Nació en Buenos Aires en 1936. Luego de un breve paso por la Facultad de Derecho continuó sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras, convirtiéndose pronto en un prolífico escritor y periodista. Su primer libro de cuentos, Cabecita negra, fue un hito editorial de los años 60. A pesar de que era un autor casi desconocido, las dos primeras ediciones (la segunda de las cuales sirvió como lanzamiento de la entonces flamante Editorial Jorge Álvarez) se agotaron en poco más de un año. La tradición judía y las tensiones políticas de su época fueron base de su obra. En su extensa producción pueden distinguirse sus cuentos, publicados en su mayoría en Cabecita negra y Los ojos del tigre, y numerosas obras de teatro. Como periodista, trabajó en las revistas Siete Días ilustrados, Che y Compañero, entre tantas otras colaboraciones. Murió en un accidente doméstico en Mar del Plata en 1971.

Cabecita negra y otros cuentos

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Teatro, El avión negro, Semana Gráfica 1970



 

Un escritor que vivió a fondo los conflictos de los 60

Fue dramaturgo, periodista y escribió algunos de los cuentos más entrañables de la narrativa argentina. Como intelectual, transitó intensamente las contradicciones de su tiempo.

Por Eduardo Pogorile

Tenía 35 años cuando murió, el 6 de agosto de 1971 en Mar del Plata. Aún se lo recuerda por sus dos espléndidos libros de cuentos -Cabecita negra (1962) y Los ojos del tigre (1968)- además de las obras teatrales Réquiem para un viernes a la noche (1964) y El Caballero de Indias, estrenada en 1982 por Luis Brandoni. Pero además, Germán Rozenmacher vivió a fondo las ilusiones y conflictos de una época: los años ''60. La década del peronismo prohibido, la búsqueda del "país real" en literatura y en política, los cruces entre periodismo y narrativa.

Sus obras, que en aquellos años reeditaban Galerna y Jorge Alvarez, hoy no abundan en las librerías. "Es que en la Argentina hacen falta avales, alguien de renombre que diga que fulano es un genio, como Cortázar con Marechal", opina Daniel Divinsky, que reeditó Cabecita Negra en 1997. Falta aún la reedición crítica de sus textos, incluyendo las aguafuertes que escribió para el semanario Compañero. Mientras tanto, es útil oír a quienes lo conocieron.

Aquel día de agosto de hace treinta años, una emanación de gas provocada por la mala combustión de una cocina, mató al escritor y a su hijo mayor, Juan Pablo (5) en un departamento marplatense. "Recuerdo que en el viaje de ida en tren a Mar del Plata, Germán me mostró el libreto de Sordos ruidos oír se dejan, un espectáculo de cabaret político que había escrito para el actor Oscar Martínez", cuenta la viuda de Rozenmacher, la periodista Amelia Figueiredo.

Amelia había pasado la noche en una clínica marplatense preocupada por la salud de su bebé, Lucas -el otro hijo del escritor- cuando se enteró del accidente. En la redacción de la revista Siete Días, donde Rozenmacher trabajaba desde 1967, "muchos lloramos por un gran amigo y también por lo que esa pérdida significaba para la literatura argentina. Germán ya era reconocido como el autor más talentoso de su generación", recuerda el crítico literario Jorge Lafforgue.

Y agrega: "El decía que era un muchacho feo, judío, errante y sentimental. Yo creo que vivió las contradicciones de la Argentina y que sus obras tienen una veta fantástica. Hoy Cabecita negra puede leerse como una vuelta de tuerca sobre Casa tomada de Cortázar".

La psicopedagoga Hilda Rozenmacher, hermana de Germán, cuenta: "Nuestro padre, Abraham Rozenmacher, era cantor en la sinagoga de Uriburu y Sarmiento. Germán y papá discutían mucho pero se querían y se respetaban. Mi hermano tuvo una educación religiosa, iba a ser rabino y estaba dispuesto a emigrar a Israel en la década de 1950. Pero cuando llegó el momento, mis padres no lo dejaron ir. El estudió la carrera de Letras en la UBA y fue amenazado por la gente de Tacuara. Era muy amigo de los hijos de Samuel Eichelbaum, Horacio y Edmundo"



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El escritor Alvaro Abós, que trabajó con Rozenmacher en el semanario político peronista Compañero en 1962, recuerda que "Horacio Eichelbaum era el director y Germán, el jefe de la página cultural. Escribían también Juan José Hernández Arregui, Rodolfo Ortega Peña, Pedro Barraza y José María Rosa". Abós prologó la última reedición de Cabecita negra en 1997 y cree que "en la prosa tersa de Germán se combinaban la tradición judía y el peronismo. Era una mezcla explosiva, el peronismo siempre fue para Germán el espacio de los perseguidos".

"Era un intelectual que tenía raíces muy hondas, Germán se hizo peronista en setiembre de 1955 al ver la represión de la Revolución Libertadora. Fue amigo de Rodolfo Walsh. Como él, creía que peronismo y revolución iban juntos. Pero nunca creyó en la lucha armada, menos aún luego de la muerte del Che en Bolivia, en 1967", dice Amelia Figueiredo.

Hacia 1964 Rozenmacher pasó de Compañero a la revista Así que dirigía el poeta Joaquín Giannuzzi. En sus palabras "era la publicación estrella de Héctor García, con tres ediciones semanales y tirajes de 800.000 ejemplares. Combinaba la crónica policial y la política". En esa redacción, Rozenmacher escribía escritorio de por medio con Leónidas Lamborghini, Bernardo Kordon y Juan José Sebreli.

Para Roberto Cossa, que en aquellos años se encontraba con Rozenmacher en el Bar Ramos o en Gotán -el boliche de los hermanos Cedrón- la frase más poética y teatral de la generación del 60 "fue escrita por Germán en Réquiem.... Después que un padre judío maltrata a su hijo porque se va a casar con una católica, cuando el muchacho se está por ir de la casa, le dice "Llevá la bufanda".

