Triste, solitario y final (fragmento)

- PARTE 2 -



Soriano se sentó junto al chofer, un negro enorme al que le faltaba un ojo y fumaba con boquilla. Marlowe se apoyó en la ventanilla abierta y miró a su compañero sin demasiada confianza.
-No se meta en líos y recuerde las instrucciones que le di. No intervenga para nada. Donde ella entre, usted espera. Tiene viáticos para media docena de cafés por la tarde. ¿Entendido?
-Si, ¿Cree que habrá tiros?
-No, no fantasee. Es un caso de infidelidad y celos. Esta noche tendremos todo resuelto.
El negro miraba sonriente, como si lo divirtiera el dialogo entre los dos hombres. Colocó un cigarrillo en la boquilla y puso en marcha el motor del Ford. Marlowe se apartó.
-Apúrese. A las cuatro, la señora Walcott saldrá de su casa. El chofer tiene la dirección; háblele en español. Es portorriqueño.
-Muy bien. Hasta luego, Marlowe. ¡Cuídese!
El detective rió y levantó un brazo para saludar al coche que partía. Tomaron una avenida de doble mano, donde los autos se pasaban velozmente unos a otros. A los costados se elevaban las palmeras deshojadas, frías, las casas eran chalets de una sola planta, envejecidos y decadentes. Soriano miraba en silencio mientras fumaba un cigarrillo. La carretera ondulaba sobre un cerro, hacía una ese y luego subía hasta la cima. Cuando tomaron la segunda curva, Soriano miró
hacia abajo y el horizonte le pareció una nebulosa, un sueño sin sentido. Los Ángeles estaba sumergida en el humo y se extendía subiendo y bajando a lo lejos, entre los cerros, hacia el mar. Del otro lado, el valle mezclaba el verde de la vegetación con algunos cuadros limpios en los que se veía una quinta o un club nocturno. Otra vez el argentino se sintió extraño en medio de esa ciudad. Cerró los ojos y se vio caminando por calles desiertas, ensombrecidas por edificios altos e interminables. Pensó en Marlowe, en la soledad que lo rodeaba; lo vio caído en el baño, herido y balbuceante; lo vio en su oficina, alegre ante la posibilidad de ganarse unos dólares y tuvo la sensación de que lo conocía desde siempre, de que podría volver a encontrarlo en cualquier esquina de Buenos Aires. Giró la cabeza otra vez y halló la sonrisa del negro que manejaba con la pericia de un profesional.
-¿Queda muy lejos? -dijo Soriano en español.
-¿Que? -pregunto el chofer en ingles.
-Si queda muy lejos -insistió el argentino en su idioma,
-No entiendo -contesto en ingles el chofer, que sostenía la boquilla entre sus dientes muy blancos.
-¿No habla español? -se sorprendió el periodista.
-No -dijo el negro, muy divertido-, el que habla español es Freddy.
-¿Freddy?
-El que se fue con su compañero. Como él es argentino pidió chofer portorriqueño.
-No, no. El argentino soy yo. Hay una confusión -dijo Soriano, algo alarmado.
-¿Que lío! -rió el negro-. Entonces el patrón se equivoco. Le dijo a Freddy: "Anda con el sudamericano. Es blanco, pero ustedes son todos la misma roña". El patrón es algo duro con los negros, pero nos paga bien. Es el mejor blanco que conozco, perdóneme usted.
-No le entiendo -dijo Soriano en inglés, con gesto contrariado-, hábleme pausadamente, tal vez comprenda algo.
-Vea, señor, a mi me pagan para manejar, no para charlar con los blancos. Me dice adonde vamos y yo manejo. Me dice que pare y yo paro, me dice que volvamos y vuelvo. ¿Entendió eso?
-No mucho.
Diana Walcott vivía en un chalet de dos plantas, en Beverly Hills. La casa, sobre una colina, estaba rodeada por un parque de pinos. La entrada para autos era automática. El sendero que conducía a la entrada principal era amplio y estaba cubierto de pedregullo gris. Los molinetes lanzaban agua en todas direcciones. Un jardinero negro trabajaba en unos claveles rojos que serpenteaban alrededor de la casa.
Soriano indicó al chofer que siguiera de largo y se detuviera a cien metros. Estacionaron a un costado del camino. A pocos pasos de allí nacía una calle secundaria. Los dos hombres permanecieron en silencio. El negro fumaba un cigarrillo tras otro y la sonrisa parecía pintada en sus labios gruesos. Tenía el pelo enrulado y muy corto.
A velocidad moderada, el Chrysler que conducía a Marlowe se ubico en la vía de la carretera que indicaba sesenta millas de máxima. El detective encendió su pipa y se recostó en el asiento.
-No pierda de vista al Ford -indico al chofer.
-Descuide -dijo Freddy.
Era un joven de rostro oscuro, de rasgos latinos, serio y orgulloso de su habilidad con el volante. Manejaba con una sola mano y con la otra sintonizaba la radio que transmitía en castellano. La voz de Armando Manzanero aparecía melosa y envolvente. Al compás, Freddy movía los hombros. Marlowe chupó la pipa y miró el tablero del coche.
-Es un buen auto -dijo.
-Es aguantador -contesto Freddy-, pero más lento que un cartero. Cuando termine de juntar unos dólares me comprare un Jaguar. Mi chica dice que primero debería comprar el departamento, pero yo pienso darme el gusto. Tengo la velocidad en la sangre, compañero.
-Le advierto que no quiero comprobarlo -dijo el detective, muy serio.
Freddy lo miró algo extrañado, se rascó la cabeza en la que el pelo lacio estaba apretado por una gorra, se echó dos chicles a la boca y observó:
-No es que me interese, pero me gustaría saber para que pidió un chofer que hablara español.
Marlowe miro a Freddy, aspiro la pipa y movió la cabeza.
-El que necesitaba un chofer con español era mi compañero.
-¿Si? El patrón me dijo: "Anda con el sudamericano. Es blanco, pero ustedes son todos la misma roña", y lo señalo a usted.
-No me importa lo que dijo su patrón. Usted tendría que estar en el otro coche, con el argentino.
-Bueno, cuando lleguemos haremos el cambio.
-No, ahora no se puede. No pierda de vista al Ford.
-No se preocupe, el tuerto ve poco y no le gusta correr -dijo Freddy, con una ancha sonrisa.
-Que le falte un ojo no quiere decir que vea la mitad -respondió Marlowe.
-No, ya se. Sam perdió el ojo bueno en una gresca con la policía. Tiene una catarata en el otro.
-No podría manejar así.
-Puede. El patrón no sabe nada de eso. Es difícil para un negro conseguir trabajo. Si tiene un ojo solo es más difícil, pero si esta casi ciego es imposible. Sam siempre hizo cosas imposibles.
-Oiga, ¿quiere decirme que Sam maneja a ciegas? -se enojo el detective.
-No, claro -Freddy levanto el brazo del volante-, tiene un campo de visión reducido, eso es todo. No se estrelló nunca todavía.
-Espero que no sea la primera vez -dijo Marlowe, echándose hacia atrás.
Freddy río a carcajadas, largo rato, como si Marlowe hubiera dicho un chiste ingenioso. Cuando llegaron, el detective ordenó al chofer que se detuviera al costado del camino, tras un grupo de árboles deshojados y retorcidos.
Diana Walcott subió a su Jaguar sport, lo puso en marcha y dejó que el motor se calentara un par de minutos. Se miró en el espejo. Tenía el pelo rubio muy suelto, las pestañas postizas eran largas y curvas, los labios pintados con rojo vivo y un lunar artificial marcado sobre la mejilla derecha. Sacó una lengua muy
fina y pasó la punta por los labios. Descubrió los dientes muy blancos y sonrió. Algunas arrugas, casi imperceptibles, asomaban junto a sus ojos, pero el maquillaje las había cubierto totalmente. Encendió un cigarrillo negro francés, movió la palanca de cambios y salió marcha atrás.
El día era fresco y amenazaba tormenta. Transcurría un invierno excesivamente riguroso para esa zona cálida; cada tarde, a las cuatro, Diana repetía el ritual de mostrarse ante el espejo del auto. Quería que el la viera joven y hermosa. El Jaguar rugió por el camino de pedregullo, derrapó con las ruedas traseras al subir a la carretera y arrancó a toda velocidad.
-¡Sígalo, rápido! -grito Soriano.
El negro Sam tenía el ojo abierto y vigilante. Vio una ráfaga roja que cruzo por la carretera y salió con el Ford a velocidad normal, como si volviera a su casa. Sintió el zumbido de un Buick negro que paso junto a ellos. Adentro iban tres hombres y uno fumaba un puro descomunal.
-¡Apúrese! -chillo Soriano.
El velocímetro del coche subió a noventa millas. Sam sonreía y apretaba las manos sobre el volante. Grito:
-¡Apártense, que aquí viene Sam!
