Triste, solitario y final (fragmento)

- PARTE 1 -



Osvaldo Soriano nació en Mar del Plata en enero de 1943 y murió el 29 de enero de 1997 en la Ciudad de Buenos Aires.

En 1973 publicó Triste, solitario y final, sin dudas su obra mayor. En 1976, después del golpe de Estado, se trasladó a Bélgica y luego vivió en París hasta 1984, año en que regresó a Buenos Aires.

En 1983 se conoció en Buenos Aires No habra mas penas ni olvido, llevada al cine por Héctor Olivera; en 1983 Cuarteles de invierno, llevada dos veces al cine; en 1984 Artistas, locos y criminales; y en 1988, Rebeldes, soñadores y fugitivos, colecciones de textos e historias de vidas. Ese mismo año se publicó A sus plantas rendido un león. Entre 1989 y 1990 escribió Una sombra ya pronto serás, llevada al cine en 1994 una vez más por Héctor Olivera. En 1993 publicó Cuentos de los años felices, historias cortas, la mayoría de las cuales aparecieron en el periódico Página/12, del cual Soriano era asiduo colaborador.

Las novelas Triste, solitario y final, No habrá más penas ni olvido, Cuarteles de invierno y A sus plantas rendido un león han sido publicadas en veinte idiomas.

TRISTE, SOLITARIO Y FINAL

COLECCIÓN NARRATIVAS ARGENTINAS

OSVALDO SORIANO

EDITORIAL SUDAMERICANA BUENOS AIRES
Diseño de tapa: Mario Blanco
PRIMERA EDICIÓN Mayo de 1986
NOVENA EDICIÓN Marzo de 1995

En memoria de: Raymond Chandler, Stan Laurel, Oliver Hardy.

IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito
que previene la ley 11.723.
(c) 1986, Editorial Sudamericana, S.A.
Humberto I 531, Buenos Aires
(c) 1973, Osvaldo Soriano
ISBN 950-07-0332-7


"Hasta la vista, amigo. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final."
Philip Marlowe en El largo adiós

Amanece con un cielo muy rojo, como de fuego, aunque el viento sea fresco y húmedo y el horizonte una bruma gris. Los dos hombres han salido a cubierta y son dos caras distintas las que miran hacia la costa, oculta tras la niebla. Los ojos de Stan tienen el color de la bruma; los de Charlie, el del fuego. La brisa salada les salpica los rostros con gotas transparentes. Stan se pasa la lengua por los labios y siente, quizá por última vez en este viaje, el gusto salado del mar. Tiene los ojos celestes, pequeños y rasgados, las orejas abiertas, el pelo lacio y revuelto. Un aire de angustia lo envuelve y a pesar de sus diecisiete años esta acostumbrado a fabricarse sonrisas. Ahora, lejos del circo, lejos de Londres, su cuerpo pequeño esta rígido y siente que el miedo le ha caído encima desde alguna parte.
Charlie, que frente al público es un payaso triste, sonríe ahora, desafiante y frió. Apoyado en la popa ha inclinado el cuerpo hacia adelante, como si quisiera estar más cerca de Manhattan, como si tuviera apuro por asaltar al gigante.
-Mi padre dijo que el cine matará a los cómicos -ha dicho Stan.
Lo dice con amargura, porque ha recordado a su padre que también es actor y ha visto de frente la ansiedad de los curiosos, la desesperación de los fracasados, la alegría momentánea de una mueca; las ha visto mil veces, y lo ha contado mil veces en la mesa durante las cenas en la vieja casa de Lancashire. Las primeras luces surgen de la niebla y Stan sabe que ya no puede volver atrás, que cualquiera sea su destine, el esta allí para aceptarlo.
-Matara a los cómicos sin talento -ha respondió Charlie, sin mirar a su compañero cada vez más lejano, atrapado por las luces. Siente que la hora llega, que toda Norteamérica es un auditorio en silencio que espera verlo pisar la costa. Escucha las exclamaciones de asombro, los aplausos, los vivas! de la multitud, siente que alguien lo abraza y llora. La sirena del barco lo sacude, le hace abrir los ojos claros que tienen más fuego que nunca y descubre a su alrededor el júbilo de sus compañeros de la troupe que festejan la llegada. Stan sonríe brevemente. Se tapa la cara con las manos porque una sensación vaga y molesta le toca el corazón y las tripas. Entre los dedos abiertos que enrejan sus ojos, mira a Charlie y siente que lo quiere como a nadie, porque sabe que esta ante un vencedor.
Las lanchas se acercan al barco y lo remolcan. El día es luminoso y la niebla se ha levantado. Algunos actores tragan scotch y dan alaridos incomprensibles. Ellos volverán pronto a Londres, abrazarán a sus mujeres y a sus hijos y narraran la aventura de la gira. Stan y Charlie no tienen pasajes de regreso. El barco se ha detenido y de la bodega emerge un ganado sucio y mugiente. Una a una las vacas pisan tierra americana y nadie les envidia su destino. Charlie ha encendido un cigarrillo y aguarda su turno en la escalinata. Ya no pertenece a la troupe.
Una ola de sangre caliente inunda las venas de Stan y su rostro se llena de vida. Adivina que Charlie está apostando por el éxito y la fama. De un bolsillo saca un puñado de chelines y los arroja con fuerza al mar. Se ha quedado solo y si pudiera verse sentiría vergüenza.
-No van a matarme, papá -dice, y salta a tierra.
 

El viejo Stan Laurel bajó del taxi. Miró el arrugado papel que guardaba en un bolsillo y comprobó el número del edificio. El tránsito era intenso como todas las mañanas en el Hollywood Boulevard. Se detuvo un instante en la vereda. El edificio que tenia frente a él no era nuevo, ni siquiera estaba muy cuidado: el gris de la fachada mostraba la suciedad de los años. Antes de tomar el ascensor se quito el sombrero. Nadie presto atención a su cara muy blanca y arrugada. Al llegar al sexto piso se había quedado solo. Salió a un pasillo mohoso, iluminado por un par de lámparas fluorescentes. Caminó unos pasos y se detuvo frente a una puerta de madera deteriorada que tenía un vidrio esmerilado. En el se leía: "Philip Marlowe, detective privado", y más abajo: "Entre sin llamar".
Entró sin hacer ruido. Se había vuelto cauteloso y no supo por que. Ante él había una pequeña sala de espera con dos sillones y una mesa muy baja sobre la que estaban tiradas algunas revistas viejas. Se sentó. Dejó el sombrero sobre la mesa y tomo una de las revistas, pero sus ojos miraban la habitación. Las paredes estaban absolutamente despojadas y no habían sido limpiadas en los últimos años, aunque alguien se encargara de pasar, de vez en cuando, un plumero que nunca había alcanzado el techo. Stan fijó sus ojos en la puerta entreabierta que tenía frente a él. Inclino el cuerpo, pero no alcanzo a ver el interior de la oficina. Alguien abrió la puerta por completo.
-Pase, señor Laurel.
Marlowe era un hombre de unos cincuenta años, un metro ochenta de alto, cabello castaño oscuro, aunque las canas lo habían blanqueado demasiado. Sus ojos, también castaños, tenían una mirada dura pero melancólica. Vestía un traje gris claro al que hacia falta planchar.
Stan, pequeño y desgarbado, entró en la oficina. La habitación estaba iluminada por el sol que entraba a través del ventanal. Marlowe se acomodo en su sillón, tras el escritorio viejo y oscurecido por el polvo y el hollín.
-¿Cómo supo mi número? -preguntó el detective, mientras con un gesto invitaba a Stan a sentarse.
-En verdad, señor Marlowe, lo tome al azar de la guía.
Marlowe encendió un cigarrillo y echó su cuerpo hacia adelante.
-¿Pidió referencias? ¿Sabe al menos quien soy?
-No. No lo hice. ¿Qué importa eso? Usted anda en este trabajo desde hace muchos años, según me dijo por teléfono. Si me gusta lo contrataré.
-No es un buen procedimiento, señor Laurel. Usted es un hombre famoso. Podría pagar los servicios de una agencia.
-Soy un hombre famoso al que nadie conoce, señor Marlowe. Se equivoca. No puedo pagar una agencia. No tengo mucho dinero. ¿Cuánto me dijo que cobraba por su trabajo?
-Cuarenta dólares diarios y los gastos.
-Está dentro de mis posibilidades, siempre que los gastos no sean muchos.
-¿Está seguro de no ser un avaro?
-Estoy casi en la ruina si le interesa saberlo. Tal vez no le convenga perder su tiempo conmigo.
-Eso lo veré después. Antes quiero saber por que uno de los cómicos más famosos de Hollywood viene a visitar al viejo Marlowe. No me ocupo de divorcios ni persigo a jóvenes drogadictos.
-No es ese mi problema.
-Me encanta saberlo. Lo escucho.
-Me estoy muriendo, señor Marlowe.
-No se nota.
-Sin embargo, es así. Ollie tuvo suerte. Le falló el corazón y terminó con todo. Yo me estoy muriendo lentamente, pero creo que las cosas deberían ser mejores para un viejo actor.
-Usted no necesita un detective -gruño Marlowe-. Hable con un agente de seguros y con un sepulturero.
-No creo que tome en serio a sus clientes.
-Usted no es mi cliente, señor Laurel. Me parece un hombre desesperado ante la proximidad de la muerte y yo no me ocupo de esos problemas. Si me permite una sugerencia, hable con un cura; usted necesita un consejero espiritual. Tal vez lo metan en un asilo de ancianos.
-No necesito consejos. Se como recibir la muerte. Tengo setenta y cinco anos, filme más de trescientas películas, recibí un Oscar, conocí el mundo, me case ocho veces, varias de ellas con la mujer que ahora está a mi lado. No me importa morir. No vine aquí a pelearme con un detective impertinente que ni siquiera tiene su oficina limpia. Vine a contratarlo. No se ofenda, Marlowe, pero usted es un tonto. Con esos modales no lo alquilarán ni para cuidar el perro de un
ejecutivo. Y lo peor es que ya es demasiado grandecito para cambiar.
-No rezongue, señor Laurel. Me gano la vida como puedo. No tengo demasiado dinero porque me niego a atender las chocherias de los viejos.
-Muy bien -el actor se levanto de su sillón-, aquí tiene mi teléfono. Llámeme si cambia de idea. Usted es muy torpe, pero me parece decente.
Stan Laurel abandonó la oficina con la misma cautela con que había entrado. El detective lo siguió con los ojos. Cuando la puerta se cerró, echo una mirada a su reloj. Eran más de las doce. Bajo a la calle y caminó dos cuadras hasta el bar de Víctor. Comió un sándwich y tomo una Coca Cola. Se quedo un rato pensando en el viejo Laurel. Fumó lentamente un cigarrillo. Pidió un diario a Víctor y buscó la página de espectáculos. En un cine de segunda categoría daban un programa de cortos cómicos: Charles Chaplin, Laurel y Hardy, Buster Keaton, Larry Semon. Salió a la calle.
Un frió seco, cortante, extraño en Los Ángeles, obligaba a la gente a envolverse en sobretodos y a caminar con apuro. El sol había desaparecido detrás de la muralla de edificios. Marlowe volvió a su oficina. Del escritorio sacó una botella de whisky y un vaso. Se echó en el sillón, puso los pies sobre el escritorio y tomó algunos tragos. Encendió otro cigarrillo, pero lo apago en seguida. Intentó dormir. Cerró los ojos, pero fue inútil. Pensó que desde su divorcio apenas había trabajado en un par de casos.
Después de separarse de su mujer, anduvo varios meses vagabundeando, borracho, por los suburbios de la ciudad. Recibió un par de palizas y durmió cuatro noches en la cárcel. Entonces decidió alquilar nuevamente su antigua oficina. Cada vez estaba más cansado y sus ahorros -mil doscientos dólares- volaron en seguida. Tuvo que vender el auto para alquilar una casa de dos habitaciones en un barrio de clase media, en las colinas bajas.
Metió la mano en el bolsillo y sacó algunos billetes arrugados. Los contó: veintisiete dólares con cincuenta. "Animo, Marlowe -se dijo-, las estupideces se pagan siempre", y recordó su casamiento con Linda Loring, una millonaria posesiva, que lo rodeo de lujo y lo colmó de aburrimiento durante seis meses.
No podía dormir más de dos o tres horas por día. Decidió ir al cine de los cómicos. Necesitaba reír un rato. Tomó un ómnibus que lo dejó a tres cuadras. Camino con pereza. Hacia cada vez más frió. Levantó la cabeza para ver, sobre los edificios, un cielo color de plomo. A su lado, la gente pasaba apresurada. Se dio cuenta de que no tenía sobretodo. Lo había perdido en una noche de borrachera.
Sacó la entrada y se quedó en el hall fumando un cigarrillo. Esperó a que terminara la película de Chaplin. No le gustaba ese hombrecito engreído, al que siempre le iba mal en las películas y bien en la vida. La empleada de la boletería lo miraba. Era una mirada curiosa que recorría el traje arrugado. Se enderezó las solapas, pero ella lo siguió observando. El le guiñó un ojo y la muchacha dio vuelta la cara. Entró. Había poco público a esa hora y todos estaban juntos, como protegiéndose del frió. Marlowe se sentó en una butaca desvencijada. Vio a Búster Keaton, que subía y bajaba escaleras a toda velocidad con su cara imperturbable y trágica. Vio a Laurel y Hardy, que trataban de vender un árbol de Navidad a Jimmy Finlayson. Los vio luego destruir la casa del furioso cliente, mientras este rompía el Ford a bigotes del gordo y el flaco ante una multitud de vecinos curiosos. Empezó a reír y no pudo parar. Sintió dolores en la barriga, pero aquellos dos hombres no se detenían nunca; lo obligaban a reír cada vez más. Cuando apareció en la pantalla el policía Edgar Kennedy, Marlowe se paró y abandonó la sala. No quería saber si los llevaría presos. Caminó unas cuadras y tomó el ómnibus. Llego a la oficina a las seis de la tarde. Quedaba poca gente en el edificio. No sabía por que regresaba allí. No tenía trabajo y nadie lo esperaba. Tomó un trago y se quedo sentado hasta que la oscuridad lo rodeo. No tenía ganas de levantarse a encender la luz. Empezó a sentirse mal. Siempre se sentía mal al caer la tarde. Tal vez Capablanca quiera jugar una partida de ajedrez, pensó. Cerró la oficina y salió. El ómnibus tardaba casi una hora en llegar a su casa.
Subió los escalones de tronco de pino del viejo chalet. Los yuyos habían cubierto el jardín. Abrió la puerta y encendió la luz del porche. "Una tarde me voy a quedar a cortar los yuyos", se dijo. Entro. La sala olía a encierro y resultaba tan poco acogedora e impersonal como siempre. Preparó algo de comer en la cocina. Saco el tablero y desplegó las piezas. En verdad no tenía ganas de jugar. Guardó el ajedrez. Se sentía peor que Capablanca. Comió poco. Encendió el televisor y vio el noticiero. El presidente Johnson ordenaba bombardeos en Vietnam. Apago el televisor. Recordó algunas palabras que Laurel le había dicho esa mañana: "Las cosas deberían ser mejores para un viejo actor". Tal vez ahora Stan estuviera viendo ese noticiero. Tomó el teléfono y marcó el número que el actor le había dejado.
-Habla Marlowe, señor Laurel.
-Me alegra que haya cambiado de opinión, hijo.
-No se trata de eso. Necesitaba hablar con alguien.
Hubo un silencio en la línea. Durante casi un minuto no se atrevieron a interrumpirlo. Por fin, Laurel:
-¿Porqué me eligió a mí?
-Lo vi esta tarde en un cine. Daban Ojo por ojo. Hacía por lo menos diez años que no veía una película del gordo y el flaco. Me fui antes de que terminara, cuando llegó el policía.
-¿Tiene alergia a la policía, Marlowe?
-Siempre lo arruinan todo.
-Es cierto, Ollie y yo terminamos perseguidos por el policía Sanford. ¿Porqué eligió esa profesión?
-Es muy difícil saberlo ahora. Trabajé con el fiscal del distrito hace tiempo, pero soy demasiado irrespetuoso con la autoridad. Decidí seguir solo. Desde entonces estuve varias veces en la cárcel. No me gusta colaborar.
-Yo también necesitaba hablar con alguien -lo interrumpió Laurel.
-¿Por eso fue a verme esta mañana?
-Creo que sí. Iba a pagar su tiempo.
-Deberíamos suscribirnos a Corazones Solitarios.
-Creí que el cómico era yo, Marlowe.
-Hace tiempo que dejó de serlo.
-Usted es muy duro conmigo. ¿Siempre es así?
-En los ratos libres corto los yuyos del jardín y juego al ajedrez.
-La soledad lo ha vuelto hosco, Marlowe. ¿Alguna vez quiso a alguien?
-Una vez. Me case con ella, pero era demasiado tarde. No anduvo.
-Quise decir si tuvo amigos.
-Recuerdo uno. Se llamaba Terry Lennox. Era ingles, como usted. Trabajo en películas, como usted. Estaba deshecho y termino montando una comedia para escapar de la realidad. No volví a verlo. Estoy tan solo como es posible estarlo en este país.
-¿Puedo verlo mañana, detective? Le adelantaré cien dólares. ¿Está bien?
-¡Al diablo con los cien dólares! Le dije que mi oficina no es un confesionario. Olvídese de todo. Tomaremos un gimlet y no lo veré más. Cuando quiera recordarlo iré al cine. Usted era más divertido antes, Laurel.


