ALINE Y VALCOUR
o
La Novela Filosófica
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LAS CARTAS:
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LXVI - LXVII -
LVIII - LVIX -
LXX - LXXI -
LXXII -
NOTA DEL EDITOR
CARTA LXIV
El presidente de Blamont a Dolbourg
París, 29 de Marzo
Es preciso que te
vea... ¿Lo creerías? esa Augustine... tiembla cuando ha llegado el momento de
actuar... Cualquiera diría que estamos exigiéndole cosas extraordinarias...
Yo creía que tenía presencia de ánimo... no la tiene... es una imbécil... Qué
cierto es que, cuando se trata de cosas importantes solamente se puede confiar
en personas importantes: ella pretende que yo vaya a Vertfeuille... dice que
actuaría en mi presencia, con más valor... ¡La muy tonta! te das cuenta, como
yo, de la necesidad de enderezar ese espíritu débil. Es preciso que cene con
ella en tu casita de las afueras, lo más tarde mañana por la noche, ya que salen
al día siguiente, y allí triunfaremos, espero, sobre sus necios escrúpulos.
En ocasiones he visto la necesidad de que el temperamento encienda la estrecha
cabeza de una mujer para que haga esta clase de cosas. Es inaudito lo que se
puede obtener de ellas en esos momentos de embriaguez. Su alma, más próxima
al estado de maldad para el que las ha creado la naturaleza, acepta entonces
con más facilidad todos los horrores que sea preciso proponerles. Claro está
que ni tú ni yo vamos a encargarnos de esa burda tarea: nuestros principios
sobre el placer, nuestra edad, nuestra manera de ser, en una palabra, todo eso
no concuerda con las desmedidas exigencias de una muchacha de dieciocho años
a la que hay que trastornar el seso... Pero tengo un ayuda de cámara que es
único en ese tipo de justas... actuará sobre lo físico sin sospechar nada de
nosotros... al recibirla ya encendida de sus manos, trabajaremos con éxito su
moral.
Nada hay peor que esta clase de oscilaciones. Y sin embargo hay que estar preparado
para ello cuando se emplea a mujeres en asuntos como el presente. Tímidas por
naturaleza, en ellas el ingenio es siempre el resultado de los síncopes del
corazón. Hace ya mucho tiempo que afirmo que las mujeres sólo son buenas en
la cama y ¡aun en eso!... en lo demás no se puede contar con ellas para nada.
Falsas o débiles, pérfidas o descuidadas si tenemos la desgracia de encomendarles
un proyecto... lo hacen abortar por desidia o lo traicionan por maldad. Seguramente
se refería a ellas Maquiavelo cuando dijo que, o bien había que evitarlas como
cómplices o bien era urgente deshacerse de ellas en cuanto hubiesen actuado
. Lamento mucho que no hayamos encargado este trabajo a ese capellán sinvergüenza
que me ha servido durante tres años... Emprendedor... bribón... diestro... hipócrita...
hubiera puesto en la operación tanto vigor como falsedad. Nunca he visto nada
tan seguro como los principios de ese truhán. Solamente a él debo más aventuras
de las que a mí, como juez, me bastarían para enviar a treinta tunantes al cadalso.
Ya sabes, querido amigo, la gran diferencia que entre nosotros existe entre
lo que nos vemos obligados a defender y lo que nos gusta hacer. La equidad con
que nos adornamos se funde, como la cera sometida a los ardientes rayos del
sol, ante nuestros hirvientes arrebatos. Pero eso no es motivo para que no censuremos
lo que adoptamos, ni para que dejemos de castigar lo que nos gusta. Solamente
ostentando con escrúpulo esa rigidez para con la moral de los demás conseguimos
ocultar artísticamente toda la depravación de la nuestra. En realidad solamente
se trata de engañar: ya que no podemos hacerlo con nuestras virtudes al menos
que sea con nuestros rigores.
Estoy desesperado de que hayan fallado con Valcour ... Sin embargo eran unos
canallas bien hábiles, capaces de otras mil gentilezas... a los que hice absolver
a condición de que se encargasen de ésta... ¡Los muy imbéciles! ... Sea como
fuere ya nos hemos librado de él, le habrá entrado tanto miedo que seguramente
no se atreverá a volver a asomarse hasta que todo esto esté decidido.
No te veré esta tarde... es el día destinado a la despedida conyugal y ya te
imaginas por qué quiero que sea especialmente dulce... Cuando dos personas se
separan... por un cierto tiempo... ¡Qué idea tan agradable! Estoy encantado
de haberla imaginado...
A menudo es placentero ver hasta dónde puede llegar la propia alma. No te imaginarias
lo contento que estoy de la mía. Todo esto me aporta una sensación que no está
del todo desprovista de placer... ¡Qué cosa tan extraña es el análisis del corazón
humano! Ahora estoy perfectamente seguro de que se hace con él todo lo que se
quiere. Fácil receptor de las impresiones de la mente, no tarda en rechazar
todo lo que no sean sus emociones y así se va gangrenando uno voluptuosamente
de un extremo a otro sin que nada se oponga a la circulación del veneno.
Apresurémonos... te lo advierto... todo retraso podría ser funesto. Desconfío
de la presidenta y, a pesar de las cláusulas firmadas, apostaría a que esta
actuando bajo cuerda con su adorable protector... ese conde encantador... ¡El
otro día pretendía aturdirme! No hay nada que me divierta tanto como esos seres
bonachones que creen engañar a desalmados profesionales como nosotros. Por lo
que dicen el ascendiente de la virtud nos aplasta, peor si esa virtud es una
quimera, si la contemplamos siempre como tal, entonces el choque no puede ser
ya muy peligroso.
Adiós, tierno y delicado esposo: ya me parece verte en los brazos del himeneo,
robando besos... quizás inundados de lágrimas, al principio, pero que, secadas
pronto gracias al ardor de tu llama, perderán, bajo el delirio de tus besos,
toda la acritud de la resistencia.
No te pongas celoso, te lo suplico. Hay que renunciar a esa extravagancia que
en otra época nos impedía mezclar nuestros placeres y nuestras amantes. Acuérdate
de que una de las cláusulas del contrato es que yo presto sin ceder... Es lo
menos que me debes por todas las preocupaciones que me he tornado desde hace
tanto tiempo para la satisfacción de tus deseos. No te imaginas, amigo mío,
las ganas que tengo de poseer a esa querida Aline: creo que ha de tener unos
detalles sumamente picantes... ¡Qué delicia poseerla entre lágrimas! ¡Sophie
estaba bien, pero Aline!... Y además no llegaremos con esta tan lejos como con
la otra... a la sangre. A la virtud se le debe una especie de consideración.
Sin embargo no juremos nada, porque los efectos del extravío, en mentes como
las nuestras, son, como sabes, incalculables.
CARTA LXV
Valcour a Déterville
Dijon, 20 de Abril
He
llegado aquí y salgo mañana, quizás hubiera ido inmediatamente a Saboya si mi
salud lo hubiera permitido, pero necesito unos días de descanso.
¡Oh! mi querido Déterville, ¡qué funesta separación! ... El horror que la acompañó,
mis heridas mal curadas... la espantosa agitación de mi alma... los horribles
presentimientos, consecuencia de los detalles de este cruel adiós... todo...
todo, amigo mío, me hace imposible proseguir. Y antes de que vaya más lejos
es preciso que vierta un momento en tu corazón toda la voraz tristeza que atormenta
el mío.
Escucha las lúgubres circunstancias de esta última entrevista y dime si no ves
en ella, como yo, la sentencia del cielo escrita con trazos de sangre.
Después de haberte abrazado el día ocho por la tarde, para disimular aún mejor
mi salida de París, decidí salir con el traje de cazador que me había sido propuesto
para la cita. Así fue como viajé solo y a pie hasta Orléans, mientras que mi
lacayo, escoltando mi equipaje, iba a esperarme a Montargis. No sabía exactamente
qué camino debía tomar para ir desde Orléans al pueblo indicado, pero imaginaba
no obstante que disponía de más tiempo del necesario para encontrarme allí a
la hora prescrita. Salí de la ciudad el día quince a las siete de la mañana...
Pero cuál no sería mi sorpresa, después de haber andado por el bosque hasta
mediodía... cuando al preguntar a un leñador si estaba lejos de Vertfeuille,
me dijo que no conocía ningún lugar con ese nombre...
¡Cielos! me dije, ellas van a esperarme... Al ver que no acudo su inquietud
será terrible. Y eso bastó para que yo mismo me viese impregnado de toda la
inquietud que sus almas sensibles iban a dignarse sentir por mí... ¿Qué hacer
en semejante circunstancia? En tres leguas a la redonda no había una casa en
donde pudiese obtener la más insignificante brizna de información... me encontraba
en el centro de un bosque, en una región que no conocía... Hubo un momento en
que quise volver a la ciudad... un instante después esta idea se desvanecía
y renacía la esperanza de encontrar a alguien mejor informado. En esta cruel
alternativa rogué al campesino que acababa de interrogar que me condujese a
la casa más próxima.
– Me guardaré mucho de hacerlo, me respondió... ¿Sois cazador furtivo, no es
cierto? Y la casa a la que queréis que os conduzca está llena de guardias que
no os lo perdonarían. No, yo no seré el causante de vuestra pérdida... Más vale
que os alejéis, es lo mejor que podéis hacer.
Entonces comprendí que este disfraz que no tenía ningún peligro en los alrededores
de Vertfeuille, no resultaba tan inocente en otros sitios y sobre todo ante
la imposibilidad de identificarme. Me despedí de mi hombre y caminé aún cuatro
leguas orientándome como pude sin encontrar a nadie cuando súbitamente el cielo
se oscureció. Como no veía nada en los alrededores y viajaba siempre al azar
de los caminos apartados del bosque, no me quedó más remedio que subirme a un
árbol si quería ver un poco más lejos y observar si no había algún refugio...
No vi ninguno... Sin embargo mis fuerzas se agotaban... la cruel agitación de
mi alma me impedía sentir hambre, pero estaba destrozado por la fatiga. Me di
cuenta de que me resultaba imposible ir más lejos y, como no quería dormir en
el camino, me adentré en el espesor del bosque... Apenas hube llegado cuando
la noche más oscura extendió sus velos por todos los rincones del bosque. Poco
a poco la bóveda atmosférica se cubrió de nubes que aumentaron el espanto de
la oscuridad. Aunque la estación era ya un poco avanzada, los relámpagos que
surcaban la nube me anunciaron una horrible tormenta. Los vientos soplaban...
su prodigioso esfuerzo rompía los árboles a mi alrededor... el fuego celeste
brillaba por doquier... veinte veces cayó a mi lado... veinte veces me creí
tan afortunado que había llegado a mi última hora, cuando súbitamente el sonido
de una infinidad de lúgubres campanas vino a añadir a esta dolorosa escena todo
el horror de que era susceptible. Negras quimeras terminaron de extraviar mi
razón... Este desencadenamiento de toda la naturaleza... ese silencio espantoso
solamente interrumpido por el mugido del aire, por los estallidos del relámpago
y por ese ruido majestuoso del bronce, tristemente proyectado hacia el cielo,
me hizo temer que no era el único que ese día se veía amenazado por la cólera
divina...
¡Desgraciado! exclamé... está muerta. Y ese siniestro tañido, cuyos lastimeros
acentos martirizan mis oídos, se refiere a mi Aline... Entonces parecía que
mil fantasmas estuviesen revoloteando a mi lado... entre ellos creí distinguir
el espíritu querido que idolatro y cuando quise precipitarme hacia ella, un
torrente de llamas la envolvió y la hizo desaparecer ante mis ojos... Rodé por
tierra, quise que ese suelo inundado que me sostenía, se abriese para recibirme.
Mi razón me abandonó completamente y permanecí el resto de la noche en esa actitud
de dolor y desesperación.
Finalmente se calmaron los vientos, brillaron las estrellas... el cielo se iluminó...
y mi alma, que acababa de ser juguete de los airados elementos, como los robles
que me rodeaban, se atrevió a renacer a la esperanza, al igual que sus ramas,
curvadas bajo el impetuoso aquilón, se alzaban, majestuosas, hacia el cielo.
Me puse en camino, con el único proyecto de retornar a la ciudad... Llegué a
ella el dieciséis a las seis de la madrugada. Habiendo descansado un poco, volví
a salir a las ocho acompañado por un guía que se comprometió a llevarme en menos
de cinco horas al pueblo de Haut-Chêne.
Llegué, en efecto, a él sin novedad y, como no quería que ese hombre presenciase
lo que iba a hacer, lo despedí en cuanto me mostró la aldea.
– ¡Oh! señor, me dijo la madre de Colette en cuanto me vio entrar en su casa,
¡con qué impaciencia os esperaron ayer esas damas! Les habéis causado mucha
inquietud. No se fueron hasta la noche y envueltas en llanto. Y estoy segura
de que no llegaron a casa antes de la tormenta... Corre, corre, Colette, añadió
dirigiéndose a su hija a avisarles, hija mía. Ya sabes qué encarecidamente lo
pidieron. Quítate los zuecos para ir más deprisa... y vos, buen hombre, descansad
mientras tanto... ¡Ay! continuó esa buena mujer ofreciéndome todo lo que tenía,
somos muy pobres, señor, y no podemos ofreceros gran cosa, pero lo hacemos de
todo corazón. ¡Ah! sin la caridad de la señora y de la señorita, haría quizás
mucho tiempo que no estaríamos en este mundo ni mi hija ni yo, pero ¡son dos
personas tan buenas, señor! Hay gente que espera que el desdichado se acerque
a ella para socorrerle. Pero éstas lo buscan. No vivirían si no lo confortasen...
También hay que ver lo que nosotros las queremos. Si necesitasen nuestra sangre,
la derramaríamos inmediatamente hasta la última gota y aún pensaríamos no haber
hecho nada.
Mi corazón se ensanchaba al escuchar tales palabras... dulces lágrimas inundaban
mis ojos... ¿Hay una felicidad más viva que la de oír las alabanzas de las personas
amadas?
Finalmente llegó Colette jadeando. ¡Había hecho las cuatro leguas corriendo
y en menos de dos horas!
– Vienen detrás de mí, dijo la pobre niña cubierta de sudor... vienen detrás
de mí, señor. Les he dado una buena alegría. Madre, añadió arrojándose al cuello
de la anciana, están tan contentas que la señora me ha dicho que me iba a dar
las diez ovejas que necesito para casarme con Colas. Me casaré con él, madre,
me casaré con él ¿verdad?
No pude resistir la inocente alegría de esa jovencita.
– Sí, sí, os casareis con él, mi niña, le dije, tomad diez luises, es todo lo
que llevo encima, reservadlos para el ramo de novia. Es justo que comparta la
gratitud por un servicio que es para mí aún mucho más precioso que para las
amigas que me anunciáis...
Apenas hube pronunciado estas palabras cuando entraron esas damas...
Madame de Blamont se arrojó a mis brazos y Aline, envuelta en llanto, le siguió
poco después. Después de haber estrechado contra mi corazón a esas personas
tan queridas, después de haber colmado a ambas de deliciosas caricias que prodiga
el alma y que la mente no puede describir, la conversación se hizo más tranquila...
nos sentamos... Esa madre respetable me dio los mejores y más sensatos consejos...
me comunicó sus esperanzas y sus proyectos para hacerlas realidad. Me dijo todo
lo que había hecho... las posibilidades que aún percibía... las medidas a adoptar
para alcanzar el éxito... en una palabra, a juzgar por lo que decía debía considerar
que mi dicha era segura para este otoño... Me ordenó que volviese entonces...
Arreglamos el intercambio de correspondencia, lo decidimos sobre el mapa teniendo
en cuenta las ciudades por las que debía pasar... ambas me hicieron prometer
ser puntual en mis respuestas. Quise hablar un instante a Mme. de Blamont sobre
mis temores por el interés que ella se tomaba por mí. ¿No podía eso acarrearle
nuevas desgracias?... Se podía temer cualquier cosa de un marido furioso a quien
tanto enojaban los sentimientos que en mí despertaba su hija. Y le describí
de la manera más viva mi inquietud por todos los males que padecía por mi culpa.
Ella volvió hacia mí sus bellos ojos inundados de lágrimas...
– ¿Qué importa amigo mío, me dijo, que importa ser un poco más o menos desdichada?
Lo sería igualmente sin vos. Al menos tengo el consuelo de que lo soy por serviros...
Una de sus manos estrechó la mía mientras pronunciaba estas palabras y mi boca
se imprimió sobre esa boca adorada y grabó en ella los besos de la amistad y
de la más viva gratitud...
– Amigo mío me dijo Aline, atrayéndome hacia sí, ¿me prometéis escribirme...
me prometéis ser muy puntual?
– ¡Cielos! ¿Acaso podéis dudarlo?...
– ¡Pues bien!, continuó esa muchacha adorada entregándome una soberbia cartera...
tened, quiero que esto sólo sirva para mis cartas... os prohíbo que lo empleéis
para otra cosa...
Cogí ese precioso objeto... lo besé... lo devoré, saltó un resorte y el retrato
de mi Aline vino a embriagar a la vez mi alma y mis ojos. En la parte inferior
de ese adorado retrato, su sangre... la sangre de la divinidad que idolatro
había trazado dos líneas que inmediatamente se grabaron en mi alma. De ahí las
recojo, de ese santuario en donde reina para siempre su imagen con el fin de
ofrecerlas a tu mirada: PENSAD SIEMPRE EN MÍ Y QUE ESTA IDEA SEA LA BASE DE
TODAS VUESTRAS ACCIONES. Éstas son esas líneas queridas, éstas son, Déterville.
Que la mano del Eterno me convierta en polvo en el instante en que su contenido
no sea la ley de mi vida.
– La sangre que he utilizado para escribir estas palabras procede de aquí, me
dijo Aline poniendo mi mano sobre su corazón, son las expresiones de este corazón
que os adora grabadas por la sangre que lo agita... Deseo que todo esto os resulte
grato amigo mío, y no olvidéis a una desdichada muchacha que, a los pies de
su madre, os jura que sólo vivirá para vos... Con esas palabras cayó de sus
hinojos y esa madre respetable, conmovida, al igual que todos los de allí estábamos
tomó la mano de su hija; la puso en la mía... y me dijo:
– Sí, Valcour... es vuestra, que el cielo sea testigo de que mi consentimiento
no será jamás para otro.
Inmediatamente me arrojé a los brazos de esas dos amigas tan queridas y en este
punto, mi silencio, más elocuente que mis palabras les convenció de que mi alma
encendida se unía a las suyas para residir allí hasta el último día de mi vida.
No obstante la noche se nos echaba encima... había que separarse. Madame de
Blamont creyó tener la fuerza para señalar el momento. Se levantó sin mirarme...
su hija la oyó... quiso hacer lo mismo... sus rodillas fallaron y cayo en su
silla entre sollozos... Entonces Madame de Blamont le dijo con noble firmeza:
– Pierdo, como vos, un amigo, hija mía... Me sostiene la esperanza de volverlo
a ver y tengo valor para separarme de él.
Pero Aline ya no escuchaba nada, se había abandonado entre mis brazos. Mezclaba
sus lágrimas con las mías y ya no dejaba oír más que los amargos gritos de dolor
y los sollozos de la desesperación...
Madame de Blamont se volvió a sentar... tomó una mano de su hija y la besó arrebatada.
Esta intensa caricia produjo inmediatamente en el alma de Aline la diversión
prevista por esa mujer espiritual y sensible... Se volvió hacia su madre...
se escondió en su seno, allí derramó un nuevo torrente de lágrimas... y Madame
de Blamont levantándose enseguida... llevándola en sus brazos, por decirlo así
intentó franquear el umbral de la puerta; mientras tanto, a una señal suya,
yo, desaparecí en otra habitación... Sagrado impulso de un alma impetuosa...
cruel presentimiento que aún impregna la mía de confusión y de hielo: esa niña
adorada se volvió hacia el lugar donde habíamos estado, suponiéndome aún allí...
Al no verme, se liberó de los brazos de su madre, franqueó de un salto el espacio
que nos separaba, llegó como el rayo a la habitación en donde me escondía y
cayó inerte a mis pies...
Entonces estalló mi corazón... no había ya ninguna consideración que pudiese
calmar su efervescencia... Me precipité sobre esta querida amiga, la estreché
contra mi pecho... nuestros cuerpos, unidos como nuestras almas, parecían formar
una masa que ningún esfuerzo podría separar y mi razón no retornó sino por el
deseo de devolver a la vida a quien está destrozando la mía... a quien suspende,
a través del dolor, todas las facultades de mi existencia.
– ¡Huid! dijo madame de Blamont, mientras hacía que tendiesen a su desdichada
hija sobre una cama... huid, más vale que al volver en sí no os vea ya... Marchad,
divino amigo, continuó ella tendiéndome la mano... acordaos de esta escena,
recordad cómo se os ama y si creéis que quiero a mi hija, persuadíos... que,
o bien me quitan la vida o bien sólo será vuestra.