En noviembre de 1970, Rozenmacher terminó El Caballero de Indias, posiblemente su obra mayor. El personaje central es un joyero de la calle Libertad que abandona sus negocios, convive con su amante y el marido de ella mientras se refugia en la fantasía de una religión universal -donde no faltan referencias al fenómeno del Marranismo judío- hasta terminar en el manicomio. Luis Brandoni recuerda: "Germán la leyó en la casa de Walter Vidarte, la oímos también Sergio Renán, Héctor Alterio y yo. Nos fascinó a todos".

Memorioso, Brandoni cuenta "Renán quiso estrenarla en el Teatro SHA, pero la rechazaron porque la comisión directiva de Hebraica, en esa época, creía que era incorrecto mostrar a un judío en conflicto con sus tradiciones. Yo creo que nadie fue tan judío y tan argentino como Germán".

Luego de su muerte y de los años oscuros que vivió la Argentina, Rozenmacher fue olvidado por el gran público. Pedro Orgambide adaptó algunos de sus cuentos para la televisión mexicana en la década de 1970. El dibujante de El Eternauta, Solano López, ilustró Cabecita negra para el libro de Ricardo Piglia La Argentina en pedazos, en los años ''80. Desde 1999 el Centro Cultural Ricardo Rojas entrega un premio para dramaturgos jóvenes con su nombre.

En alemán, Rozenmacher quiere decir "el hacedor de rosas". El entendía la literatura como un dolor. Al escribir, se quedó con las espinas, pero a sus lectores les entregó un perfume inolvidable.
 


Autobiografía

Imagen: Ricardo Telesnik, Gerrmán Rozenmacher, Roberto Cossa, Ricardo Halac y Carlos Somigliana.


Rozenmacher, Germán

¿Qué quiere que diga? Como diría el marqués de Bradomín, soy feo, judío, rante y sentimental. Nací en el hospital Rivadavia­ en el 36­ y mi cuna, literalmente, fue un conventillo, pero eso sí, en una sala grande de una casa de la calle Larrea. De mi padre, que canta y que alguna vez fue actor y anduvo en gira por las colonias de Entre Ríos, o por Santa Fe y otras partes, me viene la vocación que pueda tener, el ser artista. Me gusta cantar, soplar el trombón a vara y la trompeta, pero como no sé tocar, me entretengo haciendo toda una orquesta con la boca. Aparte de Cabecita Negra y Los ojos del tigre (mi dos libros de cuentos), hay dos obras de teatro todas mías (Réquiem para un viernes a la noche y El caballero de Indias), otra en colaboración con Roberto Cossa, Carlos Somigliana y Ricardo Talesnik (El avión negro), y una versión escénica de El lazarillo de Tormes. Además de todo lo que tiré, que es realmente un vagón (dos o tres borradores de novelas, una pieza y varios borradores de otros espectáculos teatrales), aparte de infinitos cuentos que nunca fueron. Escribo con horario, todos los días, porque si no no se puede y ojalá dentro de muchos años, cuando ni usted ni yo estemos, alguien se acuerde de un cuento, o de alguna frase o aunque sea de un adjetivo de esos pocos felices que a uno le salen a veces­ muy pocos en una vida­ y entonces el lector diga: “Esto es verdad, esto está vivo todavía”. Si eso pasa yo, desde el purgatorio, voy a guiñar este ojo miope, sincero pero desconfiable, bastante agradecido. No creo que pase, pero, por las dudas, qué quiere que le diga, es una de las tantas mentiras que me ayudan a trabajar como una máquina, como un loco, hasta que se me acaben las pilas. Y siempre hablando de lo mismo. Porque será un lugar común, pero, ¿no tienen la impresión de que los autores escribimos siempre un solo libro a lo largo de todas nuestras páginas? Y es difícil hacerlo, no crea, porque el striptís al principio parece lindo, pero después... En fin, señores, más o menos, un poco por afuera, éste soy yo. Lo demás, para bien o para mal, está en los cuentos que van a leer.

Adiós al Mono

Por Germán Rozenmacher

Hasta el domingo nadie se había acordado de él, salvo algunos amigos. Pero su público, la gente, los millones que lo ovacionaron durante diez años en el Luna, esos, es decir, nosotros, no nos acordamos de él. Es feo recordar esas cosas, pero es así. Y miren que a Gatica lo veíamos todos los días. Me acuerdo de una vez a las siete de la mañana, hace de esto menos de un año. Estaba sentado en los escalones del subte de Dorrego y Corrientes pidiendo unos pesitos para un vaso de vino, aunque estaba tan borracho que ni veía. Tenía una flor en el ojal del saco mugriento y un agujero en el pantalón. Apenas podía mover su pata dura. Pero no pedía como un mendigo. Parecía uno de esos hijos únicos, esos chicos mimados que le piden de prepo las cosas a papá. Y papá éramos nosotros. Y además pedía con bronca, como si le correspondiera. Y la gente lo miraba con algo de miedo. Era esa misma gente que lo había visto por Corrientes “con un coche así de grande, de dos cuadras y media”. Era la misma gente que lo había visto prender habanos con billetes de mil y pasearse con esas grandes camisas floreadas por Florida, rodeado de chicas y amigos. Y la gente le tenía miedo. ¿Cómo podía haber caído así? Dicen que alguna vez, cuando ya estaba en la mala, pero todavía tenía coche, aunque viviera en Villa Miseria, un día atropelló a un pibe al que le tenía bronca. Porque, aunque eso tampoco está bien decirlo, el Mono era cruel. ¿Se acuerdan de aquel boxeador que lo desafió un día y que él podía haber liquidado en el primer round? Pero no. Le pegaba despacito; y cuando se caía, lo sostenía. Y así lo hizo durar siete rounds. El tipo quedó medio ciego.

Pero la culpa no la tenemos nosotros, ni tampoco él. Allá por 1942, cuando lo descubrieron, era un cabecita que recién llegaba de San Luis y lustraba zapatos por la Avenida de Mayo. Y entonces, por 1945, su estrella comenzó a crecer. Millones de pesos pasaban por sus manos, millones de manos lo aplaudían todas las noches, los grandes titulares lo nombraban en todos los diarios. ¿Qué hubiera hecho usted, lector, en su lugar, si toda la vida hubiera corrido la coneja, y si lo único que tuviera en este mundo fueran dos puños magistrales para abrirse paso a toda costa?

