Escritor
argentino nacido en Serodino, provincia de Santa Fe, el 28 de junio de 1937.
Radicado en París desde 1968. Vivió en el campo natal y enseñó en su país y en
la francesa universidad de Rennes.
Es autor de algunos cortometrajes cinematográficos y artículos de crítica
literaria. En sus primeras obras se advierte la impronta del realismo y del
regionalismo americano: En la zona (1960), Palo y hueso (1965) y Unidad de lugar
(1967) son colecciones de cuentos, que alternan con las novelas Responso (1964)
y La vuelta completa (1967).
A partir de los relatos de Cicatrices (1969) registra la influencia del
objetivismo de la llamada nueva novela francesa, con la desaparición de los
personajes y el protagonismo de los hechos y las cosas. En esta línea figuran
los cuentos de La mayor (1976), y las novelas El limonero real (1974), Nadie,
nada, nunca (1980), La ocasión (1988), Glosa (1988) y Lo imborrable (1992). En
El entenado (1983) evoca un episodio de la conquista de América. Ocasionalmente
hizo poesía y la reunió en El arte de narrar (1977). En 1987 obtuvo el Premio
Nadal.
Murió el 11 de junio del 2005 en París, víctima de un cáncer de pulmón.
Entre sus obras: En la zona (1960); Responso (1964); Palo y hueso (1965); La
vuelta completa (1966); Unidad de lugar (1967); Cicatrices (1968); El limonero
real (1974); La mayor (1976); Nadie nada nunca (1980); Narraciones (1983); El
entenado (1983); Glosa (1986); El arte de narrar (1988); La ocasión (1988);
El río sin orillas(1991); Lo imborrable (1993); La pesquisa (1994); El concepto
de ficción (1997); Las nubes (1997); Lugar (2000).
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La
muerte de un gran escritor
[11-06-05]
Juan José Saer - Sobre sus libros.
Ilustración: El Tomi
Fue uno de los más
importantes escritores argentinos y uno de los más respetados
internacionalmente. Saer, quien vivía en Francia desde 1968, murió en París a
los 67 años, víctima de una larga enfermedad.
Su muerte es una pérdida enorme para la literatura de habla hispana. A pesar de
su prestigio mundial, su modestia intelectual era única.
Saer había nacido en Serondino, en la provincia argentina de Santa Fe, y residía
en Rennes desde 1968, donde ejercía como profesor en la universidad de esta
ciudad del oeste de Francia. Se encontraba escribiendo las últimas páginas de su
novela "La grande".
Autor de cuentos, novelas y ensayos traducidos en cinco idiomas, Saer era
considerado uno de los escritores más destacados de la literatura argentina.
Entre otras obras se pueden citar "Cuentos Completos" (2002), "En la zona.
Cuentos" (2003), "El río sin orillas" (1991), "La narración objeto" (1999), "La
ocasión" (1986), por la que recibió el Premio Nadal, "Unidad de lugar" (1967),
"Cicatrices" (1969), "El limonero real" (1974), "Nadie nada nunca" (1980), "Las
nubes" (1997) y "Lugar" (2000).
Alguna vez Saer había asegurado: Si yo pudiera, escribiría un tratado de
filosofía en una lengua popular del Río de la Plata. Eso sí que me gustaría."
En octubre de 2004
Saer fue distinguido con el XV Premio Unión Latina de Literaturas Románticas,
que compartió con el rumano Virgil Tanase, por decisión del jurado reunido en
París, que consideró que el argentino había desarrollado "una obra rica y
variada de modo silencioso, alejado de los grandes circuitos de la publicidad
literaria".
El Premio Unión Latina de Literaturas Románticas, creado en 1990, coronó la obra
de un escritor de lengua románica sin distinción de país ni continente, para
rendir homenaje al patrimonio literario latino. En esa oportunidad Saer no pudo
asistir a la entrega del premio, que tuvo lugar el 24 de noviembre en Roma, por
motivos de salud.
Saer, un intelectual
atípico, distinto, apelaba, a pesar de su prestigio internacional, a una
modestia pocas veces vista en el rubro. En una entrevista realizada hace pocos
años señaló: "Cuando me presentan como novelista me deprimo (risas), me parece
una designación un poco melancólica. Es una denominación que comparto con mucha
gente. La colección Grandes Novelistas de Emecé, por ejemplo, tuvo grandes
escritores durante una época, y ya no, pero se sigue llamando "Grandes
Novelistas": Arthur Halley y Morris West son ahora grandes novelistas. De todo
eso huyo".
Sin embargo, Ricardo Piglia, considerado por muchos como el sumo sacerdote de la
literatura contemporánea en español, en momento puso la figura del escritor en
su justo lugar cuando dijo: "...decir que Juan José Saer es el mejor escritor
argentino actual es una manera de desmerecer su obra. Sería preciso decir, para
ser más exactos, que Saer es uno de los mejores escritores actuales en cualquier
lengua y que su obra –como la de T. Bernhard o la de Samuel Beckett– está
situada del otro lado de las fronteras, en esa tierra de nadie que es el lugar
mismo de la literatura..."
*Estuvo acompañado
por Jorge Alonso, Fabián Vernetti, Pablo Sevilla y Fernando Peirone. Se indica
con las iniciales del apellido sus intervenciones.
P: No nos conocemos, y usted se preguntará qué hacemos acá. Nuestra intención es
escribir una especie de crónica de viaje: salir de un lugar chico como Venado
Tuerto, donde la cultura está presente en la medida en que uno hace el esfuerzo
de verla, hacia un lugar como éste (Buenos Aires) al que llegamos para hacerle
una entrevista a Saer y donde la cultura está.
S: Está y no está, en realidad en un lugar como éste, por un lado está la
cultura, que es menos visible que el mercado; acá está el mercado, eso es
evidente, es una especie de feria de vanidades, feria en el sentido del lugar
donde uno va a comprar hortalizas, carne, etc., después está la cultura que es
una cosa que se va elaborando lenta y laboriosamente; para mí la enésima
exposición de un pintor, mil veces reconocido, vendido y revendido, no es un
hecho cultural, es un hecho mundano, comercial o lo que fuera; la aparición de
un pintor que va elaborando sus cosas, a veces en la oscuridad o en la
semioscuridad o como fuere me parece que es la cultura, ese es el trabajo de la
cultura y la concreción se va haciendo lentamente, la sedimentación es
extremadamente lenta, no se puede decretar una cultura o un cambio de cultura,
muchos han querido hacerlo, algunos gobiernos no solamente autoritarios sino
supuestamente democráticos, la cultura democrática tampoco se puede decretar,
tiene que ir apareciendo lentamente. La cultura es, generalmente, una cosa que
se va sedimentando poco a poco, a través del tiempo, de los años, de los siglos;
la cultura argentina se ha ido unificando desde la aparición de algunos grandes
escritores o pensadores como Sarmiento o Alberdi; ha ido sedimentando y
transformando, de modo que la cultura argentina hoy no es la misma que en 1920 o
1900; por ejemplo la cultura literaria: los nuevos aportes que han ido
apareciendo han modificado la serie cultural argentina y ahora no podemos juzgar
a Sarmiento sin tener en cuenta la existencia de Borges, de Arlt, de Macedonio
Fernández o de Antonio Di Benedetto, tenemos que juzgarla en esa óptica y
tenemos que inscribir esas obras del pasado en ese nuevo paisaje que se va
modificando continuamente.
P: Hay un pasaje o un viaje que usted hace desde su lugar en Santa Fe hasta
Buenos Aires y París, ¿cómo se vive ese viaje?.
S: ¿Cómo emigraron
los caballos de América al continente europeo, Africa y Asia? No decidieron un
día emigrar, el hombre tampoco vino a América desde la costa oriental africana,
donde ya es indiscutible que el hombre aparece, tampoco apareció en muchos
lugares a la vez sino que apareció ahí y después se fue diseminando. Tenemos la
idea de que emigraron, que un día salieron los caballos a buscar América; no,
poco a poco fueron buscando pastizales a través de las estaciones, de los
cambios de tiempo, poco a poco, en millones de años, fueron llegando primero a
Europa del norte y después se fueron distribuyendo; el hombre a la inversa hizo
lo mismo. Puede decirse que todo cambio en nuestra vida es más o menos así,
cuando vemos la transformación es que esa transformación se ha ido produciendo
antes, cuando vemos el cambio podemos decir que las transformaciones ya forman
parte del pasado. Cuando me fui a París (sería el cambio más fuerte, el más
aparentemente radical) no pensaba ir a París, no tenía ninguna intención de
hacerlo, además cuando fui fue sólo por seis meses y finalmente me quedé por
muchas razones de diferente tipo. No quiero disminuir el valor de esa
experiencia que fue para mí extremadamente rica, pero no puede decirse que lo
haya hecho de manera consciente, deliberada, voluntaria. Ahora bien, el hecho de
haberme ido supone que ya había en mí los elementos necesarios que me permitían
ese cambio, mucha gente ha tenido la oportunidad de irse y no lo ha hecho, otras
debieron irse por razones obligatorias, impuestas exteriormente por gobiernos
autoritarios o por situaciones económicas desesperadas o por rupturas violentas
con un medio ambiente familiar o por lo que fuera.
Apo lee Bravo Mundo Nuevo
G: A partir de lo
que usted dice podría surgir la lectura de un Río sin orillas, donde la única
posibilidad de ver las cosas es a partir de cierta extranjería.
S: La palabra extranjería no me gusta porque en un determinado momento tuvo un
sentido peyorativo, la extranjería eran los extranjeros que perturbaban, no se
usaba ese término, los nacionalistas usaban ese término y yo rechazo todo
nacionalismo.
G: No lo empleé como forma política sino como forma de percepción.
S: Sí, digamos que a partir de una cierta forma de extrañeza o sentimiento. Creo
que nunca podemos ver totalmente las situaciones que vivimos, los problemas en
los que reflexionamos totalmente desde afuera, siempre estamos implicados en
ellos, pero por ejemplo me resultó bien irme del país porque por primera vez lo
vi como un conjunto, de lo contrario tenía una óptica demasiado situada como
para verlo en su totalidad, no diré que lo vi claro en su conjunto, simplemente
lo vi como a una totalidad, de ahí a que mis análisis sean más o menos confusos
o más o menos claros es otro problema. Por primera vez lo vi como una totalidad,
lo vi desde fuera, como cuando uno está en la habitación de una casa y cuando
sale afuera ve la fachada, el exterior, ve más o menos las dimensiones
generales; al mismo tiempo e inversamente, el hecho de entrar, penetrar, vivir y
trabajar en Europa, tener hijos que han nacido allí, me dio una perspectiva
nueva de Europa, que antes sólo veía desde y solamente desde el exterior, se
produce una especie de inversión, eso para mí fue muy fructífero, lo fue hace 20
o 25 años (hace 29 años que me fui). Los primeros 10 años de mi estadía en
Europa fueron extremadamente fructíferos desde el punto de vista intelectual
(desde el punto de vista personal es otra cosa), porque me permitió relativizar
tanto mis experiencias argentinas como mis experiencias europeas y ponerlas en
un contexto nuevo y diferente.
G: Da la impresión que la ciudad de Buenos Aires traduce una terrible
melancolía, pero por otro lado esas generales lleva a pensar que si se la
enrollara con el pavimento se la podría poner en cualquier otro lugar, esa idea
sugiere a Martínez Estrada, un autor que usted no menciona demasiado.
S: ¿qué no
menciono demasiado?, creo que soy uno de los que más menciona a Martínez
Estrada, siempre lo pongo como uno de los grandes escritores argentinos, sobre
todo por un libro que me parece absolutamente extraordinario como lo es La
transfiguración de Martín Fierro, creo que es una suma extraordinaria sobre la
cultura argentina del siglo XIX y la poesía gauchesca, más que Biografía de la
pampa, que también es un libro extraordinariamente interesante como todo lo que
escribe Martínez Estrada; conozco sus poemas, sus cuentos y muchos de sus libros
de ensayo, aunque no todos porque su obra es un poco inagotable, como La casa de
Martha Riquelme, que me parece uno de los mejores cuentos de la literatura
argentina. Martínez Estrada es, para mí, uno de los más grandes escritores
argentinos, a veces lo nombro, otras no lo hago, como decía Borges lo primero
que se nota en una lista son las omisiones.
G: Quizás eso es lo que noté en Río sin orillas a través de una lectura que hice
hace tiempo, creo que había un aire inconfundible y me parece que es la
continuación de Martínez Estrada.
S: Sería como los avestruces que esconden la cabeza el no nombrar a Martínez
Estrada en un libro como Río sin orillas pretendiendo que nadie se dé cuenta que
él es quien ha abierto camino hasta acá en eso, sería como el rey desnudo.
G: Su idea del tiempo no es exactamente la misma de Martínez Estrada, por eso me
pareció que había un diálogo... en La cabeza de Goliat también, un diálogo muy
fuerte con muchas contradicciones de gran interés.
S: La cabeza de Goliat es uno de los primeros libros de Martínez Estrada y
efectivamente lo leí. Creo que Martínez estrada es el único escritor que se
puede comparar a Borges en el sentido que es un escritor completo, que ha
abordado todos los géneros prácticamente con la misma felicidad y debo decir que
casi con más aliento que Borges, creo que Borges es mejor cuentista y mejor
estilista en sus ensayos, en ese culto de la brevedad de Borges, pero creo que
Martínez Estrada tiene un aliento mayor. Dicho sea de paso, Borges repitió hasta
el cansancio que para él el mejor poeta argentino de su generación era Martínez
Estrada.
G: Me pareció también ver flotar un cierto aire en relación a cómo se llega
siendo ajeno, en su caso una ajenidad que al mismo tiempo le permitía renombrar
lo propio. Me pareció que esa llegada a lo ajeno se parece un poco a la llegada
de Levi Strauss a Brasil, ¿lo tuvo en cuenta usted?
S: En ese caso no lo tuve en cuenta, pero Tristes Trópicos es un libro
extraordinario que releí hace unos días desde el principio porque iba a San
Pablo, después me di cuenta que lo iba a arrastrar durante todo el viaje y no
iba a poder leer una sola página, entonces los dos o tres últimos días (antes de
venir acá) lo estuve leyendo. Creo que la diferencia entre Levi Strauss y yo
(obvia diferencia entre Levi Strauss y yo, él es un gran pensador y yo no) es
que él habla de un país y sobre todo de pueblos a los cuales él no pertenece, en
cambio yo estoy hablando de un país al cual pertenezco y cuya pertenencia
reivindico.
G: ¿Y cuando usted habla de los colastiné?
S:
De los colastiné sólo se conoce el nombre.
