Textos de y sobre Juan José Saer

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LECTURA RECOMENDADA
Reales, Premat, Mondragón (comp) - Dossier Juan José Saer (Revista Crítica Cultural 2010)
Saer en su paso Buenos Aires (entrevista noviembre 1999)  |  Juan José Saer en Jornadas "Lo imborrable", Biblioteca Nacional, 28/06/11

Escritor argentino nacido en Serodino, provincia de Santa Fe, el 28 de junio de 1937. Radicado en París desde 1968. Vivió en el campo natal y enseñó en su país y en la francesa universidad de Rennes.

Es autor de algunos cortometrajes cinematográficos y artículos de crítica literaria. En sus primeras obras se advierte la impronta del realismo y del regionalismo americano: En la zona (1960), Palo y hueso (1965) y Unidad de lugar (1967) son colecciones de cuentos, que alternan con las novelas Responso (1964) y La vuelta completa (1967).

A partir de los relatos de Cicatrices (1969) registra la influencia del objetivismo de la llamada nueva novela francesa, con la desaparición de los personajes y el protagonismo de los hechos y las cosas. En esta línea figuran los cuentos de La mayor (1976), y las novelas El limonero real (1974), Nadie, nada, nunca (1980), La ocasión (1988), Glosa (1988) y Lo imborrable (1992). En El entenado (1983) evoca un episodio de la conquista de América. Ocasionalmente hizo poesía y la reunió en El arte de narrar (1977). En 1987 obtuvo el Premio Nadal.

Murió el 11 de junio del 2005 en París, víctima de un cáncer de pulmón.

Entre sus obras: En la zona (1960); Responso (1964); Palo y hueso (1965); La vuelta completa (1966); Unidad de lugar (1967); Cicatrices (1968); El limonero real (1974); La mayor (1976); Nadie nada nunca (1980); Narraciones (1983); El entenado (1983); Glosa (1986); El arte de narrar (1988); La ocasión (1988);  El río sin orillas(1991); Lo imborrable (1993); La pesquisa (1994); El concepto de ficción (1997); Las nubes (1997); Lugar (2000).
 


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La muerte de un gran escritor [11-06-05]


Juan José Saer - Sobre sus libros.

Ilustración: El Tomi

Fue uno de los más importantes escritores argentinos y uno de los más respetados internacionalmente. Saer, quien vivía en Francia desde 1968, murió en París a los 67 años, víctima de una larga enfermedad.

Su muerte es una pérdida enorme para la literatura de habla hispana. A pesar de su prestigio mundial, su modestia intelectual era única.

Saer había nacido en Serondino, en la provincia argentina de Santa Fe, y residía en Rennes desde 1968, donde ejercía como profesor en la universidad de esta ciudad del oeste de Francia. Se encontraba escribiendo las últimas páginas de su novela "La grande".

Autor de cuentos, novelas y ensayos traducidos en cinco idiomas, Saer era considerado uno de los escritores más destacados de la literatura argentina. Entre otras obras se pueden citar "Cuentos Completos" (2002), "En la zona. Cuentos" (2003), "El río sin orillas" (1991), "La narración objeto" (1999), "La ocasión" (1986), por la que recibió el Premio Nadal, "Unidad de lugar" (1967), "Cicatrices" (1969), "El limonero real" (1974), "Nadie nada nunca" (1980), "Las nubes" (1997) y "Lugar" (2000).

Alguna vez Saer había asegurado: Si yo pudiera, escribiría un tratado de filosofía en una lengua popular del Río de la Plata. Eso sí que me gustaría."

En octubre de 2004 Saer fue distinguido con el XV Premio Unión Latina de Literaturas Románticas, que compartió con el rumano Virgil Tanase, por decisión del jurado reunido en París, que consideró que el argentino había desarrollado "una obra rica y variada de modo silencioso, alejado de los grandes circuitos de la publicidad literaria".

El Premio Unión Latina de Literaturas Románticas, creado en 1990, coronó la obra de un escritor de lengua románica sin distinción de país ni continente, para rendir homenaje al patrimonio literario latino. En esa oportunidad Saer no pudo asistir a la entrega del premio, que tuvo lugar el 24 de noviembre en Roma, por motivos de salud.

 

Saer, un intelectual atípico, distinto, apelaba, a pesar de su prestigio internacional, a una modestia pocas veces vista en el rubro. En una entrevista realizada hace pocos años señaló: "Cuando me presentan como novelista me deprimo (risas), me parece una designación un poco melancólica. Es una denominación que comparto con mucha gente. La colección Grandes Novelistas de Emecé, por ejemplo, tuvo grandes escritores durante una época, y ya no, pero se sigue llamando "Grandes Novelistas": Arthur Halley y Morris West son ahora grandes novelistas. De todo eso huyo".

Sin embargo, Ricardo Piglia, considerado por muchos como el sumo sacerdote de la literatura contemporánea en español, en momento puso la figura del escritor en su justo lugar cuando dijo: "...decir que Juan José Saer es el mejor escritor argentino actual es una manera de desmerecer su obra. Sería preciso decir, para ser más exactos, que Saer es uno de los mejores escritores actuales en cualquier lengua y que su obra –como la de T. Bernhard o la de Samuel Beckett– está situada del otro lado de las fronteras, en esa tierra de nadie que es el lugar mismo de la literatura..."

Fuente: www.rionegro.com.ar


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Reportaje

por Horacio González*

[Foto Daniel Mordzinski]

*Estuvo acompañado por Jorge Alonso, Fabián Vernetti, Pablo Sevilla y Fernando Peirone. Se indica con las iniciales del apellido sus intervenciones.

P: No nos conocemos, y usted se preguntará qué hacemos acá. Nuestra intención es escribir una especie de crónica de viaje: salir de un lugar chico como Venado Tuerto, donde la cultura está presente en la medida en que uno hace el esfuerzo de verla, hacia un lugar como éste (Buenos Aires) al que llegamos para hacerle una entrevista a Saer y donde la cultura está.

S: Está y no está, en realidad en un lugar como éste, por un lado está la cultura, que es menos visible que el mercado; acá está el mercado, eso es evidente, es una especie de feria de vanidades, feria en el sentido del lugar donde uno va a comprar hortalizas, carne, etc., después está la cultura que es una cosa que se va elaborando lenta y laboriosamente; para mí la enésima exposición de un pintor, mil veces reconocido, vendido y revendido, no es un hecho cultural, es un hecho mundano, comercial o lo que fuera; la aparición de un pintor que va elaborando sus cosas, a veces en la oscuridad o en la semioscuridad o como fuere me parece que es la cultura, ese es el trabajo de la cultura y la concreción se va haciendo lentamente, la sedimentación es extremadamente lenta, no se puede decretar una cultura o un cambio de cultura, muchos han querido hacerlo, algunos gobiernos no solamente autoritarios sino supuestamente democráticos, la cultura democrática tampoco se puede decretar, tiene que ir apareciendo lentamente. La cultura es, generalmente, una cosa que se va sedimentando poco a poco, a través del tiempo, de los años, de los siglos; la cultura argentina se ha ido unificando desde la aparición de algunos grandes escritores o pensadores como Sarmiento o Alberdi; ha ido sedimentando y transformando, de modo que la cultura argentina hoy no es la misma que en 1920 o 1900; por ejemplo la cultura literaria: los nuevos aportes que han ido apareciendo han modificado la serie cultural argentina y ahora no podemos juzgar a Sarmiento sin tener en cuenta la existencia de Borges, de Arlt, de Macedonio Fernández o de Antonio Di Benedetto, tenemos que juzgarla en esa óptica y tenemos que inscribir esas obras del pasado en ese nuevo paisaje que se va modificando continuamente.

P: Hay un pasaje o un viaje que usted hace desde su lugar en Santa Fe hasta Buenos Aires y París, ¿cómo se vive ese viaje?.

S: ¿Cómo emigraron los caballos de América al continente europeo, Africa y Asia? No decidieron un día emigrar, el hombre tampoco vino a América desde la costa oriental africana, donde ya es indiscutible que el hombre aparece, tampoco apareció en muchos lugares a la vez sino que apareció ahí y después se fue diseminando. Tenemos la idea de que emigraron, que un día salieron los caballos a buscar América; no, poco a poco fueron buscando pastizales a través de las estaciones, de los cambios de tiempo, poco a poco, en millones de años, fueron llegando primero a Europa del norte y después se fueron distribuyendo; el hombre a la inversa hizo lo mismo. Puede decirse que todo cambio en nuestra vida es más o menos así, cuando vemos la transformación es que esa transformación se ha ido produciendo antes, cuando vemos el cambio podemos decir que las transformaciones ya forman parte del pasado. Cuando me fui a París (sería el cambio más fuerte, el más aparentemente radical) no pensaba ir a París, no tenía ninguna intención de hacerlo, además cuando fui fue sólo por seis meses y finalmente me quedé por muchas razones de diferente tipo. No quiero disminuir el valor de esa experiencia que fue para mí extremadamente rica, pero no puede decirse que lo haya hecho de manera consciente, deliberada, voluntaria. Ahora bien, el hecho de haberme ido supone que ya había en mí los elementos necesarios que me permitían ese cambio, mucha gente ha tenido la oportunidad de irse y no lo ha hecho, otras debieron irse por razones obligatorias, impuestas exteriormente por gobiernos autoritarios o por situaciones económicas desesperadas o por rupturas violentas con un medio ambiente familiar o por lo que fuera.


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G: A partir de lo que usted dice podría surgir la lectura de un Río sin orillas, donde la única posibilidad de ver las cosas es a partir de cierta extranjería.

S: La palabra extranjería no me gusta porque en un determinado momento tuvo un sentido peyorativo, la extranjería eran los extranjeros que perturbaban, no se usaba ese término, los nacionalistas usaban ese término y yo rechazo todo nacionalismo.

G: No lo empleé como forma política sino como forma de percepción.

S: Sí, digamos que a partir de una cierta forma de extrañeza o sentimiento. Creo que nunca podemos ver totalmente las situaciones que vivimos, los problemas en los que reflexionamos totalmente desde afuera, siempre estamos implicados en ellos, pero por ejemplo me resultó bien irme del país porque por primera vez lo vi como un conjunto, de lo contrario tenía una óptica demasiado situada como para verlo en su totalidad, no diré que lo vi claro en su conjunto, simplemente lo vi como a una totalidad, de ahí a que mis análisis sean más o menos confusos o más o menos claros es otro problema. Por primera vez lo vi como una totalidad, lo vi desde fuera, como cuando uno está en la habitación de una casa y cuando sale afuera ve la fachada, el exterior, ve más o menos las dimensiones generales; al mismo tiempo e inversamente, el hecho de entrar, penetrar, vivir y trabajar en Europa, tener hijos que han nacido allí, me dio una perspectiva nueva de Europa, que antes sólo veía desde y solamente desde el exterior, se produce una especie de inversión, eso para mí fue muy fructífero, lo fue hace 20 o 25 años (hace 29 años que me fui). Los primeros 10 años de mi estadía en Europa fueron extremadamente fructíferos desde el punto de vista intelectual (desde el punto de vista personal es otra cosa), porque me permitió relativizar tanto mis experiencias argentinas como mis experiencias europeas y ponerlas en un contexto nuevo y diferente.

G: Da la impresión que la ciudad de Buenos Aires traduce una terrible melancolía, pero por otro lado esas generales lleva a pensar que si se la enrollara con el pavimento se la podría poner en cualquier otro lugar, esa idea sugiere a Martínez Estrada, un autor que usted no menciona demasiado.

S: ¿qué no menciono demasiado?, creo que soy uno de los que más menciona a Martínez Estrada, siempre lo pongo como uno de los grandes escritores argentinos, sobre todo por un libro que me parece absolutamente extraordinario como lo es La transfiguración de Martín Fierro, creo que es una suma extraordinaria sobre la cultura argentina del siglo XIX y la poesía gauchesca, más que Biografía de la pampa, que también es un libro extraordinariamente interesante como todo lo que escribe Martínez Estrada; conozco sus poemas, sus cuentos y muchos de sus libros de ensayo, aunque no todos porque su obra es un poco inagotable, como La casa de Martha Riquelme, que me parece uno de los mejores cuentos de la literatura argentina. Martínez Estrada es, para mí, uno de los más grandes escritores argentinos, a veces lo nombro, otras no lo hago, como decía Borges lo primero que se nota en una lista son las omisiones.

G: Quizás eso es lo que noté en Río sin orillas a través de una lectura que hice hace tiempo, creo que había un aire inconfundible y me parece que es la continuación de Martínez Estrada.

S: Sería como los avestruces que esconden la cabeza el no nombrar a Martínez Estrada en un libro como Río sin orillas pretendiendo que nadie se dé cuenta que él es quien ha abierto camino hasta acá en eso, sería como el rey desnudo.

G: Su idea del tiempo no es exactamente la misma de Martínez Estrada, por eso me pareció que había un diálogo... en La cabeza de Goliat también, un diálogo muy fuerte con muchas contradicciones de gran interés.

S: La cabeza de Goliat es uno de los primeros libros de Martínez Estrada y efectivamente lo leí. Creo que Martínez estrada es el único escritor que se puede comparar a Borges en el sentido que es un escritor completo, que ha abordado todos los géneros prácticamente con la misma felicidad y debo decir que casi con más aliento que Borges, creo que Borges es mejor cuentista y mejor estilista en sus ensayos, en ese culto de la brevedad de Borges, pero creo que Martínez Estrada tiene un aliento mayor. Dicho sea de paso, Borges repitió hasta el cansancio que para él el mejor poeta argentino de su generación era Martínez Estrada.

G: Me pareció también ver flotar un cierto aire en relación a cómo se llega siendo ajeno, en su caso una ajenidad que al mismo tiempo le permitía renombrar lo propio. Me pareció que esa llegada a lo ajeno se parece un poco a la llegada de Levi Strauss a Brasil, ¿lo tuvo en cuenta usted?

S: En ese caso no lo tuve en cuenta, pero Tristes Trópicos es un libro extraordinario que releí hace unos días desde el principio porque iba a San Pablo, después me di cuenta que lo iba a arrastrar durante todo el viaje y no iba a poder leer una sola página, entonces los dos o tres últimos días (antes de venir acá) lo estuve leyendo. Creo que la diferencia entre Levi Strauss y yo (obvia diferencia entre Levi Strauss y yo, él es un gran pensador y yo no) es que él habla de un país y sobre todo de pueblos a los cuales él no pertenece, en cambio yo estoy hablando de un país al cual pertenezco y cuya pertenencia reivindico.

