Hay datos que el destino se encarga, retrospectivamente, de subrayar. Resignada
a que jamás sería farmacéutico, Felisa le compró el primer bandoneón a su
hijo Aníbal Carmelo Troilo "a un ruso de la calle Córdoba". Costaba 120
pesos y acordó un pago mensual de diez cuotas de 12. Aníbal tenía 11 años,
se había encandilado con unos bandoneonistas que tocaban durante los picnics
que organizaba la sociedad La Fanfarria en los terrenos del antiguo Hipódromo
Nacional, gastaba horas simulando tocar el fueye con un almohadón de pluma
y se había comprometido a pagar él mismo, con changas, cada una de las cuotas.
El cobrador pasó dos meses y nunca más se supo nada de él ni del "ruso".
Troilo comenzaba su historia con el tango con una deuda impaga.
Lo que ocurrió a partir de ese momento tuvo un vértigo meteórico. El chico
se hizo un hueco entre la escuela y el fútbol (alternaba como centrohalf
y centrofoward en los clubes Regional Palermo y San Salvador) y se contactó
con Goyo, un muchacho que tocaba el bandoneón en cafés del Centro. Aníbal
quería aprender pero Goyo era, apenas, orejero. Le dijo que probara con
un maestro que él conocía, Juan Amendolaro. A él recurrió Troilo. Después
de seis meses febriles, Amendolaro tiró la toalla. "Ya está, pibe. No tenés
nada que aprender".
Debutó de rigurosos cortos y
con gesto de gorrión mojado en el cine Petit Colón de Córdoba y Laprida,
a algunas cuadras de su casa de Cabrera 3457, donde nació el 11 de julio
de 1914. Nadie entendía bien de dónde venía el talento musical. Su padre,
carnicero, apenas rasgaba la guitarra; su madre, ni eso. "Yo no soy músico
—diría muchos años después—; yo soy tanguero. ¿Me imaginás a mí tocando
la flauta?"
Anibal Troilo - Despedida a Edmundo Rivero.
Lo concreto es que en aquellos años, y antes de formar su propia orquesta
en 1937, Aníbal Troilo realizó un veloz aprendizaje tocando en distintas
formaciones bajo la dirección de Juan Maglio "Pacho", Elvino Vardaro, Osvaldo
Pugliese, Alfredo Gobbi, Lucio Demare. Secreta o inconscientemente estaba
definiendo su estilo. En algunos años haría crujir las estructuras del tango.
Se convertiría en un símbolo de Buenos Aires y en una síntesis perfecta
del buen tango popular; su hinchada sería heterogénea, equidistante del
pulso anfetamínico y masivo de Juan D'Arienzo y de la elegancia de salón
de un Osvaldo Fresedo, por citar dos extremos.
Además del puntapié inicial
como director, 1937 también significó el comienzo de su relación con Zita.
Fue una relación tormentosa, que se volvió todo ternura en el final. Zita
solía contar que su marido bajaba con la bolsa de los mandados a comprar
soda y volvía a los tres días... "¡y sin la soda!". La bohemia de Troilo
estaba hecha de noches eternas.
Reportaje en el 20 aniversario de la muerte de
Homero Manzi por Leo Gleyzer para Telenoche (Canal 11). El video imprime
erróneamente la fecha 1975, en realidad es 1971, ya que Manzi murió el 3 de mayo
de 1951. (el video es de la colección de "perlas" del recordado Roberto Di
Chiara). Canta Tito Reyes un fragmento de Sur, increíblemente con un cigarrillo
en la mano.
Cuando la década de oro del
tango se extinguió junto con los carnavales y Aníbal Troilo ya había convertido
a un puñado de buenos cantores en los mejores del género y no estaba más
el rasgo saliente de Orlando Goñi al piano ni José Basso, Pichuco se fue
replegando hacia formatos más pequeños. Su sociedad con Roberto Grela pulió
de un modo insuperable la tradición criolla de fueye y guitarra. Y su cuarteto
con Osvaldo Berlingieri (luego reemplazado por José Colángelo), Ubaldo De
Lio y Rafael del Bagno atravesó como una ráfaga de luz las madrugadas de
boliches como Caño 14 que resistían como podían los embates del rock and
roll, el boogie italiano y El Club del Clan.