Después de prosternarme ante esta mano adorada, después de haberla bañado con
las lágrimas de mi gratitud y de mi cariño, me atreví a alzar los ojos una vez
más sobre el ídolo adorado de mi corazón. Le dirigí sin ser oído, las últimas
expresiones de mi amor y corrí hacia el bosque, con la intención de llegar a
Orléans esa misma tarde... Ellas me contarán, espero, las consecuencias de esta
triste separación. Te ruego que obtengas para mí su relato con el mayor detalle...
Terminemos con lo que me concierne.
No había andado dos leguas cuando la noche, que cayó de golpe, me hizo temer
que me perdería, como el día anterior. Además, el estado en que me encontraba
no permitía a mi espíritu la posibilidad de guiarme, por lo que decidí esperar
al pie de un árbol que el astro, al venir a consolar a la tierra, devolviese,
si esto era posible, un poco de calma a mi agitado corazón. Me tendí al pie
de un añoso roble y, perdiéndome en mis ideas, abandonándome a la lúgubre melancolía
que parecía lastrar a la vez todos mis sentidos, encontré, a través de la misma
violencia de mi pesar, la posibilidad de un instante de reposo... que, de haber
estado mi alma menos destrozada y siendo más leve la presión del dolor, no hubiera
alcanzado.
Me dormí... Apenas lo hube hecho cuando inmediatamente un espantoso fantasma
se ofreció a mis sentidos desencadenados... Aún lo veo... Digo que soñaba, pero
no me atrevería a sostenerlo... la impresión fue demasiado viva... No, amigo
mío, no soñaba... Yo vi ese fantasma... iba vestido de negro... tenía un aspecto
que describiría sin vacilar... el del padre de Aline... en su mano ... perdona
el desorden... sostenía por los cabellos la cabeza de esa hija querida... la
sacudía sobre mi pecho... mezclaba el torrente de sangre que de ella manaba
con la que fluía de mis heridas, de nuevo abiertas... mientras me ofrecía este
espantoso espectáculo me decía... sí, amigo mío, me lo decía... sus palabras
llegaron a mis oídos, no estaba dormido... me decía el muy cruel: – "Aquí está
a la que quieres como esposa... tiembla, ya no la verás más". Lancé mis brazos
contra ese fantasma, quise arrebatarle esa preciosa cabeza y llevarla, ensangrentada,
a mis labios, pero mis manos sólo agarraron una sombra. Todo desapareció en
un instante. Solo el terror y la desesperación seguían siendo reales.
Me levanté presa de una agitación mortal... Proseguí mi camino al azar. Diferentes
sombras gigantescas, producidas por los reflejos de la luna sobre los árboles
que me rodeaban, parecían conferir aún más realismo a la visión lúgubre que
acababa de tener. En ese momento cruel hubiera dado mi vida por oír aún una
sola palabra de mi Aline, por retener un instante su mirada. Emocionado a un
tiempo por mil pensamientos diferentes... presa de mil diversos tormentos, ora
quería volver sobre mis pasos, ora quería poner fin a mis días para no sobrevivir,
cuando menos, a aquella que mi imaginación me había pintado muerta... Finalmente
salió el sol y guiado más por el azar que por la imprecisión de mis vacilantes
pasos, volví a la ciudad de donde salí al cabo de unas pocas horas para ir a
reunirme con mi criado en Auxerre y llegar como pude a Dijon, desde donde te
escribo... de donde saldré asimismo pronto para abandonar finalmente Francia
y merecer, a través de la exacta ejecución de las órdenes recibidas, la estima
y la confianza de las dos sinceras amigas que han tenido a bien dármelas. Adiós,
larga carta es ésta y llena de detalles atroces, pero para calmar los propios
males es preciso verterlos en el pecho de un amigo. No tardes en ir a ver a
esos dos objetos de mi ternura, infórmame de su suerte... refiéreles la mía...
tráeme hasta sus más insignificantes pensamientos y piensa que los verdaderos
desvelos de la amistad consisten en servir al amor desesperado.
CARTA
LXVI
Aline a Valcour
Vertfeuille, 22 de Abril
¿Por qué es preciso que la primera carta que os escriba después de vuestra marcha
haya de ser escrita con mano temblorosa? ¡Oh, no! ¡jamás las expresiones de
mi corazón llegarán hasta vos sino entre sollozos, siempre habrá un torrente
de lágrimas que las acerque hasta vos! Pero pasemos a los detalles del instante
fatal en que os separasteis de vuestras desdichadas amigas. El espantoso estado
en que me encontraba obligó a mi madre a dormir en casa de Colette. Ella pasó
la noche conmigo. Enviamos recado al palacio, para que no se inquietasen y regresamos
a él al día siguiente para la hora de comer... Esa protegida de mi padre, esa
Augustine de la que os he hablado en ocasiones, pareció ser la más sorprendida
por esa breve ausencia y, ni mi madre ni yo pudimos dejar de observar, que en
sus preguntas había mucha más curiosidad que interés... A partir de ese momento
no tuvimos ya dudas de que era la vigilante que el presidente había colocado
a nuestro lado... No obstante nos abstuvimos de despedirla, mi madre quiere
ser fiel a lo convenido... pero desconfiamos de ella... No sé... desde que estamos
aquí... observo que esa criatura tiene la mirada perdida... posee unos ojos
soberbios y, sin embargo, causan horror. Antes tenía candor... una especie de
decencia y honestidad en el porte que aumentaban el brillo de sus atractivos...
de todo eso no queda hoy más que el orgullo, la indecencia y la inmodestia...
¡Oh! ¡cómo afea el vicio! Esa desdichada, cuando era sensata era bella... sigue
teniendo la misma cara y ya resulta imposible mirarla sin repugnancia... Esa
es, pues, la obra de la seducción... del desenfreno. Y el carácter del crimen
es hasta tal punto enemigo de la naturaleza que, allí donde se impriman los
odiosos rasgos del primero, todos los atractivos de la segunda desaparecen o
se marchitan.
Todo permaneció tranquilo hasta el dieciocho, ese día, hacia las tres, mi madre
se sintió indispuesta... Al día siguiente tuvo fiebre, acompañada de dolores
de cabeza, pesadez y un poco de irritación en las entrañas. El veinte se encontró
mejor, su médico dijo que no era nada. Al no ver peligro de ninguna clase, se
limitó a prescribir los remedios indicados para un poco de empacho y se fue.
Durante todo el día veintiuno reinó la calma... Hoy se renuevan los dolores,
a pesar de que ha observado el régimen más estricto... la fiebre es más fuerte
que el primer día... los dolores de cabeza más agudos, los dolores de las entrañas,
más vivos. Esperamos al médico... pero la hora del correo me obligará a echar
esta carta antes de que haya podido comunicaros el resultado de esta visita.
Acaban de entregarle un billete muy cariñoso de mi padre... hace poco, dice,
se había enterado de su estado... su inquietud es extrema. A no ser por el temor
de violar lo convenido, acudiría a su lado... Le pide permiso para no escuchar,
en este momento, más que a su corazón. He respondido, en nombre de mi madre,
que era dueño de hacer lo que quisiera, pero que ella suponía que su indisposición
era demasiado ligera como para que eso valiese la pena de obligarle a hacer
un viaje.
¡Oh, Valcour!, ¡en qué confusión se encuentra vuestra Aline! ¿Os imagináis el
tormento que la agita?... ¡Suponéis el estado de su alma? Afortunadamente nada
me anuncia aún la desgracia que me hace temblar, pero ¡si alguna vez llegase!,
¡si hubiese de perder a esa dulce amiga!... ¡si la mano del cielo fuese a romper
los más tiernos lazos de mi vida! Vais a reñirme... lo merezco... vais a decirme
que mi imaginación, siempre lúgubre, vuela por delante de las desgracias y que
las realiza a su antojo.
¡Pues bien! pensad lo que os plazca, pero no las tengo todas conmigo cuando
escribo estas líneas, un involuntario estremecimiento guía las palabras que
traza mi mano... me las dicta o las veta...
Amigo mío, ¿creéis que yo pueda sobrevivir a la autora de mis días?... ¿Vos,
que sabéis como la amo, podéis suponerlo por un instante? Si a través de esta
horrible pérdida me viese privada a un tiempo de la esperanza de consagrarle
mi vida y de la de pasarla con vos... imagináis que... ¡Oh, no, no! estar seguro,
os lo juro de que no sobreviviré un solo minuto... preferiría interrumpir el
curso de una vida que ya no podría ofrecerme más que dolor.
No creo, amigo mío, que haya mal alguno en poner fin a sus días cuando ya no
pueden servir a nuestra felicidad ni a la de los demás. ¡Ah! ¡la vida ya no
es entonces más que un fardo que hemos de arrastrar bien a pesar nuestro! Esa
alma... imagen del Dios que la ha creado, al liberarse un poco antes de sus
ataduras, no dejará de volar pura al seno de su Padre. Si las almas están cerradas
durante unos instantes en nuestros cuerpos sólo para languidecer, si su verdadero
destino está cerca del Dios del que emanan, ¿por qué no reunirlas allí? ¿Acaso
el afán de unirse con su autor puede ser jamás tachado de crimen? Solamente
aquel que crea que todo muere con él... aquel cuya pobre imaginación no pueda
elevarse hasta el dogma sublime de la inmortalidad del alma, debe temer la muerte
y ha de estremecerse ante la idea de dársela. Pero quien contempla la grosera
envoltura que encierra esa brillante porción de su Dios como una prisión en
la que nada le obliga a permanecer, puede destruir los lazos cuando estos se
hacen demasiado dolorosos... Quien no ve esta vida más que como un tránsito
puede regresar al hospicio cuando han sembrado su camino con espinas... ¿Qué
daño recibe entonces ese alma inmortal? ¿Acaso pueden perjudicarle los golpes
que la liberan? Desorganizan un poco de materia cuya forma es igual a la naturaleza.
¿Qué importa que los elementos que nos componen existan de tal o cual manera?
No está en nuestra mano el destruirlos. No aniquilamos nada al darnos la muerte;
solamente hacemos variar las modificaciones y este derecho que nos confiere
la naturaleza no contraría ninguna de sus leyes ya que no atenta contra sus
fundamentos... esos elementos indestructibles que ella misma modifica cada día
bajo mil formas diferentes.
Pero supongamos por un momento que yo me encontrase en semejante situación,
que me fuese imposible vivir sin ser la causa de una multitud de crímenes y
sin poder evitar ser obligada a cometerlos yo misma. ¿Creéis, amigo mío, que
ese estado perpetuo de desorden y de desesperación no irritaría bastante más
a la divinidad que el leve daño que causaría dándome la muerte? Y, en todas
las suposiciones posibles... un crimen, si queréis considerarlo como tal, ¿no
es preferible a doscientos? Y si no cometo ninguno al matarme, estoy firmemente
convencida de que ha de ser lícito que me libere de mis cadenas cuando me molestan,
mientras que la acción que me sustrae a millones de crímenes ciertos, ¿no es,
por el contrario, loable? ¿No se convierte en un título merecedor de las bondades
del Eterno? ¿Es tan preciosa nuestra existencia como para que una criatura de
más o de menos en el universo pueda ser considerada como algo realmente importante?
En nombre de un Dios de paz un general del ejército podrá sacrificar a veinte
mil hombres en un solo día, volverá de esta carnicería cubierto de honores y
de laureles, ¿y cargareis de censuras y de oprobio al infeliz que perjudicándose
sólo a sí mismo... que, deseoso de gozar de la luz celestial... que, ansioso
de abandonar rápidamente esta morada de la falsedad, el egoísmo, el libertinaje
y el crimen, haya destruido su frágil existencia para volar cuanto antes junto
a su Dios? ¿A quién puede pertenecer mi vida sino a mí? ¿Quién podrá disponer
de ella si no soy yo? Si esta vida es un don de Dios, no puede exigir que considere
o que respete ese don como conveniente para mí, más que en la medida en que
nada me impida considerarlo así. Pero cuando este presente se hace oneroso,
cuando pesa en lugar de ser útil, puedo devolverlo sin temor a quien me lo dio.
Sería, sin duda, una ingrata si, al querer disfrutar de este don, mancho de
crímenes este camino que sólo es lícito seguir para glorificar a Quien me ha
colocado en él. Pero si, por el contrario, el temor de verme expuesta a cometerlos
me obliga a devolver el don que profanaría al conservarlo, a buen seguro de
que no obro mal al deshacerme de él.
Amigo mío, perdonadme estas ideas... un poder más fuerte que yo me las inspira...
Si esa voz que me las dicta fuese a obligarme a seguirlas... si fuese a dejaros
sobre la tierra... si fueseis a perder a quien tanto habéis amado, ¿adoraríais
siempre su memoria?... ¿os ocuparíais de esta dulce Aline? ¿Viviría ella siempre
en vuestros pensamientos? ¿Sería sin cesar el alma de vuestra vida... el elemento
de vuestra existencia?
¡Oh! mi querido Valcour, si el Dios a quien imploro se dignase escucharme...
le pediría la gracia de que el aliento que otrora animó el cuerpo de la que
amasteis pueda acudir de vez en cuando a agitar el vuestro. Y si obtengo ese
favor, observad los días en que me améis mejor... estad atento los días en que
os parezca más presente... Esos días, amigo mío, serán aquellos en los que el
alma de vuestra Aline haya conseguido revivir en vos, aquellos en que sólo estaréis
animado por ella...
Mi madre llama... Había aprovechado un momento de reposo para escribiros...
Se despierta... ¡Dios! está peor que nunca: escalofríos... vómitos... Desgraciada
de mí... ya no hay nada oscuro para mí en el futuro. Ya se ha desgarrado ese
velo oscuro que separaba mi vida, todos los horrores que adivinaba detrás de
él avanzan hacia mí bajo la guadaña de la muerte... el ángel de las tinieblas
entreabre el féretro y vuestra desdichada Aline sólo ha de dar un paso para
descender a él.
CARTA LXVII
Déterville a Valcour
Vertfeuille, 6 de Mayo
Pasaron ya los días felices en que mi mano, ocupada en transmitirte hechos interesantes,
empleaba días enteros en disipar tus penas distrayéndote con los mismos relatos
que hacían las delicias de los objetos de tu cariño. Contempla ahora los trazos
de esta pluma fúnebre como otras tantas serpientes crueles que han de destrozarte
el corazón. Tiembla al abrir este paquete. No te diré que te armes de valor...
no te induciré a consolarte. Te conocería mal o te tendría en poco si esos fuesen
los acentos de la voz que te habla... No... lee y muere... No te retengo ya
en una existencia demasiado cruel para ti después de las pérdidas que acabas
de padecer... Renuncia a la vida, Valcour, ya sólo puede ofrecerte espinas.
Une tu alma a las de tus amigas... Una vez más te digo, lee y desciende a la
tumba.
Apenas me hube enterado del estado de Mme. de Blamont, corrí a Vertfeuille.
Me habían enviado un hombre a caballo para rogarme que no perdiese un instante.
El mismo correo me traía una carta para el conde de Beaulé a quien invitaban
a venir conmigo. Acababa de salir el día anterior para realizar unas inspecciones
urgentes en las costas. Puse su carta en el correo dentro de una carta mía y
el día veinticuatro llegué solo. Encontré, como te imaginarás, a todo el mundo
presa de la más extrema desolación. El accidente de nuestra respetable amiga
revestía suma gravedad. La recaída del veintidós había presentado síntomas tan
regulares como espantosos y el médico me dijo en voz baja que si no había una
evolución favorable al día siguiente, no respondía de la enferma ni tres días
más. Me guardé mucho de anunciar esta noticia a tu Aline, los presagios de su
corazón eran más que suficientes. Como, según me dijeron, su madre me esperaba
con impaciencia, me acerqué inmediatamente a ella para recibir sus órdenes y
manifestarle mi preocupación por su estado. En cuanto me vio me tendió su mano
y estrechándomela dijo:
– ¡Oh! amigo mío, temo que vayamos a separarnos.
Pero cuando vio que la tranquilizaba:
– Bueno, sea como fuere, respondió, he querido veros para confiaros mis últimas
voluntades.
– Esa preocupación es aún inútil, ¿por qué ensombrecer la imaginación cuando
aún hay tantas esperanzas?
– Eso no mata a nadie, amigo mío... eso no mata a nadie y tranquiliza.
Diciéndome estas palabras me entregó un papel y me rogó que lo leyese.
Como ese escrito contiene muchas cláusulas que, sea cual fuere el interés que
puedas tener en esta noble mujer, son, sin embargo, de poca importancia, sólo
lo mencionaré las más importantes.
Casada, separada de bienes y pudiendo disponer de lo que tenía, dejaba todo
a su hija Aline bajo la estricta condición de que se casase contigo. Como única
y última gracia pedía a su marido no contrariar la voluntad de su hija en un
asunto del que dependía absolutamente la felicidad o la desdicha de su vida.
En el caso en que Aline fuese obligada a realizar otro matrimonio, no la privaba
de sus bienes, pero quería que fuese ella sola quien dispusiera de ellos y esos
bienes no entrarían a formar parte de la comunidad... Fundaba un hospital de
seis camas en Vertfeuille destinado exclusivamente a los habitantes del lugar,
el dinero necesario para la creación de este establecimiento se encontraba en
poder de su notario... Pedía un entierro sumamente simple en la parroquia del
lugar, pero deseaba que todos los pobres que hubiese en el ámbito de sus posesiones,
fuesen alimentados durante nueve días, mañana y tarde y servidos por sus criados
en la sala grande del palacio... Quería que una cajita que contiene su retrato
engarzado en pedrería por un valor de quince mil francos te fuese enviada inmediatamente
desde el día siguiente a su muerte... Quería que sus soberbios cabellos fuesen
cortados y entregados a su hija... Dejaba una joya de doce mil francos a Léonore
y a Sainville otra hermosa caja de su retrato.
Este escrito terminaba con sabios consejos para su Aline, consejos repletos
de moral y de piedad. A continuación suplicaba a esa dulce hija que no eligiese
nunca una sepultura distinta a aquella en que reposaba su madre... Me nombró
ejecutor testamentario de sus legados y voluntades y, en nombre de la amistad
que siempre nos había unido, me exigió la más completa exactitud en el cumplimiento
de todas las cláusulas contenidas en el escrito que me entregaba.
En cuanto vio que lo hube leído me pregunto ansiosamente si le juraba cumplir
lo que me pedía...
Se lo prometí estrechando sus manos.
Me sonrió, me dijo que esto era una prueba de mi amistad, y que, segura de esto,
se encontraba mucho más tranquila.
Efectivamente durmió cerca de tres horas durante la noche del veinticuatro al
veinticinco. Pero al despertarse hacia las dos de la madrugada llamó a Aline,
que nunca quiso separarse de la cabecera de su cama, la estrechó contra su pecho
y le dijo que se encontraba peor.
Esta dulce hija rompió en llanto. Entonces Mme. de Blamont se contuvo para no
afectar excesivamente a aquella que tan cruelmente compartía sus dolores. Le
suplicó que se tomase unos instantes de descanso, le aseguró que yo la sustituiría.
Pero Aline no quiso ceder a nadie la satisfacción que experimentaba al cuidar
a su madre. Dijo que no confiaría en nadie... que los hombres no entendían este
tipo de cosas y, ni ruegos, ni súplicas, ni órdenes pudieron hacer que abandonase
su sitio.
¡Qué atractiva resultaba, amigo mío, en el cumplimiento de sus sagrados deberes!...
Pálida... ojerosa... despeinada, con una pobre bata de tela... rodeada de un
gran delantal de doncella... Parecía que la piedad filial quisiera disputar
a las Gracias el deber conmovedor de embellecerla.
Pero al aumentar el dolor Mme. de Blamont no pudo seguir fingiendo... El médico,
que no había abandonado su puesto, me dijo, acercándose a mí después de haberla
observado:
– Esto es lo que me temía, está perdida.
– ¡Oh! ¡cielos! respondí espantado... ¿Perdida... a esta edad... con tantos
recursos... tanta sensatez y tanta salud?
– Está perdida.
– ¿Cuál es entonces su enfermedad? ¿Cuál es la causa de este accidente imprevisto?
– Una causa ante la que fracasaran todos los secretos del arte: ha sido envenenada...
– ¡Envenenada! ¡Santo cielo!
– Sí, envenenada. Decid, ¿qué queréis que haga?
– Escribir a su marido y ocultárselo cuidadosamente a ella, a su hija y a toda
la casa. Esto es lo que me parece más prudente...
El médico certificó, firmó su opinión y la carta salió secretamente, encomendada
a un correo especial.
No obstante los dolores de las entrañas oscilaron varias veces durante el día...
En una de las crisis más violentas, Aline hizo brotar las lágrimas de todos
los presentes. Fue a arrojarse a los pies del médico.
