Aline y Valcour o la Novela Filosófica

LECTURA RECOMENDADA
Obras del Marqués de Sade




Aline y Valcour o La Novela Filosófica


Busto del Marqués, por Man Ray

Nota premilimiar
Advertencia del editor

LAS CARTAS:
I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - XV - XVI - XVII - XVIII - XIX - XX

Donatien Alphonse François, escritor francés

Algunos textos e imágenes de esta sección pueden tener contenido sexual implícito.

Nació el 2 de junio de 1740 en París en una familia de la antigua nobleza provenzal, vinculada a la rama menor de la casa de Borbón. Inicia su educación en el monasterio benedictino de Saint-Léger d’Ebreuil y posteriormente en el colegio Jesuita d’Harcourt de París, en donde un sacerdote y tío suyo, el abad Jacques-Franois de Sade, será su tutor. Con diez años es observador de las contínuas orgías que éste celebra en su castillo de Saumane. Ingresó en la escuela de Caballería de la Guardia Real y participó en la guerra de los Siete Años con el Ejército francés. Cuando cuenta veintitrés años, abandona el ejército y contrae matrimonio “por conveniencia” con Renée Pélagie Cordier de Launay de Montreuil, la hija de un nuevo rico, de París. Su suegra, la señora de Montreuil, será a partir de ahora su peor enemiga. Su esposa lo acompañó en sus frecuentes huidas de la ley, escribiéndole y visitándole frecuentemente en las diferentes cárceles en las que estuvo recluido. Su primera detención por el delito de actos de perversión sexual en una mujer, blasfemias y profanación de la imagen de Jesucristo, se produce tan sólo cuatro meses después de su boda, y es desterrado, por su condición de noble, a las tierras que tiene su familia en la Provenza. Posteriormente se convierte en cliente asíduo de los prostíbulos de Madame Brissault y de Mme. Hecquet, y de los teatros del gran París, en los cuales se provee de sucesivas amantes: la jeune Dorville; la petite Le Roy danzarina de la Academia Real de Música; y jóvenes cómicas del Teatro Italiano: Mademoiselle Colet y otras. En 1772, varias prostitutas lo acusan de haberlas fustigado, y sodomizado. En el juicio se le condena a muerte, y a que su cuerpo sea quemado y sus cenizas esparcidas al viento. Escapó entonces a Italia acompañado de su cuñada, Mademoiselle Anne-Prospère de Launay, abadesa de un convento. Por influencia de su suegra son apresados y encarcelados en la fortaleza de Miolans, de la que se fuga. En muchos de sus escritos, como Justina o los infortunios de la virtud (1791), Juliette o las prosperidades del vicio (1796), Los ciento veinte días de Sodoma (publicada póstumamente) y La filosofía en el tocador (1795), describe con detalle sus diversas prácticas sexuales. Así, el término sadismo se emplea en psiquiatría para designar el tipo de neurosis que consiste en obtener placer sexual infligiendo dolor a otros. Su filosofía considera naturales tanto los actos criminales como las desviaciones sexuales. Sus obras fueron calificadas de obscenas y hasta bien entrado el siglo XX estuvo prohibida su publicación. Encarcelado en Vincennes. pasó seis años en esta prisión, después se le trasladó a la Bastilla y en 1789 al hospital psiquiátrico de Charenton. Abandonó el hospital en 1790 pero fue detenido otra vez en 1801. Rodó de prisión en prisión y en 1803 ingresó otra vez en Charenton, donde murió en 1814. Pidió ser enterrado anónimamente en el bosque para que "todos los vestigios de mi tumba desaparecieran de la faz de la tierra, así como también espero que todo vestigio de mi memoria sea borrado de la memoria del hombre." Durante casi dos siglos, eruditos, críticos y artistas congéneres han hurgado en la tumba de Sade, en un esfuerzo por consolidar un retrato definitivo del hombre. Algunos pensadores lo consideran como un geniomarginado; un profesor emérito del Mal. Los Surrealistas adoptaron a Sade como su santo patrono, al citarlo como "el ente más libre que jamás haya vivido".

NOTA: Debido a la extensión de la presente obra la publicamos dividida en cuatro partes. La obra contiene 72 cartas numeradas, más notas y advertencias de los editores. Las imágenes que ilustran esta edición digital pertenecen a cubiertas e ilustraciones interiores de distintas ediciones en papel de las obras de y sobre Sade, también llamado el "Divino Marqués".

ALINE Y VALCOUR O LA NOVELA FILOSOFICA

Marqués de Sade

PARTE 1 DE 4

NOTA PRELIMINAR

El autor considera su deber avisar que, habiendo cedido su manuscrito cuando salió de la Bastilla, se vio, por este motivo, en la imposibilidad de retocarlo. ¿Cómo es posible que, después de este inconveniente, la obra, escrita hace siete años, esté al día?
Ruega, pues a sus lectores que tengan en cuenta la época en que fue compuesta y así encontrarán cosas muy extraordinarias. Asimismo les invita a que no la juzguen hasta después de haberla leído con la mayor exactitud de principio a fin: en un libro como este no se puede formar una opinión basándose en la fisonomía de tal o cual personaje ni en tal o cual sistema aislado. El hombre imparcial y justo solamente se pronunciará sobre el conjunto.

Nam veluti pueris absinthia tetra medentes,
Cum dare conantur prius oras pocula circum,
Contingunt mellis dulci flavoque liquore
Ut puerum aetas improvida ludicifetur
Labrorum tenus; interea perpotet amarum
Absintiae laticem deceptaque non capiatur,
Sed potius tali tacta recreata valescat.


Luc. lib. IV*

* "Pues así como los médicos, cuando tratan de dar a los niños el repugnante ajenjo, untan primero de dulce miel los bordes de la copa, para burlar, sólo hasta los labios, la incauta edad de los pequeños y hacerles apurar entre tanto el amargo brebaje, con engaño, sí, pero sin daño, antes para que se repongan de este modo y recobren sus fuerzas". [Lucrecio. De la naturaleza; texto revisado y traducido por Eduardo Valentí. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1983] [T.]

ADVERTENCIA DEL EDITOR

Es justificado contemplar la presente colección de cartas como una de las obras más picantes que hayan aparecido desde hace mucho tiempo. Se puede afirmar que nunca trazó el mismo pincel contrastes más singulares y, si en ellas la virtud se hace adorar por la forma atractiva y sincera con que es presentada, con toda seguridad los espantosos colores que ha utilizado para pintar el vicio harán que sea detestado. Es difícil describirlo bajo una fisonomía horrible.
Del ensamblaje de tantos caracteres diferentes, que continuamente están interfiriendo los unos con los otros, debían resultar aventuras inauditas. Así, podemos afirmar que ninguna anécdota real... ninguna memoria, ninguna novela contiene peripecias más singulares y en ninguna otra parte, sin duda, se verá aumentar el interés y sostenerse con tanta destreza como vigor. Quienes gusten de los viajes encontraran con que satisfacerse y se les puede garantizar que nada hay tan exacto como las dos diferentes vueltas al mundo que, en sentido contrario, viven Sainville y Léonore.
Nadie ha llegado aún al reino de Butua, situado en el centro de África. Solamente nuestro autor ha penetrado en estos climas bárbaros. No se trata ya de una novela, son las notas de un viajero preciso, culto y que solamente cuenta lo que ha visto. Si en Tamoé quiere consolar a sus lectores de las crueles verdades que se ha visto obligado a describir en Butua recurriendo a ficciones más agradables, ¿se le debe reprochar? Solamente vemos aquí una cosa lamentable, que todo lo que hay de más horrible se encuentre en la naturaleza y que sea solamente en el país de las quimeras en donde se puede hallar lo justo y lo bueno.
Sea como fuere el contraste de estos dos gobernantes no dejará de agradar y estamos perfectamente convencidos del interés que debe despertar. Esperamos el mismo efecto de las relaciones de todos los personajes que se presentan a través de estas cartas de la artística conjugación de los unos con los otros a pesar de su asombrosa desproporción.
Sus principios debían ser opuestos, como sus fisonomías y si el autor se ha permitido pintarlas con trazos vigorosos ha sido solamente para mostrar con que ascendiente y al mismo tiempo con que facilidad, el lenguaje de la virtud pulveriza siempre los sofismas del libertinaje y de la impiedad. La idea de suavizar algunos discursos y algunos matices se ha presentado más de una vez, lo confesamos, ¿pero hubiéramos podido hacerlo sin diluir? Por muy pronunciado que sea el vicio, solamente debe ser temido por sus partidarios y, si triunfa sólo consigue inspirar más horror a la virtud: nada hay tan peligroso como suavizar sus tintas. Pintarlo a la manera de CrébiIlon significa hacer que se le ame y faltar, por consiguiente, a la finalidad moral que todo hombre de bien debe proponerse al escribir.
Otro rasgo singular de esta obra consiste en haber sido escrita en la Bastilla. La forma en que, aplastado por el despotismo ministerial, nuestro autor preveía la Revolución es sumamente extraordinaria y debe conferir a su obra un vivo interés. Con tantos derechos para excitar la curiosidad del público, con un estilo puro, siempre florido y universalmente original, con la reunión en la obra de tres géneros: cómico, sentimental y erótico, estamos absolutamente seguros de que esta edición nos la van a quitar de las manos. Los pedidos llegaran de todas partes porque la pluma del autor es muy conocida. Apenas si podremos servir a París y ya lamentamos no haber hecho una tirada mayor. Rogamos a quienes no hayan podido procurarse ejemplares que tengan un poco de paciencia, la segunda edición esta ya en la imprenta.
No obstante, tendremos críticos, contradictores y enemigos, estamos seguros de ello:

Amar a los hombres es peligroso,
Instruirles es una equivocación.

Tanto peor para, quienes condenen esta obra y no perciban el espíritu en que ha sido concebida: esclavos de los prejuicios y del hábito demostrarán que solamente son sensibles a las ideas preconcebidas y que jamás serán iluminados por la antorcha de la filosofía

 

CARTA PRIMERA

Déterville a Valcour

París, 3 de Junio de 1778

Ayer cenamos, Eugénie y yo, en casa de tu divinidad, mi querido Valcour... ¿Qué hacías tú?... ¿Eran los celos?... ¿EI enojo?... ¿EI temor?... Tu ausencia fue para nosotros un enigma que Aline no pudo o no quiso explicarnos y cuya clave nos costó mucho esfuerzo descifrar. Iba a solicitar noticias tuyas cuando dos grandes ojos azules que reflejaban a la vez el amor y la decencia, vinieron a fijarse en los míos rogándome que disimulase... Me callé; poco después me acerqué; quise inquirir la razón de ese misterio. Las únicas respuestas que obtuve fueron un suspiro y un signo con la cabeza. Eugénie no fue tampoco más afortunada; no presionamos más; pero Mme. de Blamont suspiro y yo la oí, esa mujer es una madre deliciosa, amigo mío; no creo que sea posible tener mas ingenio, un alma mas sensible, tanta gracia en los modales ni tanta amenidad en las costumbres. Es extremadamente raro que con tantos conocimientos alguien sea al mismo tiempo tan amable. He observado casi siempre que las mujeres instruidas tienen en el mundo una cierta rudeza; una especie de afectación que hace que se compre muy caro el placer de su compañía. Parece como si solamente quisiesen mostrar su ingenio en su gabinete o que, al no encontrarlo nunca en cantidad suficiente en aquellos que las rodean, no se dignasen rebajarse a mostrar el que ellas poseen.
¡Pero qué diferente de este retrato es la adorable madre de tu Aline! En verdad no me extrañaría que una mujer así despertase aun grandes pasiones, a pesar de haber alcanzado los treinta y seis años.
Por lo que hace a M. de Blamont, ese indigno esposo de una mujer demasiado digna, fue tajante, sistemático y desabrido como si estuviese administrando justicia en nombre del rey; desencadenó una serie de invectivas contra la tolerancia , hizo la apología de la tortura, nos habló con una especie de regocijo de un desgraciado a quien sus colegas y él iban a infligir, al día siguiente, el suplicio de la rueda ; nos aseguró que el hombre era malo por naturaleza y que no había nada que debiera evitarse para hacerlo encadenar; que el temor era el resorte más poderoso de las monarquías y que un tribunal encargado de recibir delaciones era una obra maestra de la política. Seguidamente nos habló de unas tierras que acababa de comprar, de la sublimidad de sus derechos y, sobre todo, del proyecto que abriga de instalar en ellas una casa de fieras de las que, te lo garantizo, él será el animal más peligroso.
Pocos minutos antes de que fuese servida la cena llegó otro individuo, corto y cuadrado, cuyo espinazo se adornaba con una casaca de paño verde oliva, guarnecida de arriba a abajo con un bordado de ocho pulgadas de anchura cuyo dibujo me recordó al que llevaba Clovis en su manto real. Este hombre pequeño poseía un pie muy grande asentado sobre unos tacones altos en medio de los cuales se apoyaban dos piernas enormes. Si se intentaba buscar su cintura no se encontraba más que un vientre. ¿Interesaba una idea de su rostro? no se percibía más que una peluca y una corbata de cuyo centro se escapaba a veces un falsete discordante que permitía dudar si el gaznate del que emanaba era efectivamente el de ser humano o el de una vieja cotorra. Este ridículo mortal, absolutamente fiel al retrato que de el he trazado, se hizo anunciar como M. Dolbourg.

Un capullo de rosa que, en ese mismo instante, Aline lanzaba a Eugénie, vino a perturbar desafortunadamente las leyes de equilibrio que se había impuesto el personaje con la intención de deducir de ellas su reverencia de entrada. Tropezó con el capullo de rosa y definitivamente llegó hasta nosotros con la cabeza por delante. Este golpe inesperado, este súbito derrumbamiento de las masas, descompuso un poco sus postizos atractivos, la corbata voló por un lado, la peluca por otro y el infeliz, desparramado y desguarnecido de esta guisa, provocó a mi loca Eugénie un ataque de risa tan espasmódico que nos vimos obligados a conducirla a una sala contigua en donde llegue a creer que se desvanecería... Aline se contuvo, el presidente se enfadó, Mme. de Blamont se mordía los labios para no reventar de risa y se deshacía en señas de interés... Dos lacayos levantaron al hombrecillo que, como una tortuga volteada, no podía recobrar la elasticidad necesaria para restablecer su verticalidad. Se le enfundó en su peluca y se rehizo artísticamente el nudo de su corbata, Eugénie apareció y el anuncio de la cena vino a restaurar el orden general al obligar a cada cual a ocuparse en una sola idea.
Las exageradas cortesías del presidente hacia el hombrecillo, la noticia que recibí ulteriormente de que tenía cien mil escudos de renta, cosa que hubiera apostado con sólo verle la cara; el fastidio de Aline, el gesto afligido de Mme. de Blamont, los esfuerzos que hacía para distraer a su querida hija, para impedir que los demás percibiesen el malestar que la embargaba; todo me convenció de que ese desgraciado banquero era tu rival y rival tanto más peligroso por cuanto me pareció que el presidente estaba entusiasmado con él.
¡Amigo mío, qué alianza!... ¡Unir un mortal tan prodigiosamente ridículo a una joven de diecinueve años hecha como las Gracias, lozana como Hebe y más bella que Flora! Atreverse a sacrificar a la estupidez en persona el espíritu más dulce y más agradable; adaptar a un abultado volumen de materia el alma más sutil y más sensible; reunir la inactividad más plúmbea con un ser cuajado de talentos, ¡que atentado, Valcour!... ¡Oh! no, no..., o la Providencia es insensible o no lo permitirá jamás... Eugénie se lleno de tristeza en cuanto adivino la fechoría. Loca, atolondrada, e incluso un poco cruel, pero dispuesta a inmolar su sangre en aras de la amistad, pasó rápidamente de la alegría a la cólera mas extremada desde el momento en que la hice partícipe de mis sospechas... Miro a su amiga y las lágrimas vinieron a bañar sus mejillas rosas que la alegría acababa de encender. Aconsejó a su madre que se retirase temprano; no podéis soportarlo y si esa fechoría era real, no había nada, decía golpeando el suelo con sus pies, que ella no hiciera para impedirlo. Pero Aline se obstinaba en su silencio... Mme. de Blamont se limitaba a suspirar cuando yo la interrogaba; y optamos por retirarnos.
He aquí, mi querido Valcour, el estado en que dejé las cosas; en prenda de mi sincera amistad debes instruirme de todo lo que puedas averiguar; espéralo todo de la mía y de la de Eugénie y convéncete de que la felicidad que nos aguarda no puede realmente ser perfecta mientras sepamos que hay obstáculos entre la de Aline y la tuya.


CARTA II

Aline a Valcour
6 de Junio

¿De qué expresiones me serviría yo? ¿Cómo suavizaría el golpe que necesariamente he de asestaros? Mis sentidos se nublan, mi razón me abandona, si existo es solamente por el sentido de mi dolor ¿Por qué os habré visto?, ¿por qué me habéis arrastrado al abismo con vos?, ¿por qué esos rasgos cautivadores han penetrado en mi alma? ¡Ay!, ¡qué breves han sido nuestros instantes de dicha! ¿Quién sabe, ¡Dios mío!, quién sabe cuales serán los límites de los que nos aguardan? Amigo mío, es imperativo que no nos veamos más... Ya ha sido pronunciada la frase cruel, ¡he podido escribirla sin morir!...
Emulad mi valor. Mi padre me ha hablado como un amo quiere ser obedecido. Se presenta un partido, ese partido le conviene, eso basta. No pide mi consentimiento, consulta su interés y a sus caprichos debo inmolar por completo todos mis sentimientos. No acuséis a mi madre, ella no ha dicho nada, no ha hecho nada, ni siquiera lo imagina aún...Vos sabéis cómo ama a su hija y no ignoráis tampoco los sentimientos de ternura que despertáis en ella... Nuestras lágrimas han corrido parejas... El muy bárbaro las ha visto y no le han conmovido en absoluto... ¡Oh, amigo mío! creo que el habito de juzgar a los demás hace necesariamente a las personas duras y crueles.
– Es un partido conveniente, ha dicho enfurecido a mi madre, no soportaré que mi hija lo pierda. Dolbourg es amigo mío desde hace veinticinco años y tiene una renta de cien mil escudos, ¿acaso pueden todas vuestras pequeñas consideraciones contrarrestar, un argumento tan poderoso? ¿Es que actualmente la gente se casa por amor?... Lo hace por interés; esa es la única ley que debe estrechar los lazos del himeneo. ¡Qué importa el amor siempre que uno sea rico! ¿Acaso el amor proporciona la consideración en el mundo? No por cierto, señora mía, es la fortuna, y no se puede vivir sin consideración. Además, ¿Qué tiene mi amigo Dolbourg que puede inspirar el distanciamiento de vuestra hija? (¡Oh, Valcour, quisiera que le vieseis!) ¿Es acaso porque no es uno de esos mequetrefes de hoy en día que, haciendo creer a una joven que se han prendado de ella únicamente porque saben que es muy rica, se casan con la dote y dejan a la chica? ¿O quizás os sentís seducida por el talento y el ingenio? ¿Eh? ¿Porque un hombre haya hecho algunas comedias, algunos epigramas, porque haya leído a Homero y a Virgilio va a poseer, por eso sólo hecho todo lo necesario para la felicidad de vuestra hija?
Veréis, amigo mío, a quien iba destinado este último sarcasmo; pero el muy cruel, temiendo que no le hubiésemos entendido aún:
− Os ruego, replicó encolerizado, que escribáis al punto a M. de Valcour y le comuniquéis que sus visitas me honran infinitamente, sin duda, pero que, no obstante, me complacería que las suprimiese; no quiero entregar mi hija a un hombre que no tiene nada.
− Su cuna, respondió mi madre, es más alta que la mía.
− Lo sé de sobras; ya apareció, como siempre, el orgullo de los aristócratas, para ellos el nacimiento lo es todo. ¿Queréis que a mi hija le suceda con su Valcour lo que a mí me ha sucedido con vos? ¿Casarse con unos pergaminos?... ¿De qué me sirve, decidme, el que me habéis dado?... Preferiría veinticinco mil francos anuales que todas esas genealogías que, como los gusanos de luz, solamente brillan gracias a la oscuridad, que solamente son ilustres porque no podemos divisar su origen y de las que se puede afirmar lo que se quiera porque carecen de principio. Valcour es de buena casa, lo sé; además tiene a vuestros ojos un gran merito, le apasiona la literatura; pero yo, que no me conmuevo ante estas consideraciones, quiero dinero... Y no tiene un céntimo. Esta es su sentencia, comunicádsela, os lo aconsejo.
Con estas palabras desapareció y nos dejó, a mi madre y a mí, anegadas en el llanto.
No obstante, amigo mío, porque es necesario que alivie con un poco de bálsamo las heridas que acabo de infligiros, la esperanza no ha abandonado mi corazón, y esa madre respetable, que yo idolatro y que os ama, me encarga positivamente que os diga, que no desea que desesperéis... Esta casi segura de poder ganar tiempo y en circunstancias como las presentes el tiempo supone mucho. Rendíos, pues, a las órdenes de mi padre; no volváis, pero escribidnos. Un caso de suma importancia mantendrá al presidente en París durante todo el verano, y creo que mi madre conseguirá la autorización de pasar esta estación sola conmigo en su pequeña posesión de Vertfeuille, cerca de Orleáns; único bien que aportó a mi padre que; como veis, se lo reprocha con crueldad. Su objeto es conseguir del presidente que no precipite nada; se encargará, dice, de disponerme a todo y de vencer mi repugnancia, siempre que no se ejerza presión alguna y que se nos permita pasar algunos meses solas en Vertfeuille... Amigo mío, si lo consigue, os confieso que lo consideraré como una victoria a medias; el tiempo lo es todo en estas crisis tan terribles, tanto tenerlo como obtenerlo lo significa todo.
Adiós, no os alarméis, amadme, pensad en mí, escribidme... Que yo ocupe todos vuestros instantes al igual que vos llenáis mi corazón... ¡Oh, amigo mío! Pocas cosas harían falta para separarnos para siempre; pero lo que al menos me consuela en mi desgracia es la certeza que poseo de que ninguna fuerza, divina o humana, conseguirá impedirme que os ame.