-¡Cámara!
La cara del gordo se ha transformado en una máscara payasesca por el maquillaje. Está ante la enorme cocina de un restaurante, frente a decenas de cacharros, y el vapor que sale de ellos lo envuelve y lo hace sudar. Los mozos entran uno tras otro y llevan los pedidos, vuelcan los guisos y las sopas. El piso es un enchastre de patas de cordero, papas, verduras, sobre las que el gordo y los mozos resbalan una y otra vez; caen al suelo dibujando cabriolas espectaculares. La acción se interrumpe a menudo. El flaco corre de un lado a otro, grita instrucciones, habla con el gordo y le marca las escenas siguientes.
Los días del ensayo previo lo han dejado conforme. "Ese gordo tiene talento y hará reír mucho", piensa Stan. Está feliz porque Hal Roach le ha dado una oportunidad para dirigir un filme. Hace catorce años que llegó a Estados Unidos y se ha ganado la vida en Hollywood como actor de comedias sin demasiado éxito.
Ollie pesa ciento cuarenta kilos, pero los lleva sin esfuerzo. Quiso ser actor desde que dejó su casa de Georgia, contra la voluntad de su padre. Cuando filmó su primera película parecía un bebe rozagante al que el público esperaba que le pasaran cosas terribles. Pero era muy difícil triunfar. Chaplin había acaparado al publico, a la prensa, y todo el mundo hablaba de él.
Ahora Ollie está contento. Siente que Laurel es un tipo inteligente, que sus guiones son precisos y ricos, que sus observaciones son certeras. Será, cree, un gran director. El gordo deja que los auxiliares lo maquillen otra vez, mientras escucha los gritos del flaco que se acerca y controla el efecto que los cosméticos han conseguido sobre su cara. Todo esta listo para filmar la siguiente escena. Alguien, en el estudio vecino, hace sonar un tango. Ollie sonríe. Recuerda aquellos rosedales de Palermo; los mateos y los bares de la estación Retiro. Buenos Aires era una linda ciudad en 1915.
Ollie camina lentamente hacia las luces del escenario donde las cámaras están listas. No sabe por que, pero otra vez recuerda los rosedales, las mujeres timidas y los hombres impecables que las toman del brazo. Los compases del tango le traen a la memoria a aquel hombre, al bandoneonísta -Pacho lo llamaban-, que siempre estaba haciéndole chistes por su barriga y su lamentable español. Tenía que ayudarlo en todo. Pacho sospechaba que Ollie comprendía el español, pero hablaba en ingles para no meterse en líos. El tango ha dejado de oírse y el gordo sonríe frente al flaco y le hace un gesto cómplice. El flaco entiende y sonríe también. Ahora recuerda su viaje a la Argentina, en 1914, sus acrobacias de payaso en un teatro céntrico (el Casino, cree recordar), la esperanza que tenía de ser alguna vez actor de cine o director. Quizás ha recordado aquellos corralones donde podía escucharse el tango y compartir un vaso de vino con hombres de pañuelo al cuello y mirada sobradora.
-¡Cámara!
La acción recomienza en el mismo exacto lugar donde Stan había ordenado el corte anterior. Ollie tiene que resbalar una vez más, debe odiar a los mozos que han dejado caer al suelo sus bandejas. El giro es perfecto y la armonía de sus movimientos logra una extraña forma de poesía grotesca.
El resbalón y la caída parecen un cataclismo. Stan sonríe satisfecho. El gordo lo ha logrado. Ollie grita. La escena se rompe en mil pedazos. Stan ordena el corte de cámaras. Corre hacia el escenario. Al caer, el gordo ha arrastrado una olla de agua hirviendo. Tiene el brazo derecho rojo y la piel empieza a arrugarse. Ollie grita cada vez más. Alguien corre en busca de un bálsamo para quemaduras. Stan se toma la cabeza. Quiere llorar y no lo consigue. Todo su plan se desmorona, ya no habrá película. Furioso, patea los cacharros y lanza golpes al aire, resbala sobre una planta de lechuga, trastabilla, tropieza contra las piernas del gordo que sigue gritando y cae de narices.
Hal Roach grita satisfecho, levanta los brazos y los agita, masca su cigarro con ferocidad.
-¡Los encontré! -grita-. ¡Son ellos!
A su alrededor nadie ha podido contener una carcajada. La caída del gordo y la furia del flaco -que ahora esta tirado y golpea los puños contra el suelo- han sido una de las cosas más desopilantes que se han visto en el estudio. Roach vocifera hasta que un asistente corre a su lado.
-¡Contrátelos! -ordena con voz entrecortada-. Es la pareja más cómica que he visto en mi vida.
Laurel se ha levantado y camina hacia Roach. Su rostro tiene el gesto del llanto, pero solo siente pena.
-¡Que cagada, Dios mío! -Se toma la cabeza. Roach lo mira sonriente.
-¿Se anima a repetirlo? -pregunta, ordena-. Directores hay muchos, Stan.
El flaco no comprende. Atrás, una enfermera embadurna el brazo de Ollie y le coloca una venda desprolija. El gordo siente un ligero alivio. La risa de los asistentes le ha dado mucha rabia. No ha entendido tampoco que hacia Laurel en el suelo, junto a él. Ahora se acerca al productor y a Stan; va a decirles que dentro de una semana podrá seguir trabajando. Los dos hombres lo miran. Roach es feliz.
-Creo que ustedes van a hacer reír -dice.


Cuando Laurel entró a la oficina, Philip Marlowe leía un libro sentado en su sillón; las largas piernas del detective estaban sobre el escritorio y sus pies se apoyaban sobre un montón de carpetas. Los zapatos brillaban limpios y lustrados, pero las suelas tenían agujeros y a los tacos de goma se les veían los clavos. Laurel se paró ante el escritorio y observó con atención al hombre que seguía distraído.
-Buen día -saludo.
El detective levantó los ojos. Miró un largo rato al viejo que vestía un traje pasado de moda, pero limpio y bien planchado. En las manos llevaba un sombrero y el sobretodo que se había quitado antes de entrar. Sus ojos eran brillantes y sonreía, como si hubiera algún motivo para hacerlo. Pasó un largo minuto antes de que Marlowe dejara el libro sobre el escritorio y encendiera un cigarrillo.
-Creo que se equivocó de puerta.
-Usted necesita un empleo y yo se lo ofrezco -dijo el actor.
-¡Que interesante! ¿De qué se trata?
-¿Qué esta leyendo? -replico Laurel.
-Una novela policial. Un detective de la agencia Continental llega a un pueblo y se mezcla con una banda de criminales y con la policía y anda a los tiros con todo el mundo. No es un hombre delicado, se lo aseguro. Me hubiera gustado tenerlo de socio. La novela no dice como se llama, pero podría encontrarlo a la vuelta de una esquina.
-¿Alguna vez tuvo que matar a alguien? -dijo Laurel, y se ruborizó.
-Alguna vez. Casi lo he olvidado.
-El suyo es un oficio duro.
-Lo fue. Cuando tenia lío podía ganarme algunos dólares. Ya estoy un poco viejo para eso. ¿Qué me ofrece usted, Laurel?
-Cien dólares de adelanto. Acepto su precio.
-¿Trajo el dinero?
-Aquí está. Hoy lo veo más comprensivo.
-Tengo algunos problemas que solucionar. Eso me hace más estúpido. ¿Por qué no se sienta?
Laurel se sentó.
-Quiero saber por que nadie me ofrece trabajo. Si tratara de averiguarlo por mi cuenta arriesgaría mi prestigio. Hay muchos veteranos trabajando en el cine y en la televisión. Yo podría actuar, o dirigir, o escribir guiones, pero nadie me ofrece nada desde hace muchos años. Oliver consiguió trabajo una vez, en una película de John Wayne, pero fue un fracaso. Tuvo que ir a pedirlo. Yo nunca quise hacer eso.
-¿Conoce a mucha gente en Hollywood? -preguntó Marlowe.
-Algunos viejos, a los que no veo hace tiempo, y dos muchachos que vienen a verme de vez en cuando para charlar sobre la comicidad. Ellos tienen mucho trabajo. Usted los conoce: Jerry Lewis y Dick van Dyke.
-No voy mucho al cine, pero los he visto. ¿Son sus amigos?
-Dick es un amigo. Tiene talento; mucho talento. Me considera su maestro. Viene a casa y charlamos largas horas.
-¿Porqué no lo contrata?
-El no puede contratarme. Es posible que no se anime a incluir en sus películas al viejo maestro.
-Entiendo. Por ahí anda a las trompadas un muchacho a quien le enseñe el oficio, pero no se le ocurre colaborar con el viejo Marlowe. Viene a visitarme para tomar whisky. Me consulta sus casos, me da la mano y se va. Lew es un gran muchacho, preocupado por el psicoanálisis, pero debe creer que los viejos viven del aire. Los productores pensaran que usted está en buena posición y que sin Hardy no le interesa trabajar.
-Cuando él vivía tampoco nos ofrecieron nada. En el cincuenta y uno hicimos una película en Paris. Fue lo último.
-¿Ganaron dinero?
-No. La película fue un fracaso. Ollie estaba enfermo y no podía moverse demasiado. Yo también había estado con ataques y no era un buen momento. No filmamos en Estados Unidos desde que Ollie volvió de la guerra.
-¿Hardy fue a la guerra?
-Había recibido instrucción en un colegio militar cuando muchacho. Lo llamaron y le dieron el grado de capitán. Estuvo en Gibraltar.
-¿El quería ir al frente?
-Era un muchacho muy despreocupado. Lo tomó en broma. Me dijo: "Me voy al frente" y no lo vi hasta un año después. Cuando me contó sus anécdotas pensé en filmar una película, pero él estaba muy dolorido por todo lo que ocurrió y preferimos dejarlo.
-¿Cuándo murió?
-En 1957, en un hospital. Estaba muy enfermo y paralítico. Fue una época muy difícil. No fui al entierro y me criticaron por eso, pero no podía ir.
-¿Por qué?
-Ollie no era sólo un amigo. Era parte de mí; ninguno podía ser nada sin el otro. Nuestra vida fue el cine y lo compartimos todo. No nos veíamos mucho, pero hacíamos lo único que justificaba nuestra vida: filmar. Pronto me di cuenta de que éramos uno solo. Yo no podía asistir a mi propio entierro.
-¿Porqué me dijo ayer que estaba muriendo?
-Estoy enfermo, Marlowe. Soy diabético y tengo ataques. Sé que no me queda mucho tiempo. Pero no era eso lo que trataba de decirle. Desde que no trabajo me estoy muriendo un poco cada día. Cuando uno tiene un solo motivo para vivir, y ese motivo desaparece, siente que está de más. Quiero que usted averigüe por que los productores me han olvidado.
-¿Tuvo relación con los diez de Hollywood?
-¿Los diez de Hollywood?
-Sabe de que hablo: los juicios de Joe.
-Los conozco, pero nada más.
-Espero que no me mienta -dijo el detective-. la política ha dejado fuera de carrera a más actores que la droga. Usted conoce bien todo eso. Si Joe veía rojo era para echar a correr. Sé de uno de los condenados. Paso nueve meses preso por vender bonos para el partido. Él quería ayudar a los otros detenidos y lo metieron adentro. Su vida resultó un desastre: uno puede ser un desgraciado y seguramente ira preso. Haga la prueba. Señale a los culpables de su suerte y le darán una buena celda. Hágase rico o sea un rebelde famoso y lo aplaudirán.
-No se enoje, detective.
-No estoy enojado -Marlowe levanto la voz-, pero me molesta que se haga el inocente, Laurel.
-No entiendo -Stan bajo el tono.
-Déjelo.
-Una vez Buster Keaton me dijo que habíamos cometido un error, porque nuestros argumentos se basaban en la destrucción de la propiedad privada y en el ataque a la policía. Decía que la gente se reía de eso, pero en el fondo nos odiaba.
-¿Dónde esta ahora Keaton?
-Creo que en Canadá, haciendo películas de turismo. Está en la miseria.
-¡No me diga!
-Muchos cómicos terminaron así. Chaplin se salvo.
-¿Se salvó? -se burlo el detective.
-A él también lo persiguieron. Tuvo que irse.
-Vea, amigo, cuando en este país lo persiguen a uno en serio, es difícil escapar. Chaplin fue un rebelde famoso, lleno de mujeres y de millones. Joe no tenía interés en meterlo a la sombra. Un día de estos volverá a pasear su esqueleto por Hollywood y le harán reverencias. Es posible que le levanten un monumento. Usted y yo estaremos pidiendo limosna en la entrada de los estudios.
-No exagere -respondió el actor.
-Esta bien. Estoy sintiendo frió. Cambiemos este billete de cien en lo de Víctor. Prepara un gimlet de primera y a esta hora el bar está casi desierto.