– ¡Oh! señor, dijo en un espantoso acceso de dolor, ¡Oh! señor, ¡salvad a mi
madre! Todo lo que poseo es vuestro, os lo doy públicamente.
Pero cuando vio que el medico retrocedía, cubriéndose los ojos con un pañuelo
y sin responderle, volvió a precipitarse a los pies del lecho de su madre...
invocó al Eterno con una compunción, con un fervor tan ardiente que la violencia
de la emoción terminó con sus fuerzas y la hizo caer en mis brazos sin sentido...
La llevamos a una cama... cuando hubo recuperado el conocimiento, le hice comprender
lo mejor que pude que debía calmarse, que el abandono al que se entregaba perjudicaría
su salud y que dañaría incluso la de su madre: creí observar que esos razonamientos
la tranquilizaban un poco, quise intentar prepararla para el terrible acontecimiento
que la amenazaba. Pero me interrumpió violentamente a la primera frase.
– ¡Santo cielo!... exclamó, ¿está muerta?...
Y escapándose de mis brazos, salió disparada de la cama en donde yo intentaba
retenerla hasta los pies de la de su madre en donde cayó de rodillas y con las
manos juntas.
Mme. de Blamont, que se encontraba un poco mejor hizo que se levantase y la
riñó dulcemente por haberse exaltado tanto y besándole los ojos le dijo:
– ¿Es que no quieres que charlemos tranquilamente las dos?
– ¡Oh, mi querida y dulce madre! respondió Aline entre lágrimas, ¿acaso no sabéis
cuánto os amo? ¿Ignoráis hasta qué punto vuestra suerte está irrevocablemente
unida a la mía?
– Si me amas, pruébalo calmándote...
– Bueno, bueno, estoy tranquila, mamá, estoy tranquila...
Entonces Mme. de Blamont, que quería olvidar sus males y los de su hija, hizo
que le trajesen los diamantes a su cama y jugó con ellos durante dos horas poniéndoselos
ella o aderezando a Aline, pero, más propensa a caer en el lado lúgubre de sus
ideas que a realizar el proyecto de aliviarlas por un momento, me dijo:
– Mirad, Déterville... ¡qué bien hubiera estado mi Aline el día de su boda!...
Así es como la hubiera enjoyado...
Y esa idea desgarradora hizo que ambas derramasen sendos torrentes de lágrimas.
Sin embargo, en toda esta casa, que en otras ocasiones había sido tan tranquila,
tan deliciosa, sólo había dolor, sólo afloraban la tristeza y la inquietud...
por todas partes se veía gente que venía, se informaba, se iba... la desolación
era general.
En medio de la multitud que circulaba por las habitaciones vimos entrar súbitamente
a una muchacha con los brazos alzados y la cara inundada de llanto... Era la
pequeña Colette en cuya casa os despedisteis. Quisieron contenerla, pero ella
se resistió.
– ¡Dejadme, dejadme! dijo, quiero ir a ver a la protectora de los pobres, quiero
ir a ver a mi buena madre...
Se arrojó de rodillas a los pies de la cama, suplicó a su querida señora que
le diese su bendición, besó la tierra y se retiró entre lágrimas.
– ¡Bien! dijo esa mujer adorable una vez que hubo salido la joven, ¿no es cierto
que se encuentran satisfacciones haciendo el bien? ¿No creéis que el homenaje
del pobre vale tanto como todas las caricias de la fortuna?
Como se sintiese fatigada el veinticinco por la tarde, nos retiramos antes de
medianoche. Pero por mucho que rogué a Aline, no quiso dejar a su madre. Me
pidió que me encargase de todos los cuidados exteriores, que ella se encargaría
de los interiores. La ayudaban dos mujeres de Verfeuille que se relevaban por
turnos. Todas se disputaban este honor, no había una sola, ni siquiera entre
las más acomodadas, ni en el pueblo ni en los alrededores, que no solicitase
como un favor la gracia de velar a esa mujer angelical.
¡Oh, amigo mío! ¡esos son los efectos de la beneficencia, esos son los deliciosos
frutos de la compasión y la prudencia! Parece como si el Eterno, deseoso de
recompensar al hombre, quisiese hacerle saborear en la tierra la imagen de los
placeres celestes que premiaran sus virtudes.
El veintiséis, desde el alba, día espantoso, amigo mío, día en que la voluntad
de Dios permitió que la inocencia sucumbiese bajo el crimen, para probar a los
hombres o para humillarlos... nos anunciaron ya por la mañana que Augustine
acababa de evadirse... que no había dicho nada a nadie y que no podían imaginarse
qué había sido de ella. En ese momento se rasgo el velo... ya no podía dudar...
Recomendé que se guardase el máximo secreto y me abstuve de toda investigación.
Debía mirar por el honor de Aline. ¿Iba a emprender algo que no salvaría la
vida de su madre y que daría con su indigno padre en el cadalso?... Subí...
la noche había sido terrible, espasmos... convulsiones... todos los síntomas
de un fin tan cruel como próximo indujeron al médico a decirme que mi deber
era advertir a Mme. de Blamont... Me acerqué a la cama de la enferma... había
escogido un momento en que Aline había ido a buscar unos papeles por orden de
su madre y había encargado al médico que la retuviese a la vuelta para que yo
tuviese tiempo de actuar...
Mme. de Blamont sonrió al verme... ¡sublime tranquilidad de un alma honesta
y apacible!... ¡Oh, dulce reposo de una conciencia pura!
– ¿Estoy muy mal, no es cierto, amigo mío? me dijo... ¿No veré nunca la felicidad
de mi hija? ¡Ay! sólo deseo la vida para hacer su felicidad... no la disfrutaré
nunca... el cielo no lo quiere...
En ese momento pensé que nada sería tan expresivo como mi silencio... bajé los
ojos y me callé.
– ¿No me respondéis, Déterville?...
Tomé una de sus manos y la acerqué a mis labios.
– ¿No me respondéis? replicó una segunda vez...
En este punto, la naturaleza pudo más que el valor. Tuvo una violenta crisis
y, tendiéndome los dos brazos, exclamó:
– Estoy preparada, amigo mío... estoy preparada... Pero esa querida Aline...
¿voy a abandonarla entonces? ... ¡voy a dejarla desamparada en medio de los
peligros que la rodean!... No hubiese creído que el cielo lo permitiera... No
importa, no soy yo quien para examinar esas órdenes, sólo he de acatarlas...
Entonces me rogó que hiciese venir a su confesor y que me encargase por completo
de Aline durante dos horas, sin permitirle que entrase.
Ese encargo no era fácil... envié enseguida a que llamasen al cura y, asegurando
a Aline que su madre estaba mejor, le supliqué que viniese conmigo a dar un
paseo por el jardín, y que debía decirle algo absolutamente esencial... Pero
ya sabía yo que no era fácil manejar un carácter como el suyo. Me respondió
decididamente que no iría antes de haber visto a su madre, que hacia ya más
de una hora que la había dejado y que después de tanto tiempo no confiaría más
que en sus ojos para saber cómo se encontraba. Subió a llevarle los papeles
que ésta le había pedido. Bajó poco después. Me di cuenta de que Mme. de Blamont
no le había dicho nada y que, sin duda se había limitado a recomendarle que
viniese a hablar conmigo.
Al principio y con frases imprecisas me la llevé mucho más allá del jardín y
cuando finalmente llegamos a un bosquecillo, le supliqué que me escuchase.
– ¡Bien! me dijo sin sentarse y presa de una terrible excitación... ¿qué tenéis
que decirme?... Ya veo que hacéis mucho misterio... ¿Voy a perderla?...
– Quizás no, le dije, ¿pero si llegase esa desgracia?...
– No sería la única víctima y no tardaría en compartir su suerte.
– ¡Oh, cielos! ¿Es esto lo que se ha de esperar de una piedad y una virtud como
las vuestras? ¿Pensáis en lo que os debéis a vos misma, en lo que debéis al
hombre que os adora?
– ¿Valcour?... Ya lo he perdido... ¿Cómo podéis pensar que pueda ser suya algún
día? Pero no me habléis de eso, os lo ruego, ni siquiera el sentimiento de lo
que debo a Dios prevalecería hoy sobre lo que sólo corresponde a mi madre. No
quiero pensar más que en ella, sólo quiero ocuparme de ella. No hay una sola
idea que pueda vencer a la suya en mi corazón... ¿Es eso todo lo que tenéis
que decirme? añadió emprendiendo la huida como si hubiese contado todos los
momentos que la separaban del objeto de su idolatría.
Pero, reteniéndola por una mano y viendo que con un alma como esa más valía
dar la mala noticia enseguida que emplear consideraciones que sólo servirían
para destrozarla, exclamé:
– ¡Aline!... ¡mi querida Aline!... esa madre que adoramos... ese dulce objeto
de nuestras mutuas inquietudes... vamos a perderla irremisiblemente...
El golpe había caído sobre la parte más sensible de su alma y, por así decirlo,
la había petrificado. Clavo sus ojos en mí... De pronto su mirada se extravió,
la estupidez apareció en su rostro, su respiración se hizo viva y pesada y su
cabeza se trastornó completamente...
Me arrepentí de haber sido tan brusco. Reconocí que no estaba en forma alguna
preparada y que, a pesar de sus palabras, siempre se había hecho ilusiones...
Me acerqué a ella, me rechazó con un gesto furioso y, extraviándose más y más...
me dijo balbuciente que fuese a buscar a su madre... que la comida estaba servida
en el bosquecillo donde nos encontrábamos... ¡Ay! desgraciadamente era el mismo
que solíamos emplear antaño para estos menesteres...
– Sé perfectamente que no acudirá, continuó... luego, señalando el suelo, añadió,
quiere ir allí... allí, allí, pero no se irá sin mí... Déterville, id a buscarla,
ya veis que la estamos esperando...
Entonces, inundado con mis propias lágrimas, la estreché contra mi pecho.
– ¡Oh dulce niña!, exclamé, recuperad vuestra razón y vuestros sentidos. Reconoced
al más sincero de vuestros amigos y escuchadle...
Pero liberándose bruscamente de mis brazos, me dijo, siempre extraviada, que
ya que no quería ir a buscar a su madre, iba a hacerlo ella misma...
– No, le dije, reteniéndola... está cumpliendo unos piadosos deberes que no
debéis estorbar.
Estas palabras golpearon de nuevo su alma, porque, por crueles que fuesen no
destruían completamente la esperanza... estas palabras, decía, la retornaron
a la realidad... la razón volvió, pero como el choque había trastornado excesivamente
sus nervios, cayó víctima de un violento ataque de convulsiones. Cayó a tierra...
se revolcó... todos sus miembros temblaban... quizás hubiese sucumbido en ese
instante fatal si un diluvio de lágrimas no la hubiese aliviado... Contento
al verla llorar, le tendí los brazos... Se lanzo a ellos...
– ¡Oh, amigo mío! me dijo, ¿es preciso entonces que me sea arrebatada? ¿He de
perder el consuelo de mi vida... la amiga preferida de mi corazón... el árbitro
de mi destino... la que yo adoro... cuya dulzura hacía toda mi felicidad...
y que podía haber conservado aún durante cincuenta años? ¿Y queréis que yo la
sobreviva?... ¡Ah! ¿qué será de mí en este mundo cuando ya no esté conmigo?
No, no, no me pidáis tal sacrificio... no me lo exijáis, amigo mío, no podría
prometéroslo.
Al verla más afligida, sin duda, pero no obstante algo más razonable, destaqué
los motivos de consuelo que nos podía dictar la prudencia... Todo en vano...
cuanto más intentaba resignarla más se me escapaba; lo que debería calmarla,
la sublevaba casi de inmediato, y no llegaba a su alma abatida más que para
agravar su desesperación. Sin embargo, ella se impacientaba; ardía en deseos
de acudir al lado de su madre... Me vi obligado a llevarla allí y a dejar incompleta
la tarea que se me había encomendado. Mme. de Blamont había terminado con la
suya... Entramos... Aline se lanzó a los brazos del dulce objeto de su corazón,
le preguntó por que las habían separado durante tanto tiempo.
– Ciertas obligaciones...
– Esas obligaciones no son necesarias aún, respondió Aline enojada, aún no ha
llegado el momento...
Entonces Mme. de Blamont, abrazando cariñosamente a su hija, le dijo entre amargas
lágrimas:
– Aline, Aline, hemos de separarnos.
Y ambas abrazadas se quedaron así, sin moverse, durante varios minutos. Pero
cuando Aline se deshizo del abrazo, volvió a caer sobre la cama de su madre
presa de un nuevo ataque de espasmos que nos hizo temer por su vida. Sin embargo,
a fuerza de cuidados y como esa dulce hija no quería perder los últimos momentos
que le quedaban, se calmó y el médico permitió a Mme. de Blamont que tomase
un poco de crema de arroz que parecía desear.
Aline, más tranquila, porque siempre se ilusionaba cuando no estaba desolada,
compartió estos últimos alimentos pegada al pecho de su madre.
¡Qué cuadro, amigo mío! nunca vi nada más conmovedor y mis lágrimas son demasiadas
como para que intente describírtelo.
A las tres nuestra enferma se sintió horriblemente debilitada. Solamente pudimos
volverla en sí gracias a los más violentos cordiales... En cuanto volvió a abrir
los ojos pidió que la dejaran sola durante media hora con su hija y conmigo.
El médico, al ver que podía hablar, la fortaleció con unas gotas más de esencia
y nos dejó:
Ella hizo que ambos nos colocásemos cerca de su cama, pero Aline sólo quiso
escucharla de rodillas... En esto postura, apoyó sus manos en las de su madre
e inclinando su cabeza sobre la cama, la escuchó con el más santo respeto.
– Amigos míos, nos dijo esa divina mujer, estoy ya dispuesta a separarme de
vosotros para siempre. A los treinta y seis años debería tener una vida más
prolongada, pero con las desgracias que gravitaban sobre mí, dudo que hubiese
sido más útil para la salvación de mi alma. El momento que he de vivir es cruel,
uno no se acostumbra a contemplarlo de una manera suficiente en este mundo y
sea cual fuere nuestra conducta, cuando llega, nos asusta. Plenamente convencida
de la existencia de un Dios justo, me atrevo a volar sin temor a sus brazos.
Le pido sinceramente perdón por mis ofensas. Me hubiera gustado llevarle un
corazón más puro... al menos se lo ofrezco sin crimen. Sin embargo os engañaría
si os dijese que no he cometido muchas faltas: ¡con cuánta impaciencia soportaba
el yugo que tuvo a bien echar sobre mis espaldas! Fui sacrificada muy joven
y sabéis lo que he sufrido. Me quejé y no debí hacerlo. Debí contemplar lo que
me sucedía como la voluntad del cielo... cada despecho era una rebelión de la
que debería acusarme como de un crimen... Quizás también sea culpable de demasiado
amor propio, pero la culpa la tiene esta querida Aline... Durante mucho tiempo
me sentí orgullosa de haberla traído al mundo y, como todo mi cariño era suyo,
también coloqué en ella mi orgullo. El excesivo amor que he tenido por esta
hija me distrajo sin duda del que debía a Dios. Su felicidad era mi única ocupación.
Contemplé la posibilidad de conseguirla como un consuelo de todos mis males...
No pude hacerlo. Debía cargar también con esta cruz, era preciso que apurase
hasta las heces la copa del dolor. Ahora la acechan peligros que me hacen temblar
por ella... y ya no estaré yo para apartarlos de su camino... mi mano no podrá
enjuagar las lágrimas que derrame su corazón... ¡Oh, hija mía, ahora hemos perdido
toda esperanza! El último consejo que he de darte es que obedezcas a tu padre
y que aceptes ciegamente lo que él te dé...
Y como viese que Aline hacia un gesto de horror.
– ¡Bien! continuó, ya que temes los crímenes que inevitablemente acompañarían
a semejante unión, te queda la alternativa del convento. Arrójate a los brazos
del Esposo sin mancha, los placeres celestiales que Él te promete son mucho
más valiosos que las engañosas alegrías de un mundo en el que solamente encontrarás
contrariedades... En ese caso, Déterville, sería preciso hacer que mi marido
reconociese a Léonore y todos mis bienes serían suyos. Léonore, protegida por
un esposo que la ama no tendría nada que temer de un padre vicioso y cruel y,
al desaparecer todas las razones que hubieran podido legitimar un arreglo...
que no dejaba de ocasionarme muchos remordimientos, al desaparecer estas razones,
decía, si mi Aline se entrega a Dios, sería necesario devolver a su hermana
la existencia que le corresponde y hacerla renunciar a los bienes que hoy reclama
que quedarán generosamente recompensados por los míos y los de su padre. Os
confío esta tarea, Déterville, dependiendo de la decisión que adopte Aline y,
de acuerdo con esta decisión introduciréis los cambios necesarios en el acta
que os he entregado. Os autorizo plenamente...
Luego, levantándose con gran trabajo.
– Se acerca el momento, amigos míos, continuó... Dentro de poco compareceré
a los pies del Eterno... dentro de poco intercederé ante Él por mi Aline...
Levántate, hija mía, levántate... ¿no es una gran dicha que tenga la suerte
de expirar en tus brazos?... ¿No ha podido serme arrebatada? Déjame que te bendiga
y que te abrace... Déterville, os la confío. Adiós.
Entonces arrojó sus brazos alrededor de su Aline, la estrechó fuertemente contra
su pecho... sufrió una ligera convulsión... y el alma más pura que haya salido
de las manos del Ser supremo voló de nuevo hacia su autor.
Renuncio a describirte mi estado, Valcour, ya te lo imaginas... Apenas si tenía
fuerzas para levantar los ojos. Pero había importantes ocupaciones que me exhortaban
a tener valor, mi primera preocupación fue correr hacia Aline, estaba inclinada
sobre su madre. ¡Ay! era difícil saber cuál de las dos vivía aún. Esa querida
niña carecía de pulso, de respiración y de calor y cuando, con grandes esfuerzos,
conseguí arrancarla de los brazos que la enlazaban, cayó sobre la cama sin conocimiento.
Acudieron, se dividieron los cuidados, pero la infortunada madre ya no los necesitaba...
Se encontraba ya en la morada que el Eterno destina a la virtud... ya la adornaba.
Llevaron a Aline a su habitación confiada a los cuidados de su querida Julie
y del médico... Al cabo de una hora volvió en sí y, al verme en la cabecera
de su cama, me preguntó por su madre... extraviada me dijo que era yo quien
se la arrebataba... que yo le impedía verla y que apelaría ante el tribunal
de Dios por todas las injusticias de las que era objeto.
La cogí en mis brazos y ella se esquivó, volviendo enseguida emocionada, me
pidió mil perdones por los reproches que me dirigía. Me dijo que había perdido
la cabeza, que sabía de sobra la horrible pérdida que acababa de experimentar,
pero que, si la amaba, le permitiría la dicha de abrazar una vez más a su dulce
madre.
Diciendo esto se escapó y, a pesar de los esfuerzos de Julie, se hubiera abalanzado
infaliblemente sobre el cadáver que acababa de ser expuesto sobre el lecho mortuorio
si afortunadamente Julie, corriendo el riesgo de ser derribada, no le hubiera
opuesto su cuerpo, no la hubiera cogido y conducido sin tardanza a su cama.
Entonces sus lágrimas manaron copiosamente. Profirió gritos de dolor que hubieran
desgarrado el alma del más insensible mortal... Pero, como una silla de postas
llegaba al patio, me vi precisado a abandonarla, después de haberla confiado
a Julie y hube de ocuparme en otras cosas.
Esa silla era la del presidente, con él solamente había un criado. Se paró en
la primera sala y por los lúgubres acentos que hirieron sus oídos... por los
gemidos... por los llantos generales, pudo comprobar que su abominable fechoría
se había consumado... que el ángel no estaba ya en el templo, y que el Eterno
lo había llamado a su seno...
Lo abordé... me abrazó con la mayor serenidad... agradeció mis cuidados, dándome
a entender hábilmente que mi presencia en el palacio era ya inútil. Yo hice
como que no comprendía, como tenía en mi cartera lo necesario para justificar
mi presencia. Permití que dijese lo que quisiera... Me rogó que le llevase al
lugar en donde reposaba su mujer, lo llevé a la sala mortuoria y, como estaban
amortajando el cuerpo, éste estaba desnudo, cubierto solamente por un velo que
se habían apresurado a echar por encima cuando nos oyeron entrar. Hizo señas
de que se retirasen.
Cuando estuvo solo conmigo... se acercó a la cama, y, levantando el velo, el
muy monstruo dijo como Nerón cuando quiso mancillar a Agripina:
– ¡En verdad que está bella aún!
Quizás hubiera seguido hablando si no me hubiera visto estremecerme de horror...
Se acercó... miro con atención el rostro...
– Pero no veo ningún síntoma de veneno, dijo... ¿Qué es lo que pretende vuestro
médico? Es un loco o un hombre peligroso que merecería que lo hiciese castigar.