Nutrido en las filas de su orquesta, Astor Piazzolla se había lanzado a
inventar otra historia y a profundizar, también, su tensa y ambigua relación
con el tango tradicional, Troilo incluido.
El famoso poema Nocturno de mi barrio ("dicen que me fui de mi barrio, pero
¿cuándo? / Si siempre estoy llegando...") colaboró a fortalecer el mito.
Ya era el Troilo crepuscular. Cuarenta años de nocturnidad habían hecho
mella, y además atacaba la artrosis. "La peor enfermedad para un bandoneonista",
decía Zita.
El 17 de mayo de 1975, un día antes de su muerte, en el teatro Odeón, fue
su última actuación. El espectáculo se titulaba Simplemente Pichuco y se
escucharon Danzarín, A mis viejos, La última curda, Pa'que bailen los muchachos,
Sur.
Quedaron 64 composiciones entre tangos, valses y milongas. Y también un
imaginario de actos nobles y buenos, de amistades blindadas, de sobremesas
y correrías. Una idea vaga de que Aníbal Carmelo Troilo hacía feliz a la
gente. Quizá sea verdad.
La vieja deuda del bandoneón —las diez cuotas impagas— puede considerarse
saldada.
Aníbal Troilo, Francisco Canaro, José
Razzano, Enrique Santos Discépolo y Osvaldo Fresedo, 1944.
Foto: Sara Facio
La primera noche, María Esther Gilio
apenas consiguió que registrara su presencia. La segunda, esperó horas en
una mesa del boliche donde tocaba y, aunque tampoco consiguió sacarle una
palabra, se encontró rodeada de leyendas como Héctor Stamponi, Pedro Maffia
y Horacio Salgán hablando de la nueva ola de los años ‘20 y de ese insurgente
que era Piazzolla. Pero a la tercera noche, Aníbal Troilo se sentó a la
mesa y habló. Esta es la crónica de aquellas noches de 1967, publicada recién
ahora, a 30 años de la muerte de Pichuco.
Tres noches tuve que esperar para hablarle de lo que quería. No era fácil.
Siempre ocurría lo mismo. El decía: “Sí, sí, mi querida, siéntese”. Y me
tomaba del brazo para que me sentara. Yo me sentaba y esperaba. Con todas
mis preguntas escondidas en la manga: “Usted admira a Di Sarli, ¿por qué?”.
Y después, cuando el humo fuera más espeso y la noche más adulta: “¿Y Piazzolla,
Piazzolla?”. Pero ¡mi Dios! siempre a esa hora dejaba escapar un brillo
muy breve de entre los ojos finos como una raya y me decía: “Está bien,
todo está bien. Lo que importa es esto”. Y movía las manos. “Esto, esto.”
Yo trataba de anotar en mi memoria “esto”.
“Esto” eran las sombras silenciosas en las mesas. La gente que apretaba,
al pasar, su brazo, el amor que incontenible lo anegaba. “Esto” era también
yo, como una cámara ansiosa, con toda la pupila abierta para no perder una
sola imagen, un solo movimiento de sus manos; mullidas, chicas, lentas,
acariciando el vaso empañado y frío.
Una mujer cantaba acompañada por un piano. Troilo le decía que sí a la letra,
que hablaba de un tiempo viejo y feliz; sí a la voz que lloraba desgarrada
de soledad sin esperanza.
Historia Clínica - Capítulo 10 -
Anibal Troilo
Detrás de Troilo, a dos metros, junto al mostrador, de pie, lúcido, sonriente,
presente y ajeno, su representante. Miraba, sonreía, vigilaba... Recordé
la entrevista de días antes en su oficina de Lavalle. Su desconfianza desde
el comienzo, y desde el comienzo mi hipocresía. Sus temores de que Troilo
pudiera embarcarse en empresas que lo comprometieran, mi diligencia para
ahuyentar esos temores.
–La entrevista es para una publicación
independiente. Quédese tranquilo.
–¿Independiente?
Cualquiera podía darse cuenta de que no había acertado con la palabra que
lo dejaría tranquilo. Su rostro se había ensombrecido. Era necesario tirarse
al agua.
–Sí, quiero decir, sin ideas políticas.
El representante sonrió. Tal vez sabía que para conseguir esa entrevista
yo era capaz de cualquier cosa. Decidió ser generoso.
–Está bien, venga esta noche a Caño 14. Después de las doce. Allí podrá
preguntarle.