Víctor no se ha despeinado del todo y todavía tiene las manos limpias y una sonrisa.
-No bebo a esta hora.
-A mucha gente le pasa lo mismo. Por eso Víctor está limpio y sonriente.

Ollie se ha sentado en un sillón donde el cuerpo parece estar de sobra. Fuma un cigarro de discreta calidad, tratando de que las cenizas no caigan sobre el piso brillante del hall. Su vista sube, baja, gira y se detiene en los cuadros de las paredes, en los muebles, en todo ese lujo que adorna la sala confortable pero deshabitada.
"Que viejo esta", piensa la secretaria vieja, que ha entrado por una puerta enorme y se acerca al gordo con una sonrisa.
-El señor Wayne lo recibirá en un momento -le dice y aún cuando ha terminado de hablar sostiene su mirada a través de los lentes.
-Gracias -contesta el gordo, e inclina la cabeza a modo de saludo. A ella le parece que el juego es el mismo de siempre, solo que falta Stan para levantar su sombrero y responder al saludo.
El gordo no se ha movido del sillón y continua mirando discretamente a su alrededor, hasta descubrir un par de pistolas que se cruzan formando una equis sobre la pared, justo frente a él. A la derecha, una bandera norteamericana cuelga inmaculada, como si alguien se tomara el trabajo de lavarla de vez en cuando, de cuidar sus pliegues imperfectos.
Apaga el cigarro y se arrellana en el asiento. Hace mucho tiempo que no ve a John y le da un poco de vergüenza visitarlo para pedirle trabajo. Stan le ha dicho que no se apresure. No le hablo mal de Wayne porque nunca habla mal de nadie, pero él se dio cuenta de que no le cae simpático. Tal vez haya sido una imprudencia molestarlo, interrumpir su trabajo.
La puerta se abre y la secretaria, solemne y curiosa, le indica que pase. Transpone la puerta enorme y encuentra el vacío. Allá, a lo lejos, un cowboy se pone de pie y levanta los brazos, jovial y descansado, como si acabara de despertarse de una siesta.
-¡Mi viejo Ollie! -grita. Avanza. Sacude el cuerpo flaco, excesivamente alto. Lleva un pantalón vaquero de cuero y una chaqueta de cheyenne; a ambos lados de la cintura cuelgan las pistolas. Cuando están a dos metros el gordo anticipa la mano derecha y una sonrisa. Wayne, con la velocidad de un rayo, saca sus pistolas y aprieta ambos gatillos a la vez.
Hay un chasquido seco, absurdo, que se pierde en el aire; una carcajada falsa, hiriente, más de complicidad que de gozo, deforma la cara del cowboy. Ollie comienza a sonreír. Es una respuesta tímida y sorprendida que se apaga pronto. Wayne sigue riendo mientras las pistolas giran en sus dedos, pasan de una mano a otra antes de caer en las fundas.
-¡Mi viejo Ollie! -repite Wayne y estrecha los hombros del gordo que sonríe sin ganas, apenas con un gesto quebrado-. ¿Qué te parece mi ropa para la próxima película? -pregunta Wayne.
-Estás muy bien, sos un verdadero cowboy- contesta Ollie y su mirada recorre cada detalle.
-Hay que cuidar la forma, Ollie -dice Wayne mientras levanta las cejas-, el publico no quiere vaqueros mal entrazados, que den risa.
Hace un paréntesis, como disfrutando, y agrega: -Ustedes si que dieron risa. Ya lo creo.
-Gracias -contesta el gordo, que sostiene el sombrero entre sus manos.
Lo ve alejarse hacia el escritorio, en el fondo del salón, y lo sigue con paso lento. No hablan. La enorme figura del vaquero se hace más imponente al recortarse frente al ventanal. Se sienta tras el escritorio y saca un cigarrillo que enciende con una pequeña pistola. Una enorme pintura de Custer se empequeñece a sus espaldas. Por fin, habla:
-¿Qué te trae de visita, Ollie?
El gordo vacila. Parece un principiante, o un viejo estúpido. Dice en voz baja:
-Busco un papel, John; algo para mi solo. Stan y yo tenemos algunas propuestas, pero él prefiere elegir los guiones. Estudia demasiado las cosas y entretanto...
-Ustedes todavía pueden trabajar, Ollie... ¿Qué es eso de separarse?
-No nos separamos, John, busco algo transitorio. Mi situación no es buena y unos dólares me vendrían bien.
Wayne ha sacado una pistola y mira dentro del tambor, lo hace girar, sopla el humo del cigarrillo a través del caño.
-Debí imaginarlo. Puedo darte algo en The Fighting Kentuckian. Un villano o algo así.
-Un villano...
-Algo así.
Se miran. El gordo se siente como un elefante indefenso ante el cazador. Ahora sabe que Stan tenía razón. Aquí está, convertido en un villano, disfrazado con un gorro de piel y una carabina.
-Arregla con el ayudante de producción –oye decir. Sale. No sabe si ha tendido otra vez su mano, pero se la lleva a la boca y siente gusto a pólvora. La vieja secretaria lo despide con una sonrisa. "¡Que viejo está!", piensa.

El ómnibus lo dejo cerca de Santa Mónica. El palacete de John Wayne ocupaba una manzana, tenía dos plantas y estaba rodeado de jardines. Observados a distancia, eran como manchones verdes en los que se mezclaban flores rojas y pinos y fuentes de agua. Marlowe paso de largo. Aunque nadie la custodiaba, la mansión tenia algo de infranqueable.
Por fin, el detective se decidió. Volvió sobre sus pasos y cruzó los jardines. Caminaba lentamente, levantando la vista hacia las ventanas del piso alto. Nada indicaba que la casa estuviera habitada. Llego a la puerta principal e hizo sonar la campanilla.
Esperó algunos segundos y repitió el llamado, pero nadie respondió. Dio un rodeo a la mansión. El sol débil del invierno se ocultaba y un viento fresco cruzaba por el jardín. Marlowe lo sintió en el pecho. Se preguntó si este sería el mismo lugar al que quince años antes habían llegado el gordo Oliver Hardy a pedir trabajo. Pensó (mientras en sus labios se dibujaba apenas una sonrisa) que él estaba ahora en la misma situación que aquel gordo: sin un dólar y con los huesos cansados de tanto andar. De pronto, tuvo necesidad de entrar en esa casa, de recorrer los pasillos. Llego al contrafrente. Dos ventanales estaban entreabiertos. Desde el interior surgían voces y extraños sonidos. Se pregunto si habría una fiesta. Probo el picaporte de una de las puertas y abrió. Era un pasillo oscuro por el que avanzo casi a tientas. Por fin entró a una habitación cubierta de sombras. Tomo por otro pasillo hasta una escalera. Las voces eran más intensas y algunos destellos de luz llegaban desde la planta alta. Comenzó a subir. Una voz grave y pausada lo detuvo.
-¿Adónde cree que va?
Un cincuentón cuadrado y macizo se coloco frente a él. Estaba vestido de cowboy. Las ropas eran flamantes y despedían brillo. En el pecho el grandullón tenía colocada una estrella de sheriff. En la mano derecha sostenía un revolver.
-Un raterito, ¿eh? -gruño el sheriff.
-Soy Philip Marlowe, detective privado. Busco al señor Wayne.
-Al senor Wayne -repitió el otro-. ¿Sabe lo que hacemos aquí con los intrusos?
-Sí. Les dan un papel de villanos en una película.
-¿Cómo adivino? En las películas del Oeste los villanos siempre salen castigados. A veces ni se pagan su ataúd. Empiece a subir, compañero.
Marlowe avanzó por la escalera. Detrás, el cowboy parecía un oso sosteniendo un revolver. Entraron en una habitación donde media docena de vaqueros tomaban whisky y Coca Cola. Un par de ellos se dio vuelta para mirar a los recién llegados, pero no les prestaron atención. El cazador empujó su presa hacia un extremo del salón. Marlowe reconoció a John Wayne que conversaba con dos rubias. Nunca creyó que pudiera ser tan alto. Estaba de pie y sostenía un vaso de whisky en una mano.
-Lo encontré husmeando abajo, señor. Un raterito, si me permite que lo juzgue por su aspecto. Iba a darle una paliza, pero me dijo que era detective privado y que quería hablar con usted.
-¿Cómo se llama? -pregunto Wayne, sin mover un músculo, ni dar demasiada importancia al asunto.
-Philip Marlowe. Si ese oso deja de apuntarme podría mostrarle mi credencial.
-Guarda la pistola, Johnson -el hombre obedeció-. Hable, amigo. Estoy trabajando y tengo poco tiempo.
El detective no supo que decir. Era absurdo recordar aquel episodio de quince años atrás, cuando el hombre gordo, uno de los más grandes cómicos del cine, se plantó frente al cowboy para pedirle un papel en una película. Wayne se lo había dado.
-Quisiera un papel en una película -dijo Marlowe.
Wayne lo miro, incrédulo. Sacudió su cabeza, de la que colgaba un sombrero tejano.
-Usted es un bromista inoportuno o un idiota. Nadie pide un papel en una película de esta manera. Entra en mi casa sin que lo inviten, por la puerta de atrás, dice que es un detective y termina pidiendo un trabajo. Creo que usted busca una paliza.
-¡Eso, jefe! ¡Una paliza! -gritó Johnson, mientras tiraba un derechazo que dio en una oreja del detective. Marlowe tambaleo, pero alcanzo a mantenerse de pie.
Wayne soltó una carcajada. Dio un paso al frente y con la pierna derecha aplico una patada en la barriga del detective. Este cayó hacia atrás. Johnson le dio con la culata del revolver en el cuello. El detective lanzó un par de gemidos, se ahogo y cayo de costado.
Un hilo de sangre le corría desde la oreja golpeada. Tenia el rostro morado. Intento levantarse. Abrió una mano delante de la cara como pidiendo que no lo castigaran más. Un hombre que estaba a su lado le volcó una botella de Coca Cola en la cara. Marlowe escuchaba a la distancia la música de un circo remoto y se vio cercado por las fieras. Se sentía como un espectador imbecil que por error entra a la jaula y es atacado por los leones.
-¡Usted es una mierda! -grito y sintió un gusto amargo en la garganta. Wayne se acerco y tiro una patada que destrozó la nariz del detective. Todo dio vueltas en su cabeza. Se sintió impotente; no tenía ganas ni fuerzas para defenderse. Sentía que tragaba sangre y paladeaba un sabor dulce.
-¡Corten! -gritó alguien. Las poderosas luces se apagaron y varios hombres corrieron hacia el detective que sangraba en el piso. Tenia las ropas destrozadas.
-Fue una gran toma -dijo satisfecho el director, que sostenía un enorme cigarro en la boca y vestía camisa a cuadros negros y rojos-. Un gran realismo, señor Wayne. Tal vez podamos utilizar la escena en algún filme.
-Tírenlo -murmuro Wayne, mientras daba vueltas el cuerpo de Marlowe con su bota negra-. Hay que seguir trabajando.