Eso supone un perjuicio para todas las personas honradas entre las que ha muerto...
y vos mismo no deberíais haberlo consentido.
– ¿Yo? no solamente lo he consentido, sino que he ordenado que os escribieran.
– No veo que eso sea un signo de vuestra prudencia.
– Quizás no haya tenido más en toda mi vida.
Y conteniéndome, añadí.
– ¿A quién había que quejarse? ¿A quién había que comunicar un hecho cierto
sino a aquel que debe vengarlo?
– ¿Cierto? no; y ya que no lo era hubiese valido mucho más no decir nada; eso
es lo que yo llamaría prudencia.
– Una muchacha se ha escapado.
– ¿Qué?
– Augustine.
– ¡Bueno, esa es una zorra! La conozco bien. Ha sido seducida por uno de mis
criados, no le gustaba su ama... enferma o no, ha decidido escaparse de todas
formas... Ambos están muy lejos. Imaginaréis que he despedido al criado. ¿Son
esas vuestras pruebas?
– Podría reunir más.
– Vamos, vamos, dejemos todo esto. Estos horrores no deben suponerse jamás en
una casa, creer en ellos es comprometer a todas las personas que la habitan.
¿Dónde está Aline?
Contento de cambiar de tema y como no quería ir más lejos de acuerdo con las
firmes decisiones que había adoptado, le describí el estado de esa querida niña
y le dije que consideraba prudente dejarla tranquila durante algunos días.
– ¿Algunos días? me dijo socarronamente. Sin embargo, cuento con llevármela
mañana. Dolbourg la espera en Blamont y vamos a dar fin a este asunto inmediatamente.
– ¿Qué me dice, señor? Estando aún abierta la tumba de su madre.
– ¡Bueno! ¡Eso son pequeñeces! Una mujer que acaba de morir no impide que se
ponga a otra en condiciones de dar la vida... Por el contrario, es una especie
de reparación que debemos a la naturaleza y cada minuto de retraso es una infracción
de sus leyes. Una madre es sagrada, si queréis... cuando vive... cuando está
muerta ya no es nada... Mirad, acabo de venir de París y ayer por la tarde sucedió
algo muy semejante aunque no exactamente igual, pero que, sin embargo, os hará
ver que, cuando se trata de cosas serias, no hay que pararse en sentimentalismos
estúpidos que solamente están hechos para el pueblo. M. de Mezane que tiene
un asunto pendiente con la Audiencia de Aix y esa Audiencia es una de las más
prudentes, más íntegras y mejor compuestas del reino no quiso arreglarse con
la familia de su mujer, por lo que la única alternativa era una prolongada detención,
M. de Mezane, decía, se escondía desde hace años, pero movido por la estúpida
delicadeza de acudir a París a prodigar los últimos cuidados a una madre agonizante,
acudió a pesar de los peligros. Apenas había puesto el pie en la casa de la
difunta cuando la familia de su mujer le hizo detener. Protestó contra ese procedimiento...
se rieron de él en sus propias narices y lo arrojaron a un calabozo de la Bastilla
en donde tranquilamente puede deplorar a la vez la pérdida de su libertad, la
muerte de su madre y la bárbara estupidez de sus parientes. Me parece que si
el gobierno nos da semejantes ejemplos, podemos seguirlos.
– ¡Oh! señor, lo que decís me horroriza, dije, sin duda el hombre de quien habláis
era culpable de alta traición.
– No, por cierto, algunos escritos contra nosotros... contra los reyes, predicciones,
algunas aventuras de juventud, bien perdonables a los veintisiete años. Cosas
que hacemos nosotros mismos todos los días, pero que no queremos que hagan los
demás.
– En ese caso, señor y permitidme que os lo diga, me parece una atrocidad incurrir
en tal crimen para castigar un delito ordinario. Porque entonces la virtud no
ha ganado nada y una execrable fechoría más viene a aumentar la masa de los
errores del Estado .
Y el muy indigno, desviando la conversación, prosiguió:
– ¿Sobre qué basáis la legitimidad de ese dolor que sentimos al perder a los
seres queridos? ¿Qué utilidad puede tener un sentimiento que no aporta ninguna
variación al estado de quien ya no existe y que trastorna o desarregla la salud
del que queda?
– Esas cosas no se razonan, señor, se sienten y ¡ay de quien no las sienta!
– No, señor, todo debe someterse al análisis, lo que no es susceptible de ello,
es falso. Ahora bien, decidme, os lo ruego, si, de acuerdo con mis sistemas
materialistas... si, de acuerdo con la perfecta certeza que poseo de que la
muerte termina con todos nuestros males y no debemos temer ninguno más, si,
de acuerdo con esto, decía, mi mujer, que no era en absoluto feliz en este mundo,
no se encuentra ahora en un reposo preferible al estado de perpetuo dolor en
que vivía aquí abajo... ¿Y si es así, por qué habría de lamentarlo yo? Mi pena
sería como decirle: deploro que ya no seáis desgraciada... me desespera ver
que ya no vais a sufrir más, ¿y esta pena... os pregunto... os parece delicada?
Renunciando por un momento a mis sistemas, si adopto los vuestros, si creo que
mi mujer está en un mundo mejor, mi pena por no verla más en este en que sufría
¿no es insultante ya que soy yo su único objeto? Me concederéis que este egoísmo
es repugnante... Me enfado porque me veo privado de ella y mi única aflicción
es por la pérdida que experimento al no tenerla ya, sin pensar en la ganancia
que para ella supone no tenerme más. Si actúo de esta forma sólo pienso en mí...
y en modo alguno en ella y parece como si consintiese tácitamente en que ella
perdiese el bien que posee para que viniese a devolverme el que pierdo yo. Por
lo que concluyo que es una grave injusticia lamentar la muerte de los seres
queridos, porque, al quedar excluido el infierno, o no son nada, lo cual no
es un estado peor o están mejor, lo que supone un estado más agradable. Y en
ambos casos es un error desear que vuelvan a la vida, lo que supondría un empeoramiento.
Por eso no hemos de extrañarnos de que haya países enteros en donde reine la
costumbre de reunirse para regocijarse por la muerte de los parientes y lamentar
el nacimiento de los niños. No conozco costumbres mejores que éstas . Hay que
compadecer a quienes nacen al dolor, hay que imitarlos y llorar como ellos cuando
ven la luz del día. Cuando nos abandonan son afortunados, sin duda, y no debemos
afligirnos.
– Pero supongamos por un momento que ese dolor sea solamente para nosotros el
instinto delicioso de un alma sensible, ¿no sería bárbaro resistirse?
– La verdadera filosofía se acostumbra a las privaciones y no debe resultar
afectada por ninguna. Además no estoy de acuerdo con vos en que esa exagerada
sensibilidad sea un bien. Quizás me resultase muy fácil probaros lo contrario.
Lo que es seguro es que si esa emoción es una dicha, al menos no lo es para
todo el mundo, porque os aseguro que no la he experimentado jamás... ¡Ay! señor,
¡es tan fácil volver a llenar el vacío que deja una mujer, una querida, un pariente
o un amigo! Si su pérdida nos afecta tan intensamente es por la idea que tenemos
de que jamás podremos encontrar en otra persona las cualidades que se nos escapan
en aquel que nos arrebata la muerte. Esta idea no solamente es personal, sino
que es quimérica. Es la costumbre, que nos ata mucho más que esa relación o
esa conveniencia de cualidades y, si nos preocupásemos, advertiríamos que la
pena experimentada con la pérdida es solamente la sensación física de un hábito
interrumpido. Luego el hombre más desgraciado es, sin duda aquel que, al no
conocer el arte de revolotear igualmente sobre todos los placeres... de probarlos
todos sin apegarse a ninguno, se crea un hábito tan fuerte en algunas cosas
que ya no puede renunciar a ellas sin dolor. Usemos todo y no nos apeguemos
a nada y entonces las pérdidas no nos afectarán jamás, un amigo nuevo reemplazara
al antiguo, una nueva querida, a la que acabamos de perder y el torbellino de
los placeres nos arrastrará sin darnos tiempo a pensar y no tendremos que experimentar
jamás el dolor de lamentar la pérdida de las cosas que sepamos reemplazar con
tanta prontitud.
– Ese vacío es espantoso, su sola idea produce horror, eso supone embrutecer
nuestra alma, supone sofocar en ella la más dulce de las facultades. ¡Oh! señor,
sea cual fuere el placer que podáis ofrecerme ahora, ¿existe uno solo que pueda
comparar con lo que para mí supone la sensación de llorar a la amiga que acabo
de perder?
– Pero si amáis vuestro dolor, este se convierte en un placer y en ese caso,
me concederéis que el placer que consuela es mucho mejor que el que aflige.
– El uno corresponde a un alma de hierro, el otro, a un corazón delicado y sensible.
– ¿Y de dónde sacáis, señor, que valga más estar organizado en vuestro sentido
que en el mío, si ambos experimentamos placeres?
– Los míos son los de la virtud, los vuestros conducen a todos los crímenes.
– Ahora habría que saber (dejando de lado las convenciones sociales) qué proporciona
más placer, si el vicio o la virtud.
– ¿Cómo puede discutirse una cosa semejante?
– Os devuelvo la pregunta, porque si caracterizáis al placer, esa sensación
excitante recibida por el alma y debida a una causa cualquiera, esa conmoción,
mucho más violenta cuando es causada por el vicio, dará infaliblemente origen
a más placer que la que fuese efecto de la virtud. Y en ese caso el hombre perfectamente
feliz podría ser perfectamente quien, derribando todas vuestras ideas sociales,
convirtiese vuestros vicios en virtudes y todas vuestras virtudes, en vicios.
– Señor, dije enfurecido al no poder aguantar más esos sofismas tan crueles,
mandaríais colgar, y con razón, al desdichado que pensase como vos.
– De acuerdo, respondió ese desalmado, pero la felicidad de estar por encima
de los demás confiere el derecho de no pensar como ellos. Ese es el primer efecto
de la superioridad. El segundo consiste en abusar de ellos, para dirigir las
propias acciones de acuerdo con la picante singularidad de los propios sistemas
filosóficos. Esto es lo que permite que un hombre traicione al Estado, amase
una fortuna y abandone el ministerio diciendo que está arruinado , que otro
destruya el comercio interior de Francia porque su absurdo proyecto le costó
dos millones , que cien otros se pongan de acuerdo para atraer hacia sí la sustancia
del pueblo y para hacer morir de hambre a continuación a ese mismo pueblo vendiéndole
diez veces por encima de su valor ese alimento que acaban de robarle. ¿Creéis
que esas gentes son menos felices por no haber amado, como vos, ese fantasma
ideal de la virtud?
– ¿Felices? No pueden serlo; la verdadera felicidad solamente reside en la virtud
y los remordimientos de los sinvergüenzas de que habláis deben vengarnos de
todos sus crímenes ya que no lo hace la espada de Themis.
– ¿Remordimientos? No me hagáis reír. Creedme que el hábito del mal los ha debilitado
hace ya tiempo en semejantes almas. Si alguno de ellos volviese a tener una
recaída es un tonto a quien sus compañeros deberían despojar al instante y que,
al menos, es objeto de sus bromas más crueles, si es que no se atreven a molestarlo
en forma diferente. Pero mirad, señor, ya veo que no nos vamos a poner de acuerdo
en toda la tarde. Ordenad, os lo ruego, que nos sirvan la cena, yo no he almorzado
para venir más deprisa y tengo un hambre feroz. Ya filosofaremos a los postres
si lo deseáis...
Di las órdenes y él se sentó a la mesa y cenó con una tranquilidad que me hizo
comprender que era preciso que ese desalmado hubiera adquirido un arraigado
hábito en el crimen para que pudiese permanecer tan tranquilo después de cometerlos.
Como imaginaras, yo no comí, me contenté con hacerle compañía levantándome de
vez en cuando para ocuparme de los detalles propios de mi cometido, pero no
fui a la habitación de Aline a quien mi presencia irritaba en lugar de calmar
y a quien no quería informar si no al día siguiente de la cruel continuación
de sus desdichas.
El médico no se había ido aún, estaba descansando un poco. El presidente quiso
verle, le preguntó descaradamente que cuál era la causa de la muerte de su esposa.
– El veneno, respondió audazmente éste.
– Pero, doctor, ¿acaso pensáis?...
– Hay una forma segura de convenceros, señor, cuando queráis procederemos a
abrir el cuerpo.
– No, por favor, esas operaciones me han disgustado siempre. No son seguras
y además opino que tienen algo de cruel... No disequemos, enterremos.
Un poco sorprendido por esta respuesta, el medico le preguntó si no creía conveniente
formular una denuncia en regla.
– ¿Contra quién? dijo el presidente.
– Pero, señor, esas cosas no deben quedar impunes. Vos, que castigáis hasta
la más leve sospecha, debéis saber mejor que nosotros la necesidad que hay de
perseguir estos horrores.
– De acuerdo, dijo el presidente, pero como no admito en absoluto vuestra sospecha,
que al ser formulada compromete inevitablemente a todas las buenas personas
que ha habido alrededor de mi mujer desde hace tres meses y como, desprovistos
como estamos de pruebas, sólo conseguiríamos armar mucho ruido y no dar un escarmiento,
estoy plenamente convencido que lo más sensato es permanecer en silencio y concluir,
como yo, que un crimen así, sin fundamentos y sin motivos, es inadmisible.
Inmediatamente cambió el tema de la conversación evitando, con el mayor cuidado
hablar de Augustine. Después de cenar fue a acostarse... pero para colmo de
horror... ¿por qué es preciso que haya de revelar aún esta última torpeza, por
qué una carta que solamente dedicaría a la tristeza ha de verse manchada por
relatos infames?
El presidente no viaja jamás sin uno de esos sirvientes, celosos de los placeres
de su amo que, para procurárselos, sacrifican todo, deberes, religión, honor
y todas las virtudes que caracterizan a un hombre honrado. En cuanto el patrón
está en alguna parte, este famoso agente lanza inmediatamente sus ojos a su
alrededor y descubre con una habilidad y presteza singulares el objeto que pueda
convenir a los sucios deseos de quien lo emplea. El lugar, las circunstancias,
el dolor general... esa impresión de profundo respeto grabada profundamente
en todos los que allí estaban, nada consideraron sagrado estos dos monstruos.
Uno ordenó acción y el otro trabajo. Y entre todas las jóvenes campesinas atraídas
por la piedad y el agradecimiento a los pies de su respetable señora, una, más
débil o menos afectada, se atrevió a escuchar las proposiciones que se le hicieron.
Se trataba de una joven huérfana de catorce años que está casi sola en el mundo.
El celoso sirviente se la mostró a su amo, éste aprobó la elección. Por la tarde
se la llevó a las habitaciones de este horrible esposo y el traidor se atrevió
a consumar la fechoría junto a los restos, aún palpitantes de esa desdichada
mujer cuyos días acababa de abreviar de forma tan odiosa. Se quedó con ella
durante toda la noche. Yo me enteré solamente después de su marcha... En verdad
que no lo hubiera tolerado de haber sido advertido.
En cuanto se retiró me ocupé de los tristes deberes que me habían sido encomendados.
Lo que más me preocupaba era la manera en que prevendría a la pobre Aline de
las nuevas desgracias que la esperaban.
La orden era precisa, el presidente me la había repetido antes que nos separásemos.
Y cuando le hube mostrado las últimas voluntades de su mujer al respecto, dijo
que no eran más que desatinos a los que, por compasión, se podía prestar oídos
en el momento en que ella los dictaba, pero que después había que reírse de
ellos...
– Por lo que hace a los bienes muebles e inmuebles, nada tengo que reclamar,
señor, me dijo, todo pertenece a mi mujer y ella pudo adoptar las disposiciones
que le pareciesen convenientes. Pero por lo que respecta a mi hija, ésta me
pertenece. Os ruego que la advirtáis que es preciso que salgamos mañana sin
falta.
Debía prepararla, pues. Para no turbar su sueño, que ya imaginaba muy intranquilo,
no fui a sus habitaciones hasta el alba. Ella no se había desvestido ni acostado.
Sus accesos de dolor habían sido crueles... y tanto más por cuanto su desesperación
era muda. Sus lágrimas al no poder encontrar el camino hacia el exterior, volvían
a caer sobre su corazón en forma de gotas de sangre. Pedía incesantemente ir
a besar a su madre y se irritaba violentamente ante la obligada resistencia
que se le oponía. Cuando me vio se recuperó un poco. Me pregunto por qué la
había dejado sola durante tanto tiempo. Me disculpé hablándole de los deberes
correspondientes a mi situación y, después de haber concedido todo lo que me
fue posible a la aflicción que embargaba su alma, intenté adueñarme de ella.
Se le escapó un gesto de amistad... la cogí... la estreché en mis brazos y lloró...
– ¡Oh, amiga mía!, le dije entonces... armaos de valor... debo notificaros nuevas
desgracias...
Me miró con un gesto de espanto que me hizo temblar... y todas sus ideas se
dirigieron hacia ti.
– ¡Oh, cielos! exclamó, ¿Valcour está con mi madre? ¿Han sido derribados por
el mismo golpe?
En semejantes circunstancias es agradable que la persona a quien se ha de dar
una noticia espantosa vaya más allá de la verdad, cogí una de sus manos y, sonriéndole
amistosamente, le dije:
– No, Valcour está perfectamente bien y estoy seguro de que solamente se ocupa
de vos, pero lo que he de deciros es quizás más cruel que lo que temíais...
Vuestro padre está aquí... sale hoy mismo con vos y quiere que os convirtáis
inmediatamente en la esposa de Dolbourg...
En mi vida he visto una emoción tan violenta como la que embargo a esa muchacha
valerosa a infortunada a la vez...
– ¡Oh, amigo mío!, me dijo levantándose, ¡ya no hay nada en el mundo que pueda
impedirme que me reúna con mi madre!
– Sentaos Aline, le respondí, creí encontrar en vos la fuerza y solamente me
mostráis la desesperación. Nada puede revocar las decisiones de vuestro padre,
pero os quedan medios para escapar a los lazos que os destina.
– ¿Cuáles son?
– Escuchadme y, sobre todo, calmaos.
Se sentó y me prestó toda su atención.
–
No os aconsejaría la reclusión en un convento, le dije entonces, vuestro intento
sería en vano, a buen seguro se os negaría, pero esto es lo que os dicta la
amistad. En primer lugar vuestra sumisión debe doblegar a vuestro padre, durante
el viaje mostradle obediencia y respeto. Una vez en el castillo intentad hablar
a solas con Dolbourg, mostradle enérgicamente la insuperable aversión que experimentáis
por este matrimonio. Describidle las desgracias que con toda seguridad se derivarán
para ambos, interesadle, en fin. Emplead todo: la naturaleza os ha conferido
gracias, una elocuencia suave y persuasiva a la que resulta difícil resistir.
Como es menos violento que vuestro padre, no me extrañaría que se rindiese.
Si esto sucede, como supongo, convencedle con el mismo ardor para que rompa
lo que quizás haga. Pero pongamos las cosas en lo peor y supongamos que no encontrarais
ningún medio de evitar la suerte que os ha sido destinada. Vuestra fiel Julie
irá con vos, eso ya está decidido. Escapad con ella. Tomad cien luises que os
doy para los gastos que esto origine. Acudid a casa de Mme. de Senneval, estará
sobre aviso, irá a esperaros expresamente a su propiedad cercana a París que
ya conocéis. Desde allí me avisaréis. Eugénie y yo nos encargaremos de vos.
Os sacaremos de Francia, os llevaremos a los brazos del esposo que os destinaba
vuestra madre y haremos que disfrutéis allí en paz la fortuna que os deja.
¡La más ligera apariencia de felicidad es tan halagadora para un corazón desesperado!
Esa querida niña cayó en una dulce entonación, le pregunté que le pasaba.
– ¡Oh, Déterville!, me dijo, vuestros procedimientos me confunden, pero permitidme
una reflexión, amigo mío, si es cierto que tenéis ganas de librarme de los males
que me amenazan, como me han demostrado vuestras conmovedoras bondades ¿por
qué no comienzan aquí vuestras atenciones? ¿por qué no me evitáis ese horrible
viaje con mi padre?
– ¿Es eso posible? respondí yo con dulzura, vuestro padre esta aquí en este
momento, estáis en su poder... Si desaparecierais significaría que yo os he
raptado y, sin que esta gestión sirva para salvaros, perderéis con ella al mejor
amigo de que podíais disponer. Si salís de Blamont, ninguna sospecha puede recaer
sobre mí, vuestra huida será obra exclusivamente vuestra y las atenciones que
tengamos seguidamente para con vos no serán ya el fruto de una seducción, sino
la protección que os concedemos, un servicio que os prestamos. En ese caso vuestro
padre habrá incurrido en faltas reales de las que simplemente no querréis ser
víctima, mientras que hasta el momento sus faltas hacia vos no justifican la
huida. Aquí sólo ha habido malas maneras, en Blamont hay horrores. Escaparos
de aquí es, en una palabra, una decisión violenta. Hay decisiones más simples
que pueden tener éxito y una ley de la prudencia aconseja no emplear jamás métodos
excesivos más que cuando los otros no ofrezcan ninguna esperanza.