G: Pero usted los inventó, es lo mismo que hace Levi Strauss.
S: Quién sabe, tal vez si nos ponemos a observar más de cerca descubriríamos que
Levi Strauss inventó muchos de los rasgos..., hay un libro de Levi Strauss muy
importante para mí que constituye una doble epistemología en el cual no
solamente analiza el concepto de totemismo sino que pasa revista a prácticamente
toda la bibliografía que hay sobre totemismo, sobre todo desde el siglo XIX
hasta el momento en que él trata ese tema, ahí vemos que efectivamente el
antropólogo o el etnólogo puede muy bien inventar, a través de error de
interpretación, todas las pautas de un pueblo, de un grupo humano. A los pueblos
fluviales, los pueblos del Amazonas, nosotros no podemos separarlos de Levi
Strauss, no podemos separar las islas Tobrean de Malynovski, no podemos separar
Samoa de Margaret Mead, porque sólo tenemos esa referencia desde el interior de
nuestra propia cultura y además participamos de algunos de los supuestos
conceptuales o ideológicos que tienen estos analistas, entonces nos resulta
totalmente difícil (por no decir imposible) verlos tal como son, y a ningún
objeto de este mundo lo podemos ver tal como es. Por ejemplo a ese jarrón no lo
veo tal como es, lo veo en una perspectiva que ahí parece plano y en realidad no
lo es, no sé si es plano o no, tendría que darlo vuelta y cuando lo haga sigue
siendo plano porque lo veo desde el otro lado, así es todo. Nuestra
imposibilidad podríamos decir que es una especie de aporía del conocimiento,
pero al mismo tiempo es lo único, la única forma que tenemos de conocer, en
ciencias humanas eso se ve de manera todavía mucho más flagrante, por eso hay
que ser modesto, no hay que ser autoritario, estoy contra todo discurso
autoritario, contra todo discurso afirmativo, por eso para mí, en tanto
escritor, puedo reivindicar la incertidumbre, es evidente que un cardiólogo no
lo puede reivindicar, yo puedo hacerlo y no tengo por qué quedarme en los
términos medio prácticos de un pensamiento, el filósofo y el artista tienen la
obligación de ir hacia el fondo de las cosas, hacia las últimas consecuencias
del pensamiento y, si vamos hasta las últimas consecuencias, todo pensamiento
queda irresuelto al final de una cadena lógica o no.
G: La impresión que tengo en cuanto a lo que usted escribe es que primero
existiría el pensamiento, el pensamiento siempre está en un estado de grumo, se
parece a una forma del tiempo que es indiscernible y que el lenguaje nunca
alcanzaría para cubrir todo lo que el tiempo y el pensamiento reclaman, de ahí
que su lenguaje en ficción siempre aparece como una imposibilidad.
S: Podríamos formularlo así y es totalmente exacto, también podríamos invertir
los términos y decir que sólo tenemos lenguaje y que el lenguaje es la única
referencia que tenemos porque es lo único que nosotros hemos creado, es un
instrumento que hemos creado para nombrar al mundo, para manejarnos dentro del
mundo, todo es lenguaje, fuera del lenguaje no hay mundo para mí, siempre en
esta posición de llevar al pensamiento hasta sus últimas consecuencias, en los
términos medios de la practicidad es otra cosa: cuando voy a tomar un té no voy
a negarle al mozo la existencia de ese té o que el pasado en el cual me lo trajo
y yo me lo tomé no existió, porque me hecha a patadas y con justa razón, pero
puedo plantearme toda una serie de cosas con esa taza de té, esa taza de té
tiene una parte de utilidad práctica y una parte de enigma y misterio, podemos
decir que sabemos lo que es el té, también sabemos lo que es un vegetal pero
¿por qué aparecen los vegetales?, la cosa comienza a complicarse un poco apenas
llevamos nuestro pensamiento a sus últimas consecuencias. Seguramente un
filósofo profesional (si los hay todavía y creo que ya no quedan más que esos)
consideraría que éste es un pensamiento puramente ingenuo y probablemente lo
sea, pero a mí me sirve para escribir, uno escribe con el alcance de sus propias
ideas, uno sólo tiene convicciones al escribir cuando cree haber pensado las
cosas que pone, si está sólo citando la tarea de escribir no tiene la menor
importancia, no tiene ningún valor.
G: Al decir lenguaje quizás uno es impreciso, pero tengo la sensación de que
esto que usted dice pertenece a una escisión desesperante que está en su obra.
Efectivamente hay tiempo y pensamiento antes de que alguien que se ponga a
hablar o escribir pueda suponer lo limitado que está con sus pobres medios del
lenguaje escrito o verbal para hacerse cargo de lo que tiene el mundo en cuanto
a esa materia. ¿El lenguaje no lucha desesperadamente (sobre todo el lenguaje de
ficción) para finalmente conseguir algo en ese lugar que permanentemente se nos
escapa, porque generalmente todo se borra y la memoria, que es lo único que
tenemos para pensar el pasado, también se borra? Es decir, ¿la suya no es la
desesperación de lo imborrable?
S: Y se borra cada vez más, cuando uno llega a cierta edad, como yo que ya no
soy tan joven como ustedes, me empiezo a dar cuenta que toda esa sed por
adquirir conocimientos, saber, pensamientos, comienza a borrarse y sabemos que
se va a borrar, por eso la humanidad recomienza no solamente todos sus errores
sino también todos sus trabajos, cuando estamos en una especie de línea
ascendente eso nos parece extremadamente importante y después empezamos a
sentir, casi biológicamente, que todas esas marcas dejadas por la cultura, la
existencia, la sociedad, se borran, incluso se empiezan a borrar los signos
biológicos no solamente las adquisiciones culturales, todos conocemos el viejo
chiste del señor que a los 25 años se jactaba de acostarse con diez señoritas
por semana y a los 60 años no lo dice porque nadie se lo creería, esos son
signos biológicos que también se van borrando y que configuran una imagen de sí
mismo que se va modificando con el tiempo. Y por favor (se ríe) no tomen esto
como una confesión autobiográfica…
S: ¿Qué va sustituyendo eso?
S: Creo que nada.
G: ¿Entonces cuando decimos "lo imborrable" es un juego melancólico?
S:
Lo imborrable tiene dos sentidos en el título, lo primero es meramente histórico
y social: "eso que pasó no se debe borrar bajo ningún concepto"; y lo segundo es
que para mí lo imborrable es la presencia del hombre en el mundo, aunque el
hombre desaparezca para siempre (es muy probable que desaparezca y casi es
deseable que así sea), eso que pasa con la aparición del hombre en el mundo es
un hecho tan único, tan increíble, que el mundo ha sido transformado, aunque
después nadie esté aquí para ver esa transformación, la transformación es tan
radical, el big bang y todo eso, no sé si me interesan tanto los primeros
segundos del universo, pero en cambio sí me interesa la aparición del hombre con
todo lo que supone respecto de la naturaleza, ese desgarramiento del hombre, esa
separación de las especies a través de la conciencia, del lenguaje, de la
memoria, etc., es lo inconcebible para mí, eso es lo más extraordinariamente
nuevo en este proceso de la creación, poco importa que haya otros mundos
habitados, no serán como éste, tal vez serán mejores pero éste es una cosa única
y eso me parece que es imborrable porque introduce tal cambio en el universo que
el universo sale totalmente transformado por la aparición del hombre, parece el
famoso coro de Sófocles de Antígona "hay muchas maravillas en este mundo pero
ninguna es más grande que el hombre", no estoy hablando de la culminación sino
de la rareza, de la excepción del hombre en la naturaleza, para mí ese es el
cambio fundamental y es un poco lo que hace que exista todo esto: el arte, el
pensamiento, la literatura, si no tenemos en cuenta eso, si no partimos de esos
datos, es como si estuviéramos falseando el problema.
S: El misterio sigue siendo el hombre.
S: El misterio es el hombre. El problema con el término misterio es que tiene un
prestigio religioso que yo le quiero sacar. Entiendo la respuesta religiosa, no
la comparto, para mí la religión es un hecho privado, la respuesta religiosa
privada la respeto y la defendería como uno de los derechos inalienables de la
especie; en lo que no estoy de acuerdo es en una religión que interviene en la
vida social, estoy totalmente en contra de una religión organizada,
secularizada.
G: En El entenado, el entenado piensa algo así como: esta gente está en el lugar
donde debe estar, pertenece a este medio, es de esta naturaleza. Claro, son
hombres, ¿pero no hay una ambición en usted de querer situarlos nuevamente,
quizás para reconciliarlos?
S: Me alegra que diga eso, tengo un amigo historiador y él me dijo que le parece
que yo hubiese elaborado, a pesar de querer evitarlo a toda costa, una especie
de teoría del buen salvaje, quizás usted esté diciendo lo mismo, lo digo porque
me parece que ninguna cultura es superior a otra ¿con qué derecho vinieron los
europeos a destruir las culturas indias?, tampoco hay que creer que los indios
eran unos santos, que eran víctimas puras, se defendían con las armas con que
podían defenderse de una especie de invasión que los estaba diezmando. Pero es
evidente que cada una de estas culturas llamadas primitivas constituía una
especie de todo, de universo cerrado y coexistían, guerreando o pacíficamente,
de manera autónoma en los lugares en que estaban desde hacía milenios e incluso
en algunos casos mucho más. La irrupción de la cultura europea con sus ansias
imperialistas, dominadoras que también muchas tribus indias tenían (por eso digo
que los indios no eran ningunos santos), todo eso, visto desde cierta distancia,
puede hacerle a uno desear que esos indios se queden en su lugar y también que
el hombre europeo o blanco se mantenga dentro de los límites del suyo. Ahora
quieren restituirle tierras a los indios pero no hay más indios, en Santa Fe
había indios tobas que estaban en las afueras de la ciudad, que empezaron a
tomar conciencia del problema. Había un muchacho de unos 30 años, que hace unos
3 o 4 años escuché por TV y decía que cuando él iba a la escuela le enseñaban
que no había más indios, él estaba convencido que no había más indios y él era
indio porque su padre y su madre eran indios, un día se dio cuenta que él era
indio y ahí comenzó a tomar conciencia de su problema. En Francia ocurrió lo
mismo, a los chicos de las colonias africanas, de las Antillas, les enseñaban la
misma lección, ese tipo de situaciones que pervierte un poco nuestra visión de
los distintos grupos humanos. Yo creo en la colaboración de los distintos grupos
humanos, una verdadera colaboración, la democracia tendría que existir a nivel
planetario, no solamente en el plano de los ricos, pero bueno, nos estamos yendo
por las ramas.
A: El otro día leí que en Santa Fe escribían con muchas comas.
G: Más que comas hay una respiración interna. Escuché esa opinión respecto a su
literatura, alguien dijo que usaba una cantidad de comas por página superior a
la normal. De todos modos me parece que la costumbre de las comas supone también
una cuestión de tiempo (se interrumpe la pregunta por una larga digresión acerca
del aparato que usa Saer para el asma, pues a González, que también sufre de
asma, le recuerda a un viejo aparato que usaba en su infancia) Bueno, pero
volviendo a las comas, siempre me pareció que era su modo de representar la
desesperación del tiempo.
S: Eso por un lado y por el otro las comas contribuyen a crear, modificar y
modular el ritmo, la música de las frases. Tal vez escriba con más comas, pero
con menos faltas de ortografía que ese joven insolente (risas).
G: Usted dice si a la perfección de un caballo se le saca el nombre, su valor
cultural, etc., ahí usted está colocando nuevamente los objetos culturales que
dan el nombre a la naturaleza o al mundo animal, los está remitiendo nuevamente
a la naturaleza y diría que los está volviendo a un tiempo sin comas, ahí, con
respecto a la idea del tiempo, usted tiene una especie de patrocinio.
S: La verdad que yo nunca fui muy afrancesado.
G: No estoy hablando de un afrancesado.
S: Ya lo sé, pero por ejemplo Juan L. Ortíz era muy afrancesado y no es un
insulto ser afrancesado, para Juan L la cultura francesa era muy importante, la
revolución francesa, la comuna, el PC francés, Aragón, Proust, todo eso para
Juan L era una mitología muy fuerte, para mí nunca lo fue, aunque algunos
escritores franceses son fundamentales para mí, como por ejemplo Flaubert,
Proust, Baudelaire y otros. Creo que los escritores son esencialmente
autodidactas y tratan de expresar, a través de su formación cultural, aunque
tengan títulos universitarios la parte que usan es esencialmente una parte
autodidacta, entonces ellos, por medios que les son propios, medios un poco
improvisados, tratan de expresar esa especie de visión personal que tienen del
mundo y no saben si es o no original, pero es lo que están sintiendo o pensando
o percibiendo o rememorando cuando escriben, con el tiempo se va formando una
especie de visión global del mundo, pero tiene que ver más con las necesidades
constructivas del texto que con una verdadera convicción o un discurso
afirmativo o autoafirmativo. La verdad es que yo no estoy seguro de nada y cada
vez estoy seguro de menos cosas, las únicas cosas de las que estoy seguro me
gustaría no estarlo tanto.
G: Eso lo demuestra en lo que escribe, eso ya lo sabíamos.
S: Bueno, pero no hay más que eso, hay un poco de ilusionismo también cuando uno
escribe, tiene que ver con la magia, no con el realismo mágico (Dios nos libre)
sino directamente con la prestidigitación, hay algo de ilusionismo, uno crea
efectos, no efectos en el sentido agudo del término sino que tiene que apoyar
ciertas cosas, subrayarlas, sacarlas, no decirlas (es lo que me ocurre a mí por
lo menos), el discurso literario no es totalmente contemporáneo del pensamiento,
hay como una diferencia, tal vez podríamos compararlo a un contrapunto (en el
sentido musical del término) en el cual empieza una vez y la otra empieza un
poquito después, una nota más tarde y otra más tarde, así entre el pensamiento,
la percepción, las emociones y lo que se va escribiendo se produce ese
entrelazamiento que es el texto literario. Hay otra cosa importante y es que
pasar de lo pensado o de lo hablado a lo escrito es como pasar de un medio a
otro, como cuando se pasa del agua al aire para un pez o del aire al agua para
un mamífero, eso exige una serie de acomodamientos, podríamos hablar de una
especie de puesta en escala, como sería entre un mapa y un país, hay una escala
y esa escala obliga a distorsiones para poder dar el equivalente de aquello que
se quiere dar. Así es como veo las cosas en este momento.
P: Viviendo en París y viniendo cada tanto aquí, casi de visita, ¿hay algo que
usted añore de aquel joven que escribía, leía en grupo o iba a ver a Juan L como
a un maestro para admirar?.