-Parece que se cayó de la estatua de la Libertad -dijo una voz a su lado.
El detective giro la cabeza y encontró la pequeña figura de Laurel. Reconoció el rostro cruzado por las arrugas, los ojos pequeños que parecían estar lagrimeando siempre.
-Acertó, amigo. Pero no lo lamente. Siempre estoy cayendo y ya me acostumbre. ¿Cuántos huesos rotos tengo?
-Los de la nariz, pero ya los han puesto en su lugar. La oreja derecha no le servirá para escuchar a Mozart, si es demasiado exigente. Lo demás se curará pronto.
-¿Puedo irme a mi casa?
-Tal vez mañana lo dejen salir. Los del hospital hicieron la denuncia a la policía. ¿Qué les dirá?
-Que me agarro una bicicleta.

Marlowe despertó en un hospital. Parpadeo y sus ojos percibieron el blanco inmaculado de las paredes, de las sábanas, de los médicos y de las enfermeras. Se tocó la cara. Estaba forrada. Solo la boca y los ojos asomaban entre las vendas.

Amanece con un cielo muy rojo, como de fuego, aunque el viento es fresco y húmedo y el horizonte una bruma gris. Los dos hombres han salido a cubierta y son dos caras iguales las que miran hacia la costa, oculta tras la niebla. Los ojos de Stan tienen el color de la bruma; los de Ollie, el de la ceniza. La brisa salada les salpica los rostros con gotas transparentes. Stan pasa su lengua por los labios y siente, quizá por última vez en este viaje, el gusto salado del mar.
Tiene los ojos celestes, pequeños y rasgados, las orejas abiertas, el pelo lacio y revuelto. Toda la amargura del mundo mira, desde esa cara, la costa inglesa.
El gordo está prolijamente peinado, el pelo ralo apretado por la gomina. La brisa le hace entrecerrar los ojos. Una arruga le cae entre las cejas, otras dos a los costados de la nariz y la boca es un arco fláccido sobre el mentón quebrado.
Stan coloca una mano sobre sus ojos para evitar el fulgor del sol que se levanta en el horizonte. Esta costa (la misma que dejo hace cuarenta años) es otra para él. El flaco ha movido levemente la cabeza y le ha parecido percibir, en el gesto del gordo Ollie, una mueca parecida a una sonrisa.
-Ya salen los pescadores -ha dicho el gordo.
A lo lejos centenares de botes dejan la costa en dirección al barco. Solo Laurel y Hardy permanecen en cubierta. Ambos han levantado las solapas de sus sacos, aunque no hace demasiado frió.
-Habrá que tomar un tren hasta Lancashire -dice el flaco sin mirar a su compañero, y agrega-: Los trenes tienen que ver con el principio y con el final.
Por primera vez, Ollie se ha dado vuelta para mirarlo. Luego baja la vista. "Los trenes tienen algo que ver con el principio y con el final", piensa.
Es cierto. También los barcos y la distancia. Uno siempre va a morir lejos de los mejores lugares. Por vergüenza tal vez, como los elefantes. El siempre tuvo algo de elefante. No solo físicamente. Los elefantes son codiciados en su mejor momento, cuando sus colmillos son frescos y deslumbrantes. La gente solo busca eso, los colmillos. Si atrapa a un elefante enseguida se los corta y toda la grandeza del animal desaparece. Queda apenas el cuerpo pesado, dolorido; tan dolorido está el animal que cualquiera puede matarlo.
-Me siento como un elefante -ha dicho Ollie. Stan lo mira y luego dirige sus ojos a la distancia, donde los botes avanzan agitados por el mar-. ¿Tu padre sabe que llegas? -pregunta Ollie.
-Le mandé un telegrama. Habrá función en el pueblo. El todavía trabaja en el teatro del condado. Debe tener ochenta años. Ya no me acuerdo de su cara.
Cuarenta años fuera de Inglaterra. Nunca extraño demasiado. Sin embargo, Stan siente esta madrugada un suave estremecimiento cuando piensa que verá a su padre, que subirá otra vez a un escenario inglés como en aquellos tiempos de la troupe de Karno. Su padre lo hizo actor y esperó de él algo que nunca podría conseguir en su pueblo. ¿Lo había logrado?
Stan siente que un peso le oprime el pecho. Dos viejos van a encontrarse. Ambos son iguales ahora. Ollie mira a Stan. El flaco tiene los ojos nublados y siente un poco de frió. El sol se levanta cada vez más. Las estrellas, que aún brillan, son las mismas de aquella noche de 1912 cuando abandonó Inglaterra. El flaco siente ahora lo mismo que entonces. Es necesario apostar otra vez por la vida; pero no sabe si alguien se atreverá a aceptar su apuesta.
Stan enciende un cigarrillo. Tiene que darse vuelta, dar la espalda al viento para que el fósforo no se apague.
A lo lejos comienzan a sonar las campanas de la iglesia del pueblo. Ollie reconoce antes que Stan el ritmo de los tañidos, la música que tantas veces oyeron en sus películas.
Se han mirado sin hablar. Stan se cubre la cara con las manos. Arroja el cigarrillo al mar. Ollie le da la espalda. El barco ha entrado en puerto y el ancla cae con un ruido sordo. El gordo se aleja tras la gente que desciende.
De un bolsillo, Stan saca un puñado de dólares verdes y arrugados, los estruja con fuerza y los arroja al mar.
-Estoy vivo, papá -dice, y salta a tierra.


"Stan y Ollie murieron desafiándose, sonrieron con gesto torvo y rehusaron estar acongojados. Yo quiero decir ahora a Stan lo que el siempre me dijo cuando nos despedíamos: 'Dios te bendiga'."
Dick van Dyke en su tributo fúnebre a Stan Laurel.
Cementerio de Forest Lawn,
febrero de 1965.