Freddy puso el Chrysler a noventa millas y siguió manejando con una mano. En la radio pasaban un tango quejumbroso. El portorriqueño miró la cola del Ford y dijo:
-No lo podrá seguir. A esa velocidad, Sam iría tras una manada de coyotes creyendo que es la cola del Jaguar.
-¡Páselo! Siga usted al Jaguar -ordenó Marlowe.
-¡Ahora si, compañero! Nadie escapa de Freddy en una carretera, ni siquiera un Jaguar con una rubia al volante.
Soriano vio como el Chrysler de Marlowe pasaba junto a ellos. El detective miró al periodista que fumaba tranquilamente en el asiento delantero y no supo que gesto hacer. Fue apenas un segundo y el coche de Soriano quedo atrás. El argentino se enardeció.
-¡Corra, imbecil! -gritó con la cara alterada por la angustia. Creía que todo el plan se desmoronaba. Imaginaba a Marlowe reprochándole su inutilidad. Tronó-: ¡Lo alcanza o le rompo la cabeza!
-Le dije que no entiendo su idioma -respondió Sam, siempre sonriente, pero apretó al acelerador.
El coche dio un brinco y el motor enronqueció. La aguja salto a ciento diez millas. El Chrysler parecía estar parado cuando lo pasaron.
-¡Mierda! -grito Freddy-. ¡El viejo está loco!
Marlowe salto del asiento y la pipa, apagada, cayo al piso del coche.
-¡Alcáncelos, se van a matar! -rugió.
Freddy pisó el acelerador a fondo. El Chrysler pasó a dos autos y se puso a la cola del Ford. Freddy empezó a tocar bocina repetidamente, Soriano se dio vuelta y vio al detective que hacia señas. Dijo:
-No pierda de vista al Jaguar, Sam, todo anda bien ahora.
El sport de Diana Walcott sorteaba obstáculos a cien millas por hora. La rubia disfrutaba el aire fresco que golpeaba contra el parabrisas y le enloquecía el pelo. La máquina se pegaba en sus caderas y ella sentía que un cosquilleo de excitación le recorría el cuerpo. Él estaría ahora tirado en la cama, fumando un cigarrillo, leyendo una revista quizá; tenía que ganar tiempo para volver a la hora de la cena, cuando regresara su marido. Era jueves y eso la inquietaba: John Peter Walcott siempre se ponía cariñoso los jueves.
Sam se pasó una mano por la cara y quito el sudor que se escurría de su frente. El pie derecho le temblaba sobre el acelerador y el hombre que iba a su lado no le quitaba la vista de encima. Veía bultos multicolores que quedaban en el camino. No tenía la menor idea de donde estaba el Jaguar. Suponía que todo marchaba bien porque el sudamericano había dejado de protestar en su idioma seco y monótono. La cinta blanca que dividía la carretera era apenas perceptible para él, pero estaba seguro de conducir bien. Llevaba tantos años manejando autos que podría hacerlo de oído.
Escuchó un ruido de chapas arrancadas, destrozadas, y se sobresalto. Sintió el grito de su acompañante, pero no entendió. Busco el freno, pero no lo piso bruscamente. Se afirmó en el volante cuando advirtió que el coche había perdido estabilidad. Sintió un chirrido de frenos y luego un estrepitoso choque. Enderezó el auto y aceleró a fondo. El Buick negro, enganchado en el paragolpes trasero por el Ford, perdió estabilidad y salió de la ruta. El conductor hizo un esfuerzo tremendo para impedir el vuelco y logró meter la trompa en la carretera otra vez. Entonces oyó el impacto en la parte trasera y el coche salió despedido de costado hasta chocar contra el cerro. Los tres hombres saltaron afuera.
Marlowe alcanzó a gritar el alerta, pero era tarde. Solo la pericia de Freddy impidió el choque frontal. El Chrysler iba muy cerca del Ford de Soriano cuando de pronto este salió lanzado hacia el medio de la ruta y luego de un esfuerzo por mantenerse sobre sus ruedas se aceleró a fondo. Entonces apareció el Buick desbocado, que entraba en la ruta en una maniobra alocada. El paragolpes trasero arrastraba en el pavimento y producía un reguero de chispas multicolores. Freddy giró bruscamente, bombeó el freno un instante y acomodó el auto para el impacto. Fue un topetazo de costado y el Chrysler se clavó en medio de la ruta. Freddy aceleró tras el Ford. Marlowe miró por la ventanilla trasera y vio el Buick parado y a los tres hombres que saltaban a la carretera.
-Usted es un gran piloto -dijo, y frunció los labios. Luego levantó la pipa.
Soriano miró al negro Sam, se sonó la nariz y comentó en español:
-¡Que reflejos, morocho!
Sam seguía acelerando el coche. Soriano vio a lo lejos el Jaguar que trepaba una colina y se abría en una curva.
-Manténgase así, Sam. Lo tenemos.
El negro sonrió satisfecho. Miro por el espejo retrovisor y vio la trompa algo borrosa del Chrysler. Sostuvo el volante con los codos y colocó otro cigarrillo en la boquilla. Abajo, tras la curva, asomaban las casas bajas de Hollywood. El Jaguar entraba en el tránsito difícil. Sam disminuyó la velocidad.
-No tengo tiempo de ver el Jaguar -dijo a su acompañante-, guíeme usted.
Cuando frenaron en el semáforo estaban a la cola del sport de Diana Walcott. Soriano miró a la derecha y halló tres rostros duros, inmóviles, tocados por la furia. El Buick estaba destrozado en un costado y había perdido el paragolpes trasero. De la nariz del hombre más gordo caían gotas de sangre. Soriano creyó ver el caño de una ametralladora asomar entre las piernas del flaco que iba en el asiento de atrás. Un escalofrío le corrió por la espalda. Levanto la vista hacia el espejo y vio dentro del Chrysler a Marlowe que chupaba su pipa.
-Menos mal -murmuro.
Diana Walcott estacionó el Jaguar en una playa del Sunset Boulevard. Antes de bajar se miró otra vez al espejo. Cruzó la calle. Se había colocado anteojos negros y de un hombro colgaba una cartera de cuero marrón. El Ford de Soriano paró junto a la vereda y el periodista bajó de un salto.
-Estacione en la otra mano -dijo en español- y quédese en el coche.
-¿Cómo dice? -preguntó el chofer tuerto, agachándose para mirar por la ventanilla.
-Pare enfrente -tradujo Soriano en un inglés torpe.
El viento era frío y húmedo. Soriano levantó la vista y le pareció extraño que el aire pudiera filtrarse entre la maraña de edificios blancos y rectos. En el kiosco de la esquina se exhibían revistas pornográficas y los diarios de la tarde. Pasó frente al edificio donde había entrado la señora Walcott Llegó a la otra esquina y encendió un cigarrillo. Miró hacia atrás y vio que el Buick negro se detenía. Dos hombres bajaron y compraron chicles. Estaban vestidos con impermeables y se habían puesto sombreros. Soriano se paró frente a una boca de incendios. Sintió algunas gotas sobre su cabeza y miro al cielo. Se había vuelto sucio. Empezaba a llover y percibió un ligero estremecimiento de satisfacción. Le gustaba la lluvia.
Recordó, de pronto, una lluvia verde y unos cerros bajos y cubiertos de árboles. Vio el lago diminuto, solitario, la cinta de pavimento, la curva donde había detenido el auto aquel mediodía de hacia cinco años, cuando la lluvia caía violenta y fragante y el se sentía solo. Había estado una hora con la vista fija en el horizonte, dejándose ganar por una melancolía suave. Jamás había olvidado esa imagen de si mismo en la pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires donde había vivido muchos años.
Philip Marlowe supo que llovía porque vio a la gente correr hacia los refugios. El agua se deslizaba por su cara sin que él la sintiera. Tenía la vista fija en el hombre que estaba parado a una cuadra, junto a la boca de incendios. Se preguntó que buscaba ese joven latinoamericano junto a la tumba del viejo Laurel. Pensó también en el afecto que sentía por él desde aquella tarde en que lo encontró.
Los dos hombres que se habían detenido en el kiosco caminaban ahora hacia el argentino. Cuando Marlowe los vio acercarse a Soriano, retrocedió hasta el Chrysler y metió la mano en la guantera a través de la ventanilla. Puso el revolver en el bolsillo interior del saco. Caminó. Los dos hombres avanzaron lentamente hacia la esquina. El argentino los miró y tuvo miedo. Se colocaron a su lado. El flaco de grandes bigotes y cara tan pálida como la angustia dijo:
-¿Espera a su novia?
Soriano lo miró de frente. Entendió solo el verbo espera y la pregunta. Respondió:
-Perdón, no hablo inglés.
El más corpulento tenía una cicatriz sobre la mejilla que le atravesaba un ojo; se arregló el nudo de la corbata y dijo.
-Se va a mojar. ¿Por qué no vamos a charlar a un lugar más seco?
Soriano repitió:
-Perdón, no hablo inglés.