G: ¿Y cuando usted habla de los colastiné?

S: De los colastiné sólo se conoce el nombre.

G: Pero usted los inventó, es lo mismo que hace Levi Strauss.

S: Quién sabe, tal vez si nos ponemos a observar más de cerca descubriríamos que Levi Strauss inventó muchos de los rasgos..., hay un libro de Levi Strauss muy importante para mí que constituye una doble epistemología en el cual no solamente analiza el concepto de totemismo sino que pasa revista a prácticamente toda la bibliografía que hay sobre totemismo, sobre todo desde el siglo XIX hasta el momento en que él trata ese tema, ahí vemos que efectivamente el antropólogo o el etnólogo puede muy bien inventar, a través de error de interpretación, todas las pautas de un pueblo, de un grupo humano. A los pueblos fluviales, los pueblos del Amazonas, nosotros no podemos separarlos de Levi Strauss, no podemos separar las islas Tobrean de Malynovski, no podemos separar Samoa de Margaret Mead, porque sólo tenemos esa referencia desde el interior de nuestra propia cultura y además participamos de algunos de los supuestos conceptuales o ideológicos que tienen estos analistas, entonces nos resulta totalmente difícil (por no decir imposible) verlos tal como son, y a ningún objeto de este mundo lo podemos ver tal como es. Por ejemplo a ese jarrón no lo veo tal como es, lo veo en una perspectiva que ahí parece plano y en realidad no lo es, no sé si es plano o no, tendría que darlo vuelta y cuando lo haga sigue siendo plano porque lo veo desde el otro lado, así es todo. Nuestra imposibilidad podríamos decir que es una especie de aporía del conocimiento, pero al mismo tiempo es lo único, la única forma que tenemos de conocer, en ciencias humanas eso se ve de manera todavía mucho más flagrante, por eso hay que ser modesto, no hay que ser autoritario, estoy contra todo discurso autoritario, contra todo discurso afirmativo, por eso para mí, en tanto escritor, puedo reivindicar la incertidumbre, es evidente que un cardiólogo no lo puede reivindicar, yo puedo hacerlo y no tengo por qué quedarme en los términos medio prácticos de un pensamiento, el filósofo y el artista tienen la obligación de ir hacia el fondo de las cosas, hacia las últimas consecuencias del pensamiento y, si vamos hasta las últimas consecuencias, todo pensamiento queda irresuelto al final de una cadena lógica o no.

G: La impresión que tengo en cuanto a lo que usted escribe es que primero existiría el pensamiento, el pensamiento siempre está en un estado de grumo, se parece a una forma del tiempo que es indiscernible y que el lenguaje nunca alcanzaría para cubrir todo lo que el tiempo y el pensamiento reclaman, de ahí que su lenguaje en ficción siempre aparece como una imposibilidad.

S: Podríamos formularlo así y es totalmente exacto, también podríamos invertir los términos y decir que sólo tenemos lenguaje y que el lenguaje es la única referencia que tenemos porque es lo único que nosotros hemos creado, es un instrumento que hemos creado para nombrar al mundo, para manejarnos dentro del mundo, todo es lenguaje, fuera del lenguaje no hay mundo para mí, siempre en esta posición de llevar al pensamiento hasta sus últimas consecuencias, en los términos medios de la practicidad es otra cosa: cuando voy a tomar un té no voy a negarle al mozo la existencia de ese té o que el pasado en el cual me lo trajo y yo me lo tomé no existió, porque me hecha a patadas y con justa razón, pero puedo plantearme toda una serie de cosas con esa taza de té, esa taza de té tiene una parte de utilidad práctica y una parte de enigma y misterio, podemos decir que sabemos lo que es el té, también sabemos lo que es un vegetal pero ¿por qué aparecen los vegetales?, la cosa comienza a complicarse un poco apenas llevamos nuestro pensamiento a sus últimas consecuencias. Seguramente un filósofo profesional (si los hay todavía y creo que ya no quedan más que esos) consideraría que éste es un pensamiento puramente ingenuo y probablemente lo sea, pero a mí me sirve para escribir, uno escribe con el alcance de sus propias ideas, uno sólo tiene convicciones al escribir cuando cree haber pensado las cosas que pone, si está sólo citando la tarea de escribir no tiene la menor importancia, no tiene ningún valor.

G: Al decir lenguaje quizás uno es impreciso, pero tengo la sensación de que esto que usted dice pertenece a una escisión desesperante que está en su obra. Efectivamente hay tiempo y pensamiento antes de que alguien que se ponga a hablar o escribir pueda suponer lo limitado que está con sus pobres medios del lenguaje escrito o verbal para hacerse cargo de lo que tiene el mundo en cuanto a esa materia. ¿El lenguaje no lucha desesperadamente (sobre todo el lenguaje de ficción) para finalmente conseguir algo en ese lugar que permanentemente se nos escapa, porque generalmente todo se borra y la memoria, que es lo único que tenemos para pensar el pasado, también se borra? Es decir, ¿la suya no es la desesperación de lo imborrable?

S: Y se borra cada vez más, cuando uno llega a cierta edad, como yo que ya no soy tan joven como ustedes, me empiezo a dar cuenta que toda esa sed por adquirir conocimientos, saber, pensamientos, comienza a borrarse y sabemos que se va a borrar, por eso la humanidad recomienza no solamente todos sus errores sino también todos sus trabajos, cuando estamos en una especie de línea ascendente eso nos parece extremadamente importante y después empezamos a sentir, casi biológicamente, que todas esas marcas dejadas por la cultura, la existencia, la sociedad, se borran, incluso se empiezan a borrar los signos biológicos no solamente las adquisiciones culturales, todos conocemos el viejo chiste del señor que a los 25 años se jactaba de acostarse con diez señoritas por semana y a los 60 años no lo dice porque nadie se lo creería, esos son signos biológicos que también se van borrando y que configuran una imagen de sí mismo que se va modificando con el tiempo. Y por favor (se ríe) no tomen esto como una confesión autobiográfica…

S: ¿Qué va sustituyendo eso?

S: Creo que nada.

G: ¿Entonces cuando decimos "lo imborrable" es un juego melancólico?

S: Lo imborrable tiene dos sentidos en el título, lo primero es meramente histórico y social: "eso que pasó no se debe borrar bajo ningún concepto"; y lo segundo es que para mí lo imborrable es la presencia del hombre en el mundo, aunque el hombre desaparezca para siempre (es muy probable que desaparezca y casi es deseable que así sea), eso que pasa con la aparición del hombre en el mundo es un hecho tan único, tan increíble, que el mundo ha sido transformado, aunque después nadie esté aquí para ver esa transformación, la transformación es tan radical, el big bang y todo eso, no sé si me interesan tanto los primeros segundos del universo, pero en cambio sí me interesa la aparición del hombre con todo lo que supone respecto de la naturaleza, ese desgarramiento del hombre, esa separación de las especies a través de la conciencia, del lenguaje, de la memoria, etc., es lo inconcebible para mí, eso es lo más extraordinariamente nuevo en este proceso de la creación, poco importa que haya otros mundos habitados, no serán como éste, tal vez serán mejores pero éste es una cosa única y eso me parece que es imborrable porque introduce tal cambio en el universo que el universo sale totalmente transformado por la aparición del hombre, parece el famoso coro de Sófocles de Antígona "hay muchas maravillas en este mundo pero ninguna es más grande que el hombre", no estoy hablando de la culminación sino de la rareza, de la excepción del hombre en la naturaleza, para mí ese es el cambio fundamental y es un poco lo que hace que exista todo esto: el arte, el pensamiento, la literatura, si no tenemos en cuenta eso, si no partimos de esos datos, es como si estuviéramos falseando el problema.

S: El misterio sigue siendo el hombre.

S: El misterio es el hombre. El problema con el término misterio es que tiene un prestigio religioso que yo le quiero sacar. Entiendo la respuesta religiosa, no la comparto, para mí la religión es un hecho privado, la respuesta religiosa privada la respeto y la defendería como uno de los derechos inalienables de la especie; en lo que no estoy de acuerdo es en una religión que interviene en la vida social, estoy totalmente en contra de una religión organizada, secularizada.

G: En El entenado, el entenado piensa algo así como: esta gente está en el lugar donde debe estar, pertenece a este medio, es de esta naturaleza. Claro, son hombres, ¿pero no hay una ambición en usted de querer situarlos nuevamente, quizás para reconciliarlos?

S: Me alegra que diga eso, tengo un amigo historiador y él me dijo que le parece que yo hubiese elaborado, a pesar de querer evitarlo a toda costa, una especie de teoría del buen salvaje, quizás usted esté diciendo lo mismo, lo digo porque me parece que ninguna cultura es superior a otra ¿con qué derecho vinieron los europeos a destruir las culturas indias?, tampoco hay que creer que los indios eran unos santos, que eran víctimas puras, se defendían con las armas con que podían defenderse de una especie de invasión que los estaba diezmando. Pero es evidente que cada una de estas culturas llamadas primitivas constituía una especie de todo, de universo cerrado y coexistían, guerreando o pacíficamente, de manera autónoma en los lugares en que estaban desde hacía milenios e incluso en algunos casos mucho más. La irrupción de la cultura europea con sus ansias imperialistas, dominadoras que también muchas tribus indias tenían (por eso digo que los indios no eran ningunos santos), todo eso, visto desde cierta distancia, puede hacerle a uno desear que esos indios se queden en su lugar y también que el hombre europeo o blanco se mantenga dentro de los límites del suyo. Ahora quieren restituirle tierras a los indios pero no hay más indios, en Santa Fe había indios tobas que estaban en las afueras de la ciudad, que empezaron a tomar conciencia del problema. Había un muchacho de unos 30 años, que hace unos 3 o 4 años escuché por TV y decía que cuando él iba a la escuela le enseñaban que no había más indios, él estaba convencido que no había más indios y él era indio porque su padre y su madre eran indios, un día se dio cuenta que él era indio y ahí comenzó a tomar conciencia de su problema. En Francia ocurrió lo mismo, a los chicos de las colonias africanas, de las Antillas, les enseñaban la misma lección, ese tipo de situaciones que pervierte un poco nuestra visión de los distintos grupos humanos. Yo creo en la colaboración de los distintos grupos humanos, una verdadera colaboración, la democracia tendría que existir a nivel planetario, no solamente en el plano de los ricos, pero bueno, nos estamos yendo por las ramas.

A: El otro día leí que en Santa Fe escribían con muchas comas.

G: Más que comas hay una respiración interna. Escuché esa opinión respecto a su literatura, alguien dijo que usaba una cantidad de comas por página superior a la normal. De todos modos me parece que la costumbre de las comas supone también una cuestión de tiempo (se interrumpe la pregunta por una larga digresión acerca del aparato que usa Saer para el asma, pues a González, que también sufre de asma, le recuerda a un viejo aparato que usaba en su infancia) Bueno, pero volviendo a las comas, siempre me pareció que era su modo de representar la desesperación del tiempo.

S: Eso por un lado y por el otro las comas contribuyen a crear, modificar y modular el ritmo, la música de las frases. Tal vez escriba con más comas, pero con menos faltas de ortografía que ese joven insolente (risas).

G: Usted dice si a la perfección de un caballo se le saca el nombre, su valor cultural, etc., ahí usted está colocando nuevamente los objetos culturales que dan el nombre a la naturaleza o al mundo animal, los está remitiendo nuevamente a la naturaleza y diría que los está volviendo a un tiempo sin comas, ahí, con respecto a la idea del tiempo, usted tiene una especie de patrocinio.

S: La verdad que yo nunca fui muy afrancesado.

G: No estoy hablando de un afrancesado.

S: Ya lo sé, pero por ejemplo Juan L. Ortíz era muy afrancesado y no es un insulto ser afrancesado, para Juan L la cultura francesa era muy importante, la revolución francesa, la comuna, el PC francés, Aragón, Proust, todo eso para Juan L era una mitología muy fuerte, para mí nunca lo fue, aunque algunos escritores franceses son fundamentales para mí, como por ejemplo Flaubert, Proust, Baudelaire y otros. Creo que los escritores son esencialmente autodidactas y tratan de expresar, a través de su formación cultural, aunque tengan títulos universitarios la parte que usan es esencialmente una parte autodidacta, entonces ellos, por medios que les son propios, medios un poco improvisados, tratan de expresar esa especie de visión personal que tienen del mundo y no saben si es o no original, pero es lo que están sintiendo o pensando o percibiendo o rememorando cuando escriben, con el tiempo se va formando una especie de visión global del mundo, pero tiene que ver más con las necesidades constructivas del texto que con una verdadera convicción o un discurso afirmativo o autoafirmativo. La verdad es que yo no estoy seguro de nada y cada vez estoy seguro de menos cosas, las únicas cosas de las que estoy seguro me gustaría no estarlo tanto.

G: Eso lo demuestra en lo que escribe, eso ya lo sabíamos.

S: Bueno, pero no hay más que eso, hay un poco de ilusionismo también cuando uno escribe, tiene que ver con la magia, no con el realismo mágico (Dios nos libre) sino directamente con la prestidigitación, hay algo de ilusionismo, uno crea efectos, no efectos en el sentido agudo del término sino que tiene que apoyar ciertas cosas, subrayarlas, sacarlas, no decirlas (es lo que me ocurre a mí por lo menos), el discurso literario no es totalmente contemporáneo del pensamiento, hay como una diferencia, tal vez podríamos compararlo a un contrapunto (en el sentido musical del término) en el cual empieza una vez y la otra empieza un poquito después, una nota más tarde y otra más tarde, así entre el pensamiento, la percepción, las emociones y lo que se va escribiendo se produce ese entrelazamiento que es el texto literario. Hay otra cosa importante y es que pasar de lo pensado o de lo hablado a lo escrito es como pasar de un medio a otro, como cuando se pasa del agua al aire para un pez o del aire al agua para un mamífero, eso exige una serie de acomodamientos, podríamos hablar de una especie de puesta en escala, como sería entre un mapa y un país, hay una escala y esa escala obliga a distorsiones para poder dar el equivalente de aquello que se quiere dar. Así es como veo las cosas en este momento.

