni una sola vez".
Darwin observó que Rosas tenía cerca de él dos bufones, "como los antiguos
señores feudales". Eran negros y uno de ellos le contó cómo había sido
estaqueado por importunar al general. Anota una sagaz observación del
moreno: "Cuando el general se ríe no perdona a nadie".
El científico concluye: "Es un hombre de carácter extraordinario que
ejerce la más profunda influencia sobre sus compatriotas, influencia
que, sin duda, pondrá al servicio de su país para asegurar su prosperidad
y ventura".
Más de veinte años después, en 1845, al corregir una nueva edición de
su "Diario", al pie de página donde narraba la entrevista con Rosas,
agrega: "Los acontecimientos han desmentido cruelmente esta profecía".
Es que su país, Gran Bretaña, estaba entonces empeñada, junto con Francia,
en sojuzgar infructuosamente a aquel gaucho que tanto lo había impresionado.
Al final de la exitosa campaña don Juan Manuel será reconocido como
"Conquistador del Desierto". En el año que estuvo fuera agregó miles
de kilómetros cuadrados a Buenos Aires que repartió entre hacendados
nuevos y tradicionales, garantizando una nueva seguridad en las ampliadas
fronteras con los apaciguados aborígenes que se comprometieron a no
traspasarlas sin autorización. También acordaron cumplir con el servicio
militar cuando se los llamara, lo que garantizaba a Rosas su reclutamiento
en caso de necesidad.
Uno de los caciques más hostiles, el ranquel Yanquetruz, sería desplazado
por su hermano Payné quien se alió con don Juan Manuel y le entregó
a su hijo Mariano para que lo apadrinase y lo educase en su estancia.
Rosas le dio su apellido.
Por su parte el temible Cafulcurá, "gulmen" de los pehuenches, llegado
desde el otro lado de la cordillera, luego de lancear al cacique boroga
Rondeau se había proclamado jefe de todas las comunidades indias de
la pampa.
Instalado en las Salinas Grandes envió a su hermano Namuncurá a negociar
con el Restaurador. Allí se acordó que sería distinguido con el grado
de coronel, cuyo uniforme debía usar con el distintivo punzó prendido
sobre su pecho. Lo más importante para el "gulmen" es que fue reconocido
como el principal distribuidor entre las tribus y poblados de los "regalos"
de Rosas: anualmente 1500 yeguas, 500 vacas, bebidas alcohólicas, yerba
mate, tabaco, azúcar, etc. Ello le dio gran poder.
Por su parte se comprometía a evitar los malones y a dar aviso a las
autoridades si algún capitanejo se insubordinaba. Ambas partes cumplieron
al pie de la letra lo acordado durante el período rosista. Luego de
Caseros el equilibrio entró en descomposición y se sucedieron los malones
y las acciones represivas de los gobiernos.
No fue afortunado, en cambio, el destino de quienes no se avinieron
a los acuerdos pacíficos y enfrentaron a las tropas. Fue el caso del
cacique pehuenche Chocorí quien se había hecho fuerte en Choele Choel.
Primero cayeron varios de sus aliados, principalmente ranqueles, como
los caciques Payllarén, muerto, y Pichiloncoy, apresado. Finalmente
Chocorí es emboscado por el oficial Francisco Sosa. Allí concluyó exitosamente
la "expedición al desierto".
Algunos jefes indios, como el ranquel Venancio, llegan a tener un trato
frecuente con don Juan Manuel, cuya paciencia a veces colmaban con sus
pedidos. También la de su cuñada, María Josefa, esposa de Lucio N. Mansilla
y encargada de confeccionar la lista de encargos y de hacer las compras.
En una de sus visitas, Venancio, antes de retirarse pregunta por los
dos mejores caballos de Rosas, que son los que acostumbra montar. Don
Juan Manuel, ocultando su disgusto pues desea mantener su buena relación
con tan importante cacique, accede a entregárselos.
Luego escribirá al general Tomás de Iriarte: "Estos indios son intolerables,
no se cansan de pedir y si no se les da se enojan; pero lo más admirable
son las necesidades que de poco tiempo a esta parte se han creado; piden
hasta artículos de lujo cuya existencia ignoran".
Los indios participarían en las paradas federales desfilando con vítores
al Restaurador. El influyente cacique Cachuel declararía en una demostración
en Azul, hasta no hacía mucho toldería pampa: "Juan Manuel es mi amigo,
nunca me ha engañado. Yo y todos mis indios moriremos por él. Sus palabras
son lo mismo que las palabras de Dios".
Más tarde, en Tapalqué, el cacique Nicasio no se quedaría atrás: "Yo
acompañé en cinco campañas a Juan Manuel y siempre habré de morir por
él, porque Juan Manuel es mi padre y el padre de todos los pobres".
Otro efecto humanitario de la acción fue la liberación de "cautivas".
La cifra es difícil de precisar pues los efectos de la expedición continuaron
sintiéndose aún después de su conclusión, pero la más creíble oscila
entre las 2.000 y 4.000 "cristianas" liberadas.
Muchas de ellos obtuvieron la libertad a raíz de los combates entre
indios y soldados pero otras fueron el resultado de una negociación
que Rosas encargaba a la intermediación de caciques amigos. Un valor
promedio de rescate alcanzaba a "seis caballos sin marca, doce vacas,
una caña de lanza, un lazo trenzado y un par de estribos de plata",
según un documento de época.
Tanto se interesó Rosas en "sus" indios que, además de dominar sus lenguas,
escribió de su puño y letra una "Gramática y Diccionario pampa" para
facilitar la comunicación entre cristianos y aborígenes. Además difundió
la vacuna antivariólica entre ellos a pesar de la resistencia supersticiosa
que al principio generaba. Ello le valió un premio internacional al
gran médico Francisco J. Muñiz.
Comparemos con la opinión que un enemigo de Rosas, el por otros motivos
admirable Domingo Sarmiento, que siempre lo acusó de "bárbaro", hacía
pública sobre los indios: "Por los salvajes de América siento una invencible
repugnancia sin poderlo remediar. Esa canalla no son más que unos indios
asquerosos a quienes mandaría a colgar ahora si apareciesen (...) Se
les debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya
el odio instintivo al hombre civilizado" ("El Progreso", 27 de julio
de 1844).