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Putos y malevos

Por Sandra Russo

El Malevo Ferreyra terminó siendo un pobre infeliz sobreadaptado. Un falso titán que jugó sucio porque sus superiores se lo mandaban. Un esforzado cadete que hizo los trámites que le pedían. Matar a éste, matar a aquél. “La policía tiene que adaptarse a cualquier tipo de gobierno y somos nosotros los que tenemos que pagar las consecuencias”, dijo mientras su sobreadaptación se dirigía a Crónica TV, y estaba a punto de ofrecerse en un sacrificio sádico de dimensiones notables, toda vez que ahora hay que cuidarse de la espantosa visión del “documento histórico”, esto es: su éxtasis, agonía y muerte.

Tienen eso los malevos, y no lo tienen los putos, que son los antagonistas que les tocan. Tan infeliz fue Ferreyra, que no murió como un valiente, sino como un cholulo. La lectura de la realidad que hacía el ex policía quedó marcada por las palabras ya transcriptas. El se adaptó a lo que había que adaptarse, en la provincia que gobernaba Bussi. Y se adaptó mejor que nadie. Su fama de malevo llegó acompañada de sus primeros crímenes flagrantes. No hacía lo que había que hacer. Era un malevo. Iba más allá. No buscaba detener. Buscaba exterminar. Y a su alrededor, en esa provincia que después lo votó a Bussi, la gente hablaba del Malevo Ferreyra con admiración, como si ir más allá de un límite cualquiera fuera una virtud muy masculina. Lo estoy viendo en una foto: mira a cámara recio, como un galán de Pasión de Gavilanes. Cruza los brazos con la camisa negra arremangada en los codos. Un solo botón desabrochado. Las patillas canosas le envuelven la cara como un collar surrealista, los bigotes tupidos sugieren testosterona, las bolsas en los ojos le dan experiencia, y el sombrero Panamá lo caracteriza. Es un disfraz del malevo rural que acecha en un Lejano Oeste autóctono, en un más allá o un antes de la ley, salpicado con una pizca de falangista.

Tienen eso los malevos y no lo tienen los putos, decía al comienzo del párrafo anterior, porque los putos, en ese imaginario tosco del que nacen nuestros estereotipos, son gallinas. Mariquitas. Me acuerdo del estereotipo de puto que hacía Fabián Gianola: “Ay, salí”, podría haber sido su frase de cabecera, espantado por una avispa, una cucaracha o una mujer. Un puto es un hombre al que le falta algo. Lo que al malevo le sobra: falo. Estas interpretaciones ridículas a todas luces y evidentemente caprichosas son las que laten y concretamente latieron en las últimas décadas bajo infinidad de crímenes aberrantes. Quiero decir: una noción de hombría.

Me acuerdo de Billy Elliot, la película británica basada en la novela de J. A. Cronin, en la que en una familia de mineros en huelga en la que acaba de morir la madre, un chico de diez años debe cultivar en secreto su pasión por la danza, porque su padre y sus hermanos querían que fuera boxeador. Otro caso de putos y malevos. Malevos eran los boxeadores que además soportaban la mina y que iban a la huelga, mientras un bailarín no podía ser otra cosa que un puto. Ni boxeador ni minero ni huelguista. Nada honorable, nada de hombre. Hay una larga tradición de atributos masculinos repartidos así, con una cáscara de hipocresía naturalizada, según la cual un hombre debe sobrellevar cierta cuota de violencia para autoafirmarse. De esta fuente de agua podrida salen matones a sueldo, maridos golpeadores, patovicas, sádicos, explotadores, violadores, en fin, toda la gama de hombres violentos ha saltado la cerca, ¿pero qué cerca? ¿Quién pone límite a aquél cuya fascinación proviene de traspasar los límites?

Estas reflexiones vienen a cuento de las palabras de Ferreyra antes de matarse ante Crónica TV. En esa adaptación denunciada sin conciencia. Precisamente, la denuncia consistió en sacarse el disfraz de esa manera: Ferreyra fue un hombre sin conciencia, un cuerpo y una mente tomados por un rol. Pero no fueron sólo “los gobiernos” a los que se adaptó el ex comisario, sino también a ese borde en el que la palabra “malevo” resuena con eco de macho en los confines del pensamiento colectivo. A esa mirada social aprobatoria de la mano dura, del disparo a quemarropa, de la emboscada fuera de la ley. Lo mismo encarnaron Patti, Rico, Seineldín. Malevos que una parte de esta sociedad admira, reclama, libidiniza. Fue tan sobreadaptado el hombre, que hasta se privó de ser dueño de su muerte. La entregó, como entregó su honor, al representante de algún poder, de un superior. Quizá porque era tucumano, y en Tucumán esa dosis de mirada aprobatoria sobre la ilegalidad parece resistirse más a cambiar de eje. Lo vimos en el juicio contra Bussi, quizás el malevo más arrobador que tuvo esa sociedad.

“‘El fin justifica los medios’ es una frase que representa al maquiavelismo y quiere significar que gobernantes y otros poderes han de estar por encima de la Etica y la Moral dominantes para conseguir sus objetivos o lograr llevar a cabo sus planes.” Textual de Wikipedia. Y bastante sencillo de enlazar con el pobre Malevo Ferreyra, y que por nuestra historia estamos obligados a rechazar siempre, en cualquier circunstancia, ante cualquier dilema. Sin ir más lejos, el de la seguridad. (
Página|12)


Setentismo

Por Sandra Russo

Después de todo cada vez que se habla de “setentismo” de lo que se habla es de un falso setentismo; ni siquiera de un falso recuerdo, sino más bien de una abstracción generada en la lengua a través de una operación de poder.

Sería mejor dejarlo claro. Cada vez que se habla de “setentismo”, todos, los que estamos a favor o en contra de cualquier cosa, entendemos algo en lo que no necesariamente pensamos. A esa palabra que es usada en el habla común argentina como un desprendimiento de discursos que bajan desde la política y los medios, la lengua le ha hecho flecos, o satélites, o flechas. Esas segundas capas de sentido no guardan una relación ajustada con lo que pasó en los ’70, sino más bien un recorte manipulado por el poder. Santucho es un nombre setentista. Camps, no.

El tiempo ha sido encapsulado por el poder. No por el poder gubernamental solamente, porque ya es tiempo al menos de incorporar generalizadamente la idea de que el pensamiento crítico se inscribe como tal contra el poder, pero el poder hace décadas que se ha diversificado y es como esa escultura que Marta Minujín hizo para el Tafirol. Tiene muchas caras. Opera por sobre el poder político, sin negarlo ni compitiendo con él en la esfera pública.

Pero no es ni un gramo menos peligroso que el poder político. Todo lo contrario. El poder político es el que participa de la democracia. El otro participa de todo.

No voy ahora con la cita de Marx sobre la tragedia y la farsa porque ya la sabemos de memoria. Pero incluso el hecho de que esa frase haya ido pasando este año de boca en boca, indica una percepción general de que hay cosas que están repitiéndose, que estamos acosados por la sensación de un raro déjà vu, cuando en realidad la etapa que estamos viviendo se caracteriza por rasgos muy diferentes a los que enmarcaron al verdadero “setentismo”.

La Mesa de Enlace recuerda a los patrones camioneros chilenos que encendieron la chispa para el golpe de Pinochet. Se puede considerar esa imagen válida para una argumentación, o se puede creer que no es “ajustada” por diversos motivos, pero nadie discute la verosimilitud de, al menos, la evocación. Eso no forma parte de lo que hoy se tilda de “setentista”. Nadie diría que Buzzi es “setentista”. Precisamente, lo que irrita de su perfil a los que no lo quieren –porque Buzzi genera rechazos viscerales– es que salpica con gestos “setentistas” (sí, haberse embanderado con una abuela de Plaza de Mayo) un rol claramente reaccionario. Sus representados fueron, junto con el Gobierno, los grandes derrotados de la puja por la 125.

Con la reapertura del caso Rucci, esa percepción volvió. Nadie citó la frase, pero quedaría bien combinada con los recuerdos que trae el caso Rucci (cuyos familiares con toda lógica quieren saber quién lo mató). En este caso, una de las grandes diferencias con los setenta es que la dirigencia sindical se mantiene del lado de la institucionalidad. Es una diferencia sustancial. Lo que vuelve es entonces no un suceso nuevo que replica uno anterior, sino un recuerdo fuerte, que sirva para tirar tierra vieja sobre nombres de hoy. La de Rucci es una de las páginas más negras, más irracionales del peronismo. Una vertiente horrible para su desmesura. Todo lo oscuro sale en cuanto se abre fuego.

Lo oscuro es imparable después que se abrió fuego. Incluso en circunstancias legítimas, incluso del lado bueno, que según quién puede ser cualquiera, esa última instancia que quema todas las naves democráticas y habilita además a atenerse a oscuridades impensadas de propios y ajenos, tiene que haber habido muchas otras derrotas democráticas anteriores para que un crimen como el de Rucci ocurriera. Tantas, que ya exceden lo político y entran en lo existencial.

El crimen de Rucci es “setentista”. No se le llama “setentista” a un Falcon verde, ni a una mujer que mandó postales de Para Ti a Europa para desmentir la campaña antiargentina, ni a los morochos con lentes y sobretodo que eran servicios, ni a los policías infiltrados en las universidades que andaban con libros de Paulo Freire para hacer hablar a los perejiles, ni al señor del promedio que decía “yo, argentino”. Todo eso quedó en los setenta, pero el setentismo se redujo a una partícula de olor fuerte, a una intención soterrada, a una explicación que no requiere más palabras. “Setentismo” huele a pólvora. Y me permito no oler pólvora por ninguna parte, vamos.

La lengua se jacta más de lo que obliga a decir que de lo que prohíbe decir. La lengua madejada por el lenguaje político y periodístico chorrea significados colaterales que siguen soplando el oído de la gente aun cuando las palabras se extinguieron. En materia intelectual, Barthes distinguía entre “descomponer” y “destruir”. Asumía que la tarea del intelectual es “descomponer” la conciencia burguesa, no “destruirla”. No por una elección, sino por dialéctica: sin condiciones prerrevolucionarias, como no las había en la Francia del ’50 ni en casi ninguna parte hoy, la “destrucción” implica un salto al vacío. “Mientras que al descomponer, acepto acompañar esta descomposición, descomponerme yo mismo en la misma medida: desbarro, me aferro y arrastro conmigo.” Esa es la razón por la que es bueno, cada tanto, descomponer palabras. (Página|12, octubre 2008)


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"Collas de mierda"

Los ecos que llegan desde Bolivia: de un racismo inadmisible e implacable.

Por Sandra Russo

El excelente documental de Emilio Cartoy Díaz, Bolivia para todos, que emitió Canal 7 y que sigue circulando en debates y encuentros para analizar la crisis que se agudizó radicalmente esta semana, permite tomar nota sensible de lo que las palabras y las fotos no llegan a transmitir. Las notas de la televisión tampoco. Cabe preguntarse ahora que las papas queman y hay muertos, desde dónde se mira la crisis boliviana. Los noticieros hablan del tema de una manera pasteurizada, como si se tratara de "querer" o "no querer" a Evo Morales, presidente legítimo y relegitimado.

Uno de los hallazgos del documental es haber registrado no sólo el aquelarre del racismo más repugnante, sino la manera en que la propia televisión boliviana fue adaptándose para informar sobre la rebelión de los departamentos "blancos". Un docente que vio el documental me decía el sábado que se había sentido estúpido de pronto, al advertir que había "comprado" la información en sachet que dan los grandes medios: se había hecho la idea de que Santa Cruz, Pando, Beni, Cochabamba, en fin, los lugares desde los que se reclama la autonomía, eran "opositores en bloque", territorios ficticios en los que el rechazo a Morales brotaba de mayorías con otras ideas e intereses. Y precisamente porque en cada uno de esos departamentos hay miles y miles de partidarios de Evo Morales que están siendo censurados, perseguidos, amenazados y ahora asesinados, como los militantes de Pando, es que la crisis tiene otra cara, una mueca monstruosa que sin embargo no sale por tevé.

En el trabajo de Cartoy Díaz también se puede ver cómo la pantalla partida de la televisión boliviana comenzó a producir un efecto erosionante del poder presidencial. Normalmente, cuando habla un presidente su investidura reclama la pantalla entera. No fue eso lo que le cedió la televisión, que comenzó a dividir los planos y a incluir ventanas en las que, al mismo tiempo que se veía a Morales, se veía también a los prefectos de Santa Cruz o Cochabamba diciendo lo suyo. La pantalla se desmembró antes que el país. La pantalla fue la primera en bajar la estatura presidencial. Y esa pantalla nos recuerda otras pantallas partidas. Que cada cual recuerde.

El desprecio sin fondo que los bolivianos blancos sienten por los collas y por las diferentes etnias originarias del país es una herramienta política que tiene como objetivo y presa el capital. En ese sentido, no hay desprecio histórico sin botín en el medio. Los sentimientos colectivos de manipulación, doblegación y exterminio siempre han servido de impulso para que los portadores del odio puedan quedarse con todo. El racismo, en fin, es apenas un instrumento económico. Pero sostenerlo, sentirlo, experimentarlo, demanda una preparación de siglos que permanece intacta. Las que hoy tratan de imponerse en Bolivia son subjetividades melladas en su forma y fondo por una visión del Otro Degradado, expropiado de sus derechos y reivindicaciones. ¿La democracia? Una excusa reemplazable por alguna otra forma de gobierno que deje cada cosa en su lugar.

"Fuera collas de mierda", rezaba una pared en Santa Cruz. No era sólo una pared. Eran muchas paredes. Eran gritos también. Mucha gente como la gente gritando "fuera collas de mierda". Lo que se cocina en Bolivia no es sólo un golpe de Estado en alguna de sus formas posibles. No es sólo un intento desesperado de los dueños del dinero por retener sus privilegios y su statu quo. Es un extracto de infamia, una muestra del veneno histórico inoculado año tras año en un país que hasta hace poco tenía un presidente que no hablaba bien el castellano, y no porque fuera colla.

La cocina ideológica y emocional de la reacción contra Evo Morales hace pensar en que cada crimen que tuvo o tenga lugar en Bolivia es de lesa humanidad.
(Página|12, septiembre 2008)


Propietarios

Dos lecturas sobre los comportamientos de las distintas capas medias que van asomando. Por un lado, los sectores que pueblan con sus cuerpos y sus discursos el ya bautizado así "Palermo Soho" y, por el otro, los que salieron a las calles porteñas a defender una de sus banderas históricas: la educación pública.

Por Sandra Russo

No es tan extraño que el primer cortocircuito grave del gobierno de Mauricio Macri en la ciudad haya estallado con los estudiantes, pese a que el área está a cargo de uno de los ministros con pasado más interesante de su gabinete. Fue un poco sorprendente en su momento saber que Mariano Narodowski militaba en las filas del macrismo. El actual ministro de Educación porteño era uno de los especialistas más consultados en esos temas, y algunas de sus posiciones públicas no terminaban de enganchar, parecía entonces, con la idea un gobierno de derecha.

Por esas clásicas demostraciones de principios que las ideologías que confluyen entre liberales y conservadores se encuentran casi obligadas a dar, un blanco rápido fue la educación. A través de la lectura que un gobierno hace de la educación, y de las políticas que adopte al respecto, se puede observar su inercia completa. Su cadencia. La melodía ideológica que acompaña sus actos. El gobierno de Macri ha elegido bailar con los estudiantes. Ha cometido su acto fallido con ellos. No con los estudiantes, más exactamente con la educación secundaria, pero es una suerte que la democracia haya formado sujetos políticos a los que no es tan fácil arrasar como a sus intereses.

Tampoco es extraña –aunque suene un poco insólita– la línea de frontera que el ministro usó para dividir a los alumnos que pueden aspirar a becas de los que ya no pueden. "Aquellos cuyos padres sean propietarios." La propiedad privada y su solidez pétrea como valor de la derecha hace posible esa miopía con la que el gobierno de Macri diseña sus políticas, e implica naturalmente que esa miopía también puede aplicarse a la manera en que la derecha, cuando administra sus criterios de justicia social, no hace justicia social sino todo lo contrario.

La noción de la propiedad privada y una fe arcaica, ontológica, elevan por sí mismas a quien participa de ella –los "propietarios"– y les quita sus demás atributos. Es como si la derecha se viera imposibilitada de concebir propietarios pobres, como si no fuera posible que la pobreza arrastrara en su caldo de lúmpenes y sospechosos a personas que todavía poseen un bien inmueble, algo enraizado. Para la derecha los pobres son volátiles por naturaleza. Migran. De una provincia a otra, de una localidad a otra, de una pensión a una villa, siempre es gente en tránsito que, cuando se afinca, da lugar a esos conglomerados que en sus aquelarres gestan a los actores de la "inseguridad".

De acuerdo con la idea que la derecha tiene de los pobres, ningún "propietario" debería necesitar ayuda del Estado para que sus hijos completen la escuela secundaria. Que el porcentaje de becas requeridas sea tan alto no hace más que contarnos que en los últimos años la escuela pública fue abandonada por los sectores medios altos, y que en cambio intentó erigirse en recuperadora de adolescentes que eran hijos del desastre del 2001.

"Queremos un país de propietarios, no de proletarios" es una frase que le regaló a la historia Adelina Dalesio de Viola, aquella mujer que fue revelación por unos años y que le peleó el estilo a María Julia Alsogaray. Los liberales piensan en la propiedad privada con una devoción tal, que la promesa de la rubia de bronceado perenne contuvo su propia paradoja y su revelación: la derecha argentina es incapaz de pensar proletarios propietarios. Es antigua. Esa contradicción la han superado hace décadas algunos países capitalistas, pero nuestra derecha es casi colonial, o bananera. Pensar en proletarios propietarios los lleva a pensar en populismo. El desprestigio de lo que la derecha hace calar en todo lo que se considere "populista" es la defensa contra su idea de justicia social: una no idea.

Hay una variedad notable de pobres argentinos que todavía o que hace poco son propietarios. Hay una inmensa cantidad de gente que tiene a su nombre la escritura de algo, una clase media baja que diariamente transpira para no terminar de caer. Hay muchos padres y madres de adolescentes que son o más instruidos o menos instruidos que sus hijos. Gente que perdió aquel trabajo anterior a la flexibilidad laboral y ya no puedo volver a recuperarse, pero que no ha perdido la batalla cultural, y aspira a que sus hijos se eduquen como ellos. Es su última trinchera. Y hay gente que nunca terminó sus estudios, gente que pudo asomar la cabeza, y que con sacrificio apuesta a que sus hijos peguen el salto del oficio a la profesión. En buenos tiempos, a lo primero que este pueblo se aferra es a la movilidad social.

La derecha piensa en la propiedad privada, no en la movilidad social. Esa es una de sus peores taras.
(Página|12, 01/09/08)


La torta y el falso consenso

¿Qué pasa que todo el mundo está a favor de "la redistribución de la riqueza"? ¿Por qué no se escucha a nadie de los que están en contra declarar que están en contra? Un bozal políticamente correcto los ampara.