S: Por supuesto, ¿quien no añora el pasado y la juventud donde el cansancio no
existía, donde la irresponsabilidad era grande y sobre todo donde el cuerpo
permitía hacer un montón de cosas que no se pueden hacer ahora?, al mismo tiempo
uno sentía que tenía un futuro casi infinito porque no alcanzaba a ver el final,
ahora, por ejemplo, sé que mi padre murió casi a mi edad, a lo mejor me quedan
meses de vida, también me podría haber pasado eso a los 20 años, pero bueno, tal
vez me quedan meses o a lo mejor vivo 30 años todavía, pero se vuelve mucho más
incierto y entonces los proyectos ya no son tan..., pero no soy alguien
nostalgioso del pasado, me gusta el presente en el cual estoy aunque esté peor
que en el pasado, aunque todas las condiciones sean mucho más desagradables
prefiero el presente, no tengo nostalgias del pasado, de pronto alguna vez y al
pasar me puede ocurrir, pero no estoy añorando el pasado, es absurdo porque de
todos modos es imposible volver y cada cosa tiene su momento, en ese sentido no
tengo añoranzas, al contrario, podría decir que el hecho de recordar esas cosas,
cuando me vuelven (porque no siempre uno las puede recuperar) me producen una
profunda alegría, pero no quisiera volver a eso, no quisiera tener 20 años otra
vez, para nada, ni 30, de todos modos la vida sería exactamente igual, ni mejor
ni peor, además me ha tocado una vida ni difícil ni fácil, en realidad es
bastante mediocre y no me puedo quejar, me va mejor ahora que cuando tenía 30
años, no sé si escribo mejor ahora que cuando tenía 30 años, en todo caso
necesitaba mucho más que me fuera bien cuando tenía 30 años que ahora.
P: Hace unos días apareció un reportaje a Roa Bastos en el que dice notar un
cierto cansancio del género novela, como una especie de repetirse siempre en lo
biográfico, en lo autobiográfico, y quería preguntarle ¿no hay en ese permanente
autorreferenciarse la revelación de una incapacidad de los escritores para
abarcar este tiempo como un todo y entonces acuden al recurso de lo propio y lo
fragmentado?
SAER: No es mi caso, no sé si leyó mi último libro, no es mi caso. Trato siempre
de insertar todo lo que escribo en una especie de referente inmediato para
mostrar, justamente, las convenciones narrativas, para no utilizarlas de manera
ingenua, pero no está ni en El entenado, ni en La pesquisa ni en El limonero
real; el elemento autobiográfico es inevitable, las únicas referencias para un
escritor son sus sentidos, sus pensamientos, eso es inevitable, pero en realidad
la gente tiende a confundir algunos de mis personajes conmigo y otros personajes
con otra gente, si uno tiene barba deducen que es ese, trato de hacer un término
medio, si hay 10 personas en un grupo hay uno o dos que pueden ser barbudos,
aquí somos 6 y hay dos que tienen barba, es como la verosimilitud realista. Uno
saca las cosas de su experiencia, por supuesto, pero de ahí a que haya una
huella autobiográfica muy marcada en la novela actual... Lo que creo es que hay
muchas malas novelas, en la actualidad veo muy pocos buenos novelistas, por no
decir casi ninguno, no me refiero a la Argentina sino en general al mundo
entero, no piensen que creo ser el mejor novelista del mundo, no, pero por
ejemplo el otro día veía la lista de candidatos al premio Nobel y era terrible,
era toda una serie de personajes acartonados: Bioy Casares cuyo libro La
invención de Morell es una obra maestra para mí, pero lo escribió hace 60 años,
hace exactamente 57 años que se publicó ese libro; un mundo impuesto por las
cancillerías, por los Bancos, en fin, no se sabía bien quien había propuesto
todos esos candidatos, por eso estuvo muy bien el jurado del premio Nobel al
dárselo a Darío Fo, que es un tipo bárbaro y no tiene nada que ver con el
establishment y todo eso. Veo en la novela una gran fatiga pero porque los
novelistas han elegido esa opción del mercado, ellos quieren hacer las cosas lo
más rápidamente posible y facilitárselas al lector, la autobiografía es la cosa
más evidente del relato, por supuesto es gente que no ha reflexionado, para
hacer música hay que estudiar, hay que saber música, para construir una casa hay
que ser arquitecto, para escribir una novela basta con estar alfabetizado,
entonces hay muchas personas que se creen cultas y novelistas solamente porque
han ido a la escuela primaria y secundaria o porque son hijos de ministros, todo
el mundo quiere escribir la novela de su vida, todo el mundo cree que su vida es
una novela: animadores de TV, militares, torturadores, asesinos, gente que ha
matado a su familia va un editor a la cárcel a hacerles firmar un contrato, eso
no tiene nada que ver con la novela, la novela es una forma, exige una mediación
formal reflexionada, pensada, que tenga una coherencia propia, es como la
pintura: hace falta toda una serie de conocimientos. Pasó en una época con la
poesía, todo el mundo escribía poesía, por eso Elliot decía: "sólo se puede
tomar en serio a aquel que quiere ser poeta después de los 25 años".
P: ¿Usted considera que hay algún rasgo literario por el cuál se pueda advertir
la presencia de lo posmoderno en la literatura?.
S: Sí, para mí la posmodernidad es un movimiento de reacción contra la
vanguardia, digo bien "contra la vanguardia", no después de la vanguardia, al
decir pos pareciera que hubiese una fatalidad cronológica, pero es una reacción
contra la vanguardia, creo que la vanguardia con sus actitudes excluyentes (a mi
modo de ver totalmente justificadas) generó mucho resentimiento en el arte y la
literatura oficiales, entonces se produjo una reacción, al mismo tiempo el
posmodernismo está muy ligado al mercado porque es la repetición al infinito de
las formas y de los géneros ya perfectamente consolidados que tienden a
transformarse en productos industriales. Cuando se trata de cuestiones
comerciales el cliente quiere reencontrar en su mesa o en su baño siempre el
mismo producto, si el producto que le gustó la primera vez varía la próxima vez
no lo va comprar, los editores también quieren hacer eso con las novelas,
quieren que todas las novelas tengan la misma forma, que se parezcan, que hablen
del mismo mundo, etc., porque sino los lectores se les van a ir, por supuesto
que en esa actitud de querer oír siempre la misma historia hay una actitud
infantil muy fuerte, una pulsión infantil, cuando uno le cuenta una historia a
un chico no quiere que se le cambie nada, pero justamente el arte está en contar
siempre la misma historia de manera que el oyente se vaya haciendo cada vez más
adulto al escuchar todas las transformaciones que esa historia va sufriendo, si
nosotros le contamos a nuestros hijos siempre la misma historia y no dejamos que
el principio de realidad comience a actuar en su mundo de fantasía quedará
siempre como un niño inmaduro y sufrirá mucho en el futuro, en cambio si vamos
introduciendo el principio de realidad que se manifiesta a través de la forma y
del pensamiento en el acto de escritura, ahí vamos tratando a nuestro lector
como alguien cada vez más adulto, más abierto, esa es la diferencia.
P: A la luz de esta reacción contra la vanguardia, ¿se podría decir que hay una
complicidad entre el lector y el escritor para rechazar la idea del mundo que
implicaba la vanguardia?
S: Es un complot, no es un acto de inteligencia, hay un acto de inteligencia
entre el verdadero lector y el verdadero escritor, la diferencia está, además,
en que cuando se trata de arte verdadero es el lector el que va hacia la obra y
no la obra hacia el lector, en el mundo industrial es la obra la que va hacia el
lector por medio de la publicidad. Además, en el mundo del mercado no se trata
de lector sino de público, el público es una masa anónima indiferenciada que no
sabemos bien de qué está compuesta, en cambio el lector es un individuo que
elige cada uno de los textos y ese selector es el que va difundiendo la cultura,
no el público, el público ahoga la cultura, el público quiere la repetición, el
eterno retorno de lo idéntico. La cultura va transformando poco a poco nuestros
datos y nuestra visión del mundo, el público era el que creía que la tierra era
plana, el que creía que los cuadros impresionistas no se entendían, el que
insultó a Stravinsky cuando La consagración de la primavera o el que decía que
Arlt escribía mal, ese es el público; el lector es quien se da cuenta que a
pesar de que haya errores de ortografía en la obra de Roberto Arlt es un
escritor muy importante, como él mismo decía: muchos académicos escriben bien y
no los leen ni siquiera los miembros de su familia.
S: Ví por TV la entrega del Premio Planeta, estaban presente mucho de lo que
usted dice, y es como que sentí miedo de que este tipo de cosas terminen,
finalmente, por modelar un relato.
S: No creo que sea el caso de Ricardo Piglia. El hecho de que le hayan dado el
Premio Planeta a Ricardo Piglia es, para mí, una cosa que beneficia a Ricardo
por los 40.000 dólares, que es una suma interesante, pero al mismo tiempo y
sobre todo creo que beneficia al Premio Planeta, porque me parece que a partir
de ahora el Premio Planeta podría ir a buscar otro tipo de escritores, adoptar
otras pautas y otros modelos estéticos para proseguir en su línea, porque un
premio literario a veces se beneficia de los autores que elige, por ejemplo el
Premio Nobel en lengua española, no me interesa particularmente la obra de Paz,
pero es evidente que hay una diferencia abismal entre Camilo José Cela y Octavio
Paz, dieron dos años seguidos un premio en lengua española porque se dieron
cuenta que con Camilo José Cela habían cometido una especie de furcio casi
irrecuperable. De todos modos los premios literarios son pura anécdota mundana,
Ricardo Piglia también lo dijo y yo comparto eso, los premios tienen que ser en
dinero porque eso es lo que ayuda y ayuda más cuando uno es joven que cuando uno
es viejo porque uno ya tiene menos necesidades, aunque el futuro de un escritor
siempre es una cosa un poco dudosa, porque no se sabe bien de qué puede vivir si
no puede seguir escribiendo. Creo que estos premios literarios son un sistema
promocional de las editoriales al cual no hay que tomar demasiado en serio, está
destinado al público y no a los lectores, habría que ver si eso redunda en bien
de la cultura literaria o si es un paso más hacia un dominio de las puras pautas
del mercado, pienso que nosotros no tenemos que permitir que eso ocurra, de
todos modos no podemos asistir pasivamente a ese tipo de cosas.
S: ¿No hay una contradicción entre las formas de eso que usted dice y lo
editorial?
S: Sí, por supuesto, pero ese es un sistema promocional.
G: Me pareció particularmente ominoso ese cheque amplificado.
S: Sí, esa es una costumbre americana.
G: Pero es la primera vez que se hace acá.
S: Es verdad, pero además el cheque tampoco es tan grande, que no exageren,
porque parece que le estuvieran dando una fortuna y tampoco es tan grande.
G: Yo lo sentí como una forma de capturar al escritor el haber amplificado el
cheque, y a un escritor como Piglia.
S: Pero creo que ese cheque amplificado lo dan así todos los años.
G: Según recuerdo es la primera vez que se hace por TV y con el modelo de un
programa de entretenimientos.
S: No lo vi por TV.
G: A mí me sorprendió mucho y digamos no agradablemente.
S: A mí me sorprendió agradablemente que fuese Ricardo Piglia, porque yo iba muy
mal predispuesto a esa reunión y pensaba decir cosas muy cínicas, pero no me
preguntaron nada, si me hubiesen preguntado por TV yo tenía preparadas dos o
tres frases para decir, pero cuando vi que era Ricardo Piglia quien había ganado
ya no tuve muchas ganas de ironizar.
G: Un hecho nuevo es ese cruce entre un escritor como Piglia y estos modelos de
comercialización.
S: El hecho de que lo hayan ganado otros, a quienes no voy a nombrar porque
tampoco quiero descalificar a gente que escribe, nadie sabe cómo escribe uno, si
lo hace bien o mal, cada uno escribe como puede, entonces aquellos que no nos
gustan y ganan premios, si son más o menos correctos, si son capaces de
reciprocidad en la cortesía..., ya si se largan a decir barbaridades es otra
cosa, allí me encontrarán. Pero tal vez esto (en el caso de este premio) sea un
elemento fecundo de discusión sobre el tema, tal vez estamos frente a un
arquetipo y merecería que esto sea discutido porque, efectivamente, aquí hay una
cosa que es un fenómeno nuevo, un escritor que es un escritor relativamente
marginal, muy reconocido pero relativamente marginal, de pronto es captado (por
una especie de afinidad editorial) por un sistema publicitario, de mercado,
etc., ahora bien ¿quién sirve a quien?, esa es la cuestión.
G: Sí, ese es el tema para discutir.
S: Habría que discutir eso. Hay muchas cosas que se pueden discutir (habrán
notado que no quiero entrar en ningún tipo de argumentos por razones que creo
ustedes comprenderán), habría muchos planos para discutir y creo que ya se está
haciendo, creo que podría ser un buen tema de discusión y creo que la persona
más indicada para empezar a hablar de este tema es Ricardo Piglia, sus
declaraciones son satisfactorias porque dijo "esto es por dinero y punto, se
acabó", a veces no es fácil para un escritor conseguir dinero cuando uno tiene
una familia.
G: ¿Puedo pronunciar la palabra Tomatis?.
S: Sí, como no, hay un método Tomatis, no sé si existe en Argentina, es algo así
como para enseñar a hablar a los sordomudos.
G: Tomatis es como un sordomudo del tiempo.
S: Tomatis e s un personaje con el cual tuve el proyecto, toda mi vida, de
dejarlo siempre como un personaje secundario en la novela, salvo en Lo
Imborrable, pero ahí se me impuso porque Tomatis no podía seguir siendo un
personaje secundario en una situación que se había transformado por completo,
porque un personaje a veces se expresa bastante lúcidamente, cínicamente quizás
(demasiado por momentos), entonces yo me sentí obligado a preguntarme como podía
haber sido su vida en un momento como ese, puesto que en los tiempos "normales"
hay como una especie de efervescencia y volubilidad, qué podría haber pasado en
esa época, en ese tiempo, esa es la razón por la cual escribí Lo imborrable, yo
quería escribir Lo imborrable antes, sin pensar que podía haber sido Tomatis,
pero después me pareció que era el personaje ideal para poder llevar adelante el
relato, para tomar a cargo el relato.
G: Sus reflexiones sobre la idea de llanura.
S: En la zona es eso, Tomatis lo dice, pero nunca digo este tema ya lo traté y
vuelvo a hacerlo, por ejemplo estuve mucho tiempo dando vueltas antes de
escribir La pesquisa y no me había dado cuenta que era el mismo tema, en vez de
caballos son viejas pero es más o menos parecido.
