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Paradigmas, ciclos y catálogos

Por Sandra Russo

Hay algo de este momento que se percibe como histórico y que, aunque supera el hecho de que estemos transcurriendo el Bicentenario, lo contiene. Se ha hablado del cambio de paradigma, y eso es tan intenso que no puede asimilarse entero: es algo que está pasando, que no puede relatarse sino en su movimiento o su esbozo, que toca lo macro y lo micro, que va desde el reingreso en nuestro vocabulario cotidiano de la palabra patria a las nuevas formas de amor y de familia.

Esa percepción nos atraviesa y nos hace a su vez sentirnos protagonistas de algo que no podemos caracterizar en su completud, porque es algo que incluye a nuestras vidas privadas y las sumerge en otra identidad más grande. Me viene Nietzsche a la cabeza, un libro leído en una noche de 1979, siendo estudiante de Letras en La Plata, aspirando diariamente el infierno. El Origen de la Tragedia y las dos pulsiones que describe, la dionisíaca y la apolínea. Dionisos propiciando la danza y el goce colectivos y Apolo conservando su equilibrio en su bote, navegando solo.

En 1979, los que llegábamos a La Plata sin conciencia política no sabíamos exactamente lo que estaba pasando, pero sabíamos que pasaba algo terrible. Estaba en el aire. Respetaba el verosímil del género de terror: la sospecha agónica de que algo siniestro se avecina, y la morosidad del monstruo para exhibirse. La clave del terror es su presentimiento.

Siempre me quedé con la idea de que la militancia de los ’70 me pisó la pollera de bambula un poco hippie, y quedé atascada ahí, en esa ligera superposición generacional. No lo podía leer de esta manera a los 18 años, pero ahora, a la distancia, veo que la pollera de bambula, mis trenzas y mis sahumerios eran también el bote de Apolo en el que estaba metiéndome sin saberlo. La generación que me pisó la pollera, en cambio, cerraba un ciclo de orden opuesto, una época bacanal en la que lo colectivo, lo común, lo emocional, lo poético y lo sólido habían gobernado los corazones. Ese ciclo terminó con tanta sangre que no podemos concebir su volumen. Nos sumergimos en un río de lágrimas y sangre.

En el bote, uno se desprendía de los demás. No corría riesgo de amor o peligro. Nada era demasiado categórico, porque todo era demasiado relativo. Venía la posmodernidad.

Esto que se percibe histórico en el presente da vértigo, insomnio, palpitaciones. Evoca esa desestructura que nos sobreviene como individuos cuando nos pasa algo que no manejamos, que nos excede, que no terminamos de entender. Por un gran dolor o por epifanía. Hay de ambas cosas hoy en lo colectivo. Y probablemente no seamos capaces, cada uno, de acomodarnos a esto que se nombra como nuevo paradigma y que recorre la política, la economía, las creencias, la educación, las estéticas, el lenguaje, en fin, el esqueleto del mundo del que somos la carne.

Estuve acordándome de una frase que le escuché a Cristina Kirchner en la campaña electoral, y que me quedó enganchada en la mente como un enigma al que ahora le encuentro sentido. “Yo no soy muy posmoderna que digamos.” No eran tiempos posmodernos los que vendrían, sino éstos, tan post fujimorianos. El tiempo y todo lo que cabe en él, desde el llanto a la risa, el debate, la protesta, el análisis, el ataque, la marcha, el grito, la discusión, ha adquirido bouquet. Hay iconos por todas partes. Hay banderas. Hay himnos. Hay danza. Los no lugares se han vuelto lugares llenos de gente que expresa voluntades. El peso de los cuerpos ha vuelto a reinar triunfante en la desolación de los artificios en los que nos disolvíamos. La plaza y la calle reemplazan al shopping. Y recién ahora, con esta vibración colectiva un poco abismal que va en subida, uno siente que le pone fin al ciclo terrible que empezó hace tantos años.

Es un tiempo sólido el que nos toca. Y entre las muchas lecturas que pueden hacerse, se diría que son tiempos en los que conviven y compiten dos modos completos de hacer política. Digo completos porque no sólo definen a los representantes, sino también a los representados. El cambio de paradigma incluye un ejercicio de la ciudadanía que por un lado retoma tradiciones muy marcadas en los sectores populares argentinos, pero lo amalgama con nuevos fenómenos que cobija esta época y la caracterizan, como por ejemplo la participación activa de las minorías sexuales.

Es un momento en el que muchos sentidos diversos confluyen en un mismo punto. Un momento polisémico. En una entrevista que hizo Carlitos, el cronista de Duro de Domar, en la marcha del orgullo gay, una travesti dijo una frase memorable: “Yo creo que Cristina es de alguna manera una Presidenta trans. Porque se sale de todos los catálogos”. Vaya inesperada honra que le cabe a una presidenta que, a su vez, puede recibir esa definición como un halago. Ser trans. Quizá sea una aproximación pertinente y todos seamos trans de alguna forma, como los dirigentes sociales o los diputados que se dejaron ver en la marcha, los que apoyaron el matrimonio igualitario. El nuevo ciclo requiere mentes un poco trans, si por ello se entiende el modo en el que fue usado: salirse de los catálogos.

Página|12 13/11/10


Lo destituyente, una vez más

Por Sandra Russo

La escena podría inscribirse en el grotesco argentino: los que contrajeron deuda y quemaron reservas se enloquecen porque, sin haber dado ellos su consentimiento, el Gobierno se desendeuda con las reservas que él mismo acumuló. Los mercados bullen expectantes por la salida del default, pero ellos, que han sido históricamente los lobbystas de los mercados, se contorsionan en televisión para evitar contestar cómo pagarían ellos la deuda, si así como lo propone el Gobierno les repugna. Evitan decir “ajuste”. La pregunta fue formulada ayer hasta en TN, y eso tiene una lógica y merecimiento que forma parte de lo que los enloquece: la hizo por la mañana en cadena nacional Cristina Fernández. Los medios monopólicos no tuvieron más remedio que recoger el guante.

Están tan acostumbrados al periodismo servil de los medios monopólicos, que la pregunta del cronista de Duro de domar, un programa tendiente a lo farandulero, los ensombreció en la conferencia de prensa que dieron todos juntos todavía relamiéndose por haber rechazado el pliego de la directora del Banco Central: “¿La medida que toma el Gobierno ahora no está dirigida a pagar las deudas que contrajo en parte el gobierno de la Alianza y el default que decretó el doctor Rodríguez Saá?”. Allí estaban entre otros Rodríguez Saá y Gerardo Morales. Es una pregunta de estricto sentido común, pertinente y sencilla. Se rieron. Pusieron cara de “uh, éste vino a provocar”.

El sector mayoritario del periodismo televisivo está a sueldo de los medios concentrados. Ultimamente las nuevas camadas de periodistas que incorpora el monopolio Clarín no salen de la UBA sino de la maestría que ellos mismos crearon junto con la Universidad San Andrés. Hace unas semanas, en el suplemento Zona de Clarín, fueron publicados “algunos de los mejores trabajos” de esa maestría en periodismo. Una de ellas tomaba como fuente un mail anónimo que indicaba que los sueldos del programa 6, 7, 8, del que formo parte, eran de entre 90 y 40 mil pesos. Orlando Barone y yo cobrábamos 40 mil pesos, según ese correo sin firma que circuló por Internet. No sé si me molestó más la mentira, o que supusieran que yo aceptaría un sueldo tanto más bajo que el de mis compañeros. Una buena pieza de carne podrida, amplificada por Clarín, La Nación, Perfil y Crítica, todos con intereses extraperiodísticos.