Marlowe caminaba por el sendero rojizo del cementerio entre tumbas chatas y blancas. Algunas tenían flores frescas y otras estaban cubiertas de tallos secos. Desembocó en una amplia calle asfaltada por la que de vez en cuando pasaba un auto. En un Buick azul, descapotado, una mujer joven, vestida de negro, lloraba en el asiento trasero, mientras el chofer manejaba el coche lentamente, con una seriedad que se acentuaba por sus grandes anteojos negros.
El detective encendió un cigarrillo, el último, y tiró el paquete en un canasto que estaba colmado de flores marchitas. Llego al indicador. Se detuvo un instante hasta orientarse. Tomó nuevamente por un camino angosto, de ripio, mientras aspiraba lentamente el humo del cigarrillo. Su cuerpo alto, un poco encorvado, asomaba por sobre las tumbas bajas. Regresaba sin saber por que al lugar donde siete años atrás había visto enterrar al viejo Stan Laurel. Marlowe pensó que desde entonces no veía a alguien morir en su cama.
Al llegar a la tumba vio a un hombre que estaba parado frente a ella, quieto como una estatua. Ni siquiera cuando Marlowe se puso a su espalda se dio vuelta. Seguía inmutable y en su rostro había un dolor sereno. Parecía tener alrededor de treinta años, no era ni alto ni bajo, y sus piernas, bastante chuecas, estaban entreabiertas. Cuando pasó a su lado, Marlowe lo miró atentamente. La cara del hombre era redonda y le quedaba poco pelo para protegerse de la ligera llovizna que empezaba a caer. La nariz pequeña estaba colorada y de vez en cuando la frotaba con un pañuelo. No era que estuviese llorando; se diría, más bien, que estaba resfriado. Sin ser muy gordo, su barriga desentonaba con el resto del cuerpo. Estaba encorvado y fumaba con avidez. De pronto se movió, fue hasta una tumba vecina, se apoyo en ella sin importarle demasiado, metió la mano derecha en un bolsillo y se quedó con la mirada fija en el cielo.
-¿Lo conocía? -preguntó Marlowe.
El hombre bajo la vista y miro al detective. En sus labios apareció una sonrisa sin sentido, como si se dispusiera a iniciar una charla amable.
-No personalmente. ¿Usted es pariente?
Hablaba un inglés tan malo que Marlowe tuvo que hacer un esfuerzo para entender el sentido de la frase.
-No. ¿De donde es usted? Si es que existe alguna parte en el mundo donde se hable de esa manera.
-Soy argentino. Perdóneme, nunca tuve facilidad para el inglés.
-¿Qué hace aquí, frente al viejo Stan? ¿Anota el lugar para incluirlo en las guías de turismo de los gauchos?
-¿Perdón?
Marlowe se acerco al hombre que dejó de apoyarse en la tumba vecina. No entendía bien esa sonrisa permanente en la cara redonda y mofletuda.
-Mire, amigo -dijo en castellano-, hablo bastante bien el español y creo que eso será un alivio para usted. Le pregunté que hace frente al viejo Stan.
-Nada. ¿Esta prohibido pararse aquí? Desde que llegue a Estados Unidos estoy cometiendo infracciones.
-Le habrá costado explicarse. Soy detective privado; Laurel me había contratado poco antes de morir.
-¿Para que?
-Manías de viejo. Se estaba muriendo y lo sabia. Era un hombre desesperado.
- ¿Usted llegó a conocerlo bien?
-Lo que un detective puede conocer a una persona con la que ha hablado una docena de veces.
El hombre cobró un súbito interés por el detective. Sacó un atado de cigarrillos argentinos (en el otro bolsillo tenia los Lucky, pero pensó que esto despertaría, aunque sea de una manera trivial, el interés del norteamericano) y convidó uno a Marlowe. Dejó que le diera fuego. El argentino advirtió de pronto que el hombre que tenía ante sí no se parecía demasiado a otros que había conocido en Los Ángeles. Parecía un poco lejano y hosco, como si lo hubieran desclavado (se le ocurrió esa imagen) de una pared y en su lugar hubiera quedado un agujero inútil. El clavo, viejo y oxidado, hasta algo torcido, tampoco servía para nada. Desde su llegada, el argentino estaba solo, en un hotel barato y sucio, y se alegró de hallar a alguien con quien charlar sobre Laurel y Hardy.
-Discúlpeme -habló bajando la voz, como si tuviera vergüenza de lo que iba a decir-; tengo mucho interés en hablar con usted sobre Laurel. Si no es un inconveniente... creo que podría invitarlo a cenar esta noche, o a la tarde, no sé... me confundo un poco con los horarios de las comidas en este país.
-¿Está solo?
-Sí. Soy periodista, pero no busco información. Estoy escribiendo una novela sobre Laurel y Hardy y pensé que usted...
-Conocí a un solo novelista, un tal Wade, y me trajo problemas. Usted no busca líos, ¿verdad?
-No. Parece estar siempre en guardia.
-Es parte de mi oficio. A causa de eso pasé los cincuenta. Tengo algunas palizas encima pero puedo darme el lujo de abandonar el cementerio caminando.
El argentino rió como si Marlowe hubiera hecho un chiste. El detective se mantuvo impasible, entonces el periodista dejó de reír y preguntó:
- ¿Qué me dice, acepta? No tengo mucha plata, pero puedo pagar una comida.
-Eso es bastante en estos tiempos.
El argentino metió la mano en el bolsillo de su saco y empezó a caminar por el sendero de ripio. Iba a hablar cuando advirtió que estaba solo. Se dio vuelta y vio a Marlowe parado ante la tumba de Laurel. Fue un instante. El detective caminó hacia él dando largas zancadas.
-¿Cómo se llama?
-Soriano. Osvaldo Soriano.
-Soy Philip Marlowe. Con e al final. Eso me traía algunas dificultades con los cheques que me enviaban los clientes.
Soriano estaba riendo otra vez, pero al ver que el detective seguía impasible dejó de hacerlo.
-¿Adónde va ahora?
-Voy a cerrar la oficina. Acompáñeme, si no le molesta viajar en ómnibus.
-No me molesta.
Viajaron de pie durante casi una hora. Cuatro negros iban en el fondo del ómnibus cantando y se comportaban de manera agresiva. Los blancos que los rodeaban trataban de mantenerse a distancia. Marlowe los miró un rato y dijo luego a Soriano, hablando en español:
-Los negros están haciendo lió otra vez. La policía tiene que calmarlos a palos todos los días. La ciudad está cambiando, no volverá a ser como antes. Antes era una mierda.
- ¿ Ahora será mejor?
-No dije eso. Dije que antes era una mierda. Los ricos se vinieron para acá y construyeron palacios en los valles, alrededor de Hollywood. Para ellos era como vivir un sueño. No había negros aquí. Llegaron de a poco, corridos de otros lugares. Vamos, tenemos que bajar.
Caminaron dos cuadras. El cielo plomizo dejaba caer una llovizna muy suave que humedecía las calles. La gente abría paraguas y hacia cola para conseguir taxis. Marlowe se detuvo a comprar cigarrillos.
-¿Le gusta la ciudad?
-No mucho; estoy confundido. Nunca había hecho un viaje tan largo ni pensaba conocer Estados Unidos. No me gusta este país. Pero, no sé... hay algo grande...
-¿Algo grande? Pilas de mierda, compañero. Cuando le den una paliza para sacarle la billetera se dará cuenta de que aquí no hay nada grande, como no sean los tesoros del Tío Sam.
Entraron a la oficina. Marlowe abrió con una llave grande y Soriano sintió una oleada de aire pesado. La sala olía a encierro. Los sillones eran viejos y estaban cubiertos de polvo. Marlowe levanto un par de sobres del suelo y los dejó sobre el escritorio sin abrirlos. Soriano se sentó en un sillón y pidió un cenicero. Marlowe hizo un gesto indicando que tirara la ceniza al suelo. Luego saco una camisa limpia de un cajón y se cambio allí mismo; limpio sus viejos zapatos con una cortina, encendió un cigarrillo y llamó por teléfono al servicio de recepción. Nadie lo había buscado.
-No se preocupe -dijo a la telefonista-, ahora encuentro a la gente en el cementerio.
Colgó. Soriano se había levantado para apagar el cigarrillo en un cenicero, sobre el escritorio. Allí vio también un tintero seco, el teléfono negro, cartas sin abrir, papeles. Todo estaba cubierto por una leve capa de polvo. El argentino observó atentamente. Marlowe se dio cuenta, pero estaba acostumbrado a que la gente que entraba a su oficina se alarmara por el desorden. Soriano levantó la cabeza hacia el brazo de luz del techo y se quedo mirando. Marlowe sonrió por primera vez.
-Son Rosie, Mary y Joanne. No pudieron conmigo.
Eran tres polillas muertas que aspiraban a un entierro natural, ya que el polvo las estaba cubriendo. Soriano calculó que llevarían varios meses allí.
Marlowe apagó la luz, cerró la puerta y fueron hacia el ascensor. Afuera vieron que había dejado de llover.
Entraron en un restaurante de tercera. La hora de la cena había pasado y quedaba poca gente: una pareja con las manos entrelazadas sobre la mesa, un viejo borracho que dormitaba con la barba caída sobre el pecho, tres taxistas negros que discutían a gritos. El salón era frío y la luz demasiado triste. Se sentaron en una mesa alejada. Marlowe saco los cigarrillos y se paso la mano por la cara. Se dio cuenta de que llevaba dos días sin afeitarse y otro tanto sin darse una ducha. Pidieron un guiso barato.
-Cuénteme quién es usted -dijo Marlowe.
-Vivo en Buenos Aires. Trabajo en un diario. Desde hace algunos años investigo la vida de Laurel y Hardy. Quería escribir algo sobre ellos, una biografía o una obra de teatro. Me costó decidirme. Por fin empecé una novela. Quería conocer Los Ángeles para ubicar la acción con detalles. Estuve juntando plata para venir. Tuve que empeñarme un poco. La devaluación de la plata argentina ponía los dólares cada vez mas lejos.
- ¿Cuánto tiempo estará aquí?
-Hace una semana que vine, planeaba quedarme otra más, pero ando muy escaso de plata.
-No se preocupe, yo tengo que quedarme toda la vida y ando con veinte dólares en el bolsillo.
-Usted es un tipo extraño. Los pocos americanos de su edad que conocí están horrorizados por los soldados muertos en Vietnam, por la droga, por la fuga de sus hijos, pero andan en autos veloces, tienen su vida organizada.
Marlowe miró al argentino, fumo un par de pitadas de su cigarrillo y luego esbozó una sonrisa -la segunda de la noche- mientras sacaba su billetera.
-Mire. Este permiso de detective privado me habilita para meter las narices en asuntos ajenos. En eso anduve desde que abandoné la policía. ¿Usted cree que me sirvió de algo? Me golpearon, me acertaron algún balazo, me echaron a patadas de todas partes, estuve preso y un día la hija de un millonario me hizo el cuento del príncipe azul.
Marlowe extendió la servilleta sobre la camisa limpia. Comieron en silencio. Soriano habla empezado a sentir una cierta simpatía por ese hombre, como si de pronto hubiera descubierto que había otra manera, insólita, de ser norteamericano.
-¿Qué hace todos los días? -preguntó por fin el argentino.
-Termino de gastar los dólares que me deja algún cliente, me siento en mi oficina y espero otro. ¿Qué haría usted?
-No sé. Usted es un tipo inteligente, puede ganarse la vida de muchas maneras.
-¿Es que no entiende? Estoy cansado de tanta comedia. No quiero ganar dinero en esta cloaca. Es inútil andar a los tiros. No hay nada que defender. Creo que nunca lo hubo. Ahora todo el mundo tiene un muerto en la familia y el que no, está solo como un perro. Este país ha estado sumergido en la mierda desde hace muchos años, pero la gente decía que el olor era de margaritas silvestres. Cuando los vietcong empezaron a revolver la mierda, la cosa cambió. ¿Usted ha visto gente feliz aquí?
Soriano no contestó.
-Siga buscando, haga la prueba. Quizás pueda escribir otra Love Story.
-Está bastante amargado.
-Ya me lo dijeron. ¿Qué le parece una copa en casa?
-Me parece bien.
-¿Juega al ajedrez?
-Muy mal. Apenas se mover las piezas.
-Bueno, tal vez pueda ganarle.
-¿Juega seguido?
-A veces. Cuando Capablanca no está de mal humor.
Mientras subían los escalones de tronco, Soriano iba en silencio detrás del detective.
-El sábado voy a cortar esos yuyos. Me parece que los descuide mucho. Los vecinos tienen jardines bien cuidados, llenos de flores. Les molesta ver una casa que arruine la elegancia de toda la cuadra.
Entraron. Marlowe encendió la luz. La habitación era fría pero no estaba tan descuidada como la oficina. Un gato negro, que dormía enroscado en el diván, se estiró como si fuera de goma. Hacía un gran esfuerzo para mantener los ojos abiertos. Saltó y caminó hacia Marlowe; dijo miau, se acarició una y otra vez en su pantalón y luego se sentó frente a él. Clavó sus ojos en los del detective.
-Siempre hace lo mismo, como si me reprochara algo. Llegó un día, hace dos años. Estaba en la ventana, mirando hacia el interior. Abrí el postigo, pero en lugar de escapar se quedo mirándome. Estaba flaco y sarnoso, tenia mugre y una mirada triste que no me sacaba de encima. "Es lo único que te falta, Marlowe", me dije, y lo hice entrar. Ese día no fui a la oficina. Le puse alcohol en la sarna y le di de comer. Nunca llora ni me agradece nada. Salta por la claraboya y se va de paseo. Cuando estoy muy deprimido se acuesta a dormir. Un día descubrí que era el quien estaba deprimido y me fui a la cama, pero no pude dormir porque sus ojos brillaban demasiado en la oscuridad. ¿Cómo toma el whisky?
-Con hielo, si tiene.
-Tengo. La factura de electricidad vence dentro de una semana. El gas ya está cortado. Hace años que estoy en la bancarrota. ¿En la Argentina pagan bien a los detectives?
-No sé; solo se utilizan para conseguir divorcios.
-Quizás me gustaría Buenos Aires. ¿Cómo es?
-Es una ciudad muy grande, más grande que Los Ángeles, sucia, llena de baches, de veredas rotas, de pizzerías, cines y comercios. Esta rodeada de villas miserables, tan malas como las que ocupan aquí los negros. Allí la gente odia a los policías y desprecia a los norteamericanos.
-¿A los norteamericanos pobres también? -sonrió Marlowe.
-No hay norteamericanos pobres en América Latina. No les sienta el clima.
-No hay nada peor que un yanqui pobre, compañero. No hay clima que le siente. Aquí no tiene lugar; lo patean, lo meten preso por vagancia, lo llaman basura. Pero si se va a otra parte nadie quiere escuchar su música.
-No crea que va a conmoverme. Ningún yanqui podría conmoverme.
-Usted es comunista, ¿eh?
-¿Me permite que lo mande al carajo?
-Perdóneme. Me puse cargoso.
-Póngale leche al gato. Hace rato que lo mira. Parece enojado.
-Ya le dije que siempre me mira. Tiene leche en el plato.
-¿Quiere hablarme de Stan Laurel?
-No es mucho lo que sé. Hace años John Wayne me dio una paliza por su culpa, pero no lo lamente. Laurel me había dado un billete de cien.
-Hoy dijo que Laurel se estaba muriendo. ¿Que quiso decir con eso?
-Fue a verme para que investigara por que nadie le daba trabajo. Me dijo que se estaba muriendo. Yo no quería saber nada de ponerme a trabajar para un viejo maniático, pero por fin acepte. En el fondo soy muy sentimental. Creo que perdí el tiempo.
-¿Le contó cosas de su vida?
-No muchas. Mire, yo soy un psicólogo aficionado, nada más, pero me di cuenta de que era un hombre destruido. El y Hardy habían sido dos grandes cómicos, pero nadie se acordaba de ellos. Muerto Ollie, el flaco se quedó tan solo como ese gato.
-Tenía familia.
-Si. El gato me tiene a mí y no está más contento por eso.
-¿Qué quiere decir?
-Quiero decir que uno puede estar solo mientras alguien lo acaricia. Stan tenía un pasado muy grande y si nadie lo recordaba le habrá parecido solo un sueño. Hardy ya no existía, los estudios no lo llamaban. Solo quedaban esas viejas películas del gordo y el flaco. Es posible que ya no se reconociera en ellas.
-Dick van Dyke estuvo muy cerca de él.
-Sí. Tuvo dos discípulos. Dick van Dyke y Jerry Lewis. Dos tipos bastante inalcanzables. Pudieron ayudarlo, pero según me dijo no querían humillarlo. Me gustaría hablar con ellos para saber si estaban tan ciegos.
-Escuche, Marlowe: un periodista inglés vino hasta aquí para hacerle un reportaje a Stan unos años antes de su muerte. Los rumores de que estaba en la miseria habían llegado a Londres y la revista quería tener una historia estremecedora.
-¿Lo usaron a él?
-¡Claro! ¿Qué periodista perdería esa nota? Laurel le dio la entrevista en la pensión donde vivía...
-No era una pensión, era un pequeño hotel.
-Bueno, es lo mismo. El cronista contó en su articulo que el cómico estaba en desgracia e hizo llorar a todos los ingleses. En Francia reprodujeron la nota. Ya sabe como son los franceses, ahora quieren hacerles un monumento a Laurel y Hardy. En Europa se hizo una colecta entre la colonia artística y le mandaron plata. Cuando la recibió Laurel casi se muere. Se sintió humillado, traicionado.
-Lo peor es que era cierto -dijo Marlowe-. Él estaba en la ruina, o casi.
-Yo creo que lo que escribió el periodista era más o menos exacto. Tal vez se puso un poco dramático, pero Laurel estaba terminado y en la miseria. Lo peor vino después, con Dick van Dyke.
-¿Qué hizo el cabrón?
-No se enoje, Marlowe. Lo que hizo pudo ser un acto de piedad.
-¿Qué hizo?
-Pagó a un escritor para que hiciera un libro poniendo las cosas en su lugar. Allí está todo cambiado: Stan vive en un departamento lujoso, rodeado de amor; recibe miles de telegramas por día. En fin, descansa sobre los laureles.
-¿Y Stan permitió eso?
-Parece que sí.
-¡Que porquería! El viejo no necesitaba esa adoración de mierda. Él era grande sin necesidad de repetírselo a todo el mundo. Era un lindo viejo, se ponía un traje antiguo y tenia una dignidad que se veía desde lejos. No, el no pudo hacer eso.
-Vamos, no se ponga sentimental. Yo lo quiero tanto como usted, pero soy realista. Además esa historia debe haber sido una barrera para disimular la soledad. No se puede juzgarlo por eso.
-No lo juzgo. Quisiera saber por que lo hizo. Dígame, Soriano, ¿de dónde sacó toda esa información?
-Estuve unos años recorriendo archivos; lei notas, libros, y de vez en cuando me puse a pensar como encajaba una cosa con otra.
-Tal vez usted sea un mal investigador, o haya seguido pistas falsas. No tengo la seguridad de que un tipo que no conozco, que habla el inglés de Harpo Marx, tenga información seria.
-Tómelo como quiera. ¿Qué hora es?
-Las once. ¿Juega al ajedrez?
-Bueno. ¿Dónde está el baño? Marlowe llenó su pipa lentamente, apretando el tabaco con paciencia. Saco el tablero de ajedrez y acomodó las piezas de marfil, minuciosamente, primero las blancas. -¿Quiere café?
Desde el baño, Soriano contesto que sí. El detective sacó una pequeña garrafa de gas que guardaba bajo la pileta de la cocina. Le armó el quemador, la sacudió y la encendió. Comenzó a preparar la cafetera. El miau del gato lo hizo mirar hacia el piso. Los ojos del animal estaban fijos en él.
-¿No te gusta mi aspecto? -dijo en inglés-. Voy a bañarme y tal vez hasta me corte las uñas. Estoy un poco descuidado últimamente.
Soriano salió del baño. Había encendido un cigarrillo y se acomodó en el sillón. Marlowe sirvió café en dos tazas y lo llevó hasta la mesa en una bandeja verde de metal. Las tazas estaban apoyadas en pequeñas servilletas bordadas. El argentino empezó a tomar sorbos.
-Hace buen café.
-El café es muy importante para mí. Creo que pronto no podré tomar otra cosa. ¿Juega con blancas?
-Es lo mismo. ¿Tiene whisky?
-Sáquelo de ese armario; yo también tengo la garganta seca. ¿Le gustaría hablar con Dick?
-Claro.
-Bueno. Quédese a dormir aquí, si no le molesta compartir el diván con el gato. Mañana podríamos visitar a la estrella. Tenemos tiempo.
Soriano dudó unos instantes.
-No se ofenda, Marlowe. Yo me quedo una semana más en Los Ángeles; si usted no tiene problemas puedo dejar el hotel y dormir en ese diván. Con la plata que ahorro podremos pagar la cuenta del gas.
-Consúltelo con el gato. El que duerme en el diván es él. Pero háblele con calma porque no entiende español.