S: Nosotros estamos en el interior y usted viene del exterior, ¿cómo ve al
país?.
S: Creo que este es un buen momento, estoy muy contento con el resultado de las
elecciones, a lo mejor ustedes son menemistas y están descontentos. Creo que la
Argentina todavía sigue siendo el reflejo de corrientes ideológicas exteriores,
desgraciadamente no hay un pensamiento político propio, original, y es imposible
encontrar una vía original para la Argentina, pareciera que sólo los países
desarrollados pueden encontrarla, no sé bien por qué, probablemente sea porque
los países industrializados no se lo permiten, Estados Unidos no permitiría una
vía propia, porque tampoco podemos decir que la revolución cubana es una vía
propia, por supuesto que yo defiendo la revolución cubana y creo que ha habido
cosas positivas y estoy porque se levante el bloqueo a Cuba lo antes posible, es
una cosa de total inmiscuidad americana, además los americanos invadieron un
país que no era el de ellos, actuaron fuera de la ley, etc.. Creo que existe ese
problema en los países como el nuestro, siempre están siendo el reflejo de los
países industrializados. En este momento creo que el ultra liberalismo está
llegando a su extremo límite, ya se están empezando a ver contradicciones
demasiado groseras y ya se está empezando a dar marcha atrás, por lo menos
ideológicamente porque económicamente va a llevar mucho tiempo. Creo que las
elecciones en la Argentina reflejaron un poco ese retroceso del ultra
liberalismo a nivel ideológico, creo que la Alianza representa muy bien una
tendencia de centro izquierda en Argentina, yo me defino hoy como alfonsinista
de izquierda, me preguntarán que es eso y yo tampoco lo sé, pero es más o menos
como me definiría, no puedo identificarme totalmente con el FREPASO porque
siento que hay un fuerte pragmatismo en los principales dirigentes del FREPASO,
por los cuales siento una profunda simpatía, como Graciela Fernández Meijide o
Chacho Alvarez, pero hay un pragmatismo que a veces los lleva a decir algunas
cosas que no comparto, por ejemplo Graciela que se manifestó contra el aborto o
el Chacho que dijo que la globalización era un desafío, eso en Francia lo dicen
los políticos de derecha, los socialistas están en otra cosa, quieren ponerle
límites a esa globalización, a esa desreglamentación, etc.. El otro pragmatismo
que veo es: por un lado en el caso de Graciela, que ella viene a la política
desde una militancia posterior a la dictadura; por el otro, Chacho viene del
peronismo, a partir de eso hay una forma de pragmatismo en el cual la ideología
se va construyendo poco a poco. En cambio en el radicalismo, Alfonsín es el más
pragmático de todos, pero viene de un fondo político tradicional argentino con
el cual yo no comparto casi nada, soy más bien marxista, y me considero todavía
marxista en las cosas fundamentales: pienso que lo que crea la riqueza es el
trabajo y no el capital, que el capital es posterior al trabajo; ya lo ha
demostrado Marx, la acumulación capitalista ya sabemos lo que es y cualquier
persona con dos dedos de frente se da cuenta que no puede ser de otra manera,
que la sociedad no empezó con un capital, la sociedad se construyó a partir del
trabajo y desde la acumulación de ese trabajo nació el capital. Creo que en el
radicalismo hay una larga experiencia de la vida democrática institucional,
Alfonsín representa en Argentina, con alguna tradición de lucha importante como
por ejemplo el sufragio universal, la representatividad de las clases medias y
las corrientes inmigratorias, siempre tuvo el radicalismo una carga obrera y
campesina importante, después el peronismo le sacó casi todo, pero no le sacó
todo, es un partido tradicional que tiene una experiencia institucional y
democrática importante, Alfonsín me parece el hombre más abierto, más pragmático
en esa línea, pero considero que tiene todos los pesos muertos del radicalismo
en tanto que él es un radical integral, por eso me defino como alfonsinista de
izquierda, porque Alfonsín para mí es lo más de izquierda del radicalismo y yo
me considero a la izquierda de Alfonsín y de Storani para una elección política
inmediata, para otras cosas estamos otra vez en aquello con lo que empezamos, mi
pensamiento político es que todos los hombres son iguales, todos los hombres
deben ser iguales y no debe haber ni pobres ni ricos, ni opresores ni oprimidos,
etc., todo aquello que ya sabemos. Simplemente es imposible obtener eso en lo
inmediato y por lo tanto, por ahora, me conformo con que gente de buena
voluntad, de centro izquierda que quiere ir cambiando las cosas tome el poder en
lugar de estas especie de camarilla de facinerosos, ladrones, torturadores,
prepotentes e irresponsables, individuos payasescos que constituyen toda esta
especie de oscuro clan.
La patria de un escritor no es sino la infancia y la lengua, señala Juan José
Saer (Serodino, 1937), quien hace más de treinta años dio un salto de una
provincia ignota de su patria austral al lugar en el que, especialmente para los
argentinos, se ha fijado siempre el meridiano de la cultura. Desde este lugar
llamado París, Saer el memorioso no cesa de reconstruir el "mundo adentrado" de
su infancia: la ciudad de Santa Fe, el enjambre de islas y arroyos, los pueblos
costeros en la orilla del Paraná, la llanura con su horizonte circular vacío y
monótono que conforman la "zona", el núcleo espacial de su literatura en el que
deambulan sus personajes recurrentes.
Las narraciones saerianas –siempre capaces de generar nuevas historias,
conformando una suerte de "novela total"– parecen así erigirse sobre la base de
puros recuerdos que los personajes convocan no ya desde los signos sensoriales
–como quería Proust– sino desde de la lectura, como si estas experiencias
personales, inciertas, extraviadas en los pliegues de la memoria, necesitaran
ser traspasadas, a la manera faulkneriana, por el filtro de relatos de otros y
encontrar su lugar en una constelación libresca para poder constituirse, en
definitiva, en una historia.
Pero no demandemos a los cuentos y las novelas de Saer "aventuras bellas e
interesantes" con las que evadirnos de la rutina cotidiana. La suya no es una
literatura de diversión conforme a las expectativas del mercado, sino una
escritura fuertemente comprometida con su propia búsqueda formal y entendida, en
la más pura tradición de Macedonio Fernández, como una "función de pensamiento".
"Escribir –apunta Saer– es sondear y reunir briznas o astillas de experiencia y
de memoria para armar una imagen" y sus relatos se obstinan en presentar como
interesantes los elementos que habitualmente se consideran laterales, en
convertir en anotaciones largas lo que en otra literatura sería una mera
ambientación. Su escritura registra de manera muy rigurosa y concede dignidad
literaria a las peripecias más cotidianas del hombre: zambullirse en el río,
andar y desandar los caminos alrededor de una parrilla de asado, masticar una
rodaja de salami, preparar el mate o encender un habano, devienen en largas
ceremonias cuando la voz narrativa, semejante a la del Nouveau Roman, movimiento
con el que se suele emparentar al escritor argentino, se convierte en una mirada
que se desliza como una cámara lenta sobre los escenarios y los gestos de los
hombres en descripciones minuciosas y obsesivas.
Uno de los principios del "ars poética" saeriana es la negación o la reducción
notable de la anécdota; en sus relatos, los hechos escasean y los personajes más
que actuar observan y teorizan. Constituye el tema central de sus reflexiones la
percepción y el recuerdo –depositario de percepciones del sujeto y casi nunca de
hechos o de acciones– únicas instancias capaces de aprehender en la "espesa
selva de lo real" las realidades impenetrables que conforman la materia de la
literatura: el tiempo, el espacio, los seres, las cosas...
¿Cómo acceder a lo real y expresarlo? Este es el punto de partida de la
escritura de Saer. La mirada interrogante y obsesiva de sus personajes nunca
encarna una pregunta que llegue a desembocar en una explicación ni una
interrogación retórica que tenga una respuesta diestramente escondida en su
propio discurrir, sino que refleja un modo radical de expresar la incertidumbre.
Rechazando el criterio de la verdad que sustenta una realidad que se tambalea,
navegando siempre en la indeterminación, Saer propone el reino de la ficción
entendida como una "antropología especulativa", una teoría acerca del hombre y
su relación con el mundo para, a partir de ahí, hacer que ambos centelleen en
cada página.
Siendo una antropología no empírica ni probatoria ni taxativa sino tan sólo
"especulativa", su narrativa avanza por hipótesis, suposiciones y atribuciones
inseguras mostrando las fisuras en la percepción y enseñando la fragilidad de
cualquier empresa de conocimiento. Lo hace incluso cuando trata lo más próximo,
como el paisaje de la "zona", su zona, quizás porque lo familiar y conocido, lo
que con tanta seguridad él denominaría "la realidad", es lo que más debe
someterse a las interrogaciones hasta que se desdibuje bajo la mirada incisiva
que lo descubrirá como extraño. Entonces nosotros, los lectores acomodados, nos
estremecemos al descubrir que nuestras creencias no son tan sólidas, que muchas
de nuestras verdades son cuestionables, que las identidades son ilusorias, en
definitiva, que lo real puede resultar más real de lo que parece.
Sus tramas nunca traicionan el carácter conjetural de esta escritura al no dar
lugar a un cierre rotundo, a una solución. En La pesquisa (1994), que lleva el
rótulo de novela policíaca, el enigma de los asesinatos ha de quedar irresuelto,
como el de la autoría del dactilograma cuya búsqueda filológica emprenden
Tomatis, Pichón y Soldi en la misma novela, como la paternidad del hijo de Gina
en La ocasión (1986), como el misterio del asesinato de los caballos en Nadie
nada nunca (1980). Y es que Saer prefiere imprimir a sus narraciones una
creencia en la conjeturabilidad de la literatura, ya que "en un mundo gobernado
por la planificación paranoica, el escritor debe ser el guardián de lo posible".
El espeso lenguaje saeriano vuelve provisorio el sentido de cualquier
experiencia inmediata, difumina cualquier aseveración sobre las franjas de vida
que "representa" y pulveriza cualquier certeza acerca de esa materialidad
hormigueante de las cosas cuyas imágenes los personajes, a pesar de someterlas a
un tormento fenomenológico constante, no son capaces de atrapar sino de manera
fragmentaria. El limonero real (1974), Nadie nada nunca o los relatos de La
mayor (1976) se encargan de captar esta multiplicidad de imágenes discontinuas
de objetos, personas, gestos y posturas, como una serie de diapositivas que no
pueden ser reducidas a la conciencia, a la idea, que se resisten a todo discurso
inteligible, a todo relato que quiera ser una síntesis significativa.
La vida de los personajes saerianos transcurre en una realidad fracturada,
desprovista de un criterio de verdad absoluto y firme, donde el sentido de los
hechos se pierde en "la pulverización incesante del acontecer". El protagonista
de El entenado (1983) –novela que quizás más interés ha suscitado entre la
crítica– escribía sobre el ataque de la tribu antropófaga de los colastinés a la
expedición de Juan de Solís, descubridor del Río de la Plata:
"El acontecimiento que sería tan comentado en todo el reino, en toda España
quizás, acababa de producirse en mi presencia, sin que yo pudiese lograr, no ya
estremecerme por su significación terrorífica, sino más modestamente tener
conciencia de que estaba sucediendo o de que acababa de suceder".
Así pues, no sólo los "ausentes" deben echar mano del relato de otro, de una
"experiencia imaginaria" o "un recuerdo falso" para reconstruir un
acontecimiento, como sucede en Glosa (1985) donde el Matemático, para saber que
pasó en la fiesta de cumpleaños de Washington se ve obligado a escuchar las
versiones confusas de los que participaron en ella y quienes, "a pesar de contar
de los privilegios de la experiencia, no están menos perdidos en la
incertidumbre engañosa". El sentido, la existencia misma de un episodio se
escapan también a los que lo presencian y quienes, para recuperarlo, deben
soñarlo, inventarlo o glosarlo como si hubieran sido ajenos a él. La
reconstrucción verídica de un hecho –viene a decirnos Saer– exige necesariamente
una cuota de fabulación.
"De «ese» sábado tengo –reflexiona Tomatis en Lo imborrable (1992)- no un
recuerdo sino un relato, compuesto hasta sus detalles más mínimos, organizado
según una sucesión lógica, y tan separado de mi experiencia como podría serlo
una película en colores –imágenes discontinuas pegadas una después de la otra y
a las que una intriga de esencia diferente a las imágenes mismas, y agregada con
posterioridad, les suministra, artificial, un sentido."
Así la base de nuestras vidas, el recuerdo de lo vivido, no es más que una
construcción de la memoria. Ella da un sentido a los presentes inasibles
convirtiéndolos en recuerdos y tejiéndoles una intriga. La vida se constituye
entonces como un relato y la memoria deviene en un garante no de la realidad
sino de la ficción que resulta inherente a nuestras existencias.
Dotadas de una gravedad intelectual y un estilo denso y a la vez preciso, las
ficciones saerianas –más allá de la verdad concebida como algo extremadamente
relativo y frágil, pero no por ello dispuestas a ser una mera literatura de
entretenimiento, que bajo la máscara de inocencia artística esconde el rostro
vulgar de un producto sobredeterminado por las crudas leyes del comercio de las
letras– constituyen el brillante resultado de un descomunal esfuerzo de la
conciencia que intenta someter a un diseño coherente el centelleo fragmentario y
camaleónico de la experiencia.
Valdría la pena que también el lector se esforzara en conocer los recuerdos y
vivencias de Tomatis y sus amigos. Dicha amistad le recompensará. Seguro.
[1]Agnieszka Barbara Flisek Licenciada en filología por la Universidad de
Varsovia, de la que ha sido también profesora. En la actualidad está cursando un
doctorado en la universidad de Autónoma de Barcelona y elaborando una tesis
sobre la narrativa de J. J. Saer. Ha sido invitada por diferentes universidades
y colaborado con el Instituto Cervantes de Varsovia.
"Amanece y ya está con los ojos abiertos." Difícil olvidar esta frase perfecta
del inicio de El limonero real, de Juan José Saer, un escritor que fue perfecto
desde el comienzo, como lo define Beatriz Sarlo, y que "no conoció las
vacilaciones de un comienzo". Un puñado de intelectuales, escritores, críticos,
directores de cine y amigos del autor –María Teresa Gramuglio, Sarlo, Alan
Pauls, Miguel Dalmaroni, Fabián Casas, Carlos Gamerro, Jorge Monteleone, Alberto
Díaz, Mario Goloboff, Guillermo Saavedra y Martín Kohan, entre otros– lo
recordarán hoy a las 18 en el Malba (Figueroa Alcorta 3415), con entrada libre y
gratuita (ver aparte), a 70 años de su nacimiento y dos de su muerte. Durante
las jornadas Variaciones Saer, que se prolongarán también los miércoles 20 y 27,
se analizará su obra narrativa, poética y ensayística y su relación con el cine
(se proyectarán retratos fotográficos, además de material fílmico basado en su
vida y obra, como Nadie nada nunca, Cicatrices y Palo y hueso) como variaciones
de un mismo núcleo: la riqueza y la complejidad de una obra narrativa que se
expande y se ramifica, que estimula nuevos diálogos y enfoques en el mundo de la
crítica y de la producción literaria actual.