Aunque el silencio es más elegante que el griterío, a veces uno cuando calla parece que otorga. Pero además esa información falsa en la que se basaron muchas notas reafirma un mecanismo discursivo que es más grave que la falsedad de la especie: en todo caso, la falsedad de la información estaba dirigida a desprestigiar opiniones que son estricta minoría en el universo mediático. Si los pobres van a los actos por la coca y el chori, nosotros vamos al canal por el cheque. Ni unos ni otros tienen convicciones, leales saberes y entenderes, conciencia.

La ley de medios está suspendida por una jueza mendocina, Pura de Arrabal, que fue la misma que falló a favor del grupo Vila Manzano y en contra de Canal 7. Los jueces de la Corte Suprema dicen que “el problema es político, no lo podemos resolver los jueces” (Zaffaroni), y que “los jueces no deben gobernar” (Lorenzetti). Pero hay jueces que fallan imbuidos de las mismas sospechas que la oposición. La oposición puede exponerse a actuar guiada por la sospecha, de hecho es uno de sus recursos más frecuentados. Pero que lo hagan los jueces es institucionalmente más grave.

Hay periodistas que han llegado a reclamar la censura a 6, 7, 8, con el argumento de que Canal 7 “es de todos”. La televisión pública debe garantizar prioritariamente la pluralidad de opiniones. Invito a cualquier argentino a recorrer la televisión de aire y a revisar cuántos programas incorporan el punto de vista del Gobierno, sobre todo en lo que hace a su modelo económico y social, en su análisis. No hay ninguno. El pensamiento único en materia de comunicación es el del monopolio. En los medios, hoy no se puede ser opositor a la oposición. Así le fue a Luis Novaresio, a quien Mariano Grondona echó de su programa después de haber hecho preguntas molestas a una diputada de la Coalición Cívica con respecto a la ley de ADN. Curioso: ningún medio habló de censura.

No la imaginamos, la vimos y la escuchamos a Carrió en el Senado, invitada especialmente por los honorables nuevos senadores. Esta mujer sin estribos dijo allí mismo que haría una denuncia penal “por estafa y quiebre del orden institucional” a la Presidenta y a Mercedes Marcó del Pont. No la aplaudieron, pero tenían ganas. Dijo que iría a la OEA a pedir apoyo. Ellos asentían. Gracias al sector de centroizquierda que sigue ciego a la operación golpista, Carrió tiene cancha ahora para desparramar sus paranoias. La loca de la casa siempre ha sido funcional a los señores.

Y hoy veo que los medios monopólicos, de manera idéntica a la oposición, incluido ese sector de centroizquierda, vuelven a calificar de “exagerada” la denuncia destituyente. Dirían lo mismo incluso si pudieran lograrlo. Dirían que “exageran”. La oposición puede decir que llueve de abajo para arriba: los periodistas monopólicos dan entidad a todas sus pavadas.

Hoy está muy claro que la defensa del Gobierno es la defensa de un modelo, que podría liderar hoy una fuerza política y alguna otra en el futuro. Pero habrá que pensar en hacerlo sin algunos aliados que parecían naturales y que demuestran que no lo son. Ellos seguirán marchando hacia sus condiciones prerrevolucionarias, que como no molestan mucho pueden incluso ventilar en TN.

Hoy hay una pelea concreta entre un modelo de Estado de bienestar y un modelo de Estado neoliberal, con todos los matices que uno le quiera agregar. Pero lo que se juega hoy es eso, no la inmortalidad de los ángeles ni el color de la cara de Dios. Es una pelea antigua, que comenzó a darse en la posguerra. Una pelea entre dos formas de capitalismo. Suena a poco, pero así de derechizado está el mundo. No es ninguna novedad que en Brasil a Lula lo acusan de “derechista” y en Estados Unidos a Obama lo acusan de “izquierdista”.

Cuando Patricia Bullrich dice que el Gobierno tiene que ir a decirles “qué cosas del presupuesto va a suspender para pagar la deuda”, ningún insert de Grecia o España ayuda a contextualizar el monstruo que asoma de su paladar. Dicen todos cualquier cosa a toda hora. Hacen recordar a otros personajes que no sólo cuentan con el apoyo de los medios, sino que son sus dueños: Roberto Micheletti en Honduras o Silvio Berlusconi en Italia.

No es una pizca de exagerado hablar de operaciones destituyentes. Las hay, las conocen, las ventilan, las analizan, las promueven o son cómplices por omisión. No lo blanquean porque son golpistas u oportunistas. Y si no hay ni habrá destitución, no es porque la oposición defienda la institucionalidad ni la Constitución, sino porque la gente no come vidrio, y porque en este país ya hemos sufrido demasiado. (Página|12, 07/03/10)


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Chile y Bolivia

Por Sandra Russo

Ya hacía unos años que a la Argentina había vuelto la democracia, y apenas un par que este diario existía. Me tocó en suerte una cobertura inolvidable: ir a Chile a cubrir las elecciones con las que Augusto Pinochet se despedía. No se despedía del todo, porque había hecho una Constitución a su medida y quedaba como senador vitalicio. Pero aquel Chile fue una fiesta. En el acto de cierre de la Concertación, en el que hablaba Patricio Aylwin, quien sería el presidente electo, miles y miles de personas se apiñaban haciendo flamear sus banderas. Esas y otras banderas habían estado guardadas durante los años de dictadura. Chile, esas dos sílabas, ese nombre comprimido y rítmico, significaba entonces muchas cosas. Sobre todo significaba todavía Salvador Allende, significaba el Estadio Nacional, en consecuencia significaba Víctor Jara. Chile era llorar por los ausentes, y se lloraba de pena y de alegría al mismo tiempo esos días.

Las democracias latinoamericanas fueron llegando como pudieron. Fueron oportunidades arrancadas al enorme y monstruoso ballet de una generación más de militares que se aceptaron a sí mismos como el brazo armado de un orden de cosas que quisieron instaurar como el orden natural de las cosas. En cada país hubo pequeños grupos de civiles que buscaron y obtuvieron su propia representación en las fuerzas armadas. Tenemos esa clase de burguesías. Bananeras. La chilena, aunque camuflada en la circunspección idiosincrática y el recato religioso, fue tan bananera como la que más. Por bananera entiendo haber rifado sin titubeos una de las democracias más sólidas del continente para sacarse de encima, con estado de sitio, asesinatos y encarcelamiento de opositores, a un gobierno legítimo que estaba orientado hacia los débiles.

Ese sigue siendo nuestro problema en la región. Cómo pueden sostenerse los gobiernos que no se inclinen en el gesto de aceptación acrítica a lo que les exijan los países más poderosos.