P: Viviendo en París y viniendo cada tanto aquí, casi de visita, ¿hay algo que usted añore de aquel joven que escribía, leía en grupo o iba a ver a Juan L como a un maestro para admirar?.

S: Por supuesto, ¿quien no añora el pasado y la juventud donde el cansancio no existía, donde la irresponsabilidad era grande y sobre todo donde el cuerpo permitía hacer un montón de cosas que no se pueden hacer ahora?, al mismo tiempo uno sentía que tenía un futuro casi infinito porque no alcanzaba a ver el final, ahora, por ejemplo, sé que mi padre murió casi a mi edad, a lo mejor me quedan meses de vida, también me podría haber pasado eso a los 20 años, pero bueno, tal vez me quedan meses o a lo mejor vivo 30 años todavía, pero se vuelve mucho más incierto y entonces los proyectos ya no son tan..., pero no soy alguien nostalgioso del pasado, me gusta el presente en el cual estoy aunque esté peor que en el pasado, aunque todas las condiciones sean mucho más desagradables prefiero el presente, no tengo nostalgias del pasado, de pronto alguna vez y al pasar me puede ocurrir, pero no estoy añorando el pasado, es absurdo porque de todos modos es imposible volver y cada cosa tiene su momento, en ese sentido no tengo añoranzas, al contrario, podría decir que el hecho de recordar esas cosas, cuando me vuelven (porque no siempre uno las puede recuperar) me producen una profunda alegría, pero no quisiera volver a eso, no quisiera tener 20 años otra vez, para nada, ni 30, de todos modos la vida sería exactamente igual, ni mejor ni peor, además me ha tocado una vida ni difícil ni fácil, en realidad es bastante mediocre y no me puedo quejar, me va mejor ahora que cuando tenía 30 años, no sé si escribo mejor ahora que cuando tenía 30 años, en todo caso necesitaba mucho más que me fuera bien cuando tenía 30 años que ahora.

P: Hace unos días apareció un reportaje a Roa Bastos en el que dice notar un cierto cansancio del género novela, como una especie de repetirse siempre en lo biográfico, en lo autobiográfico, y quería preguntarle ¿no hay en ese permanente autorreferenciarse la revelación de una incapacidad de los escritores para abarcar este tiempo como un todo y entonces acuden al recurso de lo propio y lo fragmentado?

SAER: No es mi caso, no sé si leyó mi último libro, no es mi caso. Trato siempre de insertar todo lo que escribo en una especie de referente inmediato para mostrar, justamente, las convenciones narrativas, para no utilizarlas de manera ingenua, pero no está ni en El entenado, ni en La pesquisa ni en El limonero real; el elemento autobiográfico es inevitable, las únicas referencias para un escritor son sus sentidos, sus pensamientos, eso es inevitable, pero en realidad la gente tiende a confundir algunos de mis personajes conmigo y otros personajes con otra gente, si uno tiene barba deducen que es ese, trato de hacer un término medio, si hay 10 personas en un grupo hay uno o dos que pueden ser barbudos, aquí somos 6 y hay dos que tienen barba, es como la verosimilitud realista. Uno saca las cosas de su experiencia, por supuesto, pero de ahí a que haya una huella autobiográfica muy marcada en la novela actual... Lo que creo es que hay muchas malas novelas, en la actualidad veo muy pocos buenos novelistas, por no decir casi ninguno, no me refiero a la Argentina sino en general al mundo entero, no piensen que creo ser el mejor novelista del mundo, no, pero por ejemplo el otro día veía la lista de candidatos al premio Nobel y era terrible, era toda una serie de personajes acartonados: Bioy Casares cuyo libro La invención de Morell es una obra maestra para mí, pero lo escribió hace 60 años, hace exactamente 57 años que se publicó ese libro; un mundo impuesto por las cancillerías, por los Bancos, en fin, no se sabía bien quien había propuesto todos esos candidatos, por eso estuvo muy bien el jurado del premio Nobel al dárselo a Darío Fo, que es un tipo bárbaro y no tiene nada que ver con el establishment y todo eso. Veo en la novela una gran fatiga pero porque los novelistas han elegido esa opción del mercado, ellos quieren hacer las cosas lo más rápidamente posible y facilitárselas al lector, la autobiografía es la cosa más evidente del relato, por supuesto es gente que no ha reflexionado, para hacer música hay que estudiar, hay que saber música, para construir una casa hay que ser arquitecto, para escribir una novela basta con estar alfabetizado, entonces hay muchas personas que se creen cultas y novelistas solamente porque han ido a la escuela primaria y secundaria o porque son hijos de ministros, todo el mundo quiere escribir la novela de su vida, todo el mundo cree que su vida es una novela: animadores de TV, militares, torturadores, asesinos, gente que ha matado a su familia va un editor a la cárcel a hacerles firmar un contrato, eso no tiene nada que ver con la novela, la novela es una forma, exige una mediación formal reflexionada, pensada, que tenga una coherencia propia, es como la pintura: hace falta toda una serie de conocimientos. Pasó en una época con la poesía, todo el mundo escribía poesía, por eso Elliot decía: "sólo se puede tomar en serio a aquel que quiere ser poeta después de los 25 años".

P: ¿Usted considera que hay algún rasgo literario por el cuál se pueda advertir la presencia de lo posmoderno en la literatura?.

S: Sí, para mí la posmodernidad es un movimiento de reacción contra la vanguardia, digo bien "contra la vanguardia", no después de la vanguardia, al decir pos pareciera que hubiese una fatalidad cronológica, pero es una reacción contra la vanguardia, creo que la vanguardia con sus actitudes excluyentes (a mi modo de ver totalmente justificadas) generó mucho resentimiento en el arte y la literatura oficiales, entonces se produjo una reacción, al mismo tiempo el posmodernismo está muy ligado al mercado porque es la repetición al infinito de las formas y de los géneros ya perfectamente consolidados que tienden a transformarse en productos industriales. Cuando se trata de cuestiones comerciales el cliente quiere reencontrar en su mesa o en su baño siempre el mismo producto, si el producto que le gustó la primera vez varía la próxima vez no lo va comprar, los editores también quieren hacer eso con las novelas, quieren que todas las novelas tengan la misma forma, que se parezcan, que hablen del mismo mundo, etc., porque sino los lectores se les van a ir, por supuesto que en esa actitud de querer oír siempre la misma historia hay una actitud infantil muy fuerte, una pulsión infantil, cuando uno le cuenta una historia a un chico no quiere que se le cambie nada, pero justamente el arte está en contar siempre la misma historia de manera que el oyente se vaya haciendo cada vez más adulto al escuchar todas las transformaciones que esa historia va sufriendo, si nosotros le contamos a nuestros hijos siempre la misma historia y no dejamos que el principio de realidad comience a actuar en su mundo de fantasía quedará siempre como un niño inmaduro y sufrirá mucho en el futuro, en cambio si vamos introduciendo el principio de realidad que se manifiesta a través de la forma y del pensamiento en el acto de escritura, ahí vamos tratando a nuestro lector como alguien cada vez más adulto, más abierto, esa es la diferencia.

P: A la luz de esta reacción contra la vanguardia, ¿se podría decir que hay una complicidad entre el lector y el escritor para rechazar la idea del mundo que implicaba la vanguardia?

S: Es un complot, no es un acto de inteligencia, hay un acto de inteligencia entre el verdadero lector y el verdadero escritor, la diferencia está, además, en que cuando se trata de arte verdadero es el lector el que va hacia la obra y no la obra hacia el lector, en el mundo industrial es la obra la que va hacia el lector por medio de la publicidad. Además, en el mundo del mercado no se trata de lector sino de público, el público es una masa anónima indiferenciada que no sabemos bien de qué está compuesta, en cambio el lector es un individuo que elige cada uno de los textos y ese selector es el que va difundiendo la cultura, no el público, el público ahoga la cultura, el público quiere la repetición, el eterno retorno de lo idéntico. La cultura va transformando poco a poco nuestros datos y nuestra visión del mundo, el público era el que creía que la tierra era plana, el que creía que los cuadros impresionistas no se entendían, el que insultó a Stravinsky cuando La consagración de la primavera o el que decía que Arlt escribía mal, ese es el público; el lector es quien se da cuenta que a pesar de que haya errores de ortografía en la obra de Roberto Arlt es un escritor muy importante, como él mismo decía: muchos académicos escriben bien y no los leen ni siquiera los miembros de su familia.

S: Ví por TV la entrega del Premio Planeta, estaban presente mucho de lo que usted dice, y es como que sentí miedo de que este tipo de cosas terminen, finalmente, por modelar un relato.

S: No creo que sea el caso de Ricardo Piglia. El hecho de que le hayan dado el Premio Planeta a Ricardo Piglia es, para mí, una cosa que beneficia a Ricardo por los 40.000 dólares, que es una suma interesante, pero al mismo tiempo y sobre todo creo que beneficia al Premio Planeta, porque me parece que a partir de ahora el Premio Planeta podría ir a buscar otro tipo de escritores, adoptar otras pautas y otros modelos estéticos para proseguir en su línea, porque un premio literario a veces se beneficia de los autores que elige, por ejemplo el Premio Nobel en lengua española, no me interesa particularmente la obra de Paz, pero es evidente que hay una diferencia abismal entre Camilo José Cela y Octavio Paz, dieron dos años seguidos un premio en lengua española porque se dieron cuenta que con Camilo José Cela habían cometido una especie de furcio casi irrecuperable. De todos modos los premios literarios son pura anécdota mundana, Ricardo Piglia también lo dijo y yo comparto eso, los premios tienen que ser en dinero porque eso es lo que ayuda y ayuda más cuando uno es joven que cuando uno es viejo porque uno ya tiene menos necesidades, aunque el futuro de un escritor siempre es una cosa un poco dudosa, porque no se sabe bien de qué puede vivir si no puede seguir escribiendo. Creo que estos premios literarios son un sistema promocional de las editoriales al cual no hay que tomar demasiado en serio, está destinado al público y no a los lectores, habría que ver si eso redunda en bien de la cultura literaria o si es un paso más hacia un dominio de las puras pautas del mercado, pienso que nosotros no tenemos que permitir que eso ocurra, de todos modos no podemos asistir pasivamente a ese tipo de cosas.

S: ¿No hay una contradicción entre las formas de eso que usted dice y lo editorial?

S: Sí, por supuesto, pero ese es un sistema promocional.

G: Me pareció particularmente ominoso ese cheque amplificado.

S: Sí, esa es una costumbre americana.

G: Pero es la primera vez que se hace acá.

S: Es verdad, pero además el cheque tampoco es tan grande, que no exageren, porque parece que le estuvieran dando una fortuna y tampoco es tan grande.

G: Yo lo sentí como una forma de capturar al escritor el haber amplificado el cheque, y a un escritor como Piglia.

S: Pero creo que ese cheque amplificado lo dan así todos los años.

G: Según recuerdo es la primera vez que se hace por TV y con el modelo de un programa de entretenimientos.

S: No lo vi por TV.

G: A mí me sorprendió mucho y digamos no agradablemente.

S: A mí me sorprendió agradablemente que fuese Ricardo Piglia, porque yo iba muy mal predispuesto a esa reunión y pensaba decir cosas muy cínicas, pero no me preguntaron nada, si me hubiesen preguntado por TV yo tenía preparadas dos o tres frases para decir, pero cuando vi que era Ricardo Piglia quien había ganado ya no tuve muchas ganas de ironizar.

G: Un hecho nuevo es ese cruce entre un escritor como Piglia y estos modelos de comercialización.

S: El hecho de que lo hayan ganado otros, a quienes no voy a nombrar porque tampoco quiero descalificar a gente que escribe, nadie sabe cómo escribe uno, si lo hace bien o mal, cada uno escribe como puede, entonces aquellos que no nos gustan y ganan premios, si son más o menos correctos, si son capaces de reciprocidad en la cortesía..., ya si se largan a decir barbaridades es otra cosa, allí me encontrarán. Pero tal vez esto (en el caso de este premio) sea un elemento fecundo de discusión sobre el tema, tal vez estamos frente a un arquetipo y merecería que esto sea discutido porque, efectivamente, aquí hay una cosa que es un fenómeno nuevo, un escritor que es un escritor relativamente marginal, muy reconocido pero relativamente marginal, de pronto es captado (por una especie de afinidad editorial) por un sistema publicitario, de mercado, etc., ahora bien ¿quién sirve a quien?, esa es la cuestión.

G: Sí, ese es el tema para discutir.

S: Habría que discutir eso. Hay muchas cosas que se pueden discutir (habrán notado que no quiero entrar en ningún tipo de argumentos por razones que creo ustedes comprenderán), habría muchos planos para discutir y creo que ya se está haciendo, creo que podría ser un buen tema de discusión y creo que la persona más indicada para empezar a hablar de este tema es Ricardo Piglia, sus declaraciones son satisfactorias porque dijo "esto es por dinero y punto, se acabó", a veces no es fácil para un escritor conseguir dinero cuando uno tiene una familia.

G: ¿Puedo pronunciar la palabra Tomatis?.

S: Sí, como no, hay un método Tomatis, no sé si existe en Argentina, es algo así como para enseñar a hablar a los sordomudos.

G: Tomatis es como un sordomudo del tiempo.

S: Tomatis e s un personaje con el cual tuve el proyecto, toda mi vida, de dejarlo siempre como un personaje secundario en la novela, salvo en Lo Imborrable, pero ahí se me impuso porque Tomatis no podía seguir siendo un personaje secundario en una situación que se había transformado por completo, porque un personaje a veces se expresa bastante lúcidamente, cínicamente quizás (demasiado por momentos), entonces yo me sentí obligado a preguntarme como podía haber sido su vida en un momento como ese, puesto que en los tiempos "normales" hay como una especie de efervescencia y volubilidad, qué podría haber pasado en esa época, en ese tiempo, esa es la razón por la cual escribí Lo imborrable, yo quería escribir Lo imborrable antes, sin pensar que podía haber sido Tomatis, pero después me pareció que era el personaje ideal para poder llevar adelante el relato, para tomar a cargo el relato.

G: Sus reflexiones sobre la idea de llanura.

S: En la zona es eso, Tomatis lo dice, pero nunca digo este tema ya lo traté y vuelvo a hacerlo, por ejemplo estuve mucho tiempo dando vueltas antes de escribir La pesquisa y no me había dado cuenta que era el mismo tema, en vez de caballos son viejas pero es más o menos parecido.