Salir de la dicotomía borgeana
¿Qué nuevos diálogos o enfoques permiten hoy la producción saeriana? Guillermo
Saavedra dice que la obra de Saer plantea un camino, poco explorado, que permite
salir de la dicotomía de escribir con o contra Borges. "La clausura y
claustrofobia que produjo Borges provocó cierta saturación en la literatura
argentina", explica Saavedra a Página/12. "La relación que Saer establece con
Borges es muy sutil, y quizá precisamente no es una relación estudiada desde
adentro, sino desde afuera. Por empezar, Saer escribe casi preponderantemente
novelas, género que Borges no transitó deliberada y programáticamente. Ahí tal
vez habría una refutación a la famosa explicación de Borges de por qué no
escribía novelas. Borges decía que era imposible escribir novelas sin rellenos,
sin ripio. Para él la escritura era algo que debía prescindir de todos los
momentos innecesarios, y que eso sólo podía ocurrir en la poesía, en el cuento o
en ensayos breves. La prosa de Saer, que fue planteada programática y
explícitamente con el máximo de condensación, el máximo de distribución, lo que
generalmente se le atribuye a la poesía, es una maravillosa refutación de esa
aparente imposibilidad que planteaba Borges." El poeta, editor, crítico de
literatura y teatro y periodista cultural sugiere que "tal vez, el hecho de que
Saer se haya manifestado más en un género que, aparentemente, excluye la
confrontación con el modelo borgeano, sea una de las razones por las que no se
haya pensado tanto la obra de Saer en relación con Borges".
En El escritor argentino en su tradición, incluido en Trabajos, volumen que
reúne artículos periodísticos escritos a partir de 2000, Saer revisa el texto de
Borges sobre la famosa conferencia que dio en 1953. "La conclusión de Borges es
correcta pero incompleta –señala Saer–; para él, la tradición argentina es la
tradición de Occidente (por cierto que esta afirmación es válida no únicamente
para la Argentina, sino para cada parcela del continente americano, desde Alaska
hasta Tierra del Fuego, donde el elemento europeo haya penetrado). Pero es
incompleta porque parece ignorar las transformaciones que el elemento
propiamente local le impone a las influencias que recibe. La propia literatura
de Borges es producto de esa interacción."
Saavedra plantea que si se tuviera que confrontar a Saer con Borges, por la
manera en que recuperan autores y construyen un canon, sería "más" fácil. "Arlt
era una de las ‘bestias negras’ de Borges, a pesar de que Piglia hace ese
maravilloso casamiento en Respiración artificial y en algunos ensayos muy
famosos, donde Borges y Arlt, más que antagónicos, serían las dos alas posibles
de la literatura argentina. Sin embargo, si uno le cree explícitamente a Borges,
Arlt está por fuera de su canon, porque escribe mal, entre comillas, y se ocupa
de cosas escabrosas que para Borges habría que dejar fuera de la literatura, por
lo menos en la manera de tratarlas. Y uno de los pilares que reivindicaba Saer
era Arlt." Otro escritor fundamental para el mundo saeriano, subraya Saavedra,
es Onetti, "del que Borges hablaba poco y nada". Y otro autor que no aparece en
el universo de Borges, pero es fundamental en la escritura de Saer y que está
incluido como un personaje en clave dentro de su obra, es Juan L. Ortiz. "Además
de Antonio Di Benedetto, Arlt, Onetti y Ortiz son los escritores de base del
Olimpo saeriano", señala Saavedra. "Arlt ya había sido rescatado por el grupo de
Contorno a mediados de los cincuenta, pero Juan L. Ortiz era un escritor de
culto visitado por los autores de la región, los santafesinos como Saer, Hugo
Gola, y otros poetas de la zona."
La escritura perfecta
"Narrar no consiste en copiar lo real, sino en inventarlo, en construir imágenes
históricamente verosímiles de ese material privado de signo que, gracias a su
transformación por medio de la construcción narrativa, podrá al fin, incorporado
en una coherencia nueva, coloridamente, significar", escribió Saer en El
concepto de ficción. La escritura "impone" una realidad y no a la inversa,
porque la realidad, al ser esencialmente inestable, sólo puede ser apresada a
través de la escritura. Indagación obsesiva sobre lo real, su obra se despliega
como una interrogación infinita acerca de las posibilidades del discurso
narrativo para acceder a alguna forma de experiencia o de conocimiento. La
descripción minuciosa de cada contingencia, la dilatación y la morosidad y la
repetición de lo ya narrado acentúan más la insuficiencia que la ineficacia de
las versiones previas, tornando incierto no sólo el estatuto de lo representado,
sino la percepción de lo narrado. En uno de los artículos de Escritos sobre
literatura (Siglo XXI), Sarlo aclara que el escritor no comunica sus ideas sobre
el tiempo, la subjetividad, el recuerdo, sino que les da una forma de relato.
"Pero sus diálogos, como los de Musil, transcurren entre la consideración seria
de lo irrelevante y la perspectiva irónica sobre lo que intuye verdaderamente
serio. Son relatos de pensamiento, sin que sean los personajes quienes lo
transmiten. El problema del tiempo y de lo real, Saer lo muestra en estado de
ficción."
Saer decía que "el uso personal de la lengua es el jardín secreto en el que cada
uno cultiva las especies de su predilección". En ese espacio íntimo, privado,
"las leyes del idioma se relativizan y la infancia que persiste en el adulto, la
ensoñación, la somnolencia, incitan a veces a retorcerle el cuello a las
palabras como otros antes a la retórica o al cisne". Según el escritor, la
acumulación asociativa única que el uso personal de las palabras obtiene en el
transcurso de una existencia "le da a cada una el tenor de una pieza única que
reúne en ella, más allá del significado estricto que le atribuyen las gramáticas
y los diccionarios, la paleta multicolor de connotaciones recogidas en su ir y
venir por los campos de la experiencia". Y ejemplificaba: "El verde de la hierba
no es un mero adjetivo, sino la vivencia simultánea de los mil matices de verde
percibidos y almacenados en la memoria".
"Una escritura de rigor implacable transmite una vibración de experiencia y
sentimiento", afirma Sarlo. "Lejos de todo pintoresquismo, está sin embargo la
resonancia de un mundo campesino, de una lengua regional y una entonación que
parece ajena a la compleja forma y, sin embargo, se pliega a ella. Saer
descubrió un modo de representar su zona santafesina sin costumbrismo exterior,
sin la condescendencia ni la nostalgia del escritor urbano; allí está el Paraná
y sus pescadores, grabados en una escritura perfecta." Como los de toda gran
literatura, los personajes saerianos tienen un rostro que tarde o temprano
terminamos por reconocer: es el de cada uno de nosotros.
El
cristal de Saer
Por Mario Goloboff, escritor
Los buenos libros hacen un camino lento, profundo, duradero. También los buenos
escritores, que van creciendo con el tiempo. Ya nos pasó a los argentinos con
Roberto Arlt, con Macedonio Fernández. Y es, me parece, lo que está pasándonos
con Juan José Saer quien, como un ateo casi religioso, endiosaba un culto, el de
la palabra, el de la letra escrita. Alguien que trabajó la forma (la que era
todo para él, como debe serlo para un artista verdadero) y que puso no sólo su
gran inteligencia sino también su cuerpo en ella, sus manos, su respiración
asmática, palpable en el ritmo de la frase; alguien que volvía y corregía hasta
pelar el hueso, despejaba y despojaba para que quedara la palabra a flor de
piel, la piel viva, en lo que bien podría llamarse una escritura ardiente.
Vueltas a leer, sus narraciones deslumbran por esa obstinación: pasa con El
limonero real, con El entenado, acaso sus mejores logros. Ciertos ensayos
releídos de El concepto de ficción abruman por la claridad de las ideas (siempre
personales y a contramano de la opinión dominante). Sus combates contra el
límite del género, el realismo vulgar, los modelos fáciles de la representación
estética, las ingenuidades frente a la propia realidad, la explotación
totalitaria del oficio dejan mucho para reflexionar y aprender a los escritores
y a los lectores que vendrán.
Varias veces confesó una visión formada a partir de lo que el lenguaje dice de
sí mismo: "Hasta los dieciséis o diecisiete años, la poesía constituyó el
noventa y nueve por ciento de mis lecturas". Desde ese fondo "pavesiano", vio y
vivió la literatura hasta el fin, como una inmensa y bella tarea humana. Por
eso, mi exposición en el Malba llevará una cita del Diario de Cesare Pavese,
pensada, se diría, para Saer: "Si lograras escribir sin tener que suprimir nada,
sin volver sobre lo escrito, sin realizar retoque alguno... ¿seguirías
escribiendo con gusto? Lo hermoso consiste en pulirte y en prepararte con toda
calma a transformarte en cristal".
El
enfrentamiento a algo superior
Por Fabian Casas, escritor
En mis años mozos, mis amigos con los que hacía una revista de poesía comentaban
admirados una y otra vez cómo un hombre cortaba un salamín en el comienzo de una
novela de Juan José Saer que se llamaba Nadie nada nunca. Perdón, me corrijo: lo
que contaban era cómo un escritor había escrito de manera intensa y precisa
hasta la exasperación a un hombre cortando un salamín. Esa fue la primera
noticia que tuve de Saer y creo que esa descripción fenomenológica del
cercenamiento de un embutido fue –para mí y para mis amigos– similar a relatar
el gol de Maradona a los ingleses. Una tarde agarré la edición de Sudamericana
de Cicatrices y entré en el encantamiento de esa zona del Litoral donde moran,
aún hoy, los inolvidables personajes saerianos. Pensé, en ese entonces, que no
se podía escribir mejor. Después vinieron La vuelta completa, La ocasión, Glosa,
El entenado, las narraciones, El río sin orillas, El limonero real. Creo que en
Saer la naturaleza encuentra una manera obsesiva de mirarse a sí misma. En ese
intento por escrutarlo todo y narrarlo hay un fracaso asegurado. Su fracaso, se
sabe, es su gloria privada. Saer forma parte de ese tipo de escritores a los que
llamaré "los antiguos", utilizando este término como lo usaba Howard Phillips
Lovecraft, los antiguos, digo, porque en su programa de escritura subsiste la
idea de que un escritor es alguien insobornable que no responde ni a una
editorial ni a una patria ni a nada que no sea el impulso que lo obliga a
narrar. El punto culminante, para mí, el dínamo del sistema nervioso saeriano
está en El limonero real. Un libro horrible de leer, molesto, poderoso, incómodo
y fundamental. Es el limadero real, porque te lima la cabeza. Mientras lo estás
leyendo, sentís eso que sienten los personajes lovecraftianos cuando perciben la
presencia de los antiguos. El enfrentamiento con algo monstruoso, superior e
insondable.
La historia, aunque a decir verdad los hechos escasos y simples que la
constituyen, desde el punto de vista de las leyes del melodrama que imperan hoy
en día en lo que podríamos llamar el mercado persa del relato, no alcanzarían a
formar una historia, es más o menos la siguiente: un domingo a la mañana Barco,
que acababa de cumplir cincuenta y dos años, buscando algún texto corto para
leer antes del almuerzo, encontró una versión de La ascensión del monte Ventoux
de Petrarca, y se instaló a leer en su estudio de abogado, en un sillón ubicado
estratégicamente cerca de la ventana que daba al patio, para aprovechar al
máximo la luz natural, de la que Barco era como se dice partidario ferviente
cuando se trataba de lectura, aunque a causa de su trabajo únicamente de noche
le quedaba tiempo para leer un rato antes de irse para la cama. El texto de
Petrarca hacía años que no lo leía, y si lo eligió fue más bien a causa de su
extensión, para poder terminarlo antes de mediodía, porque Tomatis estaba en
Buenos Aires y se había anunciado en Caballito para el almuerzo, con el fin de
traerle su regalo de cumpleaños y presentarles, a Miri y a él, su nueva pareja,
una chica arquitecta que, según el sarcasmo de Miri, «por suerte gracias a su
profesión podía hacer cosas un poco más constructivas que ponerse de novia con
Tomatis», aunque Miri se olvidaba de que, treinta años atrás, Tomatis había
estado enamorado de ella y ella, durante un par de semanas por lo menos, estuvo
a punto de dejarse tentar por la cosa.
Lo cierto es que Barco se sentó esa mañana de domingo a leer a Petrarca. San
Agustín –o, a estar con algunos, el colectivo publicitario de la iglesia
primitiva que conocemos con el nombre de San Agustín– pretende que fue
escuchando un sermón de San Ambrosio que se convirtió al cristianismo, lo que es
igual que si hubiese sido leyéndolo, porque hasta entonces sólo se leía en voz
alta, de modo que un sermón era una simple lectura comentada, semejante a lo que
hoy llamaríamos una conferencia, y hay que reconocer que casi todas las grandes
iluminaciones, exaltaciones, conversiones o revelaciones de los tiempos modernos
provienen de la lectura. Pareciera ser que, en el estado actual de nuestra
especie, siempre es necesario que lo poco que nos pasa de esencial le haya
pasado primero a algún otro, de manera que sólo comparativamente podemos llegar
a sentirnos, gracias a una lucidez pasajera, y muy de tanto en tanto, con
fugacidad fragmentaria, lo que creemos ser o lo que tal vez somos.
A los pocos minutos de haber empezado a leer, Barco tuvo una experiencia
semejante, pero no le advino ni un éxtasis ni una revelación, sino algo más
íntimo y más querido: un recuerdo. Petrarca, que tenía desde hacía cierto tiempo
la intención de escalar el Ventoux, cuenta que uno de los dilemas que se le
presentaban era la elección de una compañía que fuese al mismo tiempo útil y
agradable, y que después de haber vacilado entre varios de sus amigos, decidió
llevar a su hermano menor, por el que sentía mucho afecto, pensando que la
subida, que no era a decir verdad más que un paseo largo y fastidioso, y no una
verdadera aventura, le daría al muchachito a la vez instrucción y placer. Y,
gracias a las imágenes que, mientras avanzaba en la lectura, iban formándose en
la parte más clara de su mente, el recuerdo, desde la oscuridad sin nombre y sin
extensión o forma definida en la que yacía arrumbado o en la que derivaba desde
hacía más de cuarenta años, nítido y entero, constituido de mil detalles
hormigueantes y vivaces, hizo su aparición instantánea. Petrarca y su hermano
menor escalando la ladera polvorienta y atormentada del monte se asociaron de un
modo explicable pero inesperado, con un viaje que su hermano mayor y él, que
tenía en ese entonces alrededor de diez años, habían hecho una tarde de otoño.