Chile en aquel tiempo también significaba Ariel Dorfman y Armand Mattelart, y su Para leer al Pato Donald. Aquellas generaciones de latinoamericanos estaban descubriendo algunos mecanismos de colonización mental, algunos ardides a través de los cuales nuestros pueblos seguían viendo bello al rubio y feo al negro, confiable al blanco y ladino al indio. La aparatología cultural, puro artificio de comunicación de masas, no tenía todavía oponente. No había Ciencias de la Comunicación ni teorías que nos explicaran por qué y cómo la gente votaba contra sí misma, en una ensoñación programada para vulnerar hasta lo indecible a las mayorías.

Teníamos bases de ciudadanía extremadamente acotadas y selectivas. Se daba por bueno lo extranjero y malo lo nacional, como en esa propaganda de la silla que describió hace poco la Presidenta y que muchos hemos vuelto a ver con ojos azorados. Un hombre que se sienta en una silla hecha en la Argentina, y se cae porque la silla está mal hecha, no resiste su peso. Se exhibían entonces muchas otras sillas importadas, en las que cualquiera podía sentarse con confianza.

Lo ingenuo, lo falaz, lo antipatriótico y lo antipolítico de esa propaganda hoy la haría imposible. Sobre todo porque nos hemos sentado en infinidad de sillas importadas que se cayeron, y porque hasta el más desentendido entenderá al menos como un problema la desocupación de los trabajadores que hacen sillas y la quiebra de las fábricas de sillas. Pero en aquella época, en aquella edad del pavo mental que vivimos como continente y que terminó con los peores crímenes que puedan imaginarse, los ciudadanos eran niños leyendo al Pato Donald. Con fuerzas armadas instruyéndose en la Escuela de las Américas. Con burguesías y oligarquías aliadas en la saña que siempre pretendió ser moral o ideológica y siempre mintió, porque era económica. Algunos pocos generaron o preservaron negocios gracias a convencer a muchos de que había un estado de cosas que era el orden natural de las cosas.

Nunca nada tuvo por qué ser como fue. Lo que pasó fue la historia, con sus móviles, sus protagonistas, sus responsables, sus ganadores, sus firmantes. Tanto dolor, tanta muerte, tanto exilio, anidó en la parte más soez de miles de personas que, con el cuello apenas un poco afuera del agua, quieren hundirle la cabeza al de al lado. Hace unos días un hombre más bien pobre, que criticaba furiosamente al gobierno argentino, gritaba que él se había esforzado por pagar su jubilación y que ahora resulta que más de dos millones de vagos que no aportaron gozarán de su mismo beneficio. Eso es lo que han hecho con la idea del Estado: subvertirla tanto, que ya esa gente no entiende por Estado algo en común, sino la amenaza del reparto. No hay ningún pensamiento más funcional a esos pocos que manipulan a tantos, que ése: que la equidad es una amenaza.

Estos días en los grandes medios escuché a unos cuantos comunicadores machacar con el ejemplo chileno. Se referían a que Michelle Bachelet fue a saludar personalmente al presidente electo, el empresario Piñera. Vienen dando el ejemplo chileno porque Chile ya significa otras cosas. Significa beige, no rojo. Lo rojo se apiña en Bolivia, que ninguno de ellos da nunca como ejemplo de nada, a pesar de que es el país de la región cuya economía creció más el último año, y cuyos logros sociales van mucho más allá de lo aceptable para el statu quo. En Bolivia la democracia cura, educa y alimenta. En Bolivia el presidente Morales habla de la “revolución democrática” porque hay que sincerarse: que coman, se curen y se eduquen todos es lo revolucionario en estos países exóticos sólo si se los mira con el ojo del amo. La equidad, es necesario repetirlo, está siendo vestida de amenaza. Ese también es el ojo del amo.

Lamenté profundamente el triunfo de Piñera, lamenté ese retroceso, esa berlusconiada. Lamenté por anticipado lo que pasará y lamenté también tener que sepultar aquel recuerdo, el de Chile explotando de alegría con el fin de la dictadura. Porque la democracia, pensábamos todos entonces, no era solamente el llamado a elecciones sino la posibilidad de recrear las redes de solidaridad y de equidad que la dictadura había roto. La democracia, creíamos entonces, como había expresado aquí el entonces presidente Raúl Alfonsín, era una herramienta para dar de comer, para curar, para educar. Pues bien: eso lo ha hecho Bolivia y no Chile. No lo ha hecho hasta ahora, y con Piñera menos. Los ejemplos no son inocentes. (Página|12, 23/01/10)


La mujer peronista

Por Sandra Russo

Recibí por correo electrónico una “carta de una ciudadana a CFK”, que alguien que no conozco me mandó, supongo que para esclarecerme. La carta está completamente exenta de cualquier argumento interesante o sostenible más allá de un rechazo visceral, pero está sostenida en un aparente “de mujer a mujer”. Y es así, “de mujer a mujer”, que en estos días aflora la más descarnada misoginia.

La carta en cuestión es apenas un ingrediente más en este festival de conchudez (perdón por el término, pero es el más preciso que se me ocurre). No es el eje, no es el centro ni el núcleo de este conflicto, pero sí es un rasgo importante el hecho de que en el amplio espectro opositor sean mujeres las que se “descarguen” contra la Presidenta con diversos argumentos y en diferentes tonos, con diversos grados de inteligencia y propiedad. Hay algo en la feminidad de la Presidenta que irrita sobremanera a otras mujeres, mucho más que a los hombres.

En esta carta, la ciudadana en cuestión afirmaba que “Señora: estamos en el año 2008, hace casi una década que hemos comenzado el nuevo milenio, ya ninguna mujer occidental, profesional y dirigente se siente discriminada por ser mujer”. Qué loco, pienso, si todavía ni siquiera se ha rozado la primera y básica reivindicación de género, que es a igual trabajo, igual salario. Las mujeres seguimos ganando menos dinero por el mismo trabajo que hace un hombre. ¿Que “ninguna” mujer “occidental, profesional o dirigente” se siente ya discriminada por su género? Primero, eso no es cierto. Y segundo, la mayoría de las mujeres argentinas serán occidentales por la fuerza, pero no son ni profesionales ni dirigentes. ¿Y ellas? Que se queden allí, en la invisibilidad, y que no jodan.

No voy a transcribir párrafos de esa carta porque finalmente es solamente una carta de una mujer con nombre y apellido, difundida por otras mujeres con nombre y apellido que se sienten identificadas con su contenido. Pero sí me gustaría subrayar que esta operación de odio y resentimiento repta como una serpiente en los interiores de muchas mujeres que no discuten ideología ni política: discuten género. Esto es lo inconcebible. Porque es una patraña. El género, naturalmente, es el caramelito que les ofrece a esas mujeres el pensamiento conservador y patriarcal para roer la realidad desde sus más bajos instintos.

Hemos trabajado y defendido la perspectiva de género desde hace muchos años, pero estos días renuevan el interés en este extraño fenómeno de mujeres que detestan a la Presidenta porque está en un lugar que les parece inmerecido e inapropiado. En la carta, la airada ciudadana hasta le niega a la Presidenta el derecho de reivindicarse como la primera mujer en ser electa para ese cargo. La homologa con Isabel (bueno, Carrió también lo hace cuando la dejan: compara a Cristina con Isabel, por un lado; y se abandona a toda su capacidad de resentimiento, por el otro). Y con Evita. “No nos engaña… es un viejo símbolo del peronismo ortodoxo ‘la mujer peronista’ al lado de su pueblo y de su hombre, que le posibilita la vanidad del poder.”

