ALINE Y VALCOUR
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La Novela Filosófica

      

LAS CARTAS:
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CARTA XLI

Madame de Blamont a Valcour

Vertfeuille, 5 de Diciembre

Si no supiese que Déterville os ha contado todo esperaría a veros para desahogar mi corazón en el vuestro... ¿Qué decís de esa infame artimaña que a punto estuvo de privarnos de Aline?.. ¡Cómo me engañaba el muy traidor!... ¡Y cómo se burla continuamente de mí! ¡Oh, amigo mío, debemos estar más atentos que nunca! Dejemos de pensar en esos horrores... Es necesario que vea las cosas con más detenimiento. Luego razonaré mejor con vos.
¡Y bien! ¿esa nueva hija... os ha gustado, no? Oh, mi querido Valcour, a mí no me ha hecho tan feliz como me imaginaba. Tiene más ingenio que sentimiento, más vanidad que prudencia y un amor excesivo hacia su marido, de acuerdo; ha llegado a extremos que superan la fuerza humana con el fin de conservarse pura para él... ¿Pero por qué es preciso que todo esto sea obra del orgullo? ¿por qué no encontré nada cuando quise sondear su corazón? ¿y por qué he de desesperarme al ver que jamás nacen en ella las cualidades que no encontré? Oh, amigo mío, aquella que convierte la insensibilidad en sistema, el ateísmo en principio y la indiferencia en razonamiento... podrá quizás no incurrir jamás en error, pero nunca germinará en ella la virtud... y si la razón de esta muchacha cruel cede ante el ejemplo... ante el fuego de las pasiones... ¡qué precipicio se abre entonces ante sus pies! ¡Qué cerca estamos de hacer el mal, cuando no encontramos atractivo en hacer el bien! Los desvaríos del espíritu son bastante menos peligrosos que los del corazón; la edad, que calma los primeros, exacerba siempre estos últimos.
Si las contrariedades no han podido formar el alma de esta joven es de temer que la hayan hecho malvada. Y esas riquezas de que va a disfrutar terminarán de corromperla... Pero hablemos de vos, amigo mío... Por fin me acerco... Esta es mi última carta desde Vertfeuille. ¿En qué estado voy a encontrar todo lo que nos interesa?... ¿Qué postura adoptaré frente a mi marido? Después de este nuevo horror, si prosigue con sus sórdidas maniobras, ¿cómo las adivinaré? ¿cómo las impediré? Comoquiera que sea os veré aquí o allá. Tengo que abrazaros, decid a Léonore que estaré sin falta en París el día 10, quiero verla una vez más antes de que se vaya. Los recibiré como personas que han pasado casualmente por mis posesiones al regresar de su aventura. La historia de su detención en mi casa ha levantado demasiado revuelo como para que pueda permitirme ignorarla. La única cosa que hay que ocultar es que es mi hija, os respondo que mi corazón no me delatará... Hemos llorado mucho vuestra Aline y yo, todo lo que no es dulce y delicado como ella, le parece tan gigantesco... Sin embargo, ama a Léonore, este heroísmo de fidelidad conyugal es un mérito que la encanta. Dice que con esa virtud, se pueden adquirir todas las demás... Y a vos os agrada mucho que haya dicho esto, ¿no es cierto, Valcour? Por este motivo os lo cuento... ¡Ah! ¡cómo la adoro y qué bien me lo paga! Mi corazón oscila entre el orgullo, cuando la miro a ella... y entre la humillación cuando veo todos los defectos de su hermana... ¡Ah! ¡es un designio divino, hubiera estado demasiado orgullosa si hubiera tenido dos hijas como Aline! El cielo ha querido disminuir mi triunfo sobre una y ha redoblado mi amor por la otra... Será para vos la que amo, es el más bello presente que puedo hacer a mi amigo, es el lazo más dulce que me puede atar a él. Adiós, merecedla, amaos y no me escribáis ya al campo.


CARTA XLII

Aline a Valcour

París, 15 de Diciembre

Al fin estoy cerca de vos... pero sin que me sea permitido veros, no obstante es un consuelo, me doy cuenta. Aunque el amor una las almas sea cual fuere su alejamiento y aunque todas las distancias deban, en virtud de esto, ser iguales, es, no obstante, muy dulce respirar el mismo aire que el objeto de mi adoración. Veo con dolor, amigo mío, que seguiremos así quizás todo el invierno. Sé que os apeno al deciros esto. ¿Pero imagináis que yo estoy más tranquila? ¿Creéis que no comparto este dolor cruel? ¡Ah! ¡qué mal conoceríais mis sentimientos si os vieseis obligado a suponerlos!
Cuando volví a ver esta casa a donde acudíais con tanta libertad en otro tiempo... cuando me acordé del encanto de vuestras antiguas visitas, sentí una vez más esa emoción deliciosa que me agitaba al esperaros... experimenté esa divina turbación del choque de los rayos de nuestros ojos... erré de butaca en butaca, me complacía en reconocer las que habíamos utilizado... Sentada en una de ellas, imaginándoos en otra, os dirigía a veces la palabra como si hubieseis podido oírme y engañada con estas ilusiones tan dulces, me creí feliz durante algunos instantes. Pero vayamos a los detalles, los exigís, es justo que os los proporcione.
El presidente, advertido, esperaba a mi madre. La recibió de maravilla. Incluso manifestó interés y le prodigó algunas caricias... Frente a mí se mostró al principio un tanto embarazado, pero pronto se recuperó y me dijo las cosas más dulces, asegurándome que me vela muy poco. Sainville y Léonore fueron el tema de nuestra primera conversación, así como hoy lo son de todas las de París. Pero él no se atrevió a decir una sola palabra de la canallada que quería hacer. Se guardó mucho de reconocer que, a través de una atrocidad sin precedentes, intentaba apoderarse, de golpe, de Léonore y de mí. Y mi madre, que había previsto que lo negaría... que eludiría el tema si se sacaba a colación, decidió no mencionarlo. Nos hizo mil elogios de Léonore. Le gusta mucho, me parece... ¡Cuando pienso que sin el fraude de la nodriza de Pré-Saint-Gervais sería ella a quien hubiera prostituido con Dolbourg! ¡Santo cielo! ¿Cómo se hubiera avenido el orgullo de Léonore con semejante tratamiento?
¡Oh, Valcour! Existe algo más singular que todo esto. ¿Lo creeríais? Esta primera noche la ha pasado casi toda con su mujer... Es un renacimiento de la ternura... o de la falsedad, muy asombroso y completamente inconcebible. Mi madre, a la mañana siguiente, estaba muy embarazada conmigo. Moría de ganas de contármelo y de reírse de ello. No sabía como hacerlo... Hacia ya más de cinco años... quiso rehusarse... estas escenas tienen tan poco atractivo para ella. Un hombre que solamente ha sido un tirano y un libertino ha de ser tan poco delicado a la hora de actuar como esposo... No obstante, hubo de someterse... someterse. ¿No es esa la palabra, amigo mío? hubierais tachado la palabra colaborar si me hubiese atrevido a utilizarla. Mi madre aprovechó esos instantes para reprocharle su corrupción, para recomendarle una conducta más conveniente para su salud y para su reputación. Le recordó la historia de Augustine, le hizo sentir que era espantoso por su parte no haber aparecido en Vertfeuille más que para seducir a una de sus criadas. En realidad, dijo el presidente, me arrepiento además porque es una muchacha verdaderamente estimable.
La había engañado, pretendía, para convencerla de que dejase Vertfeuille. Le había prometido una brillante fortuna sin que hubiese de correr ningún riesgo. Pero en cuanto ella vio de que se trataba, se defendió como una romana y su Dolbourg, así como él, edificados por la conducta de esta muchacha la habían metido en un convento hasta el regreso de mi madre, a quien él debía rogar con insistencia que la volviese a coger. Efectivamente no hubo argumento que no utilizase ante su mujer en favor de esto... y ella, no solamente consintió, sino que incluso deseó vivamente que se le devolviese esa muchacha.
Si realmente Augustine se ha conducido así, merece bondad e indulgencia y mi madre debe volver a abrirle su casa... pero, no sé por qué, desconfío de esta última idea... ¿Qué objeto tiene que mi padre quiera hacer volver a esa muchacha si ella se hubiese rendido a él?... Preferiría conservarla fuera... aunque sólo fuera por la mayor facilidad... En fin, ya veremos lo que ella cuenta... tendrá que ser muy astuta para que no desentrañemos todo.
Al día siguiente el presidente no dejó de traernos a Dolbourg. No ocultó a mi madre que estaba más empeñado que nunca en sus antiguos proyectos y que le gustaría mucho que hubiese algo definitivo antes del verano. Pero estas proposiciones no tienen ya, al menos, el aspecto de una amenaza, desea, pero no ordena. En verdad, Valcour, creo que ha habido un cambio en su conducta. No sé cuál es el motivo, pero existe. Es imposible equivocarse. Esta variación hace nacer una brizna de esperanza para nosotros... ¡Ah!, ¡debemos abandonarnos a ella? ¡Es tan dulce avistar la aurora de una felicidad!... Ese hombre malvado, ese basto Dolbourg se acercó subrepticiamente a mí y me preguntó si me había divertido en el campo. Me encontró más gorda, lo que no es cierto... quiso besarme la mano, pero no consiguió hacerlo.
Pero a pesar de estas apariencias de buena conducta, debemos estar alerta, amigo mío, mi madre os lo recomienda. Habéis de evitar sobre todo con el mayor cuidado aparecer por la casa. Mi madre os verá en casa del conde de Beaulé que, como sabéis da dos o tres almuerzos por semana. Pero yo no iré jamás, lo hemos acordado así. Ahora voy a explicaros cómo haremos para vernos a hurtadillas y para entregarnos nuestras cartas. Todos los domingos acudiréis sin falta a la misa de doce en los Capuchinos. Yo me colocaré siempre a la derecha en donde me visteis algunas veces el año pasado... Allí, por mal que esté, amigo mío, y aunque siento alguna repugnancia al permitirme esta pequeña indecencia, robaremos algunos minutos a lo que debemos al Ser supremo... Nos diremos algunas palabras... nos entregaremos nuestras cartas y no saldremos jamás sin jurarnos amor eterno y sin pedir perdón a Dios por atrevernos a decirlo allí... Pero ese Dios bueno ve el fondo de nuestros corazones... ve que si deseamos estar unidos es para amarle, para servirle y para glorificarle al unísono... ¿Sabéis, amigo mío, que considero que una de nuestras ocupaciones más delicadas será dar juntos gracias al Eterno? Me parece que el culto que emana de dos corazones inflamados de amor debe ser necesariamente más dulce y más puro. El más santo de los seres no quiere ser servido por almas indiferentes. Un amor honesto y legítimo debe hacer a los corazones más dignos de serle ofrecidos.
Pero, a propósito, si estuviese celosa, ¿con qué ojos vería todas esas salidas a espectáculos con mi hermana? Sabéis sin duda que ambos han salido para Bretaña. Mi madre les invitó a cenar dos veces antes de su partida. En ambas ocasiones estaban presentes Dolbourg y mi padre y yo hice singulares reflexiones al respecto. La primera vez que Léonore vio a M. de Blamont se acercó a mí y me dijo con su habitual soltura:
– ¿Este es, pues, mi padre, el presidente?
– Sí, le dije.
– ¡Pues bien!, continuó ella, he aquí un defecto más que la naturaleza ha puesto en mí, porque no me dice absolutamente nada en favor de ese hombre.
Pero como la naturaleza tampoco le dice apenas nada en favor de su madre, esa pequeña indiferencia no me sorprendió en absoluto.
En general no creo que a Léonore, orgullosa y altiva, le agradaría mucho verse en la obligación de renunciar a ser hija de una condesa para convertirse en hija de una presidenta y creo que, al volver a Francia hubiera preferido ser Elisabeth de Kerneuil que Claire de Blamont... Esa querida hermana... la quiero, pero en verdad tiene muchos defectos y desgraciadamente todos están en su corazón. Desmiente de una forma bien auténtica lo que se atrevió a decir, que las mayores virtudes van siempre unidas a la falta de compasión. Si esas virtudes se manifiestan en ella en algunos aspectos hay otros en que el brillo que despiden se ve obscurecido por defectos muy serios.
Aunque no pueda ver a mi amado en casa de mi madre estoy encantada de haber vuelto... Pero no sé, esta alegría es sombría, tiene un cierto carácter de tristeza que me alarma. Una voz tumultuosa e interior parece decirme que soy como los marineros que se regocijan mientras la tormenta se cierne sobre ellos... Adiós, aguantemos nuestras contrariedades si se presentan, reunamos nuestras fuerzas para sufrir y para amarnos.


CARTA XLIII

Aline a Valcour

París, 17 de Diciembre

Vuestra resignación, siempre íntegra, me complace, me conmueve y me atrae... Esa es la forma de amar, Valcour. A otros enamorados menos delicados y menos hechos a los sacrificios que nosotros, les costaría un mayor esfuerzo persuadirse de ello. Pero qué nos importa la opinión de la gente fría siempre que nuestras almas, más ardientes y más nobles que las suyas, sepan disfrutar de lo que ellos no perciben. Sin embargo una de las cosas que más me impacientan es ver que poca gente hay en el mundo que, si me permitís la expresión, hable el mismo lenguaje que nosotros. ¿Por qué si la naturaleza nos ha destinado a vivir juntos, no nos ha dado a todos un alma parecida? ¿Por qué no tenemos todos la misma manera de sentir? Dentro del fastidio que me inspiran determinados seres no sé si me desagradarían tanto aquellas personas que, como mi querida hermana, van mucho más allá de los límites por un exceso de delicadeza, como aquellas que no sienten nada. Al menos las primeras compensan, merced a un espíritu penetrante y extraordinario, todas las inconsecuencias de su corazón, mientras que las otras no tienen nada que contrarreste su plúmbea apatía. Son una especie de autómatas que, en mi opinión, ejercen sobre nosotros el mismo efecto que esos días sofocantes de verano en los que la organización de todas nuestras facultades, abotargadas por el volumen del aire que las absorbe, queda desdibujada... ¿No es justa mi comparación? ¿Acaso un tonto no os ha producido jamás una especie de dolor físico? ¿No habéis percibido en su proximidad, en sus discursos, una conmoción parecida a la que os refiero?
¡Oh!, amigo mío, ya os habré visto para cuando leáis esta carta. La mano que os la entregue habrá sentido el placer de estrechar la vuestra, nuestros ojos se habrán hablado y nuestras almas se habrán entendido. ¡Ojalá nadie interrumpa esta inocente manera de vernos este invierno!
El presidente sigue siendo el mismo. Mi madre no sabe a qué atribuir estas ansias. Dedica a ello una buena parte de la noche y os aseguro que esto no hace más feliz a su mujer. Ella preferiría la más profunda indiferencia que esas emociones casi siempre desordenadas, fruto del desarreglo de la mente, más que de los sentimientos del corazón, que, colocándola siempre en una especie de inferioridad y de humillación, solamente le permiten desempeñar el triste papel de la paloma bajo las agudas garras del halcón. Pero ella necesita hacer gala de arte y de política, si pudiese atarle y vencerle a fuerza de complacencia, dice que no hay nada que no haría con sumo grado para la felicidad de su querida Aline.
Augustine ha sido perdonada: se arrojó a los pies de la presidenta, le pidió perdón por su mala conducta, le suplicó que lo olvidase y ya os imaginaréis que el alma tierna y dulce de mi madre no pudo resistir esta escena. Abrazó cariñosamente a esa muchacha, la levantó y le devolvió toda su confianza y protección... El presidente estaba casi conmovido. Por otra parte es extremadamente comedido respecto a esta muchacha.
Pero mi madre está muy preocupada por Sophie: no sabe en absoluto en que tono hablarle de ella al presidente. La última vez que estuvieron en Vertfeuille sabéis que mi padre sostuvo que no era su hija. En ese momento mi madre no podía imaginar que, sin quererlo, le estaba diciendo la verdad. Ahora que está segura de que Sophie no le pertenece ¿no sería lo mismo no decir nada y dejar ver que creyó lo que su marido le dijo?
Además el interés que siente por esta desdichada no puede ser el mismo que cuando creía que era hija suya. Y ha de ocuparse de los intereses de dos hijas verdaderas que no sacrificará, dice, a los de una persona a la que se siente unida por la compasión. De forma que prefiere no decir nada y dejar que su marido continúe en el error. Le ocultará siempre el destino de esa pobre muchacha y seguirá ocupándose de ella. ¿No cumple así todos sus deberes?