Y eso le pasó a Gatica. A costillas suyas hubo muchos que se enriquecieron. Y él, pobrecito, convertido en personaje de la noche a la mañana, inflado a pesar suyo por quienes siempre lo usaron como negocio; como llegaban, se iban. Al final sólo servía para que algún periodista ganapán hiciera una nota sobre su caída.

Y casi todos lo dejaron solo, en ese oscuro final sin victoria ni aplausos, en la sala del Rawson, un martes por la noche.

Su época dorada comenzó por el ’45 y se extinguió en el ’56. Después, sus tragicómicas tenidas con Karadagian, por el ’57, en Boca, marcaron el primer paso del descenso. Es curioso. Pero surgió de abajo, como el 17 de Octubre y en ese mismo año. Su trayectoria termina poco después de la contrarrevolución de septiembre. Porque Gatica nunca dejó de ser de abajo. En el ’56 lo metieron preso porque después de ganar una pelea agarró el micrófono y dijo: “Le dedico este triunfo a un amigo que tengo en Panamá”. Y otra vez, ya en el ocaso, vagando por el Luna, recordando ovaciones de otros tiempos, se encontró con un ministro de la “libertadora” que le preguntó cuándo iba a volver a pelear. Gatica, ya medio borracho, lo enfrentó con ese gesto fanfarrón que le gustaba tanto y, mirando al figurón de arriba abajo, le dijo: “¿Y a usted quién le dio audiencia para hablar conmigo?”.


El presidente Perón saluda a Gatica. "El Mono" diría su célebre frase: "Dos potencias se saludan"

Cuando en el ’51 fue a Nueva York, le dijo a Perón: “General, voy a volver con la cabeza de Williams”. Pero Gatica era así. Le gustaba desafiar al mundo entero. Puso la cara, como de costumbre, y lo durmieron. Y eso hace que quizá Gatica sea más humano, más querible. Peleó, ganó, perdió, lo tuvo todo, millones de pesos en las manos y se quedó sin nada y, casi, sin nadie. Salvo con Morán, que le dio una mano. Y con sus familiares que nada podían contra su naturaleza, que fue cruel, sobre todo consigo mismo. Los empresarios que se hicieron el gran negocio con él lo inflaron como a un globo. Y cuando no les sirvió para nada, lo dejaron reventar en cualquier parte.

Un día, en su edad de oro, se apareció en la redacción de un matutino con su galera, sus dos enormes anillos en la mano izquierda –“como el rey de Inglaterra”– y su bastón de puño de marfil. Fumaba cigarros de hoja y usaba chaleco de seda. Se sentó sobre la mesa de un redactor deportivo y se dejó sacar –con esa cara de chico fanfarrón– la gran foto que dio testimonio de su hora de gloria. Detrás quedaron la vieja máquina de escribir y las fotos de los otros campeones, pegadas en la pared que le hacía de fondo.

El jueves de la semana pasada lo ví, a las dos de la mañana, desde un taxi, en la penumbra lluviosa, con un frac que le quedaba demasiado grande y una magnolia en el ojal, igual a la de aquella fotografía hoy ya amarillenta. Era el portero de una cantina y bajo las luces de la marquesina, en esa calle de barrio, saludaba con la mano a todos los taxis, a todos los autos, a todos los camiones que pasaban. Como si la gente desde los autos lo saludara a él. Estaba borracho, pero tenía en los ojos el sabor a multitud de otros tiempos. Muchos de los que pasaron ni siquiera lo vieron. Pero él los saludaba igual.

“Gatica –me dijo el taximetrero con un aire raro, entre sobrador, abrumado y familiar, como si hablara de algún pariente lejano que ya no tenía remedio–. Qué bárbaro”, dijo. Y nos quedamos callados. La noche del miércoles, cuando la radio anunció que se había muerto el gran sucesor de Firpo y Suárez, fuimos como muchos otros al estadio donde iban a velarlo. Un boxeador fuera de combate, uno de esos que ahora andan por la pizzería y los cafés vecinos al Luna Park, estaba charlando, despacio, con un vigilante, contándole cómo, cuando ya no era nadie, Gatica iba al Congreso a pedir por sus compañeros en desgracia, y entraba diciendo: “Abran cancha, que ahí viene el primer boxeador argentino”. Contó también las veces que había repartido billetes de a mil, como si fuera papel picado entre la gente pobre, en los colectivos que pasaban por su casa cuando había una fiesta y que él paraba de prepo, haciendo bajar a los más zarrapastrosos para que vinieran a tomar una copita. Y entonces pensé en el hombre lleno de vino que el domingo pasado, después de vender muñequitos en la cancha de Independiente, perdido entre este público, pero viendo a ese otro, y muerto para él, que lo había idolatrado hace apenas siete años, tropezó bajo las ruedas del 295. Alguien dijo que se gastaba todo y tomaba mucho. Y pensé que, después de todo, nadie podría reprocharle ahora que tirara la plata, que se pusiera en curda, que antes se hubiera llevado al mundo por delante. Porque nadie habría hecho otra cosa si hubiera tenido que andar por la recova del Once pidiendo limosna cuando era chico y la sociedad lo obligaba a pegar trompadas para poder comer. Y fue entonces cuando esa misma sociedad lo usó, lo chupó, le sacó bien el jugo y lo tiró a la basura. Y esa es su historia. Y un poco también la de todos nosotros, aunque no usemos galera ni bastón. Aunque no seamos campeones. Por eso es que todos lo despedimos hoy. Por esa sorda bronca apenas insinuada y por ese horror que nos despierta su historia. Y por eso le decimos: “Adiós, Mono”.

Crónica publicada en la revista "Compañero", el 14 de noviembre de 1963.


Ataúd

Por Germán Rozenmacher


El señor Pedro venía bajando por la calle de tierra, mientras el sol del atardecer reverberaba anaranjando las ventanas de las casas de sucios ladrillos sin revocar. Sorteando cuidadosamente toda clase de basuras, como latas aplastadas o cáscaras de banana resecas, el señor Pedro saltó una zanja y subió a la alta vereda de losas, frente a la única casa de sucios ladrillos sin revocar que tenía piso alto en todo el barrio. Era el negocio de pompas fúnebres.

Después de un último momento de duda, en el que dio vueltas al sombrero de paja entre sus dedos, cabizbajo, indeciso, entró casi en puntas de pie, con las manos a la espalda, como un escolar.