Por Sandra Russo

La irrupción masiva de la idea de la redistribución de la riqueza no empezó con la Resolución 125. Empezó bastante antes. Promediaba el gobierno anterior y se decía, en los ámbitos progresistas, que innegablemente se había avanzado mucho en materia de derechos humanos, pero que Kirchner no había tocado la torta y sus porciones; que por sí misma la creación de empleo había modificado el dantesco paisaje de 2002 y 2003, pero que no había habido ningún cambio real en la redistribución del ingreso. Seguíamos y seguimos siendo hoy un país rico en el que la brecha entre los pocos de arriba y los muchísimos de abajo es, diríamos, escandalosa no ya en términos de ningún progresismo sino en los de lo que en los países desarrollados se entiende por "civilización". Invertidos los tópicos sarmientinos, la civilización requiere mínimos estándares de equidad, en tanto la barbarie no es otra cosa, hoy, que los diseños bananeros que promueven las derechas locales. 

Cuando hablo de la redistribución de la riqueza no me refiero a ese reparto estructural en sí mismo, sino más bien a cómo se modula, cómo se usa, cómo se llenan bocas hablando, y ahora entrecomillamos, de la "redistribución de la riqueza". Si se repasan los debates en el Congreso, en ambas cámaras, bloque por bloque, todos y cada uno dijeron estar a favor de la "redistribución de la riqueza". Hay cuestiones, como ésta, que obturan la verdad de lo que se piensa y la verdad de lo que se defiende.

¿Qué discurso hay circulando que se anime a oponerse a la "redistribución de la riqueza"? Ninguno. Hasta los terratenientes que han tenido más micrófonos que nunca en la historia de la radiodifusión argentina y han sido tratados como víctimas de "esta dominación" han hablado a favor de la "redistribución de la riqueza". Hasta los políticos más soeces que todavía retienen bancas hablan a favor de la "redistribución de la riqueza". Caramba: ¿no estará indicando esto que hay un relato políticamente correcto que impide a quienes defienden la torta argentina tradicional (pirámide finita, base ancha) decir lo que realmente piensan y a favor de qué y de quiénes operan? ¿Y no sería éste el momento de descular que el verbo "impide", que de algún modo celebra lo "políticamente correcto", puede ser reemplazado en casos como éste por "protege"? Bajo lo políticamente correcto se amparan los intereses de todo tipo.

Lo más cerca que se estuvo de entrever esa verdad que apura a los gringos sin dentaduras perfectas y a los señores delicados como Miguens fue ese lomo insinuado a 80 pesos. Se dijo en su momento que, bueno, después de todo, los uruguayos van por ese camino. Que el asado de tira, que es popular, quede barato, pero que el precio del lomo trepe lo que deba trepar, total sus consumidores históricos lo pagarán al precio que pueden comprarlo en Punta del Este o en París. Hubiese sido honesto profundizar ese costado del debate, porque al menos, ahí sí, quedaría claro un modelo de país con la riqueza en su sitio, y minga de redistribución de riqueza y de lomo.

Sin embargo, a pesar de que no hay nadie en la televisión, ni entrevistados ni entrevistadores, que diga abiertamente que la "redistribución de la riqueza" es un asunto que provoca rechazo y hasta espanto, algo de ese espanto se huele en la mueca de odio, sobre todo, de las señoras caceroleras, convertidas en las porristas de la SRA. Puede pensarse con cierto fundamento que hay algo que no se dice pero sí se piensa y que se siente muy adentro, muy en la propia historia de nuestra clase media, casi en su génesis: en el diseño original de este país, los pobres cumplieron una función que la clase media no está dispuesta a que dejen de cumplir. Para decirlo brutalmente: son los que están peor.

La clase media argentina tiene una triste sed de gente que esté peor. Hay amplios sectores de esa clase media, los más disciplinados por el relato ortodoxo de la argentinidad, que a lo que temen, de lo que huyen, lo que combaten es precisamente "la redistribución de la riqueza". ¿Qué pasaría si se borrara la distancia que los separa del zoológico? Llambías puede decirlo tranquilo. A él y a su gente los separa más que una avenida ancha de esa masa de brutos, de analfabetos, de cabezas, de grasitas. Pero a muchas de las señoras porristas lo único que efectivamente las separa del zoológico es una calle. Y si hay un gobierno que la borra, cae toda una identidad de clase y cae con ella la ilusión de ser mejores, diferentes, más refinadas, más cultas, más "como uno" que en materia de clase media es "como ellos", los ricos.

Cuando se le reclama a la derecha que sea derecha y hable en consecuencia, que blanquee aspiraciones, límites, ideas, lo que se le reclama es que no falsee solidaridades que nunca tuvo ni tendrá. Hay países capitalistas que han arribado al puerto de burguesías felices y contentas, con Estados que atienden a los más débiles y cuyos débiles se ubican más acá de la indigencia, de la degradación, de la indignidad que supone la Argentina. Nuestras clases dirigentes, ya lo escribió Murena en su Pecado Original, nunca estuvieron integradas por los mejores en nada. Nuestras oligarquías nacieron simplemente de una oportunidad, allá por 1880.

Es absurdo que a esta altura todavía todos y cada uno de los que pujan para que nada cambie se dejen puesta la máscara del humanismo que nunca sintieron, de la solidaridad que nunca actuaron y de la corrección política con la que se atragantan. La "redistribución de la riqueza" aparece hoy como un falso consenso, probablemente el más falso y canalla de todos. (Página|12)


La "prensa independiente" y los intereses de los medios

El avance de la Derecha ante la fractura del Campo Popular

Por Sandra Russo

Barack Obama fue caricaturizado agresivamente por The New Yorker y tanto Demócratas como Republicanos pusieron el grito en el cielo. The New Yorker se sintió en la obligación de aclarar el espíritu de la caricatura, a modo de disculpa. El Turbante Musulmán de Obama y el fusil que cargaba su esposa revolvieron el estómago norteamericano. Ese estómago será imperial pero, en materia de Política Interna, funciona con reglas claras. A las bananas las dejan crecer prolijamente fuera de su territorio. A nadie se le pasó por la cabeza que la crítica a una caricatura semejante sobre un Candidato Presidencial rozara la libertad de prensa. Hubiese sido ridículo.
Tan ridículo como fue que aquí sí se hablara, en estos meses, de atentados a la libertad de prensa. Desde que comenzó este conflicto, los grandes Medios no sólo han caricaturizado agresivamente a la Presidenta –y no me refiero sólo a aquella casi anecdótica caricatura de Sábat sino también a clips presuntamente chistosos que siguieron entreteniendo a la audiencia–, limando la institucionalidad del lugar que ocupa legítimamente. Confunden la libertad de prensa con el derecho al agravio.
Los grandes Medios han funcionado prácticamente como órganos de prensa y difusión de los sectores del campo afectados por las retenciones móviles. En ese sentido, esos medios han violado sistemáticamente el derecho a la información de los ciudadanos. Lamentablemente, y por su parte, la televisión pública se comportó como la televisión pública de cualquier otro país, menos de éste. Fue revulsivo ver esa pantalla el último sábado, cuando en un homenaje a Favaloro se exhibió en primer plano, atendiendo teléfonos, a Noemí Alan, cuya foto más recordada fue tomada en la ESMA, brindando con el Tigre Acosta.
Así las cosas, una capa de mugre se interpuso entre la opinión pública y los hechos. No por casualidad, en este mismo momento y en las pausas del debate en el Senado, TN pone en sus volantas "El campo" y, por el otro lado, "Militantes K". Esa línea se estira y da por cierto que "la gente" va por su cuenta a Palermo y obligada al Congreso, y que quienes respaldan al Gobierno son sólo "militantes K": serlo, en el universo de esos medios, equivale a tener medio cerebro funcionando.
El tejido semántico elaborado desde el discurso hegemónico rural ata al militante peronista con lo bajo de la política y también con lo más bajo de todo lo demás. Da repugnancia escuchar a Llambías golpearse el pecho y decir: "Yo, pueblo". Pocas veces como ahora hubo que cuidarse de las noticias como si fueran trampas cazabobos y nunca como ahora eso que se autodenomina "prensa independiente" fue tan dependiente de los intereses de esos medios.
Esto que empezó por las retenciones móviles ya no las tiene por eje. Hay hilachas lamentables, como la escena de la CCC o del MST poniéndole el toque pobre a la masiva reacción de la derecha. Y digo lamentables, sobre todo, porque uno las lamenta. La fractura del campo popular, en parte, explica por qué tenemos la historia que tenemos y por qué nunca hemos logrado que esta democracia, al viejo decir radical, sirva para comer, para curar y para educar a los más débiles. Cuando Alfonsín dijo aquello, los pechos se abrían porque quedaba atrás la larga noche de la dictadura, y todo era promesa. Pero no funcionó. Ni Alfonsín, ni Menem, ni De la Rúa, ni Duhalde se pusieron al frente de un giro democrático con contenidos populares. Lo hemos escuchado y dicho miles de veces: democracia formal no equivale a democracia real.
Hay quienes legítimamente creen que con Kirchner comenzó una etapa de depuración del Peronismo y también hay quienes creen que, a pesar de innumerables errores (tal vez no sean numerosos, pero gruesos), los grandes trazos de los últimos años son los mejores que hemos vivido desde que terminó la dictadura. Esa gente, que es mucha y que no es necesariamente "militante K", entrevió desde el origen de esta crisis que el paquete del reclamo agroexportador venía con premio de Derecha.
Pero no de Derecha Democrática, porque ésa es todavía una materia pendiente en la Política Argentina. Aunque esté posiblemente en construcción por la fuerza de los hechos, los Argentinos ignoramos cómo se autolimitará la Derecha cuando no están los tanques a los que recurrieron siempre, para imponer, por la vía neoliberal o la neoconservadora, sus deseos. Si algo ha caracterizado siempre a la Derecha, ahora engordada como un pollo de criadero con las hormonas de algunos exprogresistas, es que no respeta límites de convivencia. Sus exabruptos nos han deparado las mayores tragedias Argentinas, aunque ellos se hayan ocupado de que los adjetivos "soberbio" y "autoritario" recaigan en un Gobierno que se abstuvo obstinadamente de reprimir. Estamos todos grandes y bastante golpeados como para creernos el cuentito que narran a coro tantas voces desafinadas y de triste color.


Confrontación

¿De quién es la patria, de todos o ninguno? Hay poetas que han dicho lo suyo al respecto. Alberto Fernández en TN: un dechado de amabilidad "no confrontativa", el hit del momento para esconder alianzas y ambiciones.

Por Sandra Russo

La palabra anda por las bocas y los editoriales de algunos grandes medios, y a fuerza de ser repetida cobra cuerpo y se hace discurso. Ese discurso se acopla con otro, o mejor dicho, se casa con él: es el que encontró al vicepresidente Cobos como encarnación con chapa institucional como principal portavoz, aquella vez que dejó entrever su voto "no positivo" cuando declaró que había que "buscar consensos y no votos". Esa declaración fue celebrada especialmente por la oposición, que estaba buscando desesperadamente votos y no consenso. Son los vaivenes, los pliegues de los discursos que se erigen masivamente para vestir eufemismos en los mejores casos, y para mentir descaradamente, en los peores. Quién sabe qué consenso pueden haber hallado entre sí y de cara al futuro y a la manera de hacer política, por ejemplo, Bullrich y Lozano, o Solá y Morales.

Se ignora la amplitud o la profundidad de ese hipotético consenso, más allá de haber aunado, precisamente, votos. La palabra "confrontación", entonces, quedó ahí flotando y sigue siendo repetida, y seguirá a merced de quienes, ya en los diarios de ayer, por ejemplo, en el editorial de Clarín y en la columna de Eduardo Van der Kooy, levantan la figura de Alberto Fernández como la de quien, en virtud del consenso, se niega a la confrontación. Pues bien: habría que revisar entonces a qué exactamente le están llamando "confrontación". ¿Habrá sido el ánimo "no confrontativo" de Fernández el que lo llevó a dar su primera entrevista como ex jefe de gabinete a Julio Blanck y el propio Van der Kooy? Fernández estuvo presente, junto al presidente del PJ, Néstor Kirchner, en la asamblea de la Carta Abierta, en la que se habló de un tema central en la crisis actual: la parcialidad, la toma de posición no declarada como tal, y hasta muchas veces la mala intención de los grandes medios respecto del Gobierno en su pelea con "el campo". Nadie que haya padecido, sufrido y observado con discernimiento o lucidez el tratamiento periodístico de la crisis, como se presume que debió haberlo hecho Fernández, podía sentarse a dar esa entrevista sin una sola palabra crítica al respecto. Fernández lo hizo. Se sentó allí a dar sus razones como si se sentara ante neutrales. ¿Ese estilo "no confrontativo" es el que reclaman los sectores opositores a los que Fernández satisface? ¿Lo "no confrontativo" incluye la evaporación de ideas que hasta un día antes eran dadas por ciertas? ¿Lo "no confrontativo" incluye el "gracias a ustedes por invitarme" y diluye el maltrato, el agravio, la difamación grosera u homeopática hacia un proyecto con el que, por otra parte, se insiste en seguir defendiendo?

"Gracias a ustedes por no presionarme y por no hacerme decir lo que no debo decir", dijo Fernández. Esa frase contiene muchísimo más de lo que dice, y es que Fernández no es un niño de pecho, pero los espectadores tampoco. Hay lealtades que no se proclaman. Se actúan. Y hay agachadas que no se corresponden con el presunto estilo "no confrontativo", sino con ambiciones personales tan, pero tan desbocadas, que no hace falta ponerles texto. Fernández les pone el cuerpo. Lo demás se cae de maduro.
(Página|12)


La yegua y el montañista

Por Sandra Russo

En el banco, frente a las ventanillas, había tres colas y ninguna era muy larga, pero la de la izquierda estaba casi desierta. Era la que estaba disponible para los clientes VIP. Llegué y leí los tres letreros: VIP, Personas y Empresas. Hice un rápido repaso mental sobre mi propia condición y me paré en la de Personas. Delante de mí, último en esa fila, acababa de ubicarse un hombre alto, apenas canoso pero de aspecto juvenil, vestido con jeans y campera de montañista. Colgaba de su espalda una mochila de una marca muy cara, que le daba un aire de turista o extranjero; supuse que era un hombre de paso por ese microcentro atestado de mediodía. Ni tuve tiempo de pararme con todo el peso en una de mis piernas, que es lo que uno hace cuando se autoacomoda en una cola de banco atrás de una docena de personas. Llegó otro hombre, más viejo y trajeado, que sobre mi oído preguntó:
–¿Las tres colas son iguales? ¿Por qué en ésta no hay nadie?

El hombre alto con campera de montañista se dio vuelta y le dijo:

La yegua y el montañista / Sandra Russo
–Esa es para los giles que pagan quince pesos más por mes para que los atiendan más rápido.

–No me digas –le dijo el viejo trajeado, ubicándose en mi fila. Quedé hecha un sandwich entre ambos, lo cual no habría sido grave si los dos se hubiesen quedado callados como corresponde en una cola de banco, caray, que uno va al banco a hacer un trámite que siempre prefiere obviar, y en todo caso cualquier persona normal comenta o bien que el clima de Buenos Aires está tremendo, o bien que es una vergüenza que haya tan pocos cajeros en todos los bancos. ¿O hay acaso alguien en este mundo que se sienta a sus anchas en una cola de banco? Yo pensaba que no, pero me equivocaba. El montañista era un hombre que se sentía a sus anchas en todas partes, se diría que el mundo era suyo por la seguridad con la que hablaba, y también por el tono de voz elevado que hacía que todos escucháramos lo que decía. Sobre todo yo, que estaba hecha un jamón entre el montañista y el viejo trajeado. El montañista era una de esas personas que no pueden controlar su incontinencia verbal y cerebral. Y su flujo mental era tremendo.

–En Chile esto no pasa –le dijo el montañista al viejo trajeado. Era tan alto y yo soy tan petisa que el tipo ni siquiera tenía que hacer un mínimo gesto para mirar al viejo. Sencillamente, me salteaba.

–¿En Chile? ¡No! ¡Qué va a pasar! –dijo el viejo.

–¿Conocés Chile? –le preguntó el montañista, que debía tener unos treinta años menos que el viejo, pero que como se sentía tan seguro de sí mismo y era tan comunicativo, tuteó al viejo durante toda esa conversación, dándole incluso ánimo, con el tuteo, para que el viejo de-senrollara la lengua.

–Sí, estuve muchas veces en Chile. Tengo dos grandes amigos. Viven en Las Condes.

–Yo tengo mi oficina en Las Condes, mirá qué casualidad. ¿A qué se dedican tus amigos? Conozco mucha gente por ahí.

–Son generales. De carabineros.

–¡Ah, qué bien! ¡Generales! –dijo el montañista. Yo ya empezaba a mirar para el costado, a la fila que decía Empresas. Había menos gente. Un jovencito también trajeado y con una escarapela en la solapa revisaba unas boletas. Un cadete, seguro.

–Sí, son dos grandes amigos. Dos caballeros –dijo el viejo–. Si los paran con el auto, ¿vos te creés que sacan la credencial para presentarse como generales? Eso haría un milico de acá. ¡No! Primero escuchan si estuvieron en falta, escuchan con todo respeto y ojo, que los carabineros que los paran también son muy respetuosos. Por favor, señor, si es tan amable, tenga usted la amabilidad, ¿viste? Mucha educación.

–Típico de Chile, claro. Una educación increíble.

–Recién si les están por hacer una boleta o es muy necesario, ahí sí se dan a conocer. Pero no como acá, que todo el mundo saca chapa antes de tiempo.

–Es que este país es el peor del mundo, hermano –le dijo el montañista–. Y que me perdone si hay algún peronista presente, pero el cáncer de este país se llamó Juan Domingo Perón. No sé si estás de acuerdo –dijo, chequeando, aunque era evidente que su "que me perdone" era equivalente a un "me cago en que haya un peronista en esta fila".

El montañista era, definitivamente, un camorrero. Y yo, que agarro no sólo los guantes que me tiran sino también los que se caen, me empecé a morder la lengua. Y eso que no soy peronista.

–¡Pero sí! –dijo el viejo, creo que sin haber prestado mucha atención a aquello con lo que estaba de acuerdo, incluso más allá de estar de acuerdo, porque estaba perdido en sus evocaciones–. Mis amigos son dos tipos de primera. Qué bien la hemos pasado cada vez que los fui a visitar. Fuimos a Valparaíso un verano.

–Las Condes es el barrio más fashion, diríamos –dijo el montañista, que estaba atrapado a su vez en su propio relato y al que era evidente que el hermoso verano del que amenazaba hablarle el viejo le importaba tres pitos.

–Las Condes. Muy lindo barrio. Fuimos una vez a Reñaca también.