CARTA XLIV

El presidente de Blamont a Dolbourg

París, 10 de enero de 1779

Sophie es nuestra... El asunto se ha llevado a cabo con la mayor agilidad. La abadesa ha reclamado en vano a Mme. de Blamont, había una orden de arresto y no había más remedio que ceder... No obstante, cuando pienso en ello, esas órdenes son una cosa bien cómoda. Están al servicio de las pasiones más diversas, el amor, el odio, la venganza, la ambición, la crueldad, los celos, la avaricia, la tiranía, el adulterio, el libertinaje, el incesto. Con ellas se deshace uno del marido que estorba, de un rival temido, de una amante abandonada, de un pariente incómodo... ¡Oh! no terminaría nunca si lo detallase la totalidad de los diferentes servicios que proporciona esa bendita institución. Aún no comprendo porqué mis colegas se quejan: quedo confundido al oírles decir que va en contra de las leyes del Estado, como si el Estado tuviese algo que fuese más sagrado que la felicidad de sus jefes y como si pudiese haber algo más grato Para ellos que es a manera asiática de enviar a los corchetes. Sé perfectamente que los que denigran esta deliciosa costumbre, los que la tratan de abuso tiránico, pretenden, para apoyar su opinión, que el poder del soberano se debilita al dividirse, se estrecha cuando cree extenderse mediante el despotismo y se degrada al proteger los crímenes... ¿Qué si esta arma peligrosa, para una o dos veces por siglo que es oportuna, estremece quinientas veces en el mismo siglo el tronco, destrozando las ramas? Todo eso son los sofismas de quienes las padecen o las han padecido. El débil se ha quejado siempre... es su suerte, así como la nuestra es la de no escucharle... Yo me pregunto ¿qué sería una autoridad cuyos rayos bienhechores no brillasen un poco sobre los pilares del trono? Únicamente los tiranos llevan solos su espada, los reyes justos y buenos comparten su peso. Y ¿valdría la pena sostenerla sin hacer uso de ella de cuando en cuando? ¿No es indecente que tu amante... mi hija , porque ha querido escapar de nosotros o ponerse en situación de ser despedida vaya a vivir a expensas de mi mujer? ¿Es que le corresponde a ella pagar esas cosas? Yo adoro las conveniencias, es algo inaudito como las respeto. Sí, quiero que la honradez reine hasta en medio del mismo desorden. Cuando se enteren de esto... se van a enfadar conmigo... Dios lo sabe. Se asombrarán de mi ardor... "¿No es espantoso, dirán, buscar placeres con una mujer a quien se colma de disgustos?" Ella no se da cuenta de lo que hay detrás de todo esto, la buena señora. No entiende, en primer lugar, que en las mujeres la conmoción provocada por un disgusto sobre la masa de los nervios inclina inmediatamente los átomos del fluido eléctrico al placer y que una persona de este sexo no es nunca tan voluptuosa como cuando es poseída entre lágrimas. Aunque no fuese más que por esto, un viejo marido como yo debería ser disculpado por emplear con su dulce esposa todas las artimañas que puedan devolverle lo que ya no puede alcanzar con su vigor... Esto en lo referente al piano físico, pero la pequeña maldad de dar un disgusto proporciona otro goce moral... que, advierto, no es percibido por tu torpe espíritu... Dilo... confiésalo... ¿comprendes que pueda decir en mi fuero interno a una mujer, mientras la someto a mi ardor: "Si supieses que el placer que busco contigo solamente se alimenta del punzante atractivo de engañarte... que tu error... que tu candidez... que la manera en que te convierto en víctima, son toda la sal que encuentro en los placeres que me embriagan... y que esos placeres serían nulos para mí sin el aguijón de la perfidia?" ¿Eh, Dolbourg, a ti todo esto te suena a griego? Como el asno que pace la hierba fina de una verde pradera sin distinguir las preciosas plantas medicinales del junco salvaje, devoras indiferentemente todo lo que tu boca encuentra, sin examen y sin análisis, sin adoptar principios sobre nada y sin disfrutar jamás de tus principios. ¿No soy, pues, más feliz que tú, al refinarlo todo como hago, al no procurarme jamás goces físicos que no vayan acompañados de un pequeño desorden moral? ¿Por mucha variedad que ponga en mis amores con la presidenta, por muy bonita que sea aún, por bizarros que puedan ser mis placeres... en qué quedarían, te pregunto, si para inflamarlos no contase con las ideas nacidas de los pérfidos designios que tú sabes (porque hay que volver a esos malditos designios ya que el proyecto de Lyon no tuvo éxito)? También desde que adopté esa decisión, desde que fue firme, ¡es una sensación tan violenta!... Lo que me divierte es que la buena mujer cree que todo esto se debe a sus encantos... Sin embargo, debería ser muy consciente de que éstos no participan en absoluto en los motivos de mi éxtasis... Es imposible que no vea que tengo otras cosas en mente: en algunas ocasiones no me doy cuenta de lo que digo... En estos instantes en que deliro y en los que quien delira más es generalmente quien tiene más ingenio... se me escapan cosas muy expresivas y ella debería entenderlas... Cuando antes había un poco más de buena fe por mi parte... había mucho menos entusiasmo; debería acordarse. ¿De dónde puede nacer, pues, este nuevo delirio? ¿De la indecencia del acto? Hace ya tiempo que estoy habituado a las singularidades, ella debe saberlo. Y al ver que esto no es lo que me inflama, ella debería preguntarse de qué se trata... sorprenderse... incluso temblar. La seguridad de las mujeres es una cosa curiosa.
Tú, que eres un poco naturalista, dime, ¿no hay una especie de animal feroz que no ruge nunca tanto a su hembra como cuando se dispone a devorarla? Hace poco me asombraba la seguridad de las mujeres. Ahora lo que no entiendo es su orgullo. Demasiado felices por tener... demasiado contentas por recuperar lo que estaban perdiendo, siempre, según ellas, el efecto del milagro se debe a su arte, a su magia. Y las muy inocentes, engañadas por el culto de su sacrificador, se colocan en el altar como diosas, cuando sólo deberían ser víctimas.
Comoquiera que sea, Sophie, arrancada por orden del rey al convento de las Ursulinas de Orléans está confinada en el Castillo de Blamont, en donde mi portero la ha encerrado en el fondo de una habitación segura y bien cerrada y me responde de ella con su vida. Me han dicho que esa querida personita ha llorado prodigiosamente. Que no vaya a perder todas sus lágrimas, la jugarreta que nos ha hecho merece que le hagamos derramar unas cuantas más. Pero como está allí y como tenemos muchas cosas que hacer aquí, me contentaré con ir a dar una vuelta, para disponerla a que nos reciba esta primavera. Hasta entonces hay demasiadas cosas que nos retienen en París a los dos.
Por lo demás, es notable como ha sido aceptada la rehabilitación de la señorita Augustine. Yo estaba ahí, dejaba que de vez en cuando mis ojos se empañasen, con el fin de que pensaran que aún tengo corazón... y tuvieron la simpleza de creerlo. ¡Una vez más, amigo mío, qué buenas son las mujeres! Ahora esa muchacha está soberanamente instalada. Por muy seguros que estemos de ella, comprenderás, no obstante, que ya que es el alma del proyecto, no hay que perderla de vista. ¿Reconocerás que soy buen fisonomista? Apenas la hube visto en todos los sentidos en Vertfeuille, cuando te dije: "Ésta es la que necesitamos; ésta es la persona que la suerte pone en nuestras manos para ejecutar sus caprichos..."
¿Y ves cómo, después de haberse plegado a nuestras primeras intenciones dócilmente, coopera con inteligencia en la consumación de las segundas? En verdad necesitábamos un poco esto para compensarnos de la pérdida real que supone Léonore... ¡Ah! ¡qué digna de nosotros era esa encantadora mujercita, amigo mío! Ese conde de Beaulé que me estorba en todo desde hace algún tiempo, comienza a impacientarme. Si ese hombre no gozase de influencias, algunos de mis amigos y yo le hubiéramos montado sin tardanza un buen proceso criminal. Sé que cena en ocasiones con muchachas, nuestro querido conde... eso es, ya más de lo que hacía falta en este siglo para llevarlo derecho al cadalso. Solamente se trata de inventar, de suponer... sobornar a algunos querellantes, algunos espías, algunos alguaciles y ya tenemos a un hombre en el tormento. Desde hace treinta años hemos visto más de una de estas escenas. Casi preferiría ser acusado hoy de una conspiración contra el gobierno que de irregularidades con las putillas. Y en verdad esa manera de llevar las cosas es respetable... Honra a la patria. Si cuando se tienen ganas de perder a un hombre hubiese que esperar a que atentase contra el Estado, no se terminaría nunca. Mientras que hay muy pocos mortales que no cenen con prostitutas.
Por tanto, está muy bien que las trampas se hayan colocado en donde están. Esta especie de inquisición establecida sobre la conducta del ciudadano que se encierra con una muchacha. Esta obligación en que se coloca a estas criaturas de dar cuenta exacta del acto lujurioso de este hombre, es en verdad una de las más bellas instituciones francesas. Inmortaliza para siempre al ilustre arconte que la instauró en París. Es uno de esos entretenimientos agradables y, no obstante, prudentes, que no habría que dejar nunca que cayese en desuso. Todo lo que se hace para fomentar las delaciones de las sacerdotisas de Venus es poco. Es extremadamente útil al gobierno y a la sociedad, saber cómo un hombre se conduce en tales casos. Hay miles de inducciones, segurísimas todas ellas, que se pueden extraer sobre su carácter. El resultado de esto, lo concedo, es una colección de impurezas que puede ser excitante para el juez que las escucha. Espiar y recoger las acciones libertinas de Pedro para estimular la intemperancia de Juan no es hacer un servicio a las buenas costumbres, dicen los enemigos de este sistema. Se trata de una forma de encadenar al ciudadano, un recurso para sojuzgarlo, para perderlo cuando se desea y esto es lo esencial.
Adiós, la presidenta me agota. Nadie ha servido a su mujer con tanta asiduidad. Te encargo del cuidado de mis placeres mientras que yo me sacrifico por los tuyos. Piensa, sobre todo, que necesito que me sirvan platos picantes en las comidas que me preparas. Advierte a las niñas del amor con que tienen que despertar las sensaciones extinguidas en los santos desórdenes del himeneo.


CARTA XLV

Madame de Blamont a Valcour

París, 12 de Enero

Saboreaba ya el placer de almorzar hoy en casa de nuestro querido conde y de veros, así como a Déterville, pero no saldré de mi casa... Lo que he averiguado me ha dejado anonadada, no hay una sola facultad de mi alma que no esté quebrantada, ni un sentimiento que no esté comprometido... ¡El muy canalla... me engañaba con sus caricias!... yo esperaba reducirlo a fuerza de arte, enternecerlo con mis cuidados y cuando lo creía encadenado, cuando lo suponía mío, en realidad me estaba doblegando yo bajo el yugo imperioso del muy pérfido... ¡Ya no hay nada sagrado, ya no hay leyes ni virtudes, todo puede infringirse hoy impunemente! ¡Qué siglo! me ruborizo de haber tenido la desgracia de nacer en él. El 6 de Enero a las nueve de la mañana fueron a presentar una orden a la Sra. abadesa de las madres Ursulinas de Orléans que le conminaba a entregar inmediatamente al portador de esa orden a una muchacha llamada Sophie que le había sido confiada por Mme. de Blamont... Prevenida por mí, sospechando algún horror, dijo al principio que no conocía a esa muchacha... que realmente no se encontraba en su casa bajo ese nombre... Este subterfugio no engañó a nadie, le dijeron que entrarían en la clausura si trataba de entretenerlos durante más tiempo. Muerta de miedo, la buena mujer no se atrevió a negarse a lo que le pedían y esa desdichada muchacha salió para ser arrojada de nuevo al seno del libertinaje... por orden de los que pregonan la decencia... Probadme una depravación más completa... más peligrosa y dejaré de quejarme al punto .
Sophie fue conducida al castillo de Blamont, allí se encuentra detenida bajo la vigilancia de un portero en una habitación en donde no puede ver ni hablar a nadie...
Y las razones que el presidente ha dado para obtener fraudulentamente esta odiosa orden son las siguientes:
Dijo que yo me oponía desde hace mucho tiempo a un matrimonio muy ventajoso para su hija. Que a través de mis pérfidos consejos impedía a esta hija que le obedeciese y que, uniendo la astucia a las maniobras abiertas, fui a dar con una muchacha con quien el amigo destinado a su hija había vivido en efecto varios meses. Que hice venir a esa dulcinea a mis posesiones y que después de haberla instruido debidamente, la hacía pasar por hija mía raptada por él cuando era pequeña con la abominable intención de prostituirla a su amigo. Que a través de este artificio y como ese amigo era el mismo que él quería convertir en su yerno, éste no podría serlo ya, porque entonces resultaría que habría tenido relación carnal con las dos hermanas. Fábula execrable, añadió, que solamente pudo haber sido sugerida a su mujer por un espíritu diabólico que quiere perderle a él y a su familia. Ese espíritu infernal sois vos, Valcour. Estas son las favorables impresiones que empieza a propalar sobre vos para, a continuación, llegar a algo más grave. Estemos alerta... Temo cualquier cosa. Ahora, para apoyar sus afirmaciones, para demostrar todas mis imposturas, ha hecho público el certificado que conocéis de la pretendida muerte de Claire de Blamont. "Así, añade, si mi hija Claire está realmente muerta, como lo prueba el siguiente extracto de los registros de la parroquia, no puede ser la misma Sophie que reclamo. Y esta Sophie que se hace llamar Claire de Blamont y a quien se atreven a presentarme como tal, no es, por tanto, más que una aventurera instruida por mi mujer que la dirige contra mí, procedimiento que merecería la atención de los jueces si quisiera armar escándalo y si tuviese la intención de pelear con una mujer a quien quiero y respeto aún a pesar de su debilidad por el hombre a quien se obstina en entregar a mi hija, en contra de mi voluntad".
Por consiguiente ha solicitado a Sophie y, para que yo no pueda encontrarla jamás, ha obtenido el derecho de hacer que la lleven secretamente a donde a él le plazca, bajo la sola condición de pagarle una pensión suficiente para mantenerla. Esta muchacha esta solamente en su casa a modo de depósito y, cuando haya tenido tiempo para despistarme, dice, mandará que la metan en un convento en el otro extremo de Francia.
Estas son las mentiras que el muy canalla ha utilizado para vengarse de esta pobre hija, para castigarla porque su desafortunada estrella la condujo a mi casa... para someterla, sin duda de nuevo a su odiosa intemperancia. Y cuando hace todo esto... examinad a fondo el horrible carácter de este hombre... cuando actúa así, está convencido, aunque afortunadamente esto no sea cierto, está convencido decía, de que Sophie es su hija. Y me llena de caricias y pasa noches enteras conmigo diciéndome que sus sentimientos renacen y que alberga aún en su corazón todos los de los primeros días de nuestro matrimonio.
Este es el hombre con quien he de vérmelas. Este es el peligroso mortal de quien depende hoy mi suerte. ¡Oh, padre mío!, ¡cuando tejisteis estos lazos os atrevisteis a prometerme felicidad! Mirad ahora lo que significan para mí.
Sin embargo, otras preocupaciones más valiosas me obligan a seguir fingiendo. Estoy decidida a no cambiar mi conducta frente a él. Es preciso que continúe en su error. Es preciso que ni siquiera se le ocurra la idea de investigar y esto en interés de Aline y de Léonore que en este momento me importan mucho más que Sophie. En realidad no tiene en sus manos más que a la hija de una campesina y si se la arrebato me quitará a la mía.
Lo único que mi probidad me exige ahora consiste en hacer saber al ministro la verdad exacta de todo. El conde de Beaulé se encarga de ello. Esta verdad concordará en muchos puntos con la del presidente. Se trata de una aventurera que no tiene ninguna relación de parentesco, yo también lo afirmaré. No negaré que quise hacerla pasar por mi hija. Si lo creí, si lo dije en un momento probaré a través de todo lo que me indujo a ese error que obraba de buena fe, pero que ya que Claire de Blamont está muerta como queda demostrado, no tengo nada que reclamar y le dejaré intacta su ilusión para que no descubra nada sobre el nacimiento de Léonore, para que no sepa nunca que era Claire de Blamont, que cree que es Sophie, es actualmente la señorita de Kerneuil, porque con el carácter que el cielo le ha dado, solamente podría perjudicar todo lo que hacemos para que Léonore entre en posesión de los bienes de quien presuntamente es su madre ante la opinión pública.
No obstante, esto no hace disminuir mi repugnancia por haber aceptado ere arreglo con el conde de Beaulé. Porque a fin de cuentas con esta maniobra estamos privando a los colaterales de Mme. de Kerneuil de lo que les corresponde. No imagináis, Valcour, hasta qué punto esta manera de obrar ofende mi delicadeza. Es ilegal y estoy indignada. Pero si no ignoro estas consideraciones, si descubro el nacimiento de Léonore, ¿qué nuevas desgracias y qué inconvenientes aún más terribles no se abalanzarían sobre mí? y aunque es la mujer del marqués de Karmeil, ¿qué persecuciones no urdiría el presidente para aplastar a esa desdichada Léonore? Y lo que no pueda hacer contra ella, su ánimo vengativo lo emprenderá contra Aline y yo me veré sumida en un abismo de infortunios. Al obrar como lo hago prefiero un mal pequeño a un mal grande, pero no deja de ser un mal y estoy sumamente contrariada con todas estas cosas que alarman mi conciencia. Hay otra cosa que aflige intensamente mi delicadeza y me hace derramar en secreto lágrimas bien amargas, al abandonar a Sophie, abandono a una honrada y dulce criatura, una muchacha llena de virtud y de religión en favor de otra que dista mucho de tener esas cualidades. Pero una de ellas es mi hija y la otra no es nada para mí. Salvar a Sophie de las manos de este hombre, ¿cómo imaginarlo? ¿en virtud de que título actuaría? Ya que consiento en dar a la casa de Kerneuil una heredera que en realidad no lo es, ¿no puedo dar igualmente al presidente una hija que jamás le perteneció? Cuando se trata de arrebatar al infortunado de las garras de la injusticia y de la crueldad, ¿no es lícito acudir a un subterfugio?
Además si continuase afirmando que Sophie es hija mía, tendría un arma que supondría una eficaz ayuda en la oposición a los proyectos del huraño amigo de mi esposo. Con ello no quito nada a Léonore, a quien no reconoceré jamás, que no tiene ninguna necesidad de ser reconocida, devolveré la libertad a Sophie y garantizaré la dicha de Aline. ¡Ah! sería en vano, siempre me pondría por delante esa certificación parroquial y solamente podría demostrar su inautenticidad perjudicando a mi Léonore. ¡Qué apuro! yo que me regocijaba de los días en que había traído al mundo a mis hijas, ¿Tendré que situar ahora esos días entre los más funestos de mi vida?
.No, no cederé, abandonaré a Sophie. Por mucho que lo piense no puedo actuar de otra forma. No puedo socorrer a esa infortunada sin menoscabar la felicidad de mis dos hijas. He de renunciar a ello... he de hacerlo. ¿Es posible que haya circunstancias fatales en las que el cielo favorezca escasamente a la virtud a fin de que resulte imposible rescatarla del infortunio? Ojalá pudieran ignorar perpetuamente estas verdades fatales, muchas jóvenes llegarían a la conclusión de que esa vía espinosa en que las coloca la educación no merece ser recorrida ya que en ella se cae antes en las trampas de la intemperancia y del vicio.
Además, si no me enfado por todo lo que acaba de suceder, si cedo en todo al hombre que me engaña, si continuo observando frente a él la misma conducta, ¿quizás llegaría a ablandarle? ¿quizás esa entrega completa por mi parte le haga desistir de sus indignas pretensiones sobre Aline? Pero, por otra parte, ¿estará dispuesto a creer que abandono a la ligera los intereses de aquella que durante tanto tiempo he considerado como hija mía? ¡Bien! entonces explicaré mi resignación a través de mi bondad. Le diré: "Esa muchacha me interesa. Ahora sois su amo, os la recomiendo y os suplico que la hagáis feliz''.
Ahora me pesa no haber enviado a Sophie a casa de su buena nodriza de Berseuil.....estaría casada. ¿Qué digo? frente a las intrigas de un traidor que no escatima ni su influencia ni el dinero cuando se trata de servir a sus pasiones, ¿no sería todo igual hoy?... Habría un crimen más... Me interrumpen... terminaré mi carta mañana.