S: Nosotros estamos en el interior y usted viene del exterior, ¿cómo ve al país?.

S: Creo que este es un buen momento, estoy muy contento con el resultado de las elecciones, a lo mejor ustedes son menemistas y están descontentos. Creo que la Argentina todavía sigue siendo el reflejo de corrientes ideológicas exteriores, desgraciadamente no hay un pensamiento político propio, original, y es imposible encontrar una vía original para la Argentina, pareciera que sólo los países desarrollados pueden encontrarla, no sé bien por qué, probablemente sea porque los países industrializados no se lo permiten, Estados Unidos no permitiría una vía propia, porque tampoco podemos decir que la revolución cubana es una vía propia, por supuesto que yo defiendo la revolución cubana y creo que ha habido cosas positivas y estoy porque se levante el bloqueo a Cuba lo antes posible, es una cosa de total inmiscuidad americana, además los americanos invadieron un país que no era el de ellos, actuaron fuera de la ley, etc.. Creo que existe ese problema en los países como el nuestro, siempre están siendo el reflejo de los países industrializados. En este momento creo que el ultra liberalismo está llegando a su extremo límite, ya se están empezando a ver contradicciones demasiado groseras y ya se está empezando a dar marcha atrás, por lo menos ideológicamente porque económicamente va a llevar mucho tiempo. Creo que las elecciones en la Argentina reflejaron un poco ese retroceso del ultra liberalismo a nivel ideológico, creo que la Alianza representa muy bien una tendencia de centro izquierda en Argentina, yo me defino hoy como alfonsinista de izquierda, me preguntarán que es eso y yo tampoco lo sé, pero es más o menos como me definiría, no puedo identificarme totalmente con el FREPASO porque siento que hay un fuerte pragmatismo en los principales dirigentes del FREPASO, por los cuales siento una profunda simpatía, como Graciela Fernández Meijide o Chacho Alvarez, pero hay un pragmatismo que a veces los lleva a decir algunas cosas que no comparto, por ejemplo Graciela que se manifestó contra el aborto o el Chacho que dijo que la globalización era un desafío, eso en Francia lo dicen los políticos de derecha, los socialistas están en otra cosa, quieren ponerle límites a esa globalización, a esa desreglamentación, etc.. El otro pragmatismo que veo es: por un lado en el caso de Graciela, que ella viene a la política desde una militancia posterior a la dictadura; por el otro, Chacho viene del peronismo, a partir de eso hay una forma de pragmatismo en el cual la ideología se va construyendo poco a poco. En cambio en el radicalismo, Alfonsín es el más pragmático de todos, pero viene de un fondo político tradicional argentino con el cual yo no comparto casi nada, soy más bien marxista, y me considero todavía marxista en las cosas fundamentales: pienso que lo que crea la riqueza es el trabajo y no el capital, que el capital es posterior al trabajo; ya lo ha demostrado Marx, la acumulación capitalista ya sabemos lo que es y cualquier persona con dos dedos de frente se da cuenta que no puede ser de otra manera, que la sociedad no empezó con un capital, la sociedad se construyó a partir del trabajo y desde la acumulación de ese trabajo nació el capital. Creo que en el radicalismo hay una larga experiencia de la vida democrática institucional, Alfonsín representa en Argentina, con alguna tradición de lucha importante como por ejemplo el sufragio universal, la representatividad de las clases medias y las corrientes inmigratorias, siempre tuvo el radicalismo una carga obrera y campesina importante, después el peronismo le sacó casi todo, pero no le sacó todo, es un partido tradicional que tiene una experiencia institucional y democrática importante, Alfonsín me parece el hombre más abierto, más pragmático en esa línea, pero considero que tiene todos los pesos muertos del radicalismo en tanto que él es un radical integral, por eso me defino como alfonsinista de izquierda, porque Alfonsín para mí es lo más de izquierda del radicalismo y yo me considero a la izquierda de Alfonsín y de Storani para una elección política inmediata, para otras cosas estamos otra vez en aquello con lo que empezamos, mi pensamiento político es que todos los hombres son iguales, todos los hombres deben ser iguales y no debe haber ni pobres ni ricos, ni opresores ni oprimidos, etc., todo aquello que ya sabemos. Simplemente es imposible obtener eso en lo inmediato y por lo tanto, por ahora, me conformo con que gente de buena voluntad, de centro izquierda que quiere ir cambiando las cosas tome el poder en lugar de estas especie de camarilla de facinerosos, ladrones, torturadores, prepotentes e irresponsables, individuos payasescos que constituyen toda esta especie de oscuro clan.

[1998]

Fuente: www.revistalote.com.ar


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Juan José Saer y el relato de la memoria

Por Agnieszka Bárbara Flisek [1]

La patria de un escritor no es sino la infancia y la lengua, señala Juan José Saer (Serodino, 1937), quien hace más de treinta años dio un salto de una provincia ignota de su patria austral al lugar en el que, especialmente para los argentinos, se ha fijado siempre el meridiano de la cultura. Desde este lugar llamado París, Saer el memorioso no cesa de reconstruir el "mundo adentrado" de su infancia: la ciudad de Santa Fe, el enjambre de islas y arroyos, los pueblos costeros en la orilla del Paraná, la llanura con su horizonte circular vacío y monótono que conforman la "zona", el núcleo espacial de su literatura en el que deambulan sus personajes recurrentes.

Las narraciones saerianas –siempre capaces de generar nuevas historias, conformando una suerte de "novela total"– parecen así erigirse sobre la base de puros recuerdos que los personajes convocan no ya desde los signos sensoriales –como quería Proust– sino desde de la lectura, como si estas experiencias personales, inciertas, extraviadas en los pliegues de la memoria, necesitaran ser traspasadas, a la manera faulkneriana, por el filtro de relatos de otros y encontrar su lugar en una constelación libresca para poder constituirse, en definitiva, en una historia.

Pero no demandemos a los cuentos y las novelas de Saer "aventuras bellas e interesantes" con las que evadirnos de la rutina cotidiana. La suya no es una literatura de diversión conforme a las expectativas del mercado, sino una escritura fuertemente comprometida con su propia búsqueda formal y entendida, en la más pura tradición de Macedonio Fernández, como una "función de pensamiento".

"Escribir –apunta Saer– es sondear y reunir briznas o astillas de experiencia y de memoria para armar una imagen" y sus relatos se obstinan en presentar como interesantes los elementos que habitualmente se consideran laterales, en convertir en anotaciones largas lo que en otra literatura sería una mera ambientación. Su escritura registra de manera muy rigurosa y concede dignidad literaria a las peripecias más cotidianas del hombre: zambullirse en el río, andar y desandar los caminos alrededor de una parrilla de asado, masticar una rodaja de salami, preparar el mate o encender un habano, devienen en largas ceremonias cuando la voz narrativa, semejante a la del Nouveau Roman, movimiento con el que se suele emparentar al escritor argentino, se convierte en una mirada que se desliza como una cámara lenta sobre los escenarios y los gestos de los hombres en descripciones minuciosas y obsesivas.

Uno de los principios del "ars poética" saeriana es la negación o la reducción notable de la anécdota; en sus relatos, los hechos escasean y los personajes más que actuar observan y teorizan. Constituye el tema central de sus reflexiones la percepción y el recuerdo –depositario de percepciones del sujeto y casi nunca de hechos o de acciones– únicas instancias capaces de aprehender en la "espesa selva de lo real" las realidades impenetrables que conforman la materia de la literatura: el tiempo, el espacio, los seres, las cosas...

¿Cómo acceder a lo real y expresarlo? Este es el punto de partida de la escritura de Saer. La mirada interrogante y obsesiva de sus personajes nunca encarna una pregunta que llegue a desembocar en una explicación ni una interrogación retórica que tenga una respuesta diestramente escondida en su propio discurrir, sino que refleja un modo radical de expresar la incertidumbre. Rechazando el criterio de la verdad que sustenta una realidad que se tambalea, navegando siempre en la indeterminación, Saer propone el reino de la ficción entendida como una "antropología especulativa", una teoría acerca del hombre y su relación con el mundo para, a partir de ahí, hacer que ambos centelleen en cada página.

Siendo una antropología no empírica ni probatoria ni taxativa sino tan sólo "especulativa", su narrativa avanza por hipótesis, suposiciones y atribuciones inseguras mostrando las fisuras en la percepción y enseñando la fragilidad de cualquier empresa de conocimiento. Lo hace incluso cuando trata lo más próximo, como el paisaje de la "zona", su zona, quizás porque lo familiar y conocido, lo que con tanta seguridad él denominaría "la realidad", es lo que más debe someterse a las interrogaciones hasta que se desdibuje bajo la mirada incisiva que lo descubrirá como extraño. Entonces nosotros, los lectores acomodados, nos estremecemos al descubrir que nuestras creencias no son tan sólidas, que muchas de nuestras verdades son cuestionables, que las identidades son ilusorias, en definitiva, que lo real puede resultar más real de lo que parece.

Sus tramas nunca traicionan el carácter conjetural de esta escritura al no dar lugar a un cierre rotundo, a una solución. En La pesquisa (1994), que lleva el rótulo de novela policíaca, el enigma de los asesinatos ha de quedar irresuelto, como el de la autoría del dactilograma cuya búsqueda filológica emprenden Tomatis, Pichón y Soldi en la misma novela, como la paternidad del hijo de Gina en La ocasión (1986), como el misterio del asesinato de los caballos en Nadie nada nunca (1980). Y es que Saer prefiere imprimir a sus narraciones una creencia en la conjeturabilidad de la literatura, ya que "en un mundo gobernado por la planificación paranoica, el escritor debe ser el guardián de lo posible".

El espeso lenguaje saeriano vuelve provisorio el sentido de cualquier experiencia inmediata, difumina cualquier aseveración sobre las franjas de vida que "representa" y pulveriza cualquier certeza acerca de esa materialidad hormigueante de las cosas cuyas imágenes los personajes, a pesar de someterlas a un tormento fenomenológico constante, no son capaces de atrapar sino de manera fragmentaria. El limonero real (1974), Nadie nada nunca o los relatos de La mayor (1976) se encargan de captar esta multiplicidad de imágenes discontinuas de objetos, personas, gestos y posturas, como una serie de diapositivas que no pueden ser reducidas a la conciencia, a la idea, que se resisten a todo discurso inteligible, a todo relato que quiera ser una síntesis significativa.

La vida de los personajes saerianos transcurre en una realidad fracturada, desprovista de un criterio de verdad absoluto y firme, donde el sentido de los hechos se pierde en "la pulverización incesante del acontecer". El protagonista de El entenado (1983) –novela que quizás más interés ha suscitado entre la crítica– escribía sobre el ataque de la tribu antropófaga de los colastinés a la expedición de Juan de Solís, descubridor del Río de la Plata:

"El acontecimiento que sería tan comentado en todo el reino, en toda España quizás, acababa de producirse en mi presencia, sin que yo pudiese lograr, no ya estremecerme por su significación terrorífica, sino más modestamente tener conciencia de que estaba sucediendo o de que acababa de suceder".

Así pues, no sólo los "ausentes" deben echar mano del relato de otro, de una "experiencia imaginaria" o "un recuerdo falso" para reconstruir un acontecimiento, como sucede en Glosa (1985) donde el Matemático, para saber que pasó en la fiesta de cumpleaños de Washington se ve obligado a escuchar las versiones confusas de los que participaron en ella y quienes, "a pesar de contar de los privilegios de la experiencia, no están menos perdidos en la incertidumbre engañosa". El sentido, la existencia misma de un episodio se escapan también a los que lo presencian y quienes, para recuperarlo, deben soñarlo, inventarlo o glosarlo como si hubieran sido ajenos a él. La reconstrucción verídica de un hecho –viene a decirnos Saer– exige necesariamente una cuota de fabulación.

"De «ese» sábado tengo –reflexiona Tomatis en Lo imborrable (1992)- no un recuerdo sino un relato, compuesto hasta sus detalles más mínimos, organizado según una sucesión lógica, y tan separado de mi experiencia como podría serlo una película en colores –imágenes discontinuas pegadas una después de la otra y a las que una intriga de esencia diferente a las imágenes mismas, y agregada con posterioridad, les suministra, artificial, un sentido."

Así la base de nuestras vidas, el recuerdo de lo vivido, no es más que una construcción de la memoria. Ella da un sentido a los presentes inasibles convirtiéndolos en recuerdos y tejiéndoles una intriga. La vida se constituye entonces como un relato y la memoria deviene en un garante no de la realidad sino de la ficción que resulta inherente a nuestras existencias.

Dotadas de una gravedad intelectual y un estilo denso y a la vez preciso, las ficciones saerianas –más allá de la verdad concebida como algo extremadamente relativo y frágil, pero no por ello dispuestas a ser una mera literatura de entretenimiento, que bajo la máscara de inocencia artística esconde el rostro vulgar de un producto sobredeterminado por las crudas leyes del comercio de las letras– constituyen el brillante resultado de un descomunal esfuerzo de la conciencia que intenta someter a un diseño coherente el centelleo fragmentario y camaleónico de la experiencia.

Valdría la pena que también el lector se esforzara en conocer los recuerdos y vivencias de Tomatis y sus amigos. Dicha amistad le recompensará. Seguro.


© Agnieszka Barbara Flisek 2002 agnieszkabarbara.flisek@campus.uab.es

[1]Agnieszka Barbara Flisek Licenciada en filología por la Universidad de Varsovia, de la que ha sido también profesora. En la actualidad está cursando un doctorado en la universidad de Autónoma de Barcelona y elaborando una tesis sobre la narrativa de J. J. Saer. Ha sido invitada por diferentes universidades y colaborado con el Instituto Cervantes de Varsovia.