–Yo tengo mi oficina en Las Condes –repitió el montañista–, la abrimos hace poco. Un lujo. En Chile nadie le tiene miedo al lujo, como acá, que hay que pedir disculpas si uno es más capaz que los demás para hacer guita. ¿Vos qué hacés?

–Soy jubilado. Hago trámites –dijo el viejo. Yo pensé que su lugar estaba entonces en la fila de al lado, pero a esa altura no iba a meterme en esa conversación ni aunque bajara Dios en persona a ofrecerme crecer quince centímetros de golpe. Y eso que para mí sería importante.

–Te voy a decir una cosa –le dijo el montañista–. La culpa de cómo nos van las cosas la tenemos todos, todos, todos, todos, todos.

–Todos –sintetizó el viejo.

–Porque no nos ponemos los pantalones largos –agregó el montañista–. Mirá: yo soy sanjuanino, mi familia tiene una calera y estamos trabajando en Chile pero, qué te puedo decir, de maravillas. Vendemos a lo loco. Los chilenos no miran para arriba. Miran todos para abajo. Es un país que tiene mucho que agradecerle a un señor, a un verdadero señor que se llamó Augusto Pinochet.

A esa altura yo quería ser más petisa de lo que soy. Hundirme en la junta de las baldosas de porcelanato, hacerme engrudo, evaporarme, porque me venían unas ganas feroces de ser varón y de decirle vamos afuera, macho, que te cago a trompadas. Pero últimamente, con todo esto del campo, estoy muy irritable. Y no sé si ustedes lo advirtieron, pero salvo la gente muy descarada, la gente muy jodida o la gente muy de mierda, en general, hasta en los taxis, reina un silencio de radio para no herir susceptibilidades ajenas o acaso para evitar irse a las manos. Ese clima de distensión que hemos logrado gracias al voto no positivo de Cobos (y del que hablan sobre todo los radicales y Chiche Duhalde) es una escenografía a la que en cualquier momento se le cae el techo o una puerta. Lo que hay es discreción y hartazgo de estar tan enemistados. Pero queda gente como este montañista, al que me tuve que seguir aguantando. Ya me pasó de levantarme precipitadamente de la mesa de un bar, después de pedirle a un mozo:

–Cobrame pronto porque si esta vieja de la mesa de al lado sigue hablando le parto un sifón en la cabeza.

Vuelvo al banco. Yo estaba haciendo ejercicios de respiración que nunca aprendí en yoga, porque yoga no hice, pero bueno, me imagino cómo serán: uno respira profundo, profundo, con el diafragma, y se concentra en el aire que inspira, y después lo va soltando despacio, tratando de concentrarse sólo en el aire, tratando de no escuchar a un montañista que dice:

–Tenemos a esta yegua gobernando, ¿te das cuenta? ¡Una yegua! ¿Y no hacemos nada? ¿Por qué aguantamos? –parecía estar interpelando a todo ser viviente que lo escuchara en el banco.

–Y... –dijo el viejo, que a pesar de tener amigos carabineros no había ido al banco a buscar roña. Hasta él se empezó a sentir incómodo. Eran varios los que daban vuelta las cabezas, y cada uno parecía calibrar su reacción, porque ninguno lo miraba asintiendo. Es que más allá de lo que decía el montañista, su prepotencia y su inadecuación lo hacían un blanco perfecto de hipotéticos escupitajos, que yo me imaginaba por millones. El pendejo de la cola de al lado, el de la escarapela, me puso cara de "qué pelotudo" y yo le hice cara de "impresionante".

Por suerte la cola había ido avanzando y le tocó a él. Fue hasta la ventanilla y dijo, fuerte, para que nadie se lo perdiera:

–Quiero retirar diez mil pesos de mi cuenta.

La cajera le dijo algo que no se escuchó. El montañista habló fuerte:

–¿Tanto problema por diez mil pesos? ¿Qué son diez mil pesos? Qué país de mierda.

La cajera acercó la boca a la ventanilla y dijo, también en tono alto:

–Tiene que esperar veinte minutos. Si no va a hacer el trámite déjele el turno al que sigue.

–Bueno, nena, dale. En este país...

–Lo de nena se lo guarda. Ponga el pin –le dijo ella.

El montañista puso el pin y lo mandaron a sentarse y a esperar veinte minutos. Me tocó a mí. Hice mi trámite. Salí de ahí y me fui a terapia. Cuando llegué le dije a mi analista:

–Yo no sé qué me pasa. Ando con ganas de patear montañistas con la calle.

Mi analista se acomodó en su sillón y preguntó:

–¿En qué sentido?


Santuario

El "endiosamiento" de Cobos por parte de los grandes medios hace pensar en un Dios que no se cansa de desairar a Carrió.

Por Sandra Russo

Tengo que hablar con mi diariero, porque este sábado, sin que nadie se lo pidiera, tiró abajo de mi puerta La Nación y me amargó la mañana. De no haber sido por eso, me hubiese ahorrado leer, en la página 18, un título increíble: "La gente transformó la casa de Cobos en un virtual santuario". La bajada decía: "Como a un ídolo, le dejan regalos, le tocan el timbre y lo acosan por teléfono". Eso es lo que hace "la gente". Abajo, pequeña, muy pequeña, otra nota: "Ruidosa protesta kirchnerista", cuya bajada indicaba: "Un grupo oficialista hizo pintadas y le pidió que renunciara". Los kirchneristas no son gente, sino parte, supongo, del zoológico al que hizo mención Llambías la semana pasada, sin que ningún analista de los diarios de mayor circulación ni de los programas periodísticos del cable considerara esa expresión racista, al menos, de poco feliz. Cobos tampoco. Su corazón parece que no le dictó nada al respecto.

Esto de hablar de "santuario" es, además de exagerado, una muestra del destino que prevén para el mendocino esos medios que hoy articulan la política argentina de acuerdo a sus propios intereses. Si la libertad de prensa puede ser excusa para estas operaciones es una cuestión que merece un debate abierto que implique a toda la sociedad.

Mientras tanto, un par de consideraciones. Que el hombre haya complacido a los factores de poder pisando fuera del plato del gobierno con el que adquirió un compromiso, es una cosa. Pero eso es algo en todo caso más humano que divino, y eso que, como decía Bertrand Russell, en este caso "divino" puede asociarse con Dios pero también con Júpiter o Isis, cuya inexistencia es tan indemostrable como la existencia de otros dioses. Qué cosa, Dios. Dijo Carrió que Cobos fue Su Instrumento en la madrugada del último jueves, cuando la iniciativa del Gobierno fue derrotada en el Senado. Será un Dios que no echa a los fariseos del templo, sino algún Otro, que se complace en que los ricos pasen cómodamente por la cerradura y detenten el poder. Y qué pena para Carrió, que su Dios le impidió a ella congratularse en el escenario, junto a Miguens y Llambías, en su caso no por la vía abierta a la renta extraordinaria, sino por el debilitamiento de un Gobierno que le inspira un odio que, vaya, ¿aprobará Dios?

El punto es que Cobos está siendo endiosado por quienes a Cobos le importan. La misma nota lo explicitaba: firmada por Juan Pablo Morales, decía que "Cobos vivió ayer el día de máximo esplendor mediático de su carrera política". Qué ingenuo sería creer que dejándose llevar por su corazón su voto le deparara el estrellato que de otro modo nunca había experimentado. Sería una fenomenal coincidencia que un vicepresidente que sólo escucha a su corazón y vota contra su propio gobierno recogiera las mieles del aplauso y la consideración de los factores de poder así, sin haberlo previsto, sin haber especulado, sin hacer cálculos políticos, en fin, siendo sencillamente fiel a su conciencia, aunque infiel a otro buen número de cosas.

Cuando Cobos habló de pasar el problema al Congreso, y la presidenta lo escuchó, parecía todavía que el hombre quería aportar lo suyo bienintencionadamente. Pero cuando un par de días más tarde el vicepresidente convocó por su cuenta a los gobernadores sin consultar con su jefa política –que dicho sea de paso es quien ganó las elecciones–, pues bien, era el momento, entonces sí, de hablar de la intención de un "doble comando". Qué extraño que a ningún periodista de los grandes medios esto se le pasara por la cabeza. Así, la crítica principal a la resolución 125 era que fue "inconsulta". Pero qué bien le cayó a la derecha, política y periodística, un vicepresidente que actuó inconsultamente con la principal autoridad del Poder Ejecutivo.

Cobos, que imposta un bajo perfil pero desborda de ambición política, ya se puso a hablar de que se debe a su público, o más bien, a "sus votantes". "Tuve los mismos votos que la Presidenta", dijo textual para detener lo que el sentido común indicaba y el honor sugería, la renuncia. Nadie votó un cogobierno. Que haya dicho eso hace prever que Cobos tiene en mente un doble comando que esta vez sí sería perverso, imposible, degenerado e ilegítimo. No se vota a una presidenta y a un vicepresidente para que una y otro actúen "de acuerdo a sus corazones", sino para poner en marcha un proyecto político. Si Cobos no entendió cuál era el modelo que país que impulsaría Cristina Fernández y que consecuentemente ha defendido, debería irse sin esperar que nadie se lo pida. Si espera a que se lo pidan, y nada hace pensar que el Gobierno caerá tan pronto en otra trampa cazabobos, lo que espera es una crisis que lo deje en el lugar que no le corresponde y para el que nadie lo votó. Nadie. Una fórmula con Cobos a la cabeza hubiese tenido menos votos que la de Vilma Ripoll.

Ya antes había sido celebrado y cebado, cuando declaró que había que buscar consenso y no votos. Los que lo celebraron y lo cebaron son hipócritas que dicen defender el "consenso" cuando en realidad defienden otras cosas. La política que se desmarca del "sí, bwana" ante cada uno de los factores de poder debe presuponer conflictos, porque no hay cambio importante sin conflicto, y esto lo sabe cualquier trabajador que pelea por su aumento de sueldo.

Pero como viene sucediendo, ahora el "doble comando" será celebrado, impulsado, festejado, porque no se critica lo que se dice criticar ni se defiende lo que se dice defender. Son eufemismos, máscaras. Nunca molestó realmente lo del "doble comando" entre la Presidenta y su marido, a la sazón presidente del partido de gobierno: lo que irritan son las ideas de ambos. Lo que irrita fue, es y seguirá siendo que el zoológico queda tan cerca de casa, ¿viste?

Las ideas de Cobos no irritarán a las señoras gordas porque Cobos tiene aptitud para dejar tranquilas a las señoras gordas. ¿Cuánto falta para que lo invite a comer Mirtha Legrand? Pero la gloria en estos términos no es gratis. Sobre esa conciencia límpida que dice exhibir Cobos pesará para siempre la herida abierta en el corazón y los sueños de muchos argentinos y argentinas que evalúan su conducta como una clara traición a la boleta que pusieron en las urnas de octubre.
(Página|12)


El cuentito

La "prensa independiente" y los intereses de los medios. El avance de la derecha ante la fractura del campo popular.

Por Sandra Russo

Barack Obama fue caricaturizado agresivamente por The New Yorker y tanto demócratas como republicanos pusieron el grito en el cielo. The New Yorker se sintió en la obligación de aclarar el espíritu de la caricatura, a modo de disculpa. El turbante musulmán de Obama y el fusil que cargaba su esposa revolvieron el estómago norteamericano. Ese estómago será imperial pero, en materia de política interna, funciona con reglas claras. A las bananas las dejan crecer prolijamente fuera de su territorio. A nadie se le pasó por la cabeza que la crítica a una caricatura semejante sobre un candidato presidencial rozara la libertad de prensa. Hubiese sido ridículo. Tan ridículo como fue que aquí sí se hablara, en estos meses, de atentados a la libertad de prensa. Desde que comenzó este conflicto, los grandes medios no sólo han caricaturizado agresivamente a la Presidenta –y no me refiero sólo a aquella casi anecdótica caricatura de Sábat sino también a clips presuntamente chistosos que siguieron entreteniendo a la audiencia–, limando la institucionalidad del lugar que ocupa legítimamente. Confunden la libertad de prensa con el derecho al agravio. Los grandes medios han funcionado prácticamente como órganos de prensa y difusión de los sectores del campo afectados por las retenciones móviles. En ese sentido, esos medios han violado sistemáticamente el derecho a la información de los ciudadanos. Lamentablemente, y por su parte, la televisión pública se comportó como la televisión pública de cualquier otro país, menos de éste. Fue revulsivo ver esa pantalla el último sábado, cuando en un homenaje a Favaloro se exhibió en primer plano, atendiendo teléfonos, a Noemí Alan, cuya foto más recordada fue tomada en la ESMA, brindando con el Tigre Acosta.

Así las cosas, una capa de mugre se interpuso entre la opinión pública y los hechos. No por casualidad, en este mismo momento y en las pausas del debate en el Senado, TN pone en sus volantas "El campo" y, por el otro lado, "Militantes K". Esa línea se estira y da por cierto que "la gente" va por su cuenta a Palermo y obligada al Congreso, y que quienes respaldan al Gobierno son sólo "militantes K": serlo, en el universo de esos medios, equivale a tener medio cerebro funcionando. El tejido semántico elaborado desde el discurso hegemónico rural ata al militante peronista con lo bajo de la política y también con lo más bajo de todo lo demás. Da repugnancia escuchar a Llambías golpearse el pecho y decir: "Yo, pueblo". Pocas veces como ahora hubo que cuidarse de las noticias como si fueran trampas cazabobos y nunca como ahora eso que se autodenomina "prensa independiente" fue tan dependiente de los intereses de esos medios.

Esto que empezó por las retenciones móviles ya no las tiene por eje. Hay hilachas lamentables, como la escena de la CCC o del MST poniéndole el toque pobre a la masiva reacción de la derecha. Y digo lamentables, sobre todo, porque uno las lamenta. La fractura del campo popular, en parte, explica por qué tenemos la historia que tenemos y por qué nunca hemos logrado que esta democracia, al viejo decir radical, sirva para comer, para curar y para educar a los más débiles. Cuando Alfonsín dijo aquello, los pechos se abrían porque quedaba atrás la larga noche de la dictadura, y todo era promesa. Pero no funcionó. Ni Alfonsín, ni Menem, ni De la Rúa, ni Duhalde se pusieron al frente de un giro democrático con contenidos populares. Lo hemos escuchado y dicho miles de veces: democracia formal no equivale a democracia real.

Hay quienes legítimamente creen que con Kirchner comenzó una etapa de depuración del peronismo y también hay quienes creen que, a pesar de innumerables errores (tal vez sean numerables, pero gruesos), los grandes trazos de los últimos años son los mejores que hemos vivido desde que terminó la dictadura. Esa gente, que es mucha y que no es necesariamente "militante K", entrevió desde el origen de esta crisis que el paquete del reclamo agroexportador venía con premio de derecha. Pero no de derecha democrática, porque ésa es todavía una materia pendiente en la política argentina. Aunque esté posiblemente en construcción por la fuerza de los hechos, los argentinos ignoramos cómo se autolimitará la derecha cuando no están los tanques a los que recurrieron siempre, para imponer, por la vía neoliberal o la neoconservadora, sus deseos. Si algo ha caracterizado siempre a la derecha, ahora engordada como un pollo de criadero con las hormonas de algunos ex progresistas, es que no respeta límites de convivencia. Sus exabruptos nos han deparado las mayores tragedias argentinas, aunque ellos se hayan ocupado de que los adjetivos "soberbio" y "autoritario" recaigan en un gobierno que se abstuvo obstinadamente de reprimir. Estamos todos grandes y bastante golpeados como para creernos el cuentito que narran a coro tantas voces desafinadas y de triste color.  (Página|12, 17/07/08)


Un límite

Por Sandra Russo

El antikirchnerismo es una cosa; el golpismo es otra. Se puede ser antikirchnerista en democracia, se puede hacerle un lockout patronal salvaje a un gobierno kirchnerista, se puede desparramar recelo, sospecha e injurias sobre la figura presidencial democrática y popular sin mayor riesgo. Todo eso se puede y está a la vista. La supuesta tiranía de De Angeli no usó una sola bala de goma a lo largo de este conflicto ni tuvo en ningún medio electrónico importante ni la mitad, ni la tercera, ni la cuarta parte no de la difusión, sino de la más burda propaganda que tuvieron gratis las entidades agropecuarias. Pero las cosas transcurrieron como un show desnudista, en el que a muchos de sus participantes ya se les cayeron los pantalones y ahora exponen sus partes íntimas.

En esa intimidad del reclamo original no hay, como no hubo nunca, voluntad de diálogo. ¿Se acuerdan cuando semana tras semana los periodistas de los canales de noticias repetían cada cinco minutos que el problema era que el Gobierno no se prestaba al diálogo? Sanata tras sanata hemos tenido, como espectadores, que escuchar una y otra vez los eufemismos evidentes de quienes se presentaron como víctimas de la confiscación.

Ya está a la vista que lo que hubo y hay es resistencia a vivir en una democracia que supone reglas de juego. Que hay resistencia a aceptar que hay límites para la ganancia extraordinaria. Ahora de eso se trata todo. Los ruralistas no van a respetar las reglas de juego democráticas. No lo están haciendo. Y no se detendrían si para deshacerse de la resolución maldita debieran deshacerse de la democracia. Pueden decir lo que quieran. Ya han dicho demasiado. Ahora estamos en acto.

Y lo que importa es lo que hacen, no lo que dicen. Más sopa, no. Más sapos, no. Llaman a desconocer la ley que saldrá del Parlamento. Ni importa cuál sea esa ley. No será la que ellos reclaman, porque hay un Estado decidido a intervenir en la redistribución de la renta. Están dadas las condiciones, según dijo De Angeli, para que se vuelvan a escuchar las cacerolas.

De Angeli, Buzzi, Llambías, Miguens, Biolcatti, Bullrich, Carrió, Aguad, en fin, del campo propio al despacho, ya conocemos las voces y las imágenes de quienes si hay cacerolas saldrán por la televisión de cable y aire a declarar que qué pena que no hubo diálogo. ¿Somos todos idiotas? No hay más hilo.

El antikirchnerismo es una cosa; el golpismo en la Argentina es otra. Limar las instituciones, desconocer leyes, correr todos los días las propias condiciones, volver a amenazar con cortes de rutas, volver a amenazar en consecuencia con el conflicto y el caos social que crearon ellos, a esta altura es actuar aquello que se desprendía, desde un primer momento, del "clima destituyente". Están, repito, en acto.

Acá deberían bifurcarse los caminos entre el antikirchnerismo y el golpismo. Nadie que no haya votado a este gobierno está obligado a coincidir con sus políticas, y todos pueden criticarlas. Pero plegarse ahora, que pasamos al acto, a difundir las ideas desestabilizadoras de algunos ruralistas y algunos penosos dirigentes opositores equivaldrá a pasar un límite que, como argentinos y con nuestra historia doliéndonos en los huesos, puede no ser un error más. Puede ser el error imperdonable.
(Página|12)


No voy en tren, voy en avión

Por Sandra Russo

Los medios de transporte argentinos también han caído bajo la oleada resemantizadora de las derechas campestre y urbana. No conviene ir en bondi a ningún lado, toda vez que el bondi en sí mismo está estigmatizado, y es, de la clase media reacia al peronismo para arriba, el medio de transporte por excelencia de los sobornados.