Los dos hombres se miraron. El flaco metió la mano en el bolsillo exterior del sobretodo y apretó una pistola contra la espalda del periodista.
-Camine, amigo. Vaya hacia el Buick.
-Perdón, no entiendo inglés.
De pronto, el argentino cruzó la calle con las manos en los bolsillos del gabán de cuero. Corrió en dirección contraria al lugar donde estaba estacionado el Buick. Espero el impacto en la espalda. Recién cuando llego a la vereda de enfrente, sonrió. Miró a los dos hombres que se habían quedado clavados en su lugar. Como si hubieran recibido una orden militar, giraron y se marcharon a paso acelerado hacia el edificio en el que había entrado Diana Walcott. Marlowe caminaba lentamente hacía la esquina cuando vio a su compañero desprenderse de la pareja del Buick. Los dos hombres lo cruzaron antes de entrar en el edificio. El detective volvió sobre sus pasos. Fue tras ellos y los dejó tomar el ascensor. El indicador de pisos se encendió en el 34. Llamó otro ascensor.
Llegó al 34. El piso tenía tres departamentos. Fue hacia la escalera y comprobó que los dos hombres no estaban allí. Se paró en el pasillo y escucho. Oyó una suave melodía que salía a través de la puerta del departamento de la izquierda. Se sentó en la escalera, lo suficientemente abajo como para que nadie pudiera verlo si se abría la puerta. Sacó la pipa, la cargó y la encendió. Cerró los ojos y se pasó la mano por la cara y el pelo. Estaba mojado. El traje era viejo, ordinario, y había perdido la apostura. Estornudó. Se sonó la nariz y volvió a cerrar los ojos. Sin advertirlo se durmió y su cabeza cayó hacia adelante. Soñó con una morocha de ojos oscuros y muy grandes. Estaba vestida con un salto de cama y caminaba sobre un par de chinelas rojas. Tenía el pelo suelto y una copa de champan en la mano. Junto a ella había un maletín negro. El living de la casa parecía confortable y tibio y la mujer no tenía sueño. Fueron a la cama y duró toda la noche. A la mañana siguiente se despidieron. Entre las sabanas, Marlowe encontró un largo cabello negro.
Las voces lo despertaron. Guardó la pipa apagada. En el departamento de la izquierda, la puerta estaba entreabierta y podía escucharse a una mujer que lloraba como una Magdalena. Marlowe subió diez escalones y caminó suavemente hasta pegarse a la puerta. Un murmullo de voces masculinas eclipsaba el llanto de la rubia. El detective abrió un poco más la puerta y miró hacia adentro. La mujer estaba de pie, en medio del living, desnuda y sin consuelo. Tenía el cuerpo tostado por el sol, salvo en los lugares que un bikini pequeño había ocultado. Los pechos eran firmes y erectos; el vello del pubis era ralo pero suficiente, y los muslos, agresivos y suaves. No se tapaba más que la cara y tenía convulsiones ahogadas. Richard Frers estaba frente a ella, rojo de ira, tenso como un alambre, y los dos matones permanecían firmes, de espaldas a la puerta. Frers estaba a punto de tener un ataque de cólera. Acurrucado contra la pared, había un hombre de unos treinta años, de largo pelo rubio y enormes bigotes. Estaba desnudo, pero tenía las medias puestas. Tiritaba, aunque no de frío. Frers dio un paso adelante y sacudió la cara de Diana Walcott con una bofetada. Ella lloró un poco mas fuerte.
-¡Por Dios, Richard, basta! -grito con voz entrecortada.
Frers se dio vuelta y enfrentó a los matones. Dos lágrimas le corrieron por la cara.
-Mi hermana no merece seguir viviendo, ¿verdad? -dijo con tono de inconsolable pena.
Los dos guardaespaldas permanecieron en silencio. Marlowe sintió irrefrenables deseos de fumar. Hubo un silencio prolongado, hasta que el hombre acurrucado habló sin firmeza:
-Por favor, déjennos salir de aquí.
El matón flaco fue hasta él y le dio una patada en el pecho. El joven tosió, cabeceo dos veces y se desvaneció.
-¡Déjelo! -grito Frers-. ¡El no tiene la culpa! ¡Ella es una puta!
Siguió tirando lágrimas al suelo. Marlowe asomó un poco más la cabeza y vio a Diana y a su hermano abrazados, llorando. El joven rubio vomitaba sin parar y los matones casi cubrían el campo de visión. El detective aprovecho el bochinche para encender un cigarrillo.
-¿Espera a alguien?
La voz tronó a sus espaldas. Marlowe se dio vuelta y miró al gigante que fumaba un habano y tenía en la mano derecha una pistola tan grande como un tanque de guerra.
-Pasaba por aquí -dijo el detective.
-¡Que bien! -respondió el paquidermo-, pase a tomar un whisky.
Le puso el tanque de guerra en la cabeza. Marlowe sonrió sin ganas y abrió la puerta.
-¿Molesto?
Los dos matones se dieron vuelta. Los hermanos dejaron de llorar por un momento y todas las pistolas apuntaron hacia el detective.
-Estaba curioseando en la puerta -explicó el del habano-. ¿Lo conocemos?
Frers caminó hacia Marlowe. Tenía la cara desencajada por el dolor.
-Mi hermana es una puta -anunció.
-No sea puritano -dijo Marlowe-, cualquiera da un traspié.
-¡Voy a matarla! -grito Frers y empezó a llorar otra vez.
-No exagere -contesto el detective-; al marido no le gustaría.
Richard Frers dejó de llorar súbitamente. Su cara pasó del dolor al desprecio.
-Trabajen, muchachos -dijo.
El flaco fue hacia la chica y sacó una cuerda del bolsillo; en dos minutos le amarró las manos a la espalda.
-¡Vístase! -ordenó al joven rubio y bigotudo. Este se paró y empezó a ponerse la ropa. Temblaba.
-¿Quiere decirme para que me contrató? -pregunto Marlowe a Frers.
-Quería asegurarme de que no me traicionarían.
-¿Quiénes?
-Ellos -señaló a los matones-; pensé que trabajaban para mi cuñado.
-¿Y quién les paga? -preguntó el detective.
-Ahora yo. Les di dos billetes grandes.
-Lo van a traicionar igual.
-¡No es cierto! -dijo el flaco-; usted nos dio dos grandes para que despachemos a la chica. Somos gente seria. Al detective lo limpiamos gratis si quiere.
-Si, quiero.
-¿Y al Don Juan? -señalo al rubio que ya estaba vestido.
-Hagan lo que quieran.
-Eso es mucho. Deje un retrato de Madison y arreglaremos todo.
Frers abrió la cartera y sacó un cheque.
-Le cobran muy caro -acotó Marlowe-, es un trabajo fácil y cualquiera puede hacerlo por dos mil.
-¡No se meta! -gritó el flaco mientras golpeaba en el cuello a Marlowe con el caño de la pistola. Luego miró a Frers y dijo amablemente-: No se aceptan cheques, señor.
-No tengo efectivo.
-¿Cuánto hay allí? -señalo la billetera.
-Dos mil quinientos.
-Esta bien -el flaco puso el dinero en el bolsillo y agrego-: Váyase ahora.
Frers saludó con amabilidad y tendió la mano a Marlowe.
-Adios, señor. Usted hizo un buen trabajo.
-Todavía me debe trescientos dólares.
-Le mandare un cheque.
-Por lo que veo no va a servirme.
-¡Dios! Lo había olvidado. Discúlpeme. Estoy un poco confundido. ¿Y su socio? Puede cobrar él.
-Claro. Llámelo, por favor. Recuérdele que debemos el alquiler de la oficina.
-Lo haré.
-¡Basta de farsa, Frers! -gritó Marlowe-, estos chapuceros lo están metiendo en un asesinato y dejan huellas por todas partes. ¿Se ha vuelto loco?
-Ya no me importa nada, Marlowe. Arréglese con su problema.
Salió. El detective miró a su alrededor. No entendía nada de lo que pasaba desde que había entrado al edificio. Pensó que Soriano estaría afuera, mojándose, firme en su puesto, sin saber que pasaba aquí.
-Desvístase -dijo el flaco.
-¿Me va a bañar?
-No se haga el gracioso. Lo voy a meter en la cama con la rubia.
-¡No me diga! Ordene a su socio que me sirva un whisky con soda.
-¡Desnúdese, imbecil!
Marlowe se quitó el saco, los zapatos y la camisa.
-Todo. Dije desnudo -recalcó el flaco.
-¿Se trata de asesinato y violación?
-Acábela. ¿No se da cuenta de que lo vamos a liquidar?
-Si, pero no entiendo el sistema. Hace mucho que ando en esto y nunca vi nada tan sofisticado.
-Gas, compañero. Sáquese el calzoncillo.
-Me da vergüenza.