Día 13

¿Lo creeríais? ayer por la tarde se presentó como de costumbre para obtener, según dijo suavemente, "los tributos del himeneo ofrecidos por las manos del amor". Y como observó una ligera alteración en mi rostro, aunque me esforzaba por contenerme, se me adelantó. Todo lo que había hecho, explicó, era para bien y, en verdad, él no había hecho casi nada, fue Dolbourg quien, al pretender emparentar conmigo, se avergonzaba de saber que una de sus antiguas amantes estaba entre mis manos y fue él quien quiso recuperarla.
– Mi única falta consiste, prosiguió, en no haberos prevenido. Pero como estabais convencida de la loca idea de que se trataba de vuestra hija, os hubierais opuesto. Y como yo evito con tanto cuidado todo lo que pueda enturbiar nuestras relaciones, como deseo tan intensamente reparar mis antiguos errores, debéis perdonarme este pequeño secreto que obedecía al deseo supremo de conservar vuestra estima. No hay nada, continuó, que me haga sentirme tan sinceramente celoso... Hay pocas mujeres que reúnan tantas gracias... junto a atractivos tan divinos, virtudes tan raras... ¿Pelear con vos... yo?, ¿querellarme?... ¿Cómo podría hacerlo?
– Pero ella está en vuestra casa, le dije, interrumpiendo sus zalamerías.
– Sí, respondió, sorprendido de verme tan bien informada... sí, es verdad, está en mi casa, no he podido negar mi castillo a Dolbourg que quería recibirla en él durante unos instantes.
– ¿Y que hará de ella después?
– La enviará, me dijo con ese tono misterioso que emplean tan hábilmente los impostores para conferir a sus mentiras el colorido de la verdad, la enviará a un convento perdido en la Gascuña... Estará bien... Le dará una buena pensión... ¡Oh! no conocéis a Dolbourg... Jamás he visto que le hagáis justicia. ¡Es de una simplicidad de costumbres tan grande... de una franqueza tan rara... de una naturaleza tan auténtica... de una ingenuidad tan preciosa! ¡Ah!, creedme que el único hombre que está llamado a hacer la felicidad de nuestra Aline. ¡Bueno! ¿Estáis convencida ahora de que todo lo que creíais sobre esto era puro cuento?... (Yo me callé)... Hay una enormidad de gente que esta sumamente interesada en engañaros... y que lo hace... Aunque sólo fuese ese Valcour... desconfiad de él... os lo digo yo. Es el más peligroso de los bribones.
– Un momento, señor, le dije, porque no podía soportar tantas falsedades y movida por la curiosidad de ver hasta donde podía llegar... un momento... Ya que estáis justificando vuestra conducta, ¿me explicaréis la razón de esa comisión secreta confiada al alguacil que vino a detener a Léonore a Vertfeuille? ¿Por qué disponía ese hombre de una orden vuestra basada en una descripción para detener a mi hija en lugar de la esposa de Sainville?
Y en ese momento, amigo mío, el arte de fingir acudió a componer a su antojo todos los rasgos de ese odioso rostro.
– ¿Yo? respondió, ¿yo dar órdenes para poner a Aline en el lugar de Léonore?... Pero pensad, por favor, que si yo me he enterado de la aventura de Sainville en Vertfeuille fue por boca de terceros, circunstancia que me colocó en una situación muy embarazosa, que incluso hizo que me enfadase un poco con vos por no haberme advertido nada, ya que no sabía qué responder a todas las preguntas que se me formulaban al respecto.
– ¿Lo negáis entonces? le dije levantándome enfurecida.
– Vamos; vamos; respondió él sonriendo, ahora veo que estáis bromeando. Pero si proseguís, me enfadaré... Ya tengo bastante con los errores verdaderos que he cometido, no inventéis otros nuevos. Dormid en paz por lo que respecta a Aline... No os la arrebataré... Os la pido... y no pasaré de ahí, y espero que después de un poco de reflexión ya no me la negaréis...
Me volví a sentar. Me di cuenta del error que acababa de cometer al romper el silencio sobre un tema que me había propuesto mantener en secreto y cuyo recuerdo evocaba en vano ya que., a buen seguro, lo negaría todo...
– Os creo, dije con una tranquilidad fingida. Sí, os creo... Pero si me acusáis de tener enemigos, también los debéis tener vos... La perfidia que os echo en cara os ha sido atribuida en público, y...
– ¡Enemigos, enemigos! ¿Quién no los tiene?... Solamente los tontos no tienen nunca enemigos. Pero todas esas calumnias... las desprecio hasta el extremo de que, por mi honor, ni siquiera me informaré de aquellos que han pretendido indisponerme con vos.
Y animándose y acalorándose por mi causa, sin darme tiempo de responderle se puso a repetirme sus halagos... a exigir finalmente... lo que estaba dispuesta a seguir concediéndole, ya que estaba decidida a fingir... Nunca le vi tan apasionado, tan depravado, debería decir. El amor o el sentimiento en esas almas es solamente el exceso del desorden. ¡Pero qué siniestro es el espíritu de este hombre, incluso en medio de sus placeres mas dulces!... Escucha algunas de sus palabras :
– ¡Qué bella sois! me dijo examinándome sin velos, no, jamás la muerte se atreverá a destruir esta obra de arte. No quedaréis sometida a la ley que rige sobre los demás... Este bello cuerpo no se corromperá. Nada se alterará nunca en vos. Y en el último reposo de la naturaleza, aún le serviréis de modelo.
Y gracias a esta idea alcanzó la cúspide de su placer. Esta idea, delicadamente horrible, sumió a sus sentidos en la embriaguez.
¡Oh, amigo mío! ¡no sé, todo esto me alarma, este cambio tan evidente en su conducta, este afán por obtener cosas que ya no deberían apasionarle!... Incluso en los primeros años de nuestro matrimonio, no me festejaba con tanta asiduidad. ¿Qué significaba este retorno?... ¿Si verdaderamente me amase, si desease reparar sus errores... los agravaría? Me halaga y, sin embargo, me engaña. Me acaricia, y me aflige... ¡Ay! ¡tiemblo! ¿Qué pretende? ¿Qué necesidad tiene de utilizar la astucia conmigo? ¿No es el más fuerte?... Solamente hay que engañar a quienes tememos. La astucia es el arma del esclavo. Solamente está permitida a los débiles. Envilece a los más fuertes si se atreven a utilizarla. ¡Ah! aunque me ennoblezca, aunque me humille, aunque me alabe o aunque me degrade, siempre seré su víctima. Nada hay que pueda impedir que lo sea... ¡Oh, mi Aline!... Quizás lo seas tú también... y yo ya no estaré para arrancarte de su mano cruel... Valcour, las lágrimas fluyen en contra de mi voluntad. Mi cabeza se nubla... mi alma, fatigada de desgracias, se irrita ante el temor de otras nuevas. Llega un punto en que ya no podemos soportar el horrible peso de nuestras cadenas, en que se prefiere mil veces el fin de la existencia a la renovación del infortunio... Oh, Valcour, si yo hubiera de faltaros... si yo no estuviese y Aline fuese desdichada... derramad toda vuestra sangre, si es preciso, amigo mío, para liberarla de los horrores que amenacen su frágil existencia... Tened siempre presente a la madre que os la entrega... Repetid a menudo: "Me amaba... deseaba mi felicidad y la de su hija. La providencia se opuso a ello... Pero a ambas debo mi amor y mi pena... Debo quererlas más allá de la tumba o perecer con ellas".
Adiós, estoy demasiado triste esta noche como para continuar escribiéndoos... Intentad almorzar el jueves en casa del conde, haré todo lo posible para veros allí.


CARTA XLVI

Valcour a Madame de Blamont

París, 20 de Enero

Acabo de recibir una extraña visita, señora. Lo que ha sucedido me parece de tan alta importancia que he creído que me permitiríais que os lo comunicase al instante. Serían las diez de la mañana y me disponía a salir cuando me anunciaron al Sr. presidente de Blamont.
– ¿Puedo saber, le dije, señor, a qué debo el honor de tal atención de vuestra parte?
– Debéis suponerlo.
– Lo ignoro, pero si deseáis tomar asiento, estaríais más cómodo para explicármelo.
– No vengo aquí ni para haceros cumplidos ni para recibirlos.
– Si es así, permanezcamos de pie. Pero explicaros rápidamente porque hay asuntos que reclaman mi presencia.
– Me tomaré el tiempo que necesite y vos tendréis la bondad de escucharme. No hay ningún asunto que sea tan urgente para vos como el que vengo a exponeros.
– ¡Y bien! ¿De qué se trata? Explicaos.
– Vengo a daros un consejo.
– No me agradan.
– El deber de un hombre prudente es seguirlos cuando son buenos.
– El hombre más prudente aún no los da jamás.
– De este depende vuestra seguridad.
– Un hombre de bien la halla en su conducta.
– Modificad entonces la vuestras si deseáis que esta seguridad sea perfecta.
– Me parece, señor, que este no es precisamente el tono de un consejo.
– La superioridad da en ocasiones algunos consejos que no están formulados en el tono de la amistad.
– ¿La superioridad?...
– ¿Preferiríais que dijese la fuerza?
– Ninguna de las dos cosas os convienen, sois el hombre más innoble y tenéis todo el aspecto del más débil.
– Mi posición...
– Es una de las más mediocres del Estado, a menudo una de las más tristes y siempre una de las menos consideradas. Pensad que con cien bolsas de mil francos mi criado puede ser mañana vuestro igual.
Dejándose caer en un sillón, dijo:
– M. de Valcour, vuestra conducta os pierde y por consideración hacia vos mismo, deberíais cambiarla.
Sentándome enfrente de él:
– No comprendo como mi conducta puede ofender al público o a vos.
– Seducir a mi hija es ofenderme y citarla en una iglesia es ofender al público.
– Vuestro reproche es falso en dos puntos: no intento seducir a vuestra hija y jamás la he citado en ninguna parte. Sabed además que entre una muchacha de su edad y un hombre de la mía no hay más seductor que el amor y que si la encuentro de vez en cuando en la iglesia es por pura casualidad.
– Con estas respuestas se arregla todo.
– Solamente pretendo decir la verdad.
– ¡Y bien! si es como decís, ¿cuáles son vuestros sentimientos hacia mi hija?
– Los del respeto más profundo y al amor más inviolable.
– No podéis amarla ya.
– ¿Qué ley me lo impide?
– Mi voluntad que se opone a ello.
– Esperaremos.
Levantandose enfurecido:
– ¿Esperaréis? Entonces toda vuestra felicidad se basa en el fin de mi existencia.
– No, me agradaría mucho llamaros padre y recibir a Aline de vuestra mano.
Paseándose por la habitación a grandes zancadas:
– No contéis con ello.
– ¿En ese caso hago mal al deciros que esperaremos? un hombre menos honrado no os lo diría.
– Pero significa decirme claramente...
– Significa deciros que deseamos que os hagáis adorar como padre o que os hagáis olvidar como enemigo.
– Tendría gracia que un hombre no pudiera disponer de su hija.
– Puede hacerlo, sin duda, mientras sus intenciones tengan en cuenta la felicidad de esta hija.
– Esas restricciones son sofísticas, los derechos de un padre sobre sus hijos no lo son.
– Hay muchas cosas que existen aunque sean injustas.
– No cambiaréis las leyes.
– Tampoco extinguiréis vos mi amor.
– Haré cesar sus efectos.
– Conseguiréis que os odien quienes deben amaros.
– Hay que burlarse de los sentimientos de las personas cuyos errores hay que castigar.
– No es un error amar a vuestra hija.
– Pero si lo es apartarla del esposo a quien se la he destinado.
– Aunque dejase de pensar para siempre en mí, impedir que se una a un libertino es hacerle un favor.
– ¡Ah! ¿Son estas las impresiones que suscitáis en ella? ¿Son estos los sentimientos que sugerís en mi mujer?
– Es lícito avisar a los amigos cuando están a punto de ser engañados, tranquilizaos, sin embargo. Instado por otras personas que no son ni vuestra mujer ni vuestra hija, para que aclarase la conducta del monstruo con quien queréis unirla, me negué a ello. Pero la providencia quiso que sus desvaríos se descubriesen naturalmente y deberíais avergonzaros de un proyecto que os deshonra.
– M. de Valcour; no me obliguéis a llegar a extremos que me enojarían, más vale que emprendamos un camino menos escabroso. Tened, dijo, poniendo diez cilindros encima de la mesa, no sois rico; lo sé; he aquí quinientos luises y firmadme una renuncia al matrimonio que pretendéis.
Cogiendo los cilindros y arrojándolos a la antecámara:
– Hombre vil, ¿olvidas que estas en mi casa? ¿Olvidas la bajeza de tu existencia, la escasa dignidad de tu situación, el envilecimiento en que te sumergen tus vicios y los derechos que la virtud y la naturaleza me confieren sobre tu despreciable persona?
– Me insultáis, señor.
– Lo haría en cualquier parte, pero como estáis en mi casa me contento con pediros que os marchéis.
– Os tomáis las cosas muy a pecho.
– ¿Y por qué he de merecer ser humillado con tanta crueldad? ¿Quién puede induciros a subestimarme? ¿Renunciar por dinero al sentimiento más precioso de mi vida? ¡Cobarde! si soy pobre, pero la sangre de mis antepasados corre por mis venas y me duelen menos las faltas que me han hecho perder mi patrimonio que lo que me sonrojaría el poseer unos bienes cuya adquisición me cubriría de vergüenza. Mueran mil veces quienes solamente pueden aportar, para compensar las virtudes que no posee, sacos de oro de origen inconfesable. Los escasos bienes de que disfruto son míos y los del hombre que destináis a vuestra hija son la dote de la viuda, el patrimonio del huérfano, la sangre del pueblo. Estremeceos dar a vuestros nietos riquezas adquiridas a costa del honor... tesoros que podrían ser devorados instantáneamente por el infortunio si reinase la equidad en este tribunal envilecido al que os jactáis de pertenecer.
– ¿Entonces no deseáis renunciar a mi hija?
– Lo haré cuando ella lo exija y cuando me diga que no soy digno de ella.
– La haréis desdichada, mi palabra está dada y no la retiraré.
– ¿Y, por qué horrible injusticia la felicidad de un amigo os es más preciosa que la de Aline?
– Estimo ambas por igual y haría felices a ambos si no trastornaseis la cabeza de mi hija.
– Si para que esa muchacha sea feliz, consideración única ante la cual toda otra debe ceder, es absolutamente necesario que se sacrifique alguien ¿no es más justo que sea Dolbourg, a quien ella no ama, y no que lo haga yo que la adoro y que me enorgullezco de no parecerle indiferente?
– Si Dolbourg no es el preferido ¿por qué queréis que haga un sacrificio? A quien corresponde hacer un sacrificio por ella es al que la ama.
– Un sacrificio hecho a expensas del corazón de Aline sería un sacrificio mal entendido.
– Pero Dolbourg no pretende su corazón, lo deja en libertad, solamente aspira a la alianza y es lo suficientemente equitativo como para estar convencido de que a su edad no se puede cautivar ya el corazón de una joven. No tiene pretensión alguna sobre los sentimientos de Aline, se casa con ella, eso es todo. Nadie pone ya en el matrimonio esa grotesca caballerosidad de que alardeáis. Uno se casa con una mujer por sus relaciones, por su dinero, para hacer uso de ella alguna vez en caso de necesidad. Entonces es preciso que, por las buenas o por las malas, la mujer muestre a su marido toda la obediencia que le debe. Ha de manifestarle una sumisión ciega y por lo demás, que le ame o que no le ame, que esté contenta o triste al concederle lo que de ella se pretende, y que sea legítimo o no... siempre que se obtenga... ¿qué importa todo lo demás para la felicidad? Vosotros, las personas de grandes sentimientos situáis la felicidad en quimeras metafísicas que solamente existen en vuestras huecas cabezas. Analizad todo esto, y el resultado es: nada. Ya me gustaría que me dijeseis de qué sirve el amor de una mujer siempre que se pueda gozar de ella. Y si se goza de ella ¿qué puede aportar el amor a la sensación física?
– Suponiendo que vuestro Dolbourg sea lo bastante despreciable como para pensar así, si vuestra hija es delicada la haréis desgraciada.
– ¿Y por qué, si no se exige de ella nada que no pueda dar?
– Esos dones son horribles cuando no los hace el corazón.
– Bien, serán, supongo, dos momentos un poco duros cada día, le quedan veintidós horas para hacer lo que quiera.
– Una mujer virtuosa no se encuentra solamente ligada en el instante de los deberes, lo está siempre y cuando ese instante es cruel, sus cadenas se hacen insoportables porque su recta conciencia no le permite recurrir a los medios infamantes con que podría aligerarlas.
– Todo eso son principios de jovenzuelos recién salidos de la escuela. Ya veréis, M. de Valcour, como a mi edad preferiréis las ideas menos intelectuales a todos esos sofismas del amor. Si al marido para ser feliz le basta con lo físico, la mujer debe serlo sin lo moral.
– ¿Y suponéis que un marido puede ser dichoso si prescinde del corazón?
– Sostengo que lo será más. El amor es solamente la espina del goce, solamente lo físico es la rosa... Os sorprendería si os dijese que se pueden saborear placeres más intensos con una mujer que nos odia que con una que nos ama. Esta da... a la otra hay que arrancárselo. ¡Que diferencia en la sensación física! así tiene siempre el atractivo picante de la violación, es el fruto de la victoria ya que es preciso combatir y vencer, por consiguiente es cien veces más deliciosa. Pensad que en la vida del hombre hay veinte años en que este desea aún gozar todos los días y no obstante es seguro que sólo inspirará repugnancia. ¿Cómo podría ser feliz cuando ya no puede dar amor, si solamente el amor hiciese la felicidad? Y sin embargo lo es, luego es posible ser feliz sin proporcionar ningún placer y es muy posible recibirlos sin devolver nada a cambio.
– Las ideas de una mujer de dieciocho años no son las de un hombre de cincuenta.
– Pero ¿estáis seguro de que se tengan ideas a los dieciocho años? Creedme, la edad en que solamente se escucha al corazón no es nunca la de las ideas. Extraviado por un guía absurdo uno se engaña acerca de las sensaciones y pretende que la sensibilidad saboree lo que solamente es bueno cuando se la ultraja. Por lo que a mí respecta, lo confieso que hace menos de diez años que disfruto, hace menos de diez años que sé qué es lo que hay que excluir y qué es lo que hay que sofocar para mejorar un placer. Es inaudito lo bien que se percibe lo que creemos que estamos a punto de perder. Cuanto menos seguro está uno de poder repetir, más se saborea lo que se obtiene. Es preciso haber conocido mucho para opinar sobre lo que es bueno... ¿Y qué se conoce a los dieciocho años? A esa edad uno estima aún sus principios, cree en la virtud, admite la existencia de los dioses... quimeras... estando apegado a todos estos prejuicios ¿puede concebirse esas divinas desviaciones fruto del hastío y de la depravación, puede concebirse la idea de esas investigaciones deliciosas, nacidas en el seno de la impotencia? Hay que envejecer, os digo, para ser voluptuoso... De joven solamente se puede estar enamorado y no es solamente en Citeres en donde el placer desea que se le rinda culto... Pero terminemos, M. de Valcour, os estoy sermoneando y no os convenzo... ¿Cuál es vuestra última decisión?
– Morir antes mil veces que renunciar a mi Aline.
– Os haréis acreedor a muchos males.
– Si ella me ama, los afrontaré todos.
– ¿Es entonces esta vuestra última respuesta?
– Es la única quo obtendréis de mí.
Levantándose enfurecido, dijo:
– ¡Pues bien! No os sorprendáis de las medidas qué voy a adoptar... de las fuerzas que armaré contra vos.
– Si actuáis como un hombre vil, me daréis el derecho de despreciaros y disfrutaré de él en toda su extensión.
– Acordaos, sobre todo, señor, que mi casa os está vedada... que haré vigilar a mi hija y que, si continuáis escribiéndole o dándole citas apelaré a las leyes y a través de ella sabré haceros observar el respeto qué debéis a uno de sus ministros.
Salió enfurecido recogiendo sus cilindros y protestando quo mi obstinación no tardaría en producirme remordimientos.
Esto es lo que pasó, señora. Quisiera haberme mostrado más sociable en esta visita. Reconozco quo me duele por vos la acritud que manifesté, pero no pude soportar que me tratasen como lo hizo... ¡Proponerme que vendiese mi amor por Aline! ¡Santo cielo! todas las gotas de mi sangre derramadas una tras otra no me harían renunciar a ella; aunque el trono del universo fuese el precio de mi sacrificio, aunque la alternativa fuesen los más horribles tormentos, no vacilaría un minuto.
Espero vuestras órdenes, señora, pero no sin inquietud, no sin sentir, como vos, en el fondo de mi alma, el presentimiento del infortunio... Yo que quería daros ánimo... ¡Ay! advierto que necesito el vuestro... Ocultad esta escena a vuestra Aline. Aumentaría sus inquietudes... ¿Volveremos a conocer algún día los instantes dichosos del reposo y de la felicidad?