CARTA III

Valcour a Aline

7 de Junio

Si, la he leído, esa frase cruel... ¡He recibido el golpe que ha de quebrantar mi vida, y todas las facultades que la componen no se han desvanecido! ¡Oh, mi Aline! ¿cuál ha sido el arte que habéis empleado para asestarlo? ¡Me dais la muerte y queréis que yo viva!... ¡Destruís mi esperanza y, al mismo tiempo, la reanimáis!... No, no moriré... No se que voz se deja oír en el fondo de mi corazón... No sé qué órgano secreto parece decirme que viva y que todos los instantes de la felicidad no se han extinguido aun para mi... No, no se que es esa emoción, pero cedo ante ella... ¡No veros más, Aline!.. ¡No embriagarme mas en esos ojos que adoro, con el delicioso sentimiento de mi amor!... ¿Sois vos quien me lo ordena?... ¡Ah! ¿Qué habré hecho yo para merecer tal suerte?... ¡Renunciar yo al encanto de poseeros un día! No, no me lo decís vos. Mi infortunio acrecienta mis inquietudes, alimenta aún las quimeras que vuestras confortadoras palabras intentan hacer menos horribles. Sólo nos hace falta tiempo, decís; tiempo, Aline... ¡Oh cielos! ¿imagináis como es el tiempo que transcurre lejos del ser amado?... ¿En el que no se puede oír su voz, en el que no se puede gozar de su mirada? ¿no es pedir a un hombre que exista separado de su alma?... Yo estaba preparado para este golpe fatal, Déterville, me habéis puesto sobre aviso, pero ignoraba que las cosas hubieran llegado tan lejos y, sobre todo, que vuestro padre exigiría que yo no os viera ya nunca más... ¿Quién ha podido informarle de nuestros secretos? ¡Ah! ¿es que cabe esconderse cuando se ama? Si ha sorprendido nuestras miradas habrá averiguado nuestro amor... ¿Qué haré, ¡ay! durante esta terrible ausencia?... ¿Qué queréis que haga de mi persona? ¡Si al menos hubiera podido deciros cuánto os amo!... Me parece como si no os lo hubiera dicho nunca... Oh no, no os lo he dicho nunca tal y como lo siento... ¿Y cómo lo hubiera conseguido? ¿Qué palabra podría encerrar este fuego divino que me devora? Ora aniquilada por la fuerza misma de este sentimiento que me absorbe... ora abrasada por vuestras miradas... mi alma sentía sin poder expresar; todas las presiones me parecían demasiado débiles... Y ahora lamento haber perdido tantas ocasiones o haberlas aprovechado tan mal. ¡Cómo voy a añorar esos momentos tan breves y tan dulces! Aline, Aline, ¿creéis que yo pueda vivir sin ellos? Y sin embrago lloraréis... ¡vuestra alma se anegará en el dolor y yo no podré compartir sus angustias! Que, al menos, no tenga lugar ese cruel himeneo... Considero lo que decís como un juramento de que no se realizará jamás... El bárbaro os sacrifica... ¿y a qué?... a su ambición, a su interés... ¡Y además tiene la osadía de hallar sofismas en que apoyar sus horribles sistemas!... "El amor, dice, no hace la felicidad en los lazos del himeneo". ¿Y cuáles son esos lazos cuando el amor no los forma? Un pacto mercenario y vil, un tráfico vergonzoso de fortunas y de nombres que sólo encadena a las personas, abandonando el corazón a todos los desórdenes de la desesperación y del despecho. ¿En qué se convierten entonces esos bienes tan anhelados? ¿Son destinados a los hijos que ya no serán sino el fruto del azar o del interés? Se disipan, se pierden con mayor presteza que con que se adquirieron y la necesidad que ambos experimentan de sacudirse la cadena que les oprime, abre el abismo espantoso que los devorará en un solo día sin remedio. ¿Dónde está, pues, el provecho y la dicha de esos matrimonios de conveniencia, ya que las mismas fortunas que han estrechado los nudos desaparecen ya sea para aflojarlos, ya para deshacerlos?
Pero concebir la esperanza de conducir a vuestro padre a opiniones razonables es empresa semejante a la de hacer que un río remonte a sus fuentes. Independientemente de los prejuicios de su condición, prejuicios cruelmente odiosos, sin duda, tiene además aquellos (excusadme la expresión) de una cabeza estrecha y un corazón frío; y este tipo de personas ama demasiado el error como para que quepa la esperanza de conseguir que renuncien a él.
¡Qué respetable el comportamiento de Mme. de Blamont en todo este asunto y cuánto la adoro! ¡Qué conducta, qué prudencia! ¡Qué amor por vos! Adorad a esta madre, sólo su sangre lleváis vos... Es imposible, es moralmente imposible que una sola gota de la de ese hombre cruel fluya por vuestras venas... Dulce y divina amiga de mi corazón, hay ocasiones en las que me complazco en imaginar que si habéis recibido la existencia en el seno de esta madre adorable, ha sido gracias al hálito de la divinidad; ¿no admitís la mitología de los griegos este tipo de existencias?; ¿no las hemos recibido nosotros en nuestras opiniones religiosas? Pero hubiera sido necesario un milagro... ¿Y por quién, Dios mío, por quién lo haría la naturaleza si no por mi Aline?... ¿No es, ella misma un milagro?... Dejadme esta opinión, mi divina amiga, me consuela... Aumenta, me parece, aún más el culto que os profeso... ¿Sí, Aline?... si, sois la hija de un dios o, mejor, sois vos misma un dios y a través de vuestras miradas la naturaleza entera recibe la existencia: purificáis todo lo que os toca, vivificáis todo lo que os rodea; la virtud solamente es grata cerca de vos, solamente se la conoce en donde vos estáis; sostenida por el imperio de la belleza, cautiva gracias a vuestros rasgos, seduce a través de vos; y nunca me siento más honrado que cuando me acerco a vos o cuando os dejo. ¿Quién animará ahora en mi corazón estos sentimientos que nacen cerca de vos... quien me fortificará durante el resto de mi vida? Mi alma va a marchitarse separada de la vuestra, le sucederá lo que a esas flores que se secan a medida que se alejan de ellas los rayos del astro que las hizo nacer... ¡Oh, mi querida Aline! ya no habrá para mí en la tierra un solo instante de felicidad... Pero os escribiré, al menos... ¿Me lo permitís?... Podré hacerlo... ¡Ay!, es un consuelo, sin duda, pero ¡qué lejos está del que yo deseo, del que yo necesito! ... Y ¿cuando será ese viaje? ¡qué! ¿no os veré ya antes de que partáis y, por primera vez en mi vida, desde hace tres años que os conocí, voy a pasar una temporada entera lejos de vos?... ¡Orden bárbara!... ¡padre cruel! Aliviad, Aline, esta terrible y funesta decisión... Haced que pueda veros aún un solo día... sólo una hora ¡ay! no deseo otras cosa para poder vivir un año; en esa hora preciosa recogeré todo lo que mi alma necesite para existir durante siglos... Madre adorable, permitid que os implore; solicito esta gracia besando vuestros pies... Recordad esa indulgencia tan activa y tan dulce que os caracteriza; esa bondad, esa humanidad que os hacen tan sensible a la suerte amarga del infortunio. ¡Ay! jamás habréis socorrido a un desgraciado cuyos males fueran más agudos. Que la naturaleza me agobie con todos los que quiera, pero que me deje los ojos de Aline y su corazón... Espero vuestra respuesta; la espero como los criminales esperan el golpe fatal. ¡Ah! si la temo es que la adivino... Pero una hora, Aline... una sola hora... o, de lo contrario no habréis amado jamás... Alejad, cuando menos, a ese hombre... que no vaya con vos al campo... No os pido que rechacéis los lazos con que os ofrece uniros a él. No, Aline, no os lo pido; hay algunos casos en los que una simple recomendación es un ultraje y creo que este es uno de ellos. Sí, me atrevo a estar seguro de vos porque me habéis dicho que yo no os era del todo indiferente y que no queríais arrancar el corazón de vuestro amigo.


CARTA IV

Aline a Valcour

9 de Junio

Os agradezco vuestra resignación, amigo mío, aunque no sea completa; no importa, no abuséis de lo que voy a deciros, pero mi reconocimiento hubiera sido menor si hubieseis obedecido de mejor grado. Que vuestras penas se aplaquen, mi querido Valcour, en la certeza de que las comparto. Ignoro lo que mi madre haya podido decir a su marido, pero M. Dolbourg no ha vuelto a aparecer desde la noche aquella en que cenó aquí. He creído adivinar, menos severidad en los ojos de mi padre; no vayáis a creer que de ello se deriva que sus primeros proyectos se han anulado, os amo demasiado sinceramente como para dejar nacer en vuestro corazón una esperanza que perderíais pronto. Pero las cosas no serán tan rápidas como yo lo temía, y en unas circunstancias como éstas, os lo repito, es todo obtener algún aplazamiento.
Nuestro viaje a Vertfeuille está decidido: mi padre se muestra de acuerdo en que vayamos mi madre y yo durante el verano; en cuanto a él sus asuntos le obligan a quedarse en París: nos dejará solas y tranquilas; pero no os oculto, amigo mío, que una de las cláusulas de este permiso, es que vos no aparezcáis. Juzgad, por esta severidad, si sería posible concederos la hora que solicitáis con tanta insistencia.
Al interés que mi madre tenía de saber por qué razón habíais resultado tan sospechoso al presidente, el le contesto:
"Que nunca se hubiera imaginado, cuando os presentasteis en su casa, que osaseis poner vuestras miradas sobre su hija; que únicamente a título de conocimiento y amistad social os había acogido; pero dándose al final cuenta de nuestros sentimientos mutuos, este descubrimiento fatal le había determinado a elegir prontamente un yerno que a un seductor sin la esperanza de desviar a su hija de sus deberes, y que no había encontrado nada mejor que Dolbourg, hombre muy rico y su amigo desde hacia mucho tiempo."
Mi madre, muy contenta de llevarle poco a poco a una explicación, sin combatir en absoluto su proyecto, le preguntó los motivos de su alejamiento para con vos. La falta de fortuna fue enseguida su argumento indestructible, y no pudiendo, dijo, rechazar vuestras cualidades (como si su orgullo estuviera desolado por una confesión que le resultaba imposible omitir), se ha lanzado de entrada sobre vuestros defectos, y el que os reprocha con más acritud es la falta de ambición, la sorprendente despreocupación que mostráis hacia vuestra fortuna y el nefasto error que, en su opinión, habéis cometido al abandonar el servicio siendo tan joven. Mi madre quiso oponer a esto vuestros talentos, vuestro amor por las letras, que; absorbiendo toda otra afición, os ha aislado, por así decirlo, para poder estudiar más detenidamente. A esto el presidente, enemigo capital de todo lo que se denomina Bellas Artes se ha excitado una vez más... − ¿Y qué hacen esos miserables para alcanzar la felicidad de la vida, señora? replicó enardecido, ¿acaso habéis visto a lo largo de vuestra existencia que las artes o incluso las ciencias hayan hecho la fortuna de un solo hombre?... Yo, al menos, no lo he visto jamás, ya no es como en otros tiempos, en que, con una hipótesis, un silogismo, un soneto o un madrigal, se da a conocer uno en el mundo y se llega a todo; los Horacios no encuentran ya un Mecenas, ni los Descartes, una Cristina. Lo que hace falta es dinero, señora mía, dinero. Esa es la única llave de los cargos y de los honores y vuestro querido Valcour no lo tiene. Es joven, tiene ingenio y un cierto mérito −observad, amigo mío, la escasa alegría con que se ha dignado concederos un cierto mérito- con estas ventajas, continuó, ¿qué le estaría vedado? El templo de la Fortuna está abierto a todo el mundo; solamente hay que cuidar de no dejarse aventajar por la muchedumbre que se abre paso a codazos y que quiere llegar antes que vos... A los treinta años, con su fecha, el nombre que lleva y las alianzas que puede hacer valer, sería hoy mariscal de campo si lo hubiese querido.
¡Oh! amigo mío; os pido perdón; pero estos reproches, ¿no son merecidos? ¡No os imaginéis que es mi corazón el que os recrimina, que no soy dueña de mi mano! que no puedo probaros al instante hasta que punto estos prejuicios son viles a mis ojos, pero, amigo mío, vos mismo me lo habéis repetido cien veces, la consideraci6n es, necesaria en el mundo y si ese publico es lo bastante injusto como para no querer concedérsela mas que a quienes ostentan honores, el hombre prudente, que concibe la imposibilidad de vivir sin ella, debe hacer todo lo posible para adquirir lo necesario para merecerla.
¿No habrá un poco de repugnancia, un poco de misantropía en esa despreocupación que se os reprocha? Quisiera que me aclaraseis todo esto, pero no justificándoos; pensad que habláis a la mejor amiga de vuestro corazón.


CARTA V

Valcour a Aline

12 de Junio

Si, Aline, estoy en un error y vos me lo hacéis sentir; la confianza es la más dulce prueba de amor y tengo el aspecto de quien os la ha negado al no relataros las desdichas de mi vida; pero ese silencio por mi parte desde que os conozco tiene su origen en dos principios que espero no censuraréis, el temor de aburriros con historias que sólo a mí me interesan y mi vanidad, que sufriría con su narración. Uno quisiera elevarse incesantemente a los ojos del ser amado y guarda silencio cuando lo que puede decir de si no tiene nada de halagador. Si el azar me hubiese unido a otra persona, quizás me hubiera mostrado menos orgulloso; pero supisteis inspirarme tanto desde el momento en que creí haber despertado vuestra sensibilidad, que, desde ese instante, me hicisteis avergonzarme de mí mismo y de mi audacia de colocar en vuestras cadenas a un esclavo tan poco digno de vos ¡Me sentía tan lejos de lo que juzgaba necesario para merecerlo! y prefería dejaros creer que era digno de vos que mostraros vuestro error.
Ahora exigís confidencias que yo prefería callar; no os culpéis sino a vos misma si en ellas veis motivo para estimarme menos y que mi franqueza o mi obediencia me hagan recuperar en vuestro corazón lo que la verdad me arrebate. Todas mis faltas son anteriores al instante en que os vi por vez primera. ¡Ay! es mi única excusa; desde ese momento dichoso no he conocido más que el amor y la virtud; ¿y cómo hubiera osado después mancillar con nuevos extravíos el corazón en donde reinaba vuestra imagen?