Ella volvió a sumirse en sus reflexiones... Luego al cabo de un tiempo me dijo:
– Déterville, me siento más fuerte de lo que hubiera imaginado. Vuestras bondades
me han conmovido y voy a aprovecharlas... Sí, amigo mío, voy a aprovecharlas,
continuó levantándose, en donde me resulte imposible... luego añadió con violencia...
Pero posible o no, no seré jamás la esposa de Dolbourg.
Y cociéndome ambas manos:
– Ahora decidme, amigo mío, si creéis que hay en el mundo una criatura más desdichada
que yo.
– Seguro que sí, le dije, y si bien es verdad que vuestra desgracia es desesperada
quizás haya que compadeceros hoy menos de lo que hubiera creído ayer.
– Amigo mío, dijo volviéndose hacia la ventana, es de día. Lo más probable es
que nos separemos pronto. ¡Mi querido Déterville!, exclamó lanzándose a mis
brazos, este nuevo golpe será terrible para mí, pero antes de que me destroce
no me neguéis el favor que voy a pediros.
– ¿Qué queréis, Aline? ¿No conocéis los derechos que tenéis sobre mi corazón?
– Quiero besar una vez más a mi madre... O no me habéis amado jamás o me concederéis
este consuelo.
– Os temo, le dije, vuestra mente es demasiado viva, vuestro corazón, demasiado
apasionado... ese espectáculo es doloroso, no podréis soportarlo jamás...
Pero conteniéndose con un valor que me resulta imposible describir, respondió:
– No, os equivocáis, es un santo deber y no voy a marcharme sin cumplirlo. Pero
no temáis nada, la religión y la piedad combatirán el dolor. Mi alma, abatida
por un número excesivo de choques, encontrará en medio de la multitud de sacudidas
la fuerza que cada una de ellas le arrebato... Vayamos... guiad mis vacilantes
pasos y no temáis.
Luego, sin darme tiempo para responder, cogió mi brazo y avanzamos hacia la
cámara mortuoria.
Mme. de Blamont estaba sobre una cama de damasco azul en donde había hecho que
la prepararan convenientemente ya que quería que al día siguiente los habitantes
de sus posesiones tuviesen la satisfacción de verla, cosa que pedían entre torrentes
de lágrimas. Llevaba un vestido de gros de Tours blanco, sus cabellos, en su
color natural, estaban debidamente peinados bajo un gran gorro, su cabeza reposaba
sobre una almohada adornada con encaje y su actitud era la de una mujer que
duerme. Alrededor de la cama ardían ocho cirios y las cortinas de ésta estaban
sujetas con grandes lazos de cinta blanca. Dos curas modestamente recogidos
recitaban oraciones en voz baja.
Desde la puerta por la que entramos pudimos contemplar todo el cuadro... Tu
desdichada Aline, en cuanto lo advirtió, dio un paso atrás y cayó en mis brazos...
pero la convicción de que no disponía más que de un momento, el temor de perderlo,
la extrema resignación que la embargaba, todo la sostuvo y avanzamos. Los curas
se retiraron un instante. Aline, más libre, se arrojó a los pies de su madre
y los besó con respeto... se levantó, fue a ambos lados de la cama, cogió cada
una de las dos manos e imprimió en ellas sus labios con la compunción que confiere
el más vivo dolor... Se acercó a la cabecera, contempló un instante la calma
pura que emanaba de los rasgos de esa mujer... admiró la belleza que aún la
adorna...
En este instante su alma se desgarró. Lanzó sus brazos al cuello de esa madre
adorada, la regó con sus lágrimas, la colmó de besos y le dirigió palabras tan
dulces... le hizo preguntas tan conmovedoras que el temor de verla sucumbir
ante este exceso de sensibilidad hizo que me acercase a ella y que la suplicara
que no se abandonase así. Pero como ella se resistía, como no escuchaba... ya
que sólo tenía oídos para su dolor, acudió el cura y le hizo las mismas súplicas.
Entonces temió haber faltado al respeto. Esa dulce niña, perpetuamente consciente
de sus deberes y que siempre sacrifica las pasiones más ardientes de su alma,
se retiró con los ojos bajos y se arrodilló a los pies de la cama para compartir
un instante las oraciones con los honrados eclesiásticos que se ocupaban de
esta tarea. En ese momento le anuncié en voz baja el legado de los cabellos
que le había hecho su madre. Le dije que iba a cortarlos para entregárselos
enseguida. Esta noticia la reconfortó.
– Ella me da sus cabellos, dijo, esa buena madre... esa dulce madre... ha pensado
en mí... ¡Ah!, dádmelos... dádmelos enseguida... los conservaré toda mi vida...
Me acerqué a la cama para proceder a esta operación... pero Aline se volvió,
no quiso ver como actuaba, le agradaba la idea de poseer sus cabellos, pero
le enojaba que fuesen cortados. Parecía que esto fuese para ella una prueba
más de la muerte de su madre y quizás alimentase en este momento la ilusión
de creerla dormida. Además, en cierta forma esto significaba desarreglar ese
cuerpo que ella idolatraba. Todas estas ideas ensombrecieron sin duda el triste
placer que le causaba este regalo y cuando se lo entregué lo recibió al principio
con un estremecimiento... Sin embargo enseguida lo cubrió de besos y, volviéndose
para abrir su vestido, los colocó debajo del pecho izquierdo prometiendo a los
pies de su madre que jamás los pondría en otro lugar.
– Mi querida amiga, dije al cabo de media hora de esta cruel visita, debemos
irnos. Este momento ha de aumentar vuestra aflicción, más valdría que no hubiésemos
venido.
Ella se estremeció y se hubiera dicho que yo estaba arrancando la parte más
sensible de su alma, pero siempre firme y valerosa, después de haber renovado
una vez más sus besos en las manos y en la frente, se inclinó respetuosamente
y salió llorando con la cabeza escondida en mis brazos. Yo la abrace en cuanto
estuvimos fuera.
– Estoy mucho más contento de vos de lo que hubiera creído, le dije, esto me
llena de esperanzas para el porvenir... ¡Oh!, mi querida amiga, habéis de ser
fuerte, prudente, sagaz... y estad segura de que todo saldrá bien.
Volvimos a su habitación. Me preguntó dónde sería enterrada su madre con una
especie de emoción que me alarmó. Le conté las últimas disposiciones de la difunta
y cuando vio que Mme. de Blamont deseaba expresamente que su hija fuese colocada
un día en su mismo féretro, dijo:
– ¡Ah! ¡Cómo me consuela eso! ¿Se hará así, no es cierto, Déterville? ¿Se hará
así? ¿Nadie puede oponerse, no?
– No, ciertamente, le dije...
Luego, como distraída, añadió:
– ¿Os encargareis vos de ello, amigo mío?
– Niña adorable, respondí, la naturaleza no va a modificar sus leyes para que
yo me ocupe de esa tarea. Pensad que tengo doce anos más que vos.
– ¡Oh! qué importa, se puede morir a cualquier edad. Prometedme que si me sobrevivís
os encargareis de ponerme junto a mi madre.
– Os lo juro, pero a condición de que nos ocupemos de otra cosa.
– ¡Oh! de todo lo que queráis después de esa promesa.
– ¡Pues bien!, exijo que toméis algún alimento.
– Si, crema de arroz, como ayer, con aquella que he perdido. ¿No es así, amigo
mío, como ayer?
Y, ligeramente extraviada...
– ¡Pero ella ya no estará aquí... ya no será con ella... ya no la veré más!
Sin responder directamente dije:
– ¿Queréis que vaya a buscaros algún alimento ligero?
– No, de verdad.
Y no obstante, a fuerza de insistir, le obligue a tomar un huevo fresco en el
que había batido unas gotas de elixir. Empleamos seguidamente el poco tiempo
que nos quedaba en asegurar nuestras medidas. Convine con ella que, en cualquier
caso, Julie me contaría detalladamente lo que pasase en el castillo de Blamont
desde que Aline entrase en él. Aline me prometió por su parte escribirme con
la mayor frecuencia posible y observar con exactitud lo que había sido convenido
entre nosotros. El tiempo apremiaba, se vistió. Cuando le presentaron el vestido
negro lo besó arrebatada.
– ¡Ah!, amigo mío, dijo mirándome, este será el último color que lleve en mi
vida...
Apenas estuvo preparada cuando el presidente me avisó que me esperaba en las
salas de abajo y que me rogaba que llevase allí a su hija.
– ¡Bien!, le dije, ¿Cómo va ese corazón?
– Mejor de lo que hubiera creído, me respondió ella tomando mi brazo, pero sobre
todo, amigo mío, no me dejéis hasta que haya subido al coche.
Se lo prometí y bajamos... En cuanto oyó la voz del presidente que hablaba con
algunos habitantes de Vertfeuille, se estremeció.
– Valor, le dije, respeto y silencio.
Entró, saludó a su padre sin decir una palabra. M. de Blamont se acercó a ella
y la exhorto fríamente a que se consolara. Le dijo que el luto la sentaba de
maravilla y que jamás la había visto tan bonita. Ella continúo de pie con los
ojos bajos sin responder ni una palabra.
– Como ejecutor testamentario todo esto va a daros mucho trabajo, me dijo el
presidente. Hizo bien en escogeros, pienso que nadie lo haría mejor que vos...
¿Ha comido mi hija?
– Si señor, dije, seguro de que esta respuesta complacería a Aline. ¿Habéis
ordenado que os sirvan?
– Si, he dicho que pongan dos perdices. Me gustan con locura las perdices de
Vertfeuille, son mucho más sabrosas que las de Blamont. ¿Tomaréis una, Aline?
– No, padre mío.
– El viaje será largo, es una travesía de veinticinco leguas. Haremos seis relevos,
no nos pararemos. Tendremos galletas en el coche, pero eso no alimenta.
Sirvieron, el presidente comió sus dos perdices, bebió otras tantas botellas
de vino de Borgoña y habló con las diferentes personas que llenaban la sala
mientras que Aline y yo nos fuimos a un rincón a hablar aún durante un momento.
Terminé de fortalecer su corazón. Ella me prodigó mil caricias... y como, al
abrirse a la amistad, su corazón estaba a punto de derrumbarse, yo hice que
no veía nada. Me rogó que te escribiese y apenas hubo aflorado tu nombre en
sus labios cuando sus ojos se inundaron... Puse término una vez más a esas nuevas
efusiones, temía una horrible crisis. Cuando llegó el momento de salir no vi,
para evitar ese trance, más alternativa que afligirla con mi frialdad. Me estaba
destrozando a mí mismo al obrar así, pero era preciso. Abordé al presidente,
ella me oyó y se contuvo...
Vinieron a avisar que los caballos estaban puestos... Vi cómo se estremecía,
pero no me acerque más a ella... El presidente salió... Seguidamente Julie...
Ella salió en último lugar. En cuanto la vieron la gente formó dos hileras en
medio de las cuales se vio obligada a pasar.
Allí ese ángel celestial recibió involuntariamente los homenajes de todos los
presentes. Unos elevaban sus manos al cielo deseándole toda suerte de prosperidades...
Otros lloraban y se volvían como para no ver como se la arrebataban, finalmente
otros se arrojaban a sus pies, le daban las gracias por los favores que habían
recibido e imploraban su bendición... Ella atravesó la multitud mirando al suelo
y sin reflejar en su frente más que no fuese el dolor y la humildad.
El presidente subió al coche, Julie le siguió... Entonces Aline volvió sus ojos
hacia mí para dirigirme un adiós cruel que hubiera abierto la fuente de lágrimas
que yo me esforzaba por contener... Pero al no poder distinguirme ya, por las
precauciones que había tomado, aunque yo no la perdía de vista, ella se metió
súbitamente en el coche. Éste se alejó con la rapidez de un rayo... y yo confundido...
anonadado... creí que el astro desaparecía para siempre de los cielos y que
el mundo iba a verse condenado a vivir eternamente en las tinieblas.
Entré en la casa seguido por el pueblo que lloraba incesantemente. Como no quería
enterrar a Mme. de Blamont hasta que hubiesen pasado treinta y seis horas, de
acuerdo con los reiterados deseos de su hija, hice abrir la habitación en que
se encontraba expuesta, después de haber tomado la precaución de rodear la cama
con una balaustrada cubierta de paño negro. No hubo nadie que no viniese a prosternarse
a los pies de aquella persona que tanto habían amado, todos la bendijeron y
la adoraron...
¡Oh, gentes del siglo! vosotros que vivís como el monstruo que la sacrifica,
¿obtendréis semejantes homenajes cuando la Parca ponga fin a vuestros días?...
¿Tendréis, como esta divina mujer, en el seno del Padre, en donde la han colocado
sus virtudes, el dulce consuelo de vivir aun en el corazón de los hombres y
de verles ofreceros el sagrado tributo de su amor y su agradecimiento?
Estas tareas ocuparon todo el día veintisiete. Al día siguiente a las diez de
la mañana vino el cortejo para tomar el cuerpo y llevarlo a su última morada.
Todo el mundo se disputaba el honor de llevar esa preciosa carga y sus gentes
acabaron cediéndola a duras penas a los seis más notables del lugar.
Se la llevaron y llegó a la parroquia al triste son de las campanas... armonioso
murmullo que hacían aún más lúgubre los llantos y los gemidos de todos los que
la acompañaban. Pero la desesperación se hizo tan violenta cuando la vieron
desaparecer y hundirse en las entrañas de la tierra... los gritos de dolor fueron
tales, que las bóvedas del templo se estremecieron. Se hubiera dicho que todos
los allí presentes hubiesen estado unidos a ella por algún lazo... parecía que
todos fuesen sus hijos, todos la lloraban como a una madre.
Yo volví y pasé sin duda el día más cruel de mi vida: liberado de las tareas
más importantes ya sólo tenía oídos para mi dolor.
¡Oh, amigo mío, qué espantoso fue! La obligación de contenerme reprimiendo hacia
mi corazón las lágrimas que yo mismo me negaba había derribado todos sus resortes,
la máquina se había derrumbado... Me paseaba solo a grandes zancadas por esas
habitaciones en donde antaño había reinado la decencia, la dulce alegría y la
honestidad y sólo encontraba un vacío horrible y señales de luto.
Ya se ha ido ella, me decía, la que hacía la felicidad de los demás. El cielo
no quiso dejarla más que un instante sobre la tierra... sólo ha estado aquí
para hacer el bien... Y le apliqué esas soberbias palabras que inspiró a Fléchier
la celebre duquesa d’Aiguillon : "Solo ha sido grande para servir a Dios, rica,
para asistir a los pobres, ha vivido para prepararse a morir."
Esa es, mi querido Valcour, la primera parte de las desdichas que he de notificarte.
Omito los detalles que me mantuvieron ocupado los días siguientes para llegar
cuanto antes al triste relato que he de transmitirte y que no destrozara más
tu corazón de lo que destrozo el mío cuando lo leí.
El 3 de Mayo por la tarde volvía de la iglesia a donde no he dejado de ir a
llorar dos horas al día sobre la tumba de mi desdichada amiga desde que tuvimos
la desgracia de perderla, cuando me advirtieron que un hombre a caballo solicitaba
insistentemente hablar conmigo. Acudí corriendo al lugar en donde me dijeron
que estaba con el corazón palpitando de espanto. Encontré a un desconocido que
me entregó al instante un paquete de cartas... Lo abrí precipitadamente... pregunté...
leí sin comprender, finalmente reconocí la letra de Aline precedida de un diario
exacto escrito por Julie. Te lo envío todo... lee, Valcour, y respira, si puedes,
hasta la última línea.
CARTA
LXVIII
Julie a Déterville
Desde el castillo de Blamont, 1 de Mayo
Ejecuto vuestras órdenes y las de mi señora. Ojalá podáis leer estos tristes
caracteres que mis lágrimas borran a medida que mi mano los traza. Exigís los
detalles por dolorosos que sean, yo obedezco.
El Sr. presidente se durmió en cuanto el coche se puso en movimiento y sólo
se despertó en la primera parada. Hizo algunas preguntas a su hija que solamente
le respondió con monosílabos, entonces le preguntó con un tono severo si pensaba
seguir de mal humor.
– Solamente tengo tristeza, señor, respondió ella, pienso que mis desgracias
me confieren ese derecho.
A eso el Sr. presidente respondió que la mayor de todas las locuras era apenarse
y que era preciso saber elevar el alma a una especie de estoicismo que nos haga
contemplar con indiferencia todos los acontecimientos de la vida. Que él, lejos
de afligirse de nada, disfrutaba con todo. Que si se examinaba con atención
lo que, a primera vista, debiera apenarnos cruelmente, se percibiría enseguida
un lado agradable. Que se trataba de captar éste, de olvidar el otro y que con
ese sistema se llegaría a convertir en rosas todas las espinas de la vida...
que la sensibilidad era simplemente una flaqueza de fácil curación rechazando
con violencia todo lo que pretendiese afectarnos de muy cerca y reemplazando
rápidamente con una idea voluptuosa o consoladora las estocadas con que la tristeza
pretendiese alcanzarnos... que ese pequeño ejercicio era cosa de pocos años
al cabo de los cuales uno conseguía endurecerse hasta un punto en que nada le
podía afectar. Y aseguró a la señorita que sería siempre desgraciada mientras
no adoptase esa prudente filosofía...
Aline no respondió nada y el señor, volviéndose hacia mí, me hizo en alta voz
preguntas sumamente indecentes sobre la señorita.
Cuando vio que yo bajaba los ojos sin responder me increpó enojado. Me dijo
que me irían mal las cosas si yo también quería hacerme la mojigata. Que el
tono de su casa era bien distinto al de la que yo dejaba y que había que acomodarse
a él o hacerse a la idea de no permanecer en ella durante mucho tiempo. Seguidamente
me repitió las preguntas indiscretas que acababa de hacer sobre su hija, añadiendo
que, ya que iba a casarla, era preciso que conociese esos extremos, que era
esencial que supiese si la mercancía carecía de defectos. Pero que ya que yo
me negaba a decírselo... él registraría los fardos por sí mismo para apreciar
su valor. Y después de esto dijo a la señorita que hacía mucho calor y que le
aconsejaba que se quitase todos los tocados y manteletas que la agobiaban.
Pero Aline, que había preferido viajar en el traspontín, estaba inclinada sobre
la portezuela con la cabeza escondida entre sus manos y no respondía a nada...
Entonces el Sr. presidente me pidió que le proporcionase los mismos informes
que quería que le diese sobre la señorita y acompañó sus preguntas con gestos
tan deshonestos... con acciones tan indecentes que le amenacé con llamar o con
saltar fuera del coche. Me dijo que ya sabría hacerme entrar en razón. Que me
equivocaba ampliamente si pensaba que me llevaba consigo para agradar a su hija
y que a buen seguro me hubiera dejado a no ser por mi juventud y mi bonita figura;
que, ya que yo me hacía la difícil, esperaría, pero que me advertía que sería
preciso llegar ahí y que en Blamont contaba con medios infalibles para vencer
la resistencia de las muchachas.
Poco después volvió a dormirse y no volvió a hablar en casi todo el día. Cuando
estábamos casi a un cuarto de legua de Sens se rompió una rueda y llegamos como
pudimos al albergue de la posta en donde debíamos pasar la noche bien a pesar
nuestro. El señor habló él mismo a la dueña de la casa y, poco después subimos
a una habitación con dos camas a donde hizo llevar el equipaje de noche de la
señorita diciéndome que esa era su habitación y la de su hija y que yo no tenía
más que pedir una para mí. Pero Aline me tomó por el brazo y dijo que iba a
pedir una para ella y para mí, porque no podía prescindir por la noche de su
doncella de cámara.
– ¡Bueno! dijo el presidente, pondrán aquí una tercera cama, pero vos no pasaréis
la noche en otro sitio.
– Os pido perdón, padre, dijo Aline abriendo bruscamente la puerta y saliendo
conmigo al pasillo.
Entonces llamó a la dueña de la casa y le pidió una habitación. Esa mujer, guiada
por los ojos del presidente que consultó enseguida, respondió que no podía ofrecerle
más cama que la que se encontraba en la habitación del presidente y que su casa
estaba llena.
– ¿Pero alojaréis a esta muchacha en algún sitio?
– Si, señorita, pero esa habitación no es digna de vos.
– No importa, no importa, dormiré con ella. Todo es bueno siempre que sea decente
y nada lo es menos, señora, que hacer que una hija duerma en la habitación de
su padre.
– Sin embargo eso nos sucede todos los días.
– Espero que no os importe que conmigo no sea así.