CARTA XLVII

Madame de Blamont a Valcour

París, 26 de Enero.

No trató de ocultarme la visita que os hizo. Yo esperaba... Me habló de ella antes de ayer y como el tono no había variado, no quise decir nada para no ser descubierta. Pero no me dijo una sola palabra de los quinientos luises y aún menos de cual había sido el estado de ánimo. Se contentó con decirme que quiso veros para persuadiros a renunciar a pretensiones que no os convenían en modo alguno y que no pudo venceros. Me rogó que me ocupase de ello y, sin dureza, sin acritud, me dijo que era mi deber oponerme a ciertas citas de cuya existencia no tenía la menor duda... Conocía estas entrevistas, amigo mío, y espero que estéis convencido de que yo no las ignoraba. No hubierais querido que Aline os las propusiera a mis espaldas. Estoy segura de que son muy sencillas y nada más lejos de mi intención que prohibíroslas si vuestros propios intereses no me obligasen a ello. Pero eso no basta, Valcour, hay que evitar cuidadosamente salir de aquí, hasta que la tormenta haya amainado. No tengo pruebas ciertas de la ira del hombre a quien tememos, pero con un carácter como el suyo con tanta ruindad, ni siquiera la calma debe engañarnos. Ninguno de sus sistemas me sorprende, me ha mostrado ya de una forma excesivamente explícita hasta dónde puede conducir a un corazón como el suyo el abandono de los principios. Esto me hace comprender el caso que hay que hacer a sus caricias. Pero si solamente las hace por falsedad... que esté bien seguro de que yo solamente las recibo por política y que lo trataría como merece de no verme forzada por el interés de mis hijas.
Imagino el esfuerzo que os habrá costado conteneros y, sin embargo, aún he de deciros que os excedisteis. Me lo oculta y eso me inquieta. Salió ayer para Blamont, asegurándome que Sophie ya no estaba allí, aunque muy cierto que ella está. Hace algunos días recibí una carta suya, desde su encierro, que me fue entregada en el mayor secreto. No os la envié porque solamente contenía las particularidades de su secuestro, que ya conocíais. He encontrado la forma de establecer una correspondencia segura con Blamont: me harán llegar las cartas de esta desdichada muchacha y me informarán puntualmente de todo lo que la afecte. En estos momentos ella se encuentra en Blamont y el presidente se dirige allí... va a Blamont y me asegura que ella no está allí... y sus intenciones para conmigo no disminuyen... ¡Oh!, amigo mío, ¿están comprobadas esas desviaciones? ¿son manifiestas esas falsedades?... ¿Y no hemos de temblar? ¡Oh, cielos! todo está hecho para inspirarnos los más vivos temores... Antes de cerrar mi carta quiero saber si Dolbourg va con él...
Ya llega... No, no va con él, el presidente sale solo y Dolbourg ni siquiera va a moverse de París... ¿Cuál es el objeto de esta visita?... Desdichada Sophie, ¿Podrán los títulos que se te atribuyen protegerte de las iras de este libertino? ¿No se arrepentirá de haberte convertido en la amante de Dolbourg? y, rotos ya esos lazos, ¿no inflamará su imaginación?... la idea del crimen, afortunadamente imaginario.
Es preciso que os hable de mi Aline, mi mente necesita descansar en virtud ya que se ha visto obligada a imaginar el crimen... Os abraza, está ligeramente inquieta... Ignora todo lo referente a vuestra escena... pero, como su madre, ve en todo esto algo turbio... Consolada de veros un instante todas las semanas le desagrada verse obligada a renunciar a ello. No obstante os exhorta a que mostréis el mismo valor que ella y ambas os abrazamos.


CARTA XLVIII

Léonore a Madame de Blamont

Rennes, 22 de Enero

Faltaría a todo lo que os debo, mi querida mamá, si no os comunicase el feliz comienzo de todas nuestras gestiones. Mi retorno a Bretaña ha sorprendido a mucha gente y ha afligido a algunos. Una multitud de pequeños primos oscuros que se habían repartido la herencia de la condesa de Kerneuil opinan que es una contrariedad que venga a arrebatársela y la desesperación de estos desdichados campesinos es tanto más amarga por cuanto no ven ninguna posibilidad de sostener ya sus ridículas pretensiones. Nada me divierte tanto como el desconcierto que crean esas pequeñas fortunas disipadas por mi presencia, como el aguilón que derriba las plantas parásitas que nacen en un día y quedan destruidas en un instante. Vais a decirme que soy mala, que tengo mal corazón, pero, reproches aparte, me concederéis que hay ocasiones en que el mal que cae sobre los demás resulta a veces bien agradable ¿No cabe incluir entre ellas aquellas en que nos enriquece?
El conde de Beaulé nos ha enviado una respuesta de España que nos garantiza una rápida y segura restitución de una parte de los lingotes y esto, unido a lo demás, va a convertir nuestra casa en una de las más ricas de Bretaña. Pero no será en provincias en donde consumamos esta brillante fortuna, viviremos en la capital: el centro de los placeres y el lugar que conviene a las riquezas. Y desde el momento en que se pueden satisfacer todos los caprichos, hay que preferir como lugar de residencia aquel en donde se renueven con más frecuencia. Además este proyecto nos acerca a vos ¿qué más queremos para decidirnos? ¿No habíais emprendido mi conversión? Es preciso que os reconozca el mérito... ¡Qué desvelos! y ¡cuánto temo veros fracasar! Apelaré a mi corazón para que acuda en socorro de mi espíritu... pero ambos, según decís, son tan malos... Sin embargo no admito ninguna condena sobre el primero y mi sensibilidad sigue siendo muy activa cuando se trata de quereros .
Destinada a efectuar encuentros singulares he encontrado como directores de espectáculo en Rennes a M. y Mme. de Bersac. Me vieron en una parte de mi gloria y mi pequeño orgullo quedó muy halagado. Esta aventura me ha dado una idea sobre esa pequeña Sophie que me hicisteis ver en Orléans... Es hermosa, mis antiguos amigos se han ofrecido a formarla bien, si lo aprobáis. Me parece que eso siempre será mejor que un convento y cuando se tiene un rostro como el suyo, ¿no es infinitamente más sensato ser útil a los hombres que inútil a Dios? Si no obstante este proyecto escandaliza a la fiera virtud de mi bonita mamá, le ofrezco un puesto en mi casa en cuanto nos hayamos establecido. Cuando uno es joven hay que trabajar: establecer una pensión para que rece a Dios y murmure enterrada en un convento es emplear mal el dinero. No pretendo enfriar vuestra compasión, pero si esa muchachita no quiere hacer nada, en verdad que yo la abandonaría sin escrúpulo. Ya os lo dije, creo que no hay nada peor que fomentar la holgazanería. Eso significa infringir las leyes de la sociedad, infringirlas todas.
Espero que toméis una decisión y me comuniquéis vuestras órdenes, sean cuales fueren me honraré con ellas y para mi será una norma el cumplirlas fielmente. Sainville y yo abrazamos a la dulce Aline y os presentamos nuestros respetos.


CARTA XLIX

Sophie a Madame de Blamont

Castillo de Blamont, 29 de Enero

¡Oh!, señora, ¿por qué mi sino ha de ser el de referiros infamias? ¿por qué el cielo me ha dado la existencia para ser siempre la víctima del infortunio?... Pero, ¿cómo me atrevo a hablar así cuando quien me hace sufrir es una persona tan cercana a vos? Habéis tenido a bien leer mi primera carta, vuestra respuesta, que guardo en lo más profundo de mi corazón, me dice que os habéis dignado llorar a causa de mis males. Voy a confiároslos una vez más, voy a implorar de nuevo vuestra protección, me veo amenazada por desgracias mayores que las que hasta ahora he padecido. ¡Oh! señora, ¡dignaos librarme de ellas! No os pido ya que tengáis las mismas atenciones hacia mí, sé que son imposibles, pero tratad solamente, os lo suplico, de hacer que pueda salir de este lugar. Me iré a vivir ignorada a alguna parte de la tierra y ya nunca se oirá hablar más de mí. Mis desdichadas manos proveerán lo necesario para mi subsistencia. No pido más ayuda que la libertad de poder trabajar. La gente se apiadará de mi miseria, protegerán mi juventud; no todos los corazones están endurecidos. Solamente pido el fruto de mi trabajo, lo mereceré por mi conducta y mi actividad. Pero pasemos a los detalles, señora, ya que me permitís que os los refiera .
El Sr. Presidente llegó aquí en la diligencia el día 25 por la tarde. Eran aproximadamente las ocho cuando entró en la casa. Le habían encendido el fuego y le habían servido la cena en sus habitaciones, en la parte de arriba. Subió enseguida y en cuanto estuvo preparado mando decirme que me presentase ante él... Una hoja agitada por la tormenta hubiera temblado menos que yo. Su lacayo cerró cuidadosamente al salir todas las puertas. La única comunicación que quedó libre fue la que unía nuestras habitaciones, casi no me atrevía a avanzar... Estaba sobre una poltrona, en el fondo de la habitación, enfrente de la puerta por la que yo entraba.
– Acercaos, me dijo, imagino vuestros temores, habéis de temblar al verme después de la tontería que hicisteis... Estaréis persuadida, espero, que si he venido aquí es solamente para haceros llorar. Pero ante todos escuchadme y que la verdad guíe vuestras respuestas. ¿Qué motivos pudieron induciros a buscar la casa de mi mujer como refugio?
– El azar, señor, estad bien seguro de ello, es la única causa de este suceso. Huía hacia Berseuil. Expulsada por vuestro amigo iba a implorar el socorro de la mujer que me había criado. Mme. de Blamont me encontró en el bosque y me llevó a su palacio sin que yo supiese que estaba en casa de alguien tan cercano a vos.
– ¿Pero le contasteis todo lo que sucedía en la casa que compartíamos mi amigo y yo?
– Ignoraba a quien estaba hablando.
– No deberíais haberlo hecho en ningún caso.
– Después de haber sido expulsada de una manera tan cruel creí que era lícito que me quejase.
– Merecisteis el tratamiento que se os infligió.
– No, señor.
– Sois una desvergonzada y traicionasteis a mi amigo.
– ¿Qué juramento os convencería de lo contrario?
– No me engañaréis, sois una putilla... y lo que es más, nos robasteis al salir.
– ¿Yo, señor?... ¡Santo cielo!
Y arrojándome a sus pies:
– ¡Oh, señor! soy una desgraciada, pero la indigencia no excluye ni la franqueza ni la honradez... Creed el juramento que os hago de mi inocencia en todos los puntos de vuestra acusación.
– No será en este momento... no, no será en el instante en que vengo a castigar severamente vuestras faltas cuando me haréis creer que éstas no existen.
Y entonces se levantó y se paseó algún tiempo por la habitación. Yo me levanté también me mantuve en silencio sin atreverme a levantar la vista hacia mi juez y temblando cada vez que se detenía... Entonces se acerco a mí y, obligándome a erguir la cabeza, que levantó y abarcó con una de sus manos, me dijo:
– Os han trastornado la cabeza; os han dicho que erais bonita. Es imposible serlo menos. Os han dicho que os parecíais a Aline: sería muy enojoso para ella que fuese tan fea como vos... Algunos rasgos, si se quiere... lo que explica que, bromeando, os llamase hija mía. Pero espero que estéis bien convencida de que no nos une parentesco alguno.
– ¡Oh! sí, señor, ahora sé cuál es mi cuna.
– ¿Lo sabéis?
– Sí, señor.
– ¿Cuál es?
Y en este punto, señora, no creí cometer una imprudencia al confesar que sabía que no era más que la hija de Claudine Dupuis de Pré-Saint-Gervais.
– ¿Y quién ha investigado esto? preguntó entonces sumamente sorprendido.
– ¡Ay! señor, no lo sé, pero eso me dijeron en el palacio.
– Os engañaron, nadie sabe mejor que yo quien sois. Fuisteis criada durante algún tiempo por esa mujer, pero no sois nada suyo.
Luego, sujetando mi garganta con una de sus manos mientras con la otra aferraba mi cabeza para poder contemplarme desde más cerca, me dijo:
– Ha de bastaros con saber que no sois hija mía y que, aún cuando lo fueseis, no por ello tendría menos derecho a castigaros rigurosamente y a reduciros a la sumisión que quiero que me mostréis... Desnudaos...
Ya se ocupaba él mismo de ello... Pero cuando vio que yo retrocedía bajando la cabeza y con aspecto de implorarle, se lanzó sobre mí como un loco y arrancándome la ropa obtuve el mismo tratamiento que había recibido de su amigo cuando fui expulsada de su casa . Ni las lágrimas ni las oraciones fueron capaces de enternecerle. Al contrario, se diría que mis esfuerzos por desarmarle le encendían aún más. Y prolongando estos crueles preliminares con acciones más indecentes aún, me sometió, durante la mitad de la noche a todo lo que el delirio de su mente y la perversidad de su corazón pudieron sugerirle.
Al día siguiente me hizo llamar cuando se despertó.
– Todo lo que hice ayer no es, me dijo, más que una leve muestra de lo que os reserva mi amigo. A él traicionasteis y a él le corresponde, pues, la venganza. Os lo traeré enseguida, preparaos a recibirle y sobre todo intentad ablandarle como lo intentasteis ayer conmigo con esos dos ojazos azules inundados con un torrente de lágrimas cuyo efecto, como pudisteis comprobar, no fue excesivamente eficaz... Nosotros los hombres de leyes tenemos la desgracia de estar un poco de vuelta de todos esos bellos secretos femeninos... ¿No podría decirse que os he pulverizado?... Veamos...
Entonces su mirada se cebó en los vestigios de su intemperancia. Los contempló durante largo tiempo con una curiosidad feroz... Luego volvió a empezar... Luego llamó al hombre que me vigila y le recomendó que lo hiciese con más cuidado que nunca y sobre todo que me privase de cualquier medio de comunicarme verbal o epistolarmente con quienquiera que fuese. Añadió que pronto volvería con su amigo y subió de nuevo a su silla.
Si he cometido alguna imprudencia, dignaos decírmelo, señora, a fin de que la repare con todas mis fuerzas, pero no me abandonéis, os lo suplico. Los únicos apoyos con que cuento son el cielo y vos, séame permitido implorar a ambos... ¡que ambos me concedan un poco de reposo después de tantas desgracias! Me atrevo a arrojarme a los pies de la señorita Aline y a presentarle mis respetos... ¡Qué dichosos instantes aquellos en que pude llamarla mi hermana! ¡Dulce ilusión, cómo te has desvanecido!... ¡Entonces hay seres en el mundo que no han nacido más que para el infortunio y el dolor!... ¡Qué sería de ellos si la consoladora esperanza en un Dios justo no viniese a mitigar su tormento!
¡Pero ay! mi juventud me hace estremecer, lo que para otra sería motivo de dicha es la desgracia de la pobre Sophie. ¡Cuántos años me quedan de sufrir en la tierra! ¡Dichosos los que ya están cerca del féretro!... ¡los que, después de haber languidecido bajo las cadenas de la vida, ven finalmente las tijeras de Parca dispuestas a poner fin a sus males! ¡Con qué tranquilidad contemplan el instante que va a reunirles con el ser que los creó! contentos de ir a glorificarle en paz... dichosos de renacer en el seno de su poder, ¡con qué alegría han de despojarse de los harapos de su humanidad! ¡Por qué hube de nacer! ¿Para qué sirvo en este mundo? Desconocida, despreciada, una carga para todo el mundo... ¿valía la pena nacer? ¿Se trata de pruebas, Dios mío? os las ofrezco y como precio de mi sumisión solamente os pido que destruyáis pronto la desdichada existencia de una criatura que solamente aspira a volar de nuevo hacia vos para serviros y adoraros.
Perdón, señora, ¿por qué he de fatigaros con mis lamentaciones? ¡Ay! serán quizás las últimas que pueda dirigiros... ¡Quién sabe lo que me esta reservado! ... ¡quién sabe como acabaré! Dios todopoderoso, haced que la desdichada Sophie no llegue a los pies de vuestro trono sobre una cruz de dolor .