¿Qué hay con esa mujer peronista al lado de su pueblo y de su hombre? ¿Qué hay con haber llegado al lugar con el que se soñó? ¿Qué hay con ejercer el poder, qué problema intrínseco, profundo y necio hay con ejercer el poder, que a una mujer sólo le está permitido acercarse a él a través de “la vanidad”?

Las mujeres hemos peleado mucho por alcanzar lugares que están fuera del control de nuestros hombres. Es más: hemos peleado también por tener un nombre propio que nos designe y por ser quienes somos más allá del hombre que tengamos al lado. Pero hemos de concluir, al menos provisoriamente, que en nuestras peleas de género no hemos dimensionado en toda su espantosa y falsa naturaleza esa mirada turbia, envidiosa y capaz de todo que sale disparada de ojos con rimel y corazones de hielo. (Página|12)


La mejor parte del amor

Por Sandra Russo

Seguramente los apropiadores de niños sienten amor por ellos, o al menos eso deben creer. Quién sabe qué siente alguien que oculta una verdad atroz; que obliga al ser presuntamente amado a una reciprocidad que él mismo viola. Nadie está, sin embargo, preparado para fingir toda su vida. Ese amor que los apropiadores sienten por esos bebés que hoy son hombres y mujeres de treinta y pico debe haber tenido fallas, grietas, lapsus, desbordes inevitables de la verdad. Un hijo apropiado debe saber, en alguna parte sí, alguna forma de la verdad. Seguramente huele el tufo de ese amor, su hedor, el rastro de un crimen. Hay cuatrocientas personas todavía viviendo esas tensiones soterradas.

Hay mecanismos psíquicos y sociales que permanentemente bloquean el amor y lo reemplazan por sus simulacros. Estamos todos tan confundidos con el amor, que aceptamos sus sustitutos, sus malas copias. Los apropiadores de niños les han dicho a lo sumo a esas personas que son hijos adoptivos, bebés que ellos sí aman, en reemplazo de madres que los abandonaron. Desde el punto de vista de ese tipo de víctima, el hijo abandonado, ser hijo de un desaparecido es una enorme descarga de angustia. Es constatar que no hubo abandono. No son hijos biológicos de una madre que eligió seguir su vida sin ellos, sino que fueron bebés arrebatados de las manos de sus madres. Sus madres no siguieron sus vidas, no formaron otras familias, no tuvieron otros hijos. Fueron asesinadas.

Lo innombrable del abandono es el desamor. Cualquiera que haya sido abandonado en una circunstancia amorosa sabe que lo anímicamente intragable del abandono es el desamor. Una de las razones que siempre esgrimieron las Abuelas como motores de su búsqueda es hacerles saber a sus nietos que fueron bebés muy deseados y amados por sus padres y sus familias. Quieren hacerles saber algo que puede curarles un trauma y sanarles la vida.

Cuando esos bebés llegaron a la adolescencia, cuando pudieron hacer lo que un niño pequeño no puede, muchos hijos adoptivos fueron por sí mismos a la sede de Abuelas. Querían saber si eran hijos de desaparecidos. Buscaban su identidad, pero también buscaban, probablemente, ese consuelo terrible: no haber sido bebés abandonados, sino víctimas de crímenes políticos. Esto no tiene nada de ideológico, en principio. Se trata más bien de distintas dimensiones del amor y el desamor. Nuestras vidas penden de esas nociones. Nuestros dolores y pasiones nacen allí, a la sombra de cómo fuimos o no fuimos amados.

La idea que tenemos del amor, eso que reconocemos en los otros y en nosotros mismos como amor, no puede germinar en la mentira, sólo en la libertad. Nadie puede obligarnos a amar. No podemos tampoco obligarnos a nosotros mismos a hacerlo. Es un sentimiento que está fuera de nuestro control, que aparece y también desaparece, pero que suponemos sólo posible entre criaturas libres. Cuando la mentira atraviesa la circunstancia amorosa, no hay amor. Hay manipulación.

La manipulación en el amor, sin embargo, no es cosa extraña. El mercado Vero Peso, en la desembocadura del Amazonas, es enorme y extraordinario. Hay interminables filas de puestos que venden los mangos más grandes del mundo, pescados de diseños exóticos, instrumentos musicales de madera maciza. Allí hay un sector de hechiceras que vende frasquitos de esencias y aceites para curar la salud y para recuperar o afirmar el amor. Esas mujeres de etnias amazónicas la agarran a una de la pollera cuando pasa, le ofrecen felicidad. Un embrujo no es otra cosa que manipulación. O simulación.

Traje de allí un pequeño volante que no es indígena, es afro. “Mae Triana Cartomante Exotérica” se llama la mujer vidente. Promete traer a la persona amada rápido, “amarrada a tus pies”. El amarre es un tópico de la hechicería. Hay brujas urbanas en todo el mundo especializadas en amarres. Los amarres pretenden reemplazar al amor por fascinación. Ese es un truco posmoderno. Una prestidigitación tecnológica que hace llamar amistad a lo que pasa en Facebook. Es un atajo virtual para el atajo que siempre en todas las culturas se buscó: tomar por amor un sentimiento sintético que no se regocija en el bienestar del ser amado, sino en la propia necesidad de conexión.

A fin de año la palabra “amor” se multiplica. Son palabras. Las palabras tienen la particularidad de ser nada menos y nada más que palabras. Pueden ser decisivas o intrascendentes, pueden estar llenas o vacías.

Venimos terminando un año en el que las palabras fueron aligeradas, violentadas, subvertidas por el establishment. Se llegó a tal extremo que tuvimos que escuchar, como una reivindicación política de la mentira, que los hijos de Ernestina Herrera de Noble son nuestros hijos. Llama muy poco la atención que la lucha de las Abuelas sea cuestionada desde sectores golpistas que participan del juego democrático justo cuando esa lucha roza a una mujer muy poderosa. Cuando roza al poder. Eso pasa no inadvertido, sino no dicho.

Este año se puso en jaque a los derechos humanos. La primera en hacerlo fue Susana Giménez, entretenedora exquisita para la videopolítica. “Esa estupidez de los derechos humanos”, dijo aunque quedó sonando la otra parte de la frase, “el que mata tiene que morir”. Después se cuestionó a las Madres y a las Abuelas por la ley de ADN y se alzó nuevamente la frase hecha de que “los derechos humanos son sólo para los delincuentes”, y no para las víctimas de “la inseguridad”. Las coberturas políticas y policiales se entremezclaron. Abel Posse tuvo que renunciar, pero pasamos por el trance de tener unos días un ministro de Educación porteño que volvió a reivindicar el terrorismo de Estado. El huevo de la serpiente se instala en muchos nidos.

Nuestra veta fascista tiene sus dirigentes, pero tiene también muchos voceros en las calles, hombres o mujeres comunes y corrientes que de pronto se entreveran en conversaciones en las que piden matar a unos cuantos. La muerte es una de nuestras tradiciones. Una pulsión argentina que se regodea en soluciones finales. Matarlos a todos es una ilusión degenerada.