Existe siempre durante el acto de leer un momento, intenso y plácido a la vez,
en el que la lectura se trasciende a sí misma, y en el que, por distintos
caminos, el lector, descubriéndose en lo que lee, abandona el libro y se queda
absorto en la parte ignorada de su propio ser que la lectura le ha revelado:
desde cualquier punto, próximo o remoto, del tiempo o del espacio, lo escrito
llega para avivar la llamita oculta de algo que, sin él saberlo tal vez, ardía
ya en el lector. De modo que después de atravesar en un estado más bien neutro
las informaciones del prólogo escrito por el traductor que había vertido el
texto del latín al castellano, a los pocos minutos de empezar el relato
propiamente dicho, Barco alzó la vista del libro y, con los ojos bien abiertos
que no veían sin embargo nada del exteriorior, la fijó en algún punto impreciso
de la habitación y se quedó completamente inmóvil, lleno hasta rebalsar del
recuerdo que la lectura había suscitado:
Un atardecer de Semana Santa, un miércoles al final de la tarde para ser más
exactos porque, para aprovechar al máximo las vacaciones habían decidido
lanzarse a la aventura el mismo miércoles al salir de la escuela, sin esperar
hasta el día siguiente, con el fin de ganar la noche del miércoles y la mañana
del Jueves Santo en el pueblo en el que pasaban todas sus vacaciones, de verano,
de otoño, de invierno o de primavera. Casi todos sus tíos, tías, primas y primos
vivían en el pueblo o en los pueblos vecinos y para Barco, hasta los dieciséis o
diecisiete años por lo menos, el pueblo ese tirado en medio de la llanura, el
puñado de manzanas geométricas dividido en dos por las vías del ferrocarril,
había sido una especie de paraíso: ninguna otra felicidad podía igualarse a la
que lo asaltaba ante la perspectiva de ir a pasar en él unos días. Y era
justamente a causa de la impaciencia que se apoderaba de él que se habían
encontrado, él y su hermano mayor, que le llevaba cuatro años, en esa situación,
o sea caminando los dos al atardecer en medio de la llanura vacía, por el camino
de tierra de unos quince kilómetros que unía el pueblo con la ruta de asfalto
donde los había dejado el colectivo de Rosario.
Al bajar del colectivo, habían esperado en el cruce una media hora sin que
pasase un solo auto, y como se acercaba la noche, habían decidido empezar a
caminar por el borde del camino de tierra, y a medida que se alejaban del
asfalto la llanura se iba volviendo más desierta y más silenciosa. Como
avanzaban hacia el oeste, en el fondo del camino recto y grisáceo, el disco rojo
del sol, enorme y llameante, flotando no lejos del horizonte, parecía estar
esperándolos con la intención de impedirles seguir adelante. Había llovido mucho
la víspera, y el camino era un magma barroso en muchos trechos, donde algún
vehículo, tirado a motor o a sangre, se había atrevido a pasar, formando huellas
profundas de las que únicamente los bordes rugosos se habían resecado un poco.
El estado en que había quedado el camino después de la lluvia explicaba la
ausencia inusual de coches, aunque en aquella época los autos y los camiones no
eran demasiado frecuentes en el campo, y de todas maneras la situación en la que
se encontraban había sido prevista por sus padres, ya que la madre había querido
oponerse a que viajaran esa tarde, argumentando justamente que había llovido y
que la noche podía sorprenderlos en el camino, pero el padre, que tenía cierta
predilección por su hermano mayor (o por lo menos Barco así se lo imaginaba en
aquel entonces y seguía imaginándoselo en la actualidad, aunque su padre había
muerto hacía treinta años y su hermano el año anterior), había dicho que gracias
a la prudencia y al sentido de responsabilidad de su hermano no iba a sucederles
nada malo (de todos modos, en ese punto o en cualquier otro, bastaba que su
madre tuviese una opinión para que su padre formulase exactamente la contraria,
y lo mismo sucedía, pero al revés, cuando era su padre el que argumentaba en
primer término).
La cuestión es que avanzaban, ansiosos por llegar pero lentos a causa del barro,
por el camino solitario, hacia el gran disco rojo que, como se dice,
ensangrentaba el cielo en el oeste. Las nubes que se arremolinaban en la altura
no interceptaban el disco rojo vivo, como si, inmóviles y asumiendo las formas
más diversas, se hubiesen apartado igual que cortesanos respetuosos para no
ocultar, con sus masas fofas y toscas, la perfección circular y ardiente de su
presencia misteriosa. A cambio de esa discreción reverente, el sol las teñía de
sus tonos innumerables, encendidos, claros y brillantes en las inmediaciones del
disco, y que iban haciéndose cada vez más oscuros y más fríos –naranja, rojo,
rota, violeta, azul– cuando iluminaban los copos algodonosos suspendidos hacia
el este, en la porción opuesta del cielo. En el otoño ya avanzado, los campos de
maíz parecían ruinas, con los tallos quebrados y grisáceos y las hojas color
beige desgreñadas, resecas y colgantes, sugiriendo un ejército innumerable y
fijo, aniquilado en una batalla reciente y del que hubiese vuelto a este mundo
la muchedumbre de espectros, retomando el hábito de alinearse en orden para
formar una teoría de almas en pena muda y amenazante. En un campo cercano, un
rebaño de vacas negras había dejado de pastar, y los animales, orientados todos
en sentido opuesto a la caída del sol, la cabeza un poco levantada como si
estuviesen tratando de captar una señal remota, completamente inmóviles, todos
en la misma actitud como si se tratase de la misma imagen plana reproducida
cuarenta o cincuenta veces, le sugerían a Barco, en el momento en que estaba
recordándolas, esas manadas que aparecen en las pinturas rupestres, más
misteriosas por la extraña vida interior que emana de los animales que por las
intenciones de los hombres fugitivos que los dibujaron en la piedra. Durante
unos minutos de marcha únicamente oyeron el ruido de sus propios pasos,
vacilantes y demorados, buscando suelo firme entre los trechos removidos de
barro blando y los charcos de agua lisa que enrojecían el anochecer, hasta que,
de algún punto lejano de la llanura un ganado invisible empezó a mugir, sacando
al que tenían a la vista del sopor en el que parecía haber caído e incitándolo a
seguir tascando en silencio. La inminencia de la noche cuya llegada, para
precipitar al mundo en la negrura, parecía ir acelerándose, oprimía el pecho de
Barco y le anudaba el vientre, de modo que para que no se pusiese a temblar,
hundió la mano libre –en la otra llevaba una valijita– en el bolsillo del
pantalón.
Al cabo de un rato de marcha, a la izquierda del camino, a unos cien metros
adelante, divisaron el cementerio. Por temor de percibir en él el mismo terror
apagado que empezaba a invadirlo, Barco no se animaba a mirar a su hermano, ni
siquiera de reojo, y fue en ese momento en que se dio cuenta de que la llanura,
en ese lugar que había atravesado decenas de veces, idéntico por otra parte a
muchos otros en sesenta o setenta kilómetros a la redonda –camino de tierra,
alambrados, maizales, campitos de pastoreo, redondel rojo enorme al atardecer,
cuadrado de muros blancos del cementerio y cipreses negros sobrepasándolos–, de
habitual que había sido hasta ese momento, se estaba volviendo irreconocible y
extraño. Era incapaz de formularlo así en ese entonces, pero una luz cintilante,
ultraterrena, transfiguraba el espacio y las formas que lo poblaban, poniendo a
la vista, del paisaje familiar, su pertenencia a un lugar desconocido en el que,
hasta ese momento, ignoraba que había estado viviendo. Durante años sentiría el
malestar de esa revelación hasta que, gradualmente, capas y capas de
experiencia, como sucesivas manos de pintura sobre una imagen odiosa,
terminarían por hacérsela olvidar, hasta que esa mañana la lectura de Petrarca
la trajo de nuevo a la luz viva del recuerdo.
El chasquido de los pasos en el barro estallaba apagadamente y se dispersaba en
el aire que ya empezaba a volverse azul, mientras que del disco enorme que
interceptaba el camino en el horizonte ya no era visible más que el semicírculo
superior, y desde hacía unos minutos las nubes multicolores de un rato antes ya
se estaban poniendo negras. El muro blanco del cementerio, por encima del cual,
aparte de los cipreses, emergían las cúpulas y las cruces de cemento de algunos
panteones, fulguraba a causa de esa luz que no era de este mundo, y del
semicírculo rojo incrustado al final del camino, una turbulencia ígnea, de un
rojo en fusión, barnizaba todo lo visible con una substancia fluorescente en la
que el rojo y el negro parecían neutralizarse mutuamente produciendo una
luminiscencia insólita y glacial, una harina estelar, a la vez impalpable y
magnética, de la que también ellos, su ropa, sus cuerpos, sus órganos internos,
y hasta sus deseos y sus pensamientos hubiesen sido espolvoreados. Aunque
únicamente esa mañana, cuarenta años más tarde, era capaz de formularlo de esa
manera, Barco tenía la impresión de estar en el lugar remoto de un mundo cuyo
centro podía estar en un punto cualquiera del espacio, y que si en ese punto se
encontrara el sentido de la totalidad, aun cuando fuese contiguo al que estaban
atravesando, e incluso el mismo por el que en ese momento caminaban, piara ellos
sería siempre inaccesible y remoto. Por primera vez sentía, sin saber que lo
sentía, experimentando el terror de sentirlo sin gozar de la clarividencia
resignada de cuarenta años más tarde, que el mundo no estaba fuera de ellos,
sino que eran ellos los que le eran exteriores, y que el paisaje familiar en el
que había nacido y que consideraba semejante al paraíso, era una lisura sin
accidentes que toleraba un momento que la atravesaran hasta que, de golpe, se
los tragaba sin dejar de ellos en la exterioridad neutra y distante la menor
huella de su paso. El terror que se apoderó de él ignoraba esa evidencia; el
carecer de nombre lo multiplicaba, y ya estaba a punto de aullar y de salir
corriendo cuando, con suavidad, la mano tibia y un poco húmeda de su hermano se
apoyó en su cabeza, en un gesto cuya intención se le escapaba un poco, en razón
de esa relación peculiar que suele existir entre hermanos, íntima y distante a
la vez.
–Me parece que oigo un motor –le dijo. Y era verdad: rateando, dando bandazos,
el camioncito de la Liebre, el quiosquero, que había ido hasta el asfalto a
buscar los diarios de la tarde y las revistas semanales que le llegaban por el
colectivo de Rosario, frenó al cabo de unos minutos junto a ellos, y la cara
rojiza de la Liebre apareció por la ventanilla, ostentando una sonrisa vagamente
burlona en los labiecitos fruncidos que le habían valido el sobrenombre, y sin
decir palabra, con un movimiento jovial de la cabeza, los invitó a subir.
Apenas oscureció, el camino se volvió todavía más dificultoso. La Liebre
conducía concentrado y tenso, y esa noche, su hermano contaría, durante la cena,
en medio de la risa general, cómo la Liebre, agarrándose firme del volante,
inclinado hacia el parabrisas para auscultar mejor el camino e ir previendo los
peligros, frenando y acelerando todo el tiempo, mientras ellos no se atrevían a
desviar la vista de la luz de los faros que iluminaban el camino barroso, se
hablaba a sí mismo en tercera persona, lanzándose advertencias, insultos o
amenazas a cada resbalón o bandazo demasiado violento que desviaba al coche de
la dirección que llevaba y daba la impresión de que iba a mandarlo a la cuneta o
a volcarlo: "Tené cuidado, Liebre. No boludiés. Aflojá con el acelerador,
Liebre. Ojo que hay un pozo adelante». Y así durante la hora que le pusieron
para recorrer diez o doce kilómetros. Pero Barco no le prestaba atención: se iba
calmando de a poco, como cuando, al despertar de una pesadilla, cuesta un buen
rato todavía convencerse de que se ha vuelto a la vigilia y que la substancia
opresiva del sueño se ha disipado. En la entrada del pueblo, por fin, lo
familiar se restableció: era otra vez él, él, Horacio Barco y estaba llegando al
pueblo con su hermano para pasar las vacaciones de Semana Santa. Pero esa vez no
era felicidad lo que sentía, sino únicamente alivio. Cuando empezaron a rodar
por la arboleda exterior que unía el camino con el pueblo, ya era noche cerrada
desde hacía un buen rato. De las casitas Pobres de las afueras, salían gritos,
risas, ladridos de perros alertados por el motor del camioncito, música y voces
que mandaba la radio, y por las ventanas, proyectándose sobre los patios, las
paredes, las veredas de tierra o de ladrillos, las copas de los árboles,
colgando en los cruces dé las primeras calles, luces débiles pero cálidas,
insignificantes en relación con la negrura sin fin de la llanura, pero
amistosas, próximas, fragilísimas, y nacidas, como él, que las estaba viendo
pasar, en ese mundo y en ningún otro, aunque a partir de ese día le quedara por
averiguar, y seguiría intentándolo, sin conseguirlo, hasta el momento de su
muerte, qué clase de mundo era.
Palabra de honor, no la había visto en la perra vida. Eran |a como la una y
media de la mañana, en pleno enero, y como el Gallego cierra el café a la una en
punto, sea invierno o verano, yo me iba para mi casa, con las manos metidas en
los bolsillos del pantalón, caminando despacio y silbando bajito bajo los
árboles. Era sábado, y al otro día no laburaba. La mina arrimó el Falcon al
cordón de la vereda y empezó a andar a la par mía, en segunda. Cómo habré ido de
distraído que anduvimos así cosa de treinta metros y ella tuvo que frenar y
llamarme en voz alta para que me diera vuelta. Lo primero que se me cruzó por la
cabeza era que se había confundido, así que me quedé parado en medio de la
vereda y ella tuvo que volverme a llamar. No sé qué cara habré puesto, pero ella
se reía.
-¿A mí, señora? -le digo, arrimándome.
-Sí -dice ella-. ¿No sabe dónde se puede comprar un paquete de americanos?