El gigante puso el tanque de guerra apuntando a la cabeza del detective. Este se sacó el calzoncillo. Tenía las piernas peludas y los músculos eran firmes. Una cicatriz le cruzaba el pecho y otra le marcaba la espalda. La rubia se dio vuelta.
-Bueno, a la cama los dos -dijo el flaco.
La rubia se metió en la pequeña cama y Marlowe vaciló. Por fin se estiró bajo las sábanas.
-Que pensaría su marido, señora -dijo.
El gigante golpeó a Diana y a Marlowe con la culata de la pistola. Ambos quedaron inmóviles. Luego desató a la mujer y les acomodó los brazos. El derecho de Marlowe pasaba alrededor del cuello de la rubia y caía sobre uno de los pechos. Luego abrió los muslos de ella y puso la otra mano del detective apretando el sexo. El flaco sacó la ropa de la cama y contempló la escena con una sonrisa tierna.
-Adiós para siempre, preciosidad.
El gigante abrió las llaves del gas de la cocina. Salieron empujando al rubio.
Cuando entraron en el ascensor, Soriano salió del hueco de la escalera y tocó timbre en el departamento varias veces, pero no tuvo respuesta. Había seguido al hombre del habano y vio cuando este sorprendió a Marlowe. Desde entonces había estado escondido. Como nadie salió a la puerta, sintió que su corazón empezaba a saltar en el pecho. Sin embargo, trato de tranquilizarse, pues no había escuchado disparos. Llamó todos los ascensores. Un minuto después se abrió la puerta de uno. Cuando llegó a la planta baja busco el departamento del administrador y toco timbre. Abrió una mujer gorda que tenía puestos los ruleros y se había levantado del sillón que estaba frente al televisor.
-Necesito la llave del departamento A del piso 34 -dijo Soriano en español.
La mujer hizo un gesto con la cara y encogió los hombros.
-Váyase a México -dijo-, aquí no damos limosna a los chicanos.
Soriano intentó en inglés:
-Llave -hizo un gesto con la mano-, departamento A 34 -dibujo el numero con el dedo índice sobre la puerta.
-¿Que le pasa, vago? -grito la mujer-. ¿Quiere que llame a la policía?
-Si, ¡por favor! -grito Soriano.
La mujer lo miró de arriba abajo. Sonrió.
-Sos un lindo chico después de todo. ¿Qué te pasa, jovencito? ¿Necesitas un billete?
Soriano dio un empellón a la gorda y entró en la casa. Corrió de una habitación a otra hasta que halló un tablero con las llaves de todos los departamentos. De un vistazo lo recorrió hasta el A 34. Tomó la llave y se dispuso a salir. La gorda estaba en la puerta con un cuchillo de cocina y una sartén. Gemía.
-No vas a salir, jetón, mexicano criminal. Nadie entra en mi casa cuando no está mi marido, nadie.
Soriano tomó una silla y la tiro contra la gorda. La mujer cayo de espaldas dando gritos. El periodista saltó sobre el cuerpo rechoncho y tropezó. Trató de hacer equilibrio con los brazos, pero no encontró en que sostenerse. Cayó hacia adelante. La gorda se puso de rodillas, tomó la sartén y golpeó en la cabeza al argentino. Soriano trataba de cubrirse la cara, pero los sartenazos de la gorda eran terribles. Por fin pudo agarrar el brazo de la mujer y ponerse también de rodillas. Estaban nariz a nariz. Ella le escupió la cara.
-Chicano mugriento -dijo con una mueca de asco.
Soriano bajó la frente y cabeceó la cara de la gorda. Ella dio un alarido y cayó de costado. Le salía sangre de la nariz. Un hombre que había entrado al escuchar el escándalo avanzó y tiró una patada a Soriano. El periodista alcanzó a esquivar el golpe y tomó la pierna del hombre que se sentó junto a la gorda. Soriano se puso de pie. Levantó el cuchillo y cubrió con el la salida. Atravesó el pasillo a la carrera. Un ascensor permanecía abierto mientras entraba una mujer joven. Soriano picó a toda velocidad, como en su época de futbolista, y frenó patinando. Se zambulló de cabeza dentro del ascensor cuando la puerta automática ya había cerrado hasta la mitad. Cayó junto a la muchacha. La miró, sentado y con el cuchillo en la mano. Tenía la cara morada por los golpes de la sartén. La mujer estaba pálida y no podía hablar. Soriano quiso calmarla.
-Tranquila, no le haré nada -dijo en castellano. La joven dio un grito y se desmayó. Soriano se puso de pie y apretó el botón 34. El ascensor paró en el 18. Un hombre que iba a entrar vio a la mujer caída y detuvo el cierre de la puerta con la mano. Soriano sacó el cuchillo y lo puso en la garganta del hombre. La puerta se cerró. Hubo dos paradas más y el argentino usó con éxito el mismo procedimiento. Cuando el ascensor se abrió en el 34 dio un salto y se abalanzó sobre la puerta del departamento A. Hizo girar la llave y abrió. Un vaho de gas lo paralizó. Salió al pasillo, aspiró hasta llenar los pulmones de aire y entro. Abrió una ventana y luego huyó al pasillo otra vez. Jadeó. Cambió el aire y corrió a la cocina. Cerró las llaves. Las piernas se le aflojaron, pero alcanzó a salir otra vez. No podía creer lo que había visto sobre la cama. Respiró un minuto y volvió a entrar. Abrió la ventana que faltaba. Cuando el aire se hizo más limpio, cerró la puerta de entrada. Sentía opresión en el pecho. Apretó la muñeca del detective. Tenia pulso. Luego probó con la mujer: también vivía. Los sacudió pero no tuvo respuesta. Fue a la cocina y llenó una olla con agua. La volcó sobre las cabezas, que seguían juntas. Marlowe abrió un ojo y lo volvió a cerrar. La mujer tiritó y sus pechos se irguieron contra las peludas tetillas del detective. Soriano echó sobre ellos más agua.
Marlowe despertó lentamente, miró a su alrededor y fijó los ojos en la mujer.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Perdone que lo interrumpa -dijo Soriano-, se dejó el gas abierto.
-¿Qué? -Marlowe no entendía. Pasó una mano por sus ojos y se sentó-. ¿Qué hago con ella?
-Lo mismo me pregunto yo, compañero. La rubia no esta mal. En su lugar no me hubiera quedado dormido.
-¿Cómo llegué acá?
-Lo trajo un gigante.
De pronto la puerta se abrió y por ella entraron varios vecinos, encabezados por la gorda y dos policías.
-¡Aquel! -grito la gorda.
Los policías avanzaron, pistolas en mano. Las señoras gritaron al ver la escena de la cama. Todavía el ambiente olía a gas.
-¿Qué te parece, Bob? -pregunto un policía.
-No se -respondió otro-: Los Ángeles está cada vez más podrida, Ted.
-Llama a la seccional.
-¿Con quien pido? ¿Con Homicidios o con Moralidad?


Era un salón blanco y el cielo raso estaba muy alto. No tenía ventanas y apenas cuatro lámparas iluminaban la cuadra de treinta metros. Pegados a las paredes había bancos de madera, sin respaldo. Medio centenar de hombres, blancos y negros, de prostitutas, blancas y negras, estaban acostados, o sentados con la cabeza gacha. Unos pocos miraban pasar de aquí para allá a un par de vigilantes que llevaban carpetas y papeles.
Un policía de pelo rojo y cara mofletuda, con aspecto de haber cumplido con el último deber de la noche, empujó a Marlowe y a Soriano a través de la pequeña puerta de acceso.
-Siéntense donde quieran, están en su casa.
Los dos hombres habían dejado en la guardia cuanto tenían en los bolsillos; Soriano usaba mocasines, pero Marlowe había tenido que dejar también los cor-dones de sus zapatos. Fueron hacia un banco donde estaban dos mujeres gastadas, de labios carmesí y mirada abstraída. Soriano sacudió la cabeza.
-En estos casos me dan mas ganas de fumar.
Marlowe no contestó. Se sentó en el banco y estiro las piernas. Estaba cansado, sin aire y sin ganas de reclamar nada. El argentino parecía más entero. Eran las diez de la noche y tenía el estómago vacío. Empezó a protestar:
-Le dije, Marlowe, íbamos a terminar en cana. Todo era absurdo. Un tipo de su experiencia, si es que la tuvo alguna vez, no puede meterse en estos líos. ¿Qué nos pasará ahora?
-No sé -contestó Marlowe con desgano-; a usted le van a poner una multa por meter las narices donde no le importa sin tener licencia. Para colmo le van a cargar invasión de domicilio y propiedad privada. Eso es grave. Tiene que cuidarse cuando sale de su país.
-¿Multa? -el periodista levantó las cejas-. ¿Se cree que soy Rockefeller? ¿De dónde voy a sacar la plata?
-No sé. Al que no paga le dan un calabozo gratis.
-Y a usted, ¿qué le pasara?
-Contra mi no tienen nada. Si la señora Walcott no presenta denuncia, mañana me iré a casa.