Antes de cada acto peronista o gubernamental, ahora los grandes medios, que no quieren retacear ninguna información que importe a sus lectores, indican cuántos micros se esperan. El anuncio de la cantidad de micros funciona como un aguafiestas por anticipado, como un desautorizador de presencias, como un prejuicio hecho juicio. Desde la publicación del dato, el dato mismo comienza su recorrido por bocas opositoras que, agarradas con uñas y dientes a la idea de que si el Gobierno tiene apoyo es porque paga, machacan con la representatividad de "los sueltos".

El micro es el emblema del acto de afirmación comprado a fuerza de viático y chori. Los representantes de las entidades de propietarios campestres se ufanan muy seguido de que "su gente" es la que va gratis a todas partes. Vaya paradoja, cuando "su gente" y ellos mismos han desatado este vendaval institucional de proporciones para impedirle al Estado que regule la renta. Irán a los actos gratis, pero por todo lo demás vienen cobrando y mucho desde hace tiempo. Es más: podría decirse que se constituyeron en quienes son gracias a unas ganancias con las que ni sueñan ni soñaron nunca ni los desarrapados que antes cortaban rutas y para quienes se pedía represión (recuerdo un entredicho público con Joaquín Morales Solá, en tiempos del Puente Pueyrredón cortado, a raíz de su pedido de "orden" desde La Nación; un "orden" que sólo podía implicar en ese entonces represión).

Uno no va a negar el modo clientelista de gobierno, típicamente peronista de derecha, pero de ahí a extender la idea de que Los Micros, esos vehículos fantasmáticos que transportan aluviones zoológicos, son el único apoyo en el que se respalda el gobierno democrático, hay por lo menos varios errores de evaluación e interpretación. El Micro, enviado por el sindicato o el puntero, es señalado hoy como la prueba de que de un lado están los que enarbolan sentimientos y del otro los muertos de hambre.

Tiremos de esa sospecha, tiremos del hilo que nos dice que Los Micros llevan gente que no vale la pena de ser tenida en cuenta, y nos encontraremos muy pronto con aquellos que no hace mucho volvían a soñar con el voto calificado.

Cuando Buzzi dijo que el obstáculo en la Argentina son los Kirchner, lo hizo con la brutalidad de quien decide obviar una victoria electoral o lo hace descansar en el voto comprado, en el voto vacío de contenido porque el que votó K lo hizo apurado para no perderse el choripán correspondiente. Sólo esa lectura de la realidad, subestimadora en un grado inefable de la voluntad popular, guiada por la idea de la vanguardia iluminada que no sólo derrotará al Gobierno, sino que también, después, derrotará a la Sociedad Rural y a todo escollo que se interponga entre "los gringos" y su paraíso de soja liberada, puede explicar un dislate semejante. Ayer pidió disculpas; es de esperar que sean sinceras, no porque de repente tenga mejor opinión de la Presidenta, que eso no se le pide, sino por un elemental respeto institucional.

Pero los muchachos del "campo" actúan como si este gobierno no hubiera tenido votos, apoyo, cariño, confianza. Como si no los tuviera. Actúan como si estuvieran solos en un país, y alguien osara regularles algo. No cualquiera. Los regularon, los apretaron, los hicieron pelota, pero los muchachos fueron mansos en el menemato. El menemato tenía a la clase media de su lado, acaso porque los que más pagaron sus políticas fueron los débiles. Si Menem fue alguna vez rubio y de ojos celestes para muchos, esos muchos eran los que, como siempre, desde el principio de esta historia argentina, no tenían nada que agregar cuando los aplastados eran de tez mate. (Página|12)


La parte por el todo

Por Sandra Russo

Si este país fuera un pizarrón, se vería una flecha salir de la escarapela y llegar a aquello que en la dictadura se llamaba "el ser nacional". Gracias a las Ciencias de la Comunicación, y a saberes relacionados con ellas que han tenido un extraordinario desarrollo en las últimas décadas, hoy es posible, claro (¡Acá siempre es posible casi todo!), pero mucho más difícil que un sector pretenda hacer pasar sus intereses por los de "todos", o que se embandere impunemente con "la argentinidad", sin que nadie pegue el grito.

Ha pasado. Ha pasado y no se gritaba. Los sectores financiero y militar hicieron en su momento un atroz merchandising con los colores patrios, hicieron de la escarapela un packaging del argentino modelo, o del argentino tipo, o del argentino promedio: quiero decir, de alguien que no existe. No importaba. O mejor dicho: invocando al que no existía, hicieron y deshicieron biografías de gente real, de carne y hueso, con nombre y apellido. Usaron los símbolos para tragarse a los opositores.

Pero es como el truco de un mago que uno ya conoce. El espectador no se concentra en la paloma que sale del sombrero: deja fijos los ojos en la manga del mago. A propósito, hace ya un tiempo hubo un reality show que no llegó a prosperar por la protesta, precisamente, de los magos. Sin el secreto del truco, su oficio no tiene chance. Un reality que expusiera en detalle cada truco era pura ganancia para el reality, y un pasaporte a la muerte para el oficio del mago. Los magos se defendieron. Se dio por válido el razonamiento.

Hay saberes vinculados a la Comunicación, como la Semiología, por ejemplo, cuya esencia radica en mostrar los trucos del lenguaje. Desarticularlos. Antes no los había. Antes estábamos inermes. Vestir una ciudad de celeste y blanco o repartir escarapelas es un ardid más bien sencillo y burdo, toda vez que no es el patriotismo lo que impulsa esos actos, sino una pretensión de representación inexacta, desproporcionada, voraz, falaz, cretina.

Varias generaciones fueron rehenes del truco montado ya a principios del siglo pasado, cuando se estableció que algunos eran más argentinos que otros, y cuando se decidió que algunos iban a formatear la idiosincrasia nacional sin la participación del pueblo. Así, resultó que el modo de vida "occidental y cristiano" era el inequívocamente argentino, y dentro de ese modo de vida tabulado, pautado, controlado, la política era basura.

Hoy que los chacareros le han tomado el gusto a la política, enhorabuena si se agrupan y dan forma a un partido político que pueda competir en elecciones. Pero no es ésa la ruta que avizoran por el momento, ya que hasta ahora persisten, sus representantes, en pretender representar más que los intereses de su sector. En una nota que pasó TVR hace una semana, un ruralista, al principio del conflicto, era interpelado por un cronista. "Bajan las retenciones o se van", decía el hombre, refiriéndose al Gobierno. Los presidentes de las entidades agropecuarias han recurrido, desde que la crisis se les fue de las manos y desde que comprobaron que no era tan fácil como a ellos les parecía hacer retroceder al gobierno que lidera una mujer, al otro viejo truco: "Las bases nos desbordan".

Bueno, aquí y en todas partes cuando algo álgido estalla, las bases desbordan. "Las bases", aisladas en su microclima, enamoradas de su propia épica, tienden a creer que la pelea por sus ganancias es una "patriada". Pero esos presidentes de entidades sectarias deberían revisar de qué modo y con qué argumentos fogonearon durante todo el conflicto a "sus bases". Cómo les calentaron las orejas. Cómo dibujaron, hacia afuera pero también hacia adentro, un poder de maniobra que necesariamente es acotado, y está bien y es democrático que así sea, ya que acá nunca hubo, como rezó cierto relato "pro-campo", dos partes en conflicto. Hay un Estado nacional que actúa y regula, y un sector que reacciona y se defiende. Pero incluso en esa presentación del panorama, heredamos del pasado teorías dípticas y simplistas, teorías mentirosas, que prefieren suprimir diferenciaciones sustanciales y, haciéndolo, avivan los fuegos.

Ni la bandera ni la escarapela son de nadie y ni la bandera ni la escarapela hacen más argentino a nadie, ni mejor, ni más honesto, ni más sincero. ¿Insistirán mucho más con este tipo de trucos desgastados? ¿Seguirán mezclando soja con nobleza, tractor con fuerza de voluntad, pollo con valentía y lácteos con coraje?

Probablemente las cosas tendrían una solución más rápida y más sencilla si dejaran los símbolos en el lugar que les corresponde, que es un lugar colectivo, y se abocaran a ver cómo siguen trabajando dignamente en un país en el que hay muchos otros que aspiran a lo mismo. (
Página|12, 25/05/08)


"Ver morir" y "regalar"

Por Sandra Russo

"Prefiero ver morir a las vacas antes que regalarlas", dijo Alfredo De Angeli. Ya no hace ninguna falta decir quién es De Angeli ni describir sus modos. La frase es de barricada, ya que uno tiende a creer que De Angeli, como cualquier ganadero, como cualquier persona con dos dedos de frente, preferiría vender barata una vaca antes que verla morir. ¿O no? ¿Pero y si fuera cierto? ¿Qué pasa por la cabeza de una persona que de verdad, y no en forma figurada, prefiere ver morir a una vaca antes que venderla barata? En esta última pregunta fue necesario reemplazar el "regalarla" por el "venderla barata", porque inequívocamente lo que quiso decir De Angeli fue eso. Pero el uso de "regalarlas" también merecerá, más adelante, un comentario.

"Prefiero ver morir a las vacas antes que regalarlas" indica antes que nada que se es dueño de vacas que están a la venta.

En rigor, es un eufemismo que refiere el valor de mercado que se le trata de imponer a una mercancía, la vaca, y el extremismo con el que se pretende defenderlo. No deja de ser, claro, una metáfora que nadie tomará por literal, pero por el hecho mismo de ser una metáfora que se interna en territorios semánticos con connotaciones que nada tienen que ver con el mercado, también es un acto nudista del lenguaje. Está sellado a fuego, para la opinión pública acrítica que se informa a través de los grandes grupos periodísticos, que las medidas del Gobierno obligarían a los ruralistas a "regalar" sus mercaderías. Las coberturas periodísticas de las asambleas de De Angeli nunca se alejan de su persona. Es lo que provoca a su alrededor De Angeli lo que les ha regalado, y sin comillas, la posibilidad de espectacularizar una protesta que esos medios siguen definiendo como "protesta", sólo porque a esos mismos medios no se les ocurre irse un poco más allá, informativamente, del escenario en el habla De Angeli.

¿No es raro que en semejante crisis que ya superó hace rato el conflicto con "el campo", jamás hayan aparecido, en los grandes medios, notas sobre los campesinos? ¿Vivimos en un país sin campesinos? ¿"El campo" estalla sin campesinos? ¿Y eso no es un hecho insólito en un país tan extenso? La Federación Agraria, vaciada de todo su contenido original, degenerada en su naturaleza de actor social con intereses y lectura propia, fagocitada por la melena canosa y patricia de Miguens, debería hablar de campesinos, no sólo de propietarios. La Sociedad Rural no ha necesitado exhibir ninguno de sus costados salvajes. Ahí los tiene a los muchachos de la Federación, que manejan mejor que ellos la barricada, para darle épica a la epopeya de las camperas de carpincho.

"Prefiero ver morir a las vacas antes que regalarlas" es una frase que contiene al De Angeli básico, y es otra prueba del inmenso poder simbólico que la Federación Agraria está poniendo al servicio de sus explotadores históricos. Como es improbable que esta crisis termine con una reforma agraria, como a veces parece esperar el otro, Buzzi, y algunas agrupaciones troskas, se diría que ese poder simbólico está siendo no sólo desvirtuado, sino además regalado.

La palabra "regalar" es curiosa. Me imaginaba a Jesús, a Gandhi, a San Francisco, a San Bernardo, al Che, a la Madre Teresa, qué sé yo, a cualquier líder humanista o cristiano, diciendo "prefiero ver morir a las vacas antes que regalarlas". ¿No parece un blooper semántico? ¿No se le traspapela, a la frase, su costado siniestro?

Pero no hay que exagerar. No es una frase religiosa, ni siquiera política. Es apenas la chicana del dueño de la vaca. Pero a propósito, para revisar también esa última instancia, la muerte, aplicada a slogans y discursos políticos, arrimo aquí una reflexión de Bertrand Russell, tomada de un reportaje que le hizo en 1965 el periodista desaparecido Enrique Raab: "En 1782, el patriota norteamericano Patrick Henry pergeñó la frase que dio rienda suelta a todos los nacionalismos. Dijo: ‘prefiero morir que seguir dependiendo de la Corona Británica’. Ahí comenzó el desastre; la fórmula hizo carrera. El día en que algún norteamericano diga ‘prefiero ser comunista antes que morir’, o que algún soviético grite ‘prefiero ser capitalista y no cadáver’, bueno, ese día se habrá producido una revolución en el pensamiento humano". 
(Página|12, 19/05/08)


La costra

Por Sandra Russo

Durante un año vinieron a mi taller de escritura dos vecinas de Zárate. Dos audaces. Se venían todos los jueves a la Capital por dos horas, aunque me imagino que por lo menos en la mitad de la medida disfrutaban las charlas de los viajes de ida y vuelta. Recuerdo muy bien la cara de una, la de la otra no tanto. Pero si tengo que hacer algo parecido a la memoria emotiva que hacen los actores, lo que me trae el recuerdo de aquellas dos mujeres es el de un constante estado de alerta.

Las dos estaban vinculadas a los derechos humanos. O por lo menos ésa era la perspectiva desde la que escribían todos sus textos. Los de ficción y no ficción. Las dos, por distintas razones personales y con diferentes grados de intensidad, necesitaban escribir sobre su estado de alerta. La escritura era en ese sentido, para ellas, de-sinflamatoria, igual que algunos vínculos de toda la vida, vínculos barriales que cultivaban con dedicación. Creo que en este caso se entiende perfectamente la expresión "desahogarse". Zárate tuvo un número record de desaparecidos. Algo había quedado crudo en Zárate.

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Zárate volvió esta semana y lo hizo como un latigazo.

Pero es un latigazo que recae en una parte del lomo de esta sociedad. Increíblemente. Ya pasó con Julio López. De acá para allá son todos setentistas. La indiferencia general (esto es: el secuestro de Puthod no fue tema de conversación ni en ascensores ni en verdulerías, como sí "el campo", como sí el humo) está diciendo que a más de treinta años de la peor masacre política de la historia argentina, todavía hace pie, en las profundidades más sórdidas de la conciencia colectiva, aquel "algo habrán hecho". Todavía, en el pozo ciego de esta idiosincrasia, sigue vigente la materia prima ideológica y emocional que admite, llegado el caso, el asesinato. Para decirlo claramente: "Algo habrán hecho" es una frase con la que se disculpa el asesinato.

No estamos hablando de otra cosa. Es el modo de terminar con algo.

Es un permiso. Es un umbral muy bajo de tolerancia a la política. Es una desviación. La tortura, la intimidación, la amenaza, el robo de niños, el mal en todas sus formas, desplegado en todas sus estrategias. Esta sociedad lo anidó, lo dejó madurar, lo concibió. Concibió a esos hombres que concibieron ese plan de exterminio. Los está juzgando a regañadientes.

Los condenados y los procesados tuvieron sobradas razones, durante décadas, para creer que jamás iban a pagar sus culpas. Ni siquiera las admiten. No se ven constreñidos a admitirlo, ni siquiera a defender sus ideas. Y eso es crucial. Los genocidas nunca defendieron sus ideas públicamente. Han desaparecido a sus ideas, como a sus víctimas. Y cuando hablo de ideas, no me refiero ni a política ni a economía, sino a algo anterior a todo eso. ¿Qué ideas soportan el crimen como herramienta? ¿Qué ideas valen la vida de uno o de tantos? ¿Cómo se justifica lo que hicieron? No lo justifican. Lo niegan.

Esa ruta que tomó el impulso asesino de los mentores y ejecutores del genocidio, el más completo silencio, encuentra su contraparte en varios sectores sociales que ahora responden con silencio a la prueba fehaciente de que lo que llamaban "pasado" no pasó. La misma prueba sirve para constatar una vez más que en eso que en relación a los derechos humanos se llama "pasado" hubo prácticas inexcusables y aberrantes, como la que lo tuvo por víctima ahora a Puthod. Y sin embargo... ningún escalofrío parece recorrer el clima general, como sí las retenciones móviles y la pelea del Gobierno con Clarín. Si el espanto no espanta, estamos en problemas mucho más graves que los que provocan las peleas por intereses sectoriales. Esas peleas son la moneda corriente de una democracia, sobre todo cuando hay piezas avanzando y retrocediendo. Pero ésas y decenas de otras peleas políticas por venir pisan en falso si una sociedad que se pretende democrática, que se declama tolerante, que se asume occidental, cristiana para más detalles, no ha tomado entera, toda, la íntima conciencia de que absolutamente ninguna idea –y ningún interés– vale una vida.

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El que viene de Zárate es un latigazo tan fuerte, tan espeluznante, que no cabe menos que dar cuenta del sonido del golpe sobre los cuerpos y los miedos de miles y miles de personas. Pero algo de eso hay: la noticia del secuestro del presidente de la Casa de la Memoria de Zárate es, desde el jueves pasado, el sonido de un latigazo, el relato de un latigazo, algo referido, diferido, vago, lejano, es hasta impreciso cuando esta vez, y no como sucedió con López, los responsables de las áreas respectivas estaban como aquellas dos vecinas que conocí, en estado de alerta.

En su momento se habló de la "desprotección" de López, testigo clave contra Etchecolatz. Ahora también se habló de la "desprotección" de Puthod. Pero nadie está protegido de verdad, aunque tenga custodia, si vive en un país que no grita de indignación ante el esbozo de un crimen como hubo miles. Miles y miles. Asesinaron a miles y miles de personas. Lo digo, lo escribo, y sin embargo logro apenas el sonido del teclado y el dibujo de las letras en la pantalla. Este país tiene una costra que no deja pasar el peso específico de los huesos sin tumba. Todavía. (Página|12, 02/05/07)


Una inquietud

Por Sandra Russo

Dicho así, puede parecer una pregunta. "Perdón, una inquietud", es un tipo de interrupción que se usa mucho. Es previsible que hoy haya muchísima gente con ganas de decirles a la Presidenta y al ex presidente, desde ayer la cabeza del PJ, "perdón, una inquietud". Porque hay cosas que inquietan, sin ir más lejos la salida de Lousteau. ¿Qué explicación se le atribuye a esa salida? ¿La que uno decida creerle al columnista político cuya versión elija o le toque en el diario de la mesa del bar?

Y es de esperar, en virtud del vendaval desatado, que en Gobierno se comprenda que si hay vendaval es porque no están solos, que son acompañados en la neblina simbólica y violenta que en estos días en parte reflejan y en parte generan los medios. Pero que la energía para enfrentar momentos difíciles debe encontrar su flujo constante y rítmico hacia arriba y hacia abajo. Y que no hay otra manera de que esa savia fluya que no sea a través de la comunicación. El Gobierno es responsable de cómo comunica sus medidas, sus diagnósticos y sus políticas. El Gobierno es responsable de generar, como dice la Presidenta cuando usa una palabra que irrita sobremanera a los dueños de los medios, su propio "relato". Si no hay relato propio, hay ajeno.