Fuente: www.barcelonareview.com

Cómo apresar la realidad a través de la escritura

El enfrentamiento a algo superior

Por Silvina Friera

"Amanece y ya está con los ojos abiertos." Difícil olvidar esta frase perfecta del inicio de El limonero real, de Juan José Saer, un escritor que fue perfecto desde el comienzo, como lo define Beatriz Sarlo, y que "no conoció las vacilaciones de un comienzo". Un puñado de intelectuales, escritores, críticos, directores de cine y amigos del autor –María Teresa Gramuglio, Sarlo, Alan Pauls, Miguel Dalmaroni, Fabián Casas, Carlos Gamerro, Jorge Monteleone, Alberto Díaz, Mario Goloboff, Guillermo Saavedra y Martín Kohan, entre otros– lo recordarán hoy a las 18 en el Malba (Figueroa Alcorta 3415), con entrada libre y gratuita (ver aparte), a 70 años de su nacimiento y dos de su muerte. Durante las jornadas Variaciones Saer, que se prolongarán también los miércoles 20 y 27, se analizará su obra narrativa, poética y ensayística y su relación con el cine (se proyectarán retratos fotográficos, además de material fílmico basado en su vida y obra, como Nadie nada nunca, Cicatrices y Palo y hueso) como variaciones de un mismo núcleo: la riqueza y la complejidad de una obra narrativa que se expande y se ramifica, que estimula nuevos diálogos y enfoques en el mundo de la crítica y de la producción literaria actual.

Salir de la dicotomía borgeana

¿Qué nuevos diálogos o enfoques permiten hoy la producción saeriana? Guillermo Saavedra dice que la obra de Saer plantea un camino, poco explorado, que permite salir de la dicotomía de escribir con o contra Borges. "La clausura y claustrofobia que produjo Borges provocó cierta saturación en la literatura argentina", explica Saavedra a Página/12. "La relación que Saer establece con Borges es muy sutil, y quizá precisamente no es una relación estudiada desde adentro, sino desde afuera. Por empezar, Saer escribe casi preponderantemente novelas, género que Borges no transitó deliberada y programáticamente. Ahí tal vez habría una refutación a la famosa explicación de Borges de por qué no escribía novelas. Borges decía que era imposible escribir novelas sin rellenos, sin ripio. Para él la escritura era algo que debía prescindir de todos los momentos innecesarios, y que eso sólo podía ocurrir en la poesía, en el cuento o en ensayos breves. La prosa de Saer, que fue planteada programática y explícitamente con el máximo de condensación, el máximo de distribución, lo que generalmente se le atribuye a la poesía, es una maravillosa refutación de esa aparente imposibilidad que planteaba Borges." El poeta, editor, crítico de literatura y teatro y periodista cultural sugiere que "tal vez, el hecho de que Saer se haya manifestado más en un género que, aparentemente, excluye la confrontación con el modelo borgeano, sea una de las razones por las que no se haya pensado tanto la obra de Saer en relación con Borges".

En El escritor argentino en su tradición, incluido en Trabajos, volumen que reúne artículos periodísticos escritos a partir de 2000, Saer revisa el texto de Borges sobre la famosa conferencia que dio en 1953. "La conclusión de Borges es correcta pero incompleta –señala Saer–; para él, la tradición argentina es la tradición de Occidente (por cierto que esta afirmación es válida no únicamente para la Argentina, sino para cada parcela del continente americano, desde Alaska hasta Tierra del Fuego, donde el elemento europeo haya penetrado). Pero es incompleta porque parece ignorar las transformaciones que el elemento propiamente local le impone a las influencias que recibe. La propia literatura de Borges es producto de esa interacción."

Saavedra plantea que si se tuviera que confrontar a Saer con Borges, por la manera en que recuperan autores y construyen un canon, sería "más" fácil. "Arlt era una de las ‘bestias negras’ de Borges, a pesar de que Piglia hace ese maravilloso casamiento en Respiración artificial y en algunos ensayos muy famosos, donde Borges y Arlt, más que antagónicos, serían las dos alas posibles de la literatura argentina. Sin embargo, si uno le cree explícitamente a Borges, Arlt está por fuera de su canon, porque escribe mal, entre comillas, y se ocupa de cosas escabrosas que para Borges habría que dejar fuera de la literatura, por lo menos en la manera de tratarlas. Y uno de los pilares que reivindicaba Saer era Arlt." Otro escritor fundamental para el mundo saeriano, subraya Saavedra, es Onetti, "del que Borges hablaba poco y nada". Y otro autor que no aparece en el universo de Borges, pero es fundamental en la escritura de Saer y que está incluido como un personaje en clave dentro de su obra, es Juan L. Ortiz. "Además de Antonio Di Benedetto, Arlt, Onetti y Ortiz son los escritores de base del Olimpo saeriano", señala Saavedra. "Arlt ya había sido rescatado por el grupo de Contorno a mediados de los cincuenta, pero Juan L. Ortiz era un escritor de culto visitado por los autores de la región, los santafesinos como Saer, Hugo Gola, y otros poetas de la zona."

La escritura perfecta

"Narrar no consiste en copiar lo real, sino en inventarlo, en construir imágenes históricamente verosímiles de ese material privado de signo que, gracias a su transformación por medio de la construcción narrativa, podrá al fin, incorporado en una coherencia nueva, coloridamente, significar", escribió Saer en El concepto de ficción. La escritura "impone" una realidad y no a la inversa, porque la realidad, al ser esencialmente inestable, sólo puede ser apresada a través de la escritura. Indagación obsesiva sobre lo real, su obra se despliega como una interrogación infinita acerca de las posibilidades del discurso narrativo para acceder a alguna forma de experiencia o de conocimiento. La descripción minuciosa de cada contingencia, la dilatación y la morosidad y la repetición de lo ya narrado acentúan más la insuficiencia que la ineficacia de las versiones previas, tornando incierto no sólo el estatuto de lo representado, sino la percepción de lo narrado. En uno de los artículos de Escritos sobre literatura (Siglo XXI), Sarlo aclara que el escritor no comunica sus ideas sobre el tiempo, la subjetividad, el recuerdo, sino que les da una forma de relato. "Pero sus diálogos, como los de Musil, transcurren entre la consideración seria de lo irrelevante y la perspectiva irónica sobre lo que intuye verdaderamente serio. Son relatos de pensamiento, sin que sean los personajes quienes lo transmiten. El problema del tiempo y de lo real, Saer lo muestra en estado de ficción."

Saer decía que "el uso personal de la lengua es el jardín secreto en el que cada uno cultiva las especies de su predilección". En ese espacio íntimo, privado, "las leyes del idioma se relativizan y la infancia que persiste en el adulto, la ensoñación, la somnolencia, incitan a veces a retorcerle el cuello a las palabras como otros antes a la retórica o al cisne". Según el escritor, la acumulación asociativa única que el uso personal de las palabras obtiene en el transcurso de una existencia "le da a cada una el tenor de una pieza única que reúne en ella, más allá del significado estricto que le atribuyen las gramáticas y los diccionarios, la paleta multicolor de connotaciones recogidas en su ir y venir por los campos de la experiencia". Y ejemplificaba: "El verde de la hierba no es un mero adjetivo, sino la vivencia simultánea de los mil matices de verde percibidos y almacenados en la memoria".

"Una escritura de rigor implacable transmite una vibración de experiencia y sentimiento", afirma Sarlo. "Lejos de todo pintoresquismo, está sin embargo la resonancia de un mundo campesino, de una lengua regional y una entonación que parece ajena a la compleja forma y, sin embargo, se pliega a ella. Saer descubrió un modo de representar su zona santafesina sin costumbrismo exterior, sin la condescendencia ni la nostalgia del escritor urbano; allí está el Paraná y sus pescadores, grabados en una escritura perfecta." Como los de toda gran literatura, los personajes saerianos tienen un rostro que tarde o temprano terminamos por reconocer: es el de cada uno de nosotros.


El cristal de Saer

Por Mario Goloboff, escritor

Los buenos libros hacen un camino lento, profundo, duradero. También los buenos escritores, que van creciendo con el tiempo. Ya nos pasó a los argentinos con Roberto Arlt, con Macedonio Fernández. Y es, me parece, lo que está pasándonos con Juan José Saer quien, como un ateo casi religioso, endiosaba un culto, el de la palabra, el de la letra escrita. Alguien que trabajó la forma (la que era todo para él, como debe serlo para un artista verdadero) y que puso no sólo su gran inteligencia sino también su cuerpo en ella, sus manos, su respiración asmática, palpable en el ritmo de la frase; alguien que volvía y corregía hasta pelar el hueso, despejaba y despojaba para que quedara la palabra a flor de piel, la piel viva, en lo que bien podría llamarse una escritura ardiente.

Vueltas a leer, sus narraciones deslumbran por esa obstinación: pasa con El limonero real, con El entenado, acaso sus mejores logros. Ciertos ensayos releídos de El concepto de ficción abruman por la claridad de las ideas (siempre personales y a contramano de la opinión dominante). Sus combates contra el límite del género, el realismo vulgar, los modelos fáciles de la representación estética, las ingenuidades frente a la propia realidad, la explotación totalitaria del oficio dejan mucho para reflexionar y aprender a los escritores y a los lectores que vendrán.

Varias veces confesó una visión formada a partir de lo que el lenguaje dice de sí mismo: "Hasta los dieciséis o diecisiete años, la poesía constituyó el noventa y nueve por ciento de mis lecturas". Desde ese fondo "pavesiano", vio y vivió la literatura hasta el fin, como una inmensa y bella tarea humana. Por eso, mi exposición en el Malba llevará una cita del Diario de Cesare Pavese, pensada, se diría, para Saer: "Si lograras escribir sin tener que suprimir nada, sin volver sobre lo escrito, sin realizar retoque alguno... ¿seguirías escribiendo con gusto? Lo hermoso consiste en pulirte y en prepararte con toda calma a transformarte en cristal".


El enfrentamiento a algo superior

Por Fabian Casas, escritor

En mis años mozos, mis amigos con los que hacía una revista de poesía comentaban admirados una y otra vez cómo un hombre cortaba un salamín en el comienzo de una novela de Juan José Saer que se llamaba Nadie nada nunca. Perdón, me corrijo: lo que contaban era cómo un escritor había escrito de manera intensa y precisa hasta la exasperación a un hombre cortando un salamín. Esa fue la primera noticia que tuve de Saer y creo que esa descripción fenomenológica del cercenamiento de un embutido fue –para mí y para mis amigos– similar a relatar el gol de Maradona a los ingleses. Una tarde agarré la edición de Sudamericana de Cicatrices y entré en el encantamiento de esa zona del Litoral donde moran, aún hoy, los inolvidables personajes saerianos. Pensé, en ese entonces, que no se podía escribir mejor. Después vinieron La vuelta completa, La ocasión, Glosa, El entenado, las narraciones, El río sin orillas, El limonero real. Creo que en Saer la naturaleza encuentra una manera obsesiva de mirarse a sí misma. En ese intento por escrutarlo todo y narrarlo hay un fracaso asegurado. Su fracaso, se sabe, es su gloria privada. Saer forma parte de ese tipo de escritores a los que llamaré "los antiguos", utilizando este término como lo usaba Howard Phillips Lovecraft, los antiguos, digo, porque en su programa de escritura subsiste la idea de que un escritor es alguien insobornable que no responde ni a una editorial ni a una patria ni a nada que no sea el impulso que lo obliga a narrar. El punto culminante, para mí, el dínamo del sistema nervioso saeriano está en El limonero real. Un libro horrible de leer, molesto, poderoso, incómodo y fundamental. Es el limadero real, porque te lima la cabeza. Mientras lo estás leyendo, sentís eso que sienten los personajes lovecraftianos cuando perciben la presencia de los antiguos. El enfrentamiento con algo monstruoso, superior e insondable.

Fuente: Página/12, mayo 2007



La tardecita

Juan José Saer

Al ingeniero Saer

La historia, aunque a decir verdad los hechos escasos y simples que la constituyen, desde el punto de vista de las leyes del melodrama que imperan hoy en día en lo que podríamos llamar el mercado persa del relato, no alcanzarían a formar una historia, es más o menos la siguiente: un domingo a la mañana Barco, que acababa de cumplir cincuenta y dos años, buscando algún texto corto para leer antes del almuerzo, encontró una versión de La ascensión del monte Ventoux de Petrarca, y se instaló a leer en su estudio de abogado, en un sillón ubicado estratégicamente cerca de la ventana que daba al patio, para aprovechar al máximo la luz natural, de la que Barco era como se dice partidario ferviente cuando se trataba de lectura, aunque a causa de su trabajo únicamente de noche le quedaba tiempo para leer un rato antes de irse para la cama. El texto de Petrarca hacía años que no lo leía, y si lo eligió fue más bien a causa de su extensión, para poder terminarlo antes de mediodía, porque Tomatis estaba en Buenos Aires y se había anunciado en Caballito para el almuerzo, con el fin de traerle su regalo de cumpleaños y presentarles, a Miri y a él, su nueva pareja, una chica arquitecta que, según el sarcasmo de Miri, «por suerte gracias a su profesión podía hacer cosas un poco más constructivas que ponerse de novia con Tomatis», aunque Miri se olvidaba de que, treinta años atrás, Tomatis había estado enamorado de ella y ella, durante un par de semanas por lo menos, estuvo a punto de dejarse tentar por la cosa.

Lo cierto es que Barco se sentó esa mañana de domingo a leer a Petrarca. San Agustín –o, a estar con algunos, el colectivo publicitario de la iglesia primitiva que conocemos con el nombre de San Agustín– pretende que fue escuchando un sermón de San Ambrosio que se convirtió al cristianismo, lo que es igual que si hubiese sido leyéndolo, porque hasta entonces sólo se leía en voz alta, de modo que un sermón era una simple lectura comentada, semejante a lo que hoy llamaríamos una conferencia, y hay que reconocer que casi todas las grandes iluminaciones, exaltaciones, conversiones o revelaciones de los tiempos modernos provienen de la lectura. Pareciera ser que, en el estado actual de nuestra especie, siempre es necesario que lo poco que nos pasa de esencial le haya pasado primero a algún otro, de manera que sólo comparativamente podemos llegar a sentirnos, gracias a una lucidez pasajera, y muy de tanto en tanto, con fugacidad fragmentaria, lo que creemos ser o lo que tal vez somos.
A los pocos minutos de haber empezado a leer, Barco tuvo una experiencia semejante, pero no le advino ni un éxtasis ni una revelación, sino algo más íntimo y más querido: un recuerdo. Petrarca, que tenía desde hacía cierto tiempo la intención de escalar el Ventoux, cuenta que uno de los dilemas que se le presentaban era la elección de una compañía que fuese al mismo tiempo útil y agradable, y que después de haber vacilado entre varios de sus amigos, decidió llevar a su hermano menor, por el que sentía mucho afecto, pensando que la subida, que no era a decir verdad más que un paseo largo y fastidioso, y no una verdadera aventura, le daría al muchachito a la vez instrucción y placer. Y, gracias a las imágenes que, mientras avanzaba en la lectura, iban formándose en la parte más clara de su mente, el recuerdo, desde la oscuridad sin nombre y sin extensión o forma definida en la que yacía arrumbado o en la que derivaba desde hacía más de cuarenta años, nítido y entero, constituido de mil detalles hormigueantes y vivaces, hizo su aparición instantánea. Petrarca y su hermano menor escalando la ladera polvorienta y atormentada del monte se asociaron de un modo explicable pero inesperado, con un viaje que su hermano mayor y él, que tenía en ese entonces alrededor de diez años, habían hecho una tarde de otoño.