Cuando volvió a salir, cinco minutos después, cargaba al hombro con el ataúd. Así volvió a subir la calle, sin hacer caso de los que se daban vuelta para mirarlo, hasta que dejó el suburbio y entró en el centro de la ciudad, diez o quince cuadras asfaltadas que rodeaban la plaza.

Como era domingo por la tarde, la gente que no daba vueltas al perro estaba parada escuchando a la banda del regimiento que tocaba desentonadamente con sus quizás un poco oxidadas trompas, tambores y trombones, algo que se parecía a las zambas, a los gatos y a las marchas militares.

Pero cuando él hizo su entrada en la plaza con su ataúd al hombro y comenzó a cruzarla distraídamente, ya un poco cansado de tanto caminar, sintió que, de pronto, inexplicablemente, la banda dejaba de tocar, y al mirarla, vio que los músicos y los oyentes lo estaban mirando a él, tan viejo, tan morocho y flaco.

El señor Pedro se encogió de hombros, saludó respetuosamente y reanudó la marcha. Pero el silencio lo siguió hasta que terminó de cruzar la plaza y bajó por lo menos una cuadra, hasta perderse de vista.

Sólo pensó que ellos cada domingo desentonaban más mientras que él, que se ganaba la vida tocando el acordeón todo el día en la esquina del banco, frente a la plaza, sentado en el cordón de la vereda, tenía siempre cuatro o cinco hombres en mangas de camisa escuchándolo y poniéndole siempre algunas monedas en el sombrero antes de irse. Y que a esos gordinflones de la banda no les pagaba ni Dios.

Dejó al asfalto y siguió por las calles de tierra hasta llegar junto a la costanera, allí donde los muchachos vivían cuidando chivos y ordeñando cabras. Más allá, el río Dulce corría entre montes selváticos, intransitables. Cuando entró a su casa de barro con el ataúd, el chico ya estaba sentado a la mesa contando monedas. No le prestó mucha atención.


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Él lo miró anhelosamente y dijo:

-¿Estará bien este?

El chico enarcó las cejas sin levantar la vista. Había lustrado zapatos toda la mañana y toda la tarde y no estaba como para dar opiniones. Por lo menos hasta después de contar las monedas de su jornal.

-Usté siempre tan tacaño, viejo -dijo el chico con su tonada, después de un silencio-. Yo le dije que por lo menos se comprara uno bueno. Con uno bueno estaría servido para las dos cosas. No tendría miedo de morirse y tendría una buena cama. Pero éste es una porquería -el chico dominaba la situación-. Sí, señor. Una buena porquería -siempre era así-. El chico volvió a pensar que odiaba al viejo. Y el señor Pedro se dijo que el chico ese no era un chico, tan aplastante, serio y maduro. Y que él lo quería tanto, pero tanto, pero tan anhelosamente, y que el chico no le prestaba la menor atención. Era verdad que él era un poco tacaño, pero no podía remediarlo, tenía miedo de todo y por eso se cuidaba de arriesgarse, de gastar de más. Pero a pesar de todo, él lo quería mucho al chico, más que a nadie, y por eso siempre estaba anheloso por serle útil, por interpretar claramente lo que le ordenaba, para cumplirle.

Tenía miedo de morirse. Porque ya tenía sesenta y cuatro años el señor Pedro. Y le aterraba pensar que los días se escapaban unos tras otros, atropelladamente, sin darse uno cuenta, y él no podía detenerlos ni podía llenarlos suficientemente y cada vez sus días eran menos y menos, y la muerte y el silencio lo aterraban cada vez más.

Por eso tenía miedo de todo. De morirse. Y al mismo tiempo se le había roto el catre y tenía que comprarse uno nuevo. Y tenía miedo de gastar demasiado. Apenas daba para un chocolatín al chico los domingos por la mañana, y él, que guardaba lo que ganaba y comía bananas y pan por cinco pesos por día en un café detrás de la casa de gobierno, había juntado bastante dinero. Más que el chico lustrando zapatos, claro.

Y entonces le pidió consejo al chico. ¿A quién sino?

Los dos eran solos, no tenían a nadie en el mundo, venían de un brumoso pasado y por eso se habían juntado en ese rancho del río. Y el chico le dijo al descuido que lo mejor para terminar con esos miedos estúpidos de morirse y qué sé yo, y para que ese tacaño no sufriera demasiado, lo mejor era que se comprara un buen cajón. Esa debía ser la mejor manera de no morirse, de ahuyentar a la muerte. Había que llamarla, tenerla en casa, ponerle velas como a la virgen, respetarla. Y ahora, el señor Pedro, que le había hecho caso al chico, estaba ahí con su ataúd. Y esperaba que por lo menos el chico le diera una palmada en la espalda, le dijera: “Muy bien, viejo tacaño; lindo catre”, lo mirara una vez por lo menos en la vida para que él, anheloso de palmadas, temblara de ternura y resollara satisfecho, como un perro acariciado por su patrón.

Pero nada pasó. Todo era igual. Y la única manera de vencer todos los miedos, una sola palmada del chico, no había llegado. Y entonces el ataúd no servía.

Por primera vez en su vida tomó al chico entre las manos y le largó una cachetada en la cara y lo zamarreó y lo tiró al suelo vociferando hasta enronquecer. Y después se sintió lleno de rabia y de desconcertada desesperación. Y salió tambaleante con el ataúd al hombro.

Había anochecido. Bajó por la costanera y se internó en la maraña del monte. Vio que el río estaba crecido. No mucho, pero lo suficiente. Arrojó el ataúd sobre la costa pedregosa. Esperó. Hasta que fue de noche. Atrás, Santiago dormía y sus luces se apagaban. Volvió al rancho. El chico también dormía. Entonces, de pronto, sacó un cuchillo debajo de la mesa, trajo papeles y fósforos a la costa, abrió el ataúd, lo llenó de papeles de diarios y con los fósforos trató de encender el ataúd que al fin comenzó a chamuscarse. Tuvo paciencia. Lo hizo. Entonces, lanzó el ataúd en llamas, bamboleante y flotando.