La situación política nacional, con los ruralistas y los medios apantallando todo el día versiones e interpretaciones dramáticas, incluso con relojitos que hacen parecer la "tregua" como un acuerdo entre dos partes de iguales, y que le dan incluso al relojito el sonido de una bomba, se enrareció de un modo tan vertiginoso y tan beligerante que es necesario dar herramientas discursivas y argumentales a los ciudadanos. Ese lugar no se puede dejar vacío, porque por definición se llena. Así como a esos ciudadanos les habría gustado que el discernimiento entre pequeños productores y pools de siembra hubiera quedado expuesto desde un primerísimo momento, para ahorrarse días de malestar e incertidumbre, hoy también necesitan saber por qué se fue Martín Lousteau. Es imprescindible pensar este escenario con alguna lógica que nos salve de repetir como idiotas la cantidad considerable de idioteces que se escuchan todo el día.

Al Gobierno hoy se lo ataca y se lo defiende. Pero así las cosas, hoy, inermes frente a una información dirigida no a informar sino a generar sucesos, tampoco los ciudadanos que interpretan este momento como el de una puja decisiva pueden quedarse sin palabras ante hechos que no comprenden o los sorprenden o los inquietan.

Esa es la inquietud que provoca el alejamiento de Martín Lousteau. Hoy hay en danza muchas versiones; los ciudadanos críticos con los críticos se han vuelto buzos expertos en sumergirse entre líneas. Decodificar cansa. No cuenten con semejante inversión de energía ni a corto plazo. Es obvio que cuando la Presidenta habla de "relato" no se refiere a un "cuento" ni a una ficción sino a la acepción que "relato" tiene desde hace ya décadas en las ciencias sociales. Una construcción de sentido a partir de datos reales. Nadie puede escaparle al relato en ese sentido. Ni en lo privado ni en lo público. Pero cuando se le pide la renuncia a un ministro de Economía y hay zumbidos de modales jacobinos por parte de otro funcionario flotante, y hay embestidas por los cuatro costados, el Gobierno debe admitir que la comunicación es un área oficial descuidada, desértica. Hay una inercia peronista, se diría, que se cree capaz de prolongar la magia más allá de donde lo aconseja la razón. (Página|12, 27/04/08)


Una flor

Por Sandra Russo

Se trata de una mujer común, ni linda ni fea, una mujer entre tantas. Peronista, debe ser de familia peronista. Militaba en los ’90 cerca de Ernesto Landau, un caudillo bonaerense que en ese preciso momento era el apoderado del PJ. El de los ’90 era un PJ vergonzoso. Hubo una alianza en Escobar, con Patti, que asumía su primera intendencia. Esa mujer, Claudia Achu, fue designada encargada del cementerio de Escobar, sin tener ninguna experiencia en gestiones de ese tipo. Y aquí empieza a fisurarse el hueso de la historia.

En el reportaje que le hizo en este diario Adriana Meyer, Achu relata su historia con una pasmosa naturalidad. Y en el verosímil de esa historia, es importante que Achu, en aquel momento, haya sido una mujer casada, con dos hijos, auxiliar de enfermería de profesión, quizá de vocación. Se tiró a medicina, pero llegó a segundo año. Pero fue asistente social y trabajó en los barrios y en los hospitales. Quién le hubiese dicho que iba a terminar encargándose de los muertos.

Esta historia, cuyo hueso quedó expuesto en el juicio a Luis Patti, también habla de las vocaciones profundas, las que vienen sopladas por alguna interior. Las vocaciones que se realizan más allá de cualquier circunstancia. En ese sentido, la historia de Claudia Achu es asombrosa.

Achu necesitaba remover tumbas y no podía. Y necesitaba habilitar más tierra en el cementerio y no podía. Como el cementerio de Escobar era una de las cajas del intendente, esta señora Achu, con una rara mezcla de inocencia pejotista y obstinación femenina, fue a verlo a Patti. Achu sabía quién era Patti. Se presume en el relato que en aquella entrevista puso por delante su deber de recaudar para el intendente por encima de la sospecha de que ese mismo intendente era el que había sembrado el cementerio local de muertos sin identificación.

La orden fue no tocar, no hablar, no remover, olvidar. Aquí la figura de Achu comienza a recortarse de las que la rodean. Aquí empieza a latir en la historia la pulsión de la verdad, que encuentra en su camino a Achu. Ella en ese preciso momento destinaba un sector recién removido del cementerio a una empresa de sepelios. Pero cuando se iba a hacer la inhumación, el encargado corrió a avisarle que abajo del cuerpo reducido esa mañana había otro, sin cajón, con zapatillas.

Pese a que la orden ya había venido y que el intendente era Patti y que Achu no tenía ni apoyos políticos ni otro trabajo, la mujer prohibió tirar ese cuerpo NN al osario. Al día siguiente la echaron. Y pese a todo lo que ya se dijo, pero que conviene tener presente todo el tiempo, como Achu lo debe haber tenido, la mujer decidió no irse a su casa sin antes hacer una denuncia en un juzgado de Campana.

Descubrieron más de cien cuerpos sin identificar. Entre ellos el de Gonçalvez, cuya causa fue clave para la detención de Patti. La denuncia y la declaración de Achu también. La denuncia, radicada en 1996, ya había pasado al olvido después de la ley de Punto Final. Achu no sólo se había quedado sin trabajo. Se divorció y se tuvo que ir de Maschwitz con sus dos hijos, para los que tuvo que pedir protección.

En el reportaje del lunes, Achu dijo en un momento: "Yo no lo enfrenté desde la ideología, sino porque era lo que tenía que hacer". Me permito, por la presente, pasarle resaltador a esa frase. Pese a su inserción partidaria, pese a las intimidaciones que siguieron, pese a que esos NN se pusieron accidentalmente en su camino, la historia de Achu es la que alguien, como ha habido siempre, como es de esperar que siempre habrá, sencillamente se planta ante lo que considera inaceptable. Alguien que de pronto sabe algo y se ve compelido a actuar en consecuencia. Las personas como Claudia Achu son las que nos devuelven, cada tanto, el mejor rastro de la condición humana.

A ella la invitaron los hermanos Gonçalvez cuando enterraron a su padre ya identificado, y ellos ya estaban juntos gracias a esa identificación. Achu no fue. Sí los había conocido, dice que cuando se vieron se abrazaron como si se conocieran de toda la vida. Pero Achu no fue al entierro porque, dice, "no quise que esto se politizara". Ella quería simplemente "que esa gente tenga una flor en su tumba".

Achu es un ejemplo de los escasos. El de los que hacen lo que tienen que hacer. (Página|12, 15/04/08)


La zona gris

Por Sandra Russo

A una chica de Zona Norte las compañeras le pegaron porque era muy linda. Vaya razones, criaturas. Están pasando algunas cosas raras con las púberes, de las que conviene tomar nota. Hay explotando una nueva sexualidad adolescente, que incluye la ambientación mental del porno. Un amplio sector de las niñas de vidas amables se da permisos insólitos. Pero tratándose de un giro de época, marcado a fuego por el mercado, habría que preguntarse o invitarlas a preguntarse si esos permisos se los toman, o si se sienten obligadas a tomárselos, para estar a tono unas con otras, y así sucesivamente.

Los estudios de algún remoto instituto de sexualidad norteamericano, si uno se tomara el trabajo de buscarlos, seguramente tendrán alguna estadística sobre adolescentes peteras o algún trabajo sobre la incidencia del pete en la satisfacción con la que algunos varones de hoy sobrellevan las relaciones estables. (El solo y simple hecho de que a la fellatio se le pase a decir "pete" implica necesariamente la domesticación de lo exótico: ese mismo movimiento vuelve trivial lo excitante. Por una fellatio un varón tenía que esperar. Hoy, la cultura popular indica que un "pete" no se le niega a nadie. Si hay onda, se entiende.)

La revista Cosmopolitan, biblia de nuevos usos y costumbres que en general suelen ser siempre los mismos, filtraba sin embargo en octubre del año pasado otra nueva escena de la sexualidad adolescente. Cosmo lo titulaba "Un nuevo tipo de violación".

El fenómeno pertenece al mismo reino que las peteras, los cócteles de alcohol y tranquilizantes, los boliches donde se admite sexo en los sillones, el valor en alza de la puta sobre el de la chica new romantic, los sitios porno dedicados exclusivamente a adolescentes borrachas. La nota habla de "una zona gris", un límite borroneado entre la relación sexual ocasional consentida y la relación forzada.

En rigor, de lo que está hablando es de un límite borroneado, no por el varón de la escena, sino por el alcohol que tomó la chica, y que no le permite recordar exactamente si pasó o cómo pasó. Uno de los sueltos de la nota informa que "tres de cada cuatro de las víctimas están borrachas cuando ocurre el ataque".

Es interesante el planteo de si esto constituye o no una nueva forma de violación. Todos recordamos a la joven y fumada Jodie Foster en aquel bar de la película, coqueteando en la máquina de música. Y experimentamos el sentimiento asqueante de aquella violación múltiple, una escena que tuvo por víctima a la chica que no por fumar ni coquetear indujo a nadie. Pero no se trata de una historia así, en singular. Se trata más bien de una tendencia a depositar en "la zona gris" las decisiones, las elecciones, las convicciones que debe hacer una mujer en cada etapa de su vida. Se trata de estar conscientemente (esto es: públicamente) a favor o en contra de determinadas actitudes, pero sin necesidad de sostener lo que se cree, porque a "la zona gris" se llega después de la pastilla, las gotas, los tragos, en fin, se llega vulnerable. Y sobre todo, ya institucionalizada, codificada, descripta, a "la zona gris" se llega queriendo desentenderse de la responsabilidad sobre el propio cuerpo. (Página|12, 09/04/08)


La plaza de las Trillizas

Por Sandra Russo

Hace rato que el campo seduce a la ciudad, tanto como la ciudad seduce al campo. "Yo estoy con el campo", se leía ayer en las pancartas cuadraditas que exhibían jóvenes de look Cardon, una marca que, dicho sea de paso, tiene en Palermo su "torre rural". Parece una bizarrada argentina, y acaso lo sea, pero en el sitio web de la marca que impuso la ropa de estancia entre jóvenes y adultos que de estancieros tienen poco, se indica que sus emprendimientos inmobiliarios se originaron en el deseo de que la gente del campo "se sienta en la ciudad como en su casa".

Algunos barrios de esta ciudad, anoche, estuvieron con el campo, aunque no se sepa muy bien cuál es el lazo que se estrecha, más allá del espanto que los une, y que es el gobierno kirchnerista. Iba a pasar tarde o temprano, pero seguro iba a pasar ante alguna señal concreta de que había llegado la hora de redistribuir un poco, un poquito, algo de lo que tienen y nunca en la historia han cedido de buena fe o buena gana.

Las Trillizas de Oro lo supieron antes que muchos, y por eso hicieron buenos matrimonios: acabado hace rato su cuarto de hora, las chicas fueron noticia solamente porque las tres eligieron casarse con polistas. Hay un glamour polista que recoge cierta muchachada bilingüe, un toque de distinción en alpargatas, un manierismo de mate con la peonada, un aire de familia numerosa y divina que aunque argentina, es rubia y fina. La base social y cultural del nicho citadino que no tiene empacho en arrebatarles a los piqueteros sus piquetes y que desembarcó en las calles con entusiasmo de debutante, encanto del polista.

A propósito, el lunes 24 me equivoqué de marcha, y en lugar de ir a la de los organismos de derechos humanos aterricé en la de las agrupaciones de izquierda. Quien se atuviera a lo que allí se megafoneaba, jamás hubiese comprendido este país, que un día después, un solo día, ofreció en el mismo escenario el espectáculo del sector agropecuario forzando rebelión en la granja.

A pesar del arrebato con el que estas líneas están siendo escritas, hay al menos un par de cosas claras. Quien votó a Cristina Kirchner se presume que votó algo parecido a lo que pasa. Medidas que redistribuyan riqueza. ¿Por qué hasta ahora no se tomaron medidas como éstas? Porque medidas como éstas no son gratis. Porque la riqueza no se suelta. Porque no hay lógica ni ideología capaces de arrancarle a un sector privilegiado algo de lo que tiene. Porque a la redistribución de la riqueza hay que acompañarla y sostenerla y defenderla de la reacción que provoca. Porque para acompañar un proceso de redistribución de recursos y de asignación de torta hay que hablar claro, tener coraje y poner el cuerpo y la cabeza a favor de ese cambio. Porque es más fácil, desde un progresismo previsible, rancio y fofo, seguir boludeando con el bótox o las carteras de la Presidenta.

Hoy hay miles de personas en las calles con pancartitas que dicen "Yo estoy con el campo", sin que eso signifique otra cosa que estar en contra de este gobierno y de las medidas que pueden rozarles las ganancias. Así ha sido siempre. Siempre han estado a favor de quien les done favores y en contra de quien se los recorte. No los mueve nada más que el bolsillo. No hay otra ideología que el bolsillo, aunque usen alpargatas y salgan de padrinos del hijo de un peón. (26/03/08)


Ser siervos, y prosperar

Discípulo de Billy Graham, encontró un nicho envidiable, el de predicarles a los hispanos de EE.UU. ese evangelismo de la prosperidad capitalista, el del ascenso espiritual y material. Sus festivales en el Obelisco permitieron observar en funcionamiento a sus "células" de "doce siervos" y el espectacular merchandising.

Por Sandra Russo

El sol todavía cae en picada sobre el enorme escenario montado en la 9 de Julio cuando Luis Palau, un rato antes de lo anunciado y con apenas una cuadra y media de audiencia acalorada, sale al escenario a hablarle al público infantil. Como todo el mundo sabe, el público infantil es más difícil de conquistar que el adulto. "¿Quién es el rey más superpoderoso de todo el mundo?", pregunta Palau ante un auditorio que parece preferir seguir viendo payasos y bailarines y que no vitoreó su salida escénica. "¿Quién es el rey más todopoderoso de todo el mundo?", repite. Si hay algo de lo que Luis Palau no se cansa, es de repetir las cosas. El público infantil y hasta los padres del público infantil titubean ante la pregunta. "Jesús", dicen algunos. "Dios", dicen otros. "¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Es Dios!" despliega su técnica el predicador. "¿A ver, los varones? ¡Dios! ¿A ver las nenas? ¡Dios!" No hay mucho entusiasmo. Es que al entusiasmo de Palau cuesta empardarlo. Parece conectado a un motor de energía permanente, autoseducido por sus dotes de orador multitudinario.    

Palau tuvo el viernes y ayer en el corazón de Buenos Aires, que le fue incomprensiblemente concedido, a la otra cara de la sociedad que lo mima y le compra rifas en cenas en las que los políticos se rinden ante el poder de convocatoria del pastor. El, que abiertamente busca y recibe la complacencia de los poderosos, tuvo en el centro porteño a los clásicos fieles evangelistas. Pobres que buscan calma y consuelo. "Aquí, esta misma tarde, hoy, 14 de marzo, en Buenos Aires, puede presentarse Jesús en tu vida y cambiarla", repitió varias veces. "¿Quién quiere que Jesús entre en su corazón?" Esa pregunta es más fácil, y se levantan unas cuantas manos y manitos.

Así, a modo de formulario para ser completado entre Palau y la gente, el pastor habló de Dios, de su hijo Jesús, de la cruz, del pecado. "¡Jesús vino a pagar nuestros pecados! ¿De cuánto pecado nos libró Jesús?" Otra vez el neutro lo traiciona. La pregunta es rebuscada. "¡De todo pecado!" se apura a completar él mismo, para que no decaiga.

Los pibitos de cuatro o cinco años que tienen vinchas de "Jesús te ama" piden helado y Coca. Las púberes andan con remeras de Vico C, el puertorriqueño que desde hace unos años acerca al público del reaggetón al culto. Tremendo desafío. Asexuar el reaggetón.

–¿Por qué le dicen "el filósofo" a Vico C? –le pregunto a Nancy, de dieciséis, que está con una amiga y tiene puesta una remera con la cara del cantante.

–No sé –me dice.

–Por las letras –contesta la amiga.

–¿Cómo son las letras?

–Habla de Jesús. No dice suciedades.

Sobre Carlos Pellegrini, un grupito de adolescentes hip hoperos se amucha para rapear casi en secreto. Uno lleva el ritmo y otro improvisa. Hay que agacharse junto a ellos para alcanzar a escuchar algo. Lo que se escucha no es estrictamente religioso. "Me voy a fumar un porrazo." Se ríen. Vinieron con su iglesia, como todos. Hace poco que forman parte. Aunque ya está Palau hablando en el escenario, ellos siguen en la suya. Miriam, que lleva puesto un chaleco naranja que reza "Amigos del Festival", comenta: "Son chicos. Todavía no son siervos".

La célula

Miriam me acerca un folleto del festival. En él se lee, en tipografía bien grande, un incoherente "Entrada gratis", tratándose de un acto callejero. El folleto guarda la gran promesa de Palau. "Tu vida puede cambiar hoy mismo." El pastor sabe que en las cenas en las que vende rifas a precio de oro o cosecha relaciones con actuales o futuros líderes políticos están los pocos. Y que los muchos son estos otros, éstos a los que les gustaría "cambiar la vida, salir de este enredo, huir de todos, alejarse, viajar a otro país, empezar de nuevo". El trae la solución, que obviamente no es ni huir ni viajar ni alejarse, sino "recibir a Jesús ¡ahora mismo!"

–Yo prosperé –dice Miriam.

Esa es la primera razón que enuncia para explicar su condición de líder en su iglesia evangélica de La Matanza. Como todos los que forman parte de la organización esta tarde, Miriam fue designada por su propio pastor para hacer su tarea. Cada pastor interesado en vincularse con el festival se contactó con la gente de Palau y así, a través del aporte de decenas de Iglesias, bajaron las directivas primero a los pastores, después a los líderes y por último a los miembros de las células.

–¿Las células?

–Cada líder tiene a cargo doce personas. Eso es su célula.

–¿Por qué doce?

–Como los apóstoles.

–Ah. ¿Y qué hace falta para ser líder?

–Que te elija tu pastor.

–¿Y a vos por qué te eligió?

–Porque soy siervo.

La historia de Miriam es aproximativa a muchas historias más surgidas del malestar y la pobreza. Se acercó a una Iglesia evangélica hace quince años, cuando estaba pensando en suicidarse. Un mal matrimonio y una constante melancolía no le daban ganas de vivir. Dice que encontró a Jesús y fue un consuelo, pero que recién hace cinco años que es "siervo". Debe entenderse por "siervo" la entrega acrítica a Jesús, intermediada por su pastor.

Miriam convenció a su marido para que la acompañara, con la esperanza de que dejara de pegarle. Dios la escuchó, dice. Su marido hoy no está en el Obelisco. Hace mucho calor. El no es siervo. Pero ya no le pega.