Existe siempre durante el acto de leer un momento, intenso y plácido a la vez, en el que la lectura se trasciende a sí misma, y en el que, por distintos caminos, el lector, descubriéndose en lo que lee, abandona el libro y se queda absorto en la parte ignorada de su propio ser que la lectura le ha revelado: desde cualquier punto, próximo o remoto, del tiempo o del espacio, lo escrito llega para avivar la llamita oculta de algo que, sin él saberlo tal vez, ardía ya en el lector. De modo que después de atravesar en un estado más bien neutro las informaciones del prólogo escrito por el traductor que había vertido el texto del latín al castellano, a los pocos minutos de empezar el relato propiamente dicho, Barco alzó la vista del libro y, con los ojos bien abiertos que no veían sin embargo nada del exteriorior, la fijó en algún punto impreciso de la habitación y se quedó completamente inmóvil, lleno hasta rebalsar del recuerdo que la lectura había suscitado:

Un atardecer de Semana Santa, un miércoles al final de la tarde para ser más exactos porque, para aprovechar al máximo las vacaciones habían decidido lanzarse a la aventura el mismo miércoles al salir de la escuela, sin esperar hasta el día siguiente, con el fin de ganar la noche del miércoles y la mañana del Jueves Santo en el pueblo en el que pasaban todas sus vacaciones, de verano, de otoño, de invierno o de primavera. Casi todos sus tíos, tías, primas y primos vivían en el pueblo o en los pueblos vecinos y para Barco, hasta los dieciséis o diecisiete años por lo menos, el pueblo ese tirado en medio de la llanura, el puñado de manzanas geométricas dividido en dos por las vías del ferrocarril, había sido una especie de paraíso: ninguna otra felicidad podía igualarse a la que lo asaltaba ante la perspectiva de ir a pasar en él unos días. Y era justamente a causa de la impaciencia que se apoderaba de él que se habían encontrado, él y su hermano mayor, que le llevaba cuatro años, en esa situación, o sea caminando los dos al atardecer en medio de la llanura vacía, por el camino de tierra de unos quince kilómetros que unía el pueblo con la ruta de asfalto donde los había dejado el colectivo de Rosario.

Al bajar del colectivo, habían esperado en el cruce una media hora sin que pasase un solo auto, y como se acercaba la noche, habían decidido empezar a caminar por el borde del camino de tierra, y a medida que se alejaban del asfalto la llanura se iba volviendo más desierta y más silenciosa. Como avanzaban hacia el oeste, en el fondo del camino recto y grisáceo, el disco rojo del sol, enorme y llameante, flotando no lejos del horizonte, parecía estar esperándolos con la intención de impedirles seguir adelante. Había llovido mucho la víspera, y el camino era un magma barroso en muchos trechos, donde algún vehículo, tirado a motor o a sangre, se había atrevido a pasar, formando huellas profundas de las que únicamente los bordes rugosos se habían resecado un poco. El estado en que había quedado el camino después de la lluvia explicaba la ausencia inusual de coches, aunque en aquella época los autos y los camiones no eran demasiado frecuentes en el campo, y de todas maneras la situación en la que se encontraban había sido prevista por sus padres, ya que la madre había querido oponerse a que viajaran esa tarde, argumentando justamente que había llovido y que la noche podía sorprenderlos en el camino, pero el padre, que tenía cierta predilección por su hermano mayor (o por lo menos Barco así se lo imaginaba en aquel entonces y seguía imaginándoselo en la actualidad, aunque su padre había muerto hacía treinta años y su hermano el año anterior), había dicho que gracias a la prudencia y al sentido de responsabilidad de su hermano no iba a sucederles nada malo (de todos modos, en ese punto o en cualquier otro, bastaba que su madre tuviese una opinión para que su padre formulase exactamente la contraria, y lo mismo sucedía, pero al revés, cuando era su padre el que argumentaba en primer término).

La cuestión es que avanzaban, ansiosos por llegar pero lentos a causa del barro, por el camino solitario, hacia el gran disco rojo que, como se dice, ensangrentaba el cielo en el oeste. Las nubes que se arremolinaban en la altura no interceptaban el disco rojo vivo, como si, inmóviles y asumiendo las formas más diversas, se hubiesen apartado igual que cortesanos respetuosos para no ocultar, con sus masas fofas y toscas, la perfección circular y ardiente de su presencia misteriosa. A cambio de esa discreción reverente, el sol las teñía de sus tonos innumerables, encendidos, claros y brillantes en las inmediaciones del disco, y que iban haciéndose cada vez más oscuros y más fríos –naranja, rojo, rota, violeta, azul– cuando iluminaban los copos algodonosos suspendidos hacia el este, en la porción opuesta del cielo. En el otoño ya avanzado, los campos de maíz parecían ruinas, con los tallos quebrados y grisáceos y las hojas color beige desgreñadas, resecas y colgantes, sugiriendo un ejército innumerable y fijo, aniquilado en una batalla reciente y del que hubiese vuelto a este mundo la muchedumbre de espectros, retomando el hábito de alinearse en orden para formar una teoría de almas en pena muda y amenazante. En un campo cercano, un rebaño de vacas negras había dejado de pastar, y los animales, orientados todos en sentido opuesto a la caída del sol, la cabeza un poco levantada como si estuviesen tratando de captar una señal remota, completamente inmóviles, todos en la misma actitud como si se tratase de la misma imagen plana reproducida cuarenta o cincuenta veces, le sugerían a Barco, en el momento en que estaba recordándolas, esas manadas que aparecen en las pinturas rupestres, más misteriosas por la extraña vida interior que emana de los animales que por las intenciones de los hombres fugitivos que los dibujaron en la piedra. Durante unos minutos de marcha únicamente oyeron el ruido de sus propios pasos, vacilantes y demorados, buscando suelo firme entre los trechos removidos de barro blando y los charcos de agua lisa que enrojecían el anochecer, hasta que, de algún punto lejano de la llanura un ganado invisible empezó a mugir, sacando al que tenían a la vista del sopor en el que parecía haber caído e incitándolo a seguir tascando en silencio. La inminencia de la noche cuya llegada, para precipitar al mundo en la negrura, parecía ir acelerándose, oprimía el pecho de Barco y le anudaba el vientre, de modo que para que no se pusiese a temblar, hundió la mano libre –en la otra llevaba una valijita– en el bolsillo del pantalón.

Al cabo de un rato de marcha, a la izquierda del camino, a unos cien metros adelante, divisaron el cementerio. Por temor de percibir en él el mismo terror apagado que empezaba a invadirlo, Barco no se animaba a mirar a su hermano, ni siquiera de reojo, y fue en ese momento en que se dio cuenta de que la llanura, en ese lugar que había atravesado decenas de veces, idéntico por otra parte a muchos otros en sesenta o setenta kilómetros a la redonda –camino de tierra, alambrados, maizales, campitos de pastoreo, redondel rojo enorme al atardecer, cuadrado de muros blancos del cementerio y cipreses negros sobrepasándolos–, de habitual que había sido hasta ese momento, se estaba volviendo irreconocible y extraño. Era incapaz de formularlo así en ese entonces, pero una luz cintilante, ultraterrena, transfiguraba el espacio y las formas que lo poblaban, poniendo a la vista, del paisaje familiar, su pertenencia a un lugar desconocido en el que, hasta ese momento, ignoraba que había estado viviendo. Durante años sentiría el malestar de esa revelación hasta que, gradualmente, capas y capas de experiencia, como sucesivas manos de pintura sobre una imagen odiosa, terminarían por hacérsela olvidar, hasta que esa mañana la lectura de Petrarca la trajo de nuevo a la luz viva del recuerdo.

El chasquido de los pasos en el barro estallaba apagadamente y se dispersaba en el aire que ya empezaba a volverse azul, mientras que del disco enorme que interceptaba el camino en el horizonte ya no era visible más que el semicírculo superior, y desde hacía unos minutos las nubes multicolores de un rato antes ya se estaban poniendo negras. El muro blanco del cementerio, por encima del cual, aparte de los cipreses, emergían las cúpulas y las cruces de cemento de algunos panteones, fulguraba a causa de esa luz que no era de este mundo, y del semicírculo rojo incrustado al final del camino, una turbulencia ígnea, de un rojo en fusión, barnizaba todo lo visible con una substancia fluorescente en la que el rojo y el negro parecían neutralizarse mutuamente produciendo una luminiscencia insólita y glacial, una harina estelar, a la vez impalpable y magnética, de la que también ellos, su ropa, sus cuerpos, sus órganos internos, y hasta sus deseos y sus pensamientos hubiesen sido espolvoreados. Aunque únicamente esa mañana, cuarenta años más tarde, era capaz de formularlo de esa manera, Barco tenía la impresión de estar en el lugar remoto de un mundo cuyo centro podía estar en un punto cualquiera del espacio, y que si en ese punto se encontrara el sentido de la totalidad, aun cuando fuese contiguo al que estaban atravesando, e incluso el mismo por el que en ese momento caminaban, piara ellos sería siempre inaccesible y remoto. Por primera vez sentía, sin saber que lo sentía, experimentando el terror de sentirlo sin gozar de la clarividencia resignada de cuarenta años más tarde, que el mundo no estaba fuera de ellos, sino que eran ellos los que le eran exteriores, y que el paisaje familiar en el que había nacido y que consideraba semejante al paraíso, era una lisura sin accidentes que toleraba un momento que la atravesaran hasta que, de golpe, se los tragaba sin dejar de ellos en la exterioridad neutra y distante la menor huella de su paso. El terror que se apoderó de él ignoraba esa evidencia; el carecer de nombre lo multiplicaba, y ya estaba a punto de aullar y de salir corriendo cuando, con suavidad, la mano tibia y un poco húmeda de su hermano se apoyó en su cabeza, en un gesto cuya intención se le escapaba un poco, en razón de esa relación peculiar que suele existir entre hermanos, íntima y distante a la vez.

–Me parece que oigo un motor –le dijo. Y era verdad: rateando, dando bandazos, el camioncito de la Liebre, el quiosquero, que había ido hasta el asfalto a buscar los diarios de la tarde y las revistas semanales que le llegaban por el colectivo de Rosario, frenó al cabo de unos minutos junto a ellos, y la cara rojiza de la Liebre apareció por la ventanilla, ostentando una sonrisa vagamente burlona en los labiecitos fruncidos que le habían valido el sobrenombre, y sin decir palabra, con un movimiento jovial de la cabeza, los invitó a subir.

Apenas oscureció, el camino se volvió todavía más dificultoso. La Liebre conducía concentrado y tenso, y esa noche, su hermano contaría, durante la cena, en medio de la risa general, cómo la Liebre, agarrándose firme del volante, inclinado hacia el parabrisas para auscultar mejor el camino e ir previendo los peligros, frenando y acelerando todo el tiempo, mientras ellos no se atrevían a desviar la vista de la luz de los faros que iluminaban el camino barroso, se hablaba a sí mismo en tercera persona, lanzándose advertencias, insultos o amenazas a cada resbalón o bandazo demasiado violento que desviaba al coche de la dirección que llevaba y daba la impresión de que iba a mandarlo a la cuneta o a volcarlo: "Tené cuidado, Liebre. No boludiés. Aflojá con el acelerador, Liebre. Ojo que hay un pozo adelante». Y así durante la hora que le pusieron para recorrer diez o doce kilómetros. Pero Barco no le prestaba atención: se iba calmando de a poco, como cuando, al despertar de una pesadilla, cuesta un buen rato todavía convencerse de que se ha vuelto a la vigilia y que la substancia opresiva del sueño se ha disipado. En la entrada del pueblo, por fin, lo familiar se restableció: era otra vez él, él, Horacio Barco y estaba llegando al pueblo con su hermano para pasar las vacaciones de Semana Santa. Pero esa vez no era felicidad lo que sentía, sino únicamente alivio. Cuando empezaron a rodar por la arboleda exterior que unía el camino con el pueblo, ya era noche cerrada desde hacía un buen rato. De las casitas Pobres de las afueras, salían gritos, risas, ladridos de perros alertados por el motor del camioncito, música y voces que mandaba la radio, y por las ventanas, proyectándose sobre los patios, las paredes, las veredas de tierra o de ladrillos, las copas de los árboles, colgando en los cruces dé las primeras calles, luces débiles pero cálidas, insignificantes en relación con la negrura sin fin de la llanura, pero amistosas, próximas, fragilísimas, y nacidas, como él, que las estaba viendo pasar, en ese mundo y en ningún otro, aunque a partir de ese día le quedara por averiguar, y seguiría intentándolo, sin conseguirlo, hasta el momento de su muerte, qué clase de mundo era.

© Juan José Saer 2002

Este relato se publica con autorización de la editorial y pertenece al volumen Lugar. Muchnik Editores. Barcelona. 2002.