Se había inclinado sobre la ventanilla, pero yo no podía verla bien debido a la
sombra de los árboles. Los ojos le echaban unas chispas amarillas, como los de
un gato; se reía tanto que pensé que había alguno con ella en el auto y estaban
tratando de agarrarme para la farra. Me incliné.
-¿Americanos? ¿Cigarrillos americanos?
-Sí -dijo la mina. Por la voz, le di unos treinta años.
El Gallego sabe tener importados de contrabando, una o dos cajas guardadas en el
dormitorio. Si uno de nosotros se quiere tirar una cana al aire, se lo dice y el
Gallego le contesta en voz baja que vuelva a los quince minutos.
-De aquí a tres cuadras hay un bar -le dije-. Sabe tener de vez en cuando. Tiene
que ir hasta Crespo y la Avenida. ¿Conoce?
-Más o menos -dijo.
Me preguntó si estaba muy apurado y si quería acompañarla. "Zápate, pensé; una
jovata alzada que quiere cargarme en el coche para tirarse conmigo en una zanj a
cualquiera" . El corazón me empezó a golpear fuerte dentro del pecho. Pero
después pensé que si por casualidad el Gallego no había cerrado todavía y me
veía aparecer con semejante mina en un bote como el que manejaba, bajándome a
comprar cigarrillos americanos, todo el barrio iba a decir al otro día que yo
estaba dándome a la mala vida y que estaba por dejar de laburar para hacerme
cafisio. Para colmo, en verano las viejas son capaces de amanecer sentadas en la
vereda.
-Ya debe de estar cerrado -le dije, y no sé en qué otra parte puede haber.
La mina me tuteó de golpe.
-¿Tenés miedo? -dijo, riéndose.
Encendió la luz de adentro del coche.
-¿No ves que estoy sola? -dijo.
Mi viejo era del sur de Italia, y los muchachos me cargan en cuestión minas,
porque dicen que yo, aparte de laburar y amarrocar para casarme, no pienso en
otra cosa. Dicen que los que venimos de sicilianos tenemos la sangre caliente.
No sé si será verdad, y no pude ver mi propia cara, pero por la risa de ella me
di cuenta de que con uno solo de los muchachos que hubiese estado presente, en
lo del Gallego me habrían agarrado de punto para toda la vida. Era rubia y
tostada y llena por todas partes, que parecía una estrella de cine. "No me lo
van a creer", pensé. "No me lo van a creer cuando se los cuente". Sentí calor en
los brazos, en las piernas y en el estómago. Tragué saliva y me incliné más y
ella me dio lugar para que me apoyara en el marco de la ventanilla. Tenía un
vestido verde ajustado y alzado tan arriba de las rodillas, seguro que para
manejar más cómoda, que poco más y le veo hasta el apellido. ¡Hay que ver cómo
son las minas de ahora! ¡Y pensar que la hermana de uno es capaz de andar en
semejante pomada, y uno ni siquiera enterarse!
-No -le dije-, qué voy a tener miedo. ¿Miedo de qué?
-Y, no sé -dijo ella-. Como no querés acompañarme...
A las minas hay que hacerlas desear; cuando uno más se hace el desentendido, a
ellas más les gusta la pierna, sobre todo si se avivan de que uno es piola. Ahí
no más la traté de vos.
-¿Acompañarte adónde? -le dije.
-No te hagás el gil -me dijo ella, sonriendo. Después se puso seria-. Ando
buscando gente para ir a una fiesta.
Cosa curiosa: se reía con la mitad de la cara, con la boca nada más, porque los
ojos amarillos no parecían ni verme cuando se topaban conmigo.
-No estoy vestido -le dije.
Ahí sí me miró fijo, a los ojos.
-Subí -me dijo.
Abrí la puerta, despacio, mirándola; ella se corrió al volante, y yo me senté
sobre el tapizado rojo protegido con una funda de nailon. Pensé que ver la vida
desde un bote así, siempre, es algo que debe reconciliarlo a uno con todo: con
la mala sangre del laburo, los gobiernos de porquería y lo traicionera que es la
mujer. Le puse la mano sobre la gamba mientras lo pensaba: tenía la carne dura,
caliente, musculosa, y yo sentía los músculos contraerse cuando apretaba el
acelerador. "No me lo van a creer cuando se los cuente", pensé, y como vi que la
mina me daba calce me apreté contra ella y le puse la mano en el hombro.
-¿Dónde es la fiesta? -le pregunté.
-En mi casa -dijo vigilando el camino, sin mirarme.
Doblamos en la primera esquina y empezamos a correr en dirección a la Avenida.
Dejamos atrás las calles oscuras y arboladas, y a las dos cuadras nos topamos
con la Avenida iluminada con la luz blanca de las lámparas a gas de mercurio.
Había bailes por todas partes, se ve, porque los coches corrían en todas
direcciones y mucha gente bien vestida andaba en grupos por las veredas, hombres
de traje azul o blanco o en mangas de camisa, y mujeres con vestidos floreados.
De golpe me acordé que en Gimnasia y Esgrima estaban D'Arienzo y
Varela-Varelita, y por un momento me dio bronca que se me hubiese pasado, pero
cuando sentí la gamba de la mina moviéndose contra la mía para aplicar el freno,
pensé: "Pobres de ellos". El Falcon entró en la Avenida y empezó a correr hacia
el norte.
-Separáte un poco hasta que pasemos la Avenida -me dijo la mina.
Ibamos a noventa por la Avenida por lo menos. Se ve que a la mina le gustaba
correr, cosa que no me gustó ni medio, porque había mucho tráfico a esa hora, y
la Avenida no es para levantar tanta velocidad. Cuando la Avenida se acabó,
doblamos por una calle oscura, llena de árboles, y la mina aminoró la marcha,
para cuidar los elásticos por cuestión del empedrado. Yo volví a juntarme con
ella y ella se rió. Se dejó besar el cuello y me pidió un cigarrillo.
-Fumo negros -le dije.
-No importa -dijo ella.
Le puse el Particular con filtro en los labios y se lo encendí con la carucita.
La llama le iluminó los ojos amarillos, que miraban fija la calle adelante, como
si no la vieran. La luz de los faros hacía brillar las hojas de los paraísos. No
se veía un alma por la zona. Cuando le toqué otra vez la pierna me pareció
demasiado dura, como si fuera de piedra maciza, y ya no estaba caliente. No voy
a decir que estaba fría, la verdad, pero le noté algo raro. A la mitad de la
cuadra, en la calle oscura, aplicó los frenos y paró el coche al lado del
cordón. La casa era chiquita y el frente bastante parecido al de mi casa, con
una ventana a cada lado de la puerta. De una de las ventanas salían unos
listones de luz a través de las persianas que apenas se alcanzaban a distinguir.
La mina apagó todas las luces del auto y se echó contra el respaldar del
asiento, suspirando y dándole dos o tres pitadas al cigarrillo. Después tiró el
pucho a la vereda.
-Llegamos -dijo.
A mí me la iba hacer tragar, de que con semejante bote iba a vivir ahí. Era un
bulín, clavado, pero no se lo dije, porque me fui al bofe en seguida, y ella me
dejó hacer. Estuvimos como cinco minutos a los manotazos, y me dejó cancha
libre; pero no sé, había algo que no funcionaba, me daba la impresión de que con
todo, ella seguía mirando la calle por arriba de mi cabeza con sus ojos
amarillos. Después me acarició y me dijo despacito:
-Vení, vamos a bajar. No hagás ruido.
Bajamos, y ella cerró la puerta sin hacer ruido. La puerta de calle del bulín
estaba sin llave y el umbral estaba negro, no se veía nada. Al fondo nomás se
alcanzaba a distinguir una lucecita, reflejo de la luz encendida de alguno de
los cuartos, la que se veía desde la calle, seguro. Por un momento tuve miedo de
que estuviera esperándome alguno para amasijarme, pero después pensé que una
mina que aparecía en un Falcon no podía traer malas intenciones. En seguida se
me borraron los pensamientos, porque la cosa me agarró la mano, se apoyó en la
pared y me apretó contra ella, cerrando la puerta de calle. Me empezó a pedir
que le dijera cosas, y yo le dije "corazón", o "tesoro", o algo así; pero ella
me dijo con una especie de furia, sacudiendo la cabeza, que no era eso lo que
quería escuchar, sino algo diferente. Era feo lo que quería, la verdad; para qué
vamos a decir una cosa por otra. Y cuando empecé a decírselas -uno pierde la
cabeza en esos casos, queda como ciego y hace lo que le piden- me pidió que se
las dijera más fuerte. Yo estaba casi gritándoselas cuando ella dejó de
escucharme, me agarró de la manga de la camisa y caminando rápido, casi
corriendo, me arrastró hasta el dormitorio, que era la pieza que estaba con la
luz encendida. No había más que la cama de dos plazas y una silla. Me dio la
impresión de que no había un mueble más en toda la casa. Con ese coche, y un
bulín tan desprovisto. Pensé que no le interesaba más que la cama y una silla
cualquiera para dejar la ropa.
Se desnudó rápido, y yo también. Nos metimos en la cama. Al inclinarme sobre la
mina pensé que si no la hubiese encontrado en la vereda de mi barrio, en ese
momento estaría durmiendo en mi cama, hecho una piedra, como muerto, porque yo
nunca sueño. Quién la había hecho doblar por esa esquina, y quién me había hecho
a mí ir al bar del Gallego, y quién me había hecho retirarme a la hora que me
retiré para que ella me encontrara caminando despacio bajo los árboles, es algo
que siempre pienso y nunca digo, para que no me tomen para la farra. Ahí nomás
me le afirmé y empecé a serruchar y ella me fue respondiendo con todo, cada vez
más. Las minas se ablandan a medida que el asunto empieza a avanzar; tienen
varias marchas, como el Falcon: pasan de la primera a la segunda, y después a la
tercera, y hasta a la cuarta, para la marcha de carretera. Uno, en cambio, se
larga en primera y a toda velocidad, y a la mitad del camino queda fundido. Algo
siguió funcionando dentro de ella después que yo terminé, porque todo el cuerpo
se le puso duro y áspero como un tablón de madera y cerró los ojos, y
agarrándome los hombros me apretó tan fuerte que al otro día cuando desperté en
mi casa todavía sentía un ardor, y mirándome en el espejo ví que tenía todo
colorado. Después la mina se aflojó y se puso a llorar bajito. Lloró sin decir
palabra durante un rato y después empezó a hablar. "Siempre lo mismo", pensé.
"Primero te hacen hacer cualquier locura, y después que te sacaron el jugo como
a una naranja, se ponen a llorar".
-¿Qué me hacés hacer? -dijo la mina, llorando bajito- . ¿Hasta cuándo vamos a
seguir haciéndolo? ¿Todo esto en nombre del amor? ¿Para no separarnos? Es
insoportable .
Lloraba y sacudía la cabeza contra la almohada húmeda. Insoportable.
Insoportable -decía, mirando siempre fijo por encima de mi cabeza con sus ojos
amarillos.
Yo no le dije nada, porque si uno se pone a discutir con una mina en esa
situación, seguro que la mina termina cargándole el muerto. "Me he hecho llamar
puta para vos en el umbral", dijo la mina. Ahí empezó a pegar un alarido que
cortó por la mitad, como si se ahogara, y siguió llorando. No tuve tiempo de
pensar nada, y no por falta de voluntad, porque en el momento en que la mina
dijo eso y trató de pegar el alarido, ya había empezado a trabajarme el balero y
a hacerme sentir que esa mirada amarilla que la mina no parecía fijar en ninguna
parte, había estado siempre fija en algo que nadie más que ella veía; tanto me
trabajó el balero que estuve a punto de pensar que yo no era más que la sombra
de lo que ella veía. Pero el llanto del tipo sonó atrás mío antes de que yo
empezara a carburar, y ése fue el momento en que salté de la cama, desnudo como
estaba: justo cuando sonó su voz, entorpecida por el llanto.
-Dios mío. Dios mío -dijo.
Estaba parado en la puerta del dormitorio, en pantalón y camisa. Se tapaba la
cara con la mano, y no paraba de llorar. Pensé que era el macho o el marido y
que nos había pescado con las manos en la masa, y me vi fiambre. Pero ni se fijó
en mí. La mina estaba desnuda sobre la cama y lloraba mirándolo al punto que
seguía con la cara tapada con la mano y no paraba de llorar. Si antes yo había
sentido que era como una sombra, ahora sentía que ni eso era. "Dios mío. Dios
mío", era todo lo que decía el tipo. Y la mina lo miraba fijamente y lloraba sin
hablar. Cuando terminé de vestirme me acerqué a la cama.
-Señora -dije-.
La mina ni me miró. Tenía los ojos amarillos clavados en el tipo y pareció no
escucharme.
-¿Estás satisfecho? -dijo-. ¿Estás satisfecho?
-Amor mío -dijo el tipo, sin sacarse la mano de la cara.
Salí abrochándome el cinto y tuve que ponerme de costado para pasar por la
puerta, porque el tipo ni se movió. Tenía una camisa blanca desabrochada hasta
más abajo del pecho y se le veía la piel tostada. Se notaba a la legua que
estaba quedándole poco pelo en la cabeza, porque eso que la mano dejaba ver
encima de las cejas medias levantadas, era más alto que una frente. Parecía
recién bañado, por el olor que le sentí. Para mí que había estado todo el día al
sol, en el río, tanta fue la sensación de salud que me dio cuando pasé al lado
de él.
Atravesé el umbral negro y salí a la calle. El Falcon estaba ahí, con las luces
apagadas. Me paré un momento delante de las rayitas de luz que se colaban a la
calle, y arrimando el oído a la persiana del dormitorio los oí llorar. Traté de
espiar por las rendijas de la ventana, pero no vi una papa. Solamente escuché
otra vez la voz de la mina, diciendo esta vez ella "Amor mío" y después cómo
lloraban los dos, y después nada más. Me paré recién un par de cuadras más
adelante, porque empezó a fallarme la carucita, y aunque no había viento me tuve
que arrimar a la pared para poder encender el Particular con filtro que me
temblaba apenas en los labios . Con el primer chorro de humo seguí caminando
bajo los árboles oscuros, pero ni silbé nada, ni me puse las manos en los
bolsillos del pantalón. Tenía la espalda pegada a la camisa, que estaba hecha
sopa. Cuando tiré el Particular con filtro y encendí el otro, sobre el pucho, la
carucita no me falló, y llegué a la Avenida. Pensé en el bar del Gallego y en
los muchachos, y en la cara que hubiesen puesto si se me hubiese dado por
contárselo. Había menos gente en la Avenida, pero seguro que al terminar todos
los bailes las calles iban a llenarse otra vez . Miré y vi que estaba lejos del
barrio, y sintiendo en la cara un aire fresco que estaba empezando a correr, me
apuré un poco, cosa de no perder el último colectivo.