Hubo una época bastante reciente en la que los mataron. A todos los que pudieron. Hubo uno o dos años, durante y después del Juicio a las Juntas, en los que el horror sacudía las almas. Habían hecho cosas como tirar a la gente viva de los aviones o como asesinarla y robarse a sus hijos. Eso no es de izquierda ni de derecha. A veces uno se pregunta, en este país jodido, si acaso es de izquierda o peronista haberse quedado atravesado por la decisión de “nunca más”. Este año, uno ha tenido la sensación de que si apareciera un liderazgo bestial, tendría sus bases en esa gente que tiene mucho y no quiere perderlo, o en los que tienen muy poco, quizá un freezer y un auto, o una casa propia y un plazo fijo en el banco, y sin embargo arengan la muerte de los que tienen menos que ellos.

Si se me permite, quisiera dedicar esta columna de fin de año a las Madres y a las Abuelas, por muchas razones. Pero entre ellas, la más firme y convencida es el agradecimiento por haber tramitado su dolor con lucha, y no con venganza. Por haber pedido siempre justicia, y haberse avenido a la mala, la poca, la lenta justicia que obtuvieron. Por haber estado dispuestas siempre a ofrecer a sus victimarios las garantías que sus hijos y sus nietos no tuvieron. Porque a pesar de sus diferencias y de sus líneas internas, siempre todas se pararon allí, en ese escalón que separa la civilización de la barbarie. Y porque en este país que aún conserva su horrible pulsión hacia la muerte, ellas la saltaron, se sobrepusieron, la reciclaron, la gestionaron hacia la vida. Porque son parte de lo mejor que somos, y somos peores si lo olvidamos. (Página|12, 26/12/09)


La hilacha del macrismo

Por Sandra Russo

Hay algo pasmoso en la manera en la que los funcionarios del gobierno porteño están reaccionando ante los frentes gruesos de tormenta política. Se trata de la primera vez que el macrismo debe salir a remontar flagrantes errores propios, y lo hace dejando al descubierto una extraña actitud de megalomanía, cerrándose cada vez más la posibilidad de remontar decorosamente el escándalo. Es difícil imaginar cómo intentarán volver al camino de la verdad cuando las pruebas se les caigan encima, aunque de hecho ya las tienen sobre sus hombros. Incluso aceptando la delirante versión del infiltrado, el Fino Palacios pasa del mejor policía del mundo a un gil que estuvo siendo manipulado desde el principio. No hay lugar por el que cierre.

Si en los antecedentes de Palacios no figurara un libro que reivindica el terrorismo de Estado en los ’70, tal vez a uno podría sonarle en falso el montaje de una centralita de Inteligencia ilegal dentro del gobierno porteño. Pero a quien reivindica masacres y prácticas aberrantes no le combina mal pincharle los teléfonos a un opositor político. Vamos de mayor a menor. Dónde, en los antecedentes de Palacios, hay algo que haga dudar sobre su ideología. No es que Macri no lo sepa. Lo eligió porque Palacios es así.

Y eso es lo que no puede explicar el gobierno porteño, tan insistente en lo pro que es tirar los papeles en los cestos. No es que esté bueno tirarlos en la calle, pero si mientras tanto hay grupos de tareas que levantan a patadas a los indigentes en la madrugada, o si hay policías metropolitanos haciendo inteligencia desde el Ministerio de Justicia porteño, tirar los papelitos al cesto se vuelve una estupidez. Una tilinguería de barrio privado, y no es otra cosa lo que el macrismo aspira a hacer de la ciudad.

En el pasaje del empresariado a la política que hicieron buena parte de los principales dirigentes del PRO hubo un bache de contenidos que está saltando a la vista. Es como si esa desnudez lo exhibiera a Macri como presidente de un directorio, y no como un político. Hay algo desajustado en esta escena. Macri parece ubicarse incluso más arriba que la Justicia. Lo hizo cuando defendía a Palacios. “Para mí no”, respondía cuando se le planteaba el procesamiento del Fino en la causa AMIA. Que la Policía Metropolitana haya comprado los uniformes de sus futuros integrantes a la fábrica de Kanoore Edul fue otro signo extraño. No había ninguna necesidad de irritar más. Quizá deban leerse esos hechos, como síntomas de un liderazgo que nunca llegó a ser político.

A estos empresarios sus asesores les hacen spots que los ayudan bastante a ganar las elecciones. Les facilitan discursos de autoayuda para proponer cosas de consenso obvio, y hasta puede que entre ellos se reconforten en retiros espirituales. Pero la política no tiene nada que ver con eso. Y es eso lo que le estalla al macrismo.

El ministro Piccardo vio varios testimonios de víctimas de la UCEP. Lo hizo en televisión. Estaba la mujer embarazada a la que la patota manoseó en Pasco al 1300 a principios de octubre. La mujer gritaba que estaba embarazada, les mostraba su ecografía, pero la agredieron igual. La ecografía quedó tirada en el piso. La mujer lloraba en cámara. La reacción de Piccardo fue impactante, protopolítica. Cualquiera al ver y escuchar ese testimonio se escandalizaría, o propondría investigar a fondo, o se avendría a revisar lo mal tomada que estuvo la decisión de considerar a los indigentes con la misma entidad que los carteles ilegales. Es por eso que Piccardo es el ministro que debe deshacerse de los indigentes. Porque el macrismo no ve en esos pobres más que trastos que deben ser desechados. Esa es la piedad del macrismo. También, al ser públicos, esos testimonios están a disposición del cardenal Bergoglio. Sería oportuno que la Iglesia se pronuncie al respecto, ya que viene ocupándose de la pobreza. Son pobres entre los pobres los que duermen a la intemperie en Buenos Aires. Son pobres amenazados, golpeados y vejados.

Tanto para eludir las responsabilidades que tienen él o sus funcionarios en las escuchas como para enfrentar el escándalo de sus patotas nocturnas, Macri está mostrando la hilacha de un traje que le queda grande. (Página|12)


Hebe y Moria

Por Sandra Russo

Escribí hace poco tiempo que Moria Casán ya dejó de camuflar bajo sus mentadas transgresiones para exhibirse como una mujer de derecha. No descubrí la pólvora, ella lo dice públicamente. Pero la gente de la televisión tiene un fantasma tremendo: dejar de estar en televisión. Uno de los recursos para mantener “vigencia” es hacer escandaletes, para que Jorge Rial o similares les den pantalla. Estos días, Moria Casán protagonizó una de las escenas más obscenas que se han visto, fingiendo –encima espantosamente– un orgasmo después de basurear y humillar a Hebe de Bonafini, cuya fotografía habla en el programa de Pettinato.