[De Obras completas, Ediciones Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 2013; incluido en el libro Cabecita negra, Editorial Anuario, 1962]



 

La palabra que abre la puerta del recuerdo

Por Marcelo Crespo y Germán Gómez
Para La Nación  Buenos Aires, 2001

El 6 de agosto próximo [2001] se cumplirán treinta años de la trágica muerte de Germán Rozenmacher, uno de los escritores argentinos más destacados de la década del 60. Su obra Réquiem de un viernes a la noche sintetizó admirablemente el espíritu de una generación

Pasó hace treinta años: Germán Rozenmacher, escritor, murió a los treinta y cinco. Fue una muerte joven. Sorpresiva, inesperada: como todas las muertes jóvenes.

Esa mañana hacía un frío intenso en Mar del Plata, esa ciudad que tantas veces había visitado como cronista y que había descripto en alguno de sus relatos. Por eso, por el frío, encendió las hornallas de la cocina del pequeño departamento que ocupaba con su familia. Pero olvidó abrir una ventana.

Era el 6 de agosto de 1971, viernes. Y un ridículo escape de gas le arrebataba la vida al escritor y a su hijo mayor, Juan Pablo.

Por esos días había escrito: "Ojalá dentro de muchos años, cuando ni usted ni yo estemos, alguien se acuerde de un cuento, o de alguna frase o aunque sea de un adjetivo de esos pocos felices que a uno le salen a veces en una vida y entonces el lector diga: ÔEsto es verdad, esto está vivo todavía´. Si eso pasa yo, desde el purgatorio, voy a guiñar este ojo miope, sincero pero desconfiable, bastante agradecido".

Su obra tanto la narrativa como la teatral es hoy insoslayable dentro de las letras nacionales.

Periodista, narrador, dramaturgo, linotipista, Germán Rozenmacher conoció desde muy joven todos los recovecos de la profesión. A los 18 años se enamoró de una máquina de escribir y desde entonces no paró, dice un semanario de los sesenta.

A fines de 1962 publicó Cabecita negra , su primer libro de cuentos, en una edición que él mismo armó. Amelia Figueiredo, su mujer, lo ayudó en la tarea de distribución: en el verano de 1963 recorrió todas las librerías de Buenos Aires, ofreciéndolo. Así consiguieron que la edición de 2000 ejemplares se agotara. Cabecita negra lograría algo que casi nunca se daba al mismo tiempo: éxitos de venta y de crítica.

Los comentarios destacan El gato dorado ; él prefería Raíces : una novela corta, ambientada en un pueblo de frontera, cuyo argumento se centra en la historia de unos judíos bolicheros, inmigrantes desarraigados que sólo piensan en acumular dinero, y su hijo, decidido a romper con el "universo" de valores de sus padres.

Cinco años después publicó Los ojos del tigre , un segundo volumen de cuentos, con el que inauguró la editorial Galerna.


Cabecita negra. Producción: Agencia Radiofónica de Comunicación. Fuente: Radioteca.net

Rozenmacher puso de manifiesto, en toda su obra, sus propios conflictos personales y sus búsquedas estéticas.

Casi quince años después de su muerte, su cuento "Cabecita negra" llegó a la historieta, en una admirable versión dibujada por Francisco Solano López y publicada en la revista Fierro . No lo pudo ver. Le hubiera encantado.


Nace un dramaturgo

Convocados por el director teatral Augusto Fernández se habían reunido varios dramaturgos en ciernes. El pequeño departamento daba a la calle Sánchez de Bustamante. El motivo de la reunión era la lectura de las obras de dos de ellos. Cuando le llegó el turno a Rozenmacher se quedaron atónitos. Corría 1962.

Desde el inicio los descolocó: cuando tomó la posta, comenzó haciendo la música que imaginaba para su obra, pero de una manera particular: la interpretó con la boca. "Me gusta cantar, soplar el trombón a vara y la trompeta, pero como no sé tocar, me entretengo haciendo toda una orquesta con la boca", escribiría años más tarde.

Esa noche, ante el estupor de Emilio Jáuregui, Ricardo Halac y Roberto Cossa, Germán Rozenmacher leyó su primera obra teatral: Réquiem para un viernes a la noche. "Recuerdo que él empezó haciendo con la voz la trompeta, como sentía la música. No estábamos habituados a eso. ¿Qué es esto? ¿Cómo empieza? Lee, lee, lee... se termina la obra y quedamos todos impactados. Elogios. Después siguió Halac, ya ni me acuerdo qué era, pero no lo podíamos seguir", recuerda Roberto Cossa.

Réquiem.. . se estrenó en junio de 1964 en el teatro IFT: tres temporadas en cartel, casi siempre a sala llena. Un éxito de la época.

Dos vertientes, entre las que se producían furiosas polémicas, marcaron el teatro de los años sesenta: realismo y vanguardismo. La primera vertiente, que había recibido el influjo de La muerte de un viajante , de Arthur Miller, era el boom teatral del momento; el Instituto Di Tella fue la égida de la segunda.

"¿Quién hará la síntesis?", se preguntaba Rozenmacher por esos días, objetando el enfrentamiento. Y, a contrapelo de las prácticas de sus compañeros y amigos, iba al Di Tella.

"Lo que yo busco es expresar la verdad", decía casi con desesperación. Por eso, tal vez, no aceptó la dicotomía en boga durante la década.

"Crearon una conciencia artificial sobre el fenómeno, y en realidad no había ningún camino, ninguna escuela, ni nada; había un tanteo, simplemente, y no una bifurcación de rumbo en dos direcciones, como se empeñaban en establecer los gacetilleros", dijo Rozenmacher, apuntando a la crítica.

"No le quiero poner un rótulo a Germán. Era un poeta, un dramaturgo, y él mismo no se ponía rótulos. Lo que importaba en Germán era la energía dramática que tenía", dice Yirair Mossian, que dirigió Réquiem para un viernes a la noche en 1964.

Escribió también una adaptación de El lazarillo de Tormes para adolescentes, que se estrenó en 1971, y en colaboración integrando el Grupo de Autores junto con Talesnik, Somigliana y Cossa, El avión negro , que se presentó en el Teatro Regina en el setenta.