CARTA L

Madame de Blamont a Valcour

París, 1 de Febrero

Os envío dos cartas bien diferentes que acabo de recibir a la vez y ambas me han afligido por motivos bien distintos. Una ha sido bañada por mis lágrimas, tengo la certeza de que hará fluir las vuestras. La segunda... ¡ay! prefiero no hablar de ella, leedla.
¡Bien! ¿debemos dudar ahora de la realidad de los males que se acumulan sobre nuestras cabezas?... ¡Qué canalla es ese hombre, qué cruel!... observad que cree que es su hija y que, para desengañarse, cuenta solamente con una afirmación de ella cuya certeza no le consta y que no ha podido destruir sus primeras opiniones que, como es natural, deben prevalecer... cree que es su hija y ved cómo la trata... ¡y el rayo no cae sobre un hombre así!... Me hubiera gustado que hubieseis visto la calma con que volvió de esta admirable expedición; como el hábito de fingir impedía que vacilase su frente... Ni un falso tono en las inflexiones de su voz, ni una respuesta turbia... Nunca gozó el crimen de tanta seguridad. Las mismas caricias, los mismos afanes. Pretendió pasar dos o tres horas conmigo, como viene haciendo desde hace algún tiempo... Y yo, que nada sabía... yo, que ignoraba esas manos criminales... ¡Ay! permití que se acercaran a mí... y ahora tiemblo de espanto... ¿Podré sostener hasta el final el papel que me he impuesto?... ¿podré refrenar el temblor cuando simplemente sus ojos se fijen en los míos? Pero, ¿qué hacer?... ni siquiera tengo fuerzas para imaginar... ¿cómo las tendría para actuar?
No obstante me parece esencial que vayáis a ver al cura de Pré-Saint-Gervais y que averigüéis si el presidente no ha emprendido alguna acción basada en las afirmaciones de Sophie y que prevengáis a ese eclesiástico de lo que le rogamos que diga en el caso en que alguien vaya a informarse. Yo no diría nada a Sophie: que continúe respondiendo como lo ha hecho sin entrar en ninguna clase de detalle: debe ignorarlos todos. En el fondo su respuesta es indiferente, no debe saber nada, que diga lo que quiera. ¿Qué haremos ahora con esa desdichada? ... Abandonarla es muy duro... y protegerla, muy peligroso... Como no tengo ninguna necesidad de reconocer jamás a Léonore, ¿si continuase reclamando a Sophie?... ¿Pero puedo hacerlo después de lo que ha dicho?...
¡Oh! amigo mío, aconsejadme, lo necesito. Los sentimientos del corazón perjudican a los razonamientos de la mente, lo siento y no sé que decidir. Imagino cien recursos para salvar a esa infortunada y entre todo lo que pasa por mi mente quizás haya cosas peligrosas. Hacer hablar a Dolbourg significa otorgarle una confianza de la que seguramente abusará. El conde está encargado de una negociación tan importante para Léonore que no me atrevo a encomendarle nuevos trabajos... Además, ¿qué puedo hacer ahora por Sophie que no vaya en contra de mi marido? Al defender a uno ataco al otro... al conservar a uno, pierdo al otro... Hay casos en los que la trama del crimen están tan bien urdida que resulta imposible romperla.
¿Qué me decís de la tranquilidad de Léonore en despojar a esos desdichados colaterales? En verdad que me arrepiento más que nunca de la decisión que adoptamos. Siempre sentí algo turbio en el fondo de mi conciencia. Os lo dije cuando adoptamos la postura de reclamar esa sucesión... El conde lo quiso, ya no hay tiempo para echarse atrás. ¿Por qué reducir a esos desgraciados a la indigencia?... ¿No podría contentarse con los bienes de su marido? ¿O, cuando menos, podía haber dispensado a los más pobres? ¿Y la indiferencia con que me habla de Sophie?... Convertirla en una cómica o en una doncella... Así es como la compasión habla en el fondo de ese corazón... tan parecido al del hombre que es causa de todos nuestros males... Adiós, mi cabeza está demasiado fatigada esta tarde como para continuar escribiéndoos. Aconsejadme... iluminadme y sobre todo, acelerad esas gestiones que os pido.


CARTA LI

Valcour a Madame de Blamont

París, 4 de Febrero

Teníais razón, señora, al sospechar que el presidente deseaba poner en claro este asunto, como si tuviese prisa por saber si su crimen era real o no, como si hubiese temido no cargar al punto su conciencia con este nuevo horror. La primera cosa que hizo a su vuelta de Blamont fue dirigirse a toda prisa a Pré-Saint-Gervais. Preguntó por Claudine Dupuis y le dijeron que había muerto. Se vio obligado a recurrir al cura. Este buen hombre, que se acordaba de nuestras operaciones, nos sirvió como si hubiésemos estado allí para animarle.
– ¿Que deseáis de mí, señor?, le dijo.
– Saber, le respondió el presidente, qué ha sido de Claire de Blamont que estaba criándose aquí en tal época y con tal mujer.
– Murió y yo os entregué entonces los certificados pertinentes.
– No, señor, no murió, yo tenía razones para sustraer a esa niña a mi mujer y me puse de acuerdo con la nodriza para fingir su muerte y me la llevé de aquí de noche.
– Y, de ser así, ¿qué deseáis? ¿quién, mejor que vos, puede conocer el destino de esa muchacha?
– Pero la nodriza puede haberme engañado. Le dije que reservaba a esa niña el futuro más dichoso. Quizás deseó que fuese la suya quien lo disfrutase y pudo dármela en su lugar y conservar a la que yo iba a llevarme, lo que tendría como consecuencia que ahora yo tuviese en mis manos a su hija en vez de la mía.
– Esas cosas no se hacen.
– ¿Qué ha sido de la hija de Claudine?
Y el cura, captando hábilmente la oportunidad de la muerte real de Elisabeth de Kerneuil, traspasó a la hija de Claudine (Sophie) la suerte de Elisabeth y le dijo que había muerto. Como entretanto no había hablado de la tercera niña contra quien fue cambiada Claire de Blamont, dejó que el presidente siguiese en el error y absolutamente convencido de que la hija de Claudine murió y que la persona que es Sophie es decididamente su hija.
Es seguro que si estas cosas pudiesen sostenerse judicialmente sin inconveniente, de no ser por el escándalo que tratáis de evitar, el único medio que tendríais para salvar a Sophie sería el de reclamarla como vuestra hija. Como Léonore no tiene ningún interés en desmentirnos, no lo haría y quizás tuvieseis éxito. Pero para esto es necesario un proceso y no lo deseáis y yo, por mi parte, tampoco os lo aconsejo. Todo os obliga, pues, a escuchar menos en este momento a vuestro corazón que a vuestros intereses. Este otoño os aconsejaba casi lo contrario, pero desde entonces han variado las circunstancias. No hay que ver las cosas demasiado negras. ¿No es más simple imaginar que ambos amigos, después de algunas orgías más alejarán a esa muchacha de vos y la colocaran en algún convento de provincias? ¿No es más simple creer esto que suponer una atrocidad tan estéril como inverosímil? Hay crímenes gratuitos que son demasiado horribles como para ser imaginados y que ni siquiera el exceso de la perversidad humana puede admitir. El que podéis temer sería uno de ellos, no lo imaginéis...
Para estar más seguro de los hechos el presidente propuso al cura la exhumación del pretendido cuerpo de Claire, asegurándole que en el féretro no debía hallarse ningún rastro de un cadáver de niña...
El cura, que sabia a que atenerse, le dijo que esta investigación era inútil, que como había ordenado el fraude, debía estar seguro de que había sido ejecutado, que ya estaba bastante mal haber abusado así de las ceremonial de la Iglesia como para unir a esta indecencia la exhumación propuesta.
– Además, añadió, no puedo hacerlo sin permiso del arzobispo. ¿Reconoceríais este fraude ante él? Creedme, dejemos que se olvide todo esto. La niña que os llevasteis está en vuestras manos, no dudéis de que sea vuestra hija...
– Pero, una vez más, repitió el presidente, deseoso de procurarse todas las pruebas que le permitiesen comprobar mejor su crimen, ¿qué ha sido de la hija de Claudine Dupuis?
Y el cura le repitió que estaba muerta y terminó de convencerle enseñándole el extracto mortuorio de Elisabeth de Kerneuil, enterrada bajo el falso nombre de la hija de Claudine gracias a una superchería de esta nodriza que ya supisteis con motivo de mis anteriores investigaciones. Os lo repito, el presidente está más seguro que nunca de que Sophie es su hija y que todo lo que haya podido decirse ulteriormente es solamente chismorreo de criadas que no debe tener un grado de realidad superior que lo que le han probado. Un hombre honrado, recordando en este instante las indignidades que, en un momento de furor, pudo descargar sobre su hija, hubiera muerto de remordimientos y de dolor. El presidente, perfectamente tranquilo en el mal... el presidente, que solamente deseaba estas informaciones para gozar con certeza de haber cometido este crimen... el presidente, decía, se marchó satisfecho, dejando que su rostro reflejase esa perversa alegría que la convicción de la atrocidad cometida despierta en los hombres malvados. Di al cura mil gracias por habernos servido tan bien y ambos convinimos que lo había hecho sin faltar a sus obligaciones ya que no había cometido ningún engaño, se había limitado a ocultar un secreto que le había sido confiado y aprovecharse de los engaños de los que el mismo había sido víctima.
Estos son los hechos, señora. No me atrevo a asumir la responsabilidad de aconsejaros de nuevo que abandonéis a Sophie a la providencia. Mi corazón sufriría demasiado obligándoos a ello. Pero sea cual fuere el interés que os inspire, dignaos reflexionar que habéis de ocuparos de dos hijas y un esposo. Para la aclaración jurídica haría falta el testimonio del cura. Desde ese momento no salvaréis a Sophie y recuperaréis a Léonore. Por hábil que sea esta joven, le expondréis, no obstante los negros designios de ese padre atroz, capaz de sacrificar hasta a Sainville en el momento en que solamente vea en él un obstáculo a las infamias que concebirá infaliblemente sobre esta nueva hija inmolada ya desde la cuna en su pérfida imaginación. Si os querelláis y perdéis, lo que es seguro, sacrificaréis Aline a Dolbourg... desde entonces ya no habrá medio alguno que pueda liberarla de sus garras, ya que Sophie no será ya su hermana. Y, ganéis o perdáis, habrá alboroto, París entero se ocupará de vos y todo esto por una muchacha que no es pariente vuestra y por la cual ya habéis hecho todo lo que podría dictaros el más generoso sentimiento de compasión...
Hay casos desafortunados, señora, y veréis que mi comparación pone todo en lo peor, ya que supone atrocidades imposibles... pero aunque fueran ciertas... hay casos desafortunados en los que el pastor sensato sacrifica una oveja perdida, antes que arriesgar a todo el rebaño al pretender proteger a esa fugitiva. El presidente emplea el fingimiento con vos. Usad las mismas armas. Debéis hacer todo lo posible para no molestarle. Su presencia y sus atenciones os repugnan... lo imagino, pero negaros a ello sería peligroso. Seguid vuestro primer plan, cuanto más cerca de vos lo tengáis, mejor adivinaréis sus pasos y mejor preparada estaréis para prevenirlos. Si lo alejáis de vos aumentará su falsedad, sus maniobras serán las mismas y os resultará más difícil descubrirle. Durante este tiempo trabajad firmemente para que la suerte de Aline se decida en una asamblea de parientes. Allí alegaréis todas las razones que obstaculicen el enlace que vuestro esposo desea y allí, si vuestro corazón sigue albergando las mismas bondades hacia mi persona, osaréis mencionar mi nombre y hacer valer los sentimientos de Aline. Mi comedimiento y mi delicadeza se oponen a que insista más sobre este último punto. ¡Oh! ¡en qué buenas manos estará mi causa si vos os dignáis defenderla!
Por lo demás, me someto a vuestros consejos, voy a aislarme por completo ya que lo consideráis necesario. Este sacrificio costará muy poco a aquel que solamente respira por el dulce objeto que ya no puede ver ni encontrar en ninguna parte. Me privaré de la dicha de ir a rezar a su lado al Dios que puede poner fin a nuestros males. ¡Sin embargo, me resultaba tan dulce edificarme a su lado! Cuando, en el fervor de sus invocaciones, veía a veces cómo sus hermosas mejillas se coloreaban con el fuego de un santo ardor, cuando veía que se inundaban con las lágrimas de la piedad y de la compunción, me decía con tanta alegría: ¿cómo es posible que el Dios que la anima en este momento no satisfaga sus deseos? Está en ella, desciende a ella, ella le implora, él la escuchará. E imaginándome entonces, al prosternarme ante ella, adorar al mismo Dios en su más divino santuario, dirigía a ese Dios todos los sentimientos de un alma encendida... ¡Bien! me privaré de esas delicias, pero el homenaje permanecerá siempre igual... siempre presente en mi imaginación, la adoraré en el silencio del reposo y de la soledad. Ella y ese Dios confundidos en mi alma solamente serán una sola y misma cosa en donde convergirán a cada instante todos los sentimientos del amor más violento.


CARTA LII

El presidente de Blamont a Dolbourg

París, 6 de Febrero

¿Dónde te has metido Dolbourg? En verdad creo que te estás haciendo sensato. Si es así, me callo, nada me conmueve tanto como una conversión y creo tan poco en ellas que siempre he querido presenciar una sin haberlo logrado hasta el momento. Sin embargo es cierto que hay que llegar a esto... Se puede retroceder lo que se quiera, esas malditas pasiones nos trastornan... nos ciegan. En la juventud son violentas, a nuestra edad, son depravadas. Cuanto más envejecemos, más nos dominan. Los gustos están formados, los hábitos, arraigados. A fuerza de ultrajes hemos conseguido tener la conciencia tranquila, hemos llegado a comprender que esas reminiscencias fastidiosas que en ocasiones la atormentan se extinguen a medida que se las alimenta y que la forma más segura de aniquilarlas consiste en darles doble ració6n. Entonces, en vez de detenernos, los redoblamos. El exceso de la víspera inflama los deseos y solamente nos sirve para inventar nuevos proyectos para el día siguiente. Y así llegamos al borde de la tumba sin habernos ocupado de la caída ni un solo instante. Una vez ahí, ¿qué hacemos? Renacen todos los prejuicios y expiramos desesperados.
Este será tu fin. Desde aquí te veo rodeado de curas que te probarán que el diablo esta ahí y te espera y tú temblarás, palidecerás, te santiguarás, abjurarás de tus gustos, de tus amigos y luego te irás como un imbécil. ¿Y por qué harás eso?... Porque no te has formado principios, te lo he dicho, solamente escuchas a tus pasiones sin razonar su causa, nunca has tenido la filosofía necesaria para someterlas a un sistema que pueda identificarlas en ti. Has saltado por encima de todos los prejuicios sin intentar destruir ninguno. Los has ido dejando detrás de ti y todos se presentarán para desesperarte cuando ya no haya forma de combatirlos.
Yo, infinitamente más sensato, he apoyado mis desvaríos con razonamientos. No me he permitido la menor vacilación. He vencido, he desarraigado, he destruido en mi corazón todo lo que podía estorbar a mis placeres... ¿Qué pasaría si tuviera que abandonarlos? Me molestaría tener que perderlos, pero sin arrepentirme por haberlos amado y me dormiría en paz en el seno de la naturaleza. He acatado su voluntad, me diría, he seguido sus inspiraciones. Lo que he hecho le agradaba, sin duda, ya que ella despertaba el deseo en mí... ¿Qué horror podría despertar entonces en mí el fin de mi existencia? ¿Debo temer el castigo por haber cedido mansamente al dulce yugo de las leyes que me arrastraban?... moriré tranquilo, todo terminará conmigo... todo se extinguirá cuando mis ojos se cierren y todos los momentos que sigan a la aparición que he hecho en este mundo serán semejantes a aquellos en que mi existencia era nula. No debo temblar más por lo que sigue que por lo que precedía. Nada es mío, nada sucede conmigo, guiado siempre por una fuerza ciega, ¿qué me importa dónde me lleve?
No dudes, amigo mío, de que mi fin no sea tranquilo con unos sentimientos así. Te lo repito, no se trata de ignorar, hay que vencer, subyugar, aniquilar. Un solo prejuicio detrás de nosotros basta para nuestra desolación y hay que declarar guerra abierta a todos, amigo mío, incluso a aquellos que parecen más respetables a los ojos de los hombres.
Sea como fuere, a mi regreso de Blamont lo más urgente era verificar las afirmaciones de esa pequeña. Me agradaba la idea de estar unido a ella de tantas maneras, y reconozco que me hubiera desesperado al ver que uno de esos lazos no confería un encanto al otro. Ya no te temía, tus pretensiones se habían esfumado. Solamente me frenaba un título... ¡Y bien! me conoces, Dolbourg, lo que me hacía temblar era el temor de ver que mis placeres se desvanecían. Pero todo ha sido reconocido, me cabe efectivamente el honor de haber puesto en el mundo a Sophie, lo que debe hacer que el recuerdo de los placeres que saboreaste con ella sea más delicioso. Es seguro que es legítima y hermana de la que te ha sido destinada . Afortunado esposo de toda mi familia, te voy a hacer degustar los placeres de los dioses , solamente te queda mi mujer. No puedes imaginarte las ganas que tengo de verte mancillar las palmas de la virtud conyugal de las que mi altiva esposa está tan orgullosa... ¿Quieres que aventure la proposición?... Tú serás durante veinticuatro horas el amante apasionado y si no se rinde, cosa que es probable, yo acudiré en tu ayuda... ¡Ah!, deja que me ría de la idea, te lo ruego, me parece que es una de las más locas que se me han ocurrido en mucho tiempo. Sí, quisiera verte convertido en el amante de mi mujer. Mientras tanto prepárate para el viaje proyectado. Hay mil razones, a cada cual mejor, que hacen que sean indispensable adoptar cuanto antes medidas respecto a Sophie. Ya hablaremos en el camino sobre la forma de hacerlo, ya que, por lo que hace al plan adoptado, no pienso que haya que abandonarlo.
Esa Mme. de Blamont es peligrosa. Hay que desconfiar de ella. Aunque no diga gran cosa sobre este tema, ahora ya no me engaña... La muy bribona es como una araña, cuando mejor trabaja es cuando lo hace en silencio... Tenemos que adelantarnos a ella, privarle de todo medio de reclamar a esa muchacha, de propagar por doquier que, como ha sido tu amante, es imposible que su hermana sea tu mujer. ¿Te das cuenta de la necesidad de poner freno a todas esas calumnias? Hay una infinidad de beatos que montarían en cólera ante este proyecto incestuoso. En el mundo solamente se ven personas que hacen el mal y que continuamente censuran el mal de los demás, como si a través de ese pedantismo pensasen cubrir los desvaríos en que están inmersos. Te espero entonces en mi casa el 21 por la mañana sin falta. Te anuncio esta cita con antelación para que la recuerdes mejor. Nada de lo que sabes se echará a perder durante nuestro viaje. Haré como los grandes generales, mientras ataco al enemigo por un lado sabré debilitarle por el otro. Y quizás al volver de concluir una buena operación nos encontremos con una derrota mejor. Sobre todo que ningún placer te haga descuidar nuestros deberes esenciales. Temo que, dejándote llevar por un asunto del momento, vayas a fallar cuando se trate de trabajar. César, infinitamente más amable, pero mucho menos versátil que tú, dejaba todo por una batalla. Adiós.