Quedará eso de Moria Casán: una vedette entrada en años y en lucha abierta y feroz contra su propia vejez, escupiendo a una mujer que pasará a la historia, como todas las Madres y Abuelas. Pasarán años, siglos, y si este planeta sigue en su órbita nuevos argentinitos aprenderán en la escuela que hubo una vez un gobierno surgido de un golpe de Estado, que secuestró y asesinó a una generación de opositores políticos. Los niños verán luego, quién sabe en qué tipo de pantalla, imágenes de mujeres con el pañuelo blanco en la cabeza. Y sabrán que hubo unos años en los que todo este país, incluidos los grandes diarios y las radios, siguió viviendo como si en la otra cuadra nunca hubiera habido una frenada y disparos, como si el compañero de la oficina o la profesora de música o el almacenero o el abogado o el estudiante que todo el mundo conoció nunca hubiesen desaparecido. Leerán en sus libros de texto, los nuevos argentinitos, que cuando todas las puertas se habían cerrado, incluso las de muchos amigos, esas mujeres fueros las primeras que gritaron. Y que nunca pidieron venganza, y que decían la verdad cuando pedían justicia, porque era eso lo que pedían: que se juzgara a quienes habían matado a sus hijos y nunca lo confesaron. Nunca. Porque los niños deberán entender que un desaparecido, y fueron 30 mil, es entre otras cosas un muerto que nunca se deja de llorar.

Las Madres y las Abuelas han sido lo mejor de nosotros, en el único conjunto posible en la Argentina. Un nosotros que no admita que ellas son el símbolo de lo mejor que tenemos, que es su dolor, su lucha y su reclamo de justicia, el gesto más civilizado, más elaborado de todos los que nos ofrece nuestra historia reciente, plagada de violencia y desprecio por la vida.

De Moria Casán se perderán las fotos y las películas. Poco a poco el tiempo irá enterrando la imagen y el recuerdo de una mujer que tuvo una playa en Mar del Plata donde otras mujeres tomaban sol en tetas. (Página|12)


La madre y la mujer publicitarias

Por Sandra Russo

Somos peligrosos bichos de consumo, aunque ese desvío de la especie está tan sólidamente cristalizado en nuestras percepciones, que cargamos con nuestros tics de consumidores con la misma resignación con la que se carga la estatura o la neurosis. Y la cuestión más jodida no es que estemos empujados todo el tiempo a comprar algo, sino la puesta en sentido de valores publicitarios dentro de nuestra subjetividad.

Pasan cosas raras entre la ficción y la realidad. Es más, cada uno tiene su propia idea de lo que es ficción y lo que es realidad. Y a eso debe sumársele que vivimos rodeados de una realidad superpuesta a otra (la realidad mediática sobre la vida real), que desenfoca permanentemente nuestras percepciones e ideas para reenfocarlas hacia donde ella las orienta. La realidad mediática, por otra parte, está compuesta por capas que por ejemplo, en la actualidad, hacen que dentro de todas las ficciones televisivas diarias se haya incorporado la publicidad no tradicional, de modo que personajes de ficción consumen papas fritas de verdad o se toman un analgésico de venta libre.

Los deseos son reales, forman parte de nuestras vidas reales, igual que las frustraciones y los miedos. Pero incluso ese entramado de sustancia nuestra, de sustancia esencial, eso que somos antes que mujeres u hombres, antes que altos o bajos o lindos o feos, adquiere formas ficcionales proporcionadas por la realidad mediática. De acuerdo con esa imaginería colectiva impulsada por los medios, por ejemplo, las mujeres deseamos ir a un spa. Se da por hecho. ¿Qué mujer no desearía parar por un día su actividad diaria, para ser masajeada, encremada, hormada en un sauna o enfangada con barro egipcio para salir de allí con un piel de treinta si tiene cincuenta, y de diez si tiene treinta? Pues bien: hay un marketing del bienestar que no tiene en cuenta a la gente fóbica, porque ése debe ser mi caso. Ni loca pasaría un día en un spa, con extrañas hablándome de sus secretos cosmetológicos mientras me refriegan barro por el cuerpo como si fueran enfermeras de nursery y yo un bebé manipulable y sin duda deseoso de ser alzado a upa.

Otro borde curioso entre ficción y realidad se da en la imagen de madres que promueve la publicidad. Para empezar, las madres de la publicidad son en general mujeres en la instancia de usar productos de limpieza y/o de una canasta familiar ampliada con una lista infinita de variedades de postrecitos, flancitos, yogures, leches fortificadas o gelatinas. Las mujeres aparecen casi exclusivamente en las publicidades de cremas antiarrugas, champúes o ropa y perfumería. No son la misma la madre y la mujer. La madre publicitaria es modosita, sonriente y católica. La mujer siempre que puede tiende a ser fatal.

La madre publicitaria ama que las medias de sus hijos estén blancas. Alcanza con eso. Las medias blancas, eternamente grises o negras en los hijos reales que criamos. Las poníamos con la ropa blanca en el lavarropas, quizá las refregábamos, quizá hasta llegamos a usar algo especial para blanquearlas. En mi caso, naturalmente, fue lavandina, y así quedaron de agujereadas. En la vida real, muchas mujeres no manejamos como Dios manda una casa, si el parámetro es el comportamiento ficcional de la madre publicitaria. Y las mujeres reales entramos en contradicción con eso. En algún lugar pesa no haber hecho a mano ningún disfraz en la vida escolar de nuestros hijos, o no haber sido esa madre encantadora de la publicidad del postrecito, que el centavo que ahorró durante un año comprando una marca más barata lo usó para comprarle al niño un sacapuntas. ¡Qué mejor ejemplo sobre la administración del dinero que ese centavo que se convirtió gracias a la tenacidad en un vistoso sacapuntas! Bueno, ése es uno de los ejemplos que no hemos dado.

La mujer publicitaria de las cremas, por su parte, es proactiva con su aspecto personal, y tiene la paciencia de hacer el tratamiento completo: por la noche demaquillante y nutrición, por la mañana, hidratación. La mujer publicitaria más arrolladora, la de belleza y determinación más importantes, hace el tratamiento completo pero con diferentes cremas, ya que hay una variedad de cada paso para los pómulos, otra para el contorno de ojos y una tercera para el contorno de la boca. En la vida real, somos muchas las que nos acordamos de la crema de limpieza cuando vamos por el tercer mate del día siguiente.

La mujer publicitaria sabe caminar con tacos altos, sabe hacerse compresas en los ojos y renovarse en quince minutos, y sobre todo sabe lo que quiere: ¡nada más que un producto! Las mujeres en la vida real muchas veces no sabemos lo que queremos, pero estamos seguras de que ese enigma no es de marca, ni siquiera de primera línea. (Página/12)


El pájaro negro

Por Sandra Russo

De un tiempo a esta parte, Elisa Carrió logró ser considerada inimputable por mucha gente, que encuentra sus vaticinios y sus diagnósticos tan arrebatados y delirantes que considera que no vale la pena ponerse a contestarle. Después de todo, es la líder de una de las principales fuerzas de oposición, e incluso cierto pudor democrático obliga a quienes vertimos opiniones a pulir los adjetivos, para evitar la épica del rechazo. Sin embargo, creo que la tensión creciente de estos días exige algunas responsabilidades en todos, y creo que hay límites que se han cruzado. Límites que tienen que ver con todo lo sufrido, con todo lo perdido colectivamente.