A las ocho Marlowe saltó de la cama y se dio una ducha. El calefón no funcionaba y el agua estaba helada. El frío de esa mañana gris, cubierta de nubes cargadas, había penetrado en la casa.
El detective se vistió rápidamente, tiritando, y prepare café. En el living, sobre el diván, el argentino había dejado de roncar y desaparecía bajo dos frazadas. El gato, que había dormido a sus pies, saltó al piso, se arqueó con la cola parada y fue hasta la cocina. Marlowe le puso un plato con leche y luego un puñado de carne picada que sacó de la heladera. Por la mañana el detective parecía algo mas viejo. Su pelo estaba revuelto y las arrugas de la cara se veían más profundas. En la nariz, bastante achatada, había algunos barritos negros, pero hubiera tenido que acercarse al espejo para notarlos, porque ya no veía como antes. Encendió un cigarrillo y aspiro las primeras pitadas con verdadera gana. Con el cigarrillo entre los labios y la taza de café sobre la bandeja verde, se acercó al diván donde Soriano respiraba profundamente.
-¡Vamos, compañero! ¡Arriba!
Soriano abrió los ojos; en su cara había un profundo disgusto y miró al detective.
-¿Que hora es?
-Ocho y veinte.
-¿Siempre madruga así?
-Solo cuando tengo que ser cortes con los huéspedes. Le he preparado un baño de fragancias, aunque el agua no está muy caliente.
El argentino se sentó, se frotó la cara con las manos y miro a Marlowe.
-No me haga chistes a esta hora. Estoy dormido.
Se lavó y se vistió perezosamente mientras tomaba el café a sorbos espaciados. Sentado frente a él, Marlowe lo miraba con curiosidad.
-¿Vamos a visitar a Dick?
-¿Lo encontraremos?
-El teléfono está en la guía. Voy a llamarlo.
Tomó el aparato y disco. Contestó una voz suave.
-Me llamo Philip Marlowe y soy detective privado. Necesito hablar con el señor Dick van Dyke.
-¿Por qué asunto es, señor?
-Estoy con un periodista sudamericano y queremos hablarle sobre Stan Laurel.
-Un momento, por favor.
Dos minutos más tarde:
-¡Hola! El señor Van Dyke debe ir al estudio ahora. Tiene compromisos para todo el día. ¿Puede llamarlo mañana?
-No; deme con él, por favor.
-No estoy autorizada a pasarle llamadas.
-Dígale que quiero hablar con él.
-Espere, por favor.
Dos minutos más tarde:
-Dentro de dos horas el señor Van Dyke estará en el estudio de la Fox. Trate de verlo allí.
-No me dejarán pasar.
-Arréglese. Es detective, no?
El click interrumpió la comunicación.
-Vamos -dijo Marlowe-, tiene que cumplir su promesa de pagar el gas.
Tomaron un taxi que los llevó hasta un banco y luego los dejó frente a los estudios de la Fox, en Hollywood. Era un edificio alto de cuatro plantas. Todas las ventanas estaban abiertas y por la rampa de acceso entraban y salían automóviles. Caminaron hasta la recepción.
Un negro de rostro duro, parecido a Sidney Poitier, pero más joven, estaba atendiendo a una mujer. Cuando la despidió, miro con desgano a los dos hombres.
-Me llamo Philip Marlowe. El señor Van Dyke necesita un detective y me llamo con urgencia.
Le mostró la credencial. El negro la estudio detenidamente, como si fuera una broma.
-¿Para que necesitaría un detective el señor Van Dyke?
-Pregúnteselo.
-¿El gordo es su guardaespaldas? Parece muy blando para eso.
-No lo diga en español. No le gustan los negros y pierde la paciencia muy rápido.
-¡No me diga! No parece muy decidido.
-Una vez apiló a cuatro negros porque abrían demasiado la boca. El señor Van Dyke pidió que viniera especialmente.
-Bueno, vayan al segundo piso. Será mejor que Dick se ponga contento de verlos porque si no tendrán un disgusto.
Tomaron el ascensor repleto. Soriano preguntó, todavía soñoliento:
-¿Que dijo el negro?
-Usted lo impresionó, compañero. A la salida le pedirá un autógrafo.
Llegaron a una antesala donde mucha gente caminaba de un lado hacia otro. La recepcionista escribía a máquina, rubia y lejana. Los dos hombres caminaron por un pasillo, doblaron, abrieron un par de puertas y por fin entraron en una sala a oscuras. En una pequeña pantalla se veía una película de cowboys. Avanzaron a tientas en la oscuridad.
-¡Que se sienten! -gritó un vozarrón desde la cabina de máquinas. Hallaron dos butacas libres en el extremo de una fila y se sentaron.
-¿Que hacemos acá? -dijo Soriano en voz baja.
-No sé. Nunca vengo al cine tan temprano.
Se levantaron. Marlowe tropezó con un pie. Caminaron hasta la puerta donde se veía una luz roja. Al asomarse al pasillo, vieron a dos hombres que corrían hacia la sala. Uno era el negro de la recepción.
-¡Párense! -gritó.
Marlowe empujo a Soriano hacia atrás.
-¡Métase adentro!
Se perdieron en la oscuridad del microcine. De un golpe el negro abrió la puerta. Soriano pasó entre dos filas de butacas tratando de agacharse. Sintió que alguien lo tomaba del saco. Forcejeó, pero fue inútil. Tiró con toda su fuerza y giró bruscamente, golpeando con el puño derecho. El bulto dio un grito, tropezó y cayó sobre dos hombres que estaban sentados. La fila de butacas se tambaleó. En el pasillo se encendió una linterna.
-¡No hagan ruido! -grito el operador desde la cabina de máquinas. Marlowe saltó de una fila a otra
y empujó a un hombre que cayó pesadamente, arrastrando tres butacas.
-¿Puede levantarse, Soriano?
Un grito ahogado le respondió. Luego hubo un ruido sordo y el crujido de maderas rotas.
-¡Estoy bien, compañero, pero no se ve un car...!
Soriano escuchó que un gong sonaba junto a su oreja derecha y cayó hacia atrás. Trato de sostenerse. Sintió que sus dedos desgarraban tela y antes de llegar al piso se dio vuelta. Lanzó una patada y un grito de mujer le aviso que había dado en el blanco. La proyección seguía; en la pantalla, un grupo de vaqueros montaba sus caballos y se lanzaba hacia el horizonte, mientras el sol despuntaba tras las colinas.
-¡Paren, carajo! -gritó el vozarrón de la cabina, mientras Marlowe corría hacia allí. La puerta se abrió y un hombre de mameluco salió iluminado desde atrás por los carbones de las máquinas. Murmuraba palabrotas. Llevaba una barreta en la mano, pero no alcanzó a levantarla: Marlowe le dio con la derecha en la mandíbula primero y con la rodilla en la ingle después. El operador no llegó a gemir; cayó hacia adelante. Marlowe le cerro la puerta y la sala quedó otra vez a oscuras.
Soriano advirtió que la confusión aumentaba a su alrededor. El golpe en la oreja le abrió una furia que nunca había sentido antes. Avanzó hacia un costado como borracho, tropezó con algo, oyó una voz gangosa y entrecortada y golpeó furiosamente con la derecha calculando la altura de la cabeza. Alguien bufo. Soriano creyó que su puño estallaba. Cuando lo tocó con la mano los vidrios de unos anteojos estaban todavía clavados en sus dedos. Saltó sobre la butaca. Sintió un golpe terrible y luego un estruendo como si hubiera volcado un camión. Trató de abandonar el lugar. Gigantescas sombras de cabezas se proyectaban en la pantalla donde se leía:
JOHN WAYNE en
Marlowe no alcanzaba a entender que pasaba. Estaba algo inquieto por la suerte del argentino, cuando escuchó más gritos y golpes en medio de la sala. Una mujer gritaba, desesperada:
-¡Papá! ¡Papá! Hay sangre, mi Dios, hay sangre. ¡Papá!
Delante del detective, dos hombres peleaban trabajosamente entre si. Hacia dos minutos que cambiaban golpes y ninguno caía.
LOS HÉROES NO MUEREN NUNCA
¡Una película excepcional donde John Wayne lucha contra indios y bandidos!
La pantalla tembló, mientras en un bar Wayne golpeaba a diestra y siniestra a varios bandidos que se lanzaban sobre él.
¡No DEJE DE VER ESTA COLOSAL PELÍCULA!
Marlowe se abrió paso entre varias personas. Un gordo cayó sobre él sin intentar agarrarse.
-¡Soriano!
-No grite, acá estoy -la voz del periodista sonaba cercana. El detective alcanzó a ver su figura contra la pared. Tres hombres forcejeaban en medio del pasillo. Uno de ellos dio un golpe a Marlowe que cayó sentado. Una mujer que corría hacia la salida tropezó con el cuerpo y se fue de narices sobre las butacas. Dio un grito lastimoso y luego empezó a aullar con voz fina y quebrada. Un guardia empezó a disparar al aire. Los tiros sonaban como bombas.
Acompañe A JOHN WAYNE EN sus AVENTURAS!
¡VEALO HACER JUSTICIA!
Marlowe se había puesto de pie, ayudado por Soriano. Miró hacia la pantalla y sus ojos se abrieron como dos monedas enormes.
-¡Mierda, Soriano! ¿Usted ve lo mismo que yo, o estoy loco?
-No entiendo nada, compañero. ¿Que hace peleando con Wayne?
¡NADIE DETIENE AL IMPLACABLE JOHN WAYNE!
En la pantalla, Wayne golpeaba con puños y pies a Philip Marlowe, mientras dos hombres lo sujetaban. De pronto la película se apago y solo quedo un rectángulo de luz. La pelea había parado también en la sala. Marlowe y Soriano se abrieron paso hacia la salida.
-¿Adónde va, amigo? -Un guardia uniformado, que tenía una linterna en la mano y con la otra trataba de parar una hemorragia de la nariz, interceptó al detective.
-¡A buscar a la policía, imbecil! -grito Marlowe, indignado.
-Este puede salir, es actor -indico el guardia-. Nadie más sale de acá, señores. ¡Ahora va a venir la policía!
El detective y su compañero corrieron por el pasillo iluminado. Se cruzaron con dos hombres y una mujer vestida de uniforme blanco, y Marlowe casi derriba a la enfermera. Al doblar, ambos se detuvieron bruscamente. Marlowe saco un atado de cigarrillos, pero estaba destrozado. Soriano buscó entre sus ropas y encontró los suyos. Entonces vio su mano derecha, herida, que conservaba algunos vidrios incrustados. Marlowe encendió los cigarrillos y dijo:
-No lo crea, Soriano: usted no es el toro salvaje de las pampas.
Caminaron en silencio. Doblaron a la izquierda primero y a la derecha después. De pronto Soriano se detuvo frente a una puerta y sonrió.
-Un baño. No daba más.
Entraron. Se ubicaron frente a dos mingitorios y estuvieron un largo rato. Un hombre de traje gris y anteojos se puso entre ellos. Marlowe lo miro.
-Perdóneme, ¿sabe dónde podemos encontrar al señor Dick van Dyke?
-Sigan el pasillo hasta hallar una oficina con su nombre. ¿Vienen del lío? -movió la cabeza indicando la dirección del microcine. Marlowe dijo que si-. ¿Qué pasó? Todo el mundo está agitado por eso -preguntó el hombre mientras se apartaba del mingitorio y abrochaba la bragueta.
-No sé -contesto Marlowe-; una gresca a oscuras.
Soriano se lavó la cara y empezó a secarse con el pañuelo.
-Ustedes intervinieron, ¿eh?
-Gracias por todo, amigo -interrumpió Marlowe y luego de hacer una seña a Soriano, salieron.
-¿Qué le dijo?
-Es al final del pasillo.
Llegaron a la oficina. La puerta era de vidrio y adentro se veía una muchacha pequeña de piernas gruesas y muy blancas, que ordenaba papeles sobre un escritorio. Entraron. Marlowe dijo:
-Nos espera el señor Van Dyke.
La mujer los miró detenidamente de arriba abajo. Luego sonrió incrédula.
-¿No deberían pasar por el sastre primero? Al señor Van Dyke no le gusta la gente desaliñada.
-No se ría de los pobres, hija. Tuvimos un accidente.
-¿En el microcine? Andan buscando a dos provocadores que armaron un lío.
-¡No me diga! Anuncie a Philip Marlowe, por favor.
-Pierde el tiempo. El señor Van Dyke está muy ocupado.
Marlowe hizo un gesto de disgusto, dio vuelta a la mesa y caminó hacia la puerta que decía "PRIVADO, HÁGASE ANUNCIAR". Soriano fue tras él. La muchacha lo tomó de la manga y dio un salto.
-¿Adónde van? ¿Quieren que me echen?
-No se preocupe, hermosa, usted debería aparecer en las películas -dijo Soriano en su idioma.
-¿Qué dice?
-Nada -contestó el argentino, ahora en inglés, mientras entraba por la puerta que Marlowe había dejado abierta.
-¿Otro más? -dijo el hombre alto, morocho, que vestía traje gris hecho a medida.
-Él quiere hablarle de Laurel y Hardy -dijo Marlowe señalando a su compañero. Soriano arrastraba a la muchacha que seguía reteniéndolo de una manga y tironeaba.
-No entiendo -dijo Van Dyke, con gesto impaciente-. ¿Qué pasa con Laurel y Hardy?
-Usted los conoció ¿verdad? -preguntó el detective.
-A Stan si, a Hardy lo vi solo un par de veces.
Soriano dio un paso adelante, tratando de zafarse de la mujer que lo tenía agarrado de la manga.
-Usted fue alumno de Laurel -dijo en castellano-. Yo quiero saber algunas cosas sobre sus últimos días. Estoy escribiendo una novela.
-¿Usted es español o mexicano? -pregunto el actor en ingles.
-Argentino. Estoy enojado con usted.
-¿Está qué? -dijo Van Dyke, frunciendo el rostro.
-Dice que está enojado, señor Van Dyke. Vino a decirme que usted contrató a un escritor para que contara un montón de mentiras sobre Laurel.
-¿Mentiras? Laurel aprobó todo lo que decía el libro.
-Eso no quiere decir que no fueran mentiras -contesto Marlowe, mientras se sentaba en un sillón. Miró a Soriano, sonrió, levantó las cejas y dijo en español-: ¿Va a llevarse a la muchacha? No cabrá en el diván.
Ella seguía aferrada al brazo del argentino.
-Usted es detective. Dígale que me suelte.
-Dice mi amigo que lo suelte.
La muchacha dio un paso hacia atrás. Sorpresivamente fría y resuelta, levantó un brazo y cruzó la cara de Soriano con una bofetada. El periodista se tocó la mejilla con una mano, hizo un gesto de furia amenazante, y la mujer desapareció tras la puerta. Marlowe, muy serio, miró a su compañero.
-¡Que golpe! Debe dolerle.
-¡Déjese de bromas! Hoy me han pegado más que en toda mi vida.
-¡Esta comedia es incomprensible, señores! ¡Váyanse o llamare a la guardia! -dijo Van Dyke, bastante molesto.
-¿Oyo, Marlowe? Eso lo entendí. Si viene el negro se arma otra vez y no quiero recibir más palizas.
-No asuste a mi amigo, señor Van Dyke. Sea más cortes.
-Son un par de locos. Primero entran sin permiso, tan rotosos como dos vagabundos, después usted se sienta en mi mejor sillón como si estuviera en su casa y me hace preguntas impertinentes. Su amigo provoca a mi secretaria y se hace golpear, luego pelean entre ustedes y se insultan. ¡Esto es demasiado!
Van Dyke abrió un cajón y saco una pequeña pistola calibre 22 corto. Marlowe abrió los brazos.
-¡Otra vez!
Soriano levantó las manos. Por su cara redonda corrían algunas gotas de sudor. Miró a Marlowe.
-¿Ahora nos van a pegar un tiro? Yo vine a buscar información sobre Laurel y Hardy, no a jugar a los cowboys.
-¿Qué dice el gordo? No me cae simpático.
Marlowe, en ingles:
-Es un buen muchacho. Nació al sur del río Grande y le falta educación, pero no es su culpa.
Y en castellano:
-Usted no cae simpático en este edificio, compañero. Diga una frase de disculpa o va a llamar al negro.
-¡Que lo llame, que mierda!
-No sea mal hablado, tenemos una pistola enfrente.
-¡Déjense de hablar en cocoliche! ¡Fuera de aquí! -grito Van Dyke.
Marlowe se puso de pie.
-Vamos, Soriano. Este hombre no es el mismo que veo en las comedias de TV.
-Creí que usted era capaz de desarmar a un tipo como ese, Marlowe. Se está poniendo viejo.
-Ya veráa lo que hago. Vamos.
Salieron. Marlowe cerró la puerta tras de sí y se paró frente al escritorio.
-¿Qué número tiene el matón ese? -señaló la oficina del actor.
-Marque el uno -dijo la secretaria, aterrorizada ante la mirada de los dos hombres que tenía enfrente. El detective tomó el teléfono y llamó.
-Le habla Marlowe, señor Van Dyke.
-¿Quien?
-¡Marlowe, estúpido! Mire por la ventana y me verá en la cabina del teléfono.
Hubo un ruido en la línea. Marlowe dejó el tubo y se lanzó contra la puerta que se abrió violentamente. En dos zancadas estuvo sobre el actor que miraba por la ventana. Lo levantó de las solapas y con la rodilla lo golpeó en el estómago. Soriano, que estaba parado en la puerta, hizo un gesto de sorpresa.
-Perdóneme por lo que dije antes.
-No es nada. Guarde la pistola -le entrego el arma del actor.
Van Dyke había caído de rodillas tomándose él estomago. De su boca salía una baba verde. El pelo le caía sobre la frente mientras el saco, que tenía un solo botón abrochado, estaba inflado como una bolsa.
-Déjemelo, Marlowe.
-¿Ahora que está blandito? No, compañero, no le pegue nunca a un hombre que está peleando con otro.
De pronto, por la puerta abierta, entraron tres hombres seguidos por la secretaria. Uno era el negro. La furia le había deformado el gesto y un tic le hacía temblar el labio inferior.
-¡Agarren a ese! Al gordo me lo cargo yo.
Los dos hombres se lanzaron sobre Marlowe. Uno de ellos le tiro un golpe alto que el detective esquivo. El otro, más sereno, quiso pegarle en el estómago, pero el detective se hizo a un lado y le dio un codazo en la cara. El primero, que media menos que la estatua de Washington, lo golpeó con una cachiporra de goma y Marlowe vio dar vueltas la habitación. Cayó de rodillas junto a Van Dyke y pareció que ambos estaban rezando frente a un altar.
-¡Quietos! ¡Se termino! -Soriano tenía la pistola de Van Dyke en la mano derecha.
Con las ropas casi destrozadas, el pantalón muy caído, la barriga hinchada y las piernas chuecas muy abiertas, parecía un cowboy tardío.
-¡Las manos arriba, vamos! -gritaba en castellano y agitaba el arma amenazadoramente- usted también, Van Dyke!
Marlowe empezó a levantarse y se corrió hacia la pared. Con su voz gangosa repitió, sin énfasis, en inglés:
-Las manos arriba y contra la pared. -Miró al negro que tenía los ojos húmedos por la rabia.- Le dije, amigo: no se meta con el argentino, está invicto.
-¡Hijo de puta...! Lo voy a seguir hasta el infierno.
-Traduzca, Marlowe, no entiendo nada. ¿El negro está enojado?
-Un poco, pero reconoce que usted es mejor que él.
-Tenga la pistola. Yo no se como se maneja el seguro.
-¡Ah, no! Usted les apuntó. Yo voy a ver que juguetes tienen.
Marlowe palpó a cada uno. El negro tenía un revolver 38 de caño largo y los otros pistolas 45 y cachiporras. El detective guardó el arsenal en el baño y echó llave.
-Rajemos -dijo Soriano.
-¿No le va a pedir el teléfono a la chica?
-Claro. ¿Cuál es tu teléfono, querida?
La muchacha sonrió y quiso hacer un puchero, pero no le salió; dijo un número.
-Téngame la pistola, Marlowe, voy a anotarlo.
-No exagere. ¿Se cree Sam Spade? -Dos hombres habían bajado las manos y empezaban a darse vuelta.- Sin comentarios, amigos -dijo Marlowe-. Sam Spade escribirá un verso para su dama y nos vamos enseguida.
Soriano anotó el número y regresó sonriente.
-Deme la pistola.
-¿Qué diferencia hay?
-¡Deme, le digo!
El detective le entregó la pistola. Soriano se la apoyó en el pecho.
-¡Al baño! ¡Entre!
-¿Se volvió loco? -Marlowe intuyo, sin embargo, que el argentino no bromeaba. Estaba más serio que nunca. El gordo dio dos pasos atrás y dijo en inglés a la secretaria.
-Vamos, amor, lleve a mi amigo al baño.
La muchacha sonrió, divertida. Salió de la fila y empujó al detective.
-Muy bien; ¡nadie se mueva, porque lo rajo! -grito Soriano en español.
La mujer cerró el baño y entrego la llave al argentino que parecía muy nervioso.
-Venga, señor Van Dyke -dijo en español y acompañó las palabras con un movimiento de cabeza.
El actor dio dos pasos al frente. Parecía aterrorizado. El negro habló.
-Si lo toca voy a destrozarlo, mexicano sucio.
-Argentino, compañero -aclaro en castellano-. Quédese quieto si no quiere un tiro en la panza. Usted, querida -ahora deletreaba inglés-, deme la billetera de su patrón.
En el baño, Marlowe había empezado a golpear la puerta. Gritaba.
-¡No sea imbecil, Soriano! ¡Lo van a destrozar! ¿Qué quiere hacer?
Entre tanto, la mujer vaciaba la billetera de Van Dyke; los tres hombres se movían contra la pared. Marlowe gritaba en el baño, enfurecido.
-¡Tengo las armas aquí, Soriano! ¡Abra!
Soriano guardó el dinero en el bolsillo.
-Esto es un robo. Dentro de un rato vendrá la policía encima suyo -dijo Van Dyke.
-No entiendo bien que dice -contesto Soriano en español-, pero usted no va a llamar a la policía. No le gustará pasar por estúpido. Usted, vaya a soltar a mi compañero que tiene dolor de panza.
Cuando la muchacha abrió la puerta, Marlow apareció rugiendo, con un revolver en cada mano.
-¿Termino la broma? ¡Chiquilín estúpido!
-Bueno. Cuando se despida nos vamos -dijo Soriano.
Salieron. Soriano echó llave a la puerta. Bajaron las escaleras y llegaron a la calle con aire indiferente. Soriano hizo senas a un taxi. Subieron. El argentino dio la dirección de la oficina de Marlowe.
-Usted me debe una explicación y mejor que sea buena.
-Le voy a decir la verdad. Tome prestados unos dólares del señor Van Dyke. Me pareció que usted es demasiado orgulloso para pedir favores.
-¡Que?!
-¿No ve? Ya está escandalizado. Si tanto lío, que más da echar mano a una...
-Usted es un inmoral...
-¡Ufa...! Deme un sermón, ahora. Usted es complicado. Lo metí en el baño, ¿no?
-Eso me duele. ¿Quién es usted para juzgar mi conducta? ¿Por qué no me dejó participar? Se cree más vivo porque es joven, ¿eh?
Hubo un largo silencio. Por fin bajaron del auto. Fueron sin hablar hasta el ascensor. De Marlowe dijo:
-Tome las llaves. Váyase a casa. Tengo ganas de pegarle y creo que voy a hacerlo.
-Escuche, Marlow...
-¡Váyase!
El detective tomó el ascensor y cerro la puerta rápidamente. Soriano se quedó solo. Su cara se había puesto roja. Salió a la calle y paro un taxi. Dio la dirección de Marlowe. Sacó el dinero y lo contó: había setecientos ochenta dólares. Sintió una sensación de angustia. Bajo dos cuadras antes y se detuvo a comprar una botella de whisky.
Cuando entró en la casa, el gato fue hacia él y se sentó en medio del living. Soriano abrió la heladera, sacó leche y llenó un platito. El gato tomó un poco y se sentó a mirar al argentino. Este se sirvió un vaso de whisky con hielo, miró la pared y sintió un frío en la espalda.
-¡Mierda, Marlowe! ¡Nos habían roto la ropa!
Sólo los ojos del gato, ardientes como brasas de cigarrillos, vigilaban en la oscuridad. Soriano estaba tendido en el diván con la ropa puesta. Dejaba colgar un brazo en cuya mano había un cigarrillo apagado. Roncaba estrepitosamente. La radio sonaba baja, algo lejana y sola. El gato había buscado un lugar entre las piernas del periodista y miraba la puerta de calle. Cuando esta se abrió, la escena se modificó ligeramente. El gato saltó al suelo y el estallido de luz le cerró las pupilas. Soriano, sacudido por el ruido, dejó de roncar y se acomodó en el diván con un gesto de disgusto. Siguió durmiendo.
Marlowe tenía el pelo revuelto. La corbata abierta colgaba desde el medio del pecho y estaba sucia. El traje sin planchar tenía un aspecto andrajoso. El saco estaba desgarrado en el brazo derecho hasta el codo, y el pantalón se había roto en un siete a la altura de la rodilla derecha.
Tambaleó. Sus ojos estaban vidriosos y opacos como el café. La culata de la pistola asomaba entre el cinturón y el elástico del calzoncillo.
-¡Levántese, Soriano!
El argentino empezó a incorporarse con lentitud; trataba de entreabrir los ojos, atacados por la luz. De entre sus dedos cayó el cigarrillo apagado. Protestó.
-¿Qué hora es?
Se sentó en el diván, la cara cubierta por las manos; el pelo estaba sucio y tenía el color del barro. Abrió los dedos y entre ellos sus ojos observaron al detective que estaba parado, inclinado hacia adelante. Oscilaba. A Soriano se le ocurrió que era un capricho de la luz.
-Está borracho -dijo en un tono neutro.
-¡Levántese!
-¿Por qué no se da una ducha? Ya conectaron el gas.
-¡Le voy a romper la cara, gordo estúpido!
Escupió al suelo. El gato miró la saliva y bajó las orejas.
-No me provoque. Tiene una pistola y está borracho.
-¿Una pistola?
-En la cintura.
Marlowe bajo la vista. Tiró de la empuñadura y sacó la pistola.
-No es mía. La última vez que la vi, hace muchos años, la usaba un detective sobrio, que pagaba sus impuestos y tenía clientes importantes y enemigos que podían emboscarlo en un callejón.
-Un gran hombre.
-Un hombre, compañero. ¿Se burla?
-No me burlo.
-¿Va a pelear o no?
-No.
Hubo un silencio. Los dos hombres se miraron largamente. De los ojos de Marlowe saltaron dos lagrimas transparentes como gotas de agua, corrieron entre las arrugas de la cara y cayeron al suelo. El ruido fue terrible en la habitación vacía; la pistola había escapado de las manos del detective. El gato corrió a refugiarse en la cocina. Marlowe alzó las manos y las puso muy cerca de sus ojos nublados. Estaban raspadas y sangrantes, sucias de tierra. Las bajo y sus ojos apenas sostuvieron la mirada del argentino.
-Me caí.
-¿Anduvo jugando a la mancha?
Otra vez se miraron. Marlowe sacudió la cabeza y las lágrimas saltaron de sus ojos. Retrocedió hasta la pared.
-Deme café.
Soriano se puso de pie, apagó la radio y caminó lentamente hasta la cocina. Encendió el gas y puso el agua. Escuchó los pesados y vacilantes pasos del detective que entró en el baño. Marlowe se paró frente al espejo. Miró sus manos desgarradas, su imagen gastada, las ropas abiertas. Tragó. Tenía la boca seca y afiebrada. Abrió la ducha y metió la cabeza en el agua. Tuvo un mareo. Soriano escuchó el ruido seco y luego sintió un dolor en el pecho. Llenó una taza de café y fue hasta el baño.
-¡El cafe! -grito a través de la puerta.
No hubo respuesta. Una furia súbita, desesperada, se apoderó del periodista. La taza salió despedida contra la puerta y se hizo añicos. El café formó figuras que cambiaron hasta agotarse en pequeños ríos que fluyeron hacia el piso. De una patada abrió la puerta del baño.
El cuerpo del detective estaba estirado y parecía un pescado fláccido sobre el que alguien habría abandonado un traje gris. La mitad del cuerpo colgaba dentro de la bañadera y el agua le mojaba el torso. El detective se movió, intentó levantarse, pero volvió a caer. Un hilo de sangre le marcaba el pómulo derecho. Se incorporó muy despacio. Giró la cabeza mojada, sucia, sangrante, y fijó sus ojos en el hombre que estaba parado a sus espaldas.
-Váyase -murmuro.
-Usted me da pena, detective. Ya no reconoce ni su propia pistola. Un trago lo pone belicoso y después se cae solo.
Marlowe se puso de pie. Se sentía mal, pero de pronto descubrió que tenía la mente despejada y fría. Pasó junto a Soriano sin mirarlo, atravesó la puerta y entró al living. Encendió un cigarrillo. El gato cruzó la habitación a la carrera y maulló frente al detective. Marlowe lo levanto y el animal desapareció entre sus brazos.
-Me caí, Soriano. Me lastimé y rompí el único traje decente que me quedaba. Estoy viejo y le agradezco que me lo recuerde. Usted es un joven valiente que roba una billetera con una pistola en la mano, pero antes me encierra en el baño para que no me de vergüenza. Le agradezco también. El viejo Marlowe no sirve para carterista ni para borracho.
-No se ponga dramático.
-No, pierda cuidado. Yo también me sentí joven el día en que un actor viejo y destrozado vino a decirme que se estaba muriendo. Le dije que se fuera a un asilo de ancianos. No me hizo caso. Se murió en una pensión, como un perro.