Publicado en "Unidad
de lugar" [Buenos Aires, Editorial Galerna, 1967]
Nunca sabremos cómo fue James Joyce. De Gorman a Ellmann, sus biógrafos
oficiales, el progreso principal es únicamente estilístico: lo que el primero
nos trasmite con vehemencia, el segundo lo hace asumiendo un tono objetivo y
circunspecto, lo que confiere a su relato una ilusión más grande de verdad. Pero
tanto las fuentes del primero como las del segundo (entrevistas y cartas) son
por lo menos inseguras, y recuerdan el testimonio del "hombre que vio al hombre
que vio al oso", con el agravante de que para la más fantasiosa de las dos
biografías, la de Gorman, el informante principal fue el oso en persona. Aparte
de las de este último, es obvio que ni la escrupulosidad ni la honestidad de los
informantes pueden ser puestas en duda, y que nuestro interés debe orientarse
hacia cuestiones teóricas y metodológicas.
En este orden de cosas, la objetividad ellmaniana, tan celebrada, va cediendo
paso, a medida que avanzamos en la lectura, a la impresión un poco desagradable
de que el biógrafo, sin habérselo propuesto, va entran do en el aura del
biografiado, asumiendo sus puntos de vista y confundiéndose paulatinamente con
su subjetividad. La impresión desagradable se transforma en un verdadero
malestar en la sección 1932 1935, que, en gran parte, se ocupa del episodio más
doloroso de la vida de Joyce, la enfermedad mental de Lucía. Echando por la
borda su objetividad, Ellmann, con argumentos enfáticos y confusos, que mezclan
de manera imprudente los aspectos psiquiátricos y literarios del problema,
parece aceptar la pretensión demencial de Joyce de que únicamente él es capaz de
curar a su hija. Cuando se trata de meros acontecimientos exteriores y
anecdóticos, no pocas veces secundarios, la biografía puede mantener su
objetividad, pero apenas pasa al campo interpretativo el rigor vacila, y lo
problemático del objeto contamina la metodología. La primera exigencia de la
biografía, la veracidad, atributo pretendidamente científico, no es otra cosa
que el supuesto retórico de un género literario, no menos convencional que las
tres unidades de la tragedia clásica, o el desenmascaramiento del asesino en las
últimas páginas de la novela policial.
El rechazo
escrupuloso de todo elemento ficticio no es un criterio de verdad. Puesto que el
concepto mismo de verdad es incierto y su definición integra elementos dispares
y aun contradictorios, es la verdad como objetivo unívoco del texto y no
solamente la presencia de elementos ficticios lo que merece, cuando se trata del
género biográfico o autobiográfico, una discusión minuciosa. Lo mismo podemos
decir del género, tan de moda en la actualidad, llamado, con certidumbre
excesiva, non-fiction: su especificidad se basa en la exclusión de todo rastro
ficticio, pero esa exclusión no es de por sí garantía de veracidad. Aun cuando
la intención de veracidad sea sincera y los hechos narrados rigurosamente
exactos lo que no siempre es así sigue existiendo el obstáculo de la
autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las
turbulencias de sentido propios a toda construcción verbal. Estas dificultades,
familiares en lógica y ampliamente debatidas en el campo de las ciencias
humanas, no parecen preocupar a los practicantes felices de la non-fiction. Las
ventajas innegables de una vida mundana como la de Truman
Capote no deben hacernos olvidar que una proposición, por no ser ficticia, no es
automáticamente verdadera.
Podemos por lo tanto afirmar que la verdad no es necesariamente lo contrario de
la ficción, y que cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con
el propósito turbio de tergiversar la verdad. En cuanto a la dependencia
jerárquica entre verdad y ficción, según la cual la primera poseería una
positividad mayor que la segunda, es desde luego, en el plano que nos interesa,
una mera fantasía moral. Aun con la mejor buena voluntad, aceptando esa
jerarquía y atribuyendo a la verdad el campo de la realidad objetiva y a la
ficción la dudosa expresión de lo subjetivo, persistirá siempre el problema
principal, es decir la indeterminación de que sufren no la ficción subjetiva,
relegada al terreno de lo inútil y caprichoso, sino la supuesta verdad objetiva
y los géneros que pretenden representarla. Puesto que autobiografía, biografía,
y todo lo que puede entrar en la categoría de non- fiction, la multitud de
géneros que vuelven la espalda a la ficción, han decidido representar la
supuesta verdad objetiva, son ellos quienes deben suministrar las pruebas de su
eficacia. Esta obligación no es fácil de cumplir: todo lo que es verificable en
este tipo de relatos es en general anecdótico y secundario, pero la credibilidad
del relato y su razón de ser peligran si el autor abandona el plano de lo
verificable.
La ficción, desde sus orígenes, ha sabido emanciparse de esas cadenas. Pero que
nadie se confunda: no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o
irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la "verdad", sino
justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación,
carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una
reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable,
la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la
espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su
turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de
antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual
ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria.
La ficción no es, por lo tanto, una reivindicación de lo falso. Aun aquellas
ficciones que incorporan lo falso de un modo deliberado fuentes falsas,
atribuciones falsas, confusión de datos históricos con datos imaginarios,
etcétera, lo hacen no para confundir al lector, sino para señalar el carácter
doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo
imaginario. Esa mezcla, ostentada sólo en cierto tipo de ficciones hasta
convertirse en un aspecto determinante de su organización, como podría ser el
caso de algunos cuentos de Borges o de algunas novelas de Thomas Bernhard, está
sin embargo presente en mayor o menor medida en toda ficción, de Homero a
Beckett. La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso,
lo hace para aumentar su credibilidad. La masa fangosa de lo empírico y de lo
imaginario, que otros tienen la ilusión de fraccionar a piacere en rebanadas de
verdad y falsedad, no le deja, al autor de ficciones, más que una posibilidad:
sumergirse en ella. De ahí tal vez la frase de Wolfgang Kayser: "No basta con
sentirse atraído por ese acto; también hay que tener el coraje de llevarlo a
cabo!.
Pero la ficción no solicita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que
ficción. Ese deseo no es un capricho de artista, sino la condición primera de su
existencia, porque sólo siendo aceptada en tanto que tal, se comprenderá que la
ficción no es la exposición novelada de tal o cual ideología, sino un
tratamiento específico del mundo, inseparable de lo que trata. Este es el punto
esencial de todo el problema, y hay que tenerlo siempre presente, si se quiere
evitar la confusión de géneros. La ficción se mantiene a distancia tanto de los
profetas de lo verdadero como de los eufóricos de lo falso. Su identidad total
con lo que trata podría tal vez resumirse en la frase de Goethe que aparece en
el artículo ya citado de Kayser (¿Quién cuenta una novela?): La Novela es una
epopeya subjetiva en la que el autor pide permiso para tratar el universo a su
manera; el único problema consiste en saber si tiene o no una manera; el resto
viene por añadidura. Esta descripción, que no proviene de la pluma de un
formalista militante ni de un vanguardista anacrónico, equidista con idéntica
independencia de lo verdadero y de lo falso.
Para aclarar estas cuestiones, podríamos tomar como ejemplo algunos escritores
contemporáneos. No seamos modestos: pongamos a Solienitsin como paradigma de lo
verdadero. La Verdad- Por- Fin- Proferida que trasunta sus relatos, si no cabe
duda que requería ser dicha, ¿qué necesidad tiene de valerse de la ficción?
¿Para qué novelar algo de lo que ya se sabe todo antes de tomar la pluma? Nada
obliga, si se conoce ya la verdad, y si se ha tomado su partido, a pasar por la
ficción. Empleadas de esa manera, verdad y ficción se relativizan mutuamente: la
ficción se vuelve un esqueleto reseco, mil veces pelado y vuelto a recubrir con
la carnadura relativa de las diferentes verdades que van sustituyéndose unas a
otras. Los mismos principios son el fundamento de otra estética, el realismo
socialista, que la concepción narrativa de Solienitsin contribuye a perpetuar.
Solienitsin difiere con la literatura oficial del estalinismo en su concepción
de la verdad, pero coincide con ella en la de la ficción como sirvienta de la
ideología. Para su tarea, sin duda necesaria, informes y documentos hubiesen
bastado. Lo que debemos exigir de empresas como la suya, es un afincamiento
decidido y vigilante en el campo de lo verificable. Sus incursiones estéticas y
su gusto por la profecía se revelan a simple vista de lo más superfluos. Y por
otro lado, no basta con dejarse la barba para lograr una restauración
dostoyevskiana.
Con Umberto Eco, las amas de casa del mundo entero han comprendido que no corren
ningún peligro: el hombre es medievalista, semiólogo, profesor, versado en
lógica, en informática, en filología. Este armamento pesado, al servicio de "lo
verdadero", las hubiese espantado, cosa que Eco, como un mercenario que cambia
de campo en medio de la batalla, ha sabido evitar gracias a su instinto de
conservación, poniéndolo al servicio de "lo falso". Puesto que lo dice este
profesor eminente, piensan los ejecutivos que leen sus novelas entre dos
aeropuertos, no es necesario creer en ellas ya que pertenecen, por su naturaleza
misma, al campo de lo falso: su lectura es un pasatiempo fugitivo que no dejará
ninguna huella, un cosquilleo superficial en el que el saber del autor se ha
puesto al servicio de un objeto fútil, construido con ingeniosidad gracias a un
ars combinatoria. En este sentido, y sólo en éste, Eco es el opuesto simétrico
de Solienitsin: a la gran revelación que propone Solienitsin, Eco responde que
no hay nada nuevo bajo el sol. Lo antiguo y lo moderno se confunden, la novela
policial se traslada a la edad media, que a su vez es metáfora del presente, y
la historia cobra sentido gracias a un complot organizado. (Ante Eco, me viene
espontáneamente al espíritu una frase de Barrés: "Rien ne déforme plus
l'histoire que d'y chercher un plan concerté".) Su interpretación de la historia
está puesta de manera ostentosa para no ser creída. El artificio, que suplanta
al arte, es exhibido continuamente de modo tal que no subsista ninguna
ambiguedad.
La falsedad esencial del género novelesco autoriza a Eco no solamente la
apología de lo falso a lo cual, puesto que vivimos en un sistema democrático,
tiene todo el derecho, sino también a la falsificación. Por ejemplo, poner a
Borges como bibliotecario en El nombre de la rosa (título por otra parte
marcadamente borgiano), es no solamente un homenaje o un recurso intertextual,
sino también una tentativa de filiación. Pero Borges ónumerosos textos suyos lo
pruebanó, a diferencia de Eco y de Solienitsin, no reivindica ni lo falso ni lo
verdadero como opuestos que se excluyen, sino como conceptos problemáticos que
encarnan la principal razón de ser de la ficción. Si llama Ficciones a uno de
sus libros fundamentales, no lo hace con el fin de exaltar lo falso a expensas
de lo verdadero, sino con el de sugerir que la ficción es el medio más apropiado
para tratar sus relaciones complejas.
Otra falsificación notoria de Eco es atribuir a Proust un interés desmedido por
los folletines. En esto hay algo que salta a la vista: subrayar el gusto de
Proust por los folletines es un recurso teatral de Eco para justificar sus
propias novelas, como esos candidatos dudosos que, para ganar una elección
local, simulan tener el apoyo del presidente de la república. Es una observación
sin ningún valor teórico o literario, tan intrascendente desde ese punto de
vista como el hecho, universalmente conocido, de que a Proust le gustaban las
madeleines. Es significativo en cambio que Eco no haya escrito que a Agatha
Christie o a Somerset Maugham les gustaban los folletines, y con razón, porque
si pone de testigo a Proust para exaltar los folletines es justamente porque
escribió A la recherche du temps perdu. Es detrás de la Recherche que Eco
pretende ampararse, no del supuesto gusto de Proust por los folletines. Basta
con leer una novela de Eco o de Somerset Maugham para saber que a sus autores
les gustan los folletines. Y para convencerse de que a Proust no le gustaban
tanto, la lectura de la Recherche es más que suficiente.
Mi objetivo no es juzgar moralmente y mucho menos condenar, pero aun en la más
salvaje economía de mercado, el cliente tiene derecho a saber lo que compra.
Incluso la ley, tan distraída en otras ocasiones, es intratable en lo que se
refiere a la composición del producto. Por eso, no podemos ignorar que en las
grandes ficciones de nuestro tiempo, y quizás de todos los tiempos, está
presente ese entrecruzamiento crítico entre verdad y falsedad, esa tensión
íntima y decisiva, no exenta ni de comicidad ni de gravedad, como el orden
central de todas ellas, a veces en tanto que tema explícito y a veces como
fundamento implícito de su estructura. El fin de la ficción no es expedirse en
ese conflicto sino hacer de él su materia, modelándola a su manera. La
afirmación y la negación le son igualmente extrañas, y su especie tiene más
afinidades con el objeto que con el discurso. Ni el Quijote, ni Tristam Shandy,
ni Madame Bovary, ni El Castillo pontifican sobre una supuesta realidad anterior
a su concreción textual, pero tampoco se resignan a la función de
entretenimiento o de artificio: aunque se afirmen como ficciones, quieren sin
embargo ser tomadas al pie de la letra. La pretensión puede parecer ilegítima,
incluso escandalosa, tanto a los profetas de la verdad como a los nihilistas de
lo falso, identificados, dicho sea de paso, y aunque resulte paradójico, por el
mismo pragmatismo, ya que es por no poseer el convencimiento de los primeros que
los segundos, privados de toda verdad afirmativa, se abandonan, eufóricos, a lo
falso. Desde ese punto de vista la exigencia de la ficción puede ser juzgada
exorbitante, y sin embargo todos sabemos que es justamente por haberse puesto al
margen de lo verificable que Cervantes, Sterne, Flaubert o Kafka nos parecen
enteramente dignos de crédito.
A causa de este aspecto principalísimo del relato ficticio, y a causa también de
sus intenciones, de su resolución práctica, de la posición singular de su autor
entre los imperativos de un saber objetivo y las turbulencias de la
subjetividad, podemos definir de un modo global la ficción como una antropología
especulativa. Quizás no me atrevo a afirmarlo esta manera de concebirla podría
neutralizar tantos reduccionismos que, a partir del siglo pasado, se obstinan en
asediarla. Entendida así, la ficción sería capaz no de ignorarlos, sino de
asimilarlos, incorporándolos a su propia esencia y despojándolos de sus
pretensiones de absoluto. Pero el tema es arduo, y conviene dejarlo para otra
vez.