Verde y negro

Por Juan José Saer

a Raúl Beceyro

Palabra de honor, no la había visto en la perra vida. Eran |a como la una y media de la mañana, en pleno enero, y como el Gallego cierra el café a la una en punto, sea invierno o verano, yo me iba para mi casa, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, caminando despacio y silbando bajito bajo los árboles. Era sábado, y al otro día no laburaba. La mina arrimó el Falcon al cordón de la vereda y empezó a andar a la par mía, en segunda. Cómo habré ido de distraído que anduvimos así cosa de treinta metros y ella tuvo que frenar y llamarme en voz alta para que me diera vuelta. Lo primero que se me cruzó por la cabeza era que se había confundido, así que me quedé parado en medio de la vereda y ella tuvo que volverme a llamar. No sé qué cara habré puesto, pero ella se reía.
-¿A mí, señora? -le digo, arrimándome.
-Sí -dice ella-. ¿No sabe dónde se puede comprar un paquete de americanos?
Se había inclinado sobre la ventanilla, pero yo no podía verla bien debido a la sombra de los árboles. Los ojos le echaban unas chispas amarillas, como los de un gato; se reía tanto que pensé que había alguno con ella en el auto y estaban tratando de agarrarme para la farra. Me incliné.
-¿Americanos? ¿Cigarrillos americanos?
-Sí -dijo la mina. Por la voz, le di unos treinta años.
El Gallego sabe tener importados de contrabando, una o dos cajas guardadas en el dormitorio. Si uno de nosotros se quiere tirar una cana al aire, se lo dice y el Gallego le contesta en voz baja que vuelva a los quince minutos.
-De aquí a tres cuadras hay un bar -le dije-. Sabe tener de vez en cuando. Tiene que ir hasta Crespo y la Avenida. ¿Conoce?
-Más o menos -dijo.
Me preguntó si estaba muy apurado y si quería acompañarla. "Zápate, pensé; una jovata alzada que quiere cargarme en el coche para tirarse conmigo en una zanj a cualquiera" . El corazón me empezó a golpear fuerte dentro del pecho. Pero después pensé que si por casualidad el Gallego no había cerrado todavía y me veía aparecer con semejante mina en un bote como el que manejaba, bajándome a comprar cigarrillos americanos, todo el barrio iba a decir al otro día que yo estaba dándome a la mala vida y que estaba por dejar de laburar para hacerme cafisio. Para colmo, en verano las viejas son capaces de amanecer sentadas en la vereda.
-Ya debe de estar cerrado -le dije, y no sé en qué otra parte puede haber.
La mina me tuteó de golpe.
-¿Tenés miedo? -dijo, riéndose.
Encendió la luz de adentro del coche.
-¿No ves que estoy sola? -dijo.
Mi viejo era del sur de Italia, y los muchachos me cargan en cuestión minas, porque dicen que yo, aparte de laburar y amarrocar para casarme, no pienso en otra cosa. Dicen que los que venimos de sicilianos tenemos la sangre caliente. No sé si será verdad, y no pude ver mi propia cara, pero por la risa de ella me di cuenta de que con uno solo de los muchachos que hubiese estado presente, en lo del Gallego me habrían agarrado de punto para toda la vida. Era rubia y tostada y llena por todas partes, que parecía una estrella de cine. "No me lo van a creer", pensé. "No me lo van a creer cuando se los cuente". Sentí calor en los brazos, en las piernas y en el estómago. Tragué saliva y me incliné más y ella me dio lugar para que me apoyara en el marco de la ventanilla. Tenía un vestido verde ajustado y alzado tan arriba de las rodillas, seguro que para manejar más cómoda, que poco más y le veo hasta el apellido. ¡Hay que ver cómo son las minas de ahora! ¡Y pensar que la hermana de uno es capaz de andar en semejante pomada, y uno ni siquiera enterarse!
-No -le dije-, qué voy a tener miedo. ¿Miedo de qué?
-Y, no sé -dijo ella-. Como no querés acompañarme...
A las minas hay que hacerlas desear; cuando uno más se hace el desentendido, a ellas más les gusta la pierna, sobre todo si se avivan de que uno es piola. Ahí no más la traté de vos.
-¿Acompañarte adónde? -le dije.
-No te hagás el gil -me dijo ella, sonriendo. Después se puso seria-. Ando buscando gente para ir a una fiesta.
Cosa curiosa: se reía con la mitad de la cara, con la boca nada más, porque los ojos amarillos no parecían ni verme cuando se topaban conmigo.
-No estoy vestido -le dije.
Ahí sí me miró fijo, a los ojos.
-Subí -me dijo.
Abrí la puerta, despacio, mirándola; ella se corrió al volante, y yo me senté sobre el tapizado rojo protegido con una funda de nailon. Pensé que ver la vida desde un bote así, siempre, es algo que debe reconciliarlo a uno con todo: con la mala sangre del laburo, los gobiernos de porquería y lo traicionera que es la mujer. Le puse la mano sobre la gamba mientras lo pensaba: tenía la carne dura, caliente, musculosa, y yo sentía los músculos contraerse cuando apretaba el acelerador. "No me lo van a creer cuando se los cuente", pensé, y como vi que la mina me daba calce me apreté contra ella y le puse la mano en el hombro.
-¿Dónde es la fiesta? -le pregunté.
-En mi casa -dijo vigilando el camino, sin mirarme.
Doblamos en la primera esquina y empezamos a correr en dirección a la Avenida. Dejamos atrás las calles oscuras y arboladas, y a las dos cuadras nos topamos con la Avenida iluminada con la luz blanca de las lámparas a gas de mercurio. Había bailes por todas partes, se ve, porque los coches corrían en todas direcciones y mucha gente bien vestida andaba en grupos por las veredas, hombres de traje azul o blanco o en mangas de camisa, y mujeres con vestidos floreados. De golpe me acordé que en Gimnasia y Esgrima estaban D'Arienzo y Varela-Varelita, y por un momento me dio bronca que se me hubiese pasado, pero cuando sentí la gamba de la mina moviéndose contra la mía para aplicar el freno, pensé: "Pobres de ellos". El Falcon entró en la Avenida y empezó a correr hacia el norte.
-Separáte un poco hasta que pasemos la Avenida -me dijo la mina.
Ibamos a noventa por la Avenida por lo menos. Se ve que a la mina le gustaba correr, cosa que no me gustó ni medio, porque había mucho tráfico a esa hora, y la Avenida no es para levantar tanta velocidad. Cuando la Avenida se acabó, doblamos por una calle oscura, llena de árboles, y la mina aminoró la marcha, para cuidar los elásticos por cuestión del empedrado. Yo volví a juntarme con ella y ella se rió. Se dejó besar el cuello y me pidió un cigarrillo.
-Fumo negros -le dije.
-No importa -dijo ella.
Le puse el Particular con filtro en los labios y se lo encendí con la carucita. La llama le iluminó los ojos amarillos, que miraban fija la calle adelante, como si no la vieran. La luz de los faros hacía brillar las hojas de los paraísos. No se veía un alma por la zona. Cuando le toqué otra vez la pierna me pareció demasiado dura, como si fuera de piedra maciza, y ya no estaba caliente. No voy a decir que estaba fría, la verdad, pero le noté algo raro. A la mitad de la cuadra, en la calle oscura, aplicó los frenos y paró el coche al lado del cordón. La casa era chiquita y el frente bastante parecido al de mi casa, con una ventana a cada lado de la puerta. De una de las ventanas salían unos listones de luz a través de las persianas que apenas se alcanzaban a distinguir. La mina apagó todas las luces del auto y se echó contra el respaldar del asiento, suspirando y dándole dos o tres pitadas al cigarrillo. Después tiró el pucho a la vereda.
-Llegamos -dijo.
A mí me la iba hacer tragar, de que con semejante bote iba a vivir ahí. Era un bulín, clavado, pero no se lo dije, porque me fui al bofe en seguida, y ella me dejó hacer. Estuvimos como cinco minutos a los manotazos, y me dejó cancha libre; pero no sé, había algo que no funcionaba, me daba la impresión de que con todo, ella seguía mirando la calle por arriba de mi cabeza con sus ojos amarillos. Después me acarició y me dijo despacito:
-Vení, vamos a bajar. No hagás ruido.
Bajamos, y ella cerró la puerta sin hacer ruido. La puerta de calle del bulín estaba sin llave y el umbral estaba negro, no se veía nada. Al fondo nomás se alcanzaba a distinguir una lucecita, reflejo de la luz encendida de alguno de los cuartos, la que se veía desde la calle, seguro. Por un momento tuve miedo de que estuviera esperándome alguno para amasijarme, pero después pensé que una mina que aparecía en un Falcon no podía traer malas intenciones. En seguida se me borraron los pensamientos, porque la cosa me agarró la mano, se apoyó en la pared y me apretó contra ella, cerrando la puerta de calle. Me empezó a pedir que le dijera cosas, y yo le dije "corazón", o "tesoro", o algo así; pero ella me dijo con una especie de furia, sacudiendo la cabeza, que no era eso lo que quería escuchar, sino algo diferente. Era feo lo que quería, la verdad; para qué vamos a decir una cosa por otra. Y cuando empecé a decírselas -uno pierde la cabeza en esos casos, queda como ciego y hace lo que le piden- me pidió que se las dijera más fuerte. Yo estaba casi gritándoselas cuando ella dejó de escucharme, me agarró de la manga de la camisa y caminando rápido, casi corriendo, me arrastró hasta el dormitorio, que era la pieza que estaba con la luz encendida. No había más que la cama de dos plazas y una silla. Me dio la impresión de que no había un mueble más en toda la casa. Con ese coche, y un bulín tan desprovisto. Pensé que no le interesaba más que la cama y una silla cualquiera para dejar la ropa.
Se desnudó rápido, y yo también. Nos metimos en la cama. Al inclinarme sobre la mina pensé que si no la hubiese encontrado en la vereda de mi barrio, en ese momento estaría durmiendo en mi cama, hecho una piedra, como muerto, porque yo nunca sueño. Quién la había hecho doblar por esa esquina, y quién me había hecho a mí ir al bar del Gallego, y quién me había hecho retirarme a la hora que me retiré para que ella me encontrara caminando despacio bajo los árboles, es algo que siempre pienso y nunca digo, para que no me tomen para la farra. Ahí nomás me le afirmé y empecé a serruchar y ella me fue respondiendo con todo, cada vez más. Las minas se ablandan a medida que el asunto empieza a avanzar; tienen varias marchas, como el Falcon: pasan de la primera a la segunda, y después a la tercera, y hasta a la cuarta, para la marcha de carretera. Uno, en cambio, se larga en primera y a toda velocidad, y a la mitad del camino queda fundido. Algo siguió funcionando dentro de ella después que yo terminé, porque todo el cuerpo se le puso duro y áspero como un tablón de madera y cerró los ojos, y agarrándome los hombros me apretó tan fuerte que al otro día cuando desperté en mi casa todavía sentía un ardor, y mirándome en el espejo ví que tenía todo colorado. Después la mina se aflojó y se puso a llorar bajito. Lloró sin decir palabra durante un rato y después empezó a hablar. "Siempre lo mismo", pensé. "Primero te hacen hacer cualquier locura, y después que te sacaron el jugo como a una naranja, se ponen a llorar".
-¿Qué me hacés hacer? -dijo la mina, llorando bajito- . ¿Hasta cuándo vamos a seguir haciéndolo? ¿Todo esto en nombre del amor? ¿Para no separarnos? Es insoportable .
Lloraba y sacudía la cabeza contra la almohada húmeda. Insoportable. Insoportable -decía, mirando siempre fijo por encima de mi cabeza con sus ojos amarillos.
Yo no le dije nada, porque si uno se pone a discutir con una mina en esa situación, seguro que la mina termina cargándole el muerto. "Me he hecho llamar puta para vos en el umbral", dijo la mina. Ahí empezó a pegar un alarido que cortó por la mitad, como si se ahogara, y siguió llorando. No tuve tiempo de pensar nada, y no por falta de voluntad, porque en el momento en que la mina dijo eso y trató de pegar el alarido, ya había empezado a trabajarme el balero y a hacerme sentir que esa mirada amarilla que la mina no parecía fijar en ninguna parte, había estado siempre fija en algo que nadie más que ella veía; tanto me trabajó el balero que estuve a punto de pensar que yo no era más que la sombra de lo que ella veía. Pero el llanto del tipo sonó atrás mío antes de que yo empezara a carburar, y ése fue el momento en que salté de la cama, desnudo como estaba: justo cuando sonó su voz, entorpecida por el llanto.
-Dios mío. Dios mío -dijo.
Estaba parado en la puerta del dormitorio, en pantalón y camisa. Se tapaba la cara con la mano, y no paraba de llorar. Pensé que era el macho o el marido y que nos había pescado con las manos en la masa, y me vi fiambre. Pero ni se fijó en mí. La mina estaba desnuda sobre la cama y lloraba mirándolo al punto que seguía con la cara tapada con la mano y no paraba de llorar. Si antes yo había sentido que era como una sombra, ahora sentía que ni eso era. "Dios mío. Dios mío", era todo lo que decía el tipo. Y la mina lo miraba fijamente y lloraba sin hablar. Cuando terminé de vestirme me acerqué a la cama.
-Señora -dije-.
La mina ni me miró. Tenía los ojos amarillos clavados en el tipo y pareció no escucharme.
-¿Estás satisfecho? -dijo-. ¿Estás satisfecho?
-Amor mío -dijo el tipo, sin sacarse la mano de la cara.
Salí abrochándome el cinto y tuve que ponerme de costado para pasar por la puerta, porque el tipo ni se movió. Tenía una camisa blanca desabrochada hasta más abajo del pecho y se le veía la piel tostada. Se notaba a la legua que estaba quedándole poco pelo en la cabeza, porque eso que la mano dejaba ver encima de las cejas medias levantadas, era más alto que una frente. Parecía recién bañado, por el olor que le sentí. Para mí que había estado todo el día al sol, en el río, tanta fue la sensación de salud que me dio cuando pasé al lado de él.
Atravesé el umbral negro y salí a la calle. El Falcon estaba ahí, con las luces apagadas. Me paré un momento delante de las rayitas de luz que se colaban a la calle, y arrimando el oído a la persiana del dormitorio los oí llorar. Traté de espiar por las rendijas de la ventana, pero no vi una papa. Solamente escuché otra vez la voz de la mina, diciendo esta vez ella "Amor mío" y después cómo lloraban los dos, y después nada más. Me paré recién un par de cuadras más adelante, porque empezó a fallarme la carucita, y aunque no había viento me tuve que arrimar a la pared para poder encender el Particular con filtro que me temblaba apenas en los labios . Con el primer chorro de humo seguí caminando bajo los árboles oscuros, pero ni silbé nada, ni me puse las manos en los bolsillos del pantalón. Tenía la espalda pegada a la camisa, que estaba hecha sopa. Cuando tiré el Particular con filtro y encendí el otro, sobre el pucho, la carucita no me falló, y llegué a la Avenida. Pensé en el bar del Gallego y en los muchachos, y en la cara que hubiesen puesto si se me hubiese dado por contárselo. Había menos gente en la Avenida, pero seguro que al terminar todos los bailes las calles iban a llenarse otra vez . Miré y vi que estaba lejos del barrio, y sintiendo en la cara un aire fresco que estaba empezando a correr, me apuré un poco, cosa de no perder el último colectivo.