CARTA LIII

Déterville a Valcour

13 de Febrero

He estado dos veces en tu casa hoy por la mañana y no he dado contigo, mi querido Valcour. Por lo tanto he decidido dejar una carta en tu portería con el encargo de que te sea entregada sin falta cuando vuelvas... Toma precauciones... estate alerta... evita estar solo durante algún tiempo. El presidente te tiende emboscadas. Aún no han podido decirme qué clase de peligro has de temer, pero será indiscutiblemente funesto desde el momento en que semejante monstruo está de por medio. Piensa en todos los motivos que le guían... en su carácter... en sus riquezas... en la impunidad en que creen vivir esos viles bribones y tiembla. Voy a hacer todo lo que esté en mi mano para descubrir lo que trama. Entretanto, por ti mismo y por tus amigos, debes adoptar precauciones. Cuando quieras que te acompañe hazme llegar una palabra y acudiré volando...
Estos malvados castigan con todo rigor los delitos más leves, deshonran, marcan y asesinan por una miseria a los mejores ciudadanos del Estado, mientras que ellos, que son sus heces, que no le servirán jamás, que lo trastornarán y lo traicionarán siempre al abrigo de la espada que sostienen sus despreciables manos, merecen en todo instante ser golpeados con ella.
¡Oh! qué ganas me dan de irme a vivir con los osos cuando pienso en esta multitud de abusos peligrosos y en esta plétora de inconsecuencias intolerables, que, con algunas óperas cómicas y algunas canciones, parecen pasar completamente inadvertidas.


CARTA LIV

Valcour a Madame de Blamont

Desde mi lecho, 25 de Febrero

¿Qué consuelo más dulce puede haber para mí, señora, que el interés que me manifestáis? Ya no siento el dolor ni la inquietud desde que sé que vos y mi querida Aline os habéis dignado derramar vuestras lágrimas sobre mis males. He querido escribiros yo mismo para probaros que estoy todo lo bien que se puede estar con dos estocadas en el cuerpo. Ni una ni otra son peligrosas. Una de ellas perforó la parte superior del hombro izquierdo, la otra se hundió en las carnes del brazo derecho... apenas lo siento... Esa misma mano es la que os escribe... ella os referirá el suceso... Perdonaréis el estilo y la letra, la mente que dirige al primero está ligeramente enferma y la mano que traza la segunda está aún muy débil.
Ayer por la noche, al volver de cenar de casa de la condesa de Farres a donde me dirigí para despedirme, ya que, de acuerdo con vuestro consejo, deseaba romper con todos mis amigos... iba a pie... la noche estaba clara, torcí por la calle de Buci para coger la calle Mazarin: era alrededor de la media noche... Cuatro hombres, espada en mano, atravesados en la calle, cayeron sobre mí a tal velocidad que recibí el primer golpe antes de haber tenido tiempo para defenderme. Paré los otros apoyándome contra una casa... Mientras tanto, mi criado, uno de los mozos más valientes que he conocido, saltó sobre una de esas personas y le propinó un rodillazo en el vientre que lo tumbó en la cuneta. Iba a agarrar a otro cuando recibí mi segunda herida. Al ver que estaba probado que se trataba de unos asesinos sólo pensé en batirme en retirada, parando siempre lo mejor que podía, aunque mi brazo se había entumecido por la sangre que estaba perdiendo... Entonces pedí auxilio y como vi que la guardia acudía y que mis asesinos huían, depuse tranquilamente mi espada... Mi lacayo llegó corriendo. Me vendó, como pudo, las heridas con nuestros pañuelos y, cerca ya de mi casa, me retiré felizmente sin ningún escándalo. Mi valeroso criado está un poco herido... y, de no haber sido por las atenciones de Déterville, quizás me hubiese llegado a sentir incómodo en mi pequeño hogar de soltero. Pero ese afectuoso y querido amigo vino con dos de sus hombres que me sirven y él mismo no me deja un solo minuto.
Si hubiese seguido sus consejos quizás no me hubiese acaecido esta desgracia... Me riñe.... me cuida... me consuela... me habla de vos. ¿Qué desgracia no se olvidaría así? Sin el accidente que tuve quizás no disfrutaría tan plenamente de estas delicias: tanta amistad lo hace muy estimable.
Ambos hacemos mil cábalas sobre este acontecimiento. Él le atribuye un origen que yo no admito en forma alguna... Me cuesta tanto creer lo que repugna a mi corazón... Estoy tan lejos de suponer lo que yo no me permitiría... Lo más verosímil es un malentendido... la idea de un canalla, en una palabra, cualquier cosa menos el horror que mi amigo supone. El cariño que siente por mí le ciega... no le imitéis, señora, os lo suplico... vuestra alma sensible sufriría demasiado con una suposición que queda desmentida por su improbabilidad.


CARTA LV

Aline a Valcour

París, 24 de Febrero

¡Oh, cielos! ... ¿qué me han dicho?... Me lo ocultaban... Tú, mi amado, tú a quien quiero adorar eternamente... ¡ídolo de mi corazón... has corrido peligros y yo no estaba cerca de ti!... Tu sangre se derrama... la has derramado por mí... por mi causa... ¡y yo no puedo curarte! No puedo cuidarte ni socorrerte. Quiero correr a tu lado, me lo impiden. Sin embargo, no tendré reposo ni tranquilidad hasta que te haya visto. Aunque mi honor... mi vida, lo más preciado que tengo, se viesen comprometidos, he de verte... es preciso que mis ojos me digan que no me engañan y que tú vida está segura.
Bárbaro padre... si creyese que habíais sido vos, el amor sofocaría la voz de la naturaleza... pero, ¿dónde me lleva mi funesto estado? Mis lágrimas fluyen y no me alivian, mi corazón está en tal opresión que todos mis sentidos han quedado anulados... ¿cuál es el motivo de este funesto accidente?... quiero averiguarlo o morir. ¡Ah! ¡cómo te amo, Valcour! ¡cómo inflaman tus males mi cariño! ¡Ese hierro fatal ha traspasado mi corazón... la sangre que de él arranca se mezcla con las lágrimas que inundan lo que escribo! ¿Cómo estás tú?... ¿Cuál es tu estado?... Quiero estar informada continuamente... a todas horas mandaré gente a tu casa... excepto durante las de tu reposo... de ese reposo que querría ir a proporcionarte yo misma, a costa del mío y de mi vida... ¿Por qué no he de ir? ¿Qué he de temer?... ¿Qué he de recelar?... Solamente me asustan tus dolores... Todo me es igual sin ti. Deberes, respetos, sentimientos, decencia, frías y vanas consideraciones, no sois nada en comparación con mi amor... ¡Qué afortunados son los que te cuidan! ... ¿Qué no daría yo por compartir su suerte? ¿Qué digo? ¡Ah! Si me cupiese esa dicha, nadie que no fuese yo te prestaría servicio alguno, estaría celosa de todos aquellos cuidados que pretendiesen impedirme que te diera... ¿Podrás leerme, podrás comprender de estos rasgos?... El fuego de esta mente extraviada por la desesperación... las expresiones de este corazón perdido de amor, todo lo que siento, ¿llegará a tus oídos? Hay momentos en que mi alma me abandona para ir a unirse con la tuya... momentos en los que no respiro más, en los que, de mi existencia, sólo queda una triste máquina y todos sus resortes parecen residir en el fondo de tu corazón. Mi madre quiere consolarme... quiere secar mis lágrimas... ¡Ay! ¿qué mano sería más indicada si mi inquietud fuese susceptible de alivio?... Apenas la oigo, apenas la veo... a ella, que es el objeto más dulce de mi vida...
¡Oh, alma querida! ¡Oh, dulce esperanza de mis días aciagos!... ¿Por qué no han caído sobre mí esos golpes crueles que han destrozado a mi enamorado? Padecería mucho menos con mis propios males que con los tuyos... Ser eterno... véngalo... venga el amor ultrajado... a costa de quien sea. Tu delicadeza te oculta al verdadero autor de este crimen. La mía, absorbida por tu desdicha, no me permite las mismas ilusiones... Lo veo, a ese tirano, lo veo armar la mano de los desalmados que te ultrajaron. ¡Eh! dirige hacia mí ese cruel acero... ¡hombre desnaturalizado!... traspasa el pecho que le idolatra... ¡ábrelo, te digo, si quieres desterrar de él el amor que lo abrasa!... ese amor violento que me anima es el único principio de mi vida, solamente cesará con ella... ¿y por qué ibas a tener reparo en derramar mi sangre cuando has derramado la de Valcour?... ¿Acaso ignoras que es la misma? ¿Ignoras que es mi vida lo que circula por sus venas, y que al abrirlas, es mi vida la que haces expirar? Termina de arrancarla, puedes hacerlo, pero no esperes que nos separemos. Estas almas cuyos lazos quieres romper estarán unidas para siempre. Dios sólo las ha creado para estar juntas. A cada una de ellas ha dado como existencia una porción del alma del otro. Estas mitades han de reunirse a despecho del monstruo que pretende separarlas aquí...
Entran... vienen de tu casa... me dicen que vas bien, no lo creo, me engañan... todo el mundo se ha puesto de acuerdo para engañarme. Si estas mejor, ¿por qué no me escribes? Tu estado puede haber cambiado desde que te dejaron... Volved, bárbaro... volved, decidle que trace una sola palabra con su mano para su Aline, que diga que va mejor... y que la ama... Pero como todo el mundo permanece frió ante mis lágrimas, como todos los corazones son insensibles a lo que padezco... Solamente mi madre me entiende... solamente su alma se parece a la mía... ¡Qué cruel soy! ella me besa y yo la rechazo... le pregunto por Valcour,... le pregunto por qué no quiere conducirme ante él. Si vos me lo negáis es que ya no existe... y me lo ocultáis... teméis que le siga... ¡Ah! no lo dudéis... vuestros esfuerzos serían superfluos... nada hay que pueda retenerme... ¿Yo... vivir sin Valcour?... ¿existir en un mundo que no cuente ya con su ornato?... ¡Ah! ¿qué haría en la tierra después de él?... Envíame a Déterville, solamente confiaré en él... que venga... que vuelva... que te lleve mis ardientes suspiros... que te vea... que me tranquilice o que me de la muerte.


CARTA LVI

Madame de Blamont a Valcour

París, 23 de Febrero

Calmaos, Aline está mejor. La primera impresión fue terrible. Una carta que salió en contra de mi parecer y que no quisieron mostrarme os ha convencido sin duda del espantoso estado en que la ha sumido vuestro accidente. Ha estado veinticuatro horas con unos espasmos que nos han inquietado, pero ahora está todo lo bien que puede estar... Creedlo, porque soy yo quien os lo digo. Quiso tener correos perpetuos a vuestro lado... los tuvo... y finalmente les creyó. Ya sabéis cuál era su deseo y me conocéis lo bastante como para estar seguro de que si ese deseo hubiese podido ser satisfecho... no hubiera encontrado obstáculo alguno por mi parte. Pero, ¡cuántos peligros! Espero que no dudéis de que somos espiadas. Imaginad las consecuencias después de lo que acabáis de padecer... ¡Oh, amigo mío!... la ilusión nos está vedada en adelante... toda palabra... toda indiscreción... toda información secreta... todo proyecta una horrible luz sobre esta terrible aventura... y nuestra desdichada posición es tal que no nos está permitido ni estallar ni quejarnos. ¿Atentaríais contra el honor del padre de vuestra Aline?... ¿Mancillaría yo el nombre de mi esposo?
Sin embargo no ha tenido la audacia de exigirme placeres, después de haberme infligido semejantes pesares. Y en verdad ha hecho bien... creo que me resultaría imposible disimular más.
¡Oh, amigo mío! temo nuevas artimañas... temo que estén conspirando contra vuestra libertad... Sin embargo no os asustéis aún. Tengo amigos leales que no pierden de vista los pasos que da mi marido y que me pondrán al corriente de todo. Esperad nuevas explicaciones y no penséis más que en vuestra salud... ¡El muy malvado! urdía dos tramas a la vez y mientras intentaba deshacerse del enamorado de su hija, se deshacía de una desdichada, igualmente temible para la ejecución de sus pérfidos proyectos.
¡Cómo podemos esperar sortear tantos escollos!... Estamos rodeados del mayor peligro, jamás tendremos fuerzas suficientes como para librarnos de él y a pesar de la justicia de la providencia el vicio aplastará a la virtud. ¿Qué advertencias recibo en la historia de los diversos sucesos de esa desdichada Sophie?... Escuchadlos y si podéis, calmad mis sospechas, disipad mis temores, intentad hacerme ver que son quiméricos. Sólo pido que me tranquilicen. Pero, ¡qué sospechas!... ¿Cómo no creer?... ¡Oh, amigo mío! que trastornada estoy... si lo que sospecho es cierto... si fuese capaz de ese horror supremo, mi seguridad, la de Aline, exigirían que nos separásemos inmediatamente de él... Escuchad, escuchad y decidid vos mismo.
El presidente y Dolbourg salieron el veintiuno a las seis de la mañana para Blamont. Llegaron a las siete de la tarde. A partir de ese momento Sophie cambio de habitación y le fue imposible comunicarse ya a través de la ventana con el hombre de confianza que tengo en el pueblo. Ese hombre, que tiene motivos personales para serme leal, hizo, desde entonces, todo lo que estaba en su mano para observar lo que pasaba y empleó en ello a todos sus amigos. Este es el resultado de sus maniobras: os envío la carta a fin de que estéis en mejores condiciones para juzgar, siempre que el velo impenetrable que esos malvados han tenido el arte de echar sobre su conducta os lo permita.