Hubo experiencias históricas deleznables encabezadas por gente cuya salud mental o su estabilidad emocional no estaba clara. Pero aquí no viene a cuento ni la salud mental ni la estabilidad emocional de Carrió, sino su irresponsabilidad política. La semana pasada hubo en el Congreso un acto de repudio a Carrió, protagonizado por paraguayos residentes en la Argentina, por haber negado, ella, que durante la larga dictadura de Alfredo Stroessner hubo persecución, tortura y asesinatos de opositores. En un proyecto de declaración, se habló de “negacionismo”, incluyendo en la figura la negación del Holocausto que hizo el obispo Williamson. ¿Por qué negar el asesinato de judíos en el régimen nazi es más grave que negar el asesinato de opositores en la dictadura de Stroessner?

El 24 de enero, en la revista Noticias, Carrió, en una de esas comparaciones forzadas que intenta dibujar para repartirlas entre la hinchada gustosa de repetir lo que no entiende y aquello de lo que no sabe nada, asimiló a Néstor Kirchner con Stroessner.

–Usted compara a Kirchner con el dictador paraguayo Alfredo Stroessner. ¿Esa comparación no es violenta y exagerada? –le preguntó el periodista.

–No. Respondo a una técnica política objetiva –respondió ella.

–En la dictadura de Stroessner hubo desaparecidos y violencia política, Carrió –le sugirió el periodista.

–No. No mandó a matar a opositores. Controlaba el aparato político con los liberales, los medios de comunicación, la policía, el contrabando y la aduana. Yo vivía a 300 kilómetros del Paraguay. La libertad de prensa estaba limitada. Gobernaban manejando el narcotráfico y dinero ilegal de autos. Esto es muy parecido al Paraguay de Stroessner. Es una semidictadura –finalizó la líder de la Coalición Cívica.

En el Congreso, la semana pasada, Martín Almada, dirigente de derechos humanos paraguayos, declaró como “infames” los dichos de Carrió. Según la Comisión de la Verdad y la Justicia del Paraguay, entre 1954 y 1989 hubo en ese país 423 opositores asesinados, 336 desaparecidos y 59 fusilamientos extrajudiciales. ¿Por qué hay que callarse estas desmesuras? ¿Por qué dispensar a esta mujer de tantos disparates, multiplicados por radio y televisión como si no fueran lo que son, deformaciones, sino opiniones basadas en la razón y el pensamiento?

Cada tanto vuelve con la idea de que los Kirchner “terminarán como Chauchescu”, el dictador rumano que fue ejecutado junto a su esposa por hordas enfurecidas. Y no se trata de una asociación casual ni temeraria, tratándose de esa mujer que llevó durante años una cruz colgada del cuello, intentando ser la esposa de Dios (¡de quién menos!), y ahora enarbola para sus acólitos sus banderas de veneno y desprecio absoluto por la verdad.

Sin un ápice de racionalidad política, Carrió se dedica, en la actual escena política argentina, a ser la más crispada y ensordecida por sus propias voces interiores. En el comunicado conjunto que presentaron ayer la Coalición Cívica y la UCR sobre la decisión de coparticipar las retenciones a la soja, Carrió y Gerardo Morales afirmaron que “es otra declaración de guerra al campo. Y en esta guerra el Gobierno quiere sumar a su ejército a gobernadores e intendentes”.

Acá no hay ninguna guerra, ni ningún ejército, ni debe haberlo. Lo que hay es un increíble consentimiento opositor para poner en el vocabulario colectivo palabras inspiradas en la muerte y una sensación general e inexplicable de seguir dándole crédito público a una figura política autoabortada, como es Carrió. No puede seguir diciendo cualquier cosa, cuando todo lo que se le ocurre huele al deseo tanático de hacer flamear su bandera personal sobre un caos con el que colabora proactivamente desde hace años. Y Morales... no debería apelar a esas palabras el presidente de un partido que abandonó anticipadamente el gobierno hace unos pocos años, con un saldo de más de treinta compatriotas muertos. (Página/12)


La representación

Por Sandra Russo

Creo que esta convocatoria fracasó porque se inscribe en una dimensión muy diferente de la que recordamos alrededor, por ejemplo, de la del falso ingeniero Blumberg. En aquélla, recuerdo perfectamente, hubo muchísimas pancartas de gente pobre que también y sobre todo padece la inseguridad. Esta vez, la convocatoria fue excluyente, pese a que los grandes medios, que fueron los que la montaron, la promovieron como “contra la inseguridad”. No fue una marcha contra “la inseguridad”, ni como quisieron hacer parecer sus promotores, una marcha espontánea organizada a través de Facebook y vecinos. Fue algo organizado, promovido y manijeado a partir del desborde de algunas celebrities descerebradas, básicamente desde TN y los grandes medios, para hacer coincidir un “reclamo popular” con un debate en el Parlamento, y con un perfil netamente político opositor. La oposición y sus líderes inesperados, como el rabino Bergman, cometen una grave omisión: actúan como si el Gobierno no representara a nadie, como si realmente fuera una “dictadura”. Y no lo es, obviamente. Están tan cebados por el antikirchnerismo, que olvidan que el kirchnerismo tiene votantes, militantes, defensores y sectores que se sienten representados por el Gobierno frente a los garcas, chetos, gorilas, derechistas, fachos, bizarros de todo tipo que confluyen en la oposición. ¿Representa “al pueblo” Patricia Bullrich más que Cristina Fernández? ¿Representan “al pueblo” “nuestros amigos del campo” más que los diputados y senadores electos que conforman una mayoría? Los próximos pasos son deslegitimar a la mayoría en beneficio de una minoría que sabe mejor que los demás qué le conviene al país. La gente está preocupada por el delito, es absolutamente cierto, pero no es suicida. Estar en esa plaza, para la gente pobre, hubiese sido actuar en contra de sí misma. Esa plaza se representó a sí misma, a sus intereses, y a nadie más


Embestida

Por Sandra Russo

La palabra “embestida” contiene a una bestia. Conviene que lo sepamos. Cuando se señala o anuncia o enuncia que estamos socialmente frente a una “embestida”, se sugiere, se camufla o se declara que alguien o algo acomete bestiamente contra otra cosa. Fuera del ámbito político, en el ámbito original de la palabra, pueden ser bueyes, toros, jabalíes, animales generalmente portentosos los que “embisten” siempre “contra” algo. La “embestida” incluye “contra”. Es la bestia ciega y en manada la que baja el mentón, alza los cuernos, corre, hace temblar la meseta o la sabana y acomete.

Ayer Clarín tituló en su tapa “Inseguridad: el Gobierno embiste contra los jueces”. Y en la bajada de la nota, reforzó la idea: “El Gobierno cargó contra jueces y fiscales por la inseguridad”. Se llevan bien el sustantivo “embestida” y el verbo “cargar” conjugado en tercera persona. Todo junto hace pensar en, por ejemplo, una propaganda de Paso de los Toros, que además de aplacar la sed es propicia para imaginar en un Lejano Oeste un tembladeral provocado por la estampida de bestias.