Historia de Valcour

No voy a hablaros mucho de mi nacimiento, ya lo conocéis; solamente os relataré los errores a los que me ha inducido la ilusión de un origen vano del que casi siempre nos enorgullecemos injustificadamente, ya que esta ventaja se debe exclusivamente al azar.
Relacionado, por parte de mi madre a todo cuanto de grandeza pudiera haber en el reino; unido, por mi padre a todo lo que podía haber de más distinguido en la provincia de Languedoc; nacido en París en medio del lujo y de la abundancia, creí, desde que tuve use de razón, que la naturaleza y la fortuna se habían unido para colmarme con sus dones; lo creí porque otros cometieron la estupidez de decírmelo y este prejuicio ridículo me hizo altivo, despótico e iracundo; parecía como si todo debiera ceder ante mí, como si el universo entero debiera atender mis caprichos y como si a mí no me correspondiese más que concebirlos y satisfacerlos; solamente os relataré un rasgo de mi infancia para convenceros del peligro que encerraban los principios que, con toda ineptitud, dejaban germinar en mí.
Nacido y educado en el palacio de un príncipe ilustre con quien mi madre tenía el honor de estar emparentada y que tenia, poco mas o menos mi edad, se afanaban en que me reuniese con el a fin de que, siéndole conocido desde mi infancia, pudiese yo encontrar su apoyo en todos los instantes de mi vida; pero mi vanidad de aquella época, que no entendía aún nada de estos cálculos, se sintió herida un DIA en nuestros juegos infantiles porque el quería disputarme algo, y mucho más aún por que, con muy justos títulos, sin duda, él se creía autorizado por su rango para hacerlo. Me vengue de sus resistencias mediante golpes muy numerosos, sin que ninguna consideración lograse detenerme y sin que nada que no fuese la fuerza o la violencia consiguiese separarme de mi adversario.
Fue aproximadamente en esa época cuando mi padre recibió el encargo de llevar a cabo las negociaciones; mi madre le siguió y yo fui enviado a casa de una abuela en Languedoc cuyo cariño excesivamente ciego alimentó en mí todos los defectos que acabo de confesar.
Volví a París a realizar mis estudios bajo la tutela de un hombre fuerte y dotado de mucho ingenio, muy adecuado, sin duda, para formar mi juventud, pero que, para mi desgracia, no conserve durante mucho tiempo. Se declaró la guerra, en el afán de hacerme servir se interrumpió mi educación y salí para el regimiento en donde había sido empleado, a una edad en que, de haber seguido las cosas su curso natural, solamente se debería ingresar en la Academia.
Quiera Dios que se reflexione sobre el vicio dominante en nuestros días y que se vea que el objeto esencial no consiste en tener militares muy jóvenes, sino en tenerlos muy Buenos; y que, según el prejuicio actual, resulta de todo punto imposible que esta clase de ciudadanos tan útil pueda ser perfecta nunca mientras se siga el criterio de ingresar- joven, ignorando si se poseen los requisitos para ser admitido y sin comprender que es imposible poseer las virtudes necesarias mientras no se conceda a los jóvenes aspirantes la posibilidad de adquirirlas a través de una educación prolongada y perfecta.
Se iniciaron las campanas y me atrevo a afirmar que las hice bien. Esa impetuosidad natural de mi carácter; esa alma de fuego que la naturaleza me había otorgado no hacía sino incrementar la fuerza y la actividad de esa virtud feroz que recibe el nombre de valor y que, cometiendo un grave error, sin duda, se considera como la única necesaria en nuestra profesión.
Nuestro regimiento, aplastado en la penúltima campaña de esta guerra, fue enviado a una guarnición de Normandía; ahí es donde comienza la primera parte de mis desdichas.
Acababa de cumplir la edad de veintidós años; perpetuamente arrastrado hasta entonces por los trabajos de Marte, no conocía mi corazón y tampoco sospechaba que fuese sensible, Adélaïde de Sainval, hija de un antiguo oficial retirado en la ciudad donde nos encontrábamos, supo convencerme sin tardanza de que todos los fuegos del amor debían abrasar fácilmente un alma como la mía; y que, si no habían ardido hasta entonces, era porque ningún objeto supo cautivar mis miradas. No voy a describiros a Adélaïde; sólo uno era el género de belleza destinado a despertar el amor en mí, siempre fueron unos los rasgos que iban a permitirle penetrar en mi alma y lo que me embriagó en ella fue el esbozo de las bellezas y las virtudes que idolatro en vos. La amaba porque debía adorar necesariamente todo lo que estuviese relacionado con vos; pero esta razón que legitima mi derrota, constituye el crimen de mi inconstancia.
En las guarniciones está muy extendido el uso de que cada cual elija una amante y de no considerarla, desdichadamente, más que como una especie de divinidad a quien se deifica para matar el tiempo, que se cultiva en apariencia y que se abandona en el instante en que se despliegan las banderas. Al principio creí de buena fe que esto no ocurriría jamás, que yo amaría a Adélaïde; la forma en que se lo aseguré la persuadió; exigió juramentos, se los hice; quería escritos, se los firmé y al hacerlo creí que no la engañaba. A salvo de los reproches de su corazón, creyéndose quizás incluso inocente, ya que había cubierto su debilidad con todo lo que le parecía apto para legitimarla, Adélaïde cedió y yo osé hacerla culpable al no pretender más que encontrarla sensible.
Seis meses transcurrieron en esta ilusión sin que nuestros placeres alterasen nuestro amor; en la embriaguez de nuestros éxtasis llegó un momento incluso en que quisimos huir; inseguros de la libertad de formar nuestras propias cadenas, quisimos ir a forjarlas juntos al otro extremo del universo... La razón triunfó; yo convencí a Adélaïde y desde ese momento fatal fue evidente que la amaba menos. Adélaïde tenía un hermano, capitán de infantería a quien esperábamos iniciar en nuestros propósitos... Lo esperábamos, pero no llegó. El regimiento salió, nos despedimos, corrieron los ríos de lágrimas; Adélaïde me recordó mis juramentos, los renové entre sus brazos... y nos separamos.
Ese invierno mi padre me llamó a París, volé hacia él; se trataba de un matrimonio; su salud flaqueaba, deseaba verme establecido antes de entregar el alma; ese proyecto, los placeres ¿qué os diría yo? esa fuerza irresistible de la mano del destino que nos lleva siempre a nuestro pesar a donde sus leyes quieren que estemos, todo borró poco a poco a Adélaïde de mi corazón. No obstante, hablé a mi familia de este compromiso; el honor me obligaba a ello y lo hice; pero la negativa de mi padre legitimó muy pronto mi inconstancia; mi corazón no presentaba objeción alguna y cedí sin combatir sofocando mis remordimientos. Adélaïde no tardó mucho en saberlo... Es difícil expresar su tristeza; su amor, su sensibilidad, su grandeza, su inocencia, todos esos sentimientos que poco antes hicieran mis delicias llegaban a mí como palabras apasionadas sin que ninguna alcanzase mi corazón.
Dos años pasaron así, para mí los hilaron las manos el placer, para Adélaïde quedaron marcados por el arrepentimiento y la desesperación.
Un día me escribió pidiéndome como único favor que obtuviese para ella una plaza en las Carmelitas; que se lo hiciese saber tan pronto la hubiese conseguido; que ella se escaparía de la casa de su padre y vendría a enterrarse viva en el ataúd que me rogaba le preparase.
Perfectamente tranquilo entonces, osé responder con algunas chanzas a ese horrible proyecto del dolor y, rompiendo al fin todo comedimiento, exhorté a Adélaïde a que olvidase en el seno del matrimonio los delirios del amor.
Adélaïde no me escribió más. Pero tres meses después supe que se había casado; y liberado así de todos mis lazos, sólo pensé en imitarla.
Un acontecimiento, terrible para mí, vino a estorbar mis proyectos; tal parece que el cielo quisiera vengar ya a Adélaïde del infortunio al que yo la había arrojado. Mi padre murió, poco después le siguió mi madre y con veinticinco años me vi solo, abandonado en el mundo a todas las desgracias y todos los accidentes que persiguen ordinariamente a un joven de mi carácter a quien corrompen los falsos amigos y a quien la experiencia no esclarece aún y que, en el colmo de su ceguera, se atreve a menudo a tomar como un golpe de suerte el acontecimiento que le convierte en su propio dueño, sin considerar; ¡ay! que los mismos frenos que le mantenían cautivo servían también para sostenerle y que, desde el instante en que se rompen, no es sino como esas plantas ligeras, liberadas por la caída del álamo añoso que protegía sus jóvenes ímpetus y que no tardan en sucumbir por falta de asidero. No solamente perdía unos padres amantes y preciosos; no sólo quedaba sin apoyo alguno en la tierra, sino que todo se eclipsaba, todo se esfumaba con ellos; esa gloria vana que me había seducido quedó convertida en una sombra que se desvanecía con los rayos que la modificaban. Los aduladores huyeron, los cargos se otorgaron, las protecciones se perdieron, la verdad desgarró el velo que la mano del error extendía sobre el espejo de la vida y finalmente me vi tal y como era.
Sin embargo no sentí inmediatamente mis pérdidas. Para apreciarlas, era necesaria la horrible catástrofe que me aguardaba. Aline, Aline, permitid que mis lágrimas fluyan aún sobre las cenizas de esos padres queridos; quiera Dios que mi eterno arrepentimiento sea su venganza de esa voz funesta e involuntaria que, en el fondo de mi alma, se atrevió a gritar: "¿De qué te lamentas?, ¡eres libre!". ¡Oh justo cielo! ¿Quién pudo inspirar esa voz salvaje, cuál es el sentimiento falso y cruel que la hizo nacer? ¿Dónde se encuentran en el mundo amigos que puedan sustituir al padre y a la madre? ¿Quién nos mostrará un interés más real y más vivo? ¿Quién nos excusará? ¿Quién nos aconsejará? ¿Quién sostendrá para nosotros el hilo en ese dédalo oscuro al que nos arrastran las pasiones? Algunos aduladores nos extraviarán, los falsos amigos nos engañarán. Solamente trampas se abrirán a nuestros pies y ninguna mano compasiva nos impedirá caer en ellas.
Era esencial poner un poco de orden en los bienes de mi padre, que había vivido muy lejos de sus posesiones; los gastos que habían acarreado los años pasados en las negociaciones los habían mermado considerablemente; antes de pensar en establecerme, mi interés me obligaba a acudir sin tardanza a Languedoc para tomar al menos noticia de lo que me pudiera corresponder. Obtuve permiso y emprendí el viaje.
La magnificencia de la ciudad de Lyon, que se encontraba en mi camino, me incitó a permanecer en ella varias semanas para admirarla. El azar, que me hizo encontrar a algunos antiguos conocidos terminó por consolidar y amenizar este proyecto y juntos compartimos los placeres que ofrece esa altiva rival de París cuando una tarde, al salir de un espectáculo, uno de mis amigos, llamándome por mi nombre en muy alta voz, me propuso ir a cenar a casa del intendente y se perdió entre la muchedumbre antes de que yo pudiese responderle.
Al oír el nombre de Valcour un oficial vestido de blanco y que parecía salir del mismo lugar que nosotros me abordó con el rostro oculto por su sombrero y me preguntó visiblemente turbado si había oído bien y si Valcour era mi nombre.
Poco inclinado a responder abiertamente a una pregunta formulada con tanta brusquedad y altivez, le pregunté con arrogancia qué necesidad había de aclarar este extremo.
– ¿Qué necesidad, señor? la más grande.
– ¿Y qué más?
– La de reparar un ultraje infligido a una familia honrada por un hombre de ese nombre, la de lavar en la sangre de ese hombre o en la mía la virtud de una hermana adorada... Responded o de lo contrario os consideraré un hombre de mala fe.
− Os conozco y os oigo; ¿sois el hermano de Adélaïde?
– Si, lo soy y desde el instante fatal que nos la arrebató...
– ¿Que decís? ¿ella ya no vive?
– No, cruel, tus indignos procedimientos hundieron una daga en su corazón y desde ese momento te busco para arrancar el tuyo o para morir bajo tu espada. Ven, sígueme, lamento cada instante de demora en mi venganza.
Llegamos rápidamente a la parte trasera del teatro, atravesamos el Ródano y nos perdimos en los paseos que se encuentran en la orilla opuesta, frente a la ciudad, nos disponíamos a batirnos cuando, aguijoneado por el poderoso interés que aún me inspiraba esa amante desdichada
– Sainval, dije embargado por la emoción, voy a daros satisfacción; si la suerte es justa es posible que pronto esta sea mayor, porque yo soy el culpable y soy yo quien debe morir; pero no os neguéis a relatarme, antes de que nos separemos para siempre, la historia fatal de esa mujer respetable... que yo engañé, lo confieso, pero a quien no he dejado de apreciar.
– Ingrato, me respondió Sainval, murió adorándote; murió suplicando al cielo que jamás castigase tu crimen. Confesó a mi padre la falta a la que supiste inducirla; éste acababa de obligar a Adélaïde a sepultarla en los brazos de un esposo... Obsesionada por toda la familia, la desdichada había obedecido al punto... No pudo resistir la violencia del sacrificio. Cada día, cada instante la arrastraba a la muerte, la recibió entre mis brazos. Desde ese instante fatal no he cesado de buscarte por todas partes. He seguido tus pasos hasta esta ciudad sin estar seguro de encontrarte en ella. Ya he dado contigo, apresúrate a convencerme de que, al menos, no convive en ti la cobardía junto con la más bárbara seducción.
Nos batimos; el combate fue breve. Sainval tenía más valor que destreza y más razón que suerte. Cedió bajo mis primeras estocadas y tuve el dolor de ver cómo caía muerto a mis pies. Apenas me hube convencido de ello, me arrojé, envuelto en lágrimas sobre el cuerpo ensangrentado de este infortunado joven cuyos rasgos, cuya voz, acababan de recordarme tan dolorosamente a su desdichada hermana. ¡Dios cruel! ¿es así como brilla tu justicia? ¿no era yo el único culpable?... ¿no era yo quien debía sucumbir? Al incorporarme deliraba:
"Asesino vil, me decía a mí mismo, ve a colmar tu horrible victoria; no basta con que tu abandono ruin la haya precipitado a la tumba, además ha sido necesario que quites la vida a su infortunado hermano. ¡Triunfo horrible! ¡Remordimientos desgarradores! Ve, corre, en el éxtasis que te agita, suma a todas tus víctimas el jefe desdichado de esta honrada familia... Aún vive... Este único hijo era el sólo consuelo que podía aliviar la pérdida de la hija que idolatraba, tu crueldad acaba de arrebatárselo; termina, hunde tu espada en su corazón."
Me precipité una vez más sobre el cadáver ensangrentado e intente reanimarle, devolverle el aliento vital aún a costa de mi propia existencia que hubiera querido sacrificar.
Era demasiado tarde... me incorporé extraviado; dejé que mis pasos me condujesen a la deriva; las gentes habían oído el ruido del combate. Me vieron huir; me persiguieron; me alcanzaron, me detuvieron y me llevaron sin tardanza ante el comandante de la ciudad. Mi desorden, mi atuendo ensangrentado, el informe de que un hombre había muerto, una carta que se encontró sobre M. de Sainval por la que su padre le ordenaba que me buscase hasta los mismos confines de la tierra, todo ello dispuso a M. de XXX, que, en aquella época gobernaba Lyon, a actuar con precaución y severidad.
– Por grave que sea su caso, señor, me dijo, no obstante, con esa honradez militar, voy a obrar con vos como lo haría con mi propio hijo. Residiréis en una regia mansión y mañana iré yo a recomendaros en persona. Acallaré todo esto con el mayor cuidado. Si de hache a tres meses no surge nada, os devolveré la libertad; pero, en el caso contrario, es imprescindible que os tenga a mi disposición a fin de que, si el tribunal o la familia decidiesen perseguiros, pudiese probar, al menos, que he cumplido con mi deber. Sin embargo no os preocupéis; voy a poner tanto esmero en acallar todo, que pronto, así lo espero, seréis dueño de vuestros actos.
Con estas palabras salio para impartir las órdenes y fui conducido al castillo de Pierre-en-Cise, lugar que había elegido como mi destino particular para estar siempre en condiciones de disponer secretamente de mi persona y de una forma que pudiera resultarme agradable.
No voy a relataros lo que paso por mi alma al llegar a este lugar fatal. Algunas cortesías del oficial que mandaba el puesto y todo el horror de mi situación se presentó a mis ojos... Los primeros efectos de mi desesperación hicieron estremecerse a quienes me rodeaban. No hubo medio que no utilizase para intentar quitarme la vida. ¡Qué dicha encontrar en semejantes circunstancias un hombre de ingenio y conocedor del corazón humano! Es imposible repetir todo lo que ese respetable mortal, en cuyas manos me había depositado mi buena estrella, hizo para calmarme... Ora se dirigía a mi razón, ora apelaba a mi corazón extrayendo siempre del suyo los argumentos que empleaba; supo devolverme a mí mismo y a la vida que hubiera perdido infaliblemente sin su ayuda.
¡Oh, vosotros, viles mercenarios que, en puestos semejantes contempláis a quienes os son confiados como animales con cuya sangre cebaros... que los atormentaríais y los haríais expirar si os indemnizasen generosamente su pérdida! Dirigid vuestros ojos al virtuoso amigo de quien os hablo y sabed que ese mismo puesto en el que sólo veis ocasión de practicar el vicio, puede ofreceros el goce de mil virtudes; pero hace falta un alma e ingenio en el lugar en que la naturaleza airada, que sólo os ha creado para la desgracia de los demás, no ha puesto más que avaricia y estupidez.
Un mes transcurrió sin que se hablase de este asunto; mi gente seguía en el albergue en que me había alojado y siguiendo mis órdenes mantenían el más impenetrable secreto. Finalmente apareció el comandante de la ciudad...
– No ha trascendido nada, me dijo, he hecho enterrar a M. de Sainval con la mayor discreción posible; a través de un mensaje indirecto he comunicado a su padre su muerte, omitiendo la causa que lo ha llevado a la tumba... He guardado los papeles que se encontraron sobre el y no verán la luz a menos que me vea obligado a ello... Estos son los servicios que he podido prestaros... pero no voy a detenerme aquí... Salid esta noche sigilosamente de esta prisión y de esta ciudad... Vuestra gente, vuestra silla y un pasaporte os esperan en la primera posta en dirección a Ginebra... Llegad hasta allí a pie y sin despertar sospechas; dirigíos a Suiza o a Saboya y, si me hacéis caso, permaneced escondido hasta que vuestros amigos os comuniquen desde París que giro ha tornado vuestro asunto. Sólo me resta ofreceros mi bolsa, usadla como si fuera la vuestra.
– Oh, señor, respondí arrojándome a los brazos de este jefe respetable y rechazando esta última oferta, ¿cómo he podido merecer tanta bondad?... ¿Cuál es el motivo que así os obliga a servir al desdichado?...
– Mi corazón, me respondió M. de XXX, siempre ha sido el asilo de los infelices y el amigo de quienes se os parecen.
Imaginad mi agradecimiento, Aline, yo sólo podría describíroslo muy pálidamente; abracé a los dos fieles amigos que una feliz estrella puso en mi camino; acudí con la mayor presteza a la cita que me había sido fijada, allí encontré a mi gente y, envuelto en lágrimas, me encerré en el coche; dejé a mi ayuda de cámara que se ocupase de los detalles; le dije que nos dirigíamos a Ginebra, volamos, y yo me hundí en mis pensamientos.
No dudo que os resultará fácil adivinar hasta qué punto este desgraciado suceso, por bueno que fuese el sesgo que estuviese tomando, perjudicaba empero mis intereses pecuniarios; me resultaba imposible ir a tomar posesión de mis bienes, imposible regresar una vez expirado mi permiso y más imposible aún publicar las razones de huida por temor de desencadenar los acontecimientos que la motivaban. Los hombres de negocios iban a devastar mis pertenencias; el ministro iba a nombrar a otro que ocupase mi puesto. Sin embargo, estas dos crueles desgracias eran las que menos temor me inspiraban porque, si, a pesar de todo esto, reaparecía, ¿qué suerte me aguardaría?
Una vez llegado a Ginebra mi primera preocupación fue escribir a Déterville, el único amigo verdadero que poseía. Su respuesta encajaba a la perfección con los consejos de M. de XXX. Nada había trascendido, decía, pero se atravesaba una época de rigor frente a los duelos y, aunque debiese perderlo todo, sería mil veces mejor para mí exponerme a ello que correr el riesgo de ir a parar a la cárcel, quizás de por vida, al presentarme antes de estar seguro de que había pasado todo peligro.
Esta opinión me pareció demasiado prudente como para ser desoída y rogué a Déterville que me escribiese regularmente todos los meses a Ginebra de donde no me proponía salir, ya que carecía de fondos suficientes como para viajar. Hice volver a una parte de mi sequito después de haberles hecho prometer que guardarían el secreto y esperé en paz lo que el cielo me tuviese destinado. Durante esta cruel inactividad fue cuando la afición por la literatura y las artes vino a reemplazar en mi alma a esa frivolidad, ese impetuoso ardor que antes me habían arrastrado a placeres mucho menos dulces y mucho más peligrosos. Rousseau vivía, fui a verle; había conocido a mi familia; me recibió con esa amabilidad y esa honesta franqueza que son las compañeras inseparables del genio y de los talentos superiores. Alabó y alentó el proyecto que le expuse de renunciar a todo para entregarme por completo al estudio de las letras y de la filosofía; guió a través de ellas mis juveniles pasos y me enseñó a separar la verdadera virtud de los sistemas odiosos que a menudo la sofocan...
– Amigo mío, me decía un día, desde el momento en que los rayos de la virtud iluminaron a los hombres, estos, deslumbrados por su brillo, opusieron a este raudal de luz los prejuicios de la superstición. No quedó para ellos más santuario que el fondo del corazón del hombre honrado. Detesta el vicio, se justo, ama a tus semejantes, ilústrales; sentirás que la virtud reposa mansamente en tu alma y ella te consolará cada día del orgullo del rico y de la estupidez del déspota.
Gracias a la conversación de este filosofo profundo, de este amigo sincero de la naturaleza y de los hombres, nació en mí esta pasión dominante que desde siempre me ha llevado hacia la literatura y las artes y que hace que hoy las prefiera a todos los demás placeres de la vida, excepto al de adorar a Aline. ¿Y quién podría renunciar a este placer después de haberlo conocido? Quien pueda fijar sus ojos en ella sin estremecerse turbado por el amor no merece ya la calidad de hombre; la deshonra y la envilece si permanece insensible a tales encantos.
Sin embargo, las cartas de Déterville eran siempre casi iguales; nada había trascendido, pero mi ausencia extrañaba a todo el mundo y mucha gente se permitía comentarla de una manera tan falsa como cargada de calumnias. Mi amigo sabía que el desconcierto se había apoderado de mis bienes y estaba casi seguro de que mi compañía iba a ser asignada y, a pesar de todo eso, me exhortaba enérgicamente a no abandonar mi asilo. Finalmente llegó esa última desgracia. Yo le escribí para prevenirle, pretexté un viaje indispensable al extranjero.
Todos mis recursos fueron baldíos y el ministro dispuso de mi cargo.
Estas son, querida Aline, las crueles razones que motivan el reproche inmerecido que vuestro padre me hace, reproche tanto más injusto por cuanto que ignora las razones que me obligan a recibirlo. ¿Entraña esta desgracia algo que me pueda hacer perder vuestra estima o que me pueda alejar de la suya? Me atrevo a ponerlo en duda.
Habían transcurrido dos años de exilio voluntario, creí que podría acercarme a mis posesiones. Salí hacia Languedoc. Pero ¿qué fue lo que encontré? ¡Ay! Casas demolidas, derechos usurpados, tierras sin cultivar, granjas sin administradores y desorden, miseria y abandono por todas partes. Dos mil escudos de renta fue todo lo que pude recoger de cuatro fincas que antaño valían más de cincuenta mil libras anuales. Hube de contentarme con ello y arriesgarme a reaparecer por fin. Lo hice sin ningún riesgo; y cada día es más probable que nunca sea perseguido por ese duelo. Pero esa catástrofe horrible no dejará por eso de estar grabada con sangre durante toda mi vida en mi corazón. Mi empleo ha sido concedido a otro, mis bienes han sido devastados... todos mis amigos me han abandonado... ¡Desgraciado de mí! ¿después de tantos reveses pretendo a la divinidad que adoro?... Aline, olvidadme... abandonadme... despreciadme... no veáis ya en vuestro adorador más que a un temerario indigno de los deseos que osa formular. Pero si me tendéis una mano auxiliadora, si concedéis alguna respuesta a los sentimientos que en vuestro nombre me abrasan, no juzguéis mi corazón a través de los desvaríos de mi juventud y no temáis la inconstancia allí donde encendisteis el fuego del amor. Es tan imposible dejar de amaros como defenderse de vos. Mi alma, modificada solamente por las impresiones de vuestros rasgos, no puede sustraerse a su dominio, y antes me arrancarían mil veces la vida sin conseguir por ello destruir mi amor. Espero mi sentencia y mi perdón... Aline, Aline, lo espero todo de vuestra compasión.