La posadera no se atrevió a replicar y abrió un cuartito bastante malo en el
otro extremo del pasillo y entramos en él sin que el presidente, que nos observaba
desde su puerta, se atreviese a pronunciar una sola palabra.
La señorita pidió un caldo para ella y un pollo para mí. Pidió insistentemente
a la posadera que guardase ella misma la llave de nuestra habitación y que no
nos abriese al día siguiente más que cuando su padre quisiese salir.
Apenas estuvimos encerradas recordé a Aline la conducta de su padre durante
este día y le dije que, con todos los peligros que corríamos con un hombre semejante,
quizás fuese prudente intentar huir de donde estábamos. Le recordé que una vez
en el castillo quizás no dispusiéramos de los medios que encontrábamos en ese
momento.
Pero la señorita, que no se acordaba en absoluto del castillo de Blamont, a
donde sólo había ido una vez con su madre cuando era niña, me dijo que le parecía
imposible que no encontrásemos allí los mismos recursos que aquí; que esperaba
doblegar a Dolbourg, obtener de él la renuncia a sus proyectos y que, favorecida
por M. Déterville, no quería apartarse en nada de los consejos que había recibido.
– Señorita, le dije, M. Déterville, que habló delante de mí, dijo, según me
parece, que para legitimar vuestra huida era preciso que vuestro padre cometiese
alguna falta. Lo que ha dicho... sus proyectos de hoy... ¿no anuncia todo esto
los horrores que nos esperan?
– Julie, dijo esa inestimable ama, ¿no sabes lo que es acusar a un padre? No
sientes lo que a un alma como la mía le cuesta divulgar las faltas de esta clase
cometidas por aquel que me dio la vida. Preferiría morir que atreverme a algo
semejante. Y además en todo esto no hay aún nada real que yo pueda probar y
nada que él no pueda combatir... ¡Oh, mi querida amiga! esperemos, quizás las
cosas transcurran mejor de lo que crees, tengo gran confianza en Dolbourg...
Sea como fuere, añadió cogiendo mi mano con un gesto que me hizo estremecer,
no temas nada, Julie, no traicionaré jamás a aquél que amo, jamás haré una elección
distinta a la de mi madre y si esos monstruos necesitan una víctima, esta es
la mano que abrirá su costado...
Seguidamente se tendió en la cama sin desvestirse y pasó la noche llorando.
Al día siguiente por la mañana vinieron a avisarnos para seguir viaje. Salimos
enseguida y fuimos a colocarnos ante la puerta de la habitación del señor sin
entrar en ella. Apareció, bajamos con él y ocupamos en el coche las mismas plazas
que la víspera.
El señor no dijo una sola palabra. Nosotras imitamos su silencio y llegamos
hacia el mediodía al castillo de Blamont cuyos alrededores tenebrosos y aislados
sorprendieron y asustaron a la señorita que, como acabo de decir, no se acordaba
ya de su situación. El coche entró hasta el patio interior y allí encontramos
a M. Dolbourg que ofreció su brazo a la señorita para que bajase del coche.
Ella acepto esa cortesía y le hizo una reverencia llena de dulzura.
El coche se retiró y entramos en la sala de la parte inferior. Todo es triste
en ese horrible castillo, en él todo ensombrece la imaginación, todo inspira
el terror. Y esa horrible casa tiene más el aspecto de una fortaleza que la
de una casa de campo. Sólo se ven bóvedas, rejas y gruesas puertas.
En cuanto hubimos entrado, el señor me dijo que llevase el equipaje de su hija
a la habitación que se me indicase, pero la señorita me detuvo y pidió encarecidamente
a esos dos señores que permitiesen que yo estuviera siempre con ella.
– ¡Oh!, pardiez, dijo bruscamente M. de Blamont, sin embargo ella no va a comer
y dormir con vos. Me parece que una muchacha está segura cuando esta con su
padre y con el esposo que le ha sido destinado.
– No tenéis nada que temer, señorita, dijo M. Dolbourg, creedme, por favor y
permitid que se vaya vuestra Julie...
Aline no se atrevió a resistir. Yo fui a hacer lo que me habían ordenado y volví
enseguida al salón. La señorita estaba sentada entre los dos señores y pude
averiguar que, excepción hecha de algunas palabras fuera de lugar, porque era
imposible que personas como esas no las profiriesen, solamente se había hablado
en esa entrevista de cosas indiferentes. En cuanto Aline vio que yo volvía,
pidió permiso para retirarse. Le fue concedido, el señor le ofreció el brazo
para conducirla a su habitación. Cuando ella entró allí y al ver que solamente
había una cama pidió encarecidamente que instalasen otra para mí.
– Eso es imposible, le respondió el presidente, pero estará cerca de vos y aquí
están las campanillas que utilizaréis cuando sea preciso.
Dicho esto se retiró y nos instalamos en esa habitación. Al revisar los diferentes
rincones pudimos ver en el hueco de la ventana la siguiente inscripción hecha
a lápiz: Aquí fue donde la desdichada Sophie... La frase estaba inacabada...
– ¡Oh, cielos!, dijo Aline asustada... entonces fue aquí a donde trajo a esa
pobre chica. Yo no lo sabía, me habían dicho que estaba en un convento... ¿Y
qué ha hecho con ella? ¿Por qué la trajo a este castillo?... ¿Por qué no pudo
terminar de escribir esta línea?... ¡Oh, Julie! todo esto me hace estremecer...
Estábamos así cuando vinieron a avisar a la señorita que el almuerzo estaba
servido. Segura de que la forzarían a presentarse, no se atrevió a poner excusas.
Se repuso como pudo de su turbación y bajo.
Entonces vio que el grupo se componía de los dos amigos, una señora mayor, una
joven de quince a dieciséis años, bastante bonita y un joven abad. La conversación
fue general mientras los criados sirvieron, pero cuando fueron despedidos después
de los postres, adoptó un tono muy diferente.
– Aline, dijo el presidente, esa joven que veis ahí es la hija de esta señora.
Es mi querida, os la recomiendo, espero que os llevéis bien con ella... Ese
tunante de Dolbourg fue mi rival durante un cierto tiempo, pero ahora que está
atado por el sacramento, me ha prometido que sólo encenderá los fuegos del amor
en los brazos del himeneo. Esta hermosa niña y su madre serán los testigos de
vuestra boda y la celebrará el señor abad, circunstancia a la que ha pensado
oponerse Dolbourg, porque el abad es un conquistador y vuestro anciano marido
es celoso como un italiano.
La señorita, con los ojos constantemente bajos, no respondió una sola palabra.
Se levantaron de la mesa y en cuanto hubieron salido, saludó respetuosamente
a su padre y se retiró. Pretextó estar fatigada a fin de dispensarse de la cena
y después de haber revisado ambas todos los rincones de la habitación para asegurarnos
de que nadie podría entrar allí por sorpresa, se encerró conmigo y pasó la noche
poco más o menos como la anterior, pero más agitada aún a causa de esa línea
imperfecta escrita por la mano de Sophie cuyo sentido no podía descifrar. Esa
fue la historia del veintiocho.
Al día siguiente el presidente llamó a las nueve. Le abrimos, me ordenó que
me retirase y, después de decir a su hija que le escuchase con atención, le
preguntó si estaba decidida a obedecerle y a casarse con Dolbourg.
La señorita le dijo que no podía recuperarse de la sorpresa que la embargaba
al ver que se le hacía semejante proposición antes de que su madre estuviese
siquiera enterrada. El señor, viendo que dominaba a su víctima, respondió con
términos duros que se reía de esas consideraciones, que quería ser obedecido
y que venía a pedirle su palabra de que lo haría así o de lo contrario la arrojaría
a un calabozo del que no saldría en toda su vida.
La señorita no se alarmó, su valor fue enorme. Dijo que confiaba demasiado en
la bondad de su padre como para temer ser tratada así. Pero ya que se exigía
de ella un sacrificio tan cruel, pedía encarecidamente poder hablar con Dolbourg
a solas. Ese favor no le fue negado.
El presidente salió y M. Dolbourg entró poco después... No hubo nada que Aline
dejase de hacer, nada que no utilizase para alejarlo de ese himeneo. El amor
y la desesperación conferían energía a su discurso, al que era imposible resistir...
Dolbourg fue inquebrantable. Finalmente esa muchacha admirable se arrojó a los
pies de su tirano anegada en llanto a fin de rogarle que renunciase a sus proyectos...
Todo fue inútil... le dijo fríamente que se levantase... que se haría lo que
se había decidido... que no quería de ella más que su persona... en forma alguna
su corazón y que una vez convertida en su mujer, sabría vencer sus repugnancias
o reírse de ellas si aumentaban... que respecto al odio que ella le manifestaba,
era la cosa del mundo que menos le asustaba. Que la haría vivir en tal soledad
y en una subordinación tan completa que no tendría porqué temer los efectos
de su antipatía. Dijo que eso le recordaba a su primera esposa a quien se había
visto obligado a tomar al asalto, como ya veía que tendría que hacer con ella
y que a pesar de toda la altivez del carácter de esa mujer, a pesar de la invencible
repugnancia que ella sentía por él, había sabido reducirla en pocos meses a
la mayor sumisión. Que se acordaba perfectamente de los medios empleados y que,
por violentos que fuesen sabría servirse de ellos...
Entonces la señorita, confundida por haberse rebajado hasta la suplica con semejante
monstruo, le dijo altivamente
– Bien, señor, ya se ha dicho todo, mi padre puede venir a buscar mi palabra,
seré vuestra mujer mañana.
Cuando regresó M. de Blamont ella repitió delante de Dolbourg las mismas promesas
con una expresión firme y tranquila. Le pidió como única gracia que no se la
obligase a bajar y que se la dejase sola durante veinticuatro horas para prepararse
a una acción que le costaba tanto.
El presidente vaciló, dijo que no correspondía al esclavo dictar las leyes a
sus amos.
– Ya veis, respondió ella con presteza, que solamente os pido una gracia.
– Sí, sí, dijo Dolbourg, llevándose al presidente, dejémosla enfadarse durante
veinticuatro horas ya que eso la divierte. Además ¿acaso no hay cosas en que
haya de ocuparse necesariamente una muchacha que va a dejar de serlo?, continúo
con un tono de chanza tan impertinente como ridículo... Sí, sí, niña mía, añadió
intentando cogerla por la barbilla, sí, sí, haced todo eso y que yo sólo pueda
alabar la casa cuando tu papá me dé las llaves.
Entonces el señor, pretendiendo mantener ese tono de broma grosera, dijo que
lo normal era barrer las habitaciones antes de admitir en ellas a un huésped
nuevo, que, cuando menos, era preciso orearlas y que esa tarea le incumbía solamente
a él.
– Es verdad, dijo Dolbourg, no soy celoso, ya lo sabes. Haz lo que quieras,
amigo mío. Aunque te comas la ostra no puedes evitar que yo encuentre la concha
y eso es todo lo que precisa un esposo examinador y que desdichadamente no es
nada más que eso.
Animado por estas palabras insulsas y odiosas, el presidente avanzó impúdicamente
hacia su hija y tomándola de un brazo, le dijo:
– Salvaje criatura, ya no hay defensa que valga, ya no tienes una madre en cuyo
seno puedas refugiarte.
Ante esas crueles palabras la señorita cayó boca arriba sobre un sofá y sus
lágrimas y sollozos la hubieran sofocado infaliblemente si Dolbourg, mucho más
asustado que su amigo, no me hubiera llamado enseguida. Yo, que estaba escondida
en un rincón fuera de la habitación y no había perdido nada, acudí. La señorita
estaba sin conocimiento, aflojé inmediatamente los lazos de su vestido... Pero
los muy malvados... me estremezco al escribir estas indignidades... se atrevieron
a posar sus ojos en ese seno de alabastro, agitado por los suspiros del dolor...
inundado por las lágrimas de la desesperación... Se atrevieron a... ¡Oh!, señor,
no exijáis más detalles, sus execraciones no conocieron límite... Entretanto
me sujetaron.
La señorita, al recuperar el conocimiento, se dio cuenta de todo.
– ¡Ah! mi querida Julie, exclamó, ¿Qué han hecho esos señores?
– ¡Ay!, respondí yo, deshaciéndome en lágrimas, ese es el precio que exigen
por concederos las veinticuatro horas...
– Bueno, respondió ella con una firmeza que me sorprendió, no necesito más tiempo.
Y acercándose a la ventana, consideró su altura, la midió con sus ojos, era
de más de ochenta pies y debajo había un foso de tres toesas de ancho y completamente
lleno de agua...
– Bueno, Julie, me dijo después de haber reflexionado un poco, ya ves que nuestros
proyectos son imposibles.
– Más de lo que pensáis, respondí yo con dolor, se nos observa por todas partes,
eso es lo que hace que nuestra suerte sea horrible... Mirad, le dije, mostrándole
el otro lado del foso, observad que hay allí dos hombres que nunca pierden de
vista nuestra ventana y si ando por la casa hay otros dos que me siguen a todos
lados. Nuestra situación es espantosa.
– Ya me doy cuenta, respondió Aline, de forma que sólo me queda una cosa que
hacer...
Como no comprendí lo que quería decir, me atreví a decirle que, dadas las circunstancias
en que nos encontrábamos, la única alternativa era obedecer... pero sin escuchar
más me rechazo airada.
– Creía que eras mi amiga, me dijo, pero ya veo que no lo eres. ¿Ya te has vendido
a mis tiranos? ¿Son ellos los que te obligan a hablarme así? ¿Estoy ya sola
en el mundo? ¿Me han abandonado? ¿Estoy rodeada de enemigos por todas partes?...
– ¡Oh, cielos! exclamé arrojándome a sus pies, ¿cómo habéis podido concebir
semejante sospecha? ¿Traicionaros yo... abandonaros yo? ¡Podéis contar conmigo
hasta la muerte!
– ¡No tardaré en saber si lo que me dices es cierto y ya verás si el último
recurso que me queda no me libera de mis perseguidores!
– ¡Qué! ¿Pensáis escaparos?
– Sí, dijo ella sonriendo con un gesto que he recordado después y que no me
chocó excesivamente entonces, sí; Julie, voy a escaparme... volveré a la casa
de mi madre... No es cierto, como han dicho, que su seno no me servirá ya de
refugio... Me servirá, Julie... me servirá aún.
Y después de dar dos veces la vuelta a la habitación a gran velocidad, me pidió
un vaso de agua.
– Este es, dijo al tomarlo, el último alimento que voy a tomar en Blamont.
– Señorita, dije yo, que creía que se había recuperado un poco y suponiendo
que, tenía los medios para huir y que me los iba a comunicar, esa comida no
os dará muchas fuerzas si queréis ir muy lejos.
– Ciertamente, me dijo con un talante abierto y libre, ciertamente, mi buena
amiga, me iré muy lejos. ¡No se puede huir demasiado lejos de semejante morada!
...
Me pidió su escritorio, se lo entregué... Me dijo que la dejase tranquila hasta
que llamase.
Obedecí y escribió hasta las siete... Entonces me hizo entrar y después de haberme
dicho que me sentara:
– Mira las señas de estas cartas, me dijo...
Las leí. En una decía: A mi mejor amigo.
– Apuesto, le dije, que esta es para M. Déterville...
– Así es...
Leí la otra, decía: A aquel que idolatraré incluso más allá de la tumba...
– ¡Oh! a esta, le dije, le pondré el nombre cuando queráis.
Ella sonrió...
La tercera decía: A los manes de mi madre.
– ¿Quieres entregar esta?, me dijo.
– ¡Oh, señorita!
– ¡Bueno!, ya la llevaré yo, niña mía... la entregaré yo misma...
Se levantó presa de una agitación prodigiosa... ¡Oh! ¿por qué se me escaparon
esas emociones... todas esas palabras?...
Poco después me dijo que, desde que habíamos salido de Vertfeuille, no nos habíamos
acordado de rezar un instante por su madre.
– Es cierto, le dije.
– Reparemos eso, Julie.
Se puso de rodillas y me ordenó que adoptase la misma postura y que recitase
en mi libro el Oficio de Difuntos lentamente y de forma que pudiese seguirme
y oírme. Cumplió este deber con un fervor... una compunción que hizo que se
me saltasen las lágrimas. Seguidamente quiso que recitásemos juntas el salmo
veinticuatro, Dominus, illuminatio mea, cuyo sentido es que, sea cual fuere
el número de enemigos que nos acosen, no se ha de temer nada cuando Dios es
nuestro protector y la vida eterna nuestra esperanza. Pero cuando llegó al tercer
versículo: Mi padre y mi madre me han abandonado solo el Señor se ocupa de mí,
sus ojos se llenaron de lágrimas... y ella se sumió en el más profundo dolor.
Poco después se levantó.
– Ahora estoy más tranquila, me dijo, es inaudita la satisfacción que experimenta
un alma sensible al rezar por los que ama. Esa pobre madre; esa dulce madre...
¡cómo me amaba, cómo me cuidaba cuando era niña! ... ¡más adelante mi felicidad
era su única preocupación!... ¡cómo me estrechaba entre sus brazos unas horas
antes de expirar! ¡No me queda nada, he perdido todo en este mundo, he perdido
todo, Julie! no me queda nada...
Y prorrumpió de nuevo en llanto. No obstante eran casi las once. Me preguntó
si quería velar con ella... Era lo que yo quería y acepté.
– Bueno, me dijo, sin embargo no pasaremos toda la noche, un poco antes de que
vengan a buscarme me apetecería tomarme unas horas de descanso. Quiero estar
bonita para la ceremonia... quiero estar tan bonita como me lo permita la naturaleza...
¡ah!, me dijo después de un instante de reflexión... están cenando... están
sumidos en la alegría y los placeres... no me oirán, dame la guitarra...
La cogió, la afinó e improvisó a continuación los versos que siguen imitando
la romanza de Nina:
Melodía: Romanza de Nina
Madre adorada en un momento
La muerte te aleja de mi cariño.
Tú estás vivo, ¡oh mi amor!
Vuelve a consolar a tu amada. ¡Ah! que venga (bis) ¡Ay! ¡Ay!
Pero el bienamado no vuelve ya.
Como la rosa en la dulce primavera
Se abre al soplo del céfiro
Ante estos suaves acentos
Mi alma se abriría al delirio
En vano escucho ¡Ay! ¡Ay!
El bienamado no habla ya.
Vos que vendréis a llorar
Sobre la tumba en que repose
Gimiendo sobre mis dolores
Decid al amante que los causa
Que fue siempre ¡Ay! ¡Ay!
El bienamado hasta la muerte.
En cuanto hubo terminado:
– ¡Vete, dijo rompiendo enfurecida su guitarra contra el muro, vete lejos de
mí, instrumento inútil! Después de haber cantado por última vez a aquel que
amo no debes servir ya para nada.
No me atrevía a hablarle porque la veía sumamente turbada y agitada... Ora se
levantaba y cruzaba la habitación a grandes zancadas, ora se volvía a sentar
y, sumiéndose en su dolor, sólo dejaba o ir gritos y gemidos.
Sonaron las once... contó las campanadas.
– Solamente me quedan esas horas... Vendrán a las diez. Y reuniendo sus cartas
las puso en un sobre con vuestra dirección.
– ¿No te pidió Déterville, me pregunto, un diario exacto de todo lo que pasase
aquí?
– Sí, señorita.
– Pues bien, tienes que hacerlo y, cuando se lo envíes, no te olvides de enviarle
también este paquete.
Me lo dio y me hizo jurar que os lo enviaría sin falta.
Hecho esto, se calmó. Hablamos dos o tres horas tranquilamente. Parecía inquieta
por la suerte de Sophie. No comprendía cómo había llegado al castillo ni por
qué su nombre estaba escrito en esta habitación. Como no conocía la huida de
Augustine ni las espantosas sospechas que esa aventura nos había inspirado,
continué ocultándoselas de acuerdo con vuestras órdenes. Hablamos de temas sin
importancia, pero ella entremezclaba siempre en sus palabras alusiones siniestras
que me asustaron mucho. En ocasiones me preguntó durante cuánto tiempo se conservaba
intacto un cuerpo después de haber exhalado el último suspiro... o si creía
que una persona que se abriese las venas tardaría mucho en morir. Otras veces
si pensaba que, en el caso en que muriese en Blamont, su padre le negaría la
gracia de ser colocada junto a su madre. Si creía que Valcour se enojaría mucho
al saber su muerte... Y otras mil cosas semejantes a las que no presté toda
la atención que debiera.
Finalmente dieron las tres, se estremeció...
– Cómo pasa el tiempo, dijo; cuando se acerca un gran acontecimiento, parece
que los instantes transcurran con más rapidez. Cuando hoy por la tarde suene
esta misma hora habrán pasado muchas cosas.
Luego, volviéndose hacia mí, me miró durante algún tiempo sin decir nada. Seguidamente
contó los años que habían transcurrido desde que estábamos juntas. Observó cariñosamente
que yo estaba con ella desde que tenía uso de razón.