-Mire, Soriano, es fácil y podemos ganarnos quinientos en un par de días.
Al otro lado de la línea, en casa de Marlowe, el periodista tardó en despertarse completamente. Por la ventana se filtraba una luz débil. Eran las diez de la mañana.
-No sea ridículo, Marlowe. Es como si yo le pidiera que escriba una novela.
-No me desafíe. Faulkner terminó La paga del soldado en un mes.
-Esta alegre esta mañana.
-Es un caso simple. Usted sigue a la mujer y yo al marido.
-¿Y que hay que descubrir?
-Poco. Cuando usted averigüe con quien se acuesta ella por las tardes, se lo decimos al hermano y él nos da trescientos dólares. Ya me anticipó doscientos.
-¿Por qué tiene que cuidar usted al marido?
-La sigue a todas partes. Si la encuentra con el amante podría matarla. Entonces usted la sigue a ella, el marido también y yo los vigilo a todos.
-Nunca seguí a nadie, Marlowe. No tengo pasta de detective. Además, habrá que alquilar autos y yo no tengo el registro internacional.
-Pone todas las dificultades, ¿eh?
-No se trata de eso. Me parece que usted esta loco.
-Comprenda. No puedo llamar al detective Archer porque él anda en cosas más importantes. Tampoco pienso pagarle a un pies planos mientras usted duerme panza arriba.
-Está bien. Voy para allá a que me explique todo. Pero le aviso que no quiero terminar en la cárcel.
-No sea cobarde. Acá la policía es amable con los blancos y los extranjeros.