CARTA VI

Aline a Valcour

15 de Junio

¡Oh, amigo mío!, ¡cómo me conmueve vuestra confesión! ¡Cuánto aprecio vuestra constancia!... ¿Abandonaros yo, renunciar a vos? ¡cruel! ... ¡Ah!, ¡Cuánto mayor haya sido vuestra desgracia, con tanto mas ardor se entrega mi alma al placer de amaros! Soy yo, amigo mío, soy yo quien fue escogida por el cielo para aliviar vuestros males; será mi mano la que los aplaque... ¡Ah!, Valcour ¡cómo ha aumentado el cariño que os profeso desde que conozco vuestro infortunio! No pienso que no hayáis cometido errores... pero los sentís con excesiva viveza como para que sea yo quien os los reproche. Fuisteis débil... fuisteis inconstante, quizás incluso seductor, pero habéis sido valeroso y noble, todos esos reveses os han arrojado a un abismo del que mi cariño y los cuidados de mi madre quieren salvaros a cualquier precio... No, no estoy celosa de Adélaïde, me compadezco de ella con toda mi alma, su historia ha conmovido profundamente mi corazón. Pero no temo ya que reine en el vuestro, y soy suficientemente vanidosa como para estar segura de ocuparlo por completo.
Vuestra carta ha hecho llorar a mi madre... Os envía un abrazo... Se alegra mucho de conocer vuestra historia... Y, sin comprometeros a nada, ella contará, al menos, dice, con armas para defenderos; tened la certeza de que las usará.
Solamente os escribo unas letras. Nos vamos, escribidnos en los primeros días del próximo mes.
Escribiréis vuestras cartas de forma que se puedan leer en alta voz. Sin embargo no os prohíbo que de tanto en tanto incluyáis un pequeño billete para mí, en el que sólo me hablaréis del sentimiento que nos deleita; mi madre, que conoce vuestras intenciones, y que las aprueba, me entregará esos billetes fielmente. Si tenéis que decirme algo más secreto, os dirigiréis a Julie, esa muchacha que me sirve desde su infancia, os ama, dice, como si un día hubieseis de convertiros en su amo. ¿Será posible todo esto, amigo mío? No lo sé, pero tengo presentimientos que a veces me consuelan, por su deliciosa ilusión, de las penas de la realidad.
Llevamos con nosotros a Folichon . ¿Cómo no lo querría si sois vos quien lo ha educado? Ese animal encantador os ama hasta tal extremo que cada vez que oye vuestro nombre parece que la esperanza y la alegría animen sus rasgos; y cuando se disipa su error, se duerme sobre mi regazo con un gran suspiro que hace que lo cubra de besos.


CARTA VII

Déterville a Valcour

París, 17 de Junio

Si hay algo que pueda aliviar los tormentos de un alma honrada y sensible como la tuya, mi querido Valcour, es la satisfacción de los seres que estimas. Por ello, me atrevo a poner en tu conocimiento mi enlace con Eugénie. Todas las dificultades que nos separaban han sido vencidas y dentro de veinticuatro horas seré el más feliz de los esposos. No me atrevo a decir de los hombres, la ausencia de tu felicidad impide la mía. Y jamás podré creerme verdaderamente dichoso mientras que el mejor de mis amigos sea desgraciado. Pero tengo puestas mis esperanzas en las prórrogas que obtiene Mme. de Blamont. Te ama; su hija te adora; espera todo del corazón de estas dos maravillosas mujeres. Sabes que Eugénie, su madre y yo hemos salido de viaje para Vertfeuille; imagínate si nos ocuparemos y si no buscaremos todos los medios posibles para adelantar tu dicha. Ten la certeza, mi querido Valcour, de que solamente nos ocuparemos de esto. Pero te ruego que tengas valor y paciencia. Sacar de la cabeza de un leguleyo una idea que se ha introducido en ella, no es una empresa fácil. Quisiera que estudiases un poco a ese Dolbourg; o ignoro cómo se debe juzgar a un hombre o ese absurdo mortal debe ocultar un hermoso vicio que, sacado a la luz del día, enfriaría quizás un poco el entusiasmo del querido presidente. Sé perfectamente que esta es una de esas argucias de guerra para las que nada sirve tu maldita delicadeza; pero, amigo mío, hay que valerse de todo en el caso en que te encuentras; sopesemos incluso, si quieres, este procedimiento en la balanza de tu justicia. En la hipótesis de que Dolbourg adoleciese de algún defecto capital que hubiera de acarrear la desgracia de su mujer, ¿no sería tu deber prevenirla?
Adiós; el trajín de las vísperas de una boda me impide concederte mas tiempo. ¡Oh, amigo mío! ¿cuándo podré compartir contigo todos los trabajos de la tuya? Si crees que puedo serte de alguna utilidad en la circulación de tus misivas, dispón de mí. Eugénie me encarga que te ofrezca asimismo sus servicios; pero imagino que ya habréis tomado todas vuestras precauciones; cuando alguien se ama con el ardor que lo hacéis vosotros, nada escapa en la búsqueda de todo lo que pueda hacerse para el alivio de sus penas.


CARTA VIII

Valcour a Déterville

París, 19 de Junio

La noticia de tu boda me produce la misma alegría que si fuese la mía, y te felicito muy sinceramente por esta unión, ya que es difícil encontrar una mujer cuyo maravilloso carácter se amolde mejor al tuyo. De estas relaciones dichosas nace toda la felicidad de la vida. ¡Ay! yo también he encontrado las que pueden hacer la felicidad de la mía... pero ¡cuántas dificultades, amigo mío! ¡Ah! jamás alardeo de haberlas vencido; y además... no sé si decírtelo. ¿Te confesaría una delicadeza más que lo vas a considerar una niñería? La brillante fortuna de Aline, el precario estado de la de tu amigo, todo esto, querido amigo, me hace temer que la gente imagine que mis sentimientos se basan exclusivamente en el deseo de concluir lo que en el mundo se conoce como un buen negocio. Si algún día llegase a pensarlo, si esta horrible idea llegase en algunos instantes de calma a presentarse al espíritu de mi Aline... ¡Oh, mi querido Déterville! huiría de ella para no volverla a ver jamás... ¡Ah! ¡cómo deseo ahora lo que siempre he despreciado ! ... ¡Cómo quisiera tener honores, tesoros, y todo lo que pudiera hacerme digno de aquella a quien adoro!
Incluso suponiendo que mis dificultades se desvaneciesen y que yo alcanzase lo que considero la única felicidad de mi vida, ¿no acabaría con mi felicidad la pesadumbre de no haber aportado una fortuna digna de ella? Cuando se disipe la ilusión de los placeres, ¿no he de temer que ella misma conciba un día estas quejas? ¡Oh, amigo mío! ocúltale mis temores, ella no me perdonaría haberlos albergado.
No, no apruebo tus secretas investigaciones sobre Dolbourg; hay una especie de traición que no concuerda con la franqueza de mi ánimo; no quiero deber sino a mí mismo la preferencia de Aline; me parece que sería humillante triunfar gracias a los vicios de mi rival. Si los tiene y pueden acarrear la desdicha de Aline, su madre sabrá descubrirlos con presteza para prevenir su unión. Entonces, todo será como es debido. Ella abr cumplido con su deber y yo habré evitado incumplir el mío.
No aceptaré tus ofertas para este viaje, ya hemos adoptado nuestras medidas y no por ello va a disminuir mi agradecimiento... ¡Ah! como envidio la felicidad, amigo mío, la verás todos los días... en cada instante tus ojos podrán detenerse en los suyos; respirarás el mismo aire que ella; disfrutarás de esas mezclas de rasgos... mezclas encantadoras que a todas horas vienen a dibujarse en su delicioso rostro... Porque, obsérvalo, un sentimiento... un comentario... una influencia en el ambiente... una comida... cada una de estas cosas modifica sus rasgos de una forma diferente. Su belleza en una hora determinada no es igual a la de otro momento; en todos los días de mi vida no he visto una fisonomía tan excitante y tan diversamente expresiva. Acepto que hace falta estar enamorado para estudiar, para captar todos estos matices. Pero, amigo mío, el corazón lleva todas las de ganar, no hay una sola de esas variaciones que no legitime mil razones para amarla más aún.
Adiós... te estoy molestando... estoy robando minutos de tu felicidad... disfruta... disfruta, afortunado amigo... no es mi intención marchitar las rosas del himeneo con las amargas lágrimas del amor desdichado; de ahora en adelante sólo me ocuparé de tu felicidad... ¡Ah! puedes tener la certeza de que el amigo más sincero que tienes en el mundo la comparte intensamente.


CARTA IX

El presidente Blamont a Dolbourg

París, 1 de Julio

Me parece, mi querido Dolbourg, que, hasta el momento, tus éxitos no han sido sonados y ¿cómo, por todos los diablos, me arriesgaría yo a llevarte al campo después de los fracasos cosechados en la ciudad? Mirándolo bien, te detestan... ¿Qué importa? Como bien sabes, desde hace mucho tiempo forma parte de nuestros principios el no preocuparse en absoluto del corazón de una mujer siempre que se cuente con su persona y con su dinero. No obstante, si no demuestras más pericia en el futuro, me temo que tendremos que tomar la ciudadela al asalto. Yo te ayudaré a batir la brecha y, mientras tú montas tus ataques, yo te organizaré escaramuzas a retaguardia. A menudo sucede que cuando se pretende conquistar una plaza hay que apoderarse necesariamente de las alturas... se establece uno de los puntos dominantes y desde allí se cae sobre el objetivo sin temer las resistencias.

O si no tú negocias... tú truecas... tú trastocas.
Con esperanza y dicha poco a poco la arropas.
Y, en cuanto haya caído, por su credulidad
La castigas al punto con gran severidad.

Tu estúpida franqueza te impide entender nada de todo esto; no se trata de que no seas un zorro hecho y derecho, pero te pierde tu buena fe. Si una puerta no se te abre de par en par eres incapaz de imaginar que existan otros medios para forzar las barricadas; te lo he dicho cientos de veces, amigo mío, no hay nada como nuestro oficio para aprender el arte de fingir y de engañar a los hombres. Hecha un vistazo a la infinidad de recursos que sabemos poner en práctica cuando se trata, por ejemplo, de hacer morir a un inocente. A la cantidad de falsedades, de mentiras, de falacias, de trampas y de maniobras insidiosas que empleamos hábilmente en semejantes circunstancias y comprobarás que todo esto nos forma en el oficio de las artimañas y en la ciencia de llevar los acontecimientos a la finalidad que nos proponemos. Me reiría muy a gusto de ti si te hubiera tocado emprender solo esta gran aventura y si tuvieras que triunfar tú solo. La afrontarías con tal candor... tal sinceridad... ¡ni siquiera un maldito enigma, ni un solo gesto , ni un simulacro de finta! ¡No tardarías mucho en ver desestimadas tus ridículas pretensiones!... Querido Dolbourg, hoy en día para abrirse paso en el mundo hace falta picardía; y ya que el más feliz de todos es el que mejor engaña, hay que intentar adquirir destreza en el arte de engañar bien... En realidad la culpa de esto la tienen las mujeres; a fuerza de querer ser listas han conseguido hacernos falsos. ¡Las muy locas! ¡cómo me gusta verlas debatirse ante mí! es el cordero entre los dientes del león... Les doy diez sobre dieciséis y siempre estoy seguro de ganarles por cuatro tantos de ventaja... Finalmente se abre la campaña... Las amazonas se pertrechan... los salvajes van a atacarlas... Veremos quien se lleva los laureles de la victoria; pero que nada de todo esto vaya a estorbar en lo más mínimo nuestras diversiones; hay que saber luchar en varios frentes a la vez y el proyecto de los placeres que aún no podemos disfrutar sólo puede nacer en medio de aquellos que gozamos ahora... Te espero en casa de nuestras diosas. En verdad que hacía siglos desde que no realizábamos un arreglo tan sabio como el presente.


CARTA X

Aline a Valcour

Vertfeuille, 15 de Julio

Ya nos hemos instalado, Valcour, y nuestra jornada ha quedado decidida; es libre y encantadora; sólo faltáis vos, amigo mío, para hacerla deliciosa; esta privación, que los demás ya han sentido, la experimenta con más viveza mi corazón.
Dejadme que os cuente como vivimos, sé que estos detalles os agradan, a través de ellos me seguiréis, estaré más presente en vuestra imaginación y ellos harán que la ausencia os resulte menos cruel.
El palacio de Vertfeuille, al que, antes de nada tiene que transportarse vuestro espíritu, no es magnífico, pero es cómodo y extremadamente pulcro; está situado a cinco leguas de Orléans, a orillas del Loira.
El cercano bosque, cuya sombra nos procura adorables paseos; las verdes y frescas praderas, pobladas siempre por rebaños orondos y saltarines, están adornadas por doquier con pueblos y casas de campo; los jardines agradablemente divididos por límpidos canales, por bosquecillos aromáticos animados por una sorprendente multitud de ruiseñores; la inmensa cantidad de flores que se suceden durante nueves meses al año; la abundancia de la caza y de los frutos; el aire puro y sereno que se respira... todo eso, amigo mío, contribuye, aunque el objeto sea de poca importancia, a convertirlo en una residencia digna de adornar el Eliseo y es mil veces preferible a todas las hermosas posesiones de M. de Blamont, absolutamente uniformes y en las que el aburrimiento corre parejo a la regularidad.
Aquí nos levantamos todos los días a las nueve y, siempre que el tiempo lo permite, la cita para el desayuno se realiza en un bosquecillo de lilas en donde todo se encuentra dispuesto desde que uno llega. Allí cada cual toma lo que desea y mi madre pone buen cuidado de que haya casi todo lo que sabe que puede gustar a alguien. Esta primera ocupación nos retiene hasta las diez; entonces nos separamos para pasar los momentos de más intenso calor en algunas habitaciones frescas junto a un buen libro; no nos volvemos a reunir hasta las tres. Entonces se nos sirve un excelente almuerzo, tanto más amplio por cuanto que es la única comida por la que nos sentamos a la mesa.
A las cinco salimos, es la hora de los grandes paseos, cada cual coge su bastón o su tocado y ¡Dios sabe dónde nos llevarán nuestros pasos! A menos que el tiempo sea adverso la costumbre es de hacerlo a pie y siempre muy lejos, sin más objeto que el de andar mucho; a esto le llamamos salir a la aventura. Déterville es el único hombre que nos acompaña y, a juzgar por la manera en que nos perdemos, no tengo la menor duda de que llegaremos a vivir las aventuras que pretendemos buscar.
Mme. de Senneval, que antes parece la hermana mayor de Eugénie que su madre, llama a esto las imprudencias y Mme. de Blamont, mi querida y deliciosa mamá, más alocada que ninguna de nosotras afirma gravemente que lo peor que nos puede pasar es encontrar a algunos caballeros de la Tabla Redonda, venidos a las Galias en busca de laureles, a Gauvain, el senescal de Queux o al valiente Lancelot du Lac; que estos hombres de bien, protectores natos del sexo débil, no han hecho jamás daño a las mujeres y que, por tanto, estamos a salvo.
Volvemos al morir el día; nos echamos sobre los canapés, cansados, como podréis imaginar, y se sirven frutas, helados, jarabes o algún vino español y pastas; esta ligera colación, cada cual en su butaca, da principio a lo que llamamos la velada. Déterville o mi madre, nuestros dos mejores lectores, se apoderan de algunas obras recientes y la lectura se prolonga hasta la media noche, hora en que nos separamos para restaurar las fuerzas necesarias para volver a empezar el día siguiente; esta vida, arreglada en la forma que os he explicado, tiene la virtud de hacer que los días pasen para nosotros con tal rapidez que, excepto yo, amigo mío, que encuentro siempre demasiado largos los instantes que debo existir sin vos, todos los demás tienen la impresión de que están aquí desde ayer.
Salimos a la aventura. Os dejo; ¿qué diríais vos, amigo mío, si algún gigante, Ferragus, por ejemplo, el azote del valeroso caballero Valentín, si, decía, ese incivil personaje os privase de vuestra Aline?... ¿Os armaríais hasta los dientes para combatir al desleal?... ¡Sí!... ¿Y si Aline fuese ya la mujer del gigante?
¡Oh, amigo mío, que triste estoy esta tarde, yo no sé por qué, pero mi madre es tan amable!... ¡La ternura que me profesa es tan viva!... ¡Me consuela tan bien!... Deja nacer en mi corazón con tanta bondad la dichosa esperanza de pertenecer un día a aquel a quien amo, que alivia un poco la pena de la separación.
Ayer me decía : "Si vuestro padre os desheredase, al menos no podría quitaros esta pequeña posesión; tened por seguro que será vuestra sin que nada pueda privaros de ella; he aquí el motivo de que yo la arregle, la cuide y la embellezca; quiero que os obligue a pensar en mí cuando yo ya no esté a vuestro lado..." Y yo, desesperada y turbada ante esta idea, yo, que no puedo admitirla sin estremecerme... me precipito en sus brazos y le digo:
"Mamá, no me habléis de esta forma, me vais a hacer morir..." y nuestras lágrimas inundan nuestros pechos y nos juramos amarnos y morir ambas a un tiempo... No creáis que mi alegría me ha abandonado, únicamente deseaba relataros detalladamente estas circunstancias... Adiós, amadme y escribidnos.


CARTA XI

Valcour a Aline

París, 20 de Julio

Os escribo con prisa, en la horrible inquietud que me embarga, prolongar mi billete supondría retrasar su envío y ardo de impaciencia por saber que está en vuestras manos. La descripción de la vida que hacéis es deliciosa, vuestra felicidad se dibuja en ella, esta idea me consuela; pero esos grandes paseos me espantan, ellos son el objeto de mi carta; pienso como Mme. de Senneval; son una locura y os suplico que les pongáis freno, o, si deseáis hacerlos, si os distraen, llevad, al menos a más de un hombre con vos... haced que os sigan; por mucho que confíe yo en el valor de mi querido Déterville, convendréis conmigo en que le sería imposible defenderos solo contra un grupo armado... Aline, tenemos enemigos poderosos; me fío poco de lo que dicen, su falsedad me asusta menos de lo que me tranquilizan sus promesas; no cometáis imprudencias, se lo ruego a Mme. de Blamont a quien suplico acepte el testimonio sincero de mi respetuoso afecto.