Pero preguntar no era fácil, porque él no respondía sino dándome palmaditas
en la mano o acercándome el vaso; entonces yo trataba de envolver mis preguntas
en el disfraz de una conversación casual, pero sonreía y me decía:
–Sí, uruguaya, sí –y luego señalaba a la cantante–. Escuche.
Me sentía idiota, con mis pobres preguntas tan inútiles y mi vaso en la
mano todavía intocado. Hasta que me deslumbró la certidumbre de que había
que zambullirse en ese vaso porque era del otro lado que iba a encontrar
a Troilo y también las preguntas necesarias a las mejores respuestas.
Sin embargo, fue todo un espejismo. Encontré a Troilo sí, del otro lado.
Pero no pude encontrar la voluntad para anotar las tan deseadas respuestas,
ni el ánimo de hacer las necesarias preguntas. Sólo estaban él, su bandoneón
y unas ganas enormes de llorar atando a treinta desconocidos.
Así fracasé la primera noche.
El local estaba gris de humo
porque era la una de la mañana de un viernes; y el representante se paseaba
nervioso, porque siendo viernes, y la una de la mañana, Troilo no llegaba.
Nocturno a mi barrio
A mí me habían ubicado en una mesa medio arrinconada donde estaba sentada
la gente de la orquesta y un tipo locamente eufórico que decía haber llegado
de Río esa mañana, ser escultor, adorar a Troilo y a una mujer muy flaca
y muy insustituible, que tenía a su lado, y que acababa de conocer, providencialmente
en un cafetín de Tres Sargentos.
–Diga que Troilo no es un ejecutante, que es un creador –me decía–. Diga,
escúcheme, diga que es un mito. Una forma ineludible. Cuente eso, cuente
que habíamos pasado una noche tormentosa. Como la de hoy, ¿eh Nelly? Ya
era de mañana. Y llovía. Yo me iba de Buenos Aires. Había subido al taxi
y Aníbal estaba parado en la calle, con el agua chorreándole la cara y me
decía: “Quedate, quedate”. Habíamos ido a ver a Tania. “Quedate. Esto es
Buenos Aires, esto es la garúa.”
El representante miraba al eufórico con expresión ausente y no cesaba de
volver la cabeza hacia la entrada cada vez que chirriaba la puerta.
–Y un día en que andaba mal, como anda mal Aníbal cuando anda mal, y yo
le dije: ¿pero a dónde vas, viejo, a dónde vas?; me contestó: “¿Yo? ¿A dónde
querés que me vaya? Si a mí ya no me para nadie. ¿Qué creés que me puede
parar a mí? Puede ser que me pare una ventana con los vidrios rotos”.
El representante volvió a mirar al escultor eufórico. Esta vez con expresión
incrédula. ¿Cómo se podía hablar de tales vaguedades con toda esa gente
allí esperando, ese humo tan espeso y ese reloj que ahora marcaba las dos
menos cuarto?
–Sí, es un lúcido. Sabe muy bien qué puede y qué no puede. Sabe muy bien
cuándo anda mal y cuándo tiene que dejar de andar mal... agarra la valija
y desaparece. ¿Ve este reloj? Un día me encontré con él por ahí. Yo andaba
solo; cumplía años. Me llevó a su casa. Había comprado este reloj para regalar,
pero era mi cumpleaños y quiso dármelo. “Tomalo”, me dijo, “el otro que
se vaya al diablo”.
Pregunté al señor serio que tenía a mi derecha, serio, delgado y cuidadosamente
vestido:
–¿Quién es el que habló ahora? Yo no conozco a nadie.
–Héctor Stamponi.
La esencia del tango, en
la obra y figura de Troilo a cien años de su nacimiento (2014).
–¿El compositor?
–Sí.
–Disculpe, ¿y usted?
–¿Quién, yo?
–Sí.
–Maffia.
–¿Maffia?
–Pedro Maffia.
Me reí.
–¿De qué se ríe?
–Pensaba en “A Pedro Maffia”
tocado por Troilo y Grela.
–Sí... el mismo.
–Usted me está tomando el pelo.
–¿Me ve cara de tomarle el pelo?
No le veía, no, cara de tomarme el pelo. Pero ¿cómo podía explicarle que
yo creía que él era una gloria del pasado, un muerto ilustre?
Salgán acabó de tocar y vino a sentarse a la mesa. Con su cara un poco hosca,
sus ojos saltones y su miopía. Pero Maffia había quedado callado. Se miraba
las manos.