Crítica del libro "Cabecita Negra" (fragmento) por Ricardo Piglia en Revista de la Liberación, año 1, Nº 2, segundo trimestre de 1963, publicación dirigida por José Speroni (salieron solo tres números) y cuyo secretario de redacción era, justamente, Ricardo Piglia. Clic en la imagen para descargar la revista.

No pudo ver Caballero de Indias para muchos, su mejor obra y lo amargó bastante no poder estrenarla. Finalmente, doce años después de su muerte, se presentó en el Regina: fue el estreno más emotivo que presenció su esposa.


Su método

Casi único. Se levantaba tempranísimo, a las cuatro o cinco de la mañana, y escribía hasta el mediodía. "El decía que aunque no le saliera nada había que sentarse frente a la máquina de escribir", dice Figueiredo.

Incansable. Pues era capaz de terminar una nota y enseguida empezar un cuento. Una foto, de las tantas que atesora su mujer, resulta ilustrativa: en una redacción, de las que ya no quedan, la jornada ha finalizado; todas las máquinas están volcadas sobre su frente, casi todas las sillas están arriba de las mesas. Germán Rozenmacher está sólo. Humea un cigarrillo entre sus dedos, sus ojos ganados por las letras que se van imprimiendo sobre el papel.

Su pasión por el trabajo no le impidió hacerse tiempo para estudiar y graduarse en Letras; fue así como conoció a su mujer.

El periodista Enrique Raab desaparecido en 1976, implacable crítico de sus trabajos, escribió: "Su gran cabezota redonda, su estatura imposible, su gordura descomunal pero misteriosamente armoniosa se deslizaban todos los días de la redacción a su casa, con libros estrafalarios que devoraba con delirio talmudista".

Así siempre. Amaba el periodismo y escribió cientos de artículos, algunos de ellos memorables. Cuando los sabía buenos, le pedía a su mujer que los guardara. Varios de ellos están editados en libros.

Hizo 12.000 kilómetros junto con el fotógrafo Eduardo Frías recorriendo los caminos patagónicos, a bordo de un Citroen cero kilómetro que la propia compañía les había entregado para que lo probaran. "Ese viaje le cambió la vida", dice Figueiredo. "Esa soledad, la inmensidad, el abandono".

Los reportajes fueron publicados en el semanario Siete Días Ilustrados , en una serie de cuatro entregas, en 1968. Ese mismo año realizó un extenso reportaje en las Islas Malvinas: era la primera vez que un periodista argentino desembarcaba en el archipiélago luego de que un grupo de jóvenes desviara hacia ellas un avión de Aerolíneas Argentinas dos años antes, en lo que se conoció como "Operativo Cóndor".

Todas sus notas fueron ilustradas con grandes y bellas fotos, como solía ocurrir en las revistas de editorial Abril, a la cabeza de cuyo cuerpo fotográfico hoy ya mítico se encontraba Francisco "Paco" Vera, organizador de ése, el primer departamento de fotografía moderno del país.

Dice Roberto Cossa: "Germán era un tipo entrañable, era un tipo coherente en su vida, un laburante: vivía de una manera modesta, laburaba y escribía... Y apasionado. A veces nos peleábamos... No hasta el punto de quitarnos el saludo, pero agarradas teníamos. Era sanguíneo: se ponía todo colorado, y así se reía, y así cantaba. Un ser excepcional".
 


 

Un burgués asustado

Por Guillermo Saccomanno

“Cabecita negra” no es sólo uno de los cuentos excepcionales de la literatura argentina. Su prosa directa, firme, avanza sin parar involucrando al lector en su tensión. Este podría ser, de sus méritos, el más evidente. Y no está mal, nada mal para un escritor de veintiséis años, estudiante de letras y periodista, que se banca publicar ese cuento en un volumen con el mismo título y lo distribuye con su compañera por las librerías de Corrientes.

Pero “Cabecita negra” va más allá. Porque debe leerse en la misma línea que unos pocos textos ejemplares de nuestra historia literaria. “El matadero”, para empezar. “Casa tomada”, también. Y contemporáneo a su escritura, “Esa mujer”. Brecht escribió que un fascista es un pequeño burgués asustado. Y eso es el señor Lanari, un ferretero próspero que una noche se topa con la chusma, una piba y un cana que violarán su respetable intimidad de clase media.

Con un filo despiadado Rozenmacher eviscera tanto el reaccionarismo de una clase que se presume carapálida, ilustrada y bien pensante y la enfrenta con la barbarie. Su autor se llama Germán Rozenmacher. Según Alvaro Abós, escritor, amigo y compañero de militancia en la revista Compañero, a Rozenmacher lo golpearon las asperezas: “Por judío, incomodaba a algunos peronistas que sospechaban al sionista. Por peronista, incomodaba a ciertos judíos. Por defender a los palestinos, fue tachado de traidor. Por peronista defraudaba a la izquierda y era insoportable para la derecha. Por revolucionario, para los amantes del orden”.

Rozenmacher empezó joven. Y también murió joven. En 1971, a los treinta y cinco, en Mar del Plata, junto a uno de sus hijos, por un escape de gas.

Página|12, febrero 2010



 

Cabecita negra

Argumento

En 1961 el escrito argentino Germán Rozenmacher (1936-1971) escribió un conocido cuento titulado precisamente "Cabecita negra" que refleja con gran realismo las relaciones racistas que establecieron las clases medias de Buenos Aires con las nuevas clases trabajadores procedentes de las provincias.

El protagonista del cuento es el Señor Lanari, un comerciante de Buenos Aires que posee una ferretería, hijo de inmigrantes.

El Señor Lanari sufre de insomnio y decide salir a la calle a las tres de la mañana...

Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida, sola y perdida,..

Inmediatamente después un policía se acerca y pretende detener al Señor Lanari por alterar el orden en la vía pública.

El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante. "Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente." Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde.

A partir de ese momento el Señor Lanari se sentirá invadido por los dos cabecitas negras, y el cuento relatará su experiencia como si se tratara de una pesadilla en la noche.



 

Cabecita negra

A Raúl Kruschovsky

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando, encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.

Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.

Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurriría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz, un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal, y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que estaba abajo, y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos, donde los desórdenes políticos eran la rutina, había estado al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran “señor”. Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, haciendo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.

El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cebecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso “Para Damas” en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.

-Quiero ir a casa, mamá -lloraba-. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.

Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.

El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.

-¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? -la voz era dura y malévola. Antes de que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.

-A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.

El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.

-Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.

Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.

-Viejo baboso -dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro y sobrador que tenía adelante-. Hacete el gil ahora.

El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.

-Vamos. En cana.

El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.

-Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablado? -Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.

-Andá, viejito verde andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? -dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no le creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.

-Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer -dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.

De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.

-Señor agente - le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.

-Vengan a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto -y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró-. Vivo ahí al lado -gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.

El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.

Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la madrugada, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.

-Dame café - dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte, lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca. Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuándo se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.

Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con el hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió de que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.

El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era un policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.

-Qué le hiciste - dijo al fin el negro.

-Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de ... -el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.

-Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar como muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...

El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:

-Este no es, José. - Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida, humillada del otro y vio que se detenía bruscamente y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro “Por fin se me va este maldito insomnio” y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba tan alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer?, a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? “Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada”, trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas para arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. “La chusma, dijo para tranquilizarse, ”hay que aplastarlo, aplastarlo”, dijo para tranquilizarse. “La fuerza pública”, dijo, “tenemos toda la fuerza pública y el ejército”, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.


 

El marqués de la Rural

Por Germán Rozenmacher

Las exposiciones de la Rural tienen siempre algo de fiesta bárbara. Desde hace un siglo, los estancieros que nos gobiernan se juntan todos los años en esta asamblea ritual con discursos presidenciales, asistencia de embajadores y aires de fiesta patria con granaderos, banda del Colegio Militar y, ahora, locutores de radio que transmiten el acto a todo el país. La cosa no deja de ser melancólica. El domingo de sol, los caminos interiores de la Rural, las damas y los caballeros encontrándose por casualidad y saludándose amablemente como hace treinta años en esta especie de Versalles de las vacas, las cuales en sus tronos de paja, dentro de los stands, con medallas como coronas en torno a la testuz y rumiando su peso que vale oro, son las verdaderas actrices del espectáculo.

Es bastante discreta la decadencia de todo eso. Porque año a año los precios que se pagan son menores y porque parece que ahí, en Palermo, entre los cercos de hierro de la Rural, todos vivieran en otro mundo, el crepúsculo es largo y el bocado demasiado bueno, y la vieja astucia de los señores se las ingenia, finalmente, para seguir teniendo la manija.

Pero después de todo, no es de esto de lo que quería escribirles hoy. Mucho más apasionante es el trasmundo que bulle en las exposiciones de la Rural, lejos de los palcos, de los discursos presidenciales, fuera del estadio, entre la multitud de curiosos que recorren los caminos interiores de nuestros Campos Elíseos. Ahí estaban, por ejemplo, esos muchachos de quince años detrás nuestro, con sus melenas entre cuchilleras y mariconas, y sus pantalones, anchos de botamanga, al estilo Popeye:

–Pero, ¿estás loco vos? ¿Te creés que mi papá va a pasar vergüenza? Mi viejo se vino en el coche presidencial. Tenemos apenas un Siam Di Tella. ¿Y querés que con ese coche rasposo se venga a la Rural? ¡Estás loco vos! Se quema para toda la vida el viejo con un coche así entre tantos Impala. No, papá se vino en el coche presidencial.

Y así, cada tres minutos volvía a repetir la misma historia, a voz en cuello, a grito pelado, para que lo escucharan todos y para que se enteraran que su papá se vino en el coche presidencial. O sino, ahí está ese amigo de Colegio Nacional que me regaló las entradas. Tiene un apellido cualquiera, un traje lustroso en las asentaderas y los codos, un oscuro empleo en la Caja de Ahorro Postal mientras continúa su crónica carrera de abogado. Desde que recuerdo, se jugó hasta el último centavo en las carreras. Igual que su padre, un procurador tristón, de mala muerte, que no sonríe nunca, que apenas trae para dar de comer a su mujer y sus hijos más chicos. Pero, eso sí. Desde chiquito, mi condiscípulo tenía delirio de grandeza. El otro día me lo encuentro por la calle y, como quien no quiere la cosa, me dice:

–¡Ah, che! Antes que me olvide, ¿no querés unas entraditas para la Rural el domingo? Vos sabés que mi viejo es amigo íntimo del dueño de toda la península de Valdés; esa verruguita que le sale al mar debajo de Bahía Blanca. Tiene ovejas del año que le pidas ese tipo. Muy amigo de mi papá, sí. Cuando mi familia tenía campos, hacían negocios juntos. Ahora, como mi papá anda en el foro…

Todas macanas. Ilusiones del viejo y de la vieja. Uno le ve los codos raídos, piensa en los pobres sueldos que con su ojerosa cara de caballo despeinado se juega a los burros, y lo ve con sus ínfulas, y uno piensa: “Este tipo, ¿a quién le ganó?”. Entonces me dice:

–A propósito, che, ¿no me invitás un café con leche?

Ahí está la madre del borrego. ¿Dónde consiguió esas entradas?

¡Misterio! Tenerlas y pavonearse con ellas es el sentido de su vida. ¿Y cuántos almuerzos se habrá ligado con ese cuento de las entradas, él, su papá y toda su familia de sangre azul?

–No, viejito, no tengo un mango... –Lo que no era cierto. “Dónde hay un mango, viejo Gómez / los han limpiado a todos con piedra pómez”, como dice el tango. Y haciéndole un lindo corte de manga al atorrante, me fui.

Entonces, colado, ese domingo de sol, caminábamos por la Rural viendo la otra cara del fausto nacional: los granaderos desmontados, lejos del estadio, con la guerrera medio desabrochada, sentados con sus altas botas contra la verjas, como trasnochados soldados napoleónicos contando chistes verdes, o extras de una película de De Mille, tomando café express con el quepí puesto; parecían más humanos, más queridos. Y los gauchos decorativos sobre sus caballos con aperos de plata que tascaban ruidosamente el freno, leían Radiolandia esperando la hora de la farsa del gran desfile en el que tenían que poner por lo menos cara de montoneros del 1830.