A mediodía la gente se atropellaba en las veredas, corría hacia los bares para tomar café, entraba y salía de las oficias, Soriano pagó el taxi y entró en el edificio donde alquilaba Marlowe. Cuando abrió la puerta, el detective estaba sentado frente a un hombre gordo, rubio, de mirada huidiza, que pestañeaba tras los lentes sin marcos. Marlowe se puso de pie, ceremoniosamente, y habló en inglés.
-Señor Frers, este es el señor Osvaldo Soriano, mi socio
Soriano estrechó la mano del hombre. Sonreía y lo hacia muy bien, Se sentó.
-Mi socio -agrego Marlowe- es detective de la sucursal Pinkerton de Buenos Aires. Colabora conmigo mientras visita Los Ángeles. Es un profesional! excelente, Richard Frers miró a Soriano, que seguía sonriendo, Se sacó los lentes y los limpió con un pañuelo. Estaba nervioso y no podía ocultarlo, aunque hacia esfuerzos por mostrarse sereno. Preguntó a Soriano:
-¿Cree que podrá averiguar lo que necesito?
Soriano puso cara de no entender, aunque no dejó de sonreír.
-Seguro. El señor Soriano averiguará todo en seguida -dijo Marlowe, mirando al argentino que entonces entendió la pregunta de Frers.
-Claro -dijo Soriano en ingles.
Se había puesto serio y pálido. Sacó un cigarrillo.
-Es poco hablador -concluyo el hombre, con un movimiento de cabeza-. Me gusta. Está lleno de charlatanes de feria este oficio. Perdonen si ofendo.
-¡Oh, no! -grito Marlowe, levantando los brazos con un gesto ampuloso-. Lo que usted dice es muy cierto. Hay un solo inconveniente, señor Frers. El señor Soriano no se dedica habitualmente a estos casos algo... digamos... algo triviales para él. Sus honorarios son quinientos dólares.
-Usted me dijo que me costaría quinientos todo el servicio -protesto el cliente, pero sin demasiada convicción.
-Es cierto. No preví la intervención de dos profesionales a la vez. Tendrá que dejar quinientos ahora y el resto al terminar.
-Ya le di doscientos -aclaro Frers.
-Por supuesto -sonrió Marlowe-, tiene su recibo. Necesitamos otros quinientos para empezar. Los gastos los facturaremos al final.
-Está bien -Frers sacó la chequera-. Pagaré porque no soporto más esta situación. Quiero que terminen en un par de días. Un informe detallado, sin que nadie lo sepa, y mucho menos mi cuñado. Nada de violencia. Miren y vayan a contarme.
-Lo tendremos informado -dijo Marlowe-. No se preocupe. Somos discretos y pacíficos. ¿Trajo la foto de ella?
-Claro, aquí está.
De un bolsillo de su saco extrajo un par de fotos. Ella era una rubia de rostro provocativo. Las cejas finas y largas formaban una curva perfecta sobre los ojos claros. Reía con maldad. Estaba volcando una copa sobre la cabeza de un hombre flaco y morocho que ponía cara de victima. Junto a ella estaba Frers, frío e indefenso. Una silla había caído al suelo y sobre la mesa quedaban las huellas de una tormenta.
-Es la última que le sacaron. Un pequeño incidente en The Dancers, hace una semana. Su marido estaba en San Francisco y ella salió a divertirse conmigo. Compre la placa. Si el se entera podría matarla.
Frers chasqueó la lengua. Había enrojecido súbitamente. La otra foto era más clara. Ella aparecía junto a su marido en el jardín de una mansión veraniega. No reía y su cuerpo estaba tenso como el de una niña caprichosa a la que no dieron permiso para ir al cine. Soriano tomó la primera foto y miró un rato los labios gruesos y firmes de la rubia. Estaban abiertos y la lengua asomaba como acompañando una palabra cruel. Había visto pocas rubias como esa. Tendría unos treinta y cinco años escondidos tras el maquillaje.
-Es hermosa, Marlowe, pero no me gusta -dijo el periodista en castellano.
Se mordió el labio superior y movió la cabeza.
-¡Qué dijo? -pregunto Frers.
-Dice que se quedará con la foto. Solo como formalidad. El mira una vez y no olvida jamás.
Frers observó a Soriano, algo extrañado. Luego sonrió.
-Los detectives se esconden tras las caras más increíbles. Yo podría haber apostado a que el señor Soriano era cualquier cosa menos sabueso. Es apasionante.
-Apasionante -confirmo Marlowe, ceremoniosamente-. Uno de los mejores detectives de Buenos Aires. En los ratos libres también escribe.
-Oiga, Marlowe -interrumpió Soriano en español-, creo que me está tomando el pelo, ¿no es cierto?
-No sea mal educado, no hable en una lengua salvaje delante de un cliente -protestó el detective en castellano.
-Déjese de bromas y pídale los datos de la rubia y del cornudo.
-Señor Frers -dijo Marlowe, alegre, dirigiéndose al cliente-, ¿cómo se llaman su hermana y su cuñado?
-Ella es Diana Walcott; el marido, John Peter Walcott. Él dirige una fábrica de productos de fibra sintética.
-¡Qué clase de fibra sintética? -inquirió Marlowe.
-Bueno... es delicado... -Frers se movió en su sillón y las patas de madera crujieron bajo su peso.
-¿Judith? -pregunto Marlowe en voz baja, cómplice.
Frers asintió en silencio. Había enrojecido otra vez. En su frente aparecieron algunas gotas de sudor.
-Por favor... -musito.
-¿Qué hace usted, señor Frers? -se ensañó el detective.
Soriano comprendió solo parte de la conversación. Le pareció que, de pronto, Marlowe estaba a punto de perder a su cliente. Pensó en los mil dólares y sintió un cosquilleo en la garganta. Intervino. Su inglés era de lata.
-No se preocupe, Judith está en buenas manos. En dos días se la devolveré sin un rasguño.
Marlowe se puso tenso. Su garganta se inflamó como si tragara un pan entero. El color de su cara cambió dos veces antes de quedar blanco como un papel. Clavó los ojos en el argentino, ensayo una sonrisa y luego empezó a hablar en voz baja. Su castellano era perfecto.
-¡Por Dios, Soriano! Judith es una muñeca inflable. Usted es el imbecil más perfecto que conocí en mi vida.
Giró la cara mientras recuperaba su color normal. Sus ojos encontraron los lentes de Frers caídos hacia adelante. El hombre estaba rojo como un pimpollo de rosa. Sus rodillas temblaban mientras se ponía de pie.
-No lo tolero -gimió con voz rabiosa-; soy un cliente y me toman por estúpido. Devuélvanme mis doscientos dólares.
Marlowe se puso de pie y dio una vuelta alrededor del escritorio hasta quedar frente a Frers. Su rostro era duro como una pared.
-Mire, señor, los métodos de mi socio para seleccionar clientes están fuera de discusión. Si se ha sentido incomodo le pido perdón, pero usted no contestó mi pregunta y él se puso algo duro. Es muy celoso de su profesión. Ya sabe como son los argentinos: Miami esta repleto de cubanos por culpa de uno de ellos.
Frers dudo un instante y luego se sentó otra vez. Soriano observaba la escena sin intervenir. Marlowe miro al argentino y le dijo en inglés, para que escuchara el cliente:
-El señor Frers no está acostumbrado a sus métodos de selección. Le ruego que disimule su celo mientras trabaja conmigo. Úselo en la Pinkerton, acá estamos entre amigos.
Y agrego en castellano:
-Retardado mental.
Soriano estaba pálido. Dijo en el inglés de lata:
-¿Cómo es ella? Su carácter, digo...
Frers bajo la cabeza, pensativo, más tranquilo, pero algo confundido ante la firmeza de los dos hombres que tenía adelante.
-Quiere más datos -insistió Marlowe, con una sonrisa.
-Es una chica algo dura pero sensible. Nos llevábamos muy bien hasta que se casó con Walcott. Él es un tipo muy celoso, un enfermo casi. Ella y yo salíamos juntos muchas veces y él me miraba muy mal al día siguiente.
-Entonces usted trabaja también con los plásticos sintéticos -concluyo Marlowe.
-Si. Walcott me dio trabajo en el departamento de inspección de productos. El nunca me quiso. Tampoco a Diana. Ella es un objeto en sus manos. Creo que le daría lo mismo tener a su lado una Judith. Es un tipo cruel. Ahora ella se encuentra con otro hombre, lo sé. Tengo miedo de que John la mate. Creo que contrató a unos matones para que la siguieran.
-¿Cómo lo sabe? -pregunto Marlowe.
-Ella me lo insinuó. Está muy feliz y no puede ocultarlo. Una mujer sólo es tan feliz cuando encuentra al hombre de sus sueños. También me dijo que la seguían.
-Creo que si esto es exacto vamos a ser muchos detrás de una sola mujer -dijo Marlowe-. Deje los quinientos y vaya a su casa. Lo llamaremos en cuanto tengamos información.
Frers se puso de pie. Firmó un cheque y lo dejó sobre el escritorio. Estrechó la mano de Marlowe y saludo a Soriano con un movimiento de cabeza. Parecía más tranquilo.
-Confío en ustedes -dijo. Luego, salió.
Cuando cerró la puerta, Soriano se puso de pie, nervioso.
-Una rubia fatal, un marido cornudo y celoso, un hermano maniático y varios guardaespaldas. No, Marlowe, no voy a dejar que me agujereen en Los Ángeles por quinientos dólares. Sígala usted; yo escribo los informes.
-No se achique. ¿No tiene sangre? Se como manejar estos asuntos. Déjelo por mi cuenta. Esto va a ser una procesión de hombres detrás de una rubia posiblemente frígida. Yo voy a cerrar la procesión y a cuidar que no pase nada extraño. Usted tiene que alquilar un auto con chofer y seguirla. Cuando ella entre a algún lado, la espera. Manténgase siempre a una cuadra de distancia. Probablemente los otros estén más cerca. Si ve entrar sospechosos, vaya tras ellos. Donde usted entre, allá estaré yo.
-¿Y por qué no vamos juntos?
-Sería muy evidente. Caeríamos en alguna trampa. Yo iré detrás de todos con la pistola preparada.
-Bueno, que sea lo que Dios quiera... Mi vieja cree que estoy en Los Ángeles calentando sillas de bibliotecas.
-No se deje traicionar por Edipo. Este es un país agitado.
-Si, buena mierda de explotadores imperialistas criminales. ¡Que boludo soy! Ya ni siquiera espero que los yanquis vayan a matarme a mi país; vengo directamente a la boca del tigre.
-No llore, Soriano. Es un tigre de papel.

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