– Eras tan niña como yo, me dijo, ya me acuerdo... Eres una buena persona, continuó
mientras me abrazaba, y nunca he podido hacer nada por ti... Hubiera remediado
esto si me hubiese casado con Valcour... Te confío a Déterville...
Estas palabras fueron de las más fuertes que me dijo, en ellas su proyecto parecía
traslucirse mejor sin que ella se diese cuenta.. ¡Funesta voluntad del cielo!
esto no bastó para que tomase precauciones, estaba convencida de que quería
escaparse y que solamente atentaría contra su vida si ese proyecto se frustraba.
Entonces me decidí a no perderla de vista. Ella recordó todo lo que había hecho
desde que estuvimos juntas, sus esperanzas, sus temores, sus inquietudes, sus
deseos, sus penas, sus momentos de dicha... No olvidó nada...
– Oh, me dijo cuando hubo terminado, ¡qué corta es la vida!... Parece que todo
esto no haya sido más que un sueño.
Dieron las cuatro.
– Sal con cuidado, me dijo entonces, vete a ver si es posible huir. Examina
el camino hasta las puertas del castillo. Si está libre ven a buscarme y nos
escaparemos.
– ¿Pero no sería mejor, señorita que vinieseis conmigo?
– No, si nos vigilan, irían a decir que queríamos escaparnos y ellos vendrían
enseguida para someterme a nuevas violencias...
Salí... Apenas había llegado a la esquina del pasillo, siempre bien iluminado,
cuando dos hombres de la casa se presentaron, bruscamente ante mí y me preguntaron
a dónde iba, qué pretendía y por qué estaba aún levantada. Pretexté la necesidad
de tomar el aire. Me dijeron, mientras me empujaban hacia atrás que esas no
eran horas y que debía volver inmediatamente o que despertarían al señor.
Volví a contar a la señorita el triste resultado de mi misión.
– Vamos, mi buena amiga, hay que resignarse... que se haga la voluntad de Dios...
Ve a tomarte unas horas de descanso, a mí no me molestaría dormir un poco...
Luego, con la mayor tranquilidad (y esto fue lo que me despisto).
– Van a venir a las diez, entrarás a mi habitación a las nueve, necesito por
lo menos una hora para arreglarme...
Sin embargo me opuse a esta atención hacia mí. Le dije que no necesitaba en
absoluto descansar y que prefería quedarme y cuidar de ella.
– No, no, me dijo, llevándome hacia la puerta, eso no me dejaría dormir. Estamos
hablando y no terminaríamos nunca... Vete, amiga mía, vete y sobre todo no dejes
de entrar una hora antes que ellos, ya te imaginarás que no deseo que me encuentren
en la cama.
Ya iba a plegarme a sus deseos cuando ella se dio cuenta de que olvidaba sobre
la mesa su paquete de cartas. Volvió a cogerlo llena de inquietud y lo escondió
en mi pecho.
Salí... ella me detuvo... paso sus brazos alrededor de mi cuello y me estrechó
contra sí envuelta en llanto. No tardó en darse cuenta de que ese acceso de
dolor me afectaba con demasiada violencia, entonces se contuvo, continuó llevándome
suavemente hacia la puerta mientras me pedía que no olvidase nada de lo que
me había dicho.
Me retiré... pero se apoderó de mí una inquietud que no podía dominar. Me fui
a mi habitación en donde, como imaginareis, no dormí nada... Varias veces fui
sigilosamente a su puerta a escuchar, dispuesta a entrar si cuchaba el menor
ruido. Pero nunca oí nada y cuando dieron las nueve me precipité hacia su habitación
con una inquietud inexpresable.
¡Oh, señor!... ¡qué espectáculo!... me resulta imposible describirlo... Esa
ama querida... ese ángel del cielo que lloraré toda mi vida... estaba en el
suelo... estaba bañada en sangre... tenía delante de sí las trenzas de los cabellos
de la señora, en medio de las cuales había colocado el retrato en miniatura
que poseía de esa madre respetable. Al parecer se había apuñalado ante estos
objetos, tan próximos a su corazón y, a medida que la pérdida de sangre le iba
privando de sus fuerzas, había caído hacia atrás sobre sus rodillas. En esa
postura la encontré. El arma que había empleado era el brazo de unas largas
tijeras de las que se servia para su toilette. Había separado este brazo del
otro y lo había hundido tres veces en su seno izquierdo. La sangre había manado
en abundancia por estas tres heridas y encharcaba la habitación. Las ganas de
socorrerla, si es que aún había tiempo, prevalecieron sobre mi miedo. Volé hacia
ella, pero ya estaba fría, las sombras de la muerte oscurecían ya los rasgos
de su hermoso rostro, sus ojos se habían cerrado ya a la luz. El mundo había
perdido ya su adorno más bello.
La tomé en mis brazos regándola con mis lágrimas y la extendí sobre la cama.
Al poner mis ojos sobre la mesa encontré en ella el siguiente escrito que copié
rápidamente en mis tablillas antes de hacer subir a nadie... Lo transcribo palabra
por palabra:
"Pido humildemente perdón a mi padre por la acción que voy a cometer en su casa
y por el enojo que le he causado con mi resistencia a sus órdenes. Era preciso
que los motivos que justificasen esa resistencia fuesen muy violentos, ya que
prefiero la muerte a lo que me estaba destinado. Como última gracia imploro
que me coloquen junto a mi madre, como ella lo deseó y que pongan conmigo en
el féretro este retrato y estos cabellos en donde se imprimen mis labios al
perder la vida."
ALINE DE BLAMONT
Después de copiar el billete, llamé... El Sr. presidente llegó. ¿Lo creeríais,
señor?... ¿Podrá vuestra alma sensible imaginar los excesos de inhumanidad de
este hombre?... Ese cuadro lúgubre solamente inspiro su ira... pero fue terrible...
La tomó conmigo. Me llenó de invectivas... Me arrojó por los suelos y mientras
me pateaba, me decía que yo había matado a su hija... Hundida en mi dolor, soportándolo
todo sin encontrar fuerzas para responder le mostré con el dedo el billete que
estaba sobre la mesa. Lo leyó rápidamente y, obligado a justificarme pareció
despreocuparse de mí. Se paseó a grandes zancadas por la habitación sin que
el dolor se reflejase nunca sobre su frente, sin que pudiese verse otra cosa
que el furor y la ira. Al cabo de algunos minutos volvió a bajar y enseguida
reapareció con Dolbourg... Este se estremeció... leyó el billete... volvió a
poner sus ojos sobre Aline... y rompió en llanto... Luego, dirigiendo altivamente
la palabra al presidente, le dijo:
– Señor, esto es demasiado. Este suceso espantoso me abre por fin los ojos sobre
los desórdenes de mi vida. Solamente por mis vicios he inspirado el horror a
esta desdichada. Ya estoy cansado de no ser más que un objeto de horror y de
desprecio en este mundo. Los últimos rayos de esta virtud sin tacha llaman a
mi corazón, lo iluminan y lo desgarran. ¡Oh, hija celestial! continuó tomando
una de las manos de mi ama y cubriéndola con sus lágrimas, perdona el crimen
que he provocado. Dígnate interceder ante el Eterno, a quien ahora glorificas
por entero, para que me lo perdone también. Voy a expiarlo en el dolor. Voy
a llorarlo el resto de mi vida... Adiós, señor, ya no compartiré vuestras orgías.
A partir de este momento voy a enterrarme en un severo retiro para siempre...
No me sigáis y no volváis a verme en vuestra vida.
Después de decir esto salió y una hora después estaba lejos del castillo.
Pero el espíritu de M. de Blamont no se conmovió con tanta facilidad. Estaba
aún más furioso por la pérdida de su amigo que por la de su hija y la tomó de
nuevo conmigo. Me dijo que si hubiese vigilado a Aline esto no hubiese tenido
lugar. Le rogué que recordase que me había prohibido dormir en la habitación
de la señorita y que no obstante había pasado en ella parte de la noche a pesar
de sus órdenes y que esa desgracia había sucedido de madrugada, en un momento
en que Aline me había pedido expresamente que me retirase.
Salió furioso y poco después subió con la señora mayor y con el abad. Este dijo
melindrosamente y pellizcando su camisa que eso era horrible, pero que era importante
seguir el hilo de esta aventura, que a buen seguro había ramificaciones de todo
esto que no se descubrirían jamás si no detenían a la cómplice y habló en voz
baja con el presidente.
Mientras tanto la señora, muy conmovida, leía el billete y contemplaba a la
señorita. Se acercó al presidente:
– Señor, le dijo, si hacéis caso de mis consejos, creo que lo más prudente y
honrado que podéis hacer es meter a Aline en un ataúd y enviarla a Vertfeuille
para ser enterrada allí junto a vuestra esposa, como ella desea y hacer que
la acompañe con la mayor discreción esta pobre chica que a buen seguro no es
culpable. Os ruego que me perdonéis, señor, pero si decidís otra cosa, imitaré
a Dolbourg y ni mi hija ni yo permaneceremos un minuto más en vuestra casa.
– ¡Está bien! ¡Iros todos al diablo! dijo el presidente enfurecido... Pero estamos
ante un crimen cierto y quiero conocer su origen. Esta criatura es la única
que puede esclarecerlo y se niega a decírmelo. No veo más recurso que ponerla
en manos de la justicia.
– Seguro, dijo el abad, no hay otra alternativa, esto es lo razonable y lo prudente.
– No lo creo, dijo la señora con mucha fuerza y sangre fría, porque esta muchacha
no ha hecho nada y no confesará nada. Una vez fuera de vuestras manos se quejará
y aireará un suceso terrible que tenéis gran interés en silenciar.
Ante estas palabras el presidente, sin responder, salió refunfuñando. Le siguieron
y me quedé sola sumida en mi dolor y mi inquietud.
Estas son, señor, todas las cosas horribles que había de referiros. Ahora solamente
voy a ocuparme de la forma de hacer que os lleguen estas cartas, terminaré la
mía en el momento en que crea que puedo enviárosla sin contratiempos.
Post-scriptum de Julie
El consejo de la señora prevaleció sin duda, todo se prepara para la salida.
Aline será conducida a Vertfeuille en un coche cerrado que se me confiará a
mí y a un criado que llevará los caballos. Pasará como un coche de muebles que
el señor envía a las tierras de la señora y va dirigido a vos. El señor, que
sabe que os escribo y que me ha proporcionado los medios para que os llegue
mi carta os ruega que nos esperéis y que no abandonéis Vertfeuille hasta después
de haber satisfecho respecto a Aline los mismos deberes que tuvisteis a bien
asumir respecto a Mme. de Blamont. De forma que volveréis a ver a vuestra desdichada
amiga... pero ¡en qué estado! ¿Lo habríais imaginado?
Tenía preparada otra carta menos detallada. La hubierais recibido si el Sr.
presidente hubiese querido ver lo que yo escribía, pero no me lo ha pedido.
Os envío el verdadero diario...
Adiós, señor, el dolor me sofoca y sólo me queda manifestaros mi respeto.
Julie
Post-scriptum de Déterville
La espero... para bañar su féretro con las amargas lágrimas de mi desesperación
y para ocuparme de los últimos cuidados. Te envío este funesto diario así como
sus cartas póstumas. Que estos crueles escritos alimenten eternamente tu dolor.
Si eres capaz de sobrevivir a aquella que te supo amar así... al menos añórala
perpetuamente, que aliente todos los pensamientos de tu vida y conságrale cada
momento de tu existencia. No te permito más distracciones que las que pueda
ofrecerte la piedad... Pero si alguna vez, sean cuales fueren los consejos que
ella te dé, el mundo te vuelve a ver después de semejante pérdida, diré: Valcour
no era digno de Aline y tampoco lo es de Déterville.
CARTA LXIX
Aline a Déterville
Desde el castillo de Blamont, 29 de Abril
Os sorprenderá la decisión que he tomado, señor, pero tened la certeza que no
me queda otra ya que me he visto obligada a adoptar ésta. Creed que si hubiese
podido aprovechar vuestras amables ofertas lo hubiera hecho sin duda. Julie
os dirá que la huida solamente fue posible en un momento en que no estaba de
acuerdo ni con vuestros consejos ni con mi deber.
Pido muy encarecidamente ser colocada junto a mi madre, recordad su voluntad.
Si la crueldad de quienes ahora me albergan llegase hasta la negación de esta
gracia, reclamadme, señor, os lo ruego. Pensad que he sufrido demasiado en esta
vida como para que no me sea otorgado cuando menos este favor después de mi
muerte.
Este paquete os llegará antes de que hayáis recibido mis tristes cenizas, os
ruego que hagáis poner en el féretro de mi madre la carta que le está dirigida
y de hacer llegar la otra a Valcour. Decidle, señor que muero para conservarme
para él... Su delicadeza me entenderá. No me queda más alternativa que la que
adopto o la de ser una criatura infame... ¿Podía vacilar?
Os ruego que tengáis a bien evocar mi recuerdo ante mi querida Eugénie y su
respetable madre. Si me condenan, vos me defenderéis, confío todos mis derechos
a la amistad, a ella le ruego que me excuse sin comprometer sobre todo a aquel
a quien la naturaleza me obliga a respetar sean cuales fueren sus errores.
¡Cuántas bondades habéis tenido para mi madre y para conmigo, señor! ¡Y cuánta
indiscreción por nuestra parte haberos causado tantas molestias! Sin embargo
os ruego que no me neguéis vuestras últimas atenciones. Os lo ruego en nombre
de ese sentimiento puro que tantas veces me habéis jurado.
¿Os acordáis de esas encantadoras veladas de algunos de nuestros inviernos en
París entre vos, mi madre, vuestra familia y Valcour en las que me decíais que
sería yo la que os sobreviviese a todos y que a mí me correspondería el epitafio
del grupo? Ese pronóstico me entristeció, os acordaréis. ¡Qué felizmente se
ha desmentido! ... Sí, señor, digo felizmente. La persona que, quedándose sola
en el mundo, se ve en situación de tener que llorar a los seres queridos debe
ser considerada como la más digna de compasión... El que muere lo es mucho menos
y, conociendo vuestra sensibilidad, me aflijo mucho más por vos que por mí.
Pero no me lloréis, señor, la felicidad a la que ahora me atrevo a aspirar está
muy por encima de la que me esperaba en este mundo. Dignaos emplear estos argumentos
para consolar a Valcour, temo sus primeras reacciones... ¡Ojalá estuvieseis
con él para prodigarle vuestros cuidados! ¡Oh! señor, tengo pocas cosas, pero
al menos nadie puede quitarme lo que es mío. Quiero, pues, que mis pequeñas
labores y mis dibujos sean enviados a Valcour porque sé que le gustan. Este
regalo le complacerá. Y a vos, señor, os ruego que aceptéis mis libros. Por
lo demás os suplico que repartáis el resto de mis pertenencias y mi dinero entre
los pobres de Vertfeuille y Julie. Os confío a esa muchacha, haced que participe
en los legados píos de mi madre, lo merece tanto por su conducta, como por todas
las atenciones que ha tenido conmigo hasta el último momento.
Adiós, señor, acordaos alguna vez de Aline, nunca tuvisteis una amiga mejor
ni más sincera.
CARTA LXX
Aline a los manes de su madre
Desde el castillo de Blamont, 29 de Abril
¡Oh, vos que me disteis la vida!... ¡vos, cuyos restos mortales beso al trazar
estos últimos caracteres... querida sombra que adivino... que oigo... y que
me inspira el valor de reunirme con vos, dentro de pocas horas estaremos juntas!...
En la paz del seno materno, los crímenes y las crueldades de los hombres no
podrán alcanzar ya a vuestra desdichada hija. Allí encontrará la calma y el
reposo que no ha podido encontrar en el mundo... Abrid los brazos, madre mía,
abridlos para recibirme... Dignaos acoger a vuestra hija en el asilo en que
reposáis... Muramos juntas ya que no hemos podido vivir así...
¡Los muy bárbaros! quisieron inmolarme sobre vuestra tumba... Aún no se habían
enfriado vuestras cenizas cuando el crimen ya anidaba en sus corazones... ¿Qué
digo? ¡quizás cortaron ellos el hilo de vuestra vida para seguir mejor el de
su odiosa trama!...
Resistí, madre mía y sin embargo ya no soy digna de vos. Nuestras carnes van
a reposar y a marchitarse juntas... Por muy poco me habréis precedido en el
abismo de la eternidad... yo me sumerjo en él tras vos llena de confianza en
la bondad del Eterno junto al cual os encontráis ya... Me atrevo a esperar que
no me castigará por mi falta. Llego a su lado sostenida por vuestras virtudes:
ellas ganarán para mí la compasión que no me atrevería a esperar en su ausencia.
Sí, sois vos, madre mía, sois vos quien me conducirá ante el trono de Dios...
Le diréis: "He aquí una víctima de los hombres, pero su corazón fue siempre
vuestro templo. Habéis querido que muera como Moisés, vuestra voluntad la transporto
a la montaña y la hizo ver la tierra prometida que no habito jamás. Feliz por
haber visto extinguida la llama de su vida justo en el momento en que se alumbraba,
no le reprochéis, señor, por haberse atrevido a apagarla... no la castiguéis
por haber roto los lazos de un vida perecedera para pediros una vida eterna
en donde la dicha de serviros no será interrumpida por las lágrimas."
¡Oh, Dios mío! esta alma, pura cuando salió de vuestras manos, ¿estará manchada
por haber estado durante algún tiempo en el cuerpo frágil en que la encerrasteis?
Allí no conoció otra cosa más que la desesperación y el llanto... se escapa
de ellos para volar de nuevo hacia vos... Quizás sea una debilidad... quizás
le falte valor... En vez de rebelarse contra las cadenas... en vez de sublevarse
contra su freno, si os hubiese llamado en medio de sus tribulaciones quizás
hubiese obtenido vuestra ayuda ... No la castiguéis por su debilidad, tuvo más
amor que esperanza, más deseos de reunirse con vos que fuerzas para pedíroslo...
Son estos los crímenes de un alma dulce, dignaos no castigarlos. Cuando la creasteis
a vuestra imagen el don de amar fue la primera virtud que imprimisteis en ella.
No la castiguéis por haberse entregado a él... no la condenéis al dolor por
haber temido esas sensación, haced, por el contrario que repose en la gloria
porque ha deseado conocer la vuestra y ha querido franquear rápidamente el abismo
profundo de las miserias humanas para encontrarse cuanto antes en la inmensidad
de vuestra gloria. ¡Oh, Dios mío! ¡no hagáis nada por mí! concededme vuestro
perdón solamente por las lágrimas de esta madre adorada que nunca dejó de conoceros
y de serviros. Miradnos como dos flores desecadas por el veneno de la serpiente
que el soplo puro de vuestra alma celestial puede reanimar en el seno de la
inmortalidad.
CARTA LXXI
Aline a Valcour
Desde el castillo de Blamont, 29 de Abril.
El tiempo de mi permanencia sobre la tierra ha terminado; soy como la tienda
del pastor que ya recogen para su traslado.
Ezequías, Cánticos.
Se ha desvanecido esa dulce ilusión, se ha disuelto como el humo que arrastra
el aire... Has perdido a la que amabas, sus días han huido como la sombra y
se ha secado como la hierba . ¡Engañosa alegría! ¡esperanza frívola! ¡sólo habéis
entretenido su corazón para hacer que vuestra privación resulte más cruel! ¡Oh,
Valcour! ya no existe la que te habla, su voz frágil, elevándose del seno de
los sepulcros es como esos meteoros que escapan al ojo que los sigue... ¿Me
equivocaba al pedirte que despreciaras este vaso de arcilla que solamente debía
durar un instante? Que tus ojos penetren la nube de muerte que ahora me envuelve,
que vean estas facciones, antaño queridas, desfiguradas por los horrores de
la disolución y en las que solamente persiste el sello del sentimiento indestructible
que mi alma imprimió en cada una... Pero si todo ha desaparecido, si ya no queda
de mí más que el polvo, esta alma que te amó subsiste; si no fuese ya inmortal
por la pureza de su esencia, lo sería como obra de tu llama y el ser que supiste
animar en Aline, que creó... que vivificó tu amor, debe ser eterno como éste.
Verás ese alma enamorada, cobrará realidad en tus vigilias... aparecerá en tus
sueños... revoloteará a tu alrededor e, identificándose a la tuya, regulará
sus emociones, como la mano de Dios dirige los astros en las inmensas llanuras
del espacio.
¡Oh, amigo mío! ¡cuántos cambios han aportado unos pocos días a nuestra situación!