CARTA XII

Madame de Blamont a Valcour

Vertfeuille, 25 de Julio

Sí, soy yo la que he recibido esa carta apresurada y soy yo la que río con toda el alma de ese ridículo temor que refleja. Podéis estar tranquilo, nuestros paseos no entrañan ningún peligro; una violación, un rapto es, pienso yo, lo peor que nos podía suceder y en esos fatales percances, ¿no tenemos con nosotras al valiente Déterville que, aunque solo, antes rompería doce lanzas, podéis estar seguro, que permitir que se llevasen a su mujer o a las dos amigas de su amigo? Respecto a las gentes que hacen promesas, tengo más confianza que vos en su palabra; si me han jurado que este verano tendría tranquilidad, sé que la tendré. La confianza, aunque este erróneamente depositada, calma la sangre, no me privéis del placer que me procura.
Acaba de llegar aquí un hombre a quien conocéis y que se interesa siempre mucho por vos. Es el conde de Beaulé; su ascendiente en la provincia, la vecindad de nuestras fincas, la antigua amistad que me profesa, todas esas razones le han incitado a venir a compartir algunos días con nosotros; siempre que veo a este honrado y valiente militar, a cuyas órdenes hicisteis vos vuestras primeras armas, experimento una especie de emoción respetuosa; es la única persona en Francia que aún nos describe las sinceras virtudes de la antigua caballería; su atuendo, su porte, su forma de expresarse, todo anuncia en él al ferviente partidario de esas leyes tan prodigiosamente olvidadas en nuestros días... de esas leyes preciosas que han sido sustituidas por la impertinencia y los vicios... ¿Pero a quién pertenece esa pequeña cabeza que se acerca a la mía?... ¿Habéis visto nunca semejantes modales?... Basta que me hayan visto coger mi escritorio para que inmediatamente aparezca un rostro por encima de mi hombro... y luego esas risas porque la sorprendo y me enfado.
− Pero, mamá, lo que pasa es que esa correspondencia me concierne, lo habéis dicho vos misma.
− Pues bien, señorita, he cambiado de opinión, espero que al menos un día me permitáis disfrutar de vuestros placeres.
− ¡Oh, mamá...!
Y cesan las risas. Qué ser tan singular es una jovencita que ha entregado su corazón.
− Tened, señorita, vamos a intercambiar los papeles, vuestro padre quiere que yo escriba a M. Dolbourg, hacedlo vos.
− ¿A M. Dolbourg, mamá?
− Al mismo.
− ¿Y qué tengo yo en común con ese hombre?
− ¡Como! ¿No es acaso él mi futuro yerno?
− ¡Oh! amáis demasiado a vuestra Aline para sacrificarla así.
− ¡Es cierto! ¿pero vuestro padre?
− Vos le venceréis.
− No respondo de ello.
− ¿He de morir entonces?
− Entonces venid y permitidme que os bese una vez más antes de esa muerte a la inglesa y dejad que termine mi carta.
Vino a cubrir de lágrimas el papel en el que estaba escribiendo. Ya lo veis, tengo que cambiar de página y la muy picara ríe y llora a la vez, mientras me cubre de besos... Finalmente se sienta y puedo escribir.
Aquí disfrutamos de la imagen misma de la felicidad. Eugénie, a quien no deberíamos llamar más que Mme. Déterville, ama apasionadamente a su marido y él la adora. En este asilo de reposo y de inocencia que es el campo, mi querido Valcour, es en donde la felicidad de amarse sabe mejor, en mi opinión, y en donde resulta más agradable su espectáculo... Pero en París, en ese abismo de perversidad, en donde las malas costumbres están al orden del día, en donde la indecencia es una gracia, la falsedad una sutileza y la calumnia, ingenio, se ignora todo lo que dicta la naturaleza y se permanece siempre al margen o más allá de sus emociones; allí es más fácil encontrar la chanza que el sentimiento, porque para la primera basta con un poco de jerigonza, mientras que para el otro haría falta un corazón cuyas sensaciones, enardecidas por la licencia y corrompidas por el libertinaje, son incapaces de recuperar su energía. Allí se pone en solfa a un marido que al cabo de un mes estuviese aún enamorado de su mujer... ¡Oh! ¡cómo odio ese tono! ¡Oh! ¡cómo os odiaría a vos si no estuvieseis enamorado de la vuestra al cabo de veinte años! Adiós, mantened vuestra palabra, sed prudente, todo irá bien.


CARTA XIII

Aline a Valcour

Vertfeuille, 6 de Agosto

El conde acaba de dejarnos; vamos a reanudar nuestra antigua vida; había sido necesario interrumpirla. M. de Beaulé se pasea poco, y, a pesar de su insistencia para que no nos molestásemos por él, nos hemos visto obligados a hacerle compañía; no os alarméis por esta reanudación. Os lo repito, nuestros paseos no tienen nada de peligroso, tened la seguridad de que renunciaríamos a ellos si hubiese motivos para temer cualquier cosa.
Mi madre habló el otro día a su antiguo amigo sobre nuestros proyectos comunes. Él los aprueba con ese talante abierto y franco que revela que el sí que se otorga sale del corazón y no es una salida de circunstancias; pero teme que no logremos vencer al presidente. Ha sonreído al decir que Dolbourg y él estaban íntimamente unidos y ha sonreído de una forma que me hace temer que esta indigna asociación esté basada sobre el vicio. Por frágiles que sean esas sociedades, quizás sean más difíciles de romper que aquellas que sostiene la virtud y temo asombrosamente sus efectos; según dicen unen entre sí a sus amantes al igual que lo están ellos mismos y ese perverso cuarteto, me han dicho a espaldas de mi madre, es indisoluble; guardadme el secreto; ¿ese Dolbourg?... ¡una amante!... ¿Y quién es, pues, la criatura abandonada? Es cierto que cuando se tiene dinero... ¡Amigo mío, ese hombre tiene una querida! y, si esto fuese cierto, ¿por qué quiere casarse conmigo?... ¿Pero, podéis entender estas costumbres? ¿A qué viene entonces el tomar ahora una esposa? ¿Es un mueble que se compra?... ¡Ah! ya lo entiendo, es una cosa que se tiene en la habitación como quien tiene una porcelana encima de la chimenea... ¡es un asunto de conveniencias y yo seré la víctima de estos manejos! ¡yo tengo que romper los nudos que me son tan queridos para ser la mujer de ese hombre! ¿Cómo os imaginaríais a vuestra desdichada Aline en esta fatal circunstancia si el cielo decidiese que ha de correr esta suerte?
Déterville quisiera hacer algunas investigaciones sobre las costumbres depravadas de este financiero, me ha hablado de vuestra delicadeza, no puedo sino aprobarla, y ahora la mía me impone una ley semejante; porque si esta unión viciosa entre mi padre y Dolbourg se confirma, Déterville no podría revelar los desmanes de uno sin sacar a luz los del otro... ¿Debo hacerlo? Mi madre es desgraciada y me apenaría mucho que un descubrimiento tan triste viniese a aumentar el horror de su situación; no temo que sufra su corazón, después de la manera en que la ha tratado M. de Blamont, sería, sin duda, difícil que su mujer pudiese amarle afectuosamente y, además, ¡su edad es tan diferente! pero haya o no haya amor, no por ello se dejan de compartir los errores del marido y tampoco sufre menos nuestro orgullo por los vicios que se encuentren en él. Las penas que este sentimiento herido puede provocar son quizás tan dolorosas como las que nos inflige el amor... Sin embargo, no lo creo y, como no hay sensación más vivida que la del amor, no puede haber nada cuyos tormentos sean tan sensibles... No sé... ya no estoy tan alegre, sobre mi espíritu se ciernen nubes sombrías, mi padre nos ha dicho que este verano tendríamos calma. Pero, ¿si cambiase de opinión, si se presentase con su querido Dolbourg?... Eugénie lo teme, a mí me dan escalofríos. ¡Oh! mi querido Valcour, se lo he dicho a mi madre; pero si ese hombre llegase yo huiría... que no cuente con mi presencia, yo no resistiría el horror de la suya. Distraedme, Valcour, alejad de mí estas tristes ideas, estorban mi reposo y yo no sé vencerlas; pero ¿me vais a consolar vos, vos que debéis temblar tanto como yo?...


CARTA XIV

Valcour a Aline

París, 14 de Agosto

¿Tranquilizaros?... ¿quién, yo? ¡Ah! tenéis razón, tiemblo tanto como vos; el carácter del hombre en cuestión está hecho para alarmarnos a ambos; esa seguridad que os ha proporcionado su promesa encierra quizás una trampa en la que quiere sorprenderos. Querrá comprobar si es cierta vuestra soledad, si no tengo intención de interrumpirla... y ¡quién sabe si no llevará consigo a su Dolbourg! Sin embargo, no es probable que os exija enseguida un juramento que os produce tanta repugnancia; ¿no había quedado en concederos un plazo?... Si os obligase a ello, no lo dudéis, esa madre que os adora y que nosotros apreciamos tanto, se pondrían de vuestro lado con tanto ardor que obtendría para vos nuevas prorrogas... ¡Ay! os tranquilizo y yo mismo tiemblo; pretendo acallar la confusión que me devora, quiero consolar a Aline y estoy más afligido que ella.
Es cierto que me he opuesto a las investigaciones que me proponía Déterville y, después de lo que me habéis contado me opondré aun con más energía, podemos padecer a manos de aquellos a quienes la naturaleza nos ha sometido, pero debemos respetarlos. Si Mme. de Blamont no estuviese unida, como nosotros, en esa investigación, me atrevería a decir que es cosa que a ella concierne; pero si la asociación que sospechamos es cierta, no puede hacer nada. No es que no debiese, si fuera incierta; pero si es cosa probada debe guardar silencio. ¿Qué hacer? ¿cómo actuar? ¿qué imaginar, Dios mío? Al menos me queda vuestro corazón, Aline, me atrevo a estar seguro de reinar en él. ¡Qué dulce es para mí este consuelo! no existiría sin él. Conservad para mí ese sentimiento que supone mi felicidad; sed siempre el único árbitro de mi suerte; opongamos a esa multitud de obstáculos la firmeza que proporciona la constancia y un día venceremos. Pero si vaciláis, si las persecuciones os doblegan, si la desgracia os abate, Aline, enviadme la muerte; me resultará menos cruel.


CARTA XV

Déterville a Valcour

Vertfeuille, 26 de Agosto

Lo habías adivinado, mi querido Valcour, forzosamente tenía que sucedernos una aventura durante esos paseos prolongados tan apreciados por Mme. de Blamont y que tu prudencia te hacía reprobar; pero no te inquietes, ninguna disminución ha venido a mermar el número de nuestros anfitriones, nada le ha sucedido a ninguno de ellos. Lo único que hemos hecho ha sido hacer un nuevo reclutamiento... y un reclutamiento sumamente singular; y para que tu imaginación, que sé impaciente y fogosa, no vaya por delante de la verdad y no la cambie inmediatamente en espantosas desgracias, escucha antes de prever.
Desde que los días son más cortos comemos antes en Vertfeuille con el fin de tener poco más o menos el mismo número de horas de paseo. Por consiguiente, a pesar del intenso calor, salimos a las tres y media con la intención de atravesar un pequeño ángulo del bosque detrás del cual hay una aldea encantadora en donde tu Aline tiene una amiga llamada Colette que todos los días le proporciona una leche deliciosa... Queríamos ir, pues, a saborear la leche de Colette; pero teníamos que apresurarnos; no queríamos regresar de noche por el bosque y temíamos que la noche extendería sus lúgubres velos por el bosque a las siete. Hay dos leguas desde Vertfeuille hasta la casa de Colette; de forma que no podíamos perder ni un instante. Todo iba a las mil maravillas hasta la aldea; llegamos a las cinco y media a casa de la bella lechera: bebimos su leche. Aline, que llevaba los bolsillos llenos de chucherías que le había hecho para contentarla, fue recibida como tú imaginas; pero todos los relojes marcaban las seis, había que salir a toda prisa... Nos despedimos refunfuñando y diciendo que apenas si teníamos tiempo para respirar... que yo estaba más asustado que las mujeres y otras mil bromas de parecido talante que no me desconcertaron, porque, si estaba alarmado, las queridas señoras tenían que advertir que era solamente por ellas; así que no me enfadé y nos fuimos.
Apenas nos habíamos internado por el camino del bosque que desemboca en las avenidas de Vertfeuille oímos unos gritos penetrantes que nos parecía procedían de uno de los caminos diagonales que se pierden en el centro del bosque. Todo el mundo se paró... ya era de noche. El asombro dio paso al miedo y todas nuestras heroínas quedaron tan espantadas que una, Eugénie, cayó desmayada en mis brazos y las otras tres, habiendo perdido en absoluto el control de sus piernas, se dejaron caer al pie de un árbol.
Si yo deseaba evitar que nos encontrásemos de noche en medio del bosque es porque preveía lo que iba a suceder al mínimo incidente y las molestias que para mí se iban a derivar. Tranquilizar, investigar, defender, estas eran mis tareas y me preocupaban mucho más las dos primeras que la tercera. Las calmé, pues, lo mejor que pude y, sin perder un minuto, corrí al lugar de donde venían los gritos. No fue fácil dar con el lugar de su procedencia; la infeliz que los profería estaba fuera del camino, parecía que se encontraba en la espesura y por mucho ruido que hiciera yo, aunque la llamase... demasiado ocupada en su dolor, la infortunada no me respondía. No obstante, al fin pude distinguir con más precisión, dejé el camino, me adentré en la espesura y finalmente encontré sobre un montón de helechos, al pie de un gran roble, a una joven que acababa de dar a luz a una desdichada criaturilla, cuyo espectáculo, unido a los grandes dolores que acababa de padecer la madre, hacían proferir a esta lamentables gritos acompañados de lágrimas abundantes. Mi entrada, con la espada en la mano, la asustó, como te puedes imaginar; pero la escondí debajo de mi ropa tan pronto me percaté que solamente se trataba de una mujer, me acerqué a ella y hablándola con suavidad, conseguí tranquilizarla enseguida.
− Perdón, le dije, señorita, no tengo tiempo para escucharos ni para socorreros, debo reunirme con unas damas que me esperan cerca de aquí y que no puedo abandonar cuando ya ha caído la noche, las habéis asustado con vuestros gritos; vuestra posición me parece sumamente embarazosa; seguidme; coged a esa criatura, tomad mi brazo y vayamos.
− Quienquiera que seáis, me dijo la desconocida, aprecio mucho vuestra ayuda, pero no me atrevo a aceptarla, quisiera ir al pueblo de Berseuil, hacedme el favor de mostrarme el camino, estoy segura de que allí me socorrerán.
− No conozco ningún pueblo que se llame Berseuil en estos alrededores, en este momento no puedo ofreceros más que lo que acabo de deciros, aceptadlo, creedme, o me veré obligado a abandonaros.
Entonces la pobre muchacha recogió a su niño y le besó:
− Desgraciada criatura, dijo mientras lo envolvía en un pañuelo y lo colocaba en su regazo, fruto de mi vergüenza y de mi deshonor, ¡cómo iba a saber yo que te iba a faltar un techo desde el momento mismo de venir a este mundo!
Luego se apoyó en mi brazo y, andando con dificultad, llegamos cuanto antes al lugar en donde había dejado a las damas. No tardamos en avistarlas, pero ¡en qué estado! Las dos hijas estaban abrazadas a sus madres y, aunque ellas mismas eran presa de una agitación prodigiosa, se esforzaban en tranquilizarlas. Imaginarás el efecto de mi regreso: al no ver más que a una persona de su sexo y percibiendo mi aspecto tranquilo, todo se calmó y corrieron hacia mí. En dos palabras les conté cómo la había encontrado. La joven, sumamente confusa, presentó sus respetos como pudo. Examinaron y acariciaron al niño; Mme. de Blamont quería conceder al menos unos instantes de reposo a la madre, en parte por humanidad y en parte para instruirse más detenidamente en lo que pudiese arrojar luz sobre una aventura tan singular. Pero hice observar a las damas que la noche cada vez era más cerrada y que nos quedaban tres cuartos de legua por andar y decidí que lo más conveniente era salir cuanto antes. Aline quiso llevar al niño para aliviar a la madre que se apoyaba en mi brazo; Eugénie ofreció los suyos a las dos damas y salimos rápidamente del bosque.
− Nada de interrogatorios hasta que no estemos en el palacio, dije a Mme. de Blamont que no cesaba de hacer preguntas, fatigarían a esta joven que ya está muy abatida; esta noche sólo nos ocuparemos de llegar y socorrerla.
Aprobaron mi consejo y finalmente llegamos a puerto. Oportunamente, porque la pobre joven a quien ayudaba a caminar apenas si podía arrastrar los pies. Esto hizo que Mme. de Blamont comentase que seguramente hubiera muerto de haber persistido en su proyecto de ir a ese pueblo llamado Berseuil, cuya situación ignoraba yo y que se encontraba a seis leguas largas del lugar en donde la habíamos encontrado. La primera preocupación de la dueña de la casa fue instalar a esa desdichada en una de las mejores habitaciones del castillo junto con su hijo y, después de hacerle ingerir un caldo y luego, dos horas más tarde, un asado al vino de Borgoña, la dejamos reposar.
Como no se le había pedido ninguna explicación esa noche para no fatigarla, la aventura, como supondrás, fue interpretada en las formas más diversas: cada cual dijo su opinión y, debido a una fatalidad bastante común en esta clase de situaciones, nadie se aproximo siquiera a una verdad que resultó ser más importante de lo que se pensaba.
Al día siguiente por la mañana, es decir, hoy vamos a ir a la habitación de la bella aventurera en cuanto la sepamos despierta para o ir de ella el relato de su historia si la comadrona que hemos enviado a buscar la encuentra lo bastante mejorada como para permitirle que nos la cuente. Esta narración será el tema de mi próxima carta; el correo sale, Mme. de Blamont me dice que me apresure. Un abrazo.


CARTA XVI

Déterville a Valcour

Vertfeuille, 28 de Agosto

Como el correo no salió ayer he tenido que esperar hasta hoy para reanudar la narración de nuestra aventura... ¡Oh, amigo mío, qué ideas va a provocar todo esto en ti y que singulares sospechas se forman aquí en todas las mentes! ¿Será posible que el azar haya querido poner en nuestras manos el primer anillo de una cadena cuya extremidad puede proporcionarnos la explicación que tan ardientemente anhelábamos? Pero como es demasiado pronto para afirmar nada, contentémonos, yo con contarte y tú con sospechar, conjeturar e incluso investigar, si lo deseas.
La comadrona que visitó ayer a la joven en su habitación, nos dijo poco después que la noche había sido agitada, que había tenido un poco de fiebre, pero que, como estos accidentes no tienen nada de extraño en estas circunstancias, podíamos entrar si lo deseábamos y escuchar todo lo referente a la muchacha; ella había aceptado relatárnoslo. Sólo fuimos admitidos Mme. de Senneval, Mme. de Blamont y yo; no creímos decente llevar a Aline. ¡Dichoso el carácter que modela siempre sus deseos sobre sus deberes! esa privación no le costó esfuerzo alguno, su curiosidad no pudo más que su pudor... Eugénie le hizo compañía. Entramos después de algunas cortesías mutuas. Estos fueron, mi querido Valcour, los términos en que se expresó nuestra aventurera:

Historia de Sophie

Me llaman Sophie, señora, dijo refiriéndose a Mme. de Blamont, pero me encontraría en un apuro si hubiera de daros cuenta de mi nacimiento, sólo conozco a mi padre e ignoro los detalles de mi venida al mundo. Fui educada en el pueblo de Berseuil por la mujer de un viñador llamada Isabeau; iba a reunirme con ella cuando me encontrasteis. Ella fue mi nodriza y, desde que tuve uso de razón, me dijo que no era mi madre y que estaba en su casa como pupila. Hasta la edad de trece años no recibí más visita que la de un señor que venia de París, el mismo, por lo que decía Isabeau, que me había llevado a su casa y que secretamente me aseguró que era mi padre. Nada más simple ni más monótono que la historia de mis primeros años hasta la época fatal en que me arrancaron de este refugio de la inocencia para precipitarme, a pesar mío, en el abismo del desenfreno y del vicio.
Iba a cumplir los trece años cuando el hombre del que os hablo vino a verme por última vez con uno de sus amigos de la misma edad que él, es decir, cerca de cincuenta años. Dijeron a Isabeau que se retirase y me examinaron ambos con la mayor atención. El amigo del que yo debía considerar como mi padre hizo grandes elogios de mí... Según él yo era encantadora, bella como una pintura... ¡Ay! era la primera vez que oí semejantes cosas, no imaginaba que estos dones de la naturaleza fuesen a convertirse en el origen de mi pérdida... ¡qué fuesen la causa de todas mis desgracias! El examen de los dos amigos estaba entremezclado de ligeras caricias; incluso hubo momentos en que se permitieron algunas que estaban vedadas por el más mínimo respeto a la decencia... luego hablaron ambos en voz baja... oí incluso cómo se reían... ¿Es que la alegría puede nacer en donde se medita el crimen? ¿acaso el alma puede encontrar una expansión en medio de los complots formados contra la inocencia? ¡Tristes efectos de la corrupción! ¡qué lejos me encontraba yo de poder augurar sus consecuencias! Iban a ser muy amargas para mí. Llamaron de nuevo a Isabeau...
– Vamos a llevarnos a su joven pupila, dijo M. Delcour (ese era el nombre del que me habían dicho que considerase como padre); ha agradado a M. de Mirville, dijo señalando a su amigo, va a llevarla a casa con su mujer que cuidará de ella como de su propia hija...
Isabeau se puso a llorar y arrojándome en sus brazos tan apenada como ella, mezclamos nuestros lamentos y nuestro llanto...
– ¡Ah! señor, dijo Isabeau dirigiéndose a M. de Mirville, es la inocencia y el candor en persona, no le conozco ningún defecto... Os la confío, señor, sería presa de la desesperación si le sucediese alguna desgracia...
– ¿Alguna desgracia? interrumpió Mirville, si os separo de ella es para hacer su fortuna.
Isabeau: Que, al menos, el cielo la guarde de hacerla a costa de su honor.
Mirville: ¡Cuánta sabiduría en la buena nodriza!
Isabeau a M. Delcour: Pero vos me habíais dicho, señor, en vuestra última visita, que me la dejaríais al menos hasta que hubiese cumplido sus primeros deberes religiosos.
Delcour: ¿Religiosos?
Isabeau: Si, señor.
Delcour: ¡Y bien! ¿es que eso no ha sucedido aún?
Isabeau: No, señor, aún no esta preparada: el Sr. cura lo ha aplazado al año próximo.
Mirville: ¡Oh, está claro! sin embargo, no vamos a esperar hasta entonces, le he prometido a mi mujer que se la llevaría mañana... y quiero... Pero ¿no se pueden cumplir esos deberes en cualquier sitio?
Delcour: En cualquier sitio y lo mismo es allí que aquí. ¿No creéis, Isabeau, que pueda haber en la capital tan buenos directores de jóvenes como en Berseuil?...
Y luego, dirigiéndose a mí.
– ¿Sophie, quisierais poner obstáculos a vuestra fortuna? Cuando se trata de conseguirla... el más pequeño retraso...
– ¡Ay! señor, le interrumpí ingenuamente, ya que me habláis de fortuna, me gustaría más que se la procurarais a Isabeau y que me permitieseis no dejarla jamás.
Y me arrojé a los brazos de esa dulce madre... y la inunde con mi llanto...
– Hale, mi niña, hale, decía ella estrechándome contra su pecho, te agradezco tu buena voluntad, pero no me perteneces... Obedece a tus superiores y que tu inocencia no te abandone jamás. Si la desgracia cae sobre ti, acuérdate de la madre Isabeau, siempre encontrarás en su casa un pedazo de pan; si te cuesta algún esfuerzo ganarlo, al menos lo comerás puro... no estará bañado por las lágrimas de la pena y la desesperación...
– Buena mujer, me parece que ya es bastante, dijo Delcour arrancándome de los brazos de mi nodriza, esta escena de llanto, por patética que pueda ser, retrasa nuestros deseos... vayámonos...
Me cogieron y nos precipitamos a una berlina que rasgaba el aire y que nos depositó en París esa misma tarde.
Si hubiese tenido un poco más de experiencia, lo que veía, lo que oía y lo que percibía debía haberme persuadido antes de llegar de que los deberes a que se me destinaba eran bien diferentes de los que desempeñaba en Berseuil, que los proyectos eran muy distintos al de servir a una dama en el destino que me esperaba y que, en una palabra, esa inocencia que tan fervientemente me recordaba mi buena nodriza estaba casi a punto de ser olvidada. M. de Mirville a cuyo lado estaba en el coche me puso pronto en condiciones de no poder dudar de sus horribles intenciones: la oscuridad favorecía sus designios, mi simplicidad les daba alas, M. Delcour se divertía con ellos y la indecencia había alcanzado su punto culminante... Mis lágrimas corrieron profusamente...
– Peste de niña, dijo Mirville..., esto iba a las mil maravillas... yo creía que antes de llegar... Pero no me gusta oír berrear...
– ¡Y bien! respondió Delcour, ¿acaso se asusta el guerrero del fragor de su victoria?... Cuando el otro día fuimos a buscar a tu hija cerca de Chartres, ¿acaso me alarmé como tú lo haces ahora? Hubo también una escena de lágrimas... y no obstante, antes de entrar en París ya tenía el honor de ser tu yerno...
– ¡Oh! pero a vosotros los togados, dijo M. de Mirville, los lamentos os excitan; os parecéis mucho a los perros de caza, no os encarnizáis jamás si antes no habéis forzado al animal. Nunca en la vida he visto almas tan duras como la de estos secuaces de Bartolo. Si os acusan de tragar la caza cruda para tener el placer de sentirla palpitar entre los dientes, no es ciertamente una gratuidad...
– En verdad, dijo Delcour, que a los financieros se les supone un corazón mucho más sensible...
– A fe mía, dijo Mirville, no hacemos morir a nadie; si sabemos desplumar la gallina, al menos no la degollamos. Nuestra reputación es bastante más sólida que la vuestra y en el fondo no hay nadie que no diga que somos buenas personas...
Semejantes simplezas y otras afirmaciones que no comprendí porque no las había oído jamás, pero que me parecieron aun más horribles tanto por las expresiones que las enlazaban como por la indignidad de las acciones con que Mirville las acompañaba, semejantes horrores, decía, nos condujeron a París y por fin llegamos.
La casa en donde bajamos no estaba precisamente dentro de París, yo ignoraba su posición; ahora, más instruida, puedo deciros que estaba situada cerca de la puerta de los Gobelinos. Eran casi las diez cuando nos detuvimos en el patio; bajamos... El coche fue despedido y entramos en una sala en donde la cena parecía estar preparada para ser servida. Las únicas personas que nos esperaban eran una vieja y una muchacha de mi edad; y con ellas nos sentamos a la mesa; no me costó mucho trabajo comprobar durante la cena que esa muchacha, llamada Rose, era para M. Delcour lo que según me parecía M. de Mirville quería que yo fuese para él. En cuanto a la vieja, estaba destinada a ser nuestra ama de llaves; su empleo me fue explicado enseguida y al mismo tiempo se me dijo que esa casa era donde yo iba a vivir junto con mi joven compañera, que precisamente era esa hija de M. de Mirville que M. Delcour y él afirmaban que habían ido a buscar recientemente cerca de Chartres. Esto prueba, señora, que esos dos caballeros se habían dado recíprocamente sus hijas como queridas, sin que ninguna de esas dos desgraciadas criaturas conociese mejor que la otra la segunda parte de los lazos que las unía a estos dos padres.
Me permitiréis que silencie, señora, los indecentes detalles de esta cena y de la horrible noche que le siguió; otro salón más pequeño y más artísticamente amueblado fue destinado a estos vergonzosos manejos. Rose y M. Delcour pasaron a él con nosotros; ésta, enterada ya, no opuso ninguna resistencia; su ejemplo me fue propuesto para suavizar el rigor de la mía; y para hacerme sentir su inutilidad, se me hizo temer la fuerza, en caso que tuviese intenciones de prolongarla... ¿Qué le diría yo, señora? temblé... lloré... nada detuvo a esos monstruos y mi inocencia fue mancillada.
Hacia las tres de la madrugada los dos amigos se separaron; cada cual ocupó su habitación para pasar en ella el resto de la noche y nosotros seguimos a quienes nos estaban destinados.
Allí M. de Mirville terminó de desvelarme la suerte que me aguardaba.
– No debéis pensar ya, me dijo duramente, que os he cogido para manteneros; vuestra situación acaba de seros aclarada de una manera que no deja lugar a dudas. Sin embargo, no esperéis una fortuna muy brillante ni una vida muy disipada; el rango social que ese caballero y yo ostentamos nos obliga a adoptar precauciones que convierten vuestra soledad en una obligación. La vieja que habéis visto con Rose y que se ocupará igualmente de vos nos responde de vuestra conducta, una locura... una evasión, serían severamente castigadas, os lo advierto; por lo demás, conmigo habréis de ser honrada, perseverante y bondadosa y si la diferencia de nuestras edades se opone a un sentimiento vuestro que sólo despierta en mi un interés mediocre, quiero, a cambio del bien que os haga, encontrar cuando menos en vos toda la obediencia que me correspondería si fueseis mi mujer legítima. Seréis alimentada, vestida, etc., y recibiréis cien francos mensuales para vuestros caprichos; no es mucho, lo se, pero ¿de qué os serviría el excedente en el retiro que forzosamente he de imponeros? Además tengo otros asuntos que me están arruinando. No sois mi única mantenida... este es el motivo por el que no os veré más que tres veces por semana, el resto del tiempo os mantendréis tranquila; os distraeréis aquí con Rose y la vieja Dubois; tanto una como otra tienen, dentro de su género, cualidades que os ayudaran a llevar una vida apacible, y podéis tener la certeza, amiga mía, de que acabaréis siendo feliz.
Pronunciada esta hermosa arenga, M. de Mirville se acostó y me ordenó que ocupase mi lugar a su lado.
Correré un velo sobre el resto, señora, hay bastante ya para haceros ver cual era la horrible suerte que me había sido destinada; mi infelicidad aumentaba con el hecho de que me resultaba imposible sustraerme a ella ya que la única persona que tenía autoridad sobre mí... mi propio padre, me obligaba a aceptarla y me daba el ejemplo del desorden.
Los dos amigos nos dejaron a mediodía, yo trabé un conocimiento más profundo con mi guardiana y mi compañera; las circunstancias de la vida de Rose no diferían apenas de las de la mía; tenía seis meses más que yo. Como yo, había vivido en un pueblo, había sido educada por su nodriza y estaba en París desde hacia tres días; pero la enorme distancia que separaba el carácter de esta muchacha y el mío fue siempre un obstáculo a que estableciese relación alguna con ella; era atolondrada, carente de corazón, de delicadeza y de cualquier clase de principios, el candor y la modestia que me había dado la naturaleza se arreglaban mal con tanta indecencia y vivacidad; estaba obligada a vivir con ella, los lazos del infortunio nos unieron, pero jamás los de la amistad.
Por lo que respecta a la Dubois, tenia los vicios propios de su condición y de su edad; autoritaria, liante, malvada y mucho más inclinada hacia mi compañera que hacia mí: como veis no había nada que me acercase excesivamente a ella y durante el tiempo que pasé en esa casa estuve casi siempre en mi habitación entregada a la lectura, que me gusta mucho y que no me planteaba grandes problemas ya que M. de Mirville había ordenado que jamás me faltasen los libros.
Nada más regular que la vida que allí llevábamos; nos paseábamos a voluntad por un bellísimo jardín, pero nunca salíamos de sus límites; tres veces por semana los dos amigos, que solamente se dejaban ver en semejantes ocasiones, se reunían, cenaban con nosotros y se entregaban a sus placeres el uno delante del otro durante dos o tres horas después de cenar, a continuación iban a pasar el resto de la noche, cada uno con su amante, a sus habitaciones que también eran las nuestras durante el resto del tiempo...
– ¡Que indecencia!, interrumpió Mme. de Blamont..., ¡los padres a la vista de sus hijas!
– Mi querida amiga, dijo Mme. de Senneval; no profundicemos más en ese abismo de horror, esta desdichada nos mostraría quizás atrocidades muy distintas.
– ¿Cómo sabéis vos si no es esencial que lo averigüemos?, dijo Mme. de Blamont... Señorita, prosiguió esta dama verdaderamente honrada y respetable, cubriéndose de rubor, no se como plantearos mi pregunta... pero ¿no sucedieron nunca cosas peores?
Y como vio que Sophie no acababa de comprenderla, me pidió que le explicase en voz baja el significado de su pregunta.
– Una especie de celos que dominaban a ambos amigos son quizás el único freno que les haya contenido en eso que queréis decir, señora, respondió Sophie, al menos no puedo suponer más que este sentimiento como causa de una moderación... que, en tales almas, no obedecería ciertamente jamás a los postulados de la virtud. Ya sé que está mal juzgar de esta forma al prójimo, sin pruebas, pero otras desviaciones... tantas otras bajezas han sabido convencerme tan bien de la depravación de costumbres de estos dos amigos, que, a buen seguro, no debo atribuir su prudencia en lo que vos decíais más que a un sentimiento más imperioso que su desenfreno; pues bien, no he visto ninguno que fuese más poderoso que sus celos.
– Resultan un poco incongruentes con esa comunidad de placeres de la que nos hablabais, dijo Mme. de Senneval.
– Y sobre todo con esas otras mantenidas mencionadas por M. de Mirville, añadió Mme. de Blamont.
Lo reconozco, respondió Sophie, quizás sea este uno de los casos en los que el choque violento de dos pasiones sólo permite triunfar a la más viva; pero lo que es seguro es que el deseo de conservar cada cual su pertenencia, deseo nacido de sus celos, demasiado evidentes como para ponerlos en duda, prevalecerá siempre sobre su corazón y les impedirá ejecutar... horrores... que mi compañera, lo sé, hubiera respondido entre risas y que a mí me hubieran parecido más horribles que la propia muerte.
– Proseguid, dijo Mme. de Blamont, y no censuréis que el interés que me habéis inspirado me haga temblar por vos.
– Quedan pocas cosas que no sepáis hasta el suceso que me ha valido vuestra protección, continuo Sophie dirigiéndose siempre a Mme. de Blamont. Desde que estuve en esa casa mi asignación me fue pagada con la mayor exactitud y; al no tener ningún motivo para gastarla, la guardaba con la intención de encontrar quizás un día la ocasión de hacérsela llegar a mi buena Isabeau, cuyo recuerdo perduraba en mí ininterrumpidamente. Me atreví a comunicar esta intención a M. de Mirville, convencida de que él mismo se ocuparía de buscar la forma de ejecutar mis deseos... ¡Inocente! ¿Adonde iba yo a buscar compasión? ¿Es que acaso ha podido nunca sobrevivir en el seno del vicio y del libertinaje?
– Debéis olvidar todos esos sentimientos pueblerinos, me respondió brutalmente M. de Mirville, esa mujer ha sido pagada con exceso por las pequeñas molestias que hayáis podido ocasionarle; no le debéis nada.
– ¿Y mi agradecimiento, señor, ese sentimiento tan dulce de alimentar y cuyo eclosión es tan deliciosa?
– Ya está bien, qué quiméricos son todos esos agradecimientos. Nunca he visto que reportasen ningún provecho y sólo me gusta alimentar los sentimientos que me aportan algo. No hablemos más de ello o, ya que tenéis demasiado dinero, dejaré de daros más.
Rechazada por uno quise acudir a otro y hablé de mi proyecto a M. Delcour. Él lo desaprobó más enérgicamente aún, me dijo que si estuviese en el lugar de M. de Mirville no me daría un céntimo, ya que sólo pensaba en tirar el dinero por la ventana. Hube de renunciar a esta buena obra a falta de medios con que realizarla.
Pero antes de llegar a lo que dio lugar a la aciaga catástrofe de mi historia, es preciso que sepáis, señora, que ambos padres se habían cedido recíprocamente delante de nosotras su autoridad sobre sus hijas, rogando el uno al otro el olvido de toda indulgencia en caso de que su hija cometiese algún desatino y esto con el fin de inspirar en nosotras el comedimiento, la sumisión y el temor que, de acuerdo con sus deseos, iban a ser nuestras cadenas; imaginad el abuso que ambos cometían con esta autoridad respectiva; M. de Mirville, extraordinariamente brutal, me trataba sobre todo con una dureza inaudita al menor capricho de su imaginación; y aunque obrase delante de M. Delcour, éste no asumía mi defensa como tampoco M. de Mirville asumía la de su hija cuando M. Delcour la maltrataba de igual forma, lo que sucedía con la misma frecuencia. No obstante, señora, he de confesároslo, completamente culpable, enteramente cómplice del inicuo comercio al que me vi arrastrada, la naturaleza traicionó mi deber y mis sentimientos e hizo germinar en mi seno la prenda de mi deshonor. Fue poco más a menos entonces cuando mi compañera, fatigada de la vida que llevaba, me confesó que meditaba una evasión.
– No quiero emprenderla sola, me dijo un día, he encontrado los medios para interesar al hijo del jardinero... Es mi amante... me propone devolverme la libertad; tú eres libre de compartir mi suerte... quizás valdría mas que esperases a después del parto... no por eso dejaré de preparar tu liberación, yo te conseguiré un amigo, vendrá a sacarte de aquí y si lo deseas nos reuniremos.
Este último plan de unión no me convenía y si yo deseaba recuperar mi libertad era para llevar una clase de vida bien diferente a la que iba a dedicarse mi compañera. No obstante, acepté su oferta, estuve de acuerdo con ella en que más valía no ejecutar la fuga hasta después del parto; le rogué que no me olvidase y dispusiese todo para ese momento. No obstante, por mucha que fuera su prisa, los preparativos de su proyecto exigían unas demoras y no se pudo arreglar todo hasta dos meses antes del término de mi embarazo. Había llegado el momento, ella iba a evadirse, cuando un día, la víspera del que había escogido para su salida y víspera igualmente de aquel en que tuve la dicha de encontraros, mientras ella subía a su cuarto para ir a buscar algún dinero destinado al jardinero que debía ocuparse de buscarle un alojamiento amueblado, me pidió que me quedase con ese joven que, deseoso de salir, parecía que no quería detenerse, y que le hiciese esperar un minuto... ¡Época fatal de mi infortunio! o más bien de mi fortuna, ya que esa misma circunstancia fue la que me sacó de esa sima; mi suerte quiso que sucediese entonces lo que nunca había sucedido en tres años. M. de Mirville entró solo y tropezó conmigo antes de que hubiera tenido tiempo de esconder al joven para evitar que lo viera. No obstante, salió enseguida, pero no sin ser visto. Nada hay que pueda describir el acceso de cólera que se apoderó de Mirville en aquel mismo instante; su bastón fue la primera arma que utilizó y, sin miramientos hacia mi estado, sin investigar si yo era culpable o no, me abrumó de injurias, me arrastró por todo el cuarto cogida de los pelos, me amenazó con patear el fruto que llevaba en mi seno y que ya no consideraba más que como un testimonio de su vergüenza. Iba ya a expirar bajo sus golpes, de los que aún conservo las magulladuras, si la Dubois no hubiese acudido y me hubiese arrancado de sus manos. Entonces su ira se hizo más fría...
– No disminuirá esto la crueldad de mi castigo, dijo... que cierren las puertas... que nadie entre y que esta prostituta suba inmediatamente a su habitación...
Rose, que había oído todo y que estaba muy contenta de librarse, gracias a este malentendido, de lo que ella sola había merecido, se guardó muy bien de decir una sola palabra y la tempestad se desencadenó solamente sobre mí... Pronto me siguió mi tirano; sus ojos llameaban con mil sentimientos diferentes entre los cuales creí descubrir algunos más temibles que la cólera y cuyas impresiones, dislocando los músculos de su odiosa fisonomía, hicieron que me pareciera aún más horrible... ¡Oh!, señora ¡cómo relataros las nuevas infamias de que fui objeto! atentan simultáneamente contra la naturaleza y contra el pudor, jamás podré describíroslas... Me ordenó que me despojase de mis vestidos... me arrojé a sus pies, le juré veinte veces mi inocencia, intenté ablandarle mediante el funesto fruto de su indigno amor; el desdichado, agitando mi seno con sus palpitaciones pareció inclinarse ya a los pies de su padre... parecía que implorase mi gracia... Mi estado no conmovió a Mirville, lo interpretaba, según decía, como una prueba más de la infidelidad que él sospechaba; todo lo que yo alegaba no era sino impostura, estaba seguro de lo que decía, lo había visto, nada le convencería... Me puse, pues, como él deseaba, en cuanto me tuvo así unos bárbaros lazos respondieron de mi compostura.
Fui tratada con esa especie de ignominia escandalosa que el pedantismo se permite hacia la infancia... Pero con una crueldad... con un rigor... Finalmente palidecí... me tambaleé sobre mis ataduras... mis ojos se cerraron, ignoro la continuación de su barbarie... Sólo recuperé el uso de mis sentidos en los brazos de la Dubois... Mi verdugo iba y venía por mi cuarto a grandes pasos, apresuraba los cuidados que yo recibía... no por piedad... el monstruo... sino para deshacerse más rápidamente de mi...
– Vamos, gritó, ¿está lista ya?
Y viéndome aún tan desnuda como el había deseado que lo estuviese:
– Vestidla, vestidla, señora, y que desaparezca...
Me pidió mis llaves, recuperó todo lo que me había dado y dándome dos escudos:
– Tened, me dijo, os sobra dinero para ir a casa de una de esas mujeres públicas que llenan la ciudad y que recibirá, sin duda, complacida a una criatura culpable de la conducta que habéis observado en mi casa...
– ¡Oh, señor! respondí yo entre lágrimas, sin poder soportar ya este último envilecimiento, yo no he cometido nunca más que una falta y sois vos quien me la hizo cometer. Apreciad mi arrepentimiento a través de mis desdichas y no me ultrajéis en el infortunio.
Ante estas palabras, que deberían haberlo ablandado si el alma de los tiranos fuese receptiva a la compasión, si el crimen que la corrompe no la cerrase siempre a los gritos de la inocencia, me cogió por el brazo, me llevó al extremo de la casa y me arrojó a una calle apartada que daba una de las puertas del jardín... que su alma sensible imagine mi situación, señora, sola a la caída de la noche, cerca de una ciudad absolutamente desconocida para mí, en el estado en que me encontraba, sin contar apenas con medios, destrozada, herida en todo mi cuerpo y sin contar siquiera con el recurso de las lágrimas, ya que, por desgracia, me resultaba imposible derramarlas.
Sin saber a dónde dirigir mis pasos me eché en el umbral de esa puerta que acababan de cerrar a mis espaldas... Me precipité sobre las mismas huellas de mi sangre, dispuesta a pasar la noche allí. "El bárbaro, me decía, no me escatimará el aire que aún tengo la desgracia de respirar... No me arrebatará el refugio de los animales y el cielo se apiadará de mis desdichas y quizás me permita morir en paz". Hubo un momento en que me creí perdida. Oí como alguien pasaba cerca de mí... ¿me había mandado a buscar?... ¿quería acabar su crimen, quería arrebatarme lo que quedaba de una vida que yo detestaba? ¿o, sintiendo el remordimiento finalmente en su alma de fango, había dejado paso a la compasión? Quienquiera que fuese pasó rápidamente a mi lado; llegó el día, me levanté e inmediatamente decidí volver a casa de mi querida Isabeau, segura de que ella no me negaría el asilo que siempre me había ofrecido... Salí, pues... y había llegado a mi cuarto día de marcha, arrastrándome como podía, molida a golpes, palpitando de temor, fatigada por la carga que llevaba en mi seno, sin atreverme apenas a tomar alimento temiendo que el escaso dinero de que disponía no me llegase hasta Berseuil; creí estar cerca cuando me perdí y cuando los dolores me detuvieron. Allí fue donde tuve la dicha de encontrar a este caballero, dijo Sophie señalándome, y, por espantosa que sea mi situación, prosiguió poniendo los ojos en Mme. de Blamont, la contemplo como una gracia del cielo, ya que me garantiza el apoyo de una dama cuya compasión me tranquiliza y cuyas bondades harán que vuelva a encontrar a la que llamo mi madre. Soy joven, me atrevería a añadir que soy buena, si he cometido una falta, Dios es testigo de que ha sido en contra de mi voluntad... La repararé... la lloraré toda mi vida... Ayudaré a mi buena Isabeau en las tareas domésticas y, aunque no tenga unas comodidades como las que me había procurado el crimen, encontraré, al menos, la tranquilidad y me veré libre de remordimientos.
En este punto corrieron las lágrimas de todos los presentes; Sophie, demasiado conmovida como para contener las suyas, nos suplicó que la dejásemos sola un momento. Nos retiramos para ir a renovar nuestras conjeturas y como el correo sale, me veo obligado, mi querido Valcour, a dejarte con las tuyas asegurándote que mi primera preocupación será la de comunicarte detalladamente lo que hayamos podido descubrir sobre esta malhadada aventura.