–Y prosperé –dice ella.

Y esto es muy importante, explica, porque antes la plata no rendía. El pastor los ayuda a organizarse con los gastos mensuales. Los embarca en sueños compartidos, como comprarse una heladera nueva a fin de año. Me despido de Miriam comprendiendo perfectamente la diferencia entre estar pensando en suicidarse y estar planeando la compra de una heladera. Por eso Miriam es sierva. Su vida cambió.

Fidelidad, clase, pecado

Palau ahora está en el escenario gritando que recibió a Jesús a los doce años. Ahora tiene 71. Entre sus doce y sus 71, pasó una vida entera construyendo este enorme edificio religioso y virtual que lo propone como el pastor evangélico del spanglish. Discípulo de Billy Graham, ha esquivado los escándalos sexuales que derribaron a los más importantes pastores electrónicos norteamericanos y ha hecho, como ellos, de la fidelidad conyugal un estandarte básico.

Palau ve en el divorcio un pecado. Palau ve el pecado, en rigor, en cualquier parte que se aleje del núcleo fundamental que propone a sus seguidores: sexo matrimonial, y matrimonio a toda costa y cualquier precio (en uno de los micros de radio que vende a emisoras evangélicas de todo el mundo, el pastor le habla a la "mujer maltratada" y le pide que aguante).

En la página oficial de su Iglesia, cada integrante caracterizado de la organización es presentado con su foto y sus principales datos. Uno de ellos es con quién está casado y cuántos hijos tiene. Son fichas sin posibilidad de cambios. Otro de los rubros repetidos de los micros de radio es "¿Con quién me caso?" o "¿Cómo sé con quién casarme?" Un joven feligrés le pedía consejo, porque quería casarse con una chica a la que sus padres consideraban por debajo de su nivel. Palau le contestaba que analizara, antes de enojarse con sus padres, si estar con ella en público no le daría vergüenza.

Porque en el mundo de Palau se trata de ir siempre para arriba y nunca para abajo, y eso no sólo incluye lo espiritual, qué va, sino además lo material. El pastor tiene prédica capitalista. Parece que el Jesús que recibió no es exactamente el que echaba a los mercaderes de los templos, sino otro, que celebra la riqueza si sopla en su dirección, y que ataja con la promesa de la vida eterna a los que en ésta no les ha tocado casi nada.

En el mundo de Palau hay números, muchos números. Se presenta a sí mismo como alguien que "entra en la historia moderna como uno de los contados hombres que le hablaron a más personas en todo el mundo". Es escuchado, dice, por unos 800 millones de personas en 112 países a través de sus micros de radio y televisión. Ha reunido, dice, a 22 millones de personas en sus festivales. Ha escrito decenas de libros electrónicos y decenas de libros "disponibles en tu kiosco más cercano", finaliza el folleto. No sin enfatizar con signos de admiración: "Adquirilo hoy".
(Página|12)


Los derechos de los niños cuatri

El lugar es Cariló. Un lugar que, como casi todos, soporta sobre sus seis letras varios mundos paralelos. En todos ellos naturalmente hay plata, porque Cariló es muy caro. Pero es distinto tener la plata para pagarse una semana en un apart, que la que se tiene para alquilar una casa todo un mes, y ambas cosas están a una distancia más que considerable de la plata que tienen los dueños de algunas casas, los cuatris estacionados como al descuido en la puerta junto con los demás vehículos, a la sazón un par de Audis o Toyotas. También tienen el lote de al lado para no perder perspectiva y carpa fija en algunos de los balnearios, preferentemente Cozumel. Casi no van al centro porque no quieren tener contacto con los advenedizos de los últimos años ni con los aún más repelidos visitantes ocasionales que llegan desde Pinamar o Gesell.

Diría incluso más, para que no me acusen de clasista, que después de todo no sé por qué suena a insulto, cuando es usada casi siempre para marcar diferencias de clase. Como si las clases no existieran o hubieran sido reemplazadas por alguna otra cosa más que subclases. Diría entonces que incluso hay gente que tiene mucha plata y aun así comparte una zona de su mundo no sólo con el que alquila su semanita en el bosque sino con el que veranea en Valeria o San Bernardo.

Más no me puedo esforzar: estoy dando tanto ejemplo para abrir el paraguas, ok. Después me llegan un montón de mails de gente que últimamente se hizo lectora de este diario (uno conoce bien, después de veinte años, a los lectores del medio en el que trabaja). Desde hace unos meses me bombardean a mails que me insultan o me acusan de no ser pluralista, de tener prejuicios ¡de clase! contra Macri, de odiar a los ricos y de evidenciar ciertas faltas privadas o la pobre ejecución de esas prácticas sexuales que presuntamente hacen dóciles y pro a las mujeres. Por suerte no es el caso.

A mí me encanta Cariló. Vengo desde hace más de una docena de años, porque cuando vine por primera vez una herida profunda que tenía se curó. Y quedó el lazo con el bosque, aunque es una estupidez decir que uno viene a Cariló por el bosque. Nadie viene a Cariló por el bosque. El bosque es magnífico, pero no deja ni por un centímetro de ser el marco perfecto para ser salpicado por casas que muchas veces son deliciosas, pero también por otras que lo único que hacen, con sus volúmenes y sus diseños dinastíacos, es gritar que ahí hay alguien que la supo hacer. No, no, uno no viene por el bosque. Los habitués que graduamos nuestras estadías de acuerdo con cómo nos haya ido puntualmente cada año venimos a descansar sobre nuestro costado más burgués.

Los progres, por identificarlos pronto, que venimos a Cariló, nos pasamos todo el año intentando aplastar esa parte nuestra. Es necesario aplastarla porque, al menos a mi entender, es la parte que no nos permitiría sostener algunas ideas fuerza que no tienen nada que ver con nuestros intereses individuales. Pero la gente no nace de un repollo, ni alcanza con explicar qué tipo de hombre puso la semillita en qué tipo de mujer para traernos al mundo. Caray, tanta parrafada para decir que veraneo en Cariló porque el bosque está bueno, pero además me provocan descanso las playas limpias, el silencio, la prolijidad, lo que se ve se mire hacia donde se mire. Todo es lindo. Perdón, perdón, no puedo evitarlo. Lo lindo me atrae.

Además estar en Cariló permite, en un día nublado, estar sentado con una computadora en un bar, con una enorme mesa a lado, ocupada por dos de esas tremendas familias numerosas que hay por aquí. A Cariló parecen venir todas las mujeres iguales o parecidas a Maru Botana. Todas tienen pilas de hijos, son rubias, manejan camionetas importadas, dan marcha atrás sin mirar si vienen peatones, tienen dientes superblancos, les dan delicadas pero firmes órdenes a las mucamas o niñeras que van con ellas a todas partes, y han perdido entre sus sucesivas maternidades alguna chispa que les encendería un poco más las caras.

Decía que en la mesa de al lado los padres y las madres estaban enfrascados en una conversación y algunos de los niños, en otra. Los de la punta, que estaban justo dentro de mi campo auditivo, tenían entre 6 y 8 años y eran compañeros de colegio.

Primero hablaron sobre algo deportivo que no llegué a escuchar y no me importaba. Después empezaron a preguntarse por otros compañeros. Ema está en Punta del Este con los abuelos, el Alemán manda mails desde Nueva York (sus padres están separados; se fue a Nueva York con el padre; un capo, el padre), Nico llega mañana. Y Manu... Pobre Manu, se tuvo que quedar en Buenos Aires. Se armó un kilombo terrible en la familia de Manu, porque al padre lo acusaron por estafa. Dijo uno, y ahhh, dijo el otro.

Después de un silencio tan corto que no sé si podría llamarse silencio o más bien pausa obligada para tragar y respirar, volvieron brevemente sobre el tema deportivo, como si lo último que dijo uno perturbara al otro. El otro, entonces, volvió rápidamente sobre el tema del que se había escapado. Quién sabe por qué. Eso es lo que tienen los chicos de todas las clases sociales: tratan de entender. "¿Qué es estafa?", preguntó de pronto. "Es como robar, pero con empleados, oficinas, con todo legal." Ahhh, dijo el más chico. Después volvieron otra vez al deporte.

Más allá de los encantadores bares del centro, el bosque seguía y sigue siendo magnífico. El problema en esta playa tan encantadora son las ideas que caen como paracaídas obscenos, disparados a veces por ricachones pintorescos y a veces por niños de 6 o 7 años. Todos son lindos y tendrán todas las oportunidades. No se los puede culpar por ello. Como no se puede juzgar a un nene de Lugano por haber nacido en Lugano. Tienen 6 o 7 años y ya se podría hacer un trazado tentativo de las vidas que tendrán estos chicos, y sus contemporáneos que no están aquí y que tal vez ni pronunciaron nunca la palabra vacaciones.

Esta nota no tiene por objeto señalar la evidencia tan obvia de que hay chicos ricos y chicos pobres, ni que todos los chicos deberían tener las mismas oportunidades, como marca la Constitución argentina y la Convención de los Derechos del Niño. Estos de Cariló no eran los remanidos niños ricos que tienen tristeza, esa figura tarada que forma parte del legado discursivo de Carlos Menem.

Pero me quedé pensando si esos chicos que tomaban su licuado en un bar de Cariló no tendrían también derecho a saber, ya a su edad, qué significa realmente la palabra estafa. (Página/12, 12/01/08)


Tener huevos

El team Macri-Michetti, esas caras renovadoras de la política argentina, tan sucia, tan corrupta, salió a mostrar el estilo de gobierno que tiene en mente con un puñado de acciones altamente impopulares. A esto la derecha le llama tener huevos.

Si uno tuviera que hacer una distinción tajante entre una corriente política de centroizquierda o peronista y una corriente de cepa elitista, liberal o conservadora, podría simplemente guiarse por la relación entre un gobierno y los trabajadores. No hay demasiadas vueltas: cuando se habla del "costo político" de una medida cualquiera, eso necesariamente implica que se trata de una medida impopular, que atenta contra los intereses de la mayoría, en beneficio de una elite social, económica o religiosa.

Los gremios estatales provocaron a los sucesivos gobiernos democráticos dolores de cabeza y la obligación de permanentes negociaciones. Los sucesivos gobiernos municipales, provinciales y nacionales debieron soportarlos. Los gobiernos y las patronales siempre deben soportar a los trabajadores. Hay una inercia capitalista que casi por definición, o si se quiere, por una relación dialéctica, lleva la riqueza hacia arriba. A esa inercia capitalista, cuando no es autoritaria, le corresponde el derecho de los trabajadores a defender sus intereses.

Es su pan, su dignidad y su pertenencia a esta sociedad lo que reclama un trabajador despedido. Si hasta ahora nadie tomó medidas tan brutales como las que tomaron Macri-Michetti, no fue porque las respectivas administraciones no chocaran contra los gremios estatales, sino porque evaluaron ese "costo político".

Para considerar que una medida higiénica del Estado implica un "costo político", es necesaria también la conciencia de lo que implican los despidos masivos. No sólo manifestaciones y paros: provocan manifestaciones y paros porque está en juego la supervivencia de cada despedido.

En el modelo que Macri-Michetti tienen por lo visto en mente, esa ecuación, si fue contemplada, también fue minimizada. La derecha se excita cuando ve que se aplastan las conquistas gremiales. La derecha no quiere sindicatos. Así como en las fábricas repelen a las comisiones internas, se agrandan cuando el viento sopla a su favor, y despiden en masa y sin anestesia cuando merman las ganancias. Así como echa sospechas y decide la suspensión de un bien escaso para los pobres, los medicamentos, y en un mismo movimiento perjudica a los ciudadanos y beneficia a los laboratorios. A este tipo de cosas la derecha le llama tener huevos. A los que acusan a los nuevos líderes latinoamericanos de populistas, simplemente porque reparten la riqueza y privilegian su relación con el pueblo por sobre su relación con lobbies empresarios. Toda esa gente, que quiso a Macri jefe de Gobierno, la gente que adhirió al discurso prefabricado según el cual no despedir y no reprimir es "no hacer nada", piensa que para tomar estas medidas hay que tener huevos.

Yo rescataría aquí los huevos que, por el contrario, y a mi entender, hay que tener para abstenerse de despedir y reprimir. Como se recordará, fue en los últimos años que volvió la actividad sindical después de mucho tiempo en el que la problemática general era la desocupación. Como conviene también recordar, esta ciudad rica cercada por cordones de extrema pobreza fue de pronto inundada por piqueteros y cartoneros. Hubo incidentes, claro, como los presos de la Legislatura. Pero la política nacional y porteña en los últimos años fue evidentemente contraria a la represión tanto de los desocupados como de los trabajadores.

También rescataría los huevos extraordinarios que tuvieron siempre los organismos de derechos humanos, que se atuvieron a la Justicia incluso cuando esa Justicia estuvo al servicio aberrante de los que cometieron crímenes aberrantes. Rescataría, también, los huevos de quienes salieron a las calles en el 2001, muchos defendiendo sus intereses individuales y muchísimos otros por la dignidad colectiva. Rescataría por último los cortes de calles que hubo por protestas justas, porque está bueno tener un tránsito ordenado, pero pretender orden cuando hay miseria es tentar a la muerte. Para la derecha, hay vidas que pueden ser sacrificadas en pos del orden. El orden es la utopía del capital. Muertos en vida que trabajen y que resuciten para volver a trabajar.

Cualquier sociedad civilizada, como las europeas, acepta que es parte de la lógica capitalista que los trabajadores reclamen. En Francia o en Italia hay muchos ciudadanos perjudicados por los paros y las manifestaciones, por los incendios de autos y los conflictos raciales. La violencia de la globalización marca ese escenario. Y los gobiernos globalizados buscan soluciones consensuadas para aplacar el mal humor social. Cualquier sociedad civilizada se reserva el derecho hasta de la xenofobia, pero evalúa el "costo político" de las soluciones brutales. Desde el nazismo, es de rigor democrático evaluar "costos políticos".

Macri dijo que "no se dejará extorsionar". A que 21.000 personas que ven tambalear sus fuentes de trabajo protesten, Macri le llama "extorsión". Es interesante ver las coberturas del acto de los municipales. Este diario lo publicó en su tapa. La Nación también, pero con bocadillos como "La movilización sindical frente al palacio municipal y los trastornos provocados a los particulares no doblegaron a Macri". O sea: el tipo tiene huevos. Clarín sólo hizo una pequeña mención en tapa a los miles de personas que salieron a la calle.

Propongo que repasemos colectivamente a qué le llamamos coraje, y a qué le llamamos desvergüenza. (Página|12)


Guardar y tirar

Creo que era Carmen la que estaba hablando sobre un texto, decía algo sobre raspar el fondo de la olla, y ahí saltó Rodolfo, que tiene 22 años y ya es sociólogo, y gritó: "¡Sí, eso cambió! ¡Nosotros no soportamos los culitos de las botellas de Coca!". Lo que siguió fue una sucesión de asociaciones entre todos, como si algo se nos hubiese revelado, y eso pasa cuando se descubre algo que es percibido colateralmente y no ha sido nombrado.

Esta vez el tema sería: ¿qué pasó entre aquellos hijos de inmigrantes polacos que habían adquirido el hábito y el gusto de masticar la grasa de la carne, marcados genealógicamente por el frío y el hambre, y estos consumidores ávidos de un primer trago y un primer bocado, estos aparentes hijos de la abundancia urbana, o acaso habría que invertir los términos y decir estos hijos de la aparente abundancia urbana? Creo que valen las dos expresiones.

Lo de los inmigrantes polacos es un ejemplo fuerte de aquella vieja inercia de conservar, almacenar y resistir. Esos tres verbos ejemplifican bastante bien la actitud de la gente en épocas de hambrunas o pestes. La Segunda Guerra fue una de esas pestes. Y aquellos que vinieron para acá pero que allá habían experimentado lo que se siente cuando hasta el pan se trafica, trajeron con ellos esa actitud. Conservar, almacenar, resistir.

Raspar el fondo de la olla. Masticar hasta la grasa. Ponerles cueritos a los pulóveres y rodilleras a los pantalones. Destejer algo para volver a tejer otra cosa. Cortar los envases de dentífrico, mayonesa, crema hidratante con tijera, cortarlos por el extremo opuesto a los picos, para arrasar con el dedo con absolutamente todo lo que resta. Guardar el papel de aluminio de la manteca para untar con su cara interna una olla. Emparchar. Buscarle el repuesto al tocadiscos. Mandar a arreglar el reloj. Llevar a la modista un vestido para que lo reforme. En fin. Aquella actitud.

Como todo el mundo que vive con o sin adolescentes, cada tanto abro la heladera y veo un par de botellas de Coca-Cola casi vacías. A veces no están ni siquiera tan vacías. Pero hay otra recién abierta. Abrir un envase es una actitud históricamente reciente. Podría decirse que como sujetos históricos somos abridores de envases. Porque no sólo consumimos gaseosas o mayonesa, ésa que descartamos cuando en el envase va quedando menos de la mitad y el borde se empieza a poner duro. También somos abridores de envases culturales, de envases políticos y de envases éticos. La vida nos llega envasada. La vida de la sociedad de mercado nos empuja a consumir ideas seriadas que en la serie encuentran su peso: a eso se le llama opinión pública o "termómetro del ambiente".

No hay caso. El dentífrico se seca. Las tapitas modernas cierran perfectamente unos días. Después, irremediable, fatalmente, quedan abiertas. Y el dentífrico se seca. Arrasamos con él. O desearíamos arrasar. Con el poder adquisitivo necesario para vivir como degustadores de primeros tragos y primeros bocados, pero incluso sin él, está instalado en nuestras subjetividades el deseo de abrir envases. Está la inercia, al menos. Porque el deseo de consumo es un deseo de segunda clase. No puede ser un deseo profundo. No puede serlo en tanto no sale del fondo oscuro de nosotros, sino todo lo contrario: nos es lanzado como una flecha, o como una descarga eléctrica infinitesimal y continua. El malestar posmoderno deviene, acaso, de la maldición de abrir envases y no tolerar verlos vacíos.
Fuente: (Página|12, 22/11/07)


A la derecha con Moria

En la final de "Bailando por un sueño", Moria Casán dijo que el resultado de la votación del público entre Paula Robles y Celina Rucci le importaba a la gente mucho más que el resultado de las elecciones. Yo no vi la final, pero ese fragmento fue repetido en varios programas. Subrayado, entonces, por el recorte en seco que provoca la repetición de ese momento, me asaltó una indignación atroz, un ataque de ovarios contra esa mujer que cuando yo era adolescente, encarnaba en las ficciones con Olmedo y Porcel –-ella y Susana Giménez fueron las dos grandes sex symbols de los años de plomo– una picaresca reaccionaria, acorde con la época.

Es un personaje muy complejo Moria Casán, tan complejo que hay quienes ven en ella un icono de liberación y transgresión. Esos dos atributos, que en política en general van acompañados por pensamientos del centro a la izquierda, aparecen agitados por una mujer de derecha o derechas, porque Moria Casán ha adherido, en diferentes épocas, a derechas de estilo burocrático autoritario y a derechas de manteca al techo y el vuelto en el bolsillo.