-¡Muy lindo! Le salvo la vida y me deja adentro.
-Voy a buscar a Frers. Él pagara las multas.
-Mejor busque al cónsul argentino. Él tiene que hacer algo.
A medianoche, un policía de pelo lustroso y rostro descansado como si recién tomara servicio, apareció en la puerta y llamo:
-¡Philip Marlowe y Osvaldo Soriano!
Los dos hombres se pusieron de pie y caminaron hacia la entrada.
-A la guardia, ¡vamos!
El oficial rubio, con la cara llena de granos rojos, tenía el rostro duro e impasible de los que no se conmueven ante nada. Los miró detenidamente.
-¡Quién es el argentino?
-Yo -Soriano usó su voz más suave y humilde.
- ¿Dónde queda eso?
- La Argentina.
Soriano lo miró un rato y luego se dio vuelta hacia Marlowe.
— Pregunta dónde queda la Argentina - dijo el detective.
— Eso lo entendí. Explíquele usted.
— ¿Yo? ¿Y dónde queda?
— ¿De qué hablan? - preguntó el policía.
— Soriano no habla inglés, oficial.
— Bueno. Pregúntele dónde queda ese país y si es comunista.
— ¿El o el país?
- Los dos. Pregúntele.
Marlowe miró a Soriano y sonrió:
- Bueno, por fin me voy a enterar: Usted es comunista?
- ¿Eso pregunta?
- Si.
— Dígale que antes de entrar a Estados Unidos tuve que firmar un papel donde juraba que no era comunista.
— ¿Pero es o no? - insistió Marlowe.
— Déjese de joder, detective.
— El que jode es él. ¿Le digo que no?
— Claro.
— Comunista. - Y agregó en inglés, dirigiéndose al oficial: - Dice que es demócrata, admirador de Kennedy. Lloró como un chico cuando lo mataron.
Ayudó mucho a su país. Alfabetizo a los indios.
— Aja. ¿Y dónde queda la Argentina?
-En Sudamérica. Bien abajo del mapa, cerca del Brasil.
-¡Brasil! Siempre soñé con unas vacaciones allá. Bueno, ¿quién va a pagar la fianza?
-¿Cuánto?
-Dos mil. Mil quinientos por el y quinientos por usted.
-¿Y yo que hice?
-Exhibición obscena, adulterio, escándalo. Elija lo que quiera.
-Mire, oficial, está equivocado si cree que no conozco la ley del Estado. Si no hay denuncia no puede acusarnos de nada. Además necesito a mi abogado.
-Llámelo. Con lo que había en su bolsillo dudo que pueda pagarle.
-Tengo amigos.
-¿Amigos? Ustedes son basura, peor que los negros. ¡Vagos, buscavidas! Ahora se mezclan con los chicanos. Basura con mierda, todo en la misma cloaca.
-Mida sus palabras, oficial. Usted es la ley en este distrito y puede arrepentirse.
-¿Arrepentirme? ¿Cree que no tengo su prontuario? Encubrimiento de ladrones, sospecha de encubrimiento de asesinos, borracho, vago, tramposo, traidor a la policía. Basta con que yo levante un dedo para que se pudra en un calabozo.
-No se agrande. El señor es extranjero y tiene que tratarlo como tal. Llame al cónsul argentino en Los Ángeles en lugar de cacarear tanto.
El rubio rió y las arrugas de la cara le apretaron los granos rojos. Dijo:
-Claro que es extranjero. Si ese fuera americano yo habría roto mi cédula. No voy a perder más tiempo con ustedes. Pagan antes de mediodía o van a la cárcel.
-No puede secuestrarnos. Présteme el teléfono.
-¿Teléfono? ¡Eh, Micke! ;Los señores quieren hablar por teléfono!
Micke era un hombre pequeño y serio, de rostro apretado como un puño. Tenía un cigarrillo apagado entre los labios y estaba limpiando la pistola a dos pasos del oficial. Apunto a los detenidos.
-No es hora de hacer citas, mejor van a dormir.
-Tendría pesadillas, después de haber visto su cara -dijo Marlowe.
El hombre se puso de pie lentamente.
-Gracioso, ¿eh? Me gustaría verlo en la TV porque cuando estoy de servicio no me río.
Acercó su cara de puño a la nariz de Marlowe.
-¿Dónde cree que está?
-En una cueva de degenerados vestidos con el uniforme de la policía de Los Ángeles.
El policía pequeño empujó el cañon de su pistola en el estómago del detective que se dobló en dos.
-Repítalo. No le oí bien.
-¡Déjelo! -gritó Soriano.
El oficial levantó su mano gorda, llena de anillos de oro y sacudió la oreja del argentino.
-Respete un poco, ¡mugriento!
El policía pequeño -sonrió.
-Dejamelos un rato, Gordon, me gustaría hablar con ellos en tu oficina.
-Que los lleven. Tenemos toda la noche para charlar. Me gustan. Son conversadores y simpáticos. Estoy cansado de tratar con negros y putas. Además siempre quise conocer el Brasil.


Estaban tendidos en el suelo como dos bolsas sucias. Soriano tenía la boca cerrada por la sangre seca que se había puesto marrón. Los ojos le habían des-aparecido por la hinchazón de los pómulos y apenas se veían dos líneas oscuras. Cuando Marlowe abrió los párpados encontró una piel blanca y un matorral de pelo rubio y sin brillo. Tardó en darse cuenta de que estaba tirado boca abajo y de que se desangraba sobre el pecho de su compañero. Levantó la cabeza y sintió que algo estaba dentro de ella. Se tocó la cara. Escupió. Tenía el cuerpo blando como si le hubieran quitado los huesos. No era dolor lo que sentía y eso le extraño. Era una sensación de no pertenecer al mundo que había descubierto al abrir los ojos. Miró a Soriano. Trató de levantarse y cayó de rodillas. Ahora si, le pareció que un puñal atravesaba su cuerpo a lo largo. Se tomó del borde del escritorio opaco, manchado de tinta, y puso toda su fuerza en incorporarse. Su cintura se quebró.
-¿Adónde vas, amiguito?
La voz le sonaba lejana. Se dio vuelta. Apoyó las palmas de las manos en el suelo para girar su cabeza. Encontró un uniforme azul que volaba por la habitación, sobre él. Sacudió la cabeza y vio a un policía joven. Sintió que tenía la boca seca y que las imágenes escapaban a sus ojos.
-Agua -balbuceo.
Nadie se movió. Un silencio absoluto flotaba en la habitación blanca. Marlowe se arrastró hacia el cuerpo de Soriano, que estaba inmóvil. Lo tomó de la camisa abierta y quiso levantarlo, pero no tenía fuerza; sus dedos se aflojaron. Se dejó caer. Antes de desmayarse escuchó una música suave.
-Se les fue la mano -dijo el policía joven-, estos dos están para el hospital.
Micke estaba demacrado y el pelo le caía desgreñado sobre la cara. Se sentía cansado y tenia sed. Se le habían terminado los cigarrillos.
-Llévalos a dar un paseo. No podemos darle esto al fiscal.
El joven salió y regresó con tres hombres en ropa de calle.
-Apúrense, que no los agarre el amanecer.
Cargaron los dos cuerpos y por una puerta estrecha salieron al patio. Los echaron en el asiento trasero de un coche sin patente. Soplaba un viento suave y frío. El auto arrancó. Veinte minutos más tarde tres hombres descargaban los cuerpos sobre una playa de Bay City. En la arena quedaron dos manchones alcanzados por los golpes de las olas frías.
Soriano tuvo un estremecimiento. Abrió los ojos y se sintió dolorido y confuso. Miro a su compañero. Marlowe descansaba con los ojos abiertos, fijos en las nubes grises.
-¿Marlowe? -llamó Soriano en voz baja.
El detective giró su cabeza hacia su compañero. Sus ojos eran un manantial de sangre. Sintió la boca llena de arena. Las nubes se pusieron rojas y la luz iluminó suavemente la playa. Las dos figuras estaban de pie y se recortaban como sombras lentas y perezosas. Las olas llegaban a sus pies y al retirarse dejaban una espuma como la que se derrama de un vaso de cerveza. El hombre alto, muy encorvado, tenía la camisa rota y sin botones hasta el medio del pecho. Empezó a caminar con paso vacilante, la cabeza caída, los brazos abiertos y los puños apretados. Detrás, a cinco pasos, Soriano aspiró dificultosamente el aire fresco del amanecer. Se agachó para sacarse los zapatos, los tomó en la mano y empezó a andar. Tenía la cabeza erguida y los ojos profundos como una ciénaga.
No hablaron. El gordo tenía la mirada fija en la nuca de su compañero. De vez en cuando dejaba escapar un suspiro, de disgusto. Estornudó cuatro veces, sonó su nariz contra la arena y siguió caminando. Delante de él, Marlowe trastabilló y cayo sentado, ya lejos del agua. Soriano dio algunas vueltas alrededor de su amigo, como si estuviera reconociéndolo a distancia y se dejó caer de rodillas. Con una mano alisó la arena. La brisa les refrescaba las caras. O lo que quedaba de ellas.