CARTA XVII

Déterville a Valcour

Vertfeuille, 30 de Agosto, por la tarde.

Sophie, que no se había atrevido aún a enseñar a su enfermera las sangrientas marcas que la cubrían se arriesgó a hacerlo tan pronto hubo hecho su confesión y a partir del veintiocho, como había pasado muy mala noche, rogó a esta mujer que examinase sus contusiones y que las aliviase.
Ésta encontró tantos desordenes y magulladuras tan graves que no quiso asumir ninguna responsabilidad y Mme. de Blamont, habiendo sido consultada, envió inmediatamente a que trajesen a Dominic, su cirujano de Orléans, al que no condujo hasta la enferma sino después de haberle hecho jurar el secreto. El artista hizo su examen y su diagnostico fue que, habiéndose realizado el alumbramiento en el séptimo mes, se trataba con toda seguridad de un parto forzado, consecuencia de los accidentes padecidos por la enferma, aunque el niño hubiese nacido vivo; aparte de un golpe muy violento a la altura de los riñones había veintiún más tanto sobre los brazos, como sobre los hombros o el resto del cuerpo de esta desdichada y cada uno de ellos había dado lugar a una contusión que necesitaba un vendaje inmediato. Los efectos del segundo acceso de la cólera meditada de Mirville eran de una extensión prodigiosa, pero el instrumento de su barbarie, que entonces era, sin duda, de mucha flexibilidad, contusionaba infinitamente menos aunque las marcas fuesen más visibles y los peligros de este segundo tratamiento, aunque haya sido llevado al extremo no eran tan peligrosos como los del otro.
De acuerdo con esta exposición, Dominic prescribió una sangría del pie, el mayor reposo y algunas bebidas. Sólo se retiro al cabo de veinticuatro horas, después de haber observado el buen resultado de su tratamiento; ha dejado su receta a la comadrona y volverá a principios de la próxima semana; espera mucho, dice, de la edad y del buen temperamento de la joven. Le ha parecido oportuno que se la separe de su hijo, decisión afortunada, ya que esa pobre criaturilla murió poco después de haber sido separado de su madre y esa pérdida, si la hubiese averiguado, quizás la hubiese enviado a la tumba. Le hemos ocultado esta noticia, y, aunque hoy se siente un poco mejor, no está aún en condiciones de recibirla. Esta es, amigo mío, la historia del veintiocho.
Ayer, veintinueve, Mme. de Blamont me rogó que fuese al pueblo de Berseuil a verificar las declaraciones de Sophie. Fui hasta allí a caballo y, provisto de una carta de Mme. de Blamont, me dirigí a casa del cura. Es un hombre de cerca de cincuenta años cuyo carácter parece sostenido por su porte y su honestidad. Me recibió muy bien, me invitó a comer en su casa y, esperando la hora del almuerzo, me llevó a casa de Isabeau que era tal y como nos la había descrito Sophie. Ambos recordaban perfectamente a la joven; el cura se acordaba muy bien de haberle enseñado la religión.
Por lo que se refiere a Isabeau, al principio lloró de alegría cuando le dije que su pupila vivía, la quería y deseaba verla; y poco después, de pena, cuando le expliqué su estado. Insistí poco en los detalles, ya que Mme. de Blamont me había convencido de la necesidad de disimularlos y, como ella, estaba persuadido de la necesidad de este secreto. Me limité a dejar sentado que la situación de Sophie no era grave y a convenir con esas buenas gentes que ambos acudirían a la próxima invitación que les hiciese la señora que me enviaba, la cual no retrasaría el placer de verles más que por motivo de la salud de Sophie, que no estaba aún en condiciones de saludar a personas tan queridas. Almorcé en casa del cura y allí, así como las gestiones que habíamos realizado, vi que era un hombre dotado de un gran sentido común; el suceso que me había llevado a su casa hizo que la conversación recayese sobre la depravación de las costumbres, causa única, pretendía, de todas las atrocidades que diariamente se cometían.
– ¡Oh! señor, me dijo el honrado eclesiástico con ese entusiasmo cálido que confiere la virtud, continuamente veo surgir un fárrago de escritos ininteligibles, una plétora de proyectos ineptos sobre la mendicidad, sobre los medios de que disponemos para erradicarla de Francia, proyectos atroces cuyo único y malhadado principio es la desesperación en que el rico se encuentra porque se ve obligado a contemplar el infortunio en su prójimo, desesperación por verse obligado a entregar algún socorro cuando cree que su oro solamente está hecho para pagar sus vergonzosos deleites. Quisiera sustraerse a estas tristes obligaciones, quisiera alejar de sus ojos el espectáculo enternecedor de la miseria que hiela sus indignos placeres, que le hace ver al hombre desde demasiado cerca, que, devolviéndolo a las abrumadoras ideas de la desgracia, aniquila, a pesar suyo, el inmenso intervalo que su orgullo se atreve a colocar entre hombre y hombre. Estas son, señor, las únicas causas de estos lamentables escritos; no le quepa duda, son los dictados de la avaricia, el orgullo y la inhumanidad... No se quieren ver pobres en Francia; ¡pues bien! que, para conseguirlo, se ocupen de buscar los medios para reformar las costumbres y de preservar sobre todo a la juventud de su pérfida corrupción; que se reforme el lujo, ese lujo pernicioso que arruina y altera al rico sin aliviar al miserable y que arroja, más bien, a éste al abismo a través de su loca pretensión de alcanzar lo que no puede anhelar sin acarrear su pérdida. Que vuestras gentes de letras se ocupen de estos planes, señor, que ofrezcan al gobierno proyectos rectificados, y del éxito de estas primeras operaciones, nacerá pronto esta reforma de mendigos tan deseada por vuestra capital. Que ese lujo tan peligroso no atraiga a vuestros talleres de baratijas o a la parte trasera de vuestros magníficos coches al hijo de ese buen campesino que, abandonado por lo mejor de su prole, pronto irá a mendigar con los que le quedan a la puerta misma de la mansión en donde su hijo, engreído a causa de una levita engalanada, se atreve a mirarle insolentemente, sin dignarse siquiera a reconocerle y a confortarle. Disminuid los impuestos, honrad, estimulad la agricultura , preferid sobre todo al honesto individuo que se dedica a ella a ese impertinente plumífero que, disfrazado con un faldón negro ha abandonado la carreta de su padre para venir a engordar a la ciudad gracias a las divisiones intestinas del ciudadano. Clase abyecta, venenosa, tan inútil como despreciable que las buenas leyes deberían confinar en sus hogares o asignar, desde el instante en que saliesen de ellos, a los trabajos públicos, en los cuales, más útiles, al menos, que en el estrado o en el foro, servirían a la patria en lugar de destruirla, en lugar de minarla sordamente con sus prevaricaciones, sus rapiñas y sus escandalosas estafas. Si no queréis ver mendigos en Francia, no explotéis al desdichado labrador con impuestos que superan sus posibilidades, no explotéis a vuestros aparceros para estar en mejores condiciones de bordar vuestros trajes y de adornar vuestro peinado; y los mendigos, desdichada excrescencia de todos estos abusos, no fatigarán vuestras miradas; pero no los desterréis, no los molestéis dejándoos llevar por una compasión bárbara e insultante; no los sepultéis como cadáveres en las fosas del horror y de la fetidez; pensad que son hombres como vos, que el sol luce también para ellos y que tienen derecho al mismo pan... ¡No queréis mendigos! no bebáis en las capitales los ríos de oro de vuestras provincias; que la circulación sea libre y la dosis de felicidad, equitativamente repartida entre todos los ciudadanos, o os mostrará ya a uno en el pináculo y al otro en los harapos de la miseria; ¿por qué es necesario que haya una parte de hombres que rebosan oro mientras que la otra no puede siquiera cubrir sus primeras necesidades?; ¿por qué han de existir solamente dos o tres ciudades bellas en Francia, mientras que el infortunio asola y despuebla las otras?... Os parecéis a esos niños que hacen un solo castillo con las cartas que se les ha entregado, ¿qué sucede? El edificio se derrumba. Esa es vuestra imagen. Vuestra moderna Babilonia quedará aniquilada como aquella de Semíramis, se desvanecerá de la superficie del globo terráqueo como desaparecieron las florecientes ciudades de Grecia que, como ella, entraron en decadencia solamente a causa del lujo, y el Estado, debilitado por embellecer a esta nueva Sodoma, desaparecerá como ella, bajo sus doradas ruinas .
Hubiera podido responder al cura, porque sabes que no pienso como él sobre ese lujo que tú a veces censuras también con tanta energía; pero el tiempo se me echaba encima, yo preveía la inquietud de nuestras damas y me separé, pues, sin tardanza de este buen clérigo prometiéndole discutir otro día con más calma los temas que hasta el momento nos habían ocupado. Le hice prometer que acudiría puntualmente con Isabeau a casa de Mme. de Blamont cuando ésta enviase un coche a recogerlos.
A la vuelta de ese viaje fue cuando encontré muerto al hijo de Sophie y a la madre, un poco mejor. Nadie vio inconveniente en que le diese noticias de su buena nodriza; ella me lo agradeció con expresiones del más cariñoso reconocimiento. En verdad el carácter de esta joven es encantador: si el destino le reservaba la desdichada situación de mantenida, ¡qué pena que no haya caído en manos de un solterón honesto y formal! lo hubiera hecho feliz gracias a su prudencia y su dulzura. Pero parece que las intenciones de Mme. de Blamont respecto a esta pobre chica son tan ventajosas, que probablemente no tendrá ocasión de arrepentirse de su cambio de condición, ya que no hubiera podido perpetuar su estado sino a costa de su honor y de su conciencia y, en lugar de esto, podrá vivir en aquel que se le destina conservando toda la pureza de su alma.
Apenas hube comunicado a nuestra enferma las noticias de su buena Isabeau cuando ya ardía en deseos de verla; pero cuando le hube demostrado que su salud exigía que se privase aún durante unos días de este placer, se rindió y, con lágrimas en los ojos, me encargó que transmitiese a Mme. de Blamont hasta qué punto era sensible a las bondades que de ella había recibido.
– ¡Ay! señor, decía con voz dulce y halagadora, los efectos del agradecimiento de una desdichada como yo son bien triviales para Mme. de Blamont, pero mi corazón es tan puro que sus deseos serán escuchados por el Eterno y si puedo salvar mi vida, emplearé todos los instantes en implorar al cielo por su felicidad y por la de todas las personas que la rodean.
Regaba mis manos con sus lágrimas, me pedía una y mil veces perdón por todas las molestias que dignábamos tomarnos por una pobre muchacha que no lo merecía. La voz acariciante de esta muchacha, los bellísimos ojos henchidos de sentimiento, el aspecto inocente, la verdad que emana de toda su fisonomía y que, por así decirlo, coloca su alma en los rasgos de su hermoso rostro... todo eso, amigo mío, hace que, involuntariamente, se despierte el interés hacia ella. Sus desgracias terminan de enternecerle a uno y es realmente imposible no desear que sea feliz. Aline, a quien se explicó la aventura de Sophie hasta donde lo permitía la decencia, experimenta por ella una singular amistad; hay que arrancarla de la cabecera de la cama; quiere darle ella misma los caldos y se acostaría con ella si se lo permitiésemos. Pero hay una cosa más extraordinaria, ¡oh, Valcour! resulta imposible dejar de observar entre estas dos jóvenes un aire de familia: es impresionante. Eugénie y Mme. de Senneval han hecho la misma observación; yo lo había notado antes que ellas. Mme. de Blamont se había sentido conmovida por esto desde la primera vez que la vio. Si te describo sus rasgos comunes te imaginarás aún mejor a Sophie. Para empezar tienen absolutamente el mismo tono de voz, exactamente la misma forma de rostro, la misma boca y exactamente el mismo aspecto en su conjunto. Sophie, como tu Aline, tiene esos soberbios cabellos color castaño claro, tirando un poco a rubio y el mismo brillo en su piel y finalmente ambas parecen tener el mismo carácter. Sophie adora a Aline y le pide insistentemente que deje de preocuparse tanto por ella al mismo tiempo que se le trasluce toda la pena que le daría si esta accediese a su petición.
Al comprobar todas estas cosas Mme. de Senneval, Mme. de Blamont y yo creemos muy probable que los nombres de Mirville y de Delcour sean nombres ficticios que oculten quizás otros verdaderos mucho más interesantes para Mme. de Blamont. Sin embargo, aún no nos atrevemos más que a adelantar algunas conjeturas... recapitulemos sus fundamentos.
La educación de Sophie en un pueblo tan cercano a la finca a donde viene todos los anos M. de Blamont a ver a su mujer... ese singular parecido... la relación de los dos amigos, tan semejante a la de los señores Blamont y Dolbourg... su edad... las descripciones hechas por Sophie y por su nodriza en donde se encuentran todos los rasgos de los originales... sus profesiones, un togado y un financiero... Aquí se presenta una ligera objeción, me doy cuenta. M. Delcour ha estado varias veces en casa de Isabeau y nunca se ha dicho que viniese de Vertfeuille; ¿será posible que, si M. Delcour y M. de Blamont son una misma persona, no sea conocido en un pueblo tan cercano a la finca de su mujer? Pero esta objeción se desvanece ante un examen más detenido: en primer lugar al ver llegar a M. Delcour a Berseuil se puede ignorar su lugar de procedencia; además es posible que siempre que haya venido lo haya hecho desde París. En segundo lugar a M. y Mme. de Blamont se les conoce en Berseuil solamente de oídas; ignoran en absoluto su aspecto, luego puede tratarse del mismo hombre; hay, pues, motivos para apostar que se trata del mismo hombre y, si la combinación es justa, ya ves quien es esa odiosa persona, quien es el perverso que se atreve a ofrecerse a tu Aline. Porque si Delcour es Blamont, no dudemos que Mirville sea Dolbourg.
En esta espinosa situación Mme. de Blamont no sabe que decidir... Si convence a Sophie para que haga una denuncia en contra de M. de Mirville supone hacerla también contra M. Delcour. ¡Y, si nos dejamos engañar por los nombres, ya ves a quien puede comprometer con esta denuncia! Esta idea la detiene.
Sin embargo, ¡qué arma está dejando escapar! si no aprovecha todo esto para librarse de las persecuciones de un yerno, que, a buen seguro, es indigno de ella, si es culpable de la infamia que investigamos, ¿encontrará jamás una ocasión tan propicia? Si es cierto que esos nombres esconden a quien sospechamos, ¿no se arrepentirá toda la vida de no haber aprovechado este suceso para poner freno a las intenciones de un hombre cuya alianza la deshonraría? Si deja correr lo que el azar le ofrece, si triunfa M. de Blamont y, poniendo en juego su autoridad y acudiendo a las leyes, consigue poner a Aline en los brazos de Dolbourg; ¿no morirá Mme. de Blamont de pena por haber dispuesto de todo lo necesario para detener ese horrible sacrificio y no haberlo hecho? Estas consideraciones, sobre las que creí oportuno hacer énfasis, la decidieron por fin a presentar una denuncia a Orléans, pero una denuncia secreta que ella puede controlar en todo momento. Por consiguiente, el juez ha acudido esta mañana a la invitación que ella le ha hecho; como Sophie se encontraba un poco mejor, le ha recibido y él ha tomado nota de su exposición del hecho simple y puro:
"De un ultraje cometido en su persona, embarazada por el que dice ser M. de Mirville, financiero de París, que era el autor del embarazo y que la había venido a buscar al pueblo de Berseuil con uno de sus amigos hace aproximadamente tres años para mantenerla como amante, cosa que realizó hasta el momento en que la trató indignamente, aunque estaba encinta, y la puso a la puerta de su casa, etc., etc., etc."
Firmamos todos, ella como parte y nosotros en calidad de testigos, Dominic firmará en Orléans y la denuncia será guardada por el magistrado hasta que Mme. de Blamont desee activarla.
Todo esto se hacía a regañadientes y jamás se hubiera llevado a cabo de no ser por mí; pero consideré que era sumamente necesario. El excelente carácter de Sophie rechazaba la idea de una denuncia.
Mme. de Blamont temblaba por miedo a comprometer al personaje que creía implicado bajo el nombre de Delcour; no nos atrevíamos a comunicar al juez ninguna de estas consideraciones; yo creí encontrar el sesgo adecuado al no nombrar para nada a M. Delcour en la denuncia que se ha depositado exclusivamente en contra de M. de Mirville.
Ya ves ahora, amigo mío, el motivo que ha determinado mis operaciones, solamente he contemplado tu interés y tu felicidad. Si me equivoco corrígeme; pero sea cual sea el exceso de tu delicadeza, dudo que te hubiera llevado a proceder de otra forma y creo que aprobarás lo que he hecho.
Voy a exponerte ahora otra idea, consecuencia necesaria de nuestras primeras gestiones y que quizás discrepe más aún con la rectitud de tu espíritu, pero cuya ejecución me parece indispensable.
– Señora, dije a Mme. de Blamont inmediatamente después de la salida del magistrado, me parece que el objeto esencial es conocer ahora al héroe de nuestra aventura.
– ¿A dónde nos llevará este descubrimiento?
– Al mismo motivo que me inclinó a aconsejaros que presentaseis una denuncia; necesitáis armas, el azar os las ofrece.
– ¿Y si esos dos individuos no tienen nada que ver con los que nos interesan?
– Al menos sabréis a que ateneros y todo quedará entonces entre nosotros.
– ¿Y sin son ellos?
– Os encontraréis en la misma situación... Seguiréis siendo siempre la dueña de la denuncia de Sophie. ¡Oh! señora, si Mirville es Dolbourg, ¿acaso le entregaríais vuestra hija?
– Esa idea me repugna, os ruego que no me la mencionéis más.
– Y si vos no aclaraseis este asunto y el malvado fuese Dolbourg y vuestro esposo alcanzase la meta que se propone, ¿imagináis los remordimientos que os atormentarían?
– No sobreviviría.
– Por consiguiente, hay que evitarlos.
– Déterville, confío en vos; haced todo lo que creáis conveniente, pero, os lo ruego, actuad con la mayor discreción.
A mi entender se trata de acudir a los mismos lugares y de intentar ganar a la dueña Dubois a fin de que nos proporcione datos. Estoy convencido de que puede suministrárnoslos en gran cantidad. Hay tres medios que nos pueden llevar hasta la fiel guardiana: podría ir yo a corromperla, podrías ir tú y finalmente podríamos destacar a un tal Saint-Paul, antiguo domestico de Mme. de Blamont, singularmente apegado a su señora y que es uno de los mejores criados de los que pueda honrarse la servidumbre de Francia.
El primero de esos medios me repugna un poco; estoy seguro de que no te encargarías del segundo; hemos adoptado, pues, el tercero sin que tú te veas mezclado y sin que ni siquiera Saint-Paul te vea en París.
Está decidido que sale mañana con cincuenta luises en su bolsillo y que no va a volver sin la vieja o sin toda la información que ésta posea. Como tiene órdenes de no comunicarse más que con nosotros seremos nosotros quienes te contaremos todos los detalles; estate tranquilo, sé discreto y déjate ver lo menos posible mientras actuamos.