CARTA LVII

A Madame de Blamont

Desde el castillo de Blamont, 26 de Febrero

Obedezco vuestras órdenes, señora, y sin más preámbulos, paso al diario que me habéis pedido.
El veintiuno por la tarde el Sr. Presidente y su amigo llegaron al castillo entre las siete y las ocho. Esa era la hora en que habitualmente yo veía luz en la habitación de Sophie... Ya no la vi más... Las habitaciones de la parte superior, en donde sabéis que el señor se aloja preferentemente, estaban muy iluminadas. Agucé el oído, pero, a pesar de la tranquilidad reinante, la distancia y la altura me impidieron oír y no distinguí nada. Volví tres veces bajo la ventana de Sophie y no vi luz jamás: seguramente cambió de habitación desde ese día.
El veintidós por la mañana supe que nuestros viajeros no llevaban consigo más que un lacayo, el mismo que habían traído consigo últimamente. También supe que el portero les preparaba la comida y que nadie entraba en el castillo, ni siquiera el jardinero, que es quien me ha proporcionado estos detalles. Tenía que hablar con el señor por un asunto urgente y no pudo obtener audiencia. Por seis veces durante ese día repetí mis señales bajo la ventana de vuestra protegida sin que nadie me respondiese.
Hubo mucho movimiento en las habitaciones superiores... el fuego ardió sin cesar y por la noche hubo muchas luces. A las nueve las ventanas se abrieron y cerraron las contraventanas, las ventanas y los postigos y todo quedó en una oscuridad tal que me resultaba imposible saber incluso si había luz en esas habitaciones. Viendo que mi presencia era inútil, me retiré. Esa tarde pedí a cuatro de mis amigos que fuesen a colocarse cada uno en uno de los cuatro caminos que llevan a Blamont y les hice prometerme que se quedarían allí hasta que recibiesen un aviso mío para volver. Su consigna era examinar con la más escrupulosa atención todos los coches que fuesen o volviesen por esos caminos e informarme con la mayor exactitud de las personas que viajasen en ellos.
El veintitrés por la mañana se abrieron las ventanas de la habitación de Sophie, pero solamente apareció el portero. Dejó las ventanas abiertas hasta después de la salida de esos caballeros. Esa tarde no hubo fuego ni apariencia de luz en las habitaciones del señor en donde habían estado la víspera y el día anterior. Pero lo que me sorprendió mucho fue observar en diferentes ocasiones un ir y venir de luces por las aspilleras que están cerca de los subterráneos. Me acerqué lo más posible hasta el extremo de que entre ellas y yo solamente estaba el foso. Pero nunca oí nada. El silencio fue tal durante todo el resto de la tarde que creí que todo el mundo había salido. No obstante, al retirarme mandé que dos hombres se quedasen vigilando alrededor del castillo como había hecho la víspera. Su informe fue que el silencio había sido el mismo.
El veinticuatro la jornada fue igualmente tranquila. Tengo la certeza de que durante el día no se encendió el fuego en ninguna habitación. Absolutamente nadie entró o salió de la casa. Me presenté en ella bajo el pretexto de saludar al señor presidente. El portero me dijo que me equivocaba, que no estaba en el castillo.
El veinticinco, a las dos de la mañana un postillón trajo tres caballos al paso, le abrieron rápida y sigilosamente. Aparejó la misma silla que había traído a esos señores y todo el mundo salió antes que fuese el día. Desde detrás de un árbol les vi subir a ambos al coche, estoy seguro de que no llevaron consigo a ninguna mujer. Les hice seguir. Los llevaron muy despacio hasta el final de la avenida y solamente a partir de ahí se pusieron al galope. A partir de ese instante di a mis cuatro amigos la orden de que volviesen y, mientras tanto, continué examinando el castillo. Nadie apareció en ninguna ventana. Era imposible que hubiesen podido ocultar Sophie al jardinero, él sabía que estaba allí, lo había reconocido ante mí. Fui en su busca y le pregunté por qué no veíamos ya a esa joven y qué creía que había sido de ella. Al principio se hizo el misterioso, luego me dijo que había salido el veinticuatro por la tarde en un coche junto con una dama que había venido a buscarla desde París. No me atreví a decirle que, como no había abandonado los alrededores del castillo desde hacía cuatro días, estaba absolutamente seguro de lo contrario. Pero os aseguro señora, que ningún coche se acerco por allí desde el veintiuno al veinticinco. Durante este tiempo no entró absolutamente nadie en la casa excepto el postillón que os he mencionado y estoy absolutamente seguro de que no salió nadie. Al ver que el jardinero no quería hablar más y que incluso intentaba desviar la conversación, le dejé y me fui a interrogar a mis amigos: por tres de los cuatro caminos mencionados solamente pasaron carretas y un cabriolé en el que iban dos viejos curas. Por la otra, la de Lorena, pasó el veinticuatro por la tarde un coche muy ligero con dos caballos, sin equipaje, conducido al paso por un postillón vestido de paisano. En ese coche viajaba una dama anciana, vestida de aldeana y una joven con un justillo blanco que tenía aproximadamente la edad y el aspecto de Sophie. Mi amigo, para poder darme detalles más precisos sobre la fisonomía de estas dos mujeres, se hizo el borracho y se dejó caer casi bajo las ruedas del coche. Ellas gritaron, el campesino detuvo los caballos y ambas viajeras bajaron para ver si no le había sucedido ninguna desgracia al borracho. Entonces mi amigo se levantó e hizo algunas payasadas para hacerlas hablar: la mujer mayor se puso a reír y respondió a sus sandeces. La joven, con una pronunciación exacta, como corresponde a una joven de buena familia, le dijo:
– Estoy muy contenta, caballero, de que no os hayáis hecho daño.
Pero no sonrió en ningún momento, no participo en lo más mínimo en la grosera alegría de la vieja que, al cabo de unos instantes, le dijo bruscamente:
– Vamos, hemos de subir, nada os alegra. Me vais a hacer morir con vuestra tristeza.
Y la joven volvió a subir suspirando.
Cuanto mayor parecía ser la coincidencia entre esta joven viajera y Sophie, más interrogué a mi amigo. Mil cosas prueban que es ella y mil otras lo desmienten absolutamente... Si hubiese de apostar mi fortuna la arriesgaría para convenceros de que no es ella. O, si lo es, es que salió del castillo por los aires. De no haber estado íntimamente convencido de que no es ella, hubiera montado inmediatamente a caballo y hubiera perseguido a ese coche. Pero estaba tan seguro de lo que digo que ni siquiera se me ocurrió. Estas son mis actuaciones, señora, he seguido fielmente vuestras órdenes y espero estas para intervenir de nuevo en el interior o en el exterior.

Post-scriptum de Madame de Blamont

Bueno, Valcour, decidid ahora... Efectuad, si estáis en condiciones de hacerlo, un juicio cierto sobre este asunto. Sophie ha estado en el castillo de Blamont, no se ha ido y, sin embargo, ya no se la ve. ¿Dónde está? ¿Qué han hecho de ella?... ¿Es cierto que está aún con vida?... ¡Me detengo, mi desdichada situación me prohíbe toda conjetura! Cuanto más me esfuerzo en ignorar el mal, más evidente se hace a mi espíritu todo lo que legitima la realidad de su existencia y apenas ha terminado mi corazón de destruir todas mis sospechas cuando mi razón las renueva. Era preciso haber seguido a esa muchacha, había que verificar de quién se trataba... ¡Oh! ¡en circunstancias tan delicadas es preciso actuar por sí mismo!
A su regreso, a pesar del fastidio, a pesar de las palabras que dejaba caer, que probaban sobradamente su participación en vuestra aventura, quise preguntarle sobre el resto. El viaje a Blamont, que no me había sido ocultado, autorizaba mis preguntas... Me dijo que Sophie había salido, que la llevaban a un convento de Alsacia en donde estaría estupendamente, ya que Dolbourg la recomendaba encarecidamente a la superiora que era pariente suya. Esto hace renacer mi incertidumbre. La muchacha que vieron en el camino de Lorena pudo ser muy bien la que va a Alsacia. Por otra parte, hay quien está seguro de que no es ella. No tengo ningún motivo para dudar de la exactitud de las gestiones del hombre que me informa... ¡Ah! si fuese Sophie, ¿no me hubiera escrito?... En medio de esta confusión me atreví a redoblar mis preguntas:
– ¿A quién habéis confiado esa joven?, le dije al presidente.
– A un hombre seguro, me respondió... Hubiéramos preferido una mujer, eso hubiera sido más conveniente pero no se presentó ninguna que pudiese compararse al hombre leal a quien se la confiamos.
– ¡Oh! señor, disculpad mis preguntas... es una puerilidad por mi parte... es que he tenido un sueño espantoso sobre esta desdichada y vuestras respuestas podrían disipar mis funestas ilusiones. ¿En que coche salió?
– En un faetón muy ligero, arrastrado por caballos de alquiler.
– ¿Cómo iba vestida?
– Con una levita azul... pero, en verdad, vuestras preguntas...
– Perdonad, no os haré ninguna más. La infeliz de mi sueño estaba en manos de una mujer e iba vestida de blanco.
¡Oh! amigo mío, decidlo vos, yo no me atrevo... Es el mismo coche, los mismos caballos, solamente el acompañante y el vestido son diferentes... Quisiera disipar mi confusión con esa multitud de cuestiones y solamente consigo aumentarla. Si escribís a Aline, no lo digáis nada de todo esto... se lo estamos ocultando. Está demasiado preocupada por vuestro estado... no soportaría esta segunda revolución. Es inútil que sepa nada, ya tiene motivos suficientes para temer a su padre, no aumentemos los motivos que tiene para odiarle... Sabe, en términos generales, que Sophie ha sido raptada y conducida a un convento de Alsacia, no es necesario que sepa más.
El presidente parecía preocupado por el aspecto de su hija; fingió ignorar los motivos y Dolbourg no apareció en toda la semana. Adiós, por la confusión en que me veis adivinaréis la impaciencia con que espero vuestra respuesta .


CARTA LVIII

Madame de Blamont a Valcour

París, 6 de Marzo

...Todo va maravillosamente en Bretaña... Antes de tres meses Mlle. de Kerneuil habrá entrado en posesión de los bienes de su pretendida madre y, para completar la dicha de ambos, el rey de España ha hecho responder qua se podía contar con dos millones. El Inquisidor ha protestado ante el mismo rey, diciendo qua los lingotes encontrados en las maletas de Valcour no representaron jamás una suma más importante. A pesar de la falsedad de esta respuesta estamos muy contentos con obtener esto. Sainville me ha escrito dos o tres cartas con un sentimiento bien diferente del de su querida esposa. Se ha comportado de igual manera con el conde de Beaulé, que no dejará de servirle con sumo interés. Por lo que respecta a la joven, aunque sigue siempre tan amanerada, tan ingeniosa y con un corazón bien frío, ha hecho allí una pequeña villanía que terminará por demostrarnos cómo es su alma. Aunque está perfectamente segura de contar siempre con doscientas o trescientas mil libras de renta y aunque sabe que van a ser devueltos una parte de los lingotes de España, pone la soga al cuello de un desdichado colateral que había heredado una renta de seiscientas libras a la muerte de Mme. de Kerneuil. Este desgraciado que prácticamente sólo cuenta con este legado para vivir, está condenado a morir de hambre si lo pierde. De acuerdo con la ley debe perderlo, solamente puede salvarle la voluntad de la legítima heredera... Pero mi querida hija ha declarado formalmente que no iba a perdonar a nadie, ni a ese ni a ningún otro. De donde resulta que el infeliz, que seguramente vale más que ella, se va a ver obligado a renunciar a una boda que ese legado le permitía hacer y va a verse obligado a volver al arado o a alistarse para poder vivir.
Ese gesto es infame, corresponde sin duda a la hija del presidente de Blamont, pero lamento mucho que lo haya hecho una hija mía... ¿Cómo es posible ser tan dura cuando se ha sido tan desgraciada? Yo creía que el infortunio ensanchaba el alma; que, al rememorar los males padecidos, el corazón se hacia más sensible a los males que veía padecer... Me equivocaba, la desgracia endurece, a fuerza de hastiarse de los propios dolores uno se acostumbra a no conmoverse de los dolores de los demás y al permanecer impasible ante los golpes recibidos, se mantiene la misma actitud ante los que alcanzan al prójimo. Ahora estoy aún más enojada de haber consentido ese nefasto arreglo. Nunca os repetiré suficientemente cuánto me desagrada... ¿Pero, que habría sido de Léonore sin esto? Al existir razones demasiado poderosas para no reconocerla, ¿podía ser otra cosa que Mlle. de Kerneuil? y al serlo es preciso que herede los bienes de esa casa. Cuando referí al presidente el gesto horrible que acabo de contaros... alabó a la heroína durante una hora.
– No hay ningún caso, nos dijo, en que haya que dejar a los demás en posesión de nuestros bienes. No se trata de saber si los necesitan o no, nos pertenecen y eso basta y, de acuerdo con eso, es una equivocación cederlos. Hace seis meses que hice algo bastante peor en Blamont. Se trataba de un rincón de tierra que necesitaba para prolongar una terraza, objeto de lujo, como veis, y bastante inútil en el fondo. Esa pequeña parcela formaba parte desde hacia sesenta años del patrimonio de una familia muy pobre que vivía cerca del castillo. Busqué mis títulos, sospechaba una usurpación... Era evidente... Hice desalojar rápidamente a mi hombre y a toda la comitiva de esposa e hijos que le acompañaba y, a pesar de sus gritos y de sus quejas, que ni siquiera me hicieron vacilar, yo construí mi terraza y ellos abandonaron el país.
– Llevasteis a esos desgraciados a la desesperación.
– Lo que gustéis, pero tengo mi terraza... Hay que razonar todas estas cosas... Yo razono todo, esa es mi desgracia... Someto todo a la historia de las sensaciones. En mi opinión es la manera más segura de juzgar... La privación del embellecimiento que supondría mi terraza sería una sensación dolorosa para mí. La privación del terreno que debía contribuir a este embellecimiento supondría lo mismo para el desgraciado campesino... Decidme ahora, os lo ruego, ¿por qué si entre Pierre o yo hemos de recibir una sensación desagradable, por qué, decía, queréis que caritativamente la acepte yo para librar de ella a ese hombre que no es nada para mí? Cualquier persona sensata me tomaría por loco si fuese capaz de actuar de esa forma.
– Pero el cálculo no es justo. Al comparar las sensaciones hay que comparar las necesidades. Las de Pierre eran vitales, no se puede prescindir de ellas. Las vuestras eran una simple fantasía, fácilmente hubierais podido renunciar a ellas.
– Os equivocáis, señora, el hábito de las fantasías es, para nosotros los ricos, una necesidad tan imperiosa como pueda serlo el vivir para esos bribones. Y además, para decidir en mi favor, no es en absoluto necesario que las necesidades sean iguales. El dolor de Pierre es nulo para mí, no afecta a mi alma en forma alguna. Que Pierre coma o no coma es algo que no puede causarme a mí ningún pesar y la privación de mi terraza, en cambio, sí. Entonces, ¿por qué queréis que impida a un hombre sufrir una cosa que no siento a costa de una que he de padecer? Sería un defecto de razonamiento imperdonable por mi parte... Cuando cedéis al sentimiento de la compasión en vez de oír los consejos de la razón, cuando escucháis al corazón más que al espíritu os estáis sumiendo en un abismo de errores ya que no hay órganos más falsos que los de la sensibilidad, ningún otro nos lleva a cálculos tan tontos, ni a actitudes tan ridículas.
– ¡Oh!, señor, dejadme ser una tonta toda mi vida, si tonto es quien escucha a su corazón. Vuestros crueles sofismas no me proporcionaran jamás la cuarta parte del placer que me procura una buena acción. Y prefiero ser imbécil y sensible que poseer el genio de Descartes si hubiese de adquirirlo a costa de mi corazón.
– Todo eso depende de los órganos, respondió el presidente, esas diferencias morales están completamente sometidas a la física... Pero lo que os suplico es que no concluyáis jamás, como sé que os sucede a veces, que uno es un monstruo porque no llora como vos una tragedia o porque no realiza sacrificios en favor de algún patán. Concededme que se puede existir sin parecerse a vos y yo, que soy galante, os cederé que solamente puede ser amable quien se parezca a vos...
Luego una caricia muy falsa... un vistazo al reloj... una llamada... la orden de preparar los caballos y a la Ópera... Ese es el hombre, amigo mío, ese es el ser peligroso con quien hemos de vérnoslas... Pero os lo repito, no os inquietéis hasta que esté mejor informada. Es seguro que algo se trama. Es cierto que atentó contra vuestra vida, que está desesperado por haber fallado. Aún es más seguro que intenta compensar la torpeza de los malvados que se atrevió a enviar contra vos. Y a pesar de todo ello puedo responderos que no pasará nada sin que estéis perfectamente informado.


CARTA LIX

Madame de Blamont a Valcour

París, 15 de Marzo.

Afortunadamente, mi querido Valcour, el perfecto restablecimiento de vuestra salud os permite escuchar sin riesgo todo lo que ha sucedido desde que os escribí. Me acaban de dar la opinión más segura sobre el asunto que os afecta. Los quinientos luises que os fueron ofrecidos no han tropezado en otros sitios con almas tan delicadas. Han sido el precio de una orden que, con toda seguridad, ha sido obtenida contra vuestra libertad... Os buscan, salid de París... No debéis perder un solo instante. Emprended cualquier viaje... Italia, por ejemplo: hace mucho tiempo que lo deseabais. Representará a la vez un motivo de distracción, de formación y de seguridad. No penséis que nos quedaremos en París cuando os vayáis. Concediendo una infinidad de cosas he obtenido algunas. Creo que lo que le ha movido a ceder ante mis peticiones es la esperanza que tiene de deshacerse pronto de vos. No importa, me he aprovechado de ello... estas son las cláusulas:
1. No emprenderé ninguna pesquisa sobre Sophie. Ya me han dicho donde se encuentra y debo estar tranquila... y aquí tenían muchas ganas de hacerme firmar que renunciaba a la idea de suponerla mi hija. Me he guardado mucho de hacerlo.
2. No os recibiré en el campo, a donde he pedido ir enseguida... ¡Qué canallada!... ¡el muy traidor exige esta cláusula cuando tiene en el bolsillo lo necesario para haceros prender!
3. No prescindiré de Augustine... Libertinaje, espionaje, todo lo que queráis suponer de más espantoso, al principio no lo creía, ahora tengo pruebas irrefutables... ¡Qué torpeza!
4. El próximo mes de Septiembre, sin más demoras, concederé mi consentimiento a la boda de Dolbourg y Aline.
Gracias a estas cuatro cláusulas obtengo...: en primer lugar una prórroga, como veis, y esto ya es mucho en mi opinión. 2. Salir inmediatamente para Vertfeuille en donde siempre estaremos más tranquilas que aquí. 3. Hasta la época de mi consentimiento al matrimonio no verle ni a él ni a su amigo y esta condición, os lo confieso es una de las más dulces para mí. Todo ha sido firmado por una y otra parte y M. de Beaulé ha salido fiador de las dos partes.
Una vez hecho esto y como el conde estaba informado de todo, dijo al presidente que le resultaba imposible ocultarle que había gente que sospechaba de él dos cosas y que le suplicaba que se justificase para la tranquilidad de sus amigos: la primera consistía en haber querido asesinar a Valcour, la segunda en haber obtenido una orden para hacerlo encerrar... Es inimaginable la desvergüenza con que este hombre, acostumbrado al crimen se defendió de las dos acusaciones.
– Soy un magistrado, dijo, tengo veinte años más que M. de Valcour, pero a pesar de esas consideraciones estad absolutamente seguro de que si tuviera ganas de deshacerme de él no emplearía medios tan indignos como los que osáis atribuirme... Iría a proponerle unas pistolas y ya que me obligáis a explicar mi actitud respecto a él... llegaré a ese extremo si no desiste de unas pretensiones que me desagradan o si se atreve a poner el menor obstáculo a los arreglos que estamos acordando hoy.
– No negaréis la existencia de la orden de detención, le dijo el conde, he sido advertido hoy mismo en el despacho.
– Os han engañado, señor, respondió el presidente... o quizás han querido hablaros de la obtenida contra Sophie, pero yo no he solicitado ninguna más.
– Si es así, replicó el conde, hacednos a todos el favor de escribir ante mí al ministro que se os acusa de conspirar contra la libertad de Valcour y que me suplicáis que le aseguré que esto es falso.
– Creía que tratándose de cosas como estas, dijo furioso el presidente, os bastaría mi palabra.
Y quiso retirarse. Entonces el conde, a quien no preocupaba la idea de romper... que solamente quería convencerse y que, dado el aspecto de las respuestas y de la conducta del presidente, estaba tan seguro del hecho como era posible... le dijo fríamente.
– Os creo, señor, solamente me enoja que no queráis darme satisfacción en una cosa tan simple como esta quo os pido, si es verdad que no habéis actuado contra nuestro común amigo. Pero sea o no cierto lo que nos habéis dicho, sabed que siempre me tendrá como defensor.
Las cosas quedaron ahí y el conde, seguro de que el presidente tiene en su bolsillo una orden contra vos es el primero en aconsejaros que os marchéis. Que se vaya, me encarga literalmente que os diga, y que confíe en mí sobre las medidas que adoptaré en este intervalo para garantizar su dicha y su felicidad.
Nuestros proyectos están aprobados ahora por nuestro común amigo: emplearé los cuatro primeros meses en el perfeccionamiento y afianzamiento de mis proyectos con todas mis baterías dispuestas. A finales de Julio volveré súbitamente a París y emplearé el último mes de tranquilidad que me queda según las cláusulas firmadas, en poner todo en movimiento. Será sonado... Ya no vacilo más... Toda mi familia me apoya. Sacaremos a la luz la conducta del presidente... Desvelaremos sus odiosas intrigas con Dolbourg... que son el motivo de que quiera entregarle a Aline. Haremos valer la extrema repugnancia de esta desdichada muchacha hacia ese hombre horrible. Publicaremos las razones en que se basa esa repugnancia. En una palabra, reclamaré a Sophie como hija mía... Será mi familia quien haga esta gestión ya que yo me he comprometido a no hacerla. El paso es delicado, lo sé, pero es seguro. Estamos seguros de que, una vez iniciado el asunto, el presidente, confundido por la simple mención de este nombre, se prestará a todo lo que queramos para evitar la demanda. Además no nos veremos obligados nunca a llegar a los hechos... Ya veis, amigo mío, que hay personas que están muy seguras de que no le resultaría fácil encontrar a esa criatura si un día le obligasen a mostrarla.
Pero sea lo que fuere lo que la gente imagine sobre este punto, en realidad yo dudo de ese horror. Es muy difícil comprender cosas tan repugnantes y lo que más me agrada es que el candor y la franqueza del conde de Beaulé tampoco las admiten. Siempre he hecho una observación muy curiosa: que las personas siempre dispuestas a sospechar un crimen de determinada clase son siempre las más propensas a cometerlo. Resulta extremadamente fácil concebir lo que uno admite y no lo es tanto comprender lo que uno rechaza. No habría ni diez condenas a muerte por siglo si durante ese siglo el colegio de jueces estuviese enteramente compuesto de personas honradas. En lugar de sostener, como hacen esos bellacos, que hay que suponer siempre que un individuo que ha resultado una vez culpable de una clase de delito, será durante toda su vida culpable de delitos de la misma clase, lo que es una paradoja abominable, me atrevería a afirmar que, por el contrario, un hombre que ha sido castigado o amonestado por una clase de delito cualquiera no volverá a cometerlo en su vida. Esa es la opinión de las buenas personas, la otra es la de aquellos que, sabiéndose malvados y capaces, por consiguiente, de reincidir, imaginan que los demás deben parecérseles. Estas personas no deben juzgar a los hombres, juzgaran siempre con severidad... La severidad es muy peligrosa. Es infinitamente mejor salvar a un culpable por exceso de indulgencia que condenar a un inocente por exceso de severidad. El mayor peligro de la indulgencia consiste en salvar al culpable, es un peligro leve. El inconveniente de la severidad es hacer morir al inocente, eso es espantoso .
Ahora, amigo mío, he de pediros un favor. ¿Puedo esperar que me améis lo bastante como para que no haya de temer una negativa? Mientras estáis leyendo esta carta hay en vuestra antecámara un hombre de confianza, le he encargado que os entregue mil luises. ¿No es posible que, en vísperas de una salida tan precipitada, no tengáis los fondos necesarios para emprender el viaje que os aconsejo?... ¿A quién corresponde en ese caso el derecho de prevenir vuestras necesidades, si no es a vuestra mejor amiga?
Valcour, os conozco... esa negativa que finjo no temer... me la estáis dando... lo veo... Pero escuchad, el hombre que va a hablaros exigirá de vos un recibo... y lo que os dará es un adelanto sobre la dote de mi hija... ¡Amigo cruel! ¿osareis rechazarlos ahora?