Amaneció sin apuro. Un hombre de sobretodo pasó caminando junto al mar; metía sus botas en la espuma y fumaba en pipa. Tenía grandes anteojos y llevaba un gato negro en sus brazos. Se detuvo, miró a los personajes y se alejó con paso lento, como quien ya no puede ver el mundo.
-No se vaya -dijo Marlowe en voz baja-, mire lo que han hecho de mí.
Apretó la arena con sus puños y se puso de pie. La ruta trepaba hacia el cerro y el detective la vio cercana y cálida. Soriano fue tras él. Recordó que pronto volvería a Buenos Aires, que se sentaría ante una máquina de escribir, que esto le parecería un sueño delirante y audaz y que entonces Marlowe sería una sombra, un fantasma irreal y estúpido. Le dolieron los pómulos hinchados. Escuchó, de pronto, como de su boca salía, dificultosa, la letra de un tango de Gardel. Marlowe se dio vuelta y lo enfrentó.
-¿Sabe, Soriano? Me cago en Laurel y Hardy -barbotó algunos monosílabos-. ¡Me cago en usted, hijo de puta!
-¿Por que habla en inglés? Sabe que no entiendo.
-No se haga el tonto. Entiende bien -hablaba en castellano-, lo suficiente para darse cuenta de que su amistad me trajo demasiados líos.
-Yo no tengo la culpa si usted anda buscando que le rompan la cara. A mi también me dieron una paliza, ¿no?
Soriano había girado la cabeza y miraba de reojo, como si en realidad quisiera no ser el protagonista de esa escena. Sintió que estaba de más. Apuró el paso y salió a la carretera. Se dio vuelta y vio la costa y el cielo. El hombre de sobretodo se alejaba por la arena.


Los autos pasaban casi pegados entre si por ambos sentidos de la ruta. Los dos hombres caminaban lentamente por la banquina, separados a diez metros. Iban en silencio. Soriano miraba los coches y trataba de divisar las caras hoscas de los hombres en la madrugada. Durante una hora avanzaron deteniéndose a ratos para descansar. Un patrullero policial paró en la banquina. Un oficial lustroso se acercó a ellos.
— Ya se - dijo - , vienen de visitar a sus mamás.
— Muy gracioso - respondió Marlowe.
— Ah, ah, ah, mamá les dio una paliza, ¿eh?
Marlowe se sentó en un mojón de señalización.
— ¿Tiene un cigarrillo?
— No. Explíquense, muchachos. Voy a la central y no quisiera ir acompañado.
— Tuvimos un accidente de tránsito.
-¿Si? ¿Y dejaron el auto en el camino? Eso es infracción.
Soriano miraba el patrullero, donde otro policía fumaba un cigarrillo. Lo saboreaba de un modo casi voluptuoso. El argentino se acercó y habló en inglés.
— Un cigarrillo - hizo un gesto con la mano señalando el Lucky que se consumía entre los dedos del policía, dejando una ceniza larga y firme.
— Escuche, basura, no me pagan para alimentarle los vicios. ¿Qué le pasó en la cara? ¿Se le cayó encima una pared?
Soriano volvió junto a Marlowe.
-Dígales algo, no quiero volver adentro.
-Mire, amigo -explico el detective y mostró su placa-, nos toco un caso duro. Los policías siempre salimos castigados. No tengo ganas de explicarle. Discúlpeme, ¿por qué no tomamos un whisky un día de estos?
-Está bien. Deje el whisky. Podemos acercarlos.
Arrancaron a toda velocidad. La sirena quebró el ruido monótono de la carretera. Soriano echó la cabeza hacia atrás y halló el respaldo blando y mullido del asiento. Marlowe había abierto muy grandes los ojos y los tenía fijos en la ruta. Al llegar a un cruce de caminos vio un bar.
-Déjennos aquí -pidió.
Bajaron. El auto arrancó y se alejó por la carretera. Soriano suspiró.
-Creí que nos llevaban de nuevo.
-¿Qué hubiera cambiado eso? -preguntó el detective.
El argentino no contestó. Miró a su alrededor y pregunto:
-¿Y ahora que hacemos?
Estaban parados frente al bar. Era un edificio esquinero, de madera, pintado de azul claro. El frente estaba tapado por los carteles de propaganda de Coca Cola, Fanta, Firestone, Marlboro, Lee, Vat 69, Ford, Columbia, Philips, Martini, Stromberg Carlson y Eveready. Había tres coches estacionados de punta contra una de las paredes laterales. Al fondo se veía el patio de la casa por donde trotaba un perro San Bernardo entre una docena de gallinas gordas. Era el único edificio en el cruce de dos carreteras. Detrás se veía la montaña arbolada cuya falda caía suavemente sobre el fondo del bar. El sol había asomado pleno y radiante aunque todavía la mañana era fresca. La ruta 101 a San Francisco estaba despejada. Soriano se apoyó en uno de los coches parados frente al bar. Vio que uno tenía la llave puesta.
-¿Y si robamos el auto? -dijo, divertido.
Marlowe levantó las cejas y miró a su compañero.
-Gran idea. Después lo vendemos y con esa plata nos compramos ropa nueva y alguna comida. Si nos sobran algunos dólares podemos ir a escuchar un concierto. No se que sería de mi sin sus ideas.
-Mire, detective, mis ideas no suelen ser demasiado brillantes: una vez hasta se me ocurrió ir a vivir a su casa y confiar en usted. Me gustaría que ahora piense algo que nos permita comer aunque sea una hamburguesa.
-Es muy fácil -dijo Marlowe-: cuando salga un tipo le damos un golpe y le sacamos la billetera. Usted tiene experiencia en eso.
-Cuando volvamos a Los Ángeles voy a buscar a un cura que me confiese. Cada vez que miro su cara me remuerde la conciencia.
-¿Tiene hambre? -pregunto Marlowe.
-No, todavía estoy eructando el banquete de anoche.
Marlowe revisó los bolsillos de su pantalón y encontró solo los documentos en la billetera.
-Nos pelaron, compañero.
-Hay que hacer la denuncia -respondió Soriano.
-Déjese de bromas, ya me está cansando. ¿Cree que vine a las montañas a tomar sol?
-No creo nada. Estamos sin un dólar y por lo menos hay que volver a la ciudad. ¿Se le ocurre alguna manera de conseguirlo?
-No sé. Hablar con los tipos del bar. Quizás alguno nos lleve.
-Muy bien. Vamos a lavarnos un poco. Si usted muestra la chapa nos van a llevar.
Entraron al bar. Una veintena de personas comía jamón con huevos, tomaba café o Coca Cola. Siguieron hasta el baño. Funcionaba una sola canilla. Marlowe se lavó la cara y sintió otra vez que las heridas le quemaban. Soriano se miró al espejo. Descubrió un rostro tumefacto.
-Apúrese, Marlowe, eso es una ducha.
El detective se apartó de la pileta y se pasó las mangas de la camisa por la cara. Su aspecto no había mejorado mucho, pero tenía los ojos más abiertos. Soriano se echó agua sobre la cara, luego se agachó y metió la cabeza bajo la canilla. Por fin sacudió el pelo y salió detrás del detective. Se acercaron al hombre del mostrador. Marlowe saco su identificación.
-Necesitamos llegar a Los Ángeles.
-Cada vez es más duro ser policía, ¿eh? -comentó el hombre moviendo la cabeza de arriba hacia abajo-. ¿Tuvieron problemas con los hippies?
-Aja -Marlowe asintió-. En la playa. Los sorprendimos en pleno viaje. Se pusieron nerviosos.
-Mierda, señor -dijo el hombre, que había empezado a sudar-, pura mierda. Si encuentro a Crystal con uno de esos barbudos, le rompo la cabeza. No es época para tener hijos, se lo digo yo. ¿Tiene hijos, señor?
-Seis.
-¡Jesucristo! Lo compadezco -dijo el del mostrador.
-¿Cree que alguien podrá llevarnos a la ciudad? -pregunto Marlowe, impaciente.
-Crystal los llevara. Ella tiene que ir a Hollywood. La policía debería ocuparse de despejar la zona de barbudos. Las montañas están llenas de ellos. Hacen campamentos. Verdaderas orgías. Me han robado cuatro veces este año.
-¿Tendrá un par de cigarrillos?
-¡Por supuesto, teniente! -buscó tras el mostrador y alargó un paquete-. Quédese con ellos. No siempre viene gente sana a pedirme cosas.
-Gracias -dijo Marlowe y alargó un cigarrillo a Soriano-. ¿A que hora sale Crystal?
-Voy a avisarle. ¿Por que no comen algo?
-No quisiéramos molestar. No tenemos dinero. Los barbudos se quedaron con todo.