Hace tres semanas forjábamos nuestros planes de placeres, proyectos, intercambio
de correspondencia... esa madre dulce que yo he perdido y que tú idolatrabas
se ilusionaba al vernos unidos y nos permitía creerlo con ella!... ¡Frágiles
juguetes de los decretos supremos... qué enorme intervalo acaban de poner entre
nosotros esos pocos instantes! Como el piloto insensato que se alegra de ver
puerto y que el impetuoso huracán arroja inmediatamente sobre el arrecife que
creía haber evitado... nos imaginábamos próxima ya la felicidad cuando lo cierto
es que jamás existirá para nosotros. ¡Así son los proyectos de los hombres!
¡Éstos son los tristes resultados de sus vacilantes decisiones! Sus impotentes
deseos, como los débiles rayos del sol bajo los helados signos del Zodíaco van
a destruirse ineficaces contra las voluntades del Eterno, al igual que aquellos
se disipan sin calor entre las ondas condensadas del aire.
Pero supongamos que todo nos hubiese salido bien, admitamos por un instante
que nuestros días hubiesen transcurrido en un jardín de delicias en donde las
rosas hubieran nacido bajo nuestros pasos, en donde el cedro perfumado siempre
nos hubiese ofrecido su sombra al borde de arroyos de leche y cerca de frutos
de la palmera...
¿Somos inmortales, amigo mío, no tendríamos que abandonar como Eva esa dulce
morada de la felicidad? ¿Te imaginas que esa separación no hubiese sido más
cruel entonces que lo que hoy nos parece, cuando nuestros pasos solamente han
tropezado con espinos? Nuestros lazos se hubieran multiplicado y el incremento
de nuestro amor, al hacer que cada día nos pareciesen más queridos, ¿no hubiera
hecho horrible la necesidad de romperlos? Agradezcamos al Eterno que nos haya
presentado el cáliz antes de que fuese más amargo. Hubieras tenido que llorar
a la vez a la esposa querida, a la amiga complaciente y dulce y a la madre de
esos tiernos frutos que tu amor hubiera hecho surgir en mi seno. En cambio hoy
derramas tus lágrimas por una amante que apenas conoces... ¿Quién sabe si por
el ardiente deseo de agradarte, no hubieran nacido en mí algunas virtudes nuevas
que, encadenándote con más fuerza aún, te hubieran hecho más dolorosa mi pérdida...?
¡Ah, amigo mío! permíteme que me detenga con complacencia sobre una idea que
mi desdicha me arrebata en el mismo instante en que la concibe mi corazón...
Si esas prendas sagradas de las que hablo hubiesen venido a estrechar nuestros
nudos, ¡con qué encanto hubiera dirigido yo esos tiernos frutos de tu cariño
y del mío! ¡Con qué alegría hubiera imbuido en sus almas inocentes ese fuego
divino que tú me haces sentir! ¡Cómo me hubiera gustado ver que te dirigiesen
a ti las expresiones de mi amor! ¿Qué tenían de condenables esos placeres dulces
y puros que Dios se complace en arrebatarme?... Pero no escrutemos sus designios...
No habíamos nacido el uno para el otro... Adorémosle y sometámonos.
¡Oh, Valcour! ahora debería justificar ante tus ojos el recurso criminal que
empleo para dejar esta vida... ¡Ah! si he adoptado esta terrible alternativa...
si me he visto obligada a destrozar tu ídolo en el templo en que tú lo adorabas,
créeme que ninguna otra solución me hubiera librado de la infamia. Infórmate
antes de condenarme y no me censures sin escuchar lo que al respecto han de
decirte... ¡En qué estado habría de encontrarme para renunciar al bien más querido
de mi vida y para provocar la pena más grande de la tuya?... Sí, he preferido
la muerte a la certeza de no ser nunca el uno para el otro... He preferido la
cesación de mi vida al doble oprobio que debía mancillarla. Esta alternativa
es horrible, sin duda, ya que nos separa para siempre... ¡para siempre! ¡Qué
palabra, amigo mío! es demasiado verdadera... estamos separados para siempre.
Ahora es imposible que nunca seamos el uno del otro. Los años se acumularán...
las generaciones presentes y futuras se derrumbarán en el abismo del tiempo...
los crímenes y las virtudes se mezclarán, se cruzarán, se multiplicarán sobre
la faz de la tierra. Todo variará, todo renacerá, todo se destruirá bajo la
bóveda de los cielos, sin que ninguna de esas circunstancias pueda conducirnos
a la que haya de devolver Aline a Valcour.
No, amigo mío... todas las gotas de agua del océano multiplicadas cien millones
de veces por sí mismas no darían aun ni la más pálida idea de la multitud de
siglos que han de constituir el inmenso intervalo que va a separarnos. Y mientras
dura este horrible intervalo, no hay una sola combinación, ni un solo acto de
autoridad, aunque emanase de Dios, que pudiera reanudar esos lazos terrestres
en que teníamos la locura de complacernos.
Pero junto a esta idea, ¡con qué dulzura viene a presentarse la del Ser infinito
en cuyo seno han de reunirse nuestras almas!... Hay, pues, una forma de volver
a verte y esta forma, concebida por la existencia de ese Ser adorable, ¿no hace
que sea para nosotros más querido y más precioso?... Sí, Valcour, te esperaré
a sus pies... No precipites el instante de esta reunión deseada, llora sobre
mi falta, pero no la imites. Déjame que prepare a ese santo ser para que se
digne recibirte un día. Déjame implorarle por ti y pedirle un sitio para ti
en medio de todos los Ángeles que le alaban. No me arrebates la halagadora esperanza
de imaginar que mis oraciones contribuirán quizás a tu eterna felicidad. He
de intentar obtenerla en el cielo ya que no he podido hacerlo en la tierra.
Tú... continúa ejerciendo esas virtudes que te ganaron mi corazón. Cada una
de ellas, en cuanto sea recogida por tu Aline, será presentada al sagrado tribunal
de este gran Ser.
Dios todopoderoso, me atreveré a decirle, está borrando, a fuerza de buenas
acciones, el crimen de la que le amó. No lo alejéis de vuestro seno y que a
través de sus buenas obras obtenga a la vez de vos mi perdón y su felicidad...
Os amaremos... os querremos... os glorificaremos... juntos tejeremos las coronas
de mirtos que depositaremos a vuestros pies... osaremos hacer resonar juntos
las azules bóvedas de vuestro templo, cantaremos en Sion el nombre del Señor
y en Jerusalén publicaremos sus alabanzas .
¡No, amigo mío; no me compadezcas, no me compadezcas! Piensa en lo poco que
pierdes, piensa en lo que puedes encontrar... en lo que te espera en el seno
del Eterno. Pero, para merecer ese fin celestial, no te alejes del mundo, Valcour.
Estás hecho para ser su adorno y yo no te condeno a abandonarlo. Solamente exijo
de ti que continúes viviendo en él honestamente. Cuantas más ocasiones de caída
nos ofrezca nuestra permanencia en él mas bello es no manifestar más que virtudes.
En medio de este mundo perverso hay una soledad profunda... es el corazón de
un hombre prudente... allí desciende, en él se recoge y en él encuentra las
fuerzas para resistir a la corrupción. ¡Que mi imagen embellezca esa soledad
a donde te exilo! haz que reine incesantemente en ella, amigo mío, aún tengo
suficiente orgullo como para creer que servirá de dique al vicio y que jamás
nada vergonzoso podrá penetrar en el santuario erigido a esa imagen querida.
Cuando el verdadero cristiano quiere ejercitar en sí mismo actos de amor por
el Dios que adora, cuando quiere oponer ese amor que le abrasa a la tentación
que le seduce, pone sus ojos en la imagen doliente de ese Dios bueno que se
inmoló por él... Recuerda los dolores de ese Dios. Se dice: murió por mí. Si
ese pensamiento no basta para mantener tu alma en el camino del bien, si, por
bello que sea, no puede llenarla... posa tus ojos sobre el retrato de Aline
y, mirándolo, repite: Y ella que me amó, también murió por mí, se inmoló para
evitar el crimen. Muera yo, si es preciso mil veces antes que cometerlo. Con
esta fe y con esta fuerza nos volveremos a ver, amigo mío, reviviremos de nuevo
en la eternidad. Unidos por la mano del Ser supremo, los rasgos envenenados
de la maldad de los hombres, humillados sobre sus propios pechos, no serán ya
para nosotros más que lo que, en otro tiempo, fueron los del Príncipe de las
tinieblas contra el dios que le precipitó.
Hemos de separarnos, Valcour, y esta separación es muy diferente de la que hace
tan poco tiempo vivimos sobre la colina de Colette. Entonces esperábamos volver
a vernos, nos separábamos solamente para reunirnos... Y ahora es para siempre...
Esta Aline de la que estabas tan orgulloso no se presentará ya a tus ojos, inmersa
en la oscuridad de las tumbas, dentro de poco ya sólo se hablará de ella como
si nunca hubiese existido... ya sólo vivirá en tu corazón. Al recibir estas
letras, al bañarlas con tus lágrimas, tu imaginación, afectada por quien las
escribe quizás la represente aún ante tus sentidos, pero no existirá ya. Hará
entonces mucho tiempo que se halle sumergida en el abismo y si tu ilusión te
la presenta ya no será más que como los rayos de luz que colorean aún las cimas
de los Alpes aunque el astro se haya sumergido ya en las ondas.
Ámame, Valcour, ámame... quiere siempre a aquella que prefirió la muerte al
deshonor y permanécele fiel hasta el último instante de tu vida... El mundo
te ofrecerá criaturas más bellas, pero no serán más dulces... Ninguna de las
caricias que te embriaguen en los brazos de otra se podrá comparar con un suspiro
del ardiente amor de tu Aline y en el mismo instante que las recibieras quedarías
destrozado por los remordimientos... Acuérdate a menudo de nuestros antiguos
amores e intenta encontrar en el recuerdo de los placeres pasados la fuerza
necesaria para soportar los males presentes...
¡Adiós, Valcour! ha llegado el momento de pronunciar esa palabra... Mis lágrimas
fluyen... mi sangre se hiela al escribirla... mis ojos se vuelven hacia ti...
te buscan y ya no te encuentran... Soy como el joven cervatillo que arrancan
al seno de su madre... ¡Cómo es que tu mano no descarga el golpe fatal? ¿Por
qué no puedo expirar entre- tus brazos? ¿Por qué al exhalar el alma, ésta no
puede unirse inmediatamente a la tuya a través del ardor de mis últimos suspiros?...
¿Por qué he de morir fríamente y sola en medio de mis enemigos?... ¿Por qué
mi cuerpo, que quizás profanen sus indignas miradas, no tiene al tuyo como escudo?
¿Por qué las últimas palabras que profiero, impresas en tus labios, no son las
más exaltadas expresiones de mi cariño?... No puedo... no... pero muero por
ti y esta idea me da las fuerzas que mi amor me iba a arrebatar... Adiós.
CARTA LXXII
Valcour a Déterville
17 de Mayo de 1779
¡He leído estos funestos escritos... los he leído y aún respiro! El sentimiento
de mi amor es tan vivo que incluso al perder a la que es su objeto, me resulta
imposible truncar una vida que ella anima y que inflamará hasta el último momento...
Haré mucho más que morir, viviré, Déterville, me alimentaré con las serpientes
de la vida... beberé la hiel que exhalan. E1 sacrificio es más espantoso que
si me inmolase a mi mismo. El que no puede soportar las desgracias que se abaten
sobre él y escapa de ellas privándose de la vida ¿no es infinitamente más débil
que el que consiente en vivir en medio de los males y de los tormentos? El uno
teme el dolor y se somete a él, el otro lo afronta y se resigna... No es que,
al decir eso desapruebe la horrible decisión adoptada por Aline: me arrebata
lo que más quería... y, sin embargo no podría reprochárselo... Pero mi postura
es diferente, me permite la elección de los medios y prefiero el que debe mantener
mi dolor que el que me obligaría a perderlo. Un profundo retiro me va a enterrar
para siempre, me arrojaré a los brazos de Dios... me arrojaré a ellos... y sólo
adoraré a mi Aline.
Abandonado desde mi infancia y habiendo vivido solamente para sufrir... habiendo
conocido solamente el infortunio, sin ver brillar en cada instante de mis malhadados
días nada que no fueran las siniestras luces de la antorcha de las Furias, debería
saber perfectamente que ninguna de las horas de mi vida podría transcurrir sin
contratiempos... Pero no esperaba este... no había lugar en mi corazón para
admitirlo un solo minuto... ¿Qué asilo iré a buscar? ¿Dónde podré ir para escapar?
¿Qué lugar no me ofrecerá su imagen?... La veré en todas partes... me perseguirá
en mi retiro, se me presentará bajo los rasgos de ese Dios en cuyo seno yo hubiera
esperado la felicidad...
¡Oh, amigo mío! ábreme la tumba que la encierra... solamente allí puedo vivir.
Déjame que vaya a regarla cada día con las amargas lágrimas de mi desesperación.
¿Quién sabe si esa alma ardiente y sensible, abrasada solamente por el fuego
del amor, no volverá a encenderse con toda la violencia del mío? Ábreme su féretro,
te digo, para que la devuelva a la vida o para que muera... Dejo de escribir...
mi razón se extravía. Mi amargura es demasiado violenta y pronto sería estúpido
o cruel... Adiós... Quiéreme... olvídame y, sobre todo, no intentes jamás saber
dónde estoy. Si, a pesar de todas mis precauciones... tu amistad descubre mi
retiro, contemplaré tu recuerdo como una prueba de desprecio antes que como
una muestra del cariño que ya no debes a aquel que abjura, a partir de ahora
mismo y para siempre, de todo lo que pueda recordarle un mundo al que la feroz
mano del destino sólo le arrojó para el llanto.
NOTA DEL EDITOR
La correspondencia termina aquí y nos resultaba muy difícil transmitir al lector
la continuación de esta historia. Pero el vivo deseo de agradarle, el interés
que suponemos que tiene por los personajes con los que acaba de vivir y la información
que nos ha facilitado M. Déterville, nos han permitido proporcionar algunas
aclaraciones que esperamos sepan agradecernos.
El 2 de Mayo, por la tarde, el cuerpo de Aline salió misteriosamente del castillo
de Blamont escoltado por Julie a quien el presidente impuso el más riguroso
silencio. Llegaron a Vertfeuille el 6 de Mayo y Aline fue enterrada inmediatamente,
de acuerdo con sus deseos, en la misma tumba que su madre.
Déterville tomó a Julie en su casa en donde aun se encuentra, junto a su mujer,
con una renta de cien pistolas y la seguridad de que terminará allí sus días.
Pero no se conformó con estas pequeñas atenciones. Otros asuntos más importantes
le ocuparon enseguida. Pensando que los crímenes del presidente eran demasiado
horribles como para quedar impunes, devorado por el deseo de vengar a esas dulces
amigas, en cuanto hubo despachado sus asuntos en Vertfeuille salió a buscar
al conde de Beaulé a donde su deber le había retenido a pesar suyo. Este oficial
lleno de mérito y que gozaba de fuertes influencias, juro a Déterville que lo
ayudaría a vengarse del monstruo que acababa de privarles a ambos de dos mujeres
a quienes tanto querían. Volvieron enseguida a París. Su primera preocupación
fue encargar que se hiciesen las más exactas pesquisas sobre el paradero de
Augustine, cómplice de las fechorías de M. de Blamont. La encontraron en otra
finca de ese desalmado, en Champagne, en donde esperaba tranquilamente la recompensa
de sus indignos servicios. El conde y Déterville, decididos ambos a no provocar
ningún escándalo a causa de Léonore, a quien, de acuerdo con los deseos de Mme.
de Blamont, deseaban hacer entrar en posesión de los bienes que le destinaba
su verdadero nacimiento, renunciando a aquellos otros sobre los que no tenía
ningún derecho, se contentaron con hacer interrogar secretamente a Augustine
ante personas designadas por el ministro. Ésta confesó todo y fue condenada
al instante a ser recluida de por vida, podrá llorar durante mucho tiempo los
horribles extravíos de su juventud.
Como el cuerpo del delito contra M. de Blamont estaba completo gracias a las
declaraciones de Augustine y a través de las de los testigos designados por
la muchacha y que fueron escuchados en secreto como ella, el ministro expidió
sin más tardanza, una orden para detenerlo. Ese hombre, siempre que había sido
tan vigilante como astuto y criminal no había contemplado las gestiones de los
amigos de su mujer sin maniobrar igualmente. No había sido lo bastante afortunado
como para interrumpirlas, pero había sido lo suficientemente hábil como para
adelantarse. Se había evadido.
El conde pensó que no era conveniente llevar las cosas más lejos. Una vez que
se habían deshecho de este indigno mortal ya sólo se ocuparon de hacer entrar
a Sainville y a Léonore en posesión de los bienes de la casa de Blamont, legitimando
el nacimiento de Claire, al probar, por medio de todas las actas que poseían,
que era realmente la hija de M. y Mme. de Blamont y no de la condesa de Kerneuil,
a cuya sucesión renunció públicamente, cosa que no afligió a los colaterales.
Estos esposos se encuentran ahora en posesión de las tierras de Vertfeuille,
que han convertido en su más agradable morada, y, gracias a los dos millones
que el rey de España devolvió a cambio de los lingotes de Sainville y a la fortuna
considerable de la casa de la que ahora forman parte, es claro que son infinitamente
ricos. Pero la humanidad ya no se ofenderá por el empleo que esa joven haga
desde ahora de sus riquezas.
El horrible destino del padre, de la madre y de la hermana de Léonore han conmovido
más a ese carácter duro y altivo que todas las desgracias que le acaecieron
durante sus viajes. Y el primer efecto de su vuelta a la beneficencia fue hacer
buscar con el mayor cuidado el refugio de su padre. Lo descubrió en Estocolmo
y mandó decirle que tomase una residencia fija, en donde le haría disfrutar
de unos bienes que ella había aceptado solamente para ocuparse de él, mejorar
su situación y disfrutar del delicado placer de transferirle anualmente las
rentas... cosa que hizo con la mayor exactitud. Y el presidente, que no se había
corregido, pero que, sin duda, será más prudente, gozó en paz durante algunos
años de una renta de más de cincuenta mil libras en Londres, que había escogido
como residencia. Pero el cielo, que nunca deja impune el crimen, permitió que
ese malvado fuese asesinado por unos ladrones cuando se dirigía a visitar el
norte de Inglaterra.
Sainville, siempre honrado y sensible, quiso compartir de otra forma la piedad
filial de su querida esposa. Hizo erigir a Aline y a su madre un soberbio mausoleo
en la iglesia de Vertfeuille cuyos atributos son la Constancia, la Piedad, la
Fe conyugal y el Amor colocando coronas de mirtos y de rosas sobre las cabezas
de estas dos mujeres infortunadas que se estrechan mutuamente en los brazos.
Dolbourg, completamente arrepentido de sus desmanes, vive en un pueblecito,
lejos de París, en donde lleva una vida de lo más regular con una fortuna muy
mediocre ya que dejó todo lo que poseía a sus parientes y a los pobres. M. Déterville,
su querida Eugénie, Mme. de Senneval y el conde de Beaulé continúan yendo, como
en otro tiempo, a pasar una parte del verano a Vertfeuille, contentos de haber
vengado, sin derramar sangre a personas a quienes tanto querían. Disfrutan tranquilamente
de la grata compañía de los nuevos habitantes de Vertfeuille a donde no van
jamás sin ofrecer un nuevo tributo de lágrimas y de oraciones a los manes de
esas dos mujeres virtuosas que todos amaron y respetaron.
En cuanto a M. de Valcour, después de unos horribles arrebatos de desesperación,
después de haber estado seis semanas entre la vida y la muerte, se arrojó a
los brazos de Dios y terminó sus días, al cabo de dos años, en la abadía de
Sept-Fonds, en donde dio ejemplo de una resignación, un candor y una austeridad
de las más severas. Solamente cuando murió fue descubierto su retiro. Ninguna
de las gestiones de M. Déterville había podido dar con él hasta entonces y quizás
siguiese siendo un misterio de no ser porque M. de Valcour, al expirar, le dirigió
una carta en la que le encomendaba sus últimas disposiciones. Gracias a esta
carta supo M. de Déterville donde estaba su amigo cuando era demasiado tarde
para socorrerle. Ese amante dulce y delicado no había dejado nunca de llevar
sobre su corazón el retrato de su amada: allí lo encontraron cuando murió.
Clementine sigue en Vizcaya, es feliz con su marido y escribe regularmente a
Léonore a la que viene a ver cada dos años. Ignoramos la suerte de los demás
personajes. Excepto por Sophie, de la que nos duele no poder decir nada, no
creemos que los demás tengan una importancia suficiente como para que el lector
lamente no ser informado de sus andanzas, a no ser por Zamé, que, sin duda,
después de una prolongada carrera, habrá muerto en medio de un pueblo que le
idolatraba, llevándose consigo a la tumba la añoranza, la estima, el amor y
el agradecimiento de todos los que estaban a su alrededor, halagadoras recompensas
de la virtud, del hombre de bien y del legislador.
FIN DE LA OBRA
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