En el momento de salir la carta.

Sophie va mejor; Aline está cansada, ayer tuvo un poco de jaqueca y hemos conseguido que guarde cama. Eugénie le ha prometido que cuidará de Sophie como ella misma. Mme. Blamont está muy agitada; Mme. de Senneval y yo llevamos la casa y nos ocupamos de todo.
Aline no quiere que cierres esta carta sin probarte en dos líneas que su indisposición carece de importancia.

Aline a Valcour

P.S. ¡Cuántos acontecimientos!... ¡Cuántas sospechas!... ¡Cuántas conjeturas!... ¡Ah! ¡si el cielo ha escogido todo esto para esclarecernos no dejará imperfecta su obra! Ojalá que todo esto redunde en nuestra felicidad sin enturbiar la de la persona que me dio la vida. Su tranquilidad me resulta más preciosa que mi propia satisfacción y jamás dejaré de respetarla. Adiós, quedad tranquilo, escribidnos y contad con el cariño de vuestra Aline, que siempre será inexpresable.


CARTA XVIII

Déterville a Valcour

Vertfeuille, 3 de Septiembre.

Aline está completamente bien hoy, disfruta de la tranquilidad de su amiga, de la felicidad que ayer le supuso la visita de su Isabeau. Dominic había vuelto el día uno y como encontró a su paciente en el mejor estado, creyó que no había inconveniente en dejarle abrazar a su nodriza. Se envió, pues, un coche al cura de Berseuil con la invitación de que trajese a Isabeau, y, como salieron muy temprano, nuestros rústicos compañeros estaban con nosotros para la hora del almuerzo.
Apenas hubo oído Sophie el ruido de la carroza quiso levantarse y volar a los brazos de su nodriza. La contuvimos. Mme. de Blamont, que deseaba gozar de esta conmovedora escena sin testigos que pudieran enfriarla dejó al cura un momento con Mme. de Senneval y nos trajo a Isabeau... Todos nuestros cuidados resultaron inútiles desde el momento en que Sophie oyó la voz de su buena madre (así la llama). Se precipitó en la habitación y cayó a los pies de Isabeau.
La emoción fue tan viva que nos vimos obligados a volver a meterla en la cama en donde permaneció algunos minutos, sin conocimiento. La buena mujer se echó sobre ella y la reanimó con sus caricias. Ambas se abrazaron mezclando sus lágrimas que manaban abundantes con las expresiones de mutuo cariño.
– ¡Y bien! mi querida niña, le dijo Isabeau, en cuanto la emoción que las embargaba les permitió entenderse, ¿no te había dicho yo que serías desgraciada en cuanto dejases de ser buena?
Sophie: ¡Los muy crueles! me engañaron: ¿por qué me entregasteis a ellos?
Isabeau: ¿Acaso tenía yo algún derecho sobre ti?... ¿Es que no hubo falta por tu parte?
Sophie: Lo único que he sido es desgraciada y seducida, toda la culpa fue suya.
Isabeau: Y, ¿por que no volviste a mi casa? bien sabías que estaba abierta a la inocencia.
Sophie: ¡Oh, mi buena, mi buena Isabeau! no dejéis de amar a vuestra Sophie; jamás ha olvidado vuestros consejos, siempre han estado grabados en su corazón.
Isabeau: ¡Pobre criatura!
Luego, volviéndose hacia mí envuelta en lágrimas:
– ¡Oh, señor! no os extrañéis de que la ame; la considero como a una hija mía, no tengo más hija que ella. Y esos malvados, ¿me la quitaron sólo para perderla?... ¡Ven, Sophie! ven, siempre encontrarás la dicha y la tranquilidad en casa de Isabeau, porque la virtud y la religión no saldrán jamás de ella.
Y se lanzaron la una a los brazos de la otra y sus lágrimas volvieron a bañar sus pechos.
Mme. de Blamont, temiendo que una emoción demasiado prolongada pudiera perjudicar a su querida enferma, hizo subir al cura; este se acercó a la cama de Sophie y la reconoció enseguida.
Ésta le pidió su bendición; le pidió las más sinceras excusas por la mala conducta que había observado desde que se la llevaron.
Una de las cosas que siempre le había causado remordimientos, dijo, era haber sido arrancada a su pastor antes de que hubiese podido cumplir con sus deberes de religión.
– ¿Es posible que hayan descuidado los deberes religiosos? dijo el cura con la mayor sorpresa.
– ¡Ah! señor, dijo Mme. de Senneval, ¿acaso los libertinos sumidos en el vicio piensan aún en los deberes de la religión?
– Esto será la primera cosa que hará en cuanto su estado de salud se lo permita, dijo Mme. de Blamont, permitid la espera, señor, que nosotros nos ocuparemos de lo segundo.
Luego, sentándose en el borde de la cama y dirigiéndose a Isabeau y al cura, esta mujer adorable les expuso las siguientes condiciones:
– Varias razones personales me impiden, dijo, conservar en mi casa a esta joven tanto tiempo como quisiera; en cuanto recupere su salud la enviaré a su casa, Isabeau, y para que no os suponga una carga...
– ¡Ella, una carga! no, no, mi niña no puede molestarme; todo lo que tengo le pertenece y os digo ya desde ahora que no acepto nada de lo que veo que estáis dispuesta a ofrecerme; estoy en deuda con ella por no haberla salvado del crimen: dejadme que la pague.
– Bien, Isabeau, os lo concedo, pero no me impediréis que provea lo necesario para su futuro.
Luego, dirigiéndose al cura y entregándole unos papeles:
– Aquí, señor, le dijo, adjunto cuarenta mil francos en billetes pagaderos dentro de un año; mi intención es que esta suma sirva de dote a Sophie. Os ruego, señor, que durante este tiempo le busquéis un esposo digno de ella y que, en vuestra opinión, junto a las virtudes que le hagan merecedor de una mujer así, posea la dicha de resultarle agradable, porque quisiera amarle siempre y ser para él como una madre. Si sucediese que el sujeto escogido no le conviniese os ruego que pongáis vuestros ojos en otro hombre. La cláusula más esencial de la unión que proyecto para esta querida niña es que ame a su marido y que sea amada por él; al querer hacer su felicidad no me perdonaría haberla entregado a un esposo que quizás la despreciase por una falta que no ha cometido. Por lo tanto, será prevenido de la desgracia de la muchacha que se le destina, le haréis sentir hasta qué punto es inocente y no los reuniréis sino en el caso de que esta fatalidad no inspire ningún distanciamiento al esposo. Como Isabeau sufriría si hubiese de separarse de su adorada niña, incluiréis en el contrato la cláusula de que los esposos vivirán en su casa.
– Y a eso se añadirá, interrumpió Isabeau llena de alegría, que todo lo que poseo será para ellos. Señora, continuó, no estoy del todo falta de recursos, tengo un buen pedazo de tierra en donde los dos jóvenes podrán ganarse la vida y con lo que vos habéis tenido la gentileza de darles tengo la certeza de que no pasarán apuros. Si se administran bien sus hijos serán ricos.
Mientras tanto, Sophie sollozaba: había cogido una de las manos de Mme. de Blamont y la bañaba con las lágrimas de su agradecimiento, le faltaban las expresiones para describirlo.
El cura se encargó de todo. Cubrió de alabanzas a Mme. de Blamont que le contestó que no comprendía como unas acciones tan naturales y que proporcionaban tanto placer podían merecer elogios... Aline se precipitó en los brazos de su madre y la colmó de caricias.
Esa imagen de la inocencia desgraciada, del más rendido agradecimiento por una y otra parte, la del cariño filial, de la compasión, de la virtud, inundaban el alma con impresiones tan deliciosas y la llenaban de emociones tan delicadas y tan dulces...
¡Oh, amigo mío! ¡si existen las alegrías celestiales han de estar compuestas de sensaciones semejantes!
Nos separamos; tantas y tan diversas emociones habían debilitado el ánimo de Sophie, la enfermera nos pidió que le dejásemos sola y nos fuimos a comer. La buena Isabeau quería ir a comer al office. Mme. de Blamont y Mme. de Senneval hicieron que se sentase entre ellas. Se mostró decente, honesta y cortés. Es muy cierto que la virtud nunca está fuera de lugar en ningún sitio. No hay una sola mesa, amigo mío, que no se honre más con una invitada como esa que con una de esas impúdicas conocidas como pequeñas amantes que, en lugar de las reflexiones simples y llenas de candor, de estos discursos ingenuos, imagen de la naturaleza, no hubiera aportado más que la jerga del crimen que las deshonra y ultraja.
Después de la comida Isabeau quiso abrazar una vez más a su hija.
Le dijo que iba a preparar su alojamiento, pero que, como ahora era mayor y además, añadió riéndose, como era una joven casadera, quería cederle la habitación principal.
– ¡Estaríamos bien! ¡A mí! no quiero ninguna que no sea la que siempre he tenido; y no quiero en su casa otro empleo que el que desempeñaba. Si me priváis de esta dicha, si no me creéis ya digna de serviros me haréis creer que mis faltas me han hecho perder méritos a vuestros ojos y no me consolaría jamás.
Esta muchacha es encantadora, tiene una especie de espíritu natural que confiere un increíble atractivo a todo cuanto le inspira su hermosa alma.
Se levantó acta de todo cuanto había sucedido. Mme de Blamont quiso retener a sus huéspedes; pero las tareas domésticas de una y los deberes religiosos del otro, se oponían al deseo, que ellos mismos tenían de quedarse, y salieron en el mismo coche.
¡Y bien! Valcour, ¿quién, en tu opinión, ha de disfrutar de la calma más pura, quien debe pasar las noches más tranquilas, el malvado que ha deshonrado y maltratado a esta pobre hija o el ser sensible y honrado que se deleita en reparar tan generosamente todos sus males? Que vengan, que aparezcan esos apóstoles de la indecencia y del vicio, que legitiman todos los errores, que los ven a todos en la naturaleza, porque la creen tan corrompida como sus almas, que están más cómodos ignorando los más santos instrumentos de esta ley sagrada que viéndose obligados a despreciarse a sí mismos, que prefieren no ver crimen en ningún sitio que verse forzados a temblar ante el aspecto de los que los enfangan, que, en pocas palabras, compran su tenebrosa tranquilidad al precio de sofocar todos sus remordimientos... ¡que vengan, digo, que vengan y que se pronuncien! Son libres de tomar partido, que comparen si se atreven, entre el de la respetable protectora de Sophie y el de su perseguidor.
Las declaraciones de Isabeau no nos enseñaron nada especial: Sophie parecía tener tres semanas de edad cuando M. Delcour llegó de París llevándola en una cuna en la parte delantera de su coche. Se apeó en la hostería de Berseuil y pidió una nodriza. Avisaron a Isabeau. Le prometió una pensión que aumentaría con la edad de la niña. Pidió que se la enseñase a coser, a escribir y a leer; que no se le diese más nombre que el de Sophie y que cuando él no pudiese traer en persona el dinero de la pensión se ocuparía de hacerlo llegar puntualmente.
Cumplió con exactitud, Isabeau fue pagada con regularidad. Solamente hizo cuatro visitas a Sophie durante los trece años que estuvo de pupila en casa de Isabeau. Llegaba siempre por la carretera de París, paraba en la hostería, veía a la niña durante una hora o dos, examinaba sus pequeños talentos y se iba.
– Pero fue idea mía, dijo Isabeau, hacerle aprender la religión y ponerla como alumna del Sr. cura, porque él no preguntó jamás sobre este extremo y cuando yo le hablaba decía:
– Coser, coser y leer, señora, me respondía, eso es, todo lo que necesita una muchacha.
Esta forma de pensar, añadió graciosamente la buena mujer, le hizo pensar que se trataba de un hugonote.
Luego vino a recogerla con su amigo y ya conocéis lo demás. Esperamos noticias de las gestiones que estamos realizando en París y no te escribiré hasta que no las tengamos.


CARTA XIX

Valcour a Déterville

París, 8 de Septiembre.

Como el singular acontecimiento que acabas de relatarme adoptaba en tus cartas la forma de un diario he creído conveniente dejar que terminase para que mi carta responda a todas las tuyas.
¡Oh! amigo mío, ¡qué sorpresa la mía, cuántas cábalas he hecho! Me parece seguro que los nombres de Delcour y Mirville ocultan otros más interesantes para nosotros y este es el motivo por el que desapruebo la denuncia. Mme. de Blamont ha de vérselas con un marido tan hábil como corrompido; si llegase a descubrir esa denuncia quizás se sirviese de ella para divulgar que su mujer quiere perderlo y que ella ha fraguado toda la historia con el fin de buscar en el defectos suficientemente graves como para privarle de la autoridad que tiene sobre su hija; y a partir de ese momento, en lugar de disponer de armas contra él, le habremos proporcionado a él armas contra nosotros. Además esta denuncia no sirve para nada respecto a la indemnización que se le debe a Sophie; la generosidad de Mme. de Blamont se ha ocupado ya de esto de una forma sumamente noble. Después de estas consideraciones, ¿no opinas que todo lo que se asemeje a un proceso está fuera de lugar y puede resultar peligroso? ¿Ignoras, amigo mío, el arte con el que estos malvados dirigen sobre los demás lo que estos intentan hacerles a ellos? y sobre todo, esa especie de tunantes redomados a quienes su dinero confiere una autoridad, legal o no, y que piensan que no hay ocasión más legítima para usarla que cuando la ponen al servicio de sus pasiones... ¡Dios quiera que me equivoque! Me ha conmovido mucho el comportamiento de Mme. de Blamont, el corazón de esta respetable madre alberga todas las virtudes y su más dulce manera de disfrutar es hacer felices a todos los que la rodean.
Estoy preocupado por la salud de Aline, confío en ti, amigo mío, permíteme que ponga por un momento todas las preocupaciones del amor en las dulces manos de la amistad.
Para evitar los encuentros y para seguir mejor tus consejos hace ocho días que no salgo; observaré la misma circunspección hasta el desenlace de todo esto... Pero ¡cuánto me cuesta no ir a rendir homenaje a la sublime actuación de Mme. de Blamont, no poder caer a sus pies con Aline, no poder colmarla, junto con esa hija encantadora, de todas las alabanzas que merece! Descríbele, al menos, mi estado de ánimo, las molestias y la turbación de estos sucesos me hacen temer por las dos. Convéncelas de que deben reposarse, al menos durante el periodo de calma que todo esto os va a dejar y no salgáis a la aventura hasta horas tan avanzadas. Quizás no le sucedan a Mme. de Blamont aventuras tan agradables como esta. Digo agradables porque ha sabido encontrar en ella una de esas ocasiones para hacer el bien que su corazón tanto anhela.
¡Oh! amigo mío, ¡a dónde nos lleva la embriaguez de las pasiones! ¡ah! ¡si cuando se comienza a ceder a todo, cuando se da el primer paso en su peligrosa carrera se pudiese sentir con qué rapidez se dará el segundo y que el abismo nos aguarda en el último! ¡si se pudiese ver la imperceptible filiación de nuestros errores, cómo todos se encadenan, como nacen todos los unos de los otros, como la ruptura del freno más pequeño conduce pronto al quebrantamiento de lo más sagrado! ¿Qué hombre no se estremecería? ¿Quién se atrevería a permitirse la más ligera desviación cuando de esta primera falta puede nacer un hábito de vencer cualquier obstáculo, cuyos peligros son tan manifiestos? Quisiera que todos los hombres, en lugar de esos muebles de fantasía que no producen una sola idea, tuviesen consigo una especie de árbol en relieve en el que cada rama llevase el nombre de un vicio y que pudiesen observar que, comenzando por el tropiezo más leve se llega gradualmente hasta el crimen originado por el olvido de los deberes más elementales. ¿No es indiscutible la utilidad de semejante cuadro moral? ¿no es mucho mejor que un Teniers o un Rubens? Adiós, no me hagas esperar el final de esta aventura, hay demasiados sentimientos de mi alma implicados en ella como para que no desee ardientemente su desenlace.


CARTA XX

Valcour a Aline

París, 8 de Septiembre

¡Cómo me hubiera gustado recibir una palabra más de Aline en esta última carta de mi amigo! ¡Si ya es arduo estar separado de vos todo el tiempo cuanto más cruel se hace esta ausencia cuando me priva del espectáculo de vuestra alma en el ejercicio de sus virtudes! La actuación de vuestra honorable madre ha hecho correr mis lágrimas. ¡Ah! qué dulces son las que se derraman por compasión. Mucho me temo que esa desdichada niña, por cuya suerte resulta imposible no interesarse, os sujete con lazos más apretados de lo que cabe imaginar; vuestro cariño los reforzará, os conozco; pero que estas preocupaciones no vayan en detrimento de vuestra salud, os lo suplico, Aline. Pensad que no os debéis al amante más apasionado que considera como un favor los cuidados que concedéis a vuestra persona. No me neguéis esto, ya que me está vedado veros... ¡Veros, Aline!... ¡Ah! que imperioso es en mí ese deseo cuando una virtud adicional viene a haceros aún más digna de admiración... Sophie os ama, ¿quién podría resistir al imperio universal que ejercéis sobre los corazones? La necesidad de adoraros se hace sentir desde el momento en que se os ve y hay que dejar de ser o bien ceder al culto que merecéis. Solamente yo me veo privado de rendíroslo... ¡yo, que me atrevería a creerme tan digno si las alabanzas se juzgasen por la delicadeza del corazón que quiere ofrecerlas! Me parece que veo a Aline... sus bellas mejillas bañadas de lágrimas, guiando los pasos de su madre asustada y estrechando contra su pecho a esa personilla cuyos gritos desgarradores penetran tan profundamente en su alma y la conmueven... La sigo hasta la cama de Sophie, celosa de los cuidados que se le prodigan, deseosa de dárselos ella misma, porque Sophie ha sufrido... porque es desgraciada y porque la dulce y la buena Aline sólo se satisface haciendo el bien... ¡Cómo podría dejar de adorarla! ¿cómo no idolatrar a esta hija celeste mil veces más bella aún por sus virtudes que por sus atractivos... a esta criatura angelical que parece haber sido creada por el cielo para ser el hechizo de sus amigos, el refugio del desgraciado y la delicia de su amante?... ¡Ah! todas las expresiones son pálidas, ninguna refleja mi sentir... cruel efecto de las pasiones demasiado violentas... Naturaleza avara de los dones que nos otorgas ¿por qué al inspirarnos un sentimiento tan vivo nos privas de la facultad de expresarlo y por qué todo lo que inventamos para describirlo queda siempre tan por debajo de él?
Si el nombre de esos dos aventureros nos engaña... si efectivamente... ¡Me estremezco ante mis sospechas! me repugnan y no puedo alejarlas de mi mente... ¡Qué! ¿será ese el monstruo que se atreve a pretender a mi Aline? ... ¡él, Dios mío!... ¡Haría falta que no quedase ya una sola gota de sangre en mis venas para que tal infamia se consumase!... Hombre vil y bárbaro, ¿cómo has podido mirar a mi ángel sin que tu corazón se hiciese honrado? ¿cómo puede el libertinaje mancillar, aunque sólo sea un instante, al individuo que ha podido respirar el aire que mi Aline purifica? ¿Tú la has visto y los horrores envenenan tu alma?... ¿Te atreves a aspirar a ella mientras tus manos se hunden en la infamia? ¿Existen, pues, seres sensibles sobre quienes el amor y la virtud carecen de influjo?... ¡Ah! yo creía que cerca de los dioses el crimen resultaba imposible.
El estado de mi corazón es inconcebible... embargado por el temor, o las sospechas, abocado al más amargo dolor, inquieto por todo lo que sucede, destrozado por vuestra ausencia... Os he de dejar... lo percibo; mis pensamientos, mis expresiones, todo llevaría la huella de mi dolor, todo se resentiría de mi turbación; y no deseo aumentar la vuestra.



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