Entonces fue cuando vi eso de lo que quiero hablarles desde el comienzo. En un recodo de un camino, entre amazonas con galera y oficiales extranjeros que andaban por ahí curioseando la fiesta de las vacas sagradas, sentado enhiesto en su asiento, con su impecable y anticuado traje a rayas claras, en lo alto de una berlina, había un viejo de bigotes blancos. Todo el fastuoso tapizado de su carruaje era de terciopelo verde. Y sobre sus rodillas, junto a un bastón de puño de marfil y un chal finísimo había una manta de viaje, también verde, que lo cubría hasta los pies. En el pescante había un conductor de galerita y cuello duro, con esos chalecos cruzados que se abrochan al costado y esas corbatas anchas y antiguas. Todo era demasiado increíble. Pero la gente pasaba sin ver nada. Los únicos que se paraban eran los chicos, las nenas de cinco años, que se quedaban boquiabiertas, con esa inocencia que se maravilla de todo, mientras los grandes pasaban al lado del carruaje y lo miraban como si fuera un poste. Y era una cosa de verlo al viejo sacándose ese sombrero galerudo, ese sombrero de embajador, al estilo de los que se usaban en las fotos del año 30, con un gran gesto de reverencia, saludando a las niñas de cinco años que se paraban a mirarlo, como si estuviera saludando a toda la corte británica, a unas grandes damas. ¿Qué hacía ese carruaje en ese sendero de la Rural, junto a un cantero, entre las tropillas de caballos espléndidos que pasaban abriéndose paso al galope entre la multitud y los toros que salían de los stands rumbo al desfile ritual en el estadio? ¿Quién era ese viejo increíble?

–Buenas tardes, señor.

El viejo de bigotes blancos se sacó el sombrero ante mí, con esa mano cuidada, blanca y pecosa con un rubí enorme, y saludó como quien despliega un abanico. Después se lo puso de nuevo y seguí mirando en el vacío, ausente, a lo lejos. Parecía acostumbrado a que le admiraran en silencio y lo saludara todo el mundo. Casi parecía un deber saludarlo.

–¡Qué lindo mateo! –le dije, admirando.

–¿Mateo? –entonces me miró escandalizado– ¡No ser mateo, ser victoria!


Me disculpé por mi plebeya torpeza porque casi se puso como si le hubiera ofendido a la madre. Pero como la victoria parecía ser su tema, su gran tema, en seguida me informó:

–Gran victoria, esta. Toda importada. Asientos ser de Francia, elásticos de Bélgica, capota de Alemania, ejes de Norteamérica y caballos de Inglaterra –esa victoria era toda una Sociedad de las Naciones. Frente a él, contra el respaldo, había un reloj detenido en las 5 y cuarto–. Y, además, tener radio –dijo, levantando una solapa en el respaldo. La victoria japonía [sic] radio a transistores–. Esta ser japonesa –agregó, y entonces, de pronto se puso melancólico, como si una levísima nube le pasara por los ojos, y contó–. Antes yo tener 42 de estas en mi país.

–¿Para usted solo?

–Sí –dijo y, llevándose la mano al pecho, mirándome, agregó–. Yo ser de sangre real. Yo ser marquís.

Un marqués en la Rural, haciendo tiempo sobre su victoria y saludando a los chicos como quien saluda al gran duque. ¿Se dan cuenta?

–¿Hace mucho que está en el país?

–Doce años. Venir de Hungría. Los rusos me sacaron todo.

–¡Qué joda! –le dije, aprovechándome deshonestamente de los magros conocimientos de lunfardo que tendría el marqués.

–Sí –contestó, mirando mi apesadumbrado rostro.

–¿Y aquí, qué hace?

–Soy estanyero en provincia de Buenos Aires. Mi victoria sacar dos veces ya premio en desfile de carrozas.

Un marqués venido a menos esperando su turno para desfilar por el estadio, como en el circo, para conseguirse un premio. No debían andar del todo bien sus finanzas. Me lo imaginé cruzando la ciudad en su carruaje, esperando delante de los semáforos, y hasta juraría que algún grandulón desde cualquier esquina le habrá gritado: “¡Che, galerita, qué producto vendés!”. Y no estaría del todo errado. Porque, cuando lo dejé de nuevo con la mirada ausente, hierático, quizá pensando que paseaba por el Prater o por los jardines de algún palacio real europeo, me puse a hablar con el hombre del pescante. Este sí que era un carrero viejo.

–Estoy aburrido –me dijo.

–¿Qué piensa del marqués? –le dije. Se encogió de hombros. Entonces me contó la verdad. El viejo de los finos bigotes blancos debía haber sido marqués en alguna parte, pero lo que era acá la laburaba de tal para seguir tirando. Me contó que el marqués tenía una fiambrería por Belgrano, que se había gastado una fortuna para hacerse de esa victoria, y que se pasaba el año preparándose para la exposición, que nunca había tenido estancia y que la yugaba todo el día. “Qué va a hacer –me dijo–, hay que vivir, ¿no?”. Pero con el asunto de su sangre real, se ligaba invitaciones a grandes fiestas, a estancias, a recepciones, donde solamente tenía que trabajarla de marqués, así, perfecto como estaba ahora, de bronca, hierático, en el asiento de atrás. ¿Qué les parece? Y entonces pensé en mi amigo muerto de hambre que se la tira de aristócrata para codearse con la gente de plata, en nuestra aristocracia con olor a bosta, que necesita de un marqués para sentirse aristocrática. Una especie de ley del embudo. Y entonces vi salir a una formidable vaca blanca, con su corte de peones detrás. Una vaca enorme, hermosa, con la cola trenzada, que se veía que la habían estado cuidando entre todos porque era la estrella de la jornada. Y mientras caminaba pesadamente, a la vaca se le ocurrió hacer sus necesidades. Entonces uno de los peones que iba detrás, le levantó la cola para que no se la ensuciara, agarró un gran pedazo de estopa y le limpió suavemente los cuartos traseros.

En fin. Vaquitas de Anchorena, Himno Nacional, marqueses en decadencia, trepadores que no se muestran el coche para no pasar vergüenza, peones analfabetos que cuidan toros como si fueran princesas, discursos presidenciales, granaderos que alguna vez fueron libertadores. Y dale que va.

Toda una fiesta de la argentinidad.

[Publicado en Revista Compañero, Nro. 11, 20 de agosto de 1963]

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