CARTA LX

Valcour a Madame de Blamont

París, 16 de Marzo.

¡Cómo aumentan vuestros derechos a mi agradecimiento, señora! ¿Es necesario multiplicar los títulos que tenéis sobre mí? Casi me hacéis apreciar mis desdichas ya que, al padecerlas, obtengo pruebas tan dulces de vuestra excesiva bondad... ¡Hábil subterfugio... dichosa esperanza!... ¡Cuánta delicadeza sabéis poner al obligar!... Sí, señora, voy a alejarme... y desde este mismo momento, ya que mi seguridad os interesa voy a ocuparme de ella alojándome en casa de un amigo en donde permaneceré de incógnito hasta el momento de mi salida.
¡Oh!, señora ¿he de confesároslo?, vuestras bondades me llenan de audacia, me dan el valor de pediros una prueba más: alejarme de vos... alejarme durante tanto tiempo... sin veros, sin que me sea permitido arrojarme a los pies de quien adoro... ¿Seréis tan rigurosa como para condenarme a ello? Para pediros esta gracia apelo a todo el encarecimiento que mi corazón es capaz de dar... En los primeros días de vuestra llegada a Vertfeuille... mientras estéis sola... una hora... un solo minuto... Pero desarraigarme... abandonar mi patria sin gozar de la dicha de ver un instante a todo lo que me une a ella... no, no lo exigiréis, no me condenareis a una privación que me resultaría más dura que la muerte...Indicadme las precauciones que he de adoptar... señaladme la ruta a seguir. Haré todo, obedeceré en todo, nada hay a lo que no me sometiera para obtener la gracia que imploro. Espero mi sentencia... pronunciadla... y convenceos de que una sola palabra basta para convertirme en el más afortunado de los hombres o en el más desdichado de los enamorados.


CARTA LXI

Valcour a Aline

París, 16 de Marzo.

Después de todo el interés que he podido hacer nacer en vuestra alma sensible ¿me negaréis, Aline, la nueva prueba que me atrevo a imploraros?... Adivináis lo que os pido, vuestro corazón, animado del mismo deseo sabe captar fácilmente la gracia que encarecidamente os solicito... Este favor me fue negado el pasado año, lo recuerdo con dolor, pero dignaos pensar en ello, Aline, las circunstancias en que os dejo esta vez son muy diferentes a las que reinaban entonces. Desconfío de esta calma aparente. No me he atrevido a decirlo, pero me parece que esta nueva prórroga se ha concedido con demasiada facilidad. ¿Es coherente esta tranquilidad prometida con todas las precauciones que adoptan, con las indignidades que se permiten? ¿Y, si no tuviesen intenciones de presionar, armarían tantas baterías para alejar los obstáculos? ¡Ah! ojalá sean falsos mis presentimientos, pero, al alejarme me estremezco. No puedo ocultároslo y cuanto más horribles son mis temores, más violento es el deseo de veros... ¡Si fuesen a engañarnos a todos! ¡Si las odiosas maniobras de este hombre cruel fuesen a arrebatarme a quien idolatro!... Esta funesta idea penetra en mi corazón como un hierro ardiente que lo destroza... entra en él con el escalofrío de la muerte... He de veros antes, Aline, he de hablaros una vez más de mi amor. Satisfecho al ver que me echáis de menos, dichoso de llevar conmigo vuestro corazón, podré, al menos, soportar mejor vuestra ausencia. Con la sangre derramada por vos escribo, llorando, este deseo desenfrenado de mi alma... Si me lo negáis... Aline... me iré, es preciso, pero no me veréis nunca más... Creedlo por muy quimérica que pueda ser esta idea, me absorbe y no puedo impedir que surja.
En una palabra, es preciso que os vea, la necesidad que tengo de ello es tal que, por primera vez en mi vida, ignoro incluso si os obedeceré en el supuesto de que me prohibieseis acudir. Sí, preferiría desobedeceros y veros que morir obedeciéndoos... Amo esta vida cruel desde que despertasteis en mí tanto interés. ¡Oh, mi Aline! ved a vuestro enamorado a vuestros pies implorar, encarecidamente, regándolos con sus lágrimas, la gracia de veros un minuto; vedlo, palpitando aún bajo el hierro del autor de vuestros días, esperar que solamente este favor compense todos sus males... ¿A dónde queréis que vaya sin haberos visto? Debilitado por mi desesperación, extraviado por mi amor, ¿qué será de mí, ¡ay! sin el consuelo que ansío? O no me habéis amado jamás o lo obtendréis de vuestra madre. A ambas os lo pido y quiero abrazar a ambas o morir.


CARTA LXII

Madame de Blamont a Valcour

París, 20 de Marzo

A dos leguas del palacio que alojará a vuestras amigas en Orléans y Vertfeuille, en el lindero del bosque, hay una aldea que se llama Haut-Chêne. En la extremidad de esa aldea hay una pequeña colina aislada en la que hay una choza habitada por una vieja que solamente tiene consigo una hija llamada Colette... una amiga de Aline de la que ya os hablamos el año pasado... De ahí volvíamos cuando encontramos a esa desdichada Sophie. Estad en casa de esa mujer el 15 de Abril entre las tres y las cuatro de la tarde, disfrazado de cazador... ella estará sobre aviso. Allí veréis a las dos personas que más os quieren en el mundo... dos amigas que ceden a vuestras peticiones a pesar de todos los peligros que las rodean... Salimos el día primero del mes próximo... hasta entonces el mayor silencio... Dejad París cuanto antes, el peligro aumenta de día en día... Poneos en camino antes de pasar por el lugar que os indicamos y de allí salid de Francia sin perder un instante. Adiós.


CARTA LXIII

Aline a Valcour

París, 20 de Marzo

¿Debo amar a esta madre encantadora, debo quererla eternamente? Ved lo que ha hecho por mí. Voy a veros... y todo es obra de ella... a ella debemos este favor y el alma de vuestra dulce Aline, henchida de amor y de agradecimiento a la vez, no sabrá a qué sentimiento entregarse en ese dichoso día... Pero, amigo mío, ¡qué breve será esta alegría... y qué espantosos tormentos seguirán quizás a esta dicha! ¡Ah! creed que esta separación cruel me alarma tanto como a vos. Estoy de acuerdo que desde hace mucho tiempo deberíamos estar acostumbrados a vivir el uno sin el otro, pero respirábamos el mismo aire, vivíamos en el mismo país. ¡Y qué horribles barreras van a tenderse ahora entre nosotros!
¡Oh! ¿cómo soportar este alejamiento?... cuanto más pienso en ello, menos capaz me imagino... ¡Cuántas cosas pueden pasar durante una ausencia tan prolongada! Aunque estemos separados el uno del otro, cuando estáis cerca de mí me siento con más fuerzas... sufro con más resignación... Pero ahora, ¿quien me infundirá el valor? ¿quién será el alma de mi vida... y el báculo de mis desdichas? ¡Oh, Valcour! no me comuniquéis vuestros presentimientos... otros igualmente crueles acuden asimismo a destrozarme... Alejémoslos... partid ya que es preciso, partid, seguro de mi amor... Os seguiré... mi corazón volará sobre vuestras huellas. Mis ojos, siempre fijos sobre los Alpes, franquearán, como mis deseos, sus cimas que se elevan hacia las nubes. Cuando lleguéis a la más alta de las cúspides volved vuestra mirada sobre esta tierra en la que habéis dejado a vuestra Aline y decid: ahí respiran dos criaturas que me aman que se interesan por mí, que cuentan mis pasos y ordenan mis días, que desean con tanto ardor como yo que llegue el instante en que pueda reunirme con ellas... el instante de esa dicha tan dulce...
¡Oh! amigo mío, si estuviese escrito en los cielos que jamás habremos de disfrutar de esa dicha... si todos nuestros proyectos fueran quiméricos... ¿haríamos mal en fijar en ese caso nuestras ideas, como en algunas ocasiones os he dicho, exclusivamente sobre esa felicidad celestial que necesariamente ha de alcanzar la virtud?
Qué dignos de compasión son, amigo mío, quienes no cuentan en sus penas con la halagüeña esperanza de la religión, quienes, viéndose abrumados por los hombres, no puedan decir en el fondo de su corazón: hay un Dios justo y bueno que me compensará de lo que me han hecho sufrir, su seno, abierto a los desgraciados, recogerá mi alma afligida y mereceré su compasión confortadora a cambio de los males que me hayan hecho.
Sí, si me lo permitís, el conocimiento de un Ser supremo es uno de los más dulces presentes que la naturaleza nos ha dado. No hay un solo instante en la vida en la que esta idea no sea querida y preciosa. No hay uno solo en que no nos depare un torrente de delicias... ¿Quién es lo bastante bárbaro como para poder imaginar que cabe arrebatárselo a los hombres? ¡El muy cruel, privándose a si mismo de la esperanza más dulce de la vida, ¿no se ha dado cuenta de que estaba aguzando el hierro del tirano... armando el brazo de la iniquidad... que, al mancillar el premio de todas las virtudes, estaba abriendo la puerta a los vicios y que estaba cavando, finalmente, el abismo al que acabarían arrojándole sus sistemas?... ¿Qué clase de hombre es el desdichado que nos arrebata la idea del Ser justo que recompensa el bien y castiga el mal? ¿Es opulento? ¿Domina a sus semejantes? Que tiemble... que se estremezca, roto el freno de aquel a quien quiere atar, aburrido de sus cadenas, indignado por el yugo que le oprime, al no existir Dios, ¿qué puede perder ese esclavo infortunado? ¿qué peligro corre al hundir el puñal en el pecho del déspota orgulloso que quiere dominarle?... ¿Es inferior o pobre ese impío sectario de las siniestras quimeras del ateísmo? ¿Quién le socorrerá en su miseria? ¿Quién salivará sus tormentos? ¿Quién le ofrecerá una mano compasiva cuando arrebata a los hombres la esperanza de ser recompensados por el bien que hayan hecho? Pero esa servidumbre de que se queja, esas calamidades que le descorazonan, ¿por qué no se multiplicarían, ya que el tirano que las ocasiona no ha de temer a un vengador? No sirve, pues, para nada ese sistema espantoso y triste. ¿Qué digo? Es peligroso para los hombres de todas clases, fatal para el opresor, siniestro para el oprimido. La verdadera filosofía debe contemplar el momento en que este sistema se apodera de los espíritus como esos años de desolación en que el aire infectado de un veneno pestilente viene a aniquilar sordamente a las generaciones que pueblan la tierra.
¿Perdonaréis, amigo mío, este pequeño arrebato racional de vuestra Aline? Temo que me encontréis melancólica... Ese matiz lúgubre emana a mi pesar. Oscurece todo lo que pienso y todo lo que imagino. Creo iluminarlo un instante cuando os hablo y los trazos que dibuja mi mano están impregnados de pena en contra de mi voluntad. Las lágrimas corren a borrar mis líneas a medida que las escribo... ¿Por qué manan?... ¿Por qué se escapan? Mi madre me ama... mi enamorado me adora, está próximo el momento en que voy a verle y, no obstante, lloro... Un tupido velo parece extenderse sobre el porvenir. Mis tristes ojos no pueden penetrarlo. Si mis dedos lo rasgan un instante, todos los atributos de la muerte se me presentan detrás de él...
¡Oh, amigo mío!... ¡si llegaseis a perder a esta Aline a quien tanto queréis!, ¡si, aunque muy joven aún, el cielo quisiese disponer de ella!... ¿Tendríais el valor de soportar esta pérdida?... ¿Encontraríais en vuestra alma la fuerza necesaria para no caer abatido?... Cuando nos veamos exigiré de vos que me juréis que pase lo que pase... soportareis esta desgracia con resignación. ¡Valcour! ¿Quién puede responder de un momento de la vida?... Frágiles criaturas, respiramos aquí durante un abrir y cerrar de ojos; el día que nos ve nacer es contiguo al que nos extingue. Y esta serie de instantes fugaces que nada fija, que nada detiene, se precipita al abismo de la eternidad como el caudal de un torrente impetuoso lo hace en las inmensas llanuras del océano. Si son breves esos instantes en que respiramos, si son fáciles de destruir, esto puede suceder en cualquier momento. ¿Por qué entregar entonces todo nuestro amor a criaturas tan frágiles?...
Si, amigo mío, quisiera que, impregnado de estas razones, os convirtieseis más bien en el amante de esa alma que ha de seguirme que en el de estos perecederos atractivos que un soplo puede marchitar al instante. A menudo os he reñido por poner un precio demasiado elevado a estas bellezas efímeras y lo vuelvo a hacer ahora.
¡Oh, Valcour! ama en mí solamente aquello que no puedas perder. Quiere solamente a esta alma a la que la tuya habrá de unirse un día... Créeme, renuncia a todo lo demás antes de que los hombres o la muerte te obliguen a hacerlo... Percibe bien la acusada diferencia entre los dos objetos que ofrezco a tu amor: si estuvieses quince años sin verme, te desafiaría a que me describieses, por el contrario, las emociones de mi alma, los pensamientos que te expresa no saldrán jamás de tu memoria. Prefiere, pues lo que puedas conservar perpetuamente a aquello que se escapa con rapidez.
Piensa que, amándome así, me añorareis mucho menos si me pierdes. ¿Qué importa que desaparezca lo perecedero cuando tenemos la deliciosa certeza de que lo que no ha de alterarse nunca no podremos perderlo jamás? ¿Qué amarás de mi persona, te pregunto, cuando esta masa, convertida en polvo, deje solamente en el fondo del féretro los restos de un esqueleto? Suponiendo incluso que estos atractivos desfigurados puedan reconstruirse bajo tus sentidos, solamente reaparecerían para tu desesperación. Mientras que las expresiones de esta alma que yo quiero que prefieras vendrán a gravitar sobre la tuya para expandirla y vivificarla.
Y hay más, me parece que yo te amaría más aún si consintieras en no amarme más que así. Purificaría tanto los sentimientos del alma que es el origen de tu felicidad que el culto que ella te rindiese sería entonces absolutamente semejante al que ofrece a su Dios... Ya no habría separación... ni nada que pudiese turbarnos, dividirnos o extinguirnos y nuestro amor, al residir entero en el ser que nunca perece, duraría tanto como ese Dios.
Te dejo... De nada vale que deponga o que vuelva a coger la pluma... embebida siempre, a pesar mío, en la hiel de la melancolía, en vez de fortificar tu espíritu, lo alarma. No consigo consolarte y lo único que hago es afligirme más.


      



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