-¡Cristo! Después dicen que se cagan en el dinero... -el hombre acercó su cara a la de Marlowe-. Un día de estos voy a dejar seco a uno de ellos -sonrió y tardó un minuto en retirar su cara por la que corría sudor-. Jamón con huevos para dos! -gritó. Luego salió por una puerta pequeña que estaba cubierta por una cortina. Una muchacha blanca, de unos veinte años, que tenía una cicatriz en el mentón, sirvió la comida.
-¿Qué le contó? -pregunto Soriano.
-Nada. Le mostré la tarjeta de Diners.
Comieron en silencio. El patrón, que había regresado, los contemplaba con simpatía. La cortina se abrió y apareció una muchacha rubia, de unos dieciocho años, que tenía el pelo atado sobre la espalda. Era pecosa y parecía atrevida. Vestía pantalón ajustado y un sweter.
-¿Ustedes son los policías? Marlowe asintió con la cabeza. Soriano miró a la muchacha y comentó: -Está buenísima. Ella le sonrió. Marlowe tradujo: -Dice que usted es muy simpaticá. Él no habla inglés. Es un detective de Interpol.
-¡Que fascinante! -dijo la muchacha-, voy a llevar a dos policías conmigo.
Marlowe y Soriano se pusieron de pie. Estrecharon la mano del dueño del bar.
-Gracias, amigo -dijo Marlowe-, todavía queda gente de bien en este país.
-Mande a sus muchachos a pasear por este lugar, teniente; le aseguro que se divertirán. -Pierda cuidado.
Subieron a un Chevrolet blanco. Marlowe se sentó adelante.
La muchacha manejó a toda velocidad. -Basta de juego -dijo-; a mi pueden decirme la verdad.
Marlowe la miro.
-Cualquiera se da cuenta de que ustedes no son policías -agregó-; esto es absurdo.
-No somos policías -reconoció Marlowe-, yo soy detective privado y el es periodista.
-¿Entonces?
-¿Entonces qué?
-¿Se puede saber que les pasó?
-La policía nos dio una paliza.
-¿Anduvieron en líos?
-Hace una semana que ando en líos. Desde que conocí a este -señalo a Soriano.
-¿Qué pasa? -pregunto el argentino, inclinándose hacia adelante.
-Si no se ofenden les diré que ustedes parecen una caricatura. Nadie anda por las carreteras de California con la cara y las ropas destrozadas haciéndose pasar por policías para que los lleven a Los Ángeles.
-Eso creía yo -dijo Marlowe.
-¿Se puede saber qué buscan?
-A Laurel y Hardy.
-¿A quiénes?
-Al gordo y el flaco. Soriano los esta buscando desde hace años.
Crystal empezó a reír. Se echó hacia adelante y apretó el volante hasta que sus dedos largos y finos se pusieron blancos.
-¿Qué broma es esa? -preguntó entre carcajadas.
-No es broma. Él quiere escribir sobre Laurel y Hardy. Vino a Los Ángeles para investigar sus vidas. Desde que empezamos a trabajar juntos nos va siempre mal.
-Como a ellos -observo Crystal.
Marlowe la miró y luego empezó a reír, cada vez con mayor intensidad. Tuvo que tomarse la barriga y agacharse. Sintió que todo el cuerpo le dolía.
Crystal los dejó en Hollywood, frente a una parada de ómnibus. Había estacionado el auto en un lugar prohibido. La muchacha sonrió, mostrando unos dientes un poco separados entre si y una lengua corta y filosa.
-No puedo prestarles más que un par de dólares para el viaje -dijo con tono apesadumbrado.
-No le costaba nada llevarnos hasta casa, carajo -protestó Soriano en español.
-¿Qué dice? -preguntó la muchacha a Marlowe mientras ampliaba su sonrisa para Soriano.
-Es un desagradecido. Dice que usted podría habernos llevado hasta casa.
-¡Oh! Lo lamento mucho... No me interpreten mal. Debo llegar a tiempo a mi analista. Tengo hora a las nueve.
-¿Adónde va? -pregunto Soriano en inglés.
-A mi analista.
-También, con el padre que tiene -dijo el argentino en su idioma, mientras salía del auto.
-Muchas gracias, Crystal -dijo Marlowe, asomado a la ventanilla.
El auto arrancó y se perdió en el bulevar. Marlowe plancho los dos billetes de un dólar que la muchacha había puesto en su mano.
-Muy bien -dijo, muy serio-, nos espera otro viaje proletario.
Tomaron el ómnibus. Una hora después entraron en casa de Marlowe. Un olor intenso, sucio, estaba encerrado en las habitaciones. Por la claraboya de la cocina saltó el gato que daba maullidos prolongados. Corrió de un lado a otro del living, con la cola parada y los ojos fijos en Marlowe. Por fin se sentó. Soriano lo levantó, le acarició la cabeza y le rascó el cogote. El gato echó las orejas hacia atrás, movió la cola larga y protestó con un gruñido amenazante. Estaba demasiado flaco. Marlowe salió del baño.
-Lo va a arañar.
-No se preocupe. Un gato nunca ataca a quien lo quiere. De todas maneras mi cara no podría estar peor.
Marlowe sacó de la heladera un pedazo grande de bofe y lo puso en un plato que dejó en el suelo. Soriano soltó al gato y luego puso leche en una taza;
-Le gustan mucho los gatos, ¿no? -preguntó el detective.
-Aja.
Recordó la muerte de aquel gato que lo acompañó en los años de su adolescencia. Estaba echado y su cara flaca aguantaba el dolor en silencio. Se iba apagando de a poco. Cuando sintió que iba a tener una convulsión se paró y se alejó unos pasos, como para que el no participara de su tragedia. Luego cayó, se retorció dos minutos y se quedo quieto.
Marlowe miró a su amigo que estaba sentado en el diván. En su cara golpeada, confusa, podía adivinar una mueca de tristeza. Busco un paquete de cigarrillos y encendió uno. Aspiró el humo con fuerza y dijo:
-Usted es un tipo extraño.
Soriano tomó también un cigarrillo. Antes de encenderlo respondió:
-¿Extraño? ¿Cuál de nosotros es el extraño?
-Es la primera vez que veo a un tipo joven que viene a Estados Unidos para correr detrás de dos cómicos muertos de los que ya nadie se acuerda.
-¿Por qué me acompaña, entonces? -preguntó el argentino-. ¿Por que se hace golpear a cada momento?
-También usted recibió las palizas.
-Cierto -Soriano se puso de pie-. Pero las palizas significan cosas distintas para usted y para mí. A su edad, en su profesión, una paliza es apenas una anécdota.
-Estoy lleno de anécdotas, compañero. Tengo el cuerpo destrozado por ellas. Lo que usted recibió le servirá de lección. Todavía es muy joven y tal vez necesite pelear algún día.
-¿En la Argentina?
-No sé. Usted me dijo que los yanquis no los dejan vivir tranquilos.
-No es tan simple. Allí muere mucha gente de hambre o a balazos todos los días. Los que tiran no son yanquis. Ellos no dan la cara.
-Usted es un latinoamericano rubio que pudo pagarse un viaje a Estados Unidos. No venga a llorar las desgracias de los otros.
-Es distinto -el argentino hizo un gesto con las manos-, usted confunde las cosas.
El gato terminó de engullir el trozo de bofe, dio un par de lengüetazos en la taza de leche y se sentó entre los dos hombres. Fijó sus ojos grandes y brillantes en los del detective.
-¿Cuándo vuelve a Buenos Aires? -pregunto Marlowe.
-Dentro de una semana. Tengo que confirmar el pasaje y avisar al diario. Estoy demorado.
-Muy bien. Nos queda poco tiempo. Dígame que haremos.
-No sé, Marlowe; estoy cansado. A veces tengo la fantasía de que podría hablar con Chaplin. Vino a la entrega del Oscar, pero nadie puede acercarse a ese monstruo.
-Nadie va a intentarlo tampoco -dijo el detective.
-¿Qué insinúa? No sea delirante. Nadie pasaría entre la custodia. Aun así, hablar con él sería más difícil que hablar con el presidente de los Estados Unidos.
-Será difícil hablar con el presidente, pero es fácil pegarle un tiro.
-Yo no quiero matar a Chaplin.
-Pasaría a la historia. Ya veo los titulares de los diarios: "Latinoamericano mata al genio para vengar al gordo y al flaco". O si no: "Genio asesinado por un loco".
-Cuando termine de divertirse me avisa -dijo Soriano.
-Ya está. ¿Qué puede saber Chaplin de Laurel y Hardy?
-Les jugó sucio con los circuitos de distribución de películas en 1929. Quiso romper la pareja. Además vino a Estados Unidos con Laurel. Quizá podría contarme algunos detalles.
-Seguro. Chaplin le contara todo. Veo otra vez los titulares: "Genio confiesa a un periodista latinoamericano que es un ogro".
-No se ilusione. No podremos verlo.
-¿Le parece? ¿Cuándo es el show? -Pasado mañana.