En el medio de lo que el periodista que firmó la nota, Santiago Foritti, comenzó describiendo así: “La Casa Rosada y el Poder Judicial han comenzado a peregrinar un camino con destino incierto”, están la democracia y la independencia de poderes. La alusión, esta semana, de las cuentas pendientes que tiene el Poder Judicial para con esta sociedad, y la respuesta que dio la jueza Carmen Argibay, transparentaron precisamente esa independencia de la que carecimos durante una horrible década menemista y la que sería honesto honrar. ¿Qué es lo que sucede cuando el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial no tienen previsto un discurso único, cuando hay en escena distintas posiciones y esas posiciones se hacen públicas y no se predeterminan en privado, como pasó durante todos esos años en los que los jueces de la Corte Suprema fueron los muñecos de la torta menemista? Pues amigos, pasa esto, ¿o qué creían que iba a pasar? Pasa que el Poder Ejecutivo toma el tema de la “inseguridad” –que pondremos entre comillas, porque cada vez que se habla de ella no se habla exactamente de ella, sino de un montón de prejuicios adaptados a la muletilla reaccionaria del “así no se puede seguir más”–, y el Poder Judicial, a través de una jueza de reputación irreprochable, responde con sus propios argumentos y demandas.

¡Eureka! ¡Esto es la independencia de poderes por la que tanto hemos clamado! ¿Cuál es el “camino con destino incierto”? ¿Por qué echar sombra y falsa inquietud sobre un debate justo, necesario, urgente, del que gente de bien trata de hacerse cargo? ¿Por qué el hacerse cargo es “cargar” o “embestir”? ¿Por qué no disfrutar, sí, disfrutar de lo que ese debate puede arrojar beneficiosamente para todos?

La jueza Carmen Argibay no dijo solamente lo que los grandes medios dicen que dijo. Los grandes medios se guardaron de reproducirlo más allá de la primera declaración puntual, porque no les conviene ahondar en el concepto que vertió la ministra de la Corte Suprema. “Es responsabilidad también del periodismo, porque hay un asalto y parece que hubiera trescientos cincuenta”, dijo. ¿No hay ahí un verdadero “camino con destino incierto” en el más literal de los sentidos? ¿No hay ahí una madre del borrego?

Estamos frente a un debate sano, fecundo, interesante, sobre qué es lo que pasa que no avanzan los juicios contra los represores y sobre qué es lo que pasa que un violador queda suelto porque una fiscal se olvidó de firmar un expediente. La verdad absoluta no estará, seguramente, ni de un lado ni del otro. Le hace bien a la democracia, mucho, muchísimo bien, que el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial abonen ese debate y que crucen datos y opiniones para reencauzar las cosas y hacerlas mejor. Pero si los grandes medios no entienden qué implica la independencia de poderes y toman este debate como una “embestida” que no tiene por finalidad la claridad sino el acallamiento, ubiquemos el problema donde nace: en la manera de contar las cosas.


¿El que mata tiene que morir?

Por Sandra Russo

Con anteojos negros, visiblemente afectada por la muerte de su colaborador, sacada por el dolor, o más bien escudada en el dolor por el crimen brutal del que fue víctima Gustavo Daniel Lanzavecchia, de 32 años, en Lomas del Mirador, Susana Giménez habló. Un aviso clasificado para vender un VW Bora, que desapareció del lugar, habría sido el detonante de un asalto que terminó en asesinato. Un policía, Alejandro Alvarez Auer, aparentemente un casual interesado en el auto, fue acuchillado por tres hombres que llegaron y mataron a Lanzavecchia, cuyo cadáver apareció en la pileta de la casa. Las dos víctimas estaban amordazadas.

Susana Giménez, recién llegada de Miami, convocó a la prensa en la puerta de su casa de Barrio Parque. Sin embargo, lo que tenía para decir iba más allá de ese dolor. “El que mata tiene que morir, y basta de los derechos humanos y esas estupideces”, dijo. Y repitió tres veces: “El que mata tiene que morir”. Y también dijo: “Y basta con que son menores”. Y: “Yo soy pueblo”. Y: “Como pueblo tenemos que hacer algo. Y si no lo hace el gobierno, lo tenemos que hacer nosotros, el pueblo”, dijo. ¿Hacer qué?

El dolor de los familiares de las víctimas de los delitos comunes que tienen lugar todos los días o día por medio es entendible. Una madre, un padre, un hermano, los hemos visto y escuchado. Del falso ingeniero Blumberg en adelante o para el costado, han salido en los últimos años muchos pedidores de mano dura, pero nunca de mano tan pero tan dura como la que reclama esta platinada conductora de televisión que hace veinte años conocía a Gustavo Daniel Lanzavecchia, pero recién el año pasado se enteró de su nombre. Lo había nombrado Gustavo Damián, como dijo ella misma, ya perdida en su halo suprahumano de diva televisiva. En esa esfera olímpica, donde viven los dioses y las diosas mediáticos, a los colaboradores se los renombra y se los reinventa. Y se los evoca: “Era un ser maravilloso. Me gustaban unas pastillas de menta y él decía dejá, te las traigo de Uruguay. Era pura bondad”.

A Susana Giménez anoche le temblaba la voz, y era creíble su indignación, su desconsuelo. Pero ni la indignación ni el desconsuelo de una estrella televisiva pueden tapar el peso político de esa conferencia de prensa convocada y del núcleo de su contenido, que evidentemente no fue producto del dolor ni de la sorpresa, sino más bien de una convicción. Porque “el que mata tiene que morir” es una frase terrible, atroz, que no puede ser pasada en limpio como el desahogo de una mujer que vive entre rosas amarillas.

Susana Giménez no es tonta ni nada que se le parezca. Sencillamente es una mujer que sólo se sensibiliza ante dramas que la tocan a ella. Porque si “el que mata tuviera que morir”, en este país hubieran pasado cosas abismalmente horribles, que otros seres tan doloridos, mucho más doloridos que ella, se cuidaron de decir, de pensar, de llevar al acto. “Diabólico”, “repugnante”, fueron los adjetivos que usó Giménez para referirse al crimen, que por cierto tuvo esos ribetes. Lanzavecchia no habría podido impedir el robo del auto. Lo mataron con ese sadismo inexplicable que no puede explicarse, que supera los límites del entendimiento.

Sin embargo, algo hacía falsa escuadra en las declaraciones de Giménez, que repetía ante el nudo de micrófonos: “Durante veinte años vivió para mí”. En este país ha muerto mucha gente que no vivió para Susana Giménez ni mucho menos, y ese pedido afónico de la pena de muerte no pudo sustraerse a un narcisismo incomprensible que va mucho más allá de una conductora de televisión dolorida. Ni la fama ni el éxito ni el rating ni la popularidad son herramientas habilitadoras para decir las cosas brutales que dijo ayer Giménez, una mujer acostumbrada a que tampoco a ella se la llame por su nombre. Es común reemplazar su nombre y apellido por “la diva”. Una diva televisiva no es más que alguien que hace un programa de televisión que mira mucha gente. Eso es todo. El dolor que un crimen le despierte, el dolor por la pérdida de alguien tan querido, el dolor y la impotencia por la muerte de alguien que “vivía para ella” no son excusa para poner en escena la aberrante figura de la pena de muerte. Y muchísimo menos, la habilita a hablar de los derechos humanos como “estupideces”.

“¿De qué tienen miedo? ¿De ser impopulares?”, preguntó la conductora televisiva que construyó su imperio fingiendo no saber que los dinosaurios son fósiles. Esa es su vara. Ni se le ocurre que hay mucha gente que no quiere la pena de muerte por racionalidad y convicción.

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