Publicado en "Unidad de lugar" [Buenos Aires, Editorial Galerna, 1967]
 


El concepto de ficción

Por Juan José Saer


[De "El concepto de ficción", publicado por Ariel. © 1997 J.J.Saer ©1997 Espasa-Calpe Argentina/Ariel]

Nunca sabremos cómo fue James Joyce. De Gorman a Ellmann, sus biógrafos oficiales, el progreso principal es únicamente estilístico: lo que el primero nos trasmite con vehemencia, el segundo lo hace asumiendo un tono objetivo y circunspecto, lo que confiere a su relato una ilusión más grande de verdad. Pero tanto las fuentes del primero como las del segundo (entrevistas y cartas) son por lo menos inseguras, y recuerdan el testimonio del "hombre que vio al hombre que vio al oso", con el agravante de que para la más fantasiosa de las dos biografías, la de Gorman, el informante principal fue el oso en persona. Aparte de las de este último, es obvio que ni la escrupulosidad ni la honestidad de los informantes pueden ser puestas en duda, y que nuestro interés debe orientarse hacia cuestiones teóricas y metodológicas.

En este orden de cosas, la objetividad ellmaniana, tan celebrada, va cediendo paso, a medida que avanzamos en la lectura, a la impresión un poco desagradable de que el biógrafo, sin habérselo propuesto, va entran do en el aura del biografiado, asumiendo sus puntos de vista y confundiéndose paulatinamente con su subjetividad. La impresión desagradable se transforma en un verdadero malestar en la sección 1932 1935, que, en gran parte, se ocupa del episodio más doloroso de la vida de Joyce, la enfermedad mental de Lucía. Echando por la borda su objetividad, Ellmann, con argumentos enfáticos y confusos, que mezclan de manera imprudente los aspectos psiquiátricos y literarios del problema, parece aceptar la pretensión demencial de Joyce de que únicamente él es capaz de curar a su hija. Cuando se trata de meros acontecimientos exteriores y anecdóticos, no pocas veces secundarios, la biografía puede mantener su objetividad, pero apenas pasa al campo interpretativo el rigor vacila, y lo problemático del objeto contamina la metodología. La primera exigencia de la biografía, la veracidad, atributo pretendidamente científico, no es otra cosa que el supuesto retórico de un género literario, no menos convencional que las tres unidades de la tragedia clásica, o el desenmascaramiento del asesino en las últimas páginas de la novela policial.

El rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio no es un criterio de verdad. Puesto que el concepto mismo de verdad es incierto y su definición integra elementos dispares y aun contradictorios, es la verdad como objetivo unívoco del texto y no solamente la presencia de elementos ficticios lo que merece, cuando se trata del género biográfico o autobiográfico, una discusión minuciosa. Lo mismo podemos decir del género, tan de moda en la actualidad, llamado, con certidumbre excesiva, non-fiction: su especificidad se basa en la exclusión de todo rastro ficticio, pero esa exclusión no es de por sí garantía de veracidad. Aun cuando la intención de veracidad sea sincera y los hechos narrados rigurosamente exactos lo que no siempre es así sigue existiendo el obstáculo de la autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las turbulencias de sentido propios a toda construcción verbal. Estas dificultades, familiares en lógica y ampliamente debatidas en el campo de las ciencias humanas, no parecen preocupar a los practicantes felices de la non-fiction. Las ventajas innegables de una vida mundana como la de Truman
Capote no deben hacernos olvidar que una proposición, por no ser ficticia, no es automáticamente verdadera.

Podemos por lo tanto afirmar que la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción, y que cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad. En cuanto a la dependencia jerárquica entre verdad y ficción, según la cual la primera poseería una positividad mayor que la segunda, es desde luego, en el plano que nos interesa, una mera fantasía moral. Aun con la mejor buena voluntad, aceptando esa jerarquía y atribuyendo a la verdad el campo de la realidad objetiva y a la ficción la dudosa expresión de lo subjetivo, persistirá siempre el problema principal, es decir la indeterminación de que sufren no la ficción subjetiva, relegada al terreno de lo inútil y caprichoso, sino la supuesta verdad objetiva y los géneros que pretenden representarla. Puesto que autobiografía, biografía, y todo lo que puede entrar en la categoría de non- fiction, la multitud de géneros que vuelven la espalda a la ficción, han decidido representar la supuesta verdad objetiva, son ellos quienes deben suministrar las pruebas de su eficacia. Esta obligación no es fácil de cumplir: todo lo que es verificable en este tipo de relatos es en general anecdótico y secundario, pero la credibilidad del relato y su razón de ser peligran si el autor abandona el plano de lo verificable.

La ficción, desde sus orígenes, ha sabido emanciparse de esas cadenas. Pero que nadie se confunda: no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la "verdad", sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria.

La ficción no es, por lo tanto, una reivindicación de lo falso. Aun aquellas ficciones que incorporan lo falso de un modo deliberado fuentes falsas, atribuciones falsas, confusión de datos históricos con datos imaginarios, etcétera, lo hacen no para confundir al lector, sino para señalar el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario. Esa mezcla, ostentada sólo en cierto tipo de ficciones hasta convertirse en un aspecto determinante de su organización, como podría ser el caso de algunos cuentos de Borges o de algunas novelas de Thomas Bernhard, está sin embargo presente en mayor o menor medida en toda ficción, de Homero a Beckett. La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad. La masa fangosa de lo empírico y de lo imaginario, que otros tienen la ilusión de fraccionar a piacere en rebanadas de verdad y falsedad, no le deja, al autor de ficciones, más que una posibilidad: sumergirse en ella. De ahí tal vez la frase de Wolfgang Kayser: "No basta con sentirse atraído por ese acto; también hay que tener el coraje de llevarlo a cabo!.

Pero la ficción no solicita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción. Ese deseo no es un capricho de artista, sino la condición primera de su existencia, porque sólo siendo aceptada en tanto que tal, se comprenderá que la ficción no es la exposición novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento específico del mundo, inseparable de lo que trata. Este es el punto esencial de todo el problema, y hay que tenerlo siempre presente, si se quiere evitar la confusión de géneros. La ficción se mantiene a distancia tanto de los profetas de lo verdadero como de los eufóricos de lo falso. Su identidad total con lo que trata podría tal vez resumirse en la frase de Goethe que aparece en el artículo ya citado de Kayser (¿Quién cuenta una novela?): La Novela es una epopeya subjetiva en la que el autor pide permiso para tratar el universo a su manera; el único problema consiste en saber si tiene o no una manera; el resto viene por añadidura. Esta descripción, que no proviene de la pluma de un formalista militante ni de un vanguardista anacrónico, equidista con idéntica independencia de lo verdadero y de lo falso.

Para aclarar estas cuestiones, podríamos tomar como ejemplo algunos escritores contemporáneos. No seamos modestos: pongamos a Solienitsin como paradigma de lo verdadero. La Verdad- Por- Fin- Proferida que trasunta sus relatos, si no cabe duda que requería ser dicha, ¿qué necesidad tiene de valerse de la ficción? ¿Para qué novelar algo de lo que ya se sabe todo antes de tomar la pluma? Nada obliga, si se conoce ya la verdad, y si se ha tomado su partido, a pasar por la ficción. Empleadas de esa manera, verdad y ficción se relativizan mutuamente: la ficción se vuelve un esqueleto reseco, mil veces pelado y vuelto a recubrir con la carnadura relativa de las diferentes verdades que van sustituyéndose unas a otras. Los mismos principios son el fundamento de otra estética, el realismo socialista, que la concepción narrativa de Solienitsin contribuye a perpetuar. Solienitsin difiere con la literatura oficial del estalinismo en su concepción de la verdad, pero coincide con ella en la de la ficción como sirvienta de la ideología. Para su tarea, sin duda necesaria, informes y documentos hubiesen bastado. Lo que debemos exigir de empresas como la suya, es un afincamiento decidido y vigilante en el campo de lo verificable. Sus incursiones estéticas y su gusto por la profecía se revelan a simple vista de lo más superfluos. Y por otro lado, no basta con dejarse la barba para lograr una restauración dostoyevskiana.

Con Umberto Eco, las amas de casa del mundo entero han comprendido que no corren ningún peligro: el hombre es medievalista, semiólogo, profesor, versado en lógica, en informática, en filología. Este armamento pesado, al servicio de "lo verdadero", las hubiese espantado, cosa que Eco, como un mercenario que cambia de campo en medio de la batalla, ha sabido evitar gracias a su instinto de conservación, poniéndolo al servicio de "lo falso". Puesto que lo dice este profesor eminente, piensan los ejecutivos que leen sus novelas entre dos aeropuertos, no es necesario creer en ellas ya que pertenecen, por su naturaleza misma, al campo de lo falso: su lectura es un pasatiempo fugitivo que no dejará ninguna huella, un cosquilleo superficial en el que el saber del autor se ha puesto al servicio de un objeto fútil, construido con ingeniosidad gracias a un ars combinatoria. En este sentido, y sólo en éste, Eco es el opuesto simétrico de Solienitsin: a la gran revelación que propone Solienitsin, Eco responde que no hay nada nuevo bajo el sol. Lo antiguo y lo moderno se confunden, la novela policial se traslada a la edad media, que a su vez es metáfora del presente, y la historia cobra sentido gracias a un complot organizado. (Ante Eco, me viene espontáneamente al espíritu una frase de Barrés: "Rien ne déforme plus l'histoire que d'y chercher un plan concerté".) Su interpretación de la historia está puesta de manera ostentosa para no ser creída. El artificio, que suplanta al arte, es exhibido continuamente de modo tal que no subsista ninguna ambiguedad.

La falsedad esencial del género novelesco autoriza a Eco no solamente la apología de lo falso a lo cual, puesto que vivimos en un sistema democrático, tiene todo el derecho, sino también a la falsificación. Por ejemplo, poner a Borges como bibliotecario en El nombre de la rosa (título por otra parte marcadamente borgiano), es no solamente un homenaje o un recurso intertextual, sino también una tentativa de filiación. Pero Borges ónumerosos textos suyos lo pruebanó, a diferencia de Eco y de Solienitsin, no reivindica ni lo falso ni lo verdadero como opuestos que se excluyen, sino como conceptos problemáticos que encarnan la principal razón de ser de la ficción. Si llama Ficciones a uno de sus libros fundamentales, no lo hace con el fin de exaltar lo falso a expensas de lo verdadero, sino con el de sugerir que la ficción es el medio más apropiado para tratar sus relaciones complejas.

Otra falsificación notoria de Eco es atribuir a Proust un interés desmedido por los folletines. En esto hay algo que salta a la vista: subrayar el gusto de Proust por los folletines es un recurso teatral de Eco para justificar sus propias novelas, como esos candidatos dudosos que, para ganar una elección local, simulan tener el apoyo del presidente de la república. Es una observación sin ningún valor teórico o literario, tan intrascendente desde ese punto de vista como el hecho, universalmente conocido, de que a Proust le gustaban las madeleines. Es significativo en cambio que Eco no haya escrito que a Agatha Christie o a Somerset Maugham les gustaban los folletines, y con razón, porque si pone de testigo a Proust para exaltar los folletines es justamente porque escribió A la recherche du temps perdu. Es detrás de la Recherche que Eco pretende ampararse, no del supuesto gusto de Proust por los folletines. Basta con leer una novela de Eco o de Somerset Maugham para saber que a sus autores les gustan los folletines. Y para convencerse de que a Proust no le gustaban tanto, la lectura de la Recherche es más que suficiente.
Mi objetivo no es juzgar moralmente y mucho menos condenar, pero aun en la más salvaje economía de mercado, el cliente tiene derecho a saber lo que compra. Incluso la ley, tan distraída en otras ocasiones, es intratable en lo que se refiere a la composición del producto. Por eso, no podemos ignorar que en las grandes ficciones de nuestro tiempo, y quizás de todos los tiempos, está presente ese entrecruzamiento crítico entre verdad y falsedad, esa tensión íntima y decisiva, no exenta ni de comicidad ni de gravedad, como el orden central de todas ellas, a veces en tanto que tema explícito y a veces como fundamento implícito de su estructura. El fin de la ficción no es expedirse en ese conflicto sino hacer de él su materia, modelándola a su manera. La afirmación y la negación le son igualmente extrañas, y su especie tiene más afinidades con el objeto que con el discurso. Ni el Quijote, ni Tristam Shandy, ni Madame Bovary, ni El Castillo pontifican sobre una supuesta realidad anterior a su concreción textual, pero tampoco se resignan a la función de entretenimiento o de artificio: aunque se afirmen como ficciones, quieren sin embargo ser tomadas al pie de la letra. La pretensión puede parecer ilegítima, incluso escandalosa, tanto a los profetas de la verdad como a los nihilistas de lo falso, identificados, dicho sea de paso, y aunque resulte paradójico, por el mismo pragmatismo, ya que es por no poseer el convencimiento de los primeros que los segundos, privados de toda verdad afirmativa, se abandonan, eufóricos, a lo falso. Desde ese punto de vista la exigencia de la ficción puede ser juzgada exorbitante, y sin embargo todos sabemos que es justamente por haberse puesto al margen de lo verificable que Cervantes, Sterne, Flaubert o Kafka nos parecen enteramente dignos de crédito.

A causa de este aspecto principalísimo del relato ficticio, y a causa también de sus intenciones, de su resolución práctica, de la posición singular de su autor entre los imperativos de un saber objetivo y las turbulencias de la subjetividad, podemos definir de un modo global la ficción como una antropología especulativa. Quizás no me atrevo a afirmarlo esta manera de concebirla podría neutralizar tantos reduccionismos que, a partir del siglo pasado, se obstinan en asediarla. Entendida así, la ficción sería capaz no de ignorarlos, sino de asimilarlos, incorporándolos a su propia esencia y despojándolos de sus pretensiones de absoluto. Pero el tema es arduo, y conviene dejarlo para otra vez.

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