-Bueno, póngase su mejor traje de etiqueta. Allí estaremos.
-Usted es el detective más irresponsable que he conocido.
-¿Conoció a muchos?
-No. Cuando veo a un policía doy vuelta la cara.



Cuando bajaron. del ómnibus, la madrugada era húmeda, fresca y despejada. El detective palmeó a su amigo y encendió un cigarrillo. Soriano cruzó la calle y caminó frente al edificio de la Academia de Hollywood. Dobló en la esquina y miró el reloj. Eran las seis menos veinte. Se apretó contra el portón de un garaje cerrado y esperó cinco minutos. Un auto estacionó cerca de la esquina luego de empujar la fila de coches. Bajaron dos hombres de uniforme azul. Soriano encendió un cigarrillo y lo tiró en seguida. Los guardias caminaron hacia la entrada de servicio de la Academia, situada en medio de la cuadra. Tras ellos avanzó Marlowe. Soriano los vio acercarse. Cuando los tuvo a veinte metros levantó el pañuelo que tenía atado al cuello, y se cubrió el rostro. Del bolsillo del pantalón sacó otro pañuelo blanco al que le había hecho nudos en las puntas y se lo puso en la cabeza. Parecía un hincha de fútbol enmascarado. Cuando los guardias estuvieron a tres metros apretó la culata del revolver en el bolsillo del saco y les salió al paso. Los dos hombres se pararon de golpe, sorprendidos. El más alto echó mano a la cintura.
-¡No se moleste, amigo! -dijo Marlowe a sus espaldas-. ¡Deje quietos los brazos!
Bajó el pañuelo, el argentino sonreía. Los guardias se dieron vuelta. El detective estaba también enmascarado con un pañuelo negro de seda y el sombrero gris le caía casi sobre los ojos. Empuñaba una pistola 45.
-Sean juiciosos -agrego Marlowe-, llamen a la puerta, como siempre.
El petiso, que temblaba, miró a su compañero.
-¿Es un asalto? -preguntó.
-Perdón -respondió Marlowe colocando la pistola sobre la nariz del más alto-, olvidé anunciarlo: esto es un asalto.
Soriano sacó un revolver Colt 38, corto. Apretó el caño contra la barriga del petiso. Luego hizo un gesto con la cabeza indicándole que se apurara.
El guardia sacó un manojo de llaves y abrió una caja empotrada en la pared, junto a la puerta. Dentro había un botón rojo. Dudo un instante y luego lo apretó cuatro veces. Soriano se ocultó a un costado de la entrada. Abrió la puerta un pelirrojo gordo y bajo, de abundante barba y bigotes como manubrios de bicicleta, que vestía un mameluco verde. Marlowe le puso la pistola en la cara.
-Pase. Tenemos apuro -dijo en voz baja. Entraron. Los tres hombres tenían las manos levantadas.
-Contra la pared -dijo Marlowe. Luego miró hacia el fondo del pasillo vacío y llamó-: ¡Vamos!
Soriano entró con el revolver a la altura de su cintura. Con la otra mano sostenía el pañuelo de la cara que estaba flojo y amenazaba caerse.
-Sáqueles las armas -dijo el detective en inglés.
-¿Qué? -respondió Soriano, también en inglés.
-¡Las armas, estúpido! -gritó Marlowe.
El periodista despojó de sus revólveres 38 largos a los tres hombres. Entregó uno a Marlowe y guardó los otros dos.
-Desnúdense -dijo el detective.
Los tres hombres empezaron a sacarse la ropa.
-Usted no -indico Marlowe al de mameluco-; tírese al piso.
El pelirrojo se tendió en el suelo. Los dos guardias se desvistieron rápidamente. Marlowe tomó el uniforme más grande y comenzó a cambiarse de ropa. Soriano apuntaba a los que quedaron en calzoncillos y de vez en cuando giraba el revolver hacia el que estaba en el suelo. Marlowe terminó de vestirse. El uniforme le iba perfecto. Guardó las armas entre la ropa que se había quitado, hizo un rollo, lo ató con el cinturón y lo dejó en el piso.
-Ahora usted -dijo a Soriano.
El argentino se cambió. El traje del guardia petiso le quedaba corto y muy apretado. Hizo un esfuerzo por echar la barriga hacia adentro y logró atarlo. Envolvió su ropa igual que la de Marlowe y la dejó en el piso junto al otro atado.
-Caminen -ordenó el detective-. Vamos al sótano.
Entraron al ascensor. Se detuvieron en el segundo subsuelo. Salieron.
-¿Cómo se llega al salón de actos? -pregunto Marlowe.
-Por la escalera del fondo, o por el ascensor. Dan a un pasillo. Hay que seguirlo, cruzar el museo y los camarines. Desde allí se sale al escenario -explicó el petiso.
-Muy bien. Al suelo -ordenó el detective.
Los tres hombres se acostaron. Marlowe sacó varios trozos de cuerdas de su atado de ropa y los sujeto uno por uno. Luego los aferró entre si. Con las piernas estiradas formaban una estrella de tres puntas. Luego les colocó abundante estopa en la boca. Se alejó y quitó el pañuelo de su cara. Encendió un cigarrillo y Soriano hizo lo mismo. Se sentaron sobre unos cajones, lejos de los prisioneros, y fumaron lentamente.
-Si nos agarran vamos adentro otra vez -dijo Soriano.
-Pierda cuidado, hoy estarán muy ocupados. ¿A que hora empieza el show?
-A las nueve de la noche.
-Va a ser divertido -dijo el detective-, nunca vi nada igual.
-¿Sabe una cosa? Estoy nervioso -dijo Soriano.
-No es para menos. Va a conocer a Chaplin.
-Y a John Wayne.
-¡No me diga que viene Wayne! -se sorprendió Marlowe.
-Si. Es una de las estrellas invitadas.
-¡Carajo! Ese me debe algo.
-¿Piensa arruinar el show? -preguntó Soriano.
-No. Tal vez lo anime un poco.
-¿Qué hacemos hasta la noche?
-Dormir. A mediodía pensaremos la estrategia -dijo Marlowe.
-Despiérteme con un café -contestó Soriano, y se acostó sobre una plancha de cartón. Antes de cerrar los ojos puso un revolver bajo el cartón y el otro lo dejó al alcance de la mano.
-¿Alguna vez disparó un tiro? -preguntó Marlowe.
-Tire al blanco con una 22. Tengo mala puntería.
-Bueno. Si hay lío no se ponga nervioso.
Durante toda la tarde escucharon ruido, música, gritos, gente que bajaba al subsuelo a dejar y a buscar cosas. A medida que se acercaba la hora la actividad se hacia más intensa y la confusión parecía llenar el edificio. Marlowe había ocultado a los guardias entre cajas de cartón y tanto él como su amigo estaban doloridos cuando dejaron su refugio del sótano, entre las máquinas de la calefacción. Soriano se asomó lentamente y salió a la superficie. Todavía conservaba el pañuelo en la cabeza; detrás surgió Marlowe, que tenía la cara manchada de grasa. Ambos llevaban el atado con ropa y las armas.
-Póngase la gorra -dijo el detective en voz baja.
Soriano se quitó el pañuelo y colocó la gorra que tenía la insignia de la Paramount. Caminaron hacia el ascensor. Subieron y se mezclaron entre una multitud que corría de un lado a otro llevando spots, herramientas, cámaras, bandejas con café y pocillos, ropa y micrófonos. Los dos amigos entraron en un baño y se cambiaron de ropa. Tenían otra vez las suyas. Salieron.
Un hombrecito de pelo gris y anteojos sin marco gritaba ordenes a todo el mundo. Tenía un anotador en la mano y se dejaba atropellar por cuantos corrían por el pasillo. Soriano y Marlowe atravesaron el museo, luego otro corredor, y desembocaron en la fila de camarines. En el último, algo alejado de los demás, se leía: "Mr. Charles Chaplin". Dos hombres custodiaban la entrada. Marlowe se acercó.
-Traigo un mensaje para el señor Chaplin -dijo.
Uno de ellos, que tenía un garrote por nariz, gruño y escupió de costado.
-No está. Dígame a mi.
-Usted no es Chaplin. Lo esperaremos a él -respondió Marlowe.
-Mire, alcahuete, hable conmigo o guárdese el mensaje. El señor Chaplin no llego.
-¿A que hora llega?
-No llega -bramó el guardia.
-No se haga el vivo. El viejo esta adentro.
Marlowe hizo una sena a Soriano. Al mismo tiempo, los dos lanzaron furiosas patadas contra las piernas de los guardaespaldas. El de la nariz de garrote hizo un gesto de dolor y echó mano a la cartuchera que ocultaba bajo el saco. Marlowe los tomó a ambos de las cabezas y las hizo chocar como piedras. Soriano, entretanto, abrió la puerta y entró.

[EN PROTECCION DE LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE TRISTE, SOLITARIO Y FINAL]
 

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