Cuando recuerdo que Roland Barthes dice que "el sentido común trafica ideología", me pregunto cuánto contribuyó Moria Casán, más allá de su voluntad, a la constitución del sentido común reaccionario argentino. Ella misma fue la transgresión de esos hombres que no dejan que sus mujeres usen minifalda porque así se visten las putas. Ignoro por el contrario qué les pasa a las mujeres que admiran a Moria Casán. Su misoginia es tal, que sólo identificándose con ella es soportable. Su mundo de gays la dispensa y explica por qué su nombre está ligado a la palabra liberación. Moria Casán es una mujer liberada en tanto se sirve de padrillos y tiene amigos gays. Acaso ésa, la liberación burguesa del ama de casa que espera al marido planchando, sea la que ella represente.

Por lo demás, Moria Casán no quiere a los hombres ni a las mujeres. No quiere a los hombres porque los ejemplares que la acompañan son motivo suficiente para odiar al género masculino entero. Pero por qué se los elige así, es un misterio. Pusilánimes, babosos, cortesanos, vividores. Andá a querer a los hombres.

En Moria Casán resiste, además, un modelo de mujer fálica que está en vías de extinguirse. Ella declara que tiene un hombre adentro, o se jacta de su falo, y es aquella vagina dentada en la que entra sólo el que quiere ser devorado. Las mujeres fálicas han mutado en estos últimos años. Ahora son mujeres que desean un falo intercambiable. Hemos descubierto la ventaja de la falta. Estamos amigándonos con ella. Ser una mujer fálica da réditos en el trabajo, en la batalla cotidiana, pero en la cama... es bueno sacarse todo, el falo también. Se lo pasa mejor.

Moria Casán diciendo en la final de "Bailando por un sueño" eso que dijo, es Moria Casán esencialmente. Es esa mujer madura, tetona, un poco pasada de rosca con el colágeno, que desprecia hoy como ha despreciado siempre la democracia. (Página|12)


Cuentos para leer con rimmel

Resulta casi imposible separar la biografía de la nueva presidenta de la de su marido, el actual. Algo que no debería sorprender si se tiene en cuenta la construcción que llevó del 22 por ciento alcanzado por Kirchner a lo logrado por ella ayer. Desde los lejanos y gloriosos días de La Plata a la larga estadía en la Quinta de Olivos, pasando por ese inhóspito paraje llamado Santa Cruz. Historia de una mujer que no se deja encasillar solo como mujer.

De adolescente en La Plata, desde entonces con maquillaje.

Por Sandra Russo

El chiste alguna vez le causó gracia a Cristina Fernández: Bill Clinton y Hillary paran con su auto en una estación de servicio, y el empleado que los atiende resulta ser el primer novio de ella. Cuando se van, Bill le dice a Hillary: "¿Qué serías vos, hoy, si te hubieras casado con éste?" Y ella, displicente y sin mirarlo, contesta: "Naturalmente, Primera Dama". Parejas como los Clinton o los Kirchner hacen emerger este tipo de chistes. 

Simbióticos, obsesivos, recíprocamente leales; capaces de ampararse mutuamente en público hasta las últimas consecuencias, y de mantener sus evidentes terremotos en reserva; mentes que manejan al unísono eso tan difícil de reconciliar entre dos seres humanos: los planes a largo plazo. Tratándose éste de un perfil de la primera presidenta electa en la Argentina, debería haber comenzado, ya lo sé, hablando directamente de Cristina Fernández de Kirchner. De su biografía. Pero del nombre con el que ella ha llegado a la presidencia sale la sustancia de Cristina K. (piénsese además que ese lugar, la presidencia, ocupado por una mujer, merece un paréntesis de celebración por pura conciencia de género). Pero los hombres y las mujeres que forman extrañas parejas como los Kirchner o los Clinton no se dejan leer por separado. No se los puede pensar por separado. Son personas que han encontrado al cómplice justo para hacer planes a largo plazo, y eso imbrica, mezcla, refunda.

Tan difícil es amarrar en la figura de Cristina K, que en las notas, en los libros escritos sobre ella, en los elogios y las críticas que más arrecian a su alrededor, van a parar al rimmel (el corrector de Windows me corrige y castellaniza "rimel", pero el que usa Cristina K. es rimmel, el de Cuentos para leer sin rimmel, el título con el que Poldy Bird dejó colgando esa palabra de una época). Muy lejos del universo sensiblero de cualquier especie, Cristina K., en esa misma época, era una chica que quería ser psicóloga y que sin embargo, después, nunca en su vida hizo terapia. Era una chica que después decidió estudiar Derecho, y a juzgar por todos los que la conocieron en esa época, era todavía un volcán sin erupciones. Su inteligencia y su tenacidad estaban todavía a la espera de alguna convicción muy fuerte, de ésas que pueden marcar una vida. Eso llegó con Kirchner.

La Plata en llamas

Hasta entonces, la hija mayor de Eduardo Fernández y de Ofelia Wilhelm había sido siempre una chica, según los cánones de la época, demasiado linda como para ser inteligente. Escuela primaria pública, escuela secundaria en colegio de monjas, vida de clase media (éste es un punto notable: en el archivo, los que la quieren dicen que el padre era "un mediano empresario de colectivos" y los que no la quieren dicen que era "colectivero": esto habla más de esta sociedad que del padre de Cristina K.). Padre radical, madre peronista y encima, sindicalista del Ministerio de Economía platense. Infancia y adolescencia en La Plata y en Tolosa, un par de novios y, sobre todo, antes que nada, la efervescencia de esa ciudad en la que a Cristina K. le tocó vivir y estudiar.

La Plata en los ’70 era una fiesta que lentamente se iría convirtiendo en un infierno. Un micromundo hiperpolitizado en el que a los jóvenes muy jóvenes se les había dado por ser actores políticos e históricos. Ese micromundo tan difícil de pensar hoy, en el que hacer política daba chapa y no vergüenza. Aquella fue una generación que fue marcada por un valor crucial, que se llevó con ella cuando la desaparecieron: el status intelectual. Había una vez en la Argentina una generación que despreciaba profundamente los símbolos de status económico, y que estaba muy lejos de estas generaciones de jóvenes limados por el mercado, que creen en lo que dice la publicidad de cualquier marca deportiva. Muy, muy, muy lejos del mundo en el que billetera mata galán, en aquel mundo platense de los ’70 el atractivo de un pibe era político. Los levantes se hacían en las asambleas. La política estaba erotizada. Y esa generación se abrazó a la política como no hubo otra que lo hiciera en muchos años de historia argentina. Era un fenómeno mundial. Los jóvenes pedían cancha. A veces no la pedían, la tomaban.

Lindero con ese mundo estaba, naturalmente, el de las organizaciones armadas, pero el matrimonio K. no se alejó nunca de la ruta política: quienes los conocieron por entonces indican que ya en ese momento, después del golpe, cuando los recién casados se fueron a Río Gallegos, Kirchner empezó a fantasear con un camino que lo llevara de una intendencia a una gobernación, y de una gobernación a la presidencia. Y también se refiere que usó los años de la dictadura en el estudio jurídico-inmobiliario que llevaba adelante con su esposa –rematando casas de deudores–, para acumular dinero que le permitiera financiarse alguna vez políticamente. ¿Cómo saberlo? Ellos no hablan. Dejan hablar.

Cuando Cristina K. accedió con 18 o 20 años a ese mundo hiperpolitizado de los universitarios platenses, el rimmel ya estaba puesto. El pelo ya estaba domesticado. Las uñas ya eran largas y estaban pintadas. Hay una autoimagen que parece necesitar y a la que se aferra la flamante presidenta electa. Su maquillaje setentista podría ser leído, creo, como un pacto con una versión de sí misma que floreció en aquella época. La época de las grandes convicciones. Miro la tapa del libro Cristina K. La dama rebelde, que escribió José Angel Di Mauro, un periodista parlamentario. Es un primerísimo plano en blanco y negro apenas sepiado en el que los ojos y la boca de Cristina parecen tatuajes de esa época. Las pestañas están apelmazadas y separadas en líneas que se levantan desde la línea segura y finita del delineador líquido. Hace falta mucho pulso para eso. La boca está desbordada por el brillo. Las cejas están reforzadas con lápiz. Esta mujer que no apela a "lo femenino" para actuar políticamente ha elegido, probablemente sin quererlo o sin saberlo, el tatuaje de aquellas chicas platenses que se enamoraban de los buenos oradores, para llevarlo inscripto en la cara.

El cliché de los medios ha intentado sin éxito apropiarse de su personalidad, de su carácter, de sus declaraciones y los rebotes de sus declaraciones. Pero Cristina K. no se ha dejado. En su estrategia para llegar al poder, no se ha dejado interpretar. La decisión de no hablar con la prensa la ha privado de una comunicación blanda y emocional con la gente, que después de todo es el tipo de comunicación que uno espera de una candidata mujer. Pero ahí tampoco Cristina K. se ha dejado. Puso fichas en otro casillero, hizo una apuesta más alta, casi soberbia. No usó "lo presuntamente femenino" en su campaña. Ni en su campaña ni nunca. Se desmarca. Le han llovido escupitajos por su debilidad por las carteras. Este tipo de consistencia han tenido la mayoría de las críticas que se le hicieron. Pero ella, furtivamente, en diálogo con alguien, deja escapar un "Me pierden las carteras". Y con esa frase cortita y tan sencilla desarticula el mecanismo que se había puesto en marcha: la peronista-sin-conciencia-de-clase-loca-por-el-shopping dice "Me pierden las carteras" y es una mina como cualquier otra. ¿A qué mina no la pierden las carteras?

A la política

La vida pública de Cristina K. comenzó en el sur, cuando todo estalló. Cuando La Plata ya no era una fiesta y era en cambio una fuente de noticias desgraciadas. Cuando ya era madre de Máximo, antes de recibirse de abogada. Cuando faltaban todavía trece años para que naciera Florencia, la hija menor, con quien Cristina parece no poder imponer toda la fuerza que le atribuyen a su carácter. La chica tiene un fotolog y sube fotos familiares. Cristina intentó hacerla desistir de la idea porque va completamente a contramano de la política oficial de comunicación. La chica le contestó que iba a seguir haciendo lo que tenía ganas de hacer. Su madre le dijo: "Ma’sí, hacé lo que quieras".

En 1987, Néstor Kirchner ganó la intendencia de Río Gallegos, y allí emergió Cristina para la vida pública. Pero emergió como un monstruo del lago Ness a la inversa: se asomó y nunca más volvió a meter la cabeza abajo del agua. Fue legisladora electa y reelecta antes de la Ley de Cupo. A veces ese detalle pasa como un detalle. No lo es. Antes de la Ley de Cupo circulaban en política pocas mujeres. Las que se habían abierto espacio a los codazos.

Mientras el plan a largo plazo iba cumpliéndose lentamente, Cristina fue diputada provincial, reelecta dos veces, senadora nacional, miembro de la Convención Constituyente, punta de lanza del bloque peronista cuando el menemato se agrietó y, todavía con la opinión pública de su lado, debió empezar a enfrentar un peronismo que quería un poco de Perón. Un poco de lo otro de Perón. Eso que el menemato borró, despintó, basureó. En el Poder Legislativo, a lo largo de todos estos años, mientras Kirchner era gobernador una vez y otra vez, y mantenía en reserva sus aspiraciones con algo de samurai paciente, ella sola, por sí misma, cada vez más, iba no sólo a integrar las comisiones clave de la Cámara en la que estuviera, sino a impregnar el apellido en común en Buenos Aires.

El plan a largo plazo del matrimonio, y por esto se entiende hasta aquí solamente que Kirchner llegara a la presidencia, supuso decisiones familiares difíciles. Florencia creció en Santa Cruz con su abuela paterna –y con su padre gobernador–, mientras su madre hacía su carrera legislativa en la Capital. Esas decisiones suelen traer consecuencias inevitables para una madre, todavía. Las mujeres siguen pagando costos emocionales extra para pagar el peaje a la vida pública.

Su Eva

El plan a largo plazo les quedó chico a los K. Quién sabe cuándo empezaron a percibir que podían ir por más. La carta astral de alguno de los dos debe ser fabulosa: aquel 22 por ciento de los votos se convirtió en Cristina K. presidenta cuatro años más tarde. El usó su presidencia para sentar bases, principios, acumular poder, imponerle autoridad al aparato, negociar, ceder y ganar, ganar y ceder con los sectores más reacios a un cambio estructural. Lo hizo de una manera inesperada, como esos muñecos con resortes que salen sorpresivamente de una caja, por no decir como esas chicas que salen sorpresivamente de una torta. Pero así fue. El escenario político sin precedentes mundiales que han creado los K. en estos últimos años –se trata de la primera mujer que es elegida presidenta en una elección general para suceder a su esposo– era absolutamente impensable hace muy poco. El poder económico se ha lanzado a la política, acaso porque la política ya no es la yegua dócil que se dejaba acariciar el lomo. A la derecha tradicional se le ha sumado una nueva versión del gorilaje, y que posiblemente en los próximos años recicle su resentimiento con esta nueva mujer fuerte del peronismo. Sin duda, y casi descriptivamente, la mujer más importante en la historia del peronismo después de Eva. Alguna vez Cristina K. dijo: "Mi Eva es crispada, combativa, sin concesiones". Deberá recordarlo, si de verdad la suya será la etapa de la redistribución de la riqueza. (Página|12)


López

Esta semana se cumplió un año de la desaparición de Julio López, y aunque los diarios reseñaron el aniversario del secuestro, y la televisión y la radio amplificaron la noticia, el caso López es un ejemplo de cómo los medios no siempre imponen la agenda de la sociedad, esto es, para aquellos que nunca cursaron Comunicación, los temas circulantes entre la gente: la gente habla de lo que hablan los medios. Pues bien, nadie habló de Julio López. Nadie habla de Julio López. Entre los casos resonantes que atraen y capturan la atención de la opinión pública, no podría incluirse el caso López. Es un desaparecido en democracia también desaparecido de la conciencia colectiva.

Se dice por ahí que el recuerdo es siempre el recuerdo de un recuerdo. Que la memoria actúa no sólo como reactivadora del pasado, sino que la evocación de un suceso se replica en el próximo recuerdo, con sus pequeñas desviaciones y sus agregados y sus recortes, y finalmente del hecho original queda poco, pero es eso la memoria: siempre reactualiza nuestros sentimientos, porque esas desviaciones y esos recortes se van adaptando a los que vamos siendo; es la estrategia de la memoria contra el olvido. El olvido corta lazos. La memoria los reconstruye.

No es de ahora, que se cumple un año. Desde hace mucho me pregunto, y escribí un par de notas al respecto, por qué el caso López escandalizaba tan poco. Por qué parecía haber una costra entre la sensibilidad de un/a argentino/a común y corriente, y el hecho de que haya desaparecido un testigo clave en un juicio cuyo acusado fue luego condenado a prisión perpetua por genocidio. La gente no quiere oír hablar de genocidio. La gente está harta. Vaya gente. La gente antes no se enteraba de nada. Un patrullero estacionaba en la cuadra, se escuchaban tiros, desaparecía un vecino, y nadie sabía lo que pasaba. Ok. Después la gente, cuando vino el juicio a las Juntas y se leyó el Nunca Más, lo hizo best seller. Allí se detallaba cómo, por ejemplo, se picaneaba a mujeres embarazadas delante de sus maridos, o se violaba por el ano a las prisioneras con la culata de un revólver. Y los tiraban al mar. Dios mío, decía la gente. Los tiraban vivos al mar. Y especialmente tiraban al mar a las mujeres que habían parido en los campos clandestinos. Las tiraban al río y se apropiaban de sus bebés. La gente no podía creer lo que había pasado en este país. Dios mío, repetían las señoras allá por el ’85, cuando la Justicia estaba todavía muy lejos, pero los hechos estaban claros. La gente no podía no decir Dios mío, porque no existía ningún discurso circulante para defender un exterminio como el que se había llevado a cabo. Lo clandestino de los asesinatos refrendó el pacto de silencio entre el poder y la gente. Y por gente, que ya va siendo hora de definir la palabra, entiendo en esta nota a todos aquellos y aquellas que carecen del mínimo sentido crítico de la realidad, y políticamente son el rociador de ideología favorito de todos: izquierda y derecha quieren germinar ahí, en lo que cualquiera entiende, en lo que cualquiera cree, porque ése es el único camino hacia la Meca. Pero cuando la Meca estuvo en manos de asesinos, la gente no se dio cuenta.

Después no hubo más gente y hubo ciudadanos. Eran los flamantes habitantes de un país democrático, que se proponía, como una quinceañera, tener un vestido de tul rosa para su fiesta, y poco después se desilusionó, porque la fiesta era en un pelotero y el vestido era alquilado.

Cuando se fueron los ciudadanos vinieron los clientes y los usuarios. Esos consumían a lo loco. Deliveries, viajes, plasmas en cuotas, heladeras que babean hielo, home theatres, pochoclo. Ellos mismos, con cada dólar que gastaban, estaban definiendo la suerte de muchos otros, algunos de los cuales después los asaltarían, y así son las cosas, amigos, circulares.

Tengo la sensación de que ha vuelto la gente. La gente que no cree que la desaparición de Julio López la involucre. Después de todo, ese albañil estuvo preso. Por algo la gente, cuando se puede dar un gusto, lee Gente. (Página/12)


Carver y Ramos

El lunes pasado, a la noche, vino Pablo Ramos a mi taller de escritura para hablar sobre el proceso de La ley de la ferocidad, su última novela. Habíamos leído todos El origen de la tristeza, ese hilvanado de cuentos que hizo despegar el nombre de Pablo del resto de los nombres de su generación y lo ubicó junto a los "innegablemente escritores". Hace mucho tiempo que la publicación dejó de ser el hito que convertía a una persona que escribía en escritor. Las editoriales han entrado de lleno en las leyes del mercado y publican cualquier cosa que se venda. Pero el autor... ah, el autor, como rezan los contratos básicos, sigue no obstante siendo el que les recuerda a los editores por qué se dedicaron a ese trabajo; el autor les trae a los editores noticias de su pasado, de sus antiguos amores, porque no son ellos, después de todo, quienes deciden qué publica la editorial, sino las "políticas editoriales".

En el medio de todo ese entuerto que aleja muchas veces a la buena literatura de sus lectores naturales, es milagroso que emerja un Pablo Ramos. Pertenece a ese tipo de escritores animales, como Carver, a ese tipo de extraños seres humanos que no podrían sobrevivir si no trasladaran a formas narrativas la energía interna que los carcome. También como Carver, Pablo empezó a dedicarse a "escribir en serio" a los 35 años, y también como para Carver, "dedicarse a escribir en serio" significó dos cosas: el intento de deslizar el alcoholismo hacia un lugar creativo, y la disposición, la entrega, cierto fanatismo para abandonarse en el universo de la ficción. Tanto Carver como Pablo escribieron más de veinte versiones de sus cuentos.

Y así como Carver se enternecía cuando describía el aspecto de agente del FBI de su maestro, John Gardner, Pablo se sonríe desde algún núcleo duro cuando habla de Liliana Hecker, su maestra. Durante mucho tiempo Pablo fue becado al taller de Hecker. Hace muy poco, charlando con ella, le pregunté por Pablo y su experiencia de tenerlo en el taller. Se llevó la mano al corazón.

El lunes, Pablo habló de la importancia de tener un maestro, una maestra: alguien que te lea y en quien vos confíes. Y me pareció que así como en narrativa forma y fondo son la misma cosa, hay un instante en la vida en el que algunas coordenadas permiten la redención de cualquiera. Que en ese instante que no se anuncia y sucede, hay que estar listo y con el proceso de limpieza ya empezado. Que cuando estamos atrapados en algún laberinto, no debemos dejar de buscar la salida, aunque el mismo nombre del laberinto nos desaliente. Que en eso, en definitiva, consiste la lógica de la esperanza: en estar listo cuando llegue ese instante en el que alguien o algo nos abra mejores. Pablo se encontró con la ficción. Y con Liliana Hecker.

La pasión loca y desmedida que Pablo transfiere a la escritura es, según él mismo explica moviendo las manos como quien sostiene una enorme palangana, la misma que estaba puesta en el alcohol. Transmutación. Parece no tener que hacer en la vida más que escribir. Vivir para escribir. No es el resultado de un contrato, como efectivamente podría ser, ya que ha habido algún ofrecimiento rechazado. Es el fruto de una decisión vital fuera de época. Una consagración laica o hasta profana pero profundamente espiritual. Quizá a Pablo lo acompañen las almas que rodeaban el cementerio de Avellaneda y el de la Chacarita. Al lado de uno creció y sobre el otro escribió. La escritura de Pablo es así: arrancada. Pero arrancada a la muerte.

El origen de la tristeza fue escrita en máquina de escribir, y las o terminaron agujereadas. Los originales estaban llenos de agujeros negros. Signos de una desesperación por desprenderse de o que había que escribir. Una escritura hija del éxito de las coordenadas, cuando en la vida de Pablo no estaba previsto ningún éxito interno.

A mí me gustan los escritores como Carver o Ramos porque lo que escriben me interesa y les creo, les creo la sordidez, la rugosidad, la sequedad, el patetismo, lo triste y lo feroz de la vida. Entreví varias veces lo triste y lo feroz de la vida, y cuando leo a Carver o a Ramos lo que percibo es que nuestras partes heridas no son errores, son constancias de quienes somos.

Pero también me gustan porque los dos son escritores socialmente testigos de un lado desarreglado de la condición humana. Porque ven la hendidura por la que sale pus, y la escriben. Porque no usan fórceps para contar historias simples y en las que, sin embargo, algo horrible o algo hermoso se cuela. Y porque no provienen de escuelas de lujo ni de universidades prestigiosas, contra las que no tengo nada. Pero tanto Carver como Pablo son la prueba de que la escritura es un síntoma y no un ejercicio diplomado. Que el que tiene que escribir escribe. Que no hay problemas de horario ni cansancio de cervicales cuando estos animales narrativos tienen que hacerlo. Que quien ha trabajado de cualquier cosa y no ha terminado el secundario y ha dormido en la calle puede estar listo cuando llegue ese instante en el que rigen algunas coordenadas, y puede también y en consecuencia parir una escritura que nos hable mientras nos dice. Y el talento, finalmente, es el cisne que tantas veces hace vida de pato. 
(Página|12, 08/09/07)


Imágenes

En la contratapa del sábado 11, "María en el bosque", escribí sobre los trastornos alimentarios de mi hija de quince años, acompañando, creo, un interés de ella por testimoniar públicamente sobre este nuevo tipo de dolor que ataca a las adolescentes. Hasta ahora mi trabajo como periodista me había puesto muchas otras veces frente a personas de todas las edades que querían testimoniar sobre sus diversos tipos de dolor. Hablar es una manera de descargar, y en este caso de vomitar, pero con un mundo simbólico ya acolchando el síntoma, con el Yo a salvo entre los símbolos que ordenan nuestra relación con el mundo y los demás.

Una de las mayores dificultades de las chicas con estos trastornos, como con otros en los que la ansiedad es un motor monstruoso que acelera enloquecidamente los ritmos naturales, es encontrar la manera de hablar de su dolor. La obsesión por la propia imagen, y la distorsión de la mirada de la propia imagen, que las hace verse gordas horribles, vacas, cuando lo que hay del otro lado es alguien que mide 1,50 y pesa 44 kilos, es a su vez una trampa mental para encarrilar el lenguaje sólo en lo referente a la comida. Las chicas hablan de comer. Las irrita comer. No saben si comer una tabla de cereales o un yogur. Lo piensan durante una hora. Esa decisión encubre algún otro dilema, pero el sinsentido de la enfermedad vacía esas mentes de otras herramientas para pensarse a sí mismas. Quedan en pie sólo los recursos discursivos para enunciar las miles de variantes de adversidades y obstáculos que puede presentar la alimentación cotidiana.

Testimoniar sobre el propio dolor es también una forma de denuncia. Es relatar secretos que se han mantenido en reserva para engañar o mentir. Es exponer la parte quemada del alma que todavía en esa instancia arde. Y finalmente, además de otras cosas, es buscar maneras de decir. Hablar siempre implica una posible fuga.

Pero la presión descomunal que sienten las mujeres jóvenes sobre sus propias imágenes ha ido sedimentando en otro sitio, en un infierno, en el que la noción de placer se estalla cada dos o tres horas contra una orden interna que hay que obedecer. Esa orden viene de muy adentro. No es propia, pero parece. Indica que hay que rechazar con todos los ejércitos hormonales y gástricos cualquier soporte de placer. Una anoréxica no rechaza solamente la comida. Básicamente, rechaza la naturaleza física de su cuerpo, su tridimensionalidad, y busca infructuosamente su ser plano, su ser fotografía, su ser impenetrable.

Algunas, demasiadas de nuestras niñas expresan a través de esos síntomas un dolor difícil de rastrear, pero que seguro que no encontró, para ser tramitado, otra vía menos autodestructiva. Muchas otras no se enferman, pero a la sobredosis de grasa de su alimentación infantil, salen directamente disparadas a las dietas: hacen dieta desde los trece o catorce, y no llaman mucho la atención. Incluso hay padres que las estimulan para que bajen esos cuatro o cinco kilos que traen de más de la etapa redondeada de la vida, que es la infancia, y se empiecen a convertir en adolescentes atractivas de acuerdo al canon de la imagen plana.

Esta época de políticas globalizadas se caracteriza por los huesos marcados en los cuerpos de las zonas sacrificables del mundo, en esos esternones sobresalientes, en esas rodillas elefantiásicas, en esas pieles engrosadas, en esas dentaduras podridas. Y replica, la época, esas marcas corporales en las niñas que se ven en la punta del iceberg: cuerpos de líneas rectas escritas con llanto. En la base del iceberg, millones de mujeres incorporan productos desgrasados a sus dietas, y usan edulcorante. Toman bebidas light y mastican chicles sin azúcar. Obedecen una orden, la misma de siempre, exactamente la misma: no gozarás.
(Página|12, 22/08/07)


Ideología y mensajes de texto

Me llega un mensaje de texto de un número que no reconozco: "¿Pediste fugaZ?" Lo específico del mensaje y su origen desconocido hacen que conteste: "¿Quién sos?", sin abrir signo de interrogación ni poner el acento sobre la e. Alguien que seguirá siendo para mí un enigma me retruca: "Juas! No era para vos!"

¿Quién de todos mis conocidos estaría por comerse una fugaZ con quién? ¿Por qué no se tomó la molestia de decirme quién era? ¿Será alguien tan cercano que descuenta que sé de memoria su número? ¿Qué tipo de equívoco o malentendido es éste? ¿Qué hace que esto, que fue un equívoco o un malentendido, sea tan perturbador cuando acaba de ocurrir y se convierta en casi nada a los cinco minutos?

Primero fueron los muy jóvenes los que vertebraron su necesidad de comunicación de acuerdo con las limitaciones del nuevo soporte. Y por un tiempo hubo un dique generacional.

Los mayores de 40 nos quedamos adheridos al correo electrónico, que ya era bastante, y nos resistimos con obstinación al mensaje de texto. Pero fue cuestión de empezar, quizá con nuestros hijos, que nos reclamaban que aprendiéramos pronto porque el crédito del abono les duraba tres días. Y comenzamos a percibir y a incorporar otro tipo de comunicación, una que hasta que llegó el mensaje de texto no existía, y que consiste en ráfagas de contacto, en una breve catarata de caracteres que nunca pretenderán la emoción o la profundidad si no es en la pura especificidad del mensaje, en su esqueleto. Los golpes de efecto del soporte hacen que sea posible generar, eventualmente, un clima entre nosotros y otra persona a través de un monosílabo.

Por ejemplo, el que dice que usó Gabriela Cerruti contestándole "Gracias" a Jorge Telerman, después de que él le informara por mensaje de texto que había otro ministro ya designado. En este caso, en el que dos mensajes de texto trepan de la banalidad o el arrebato de los millones de mensajes anónimos a la esfera pública, ¿cómo se leen esos mensajes? ¿Como hilachas privadas de la política o como un recurso novedoso para hacer política, con ese "Gracias" que cuelga de un sentido ambiguo, o cínico, o literal? McLuhan* cada vez goza de más admiración por mi parte. Fue el primer nombre ligado a la Comunicación que escuché. Porque cuando yo era chica, o más precisamente cuando estaba en edad de estudiar, no existía esto que se llama Comunicación. Es increíble. Hace muy poco tiempo, unos veinte años, cuando salió (Página|12), era flamante la carrera de Comunicación. Y eso, la comunicación, ha inundado nuestra noción de lo que somos y de cómo entramos en contacto con los otros. A veces olvidamos que el proceso de globalización fue avistado por McLuhan ya en los sesenta, en pleno pop, antes de las guerrillas, antes de las masacres. La Aldea Global era un libro de Comunicación.

"El medio es el mensaje" es una frase que encierra algo de parábola, como si McLuhan se hubiera imaginado este mundo en el que las personas andan con su teléfono móvil como si se tratara de un centro mental y emocional de operaciones internas y externas. Aunque ni Gabriela Cerruti ni Jorge Telerman adhieran al estilo paraideológico de Macri, la noticia del cambio de ministra fue también paraideológica. El mensaje de texto no admite explicaciones, ni argumentos, ni fundamentos, lo cual quiere decir que el paso de tragicomedia de Cerruti y Telerman los dispensó a ambos de exponer públicamente sus diferencias. A mí personalmente me hubiera gustado saber cuáles eran esas diferencias, si eran ideológicas, tácticas o estratégicas.

Hay mucha gente que cree, y Macri ha dado en la tecla al tocar justo ésa, que la ideología consiste, simplemente, en complicar las cosas o lo que es peor, en mentir. Que la ideología es poco menos que una excusa para robar. En insistir en un mundo complejo de palabras vacuas que no derivan más que en el beneficio de los políticos que portan ideología. Es un razonamiento bobo, completamente agujereable, pero es el que permite a gran parte de los porteños tener esperanzas en la "gestión pura".

Lo cierto es que la dirigencia política argentina no se ha dedicado nunca, y ése es uno de sus mayores pecados, a discutir públicamente ideología. La dirigencia política tradicional ha enmascarado siempre las discusiones ideológicas traduciéndolas en internas que no le interesan a nadie salvo a sus protagonistas. A veces, incluso, no enmascaró nada, porque las internas no tenían que ver con nada ideológico, y eran puras canalladas, peleas por repartijas.

Bueno, amigos, la dialéctica histórica tiene un no sé qué de apasionante. No queda más remedio. Macri y su troupe de políticos apolíticos nos pusieron entre la espada y la pared, hay que admitirlo. A partir de ahora, con una derecha en uso de todas sus facultades, los que no somos de derecha bien haríamos en hablar de ideología todo lo que sea necesario. No vamos a comprar, nosotros, el buzón de la gestión inocente. Habrá que hablar claramente, con huevos, con franqueza, acerca de qué creemos que es verdad, y qué es mentira.

Habrá que hacerlo para recuperar del lenguaje que usamos una palabra que ahora está manchada con mugre propia y ajena. Si en lugar de tratar de decir las cosas clara y profundamente nos mandamos mensajes de texto, ellos ganan. Deberíamos hacer un esfuerzo para rehacernos de esa palabra, ideología, porque ella explica conductas, abre puertas mentales, traza ejes de acción, prioriza lo urgente y posterga lo accesorio. Y porque la ideología que al menos tengo yo, postula que la ideología es la herramienta más apropiada para organizar nuestra mente ante el mundo y los otros. Prefiero la ideología que el interés.

* Herbert Marshall McLuhan (21 de julio de 1911-31 de diciembre de 1980) fue un educador, filósofo y estudioso canadiense. Profesor de literatura inglesa, crítica literaria y teoría de las comunicaciones, McLuhan es reverenciado como uno de los fundadores de los estudios sobre los medios y ha pasado a la posteridad como uno de los grandes visionarios de la presente y futura sociedad de la información. Durante el final de los años ’60 y principios de los ’70, McLuhan acuñó el término "aldea global" para describir la interconectividad humana a escala global generada por los medios electrónicos de comunicación.Fuente: (Página|12), 14/07/07
imágen: Marshall McLuhan. (Página|12)


García Belsunce

Ella se llamaba María Marta García Belsunce y él se llama Carlos Carrascosa. Desde que a ella la mataron, el caso se conoce como "García Belsunce", y a lo mejor ese detalle revela algo de esta historia. Mejor dicho: no de la historia en sí misma, sino en cómo ese crimen capturó la atención de la opinión pública en los últimos años, y recién pudo competir con el caso Dalmasso, en el que hay otros datos mucho más inquietantes, pero un solo apellido.

Tampoco es casual que siempre los García Belsunce y nunca los Carrascosa tuvieran una casa espectacular en el country El Carmel, uno de los primeros y más espléndidos nuevos castillos posmodernos, y que los Dalmasso vivieran en una provincia, y en un barrio que no es del todo cerrado: no hay posibilidad de mujeres de estilos tan antagónicos como María Marta García Belsunce y Nora Dalmasso. A Nora la muestran cincuentona, sonriente, divertida, teñida, siliconada, a tono con su historia, en la que el sexo deambula como el fantasma del padre de Hamlet, presente y omnipresente. A María Marta, en cambio, la muestran con esa feminidad borrada de las mujeres de su clase. Hay una tribu de mujeres como ella, que pertenecen a familias que les han dado seguridad de base, y desprecian la ostentación, la banalidad, y sobre todo, más que a los pobres, a los nuevos ricos. Sus mujeres son un poco andróginas, no se pintan, usan taco bajo, ropa deportiva, tal vez unos pequeños aros de oro.

Las otras, las Noritas, son frescas y pícaras, son infieles, tramposas, les gusta mucho el sexo y tienen tiempo y dinero para invertirlo en alguna ligera perversión. Norita también es Dalmasso, es cierto, pero la aberrante insistencia de los medios la hacen Norita sobre todo, como Lolita, como Naná, como Lulú, como tantas cortesanas de tan diferentes estilos que a lo largo de la historia han satisfecho, con sus biografías, el morbo de aquellos a los que escandalizaban. (Página|12)


Galaxia Galeano

Galeano es conocido como Galeano, y rara vez se pronuncia su nombre de pila. No hay otros Galeano en la vida pública, así que uno no debe estar aclarando que se trata de Eduardo y no de otro. Y ese accidente de la realidad hace que Galeano sea nombrado sólo por su apellido que, yo creo, para muchos suena como el nombre de un planeta.

Leí hace poco que decía John Berger que cuando un escritor tiene un estilo fuerte y depurado, lo que dice y cómo lo dice no pueden separarse. Hay una cópula entre forma y sentido cuando el escritor hace del estilo lo mejor y lo más difícil que se puede hacer con él: construir un mundo.

Si uno menciona el estilo de Galeano, los interlocutores, y ni siquiera hace falta que lo hayan leído, comprenden que uno habla de textos transparentes y oscuros al mismo tiempo, muy cortos, casi sin músculo: Galeano trabaja con las palabras como huesos. Las elige quizá sin elegirlas, no sé cómo es su método de trabajo, pero probablemente Galeano se haya ido conociendo a sí mismo a medida que les sacaba palabras a los textos después de haberlos escrito. Probablemente ese ejercicio de desmalezamiento en sus textos le haya venido de una necesidad estética y al mismo tiempo ética. Dejar el hueso de la palabra, el hueso chupado y lavado, el hueso con el sentido último de la palabra, aquello que la palabra no puede dejar de ser: es a través de esa operación de máxima limpieza que la prosa de Galeano es generosa; muestra hueso de palabra para que en los ojos de quien lo lee florezca espléndida la carne. Galeano no busca lectores: busca con quién tomar su comunión. Y estoy segura de que aunque ésta sea una palabra que tiene enagua católica, Galeano comprenderá a qué me refiero. Del hueso de la palabra comunión necesitamos todos agarrarnos, antes que nada, para entrar en el universo Galeano.

En ese universo hay olores y climas y conversaciones a veces sin sentido, como de parábola china, que lo dejan a uno desacomodado. Hay viejos y mendigos, pobre gente que sin embargo no se autocompadece y es protagonista, muchas veces, de historias mágicas, aunque la magia del universo Galeano tiene poco que ver con magos que convocan palomas. Esta magia que sobrevuela a las criaturas vulnerables de Galeano es de otro orden. Quizá del orden de la justicia. O de la libertad.

Su mirada concentrada en la América pre o poscolombina, su mirada concentrada en la guerra de Irak. Dos escenarios y tiempos completamente distintos, y no obstante qué placer encontrar esa misma mirada, atenta siempre a los detalles que nos narran la verdadera historia.

Sus textos breves, o sus textos brevísimos, no hacen más que profundizar el estilo que nombra su apellido. Los huesos de las palabras pesan mucho, y a veces no le hacen falta más que tres o cuatro líneas para crear una situación completa, con pasado, presente y futuro, con perspectiva y foco, con ideología, con piedad o con rabia.

Si algo puede afirmarse de Galeano es que de los escritores de su generación y de varias otras, es el que más ha esculpido la palabra. Las ha tomado de a una. Homeopáticamente, quizá para devolverles, con muchos anticuerpos, el sentido que les fue arrebatado por el tiempo, claro, pero sobre todo por el poder.

En ese sentido, el trabajo político que ha hecho Galeano con las palabras todavía está por reconocerse. Alguna vez se tendrá en cuenta, al hablar de él, que además de ser un escritor magnífico, Galeano jamás ha dejado de escribir una línea sin operar sobre el lenguaje y desenmascararlo, sin liberar para sus lectores las palabras que eran rehenes de otros significados.
(Página|12)

     



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