–Así que usted ya me hacía en la Chacarita.
Marabú
Por Rodolfo Parbst
En un edificio de la calle Maipú número 359 en la ciudad de
Buenos Aires, Argentina, existe una placa en la que se lee:
" Aquí funcionó desde fines de la década del '30 hasta fines
de la década del '80, el famoso local de baile y canto del tango
MARABU ".
Fué fundado a iniciativa de Jorge Sales, inmigrante español,
en 1935 para convertirse en un tradicional Cabaret de la noche
porteña, y allí actuaron los grandes del tango: Anibal Troilo
"Pichuco", Carlos Di Sarli y su Orquesta, Angel Vargas, Angel
D'Agostino, y muchos más. Anibal Troilo debutó con su Orquesta
Típica el 1° de Julio de 1937 siendo su cantante Francisco Florentino,
que también se hizo cargo del vestuario del conjunto dada su
experiencia previa en el oficio de sastre.
En la entrada del Cabaret había un cartél que decía: " Todo
el mundo al Marabú/la boite de más alto rango/donde Pichuco
y su orquesta/hará bailar buenos tangos ".
El Marabú fué, a la vez, el escenario elegido por Pichuco cuando
en el año de 1940 se presenta con Astor Piazzolla.
La placa que se muestra arriba fué otorgada el día 1° de Julio
de 1997 por la Asociación Gardeliana Argentina, para conmemorar
los 60 años de haber debutado Anibal Troilo "Pichuco" con su
Orquesta Típica en el escenario del Cabaret Marabú.
El Marabú cerró sus puertas en 1965 y volvió a abrirlas en el
mes de Mayo de 1984, esta vez por un corto tiempo y en esta
reinauguración se presentó en escena otro de los grandes del
tango: Osvaldo Pugliese.
–¡No, no! No sé... Nunca pensé
en usted como en un ser real. Para mí era un poco la historia.
Volvió a mirarse las manos.
–Soy un poco la historia. Piense que en el ‘20 yo era nueva ola.
–Lo que ustedes hicieron, Pedro,
tiene vigencia hoy –dijo Salgán.
–Ahora la nueva ola es otra
–dijo
Maffia.
–¿Y a usted qué le parece esta nueva ola?
–Está doblando el tango. Lo está doblando. Es negativa.
–¿Habla de Piazzolla?
–No quiero hablar de nadie en particular... ¿Quién lo entiende?
–¿A Piazzolla?
–Sí, ¿quién lo entiende? Piense en Troilo.
Salgán dijo como para sí mismo “no hay por qué oponerlos”.
–Yo los opongo, Horacio, yo los opongo.
–No soy el dueño de la verdad; admito otras maneras.
–Está bien, está bien. Pero él, usted, conservan la línea melódica. Cuando
no se conserva la línea melódica, ¡basta! Yo lo escucho a Piazzolla y me
gusta..., no se trata de eso. Usted respeta al autor. El, Piazzolla, hace
otra cosa.
La puerta volvió a chirriar. El representante y yo volvimos al unísono nuestras
cabezas y sonreímos al unísono. Pichuco entraba con sus pasos cortos y lentos.
Eran las dos. La misma rubia del día anterior lo seguía.
–¿Quién es? –pregunté.
–La madre –dijo alguien riendo.
La rubia se acercó en ese momento.
–Che, esta periodista preguntó qué eras vos del Gordo y le dijeron que la
madre.
–Y... no está mal.
Luego, mirándome:
–Es mi marido, querida.
–¿Cómo se siente compartiendo
todos sus días con un hombre tan famoso?
–El Japonés es el hombre más bueno del mundo, pero ¡es de difícil! Es de
Cáncer.
Y luego, señalando a Maffia:
–El lo conoce bien.
–Tenía catorce años cuando lo conocí –dijo Maffia.
–¿Los dos de pantalón corto?
–No, m’hija, no. Primero me mata y ahora me rejuvenece. Yo tenía unos cuantos
años más que él. Me lo trajeron para que le diera clases de bandoneón. Vino
a diez clases. Un día chau, no apareció más. Pantalón largo, muy gordito.
No le gustó mi cara. No sé. No vino más. Yo era riguroso. Era muy riguroso.
Un día, años después, me dijo: “No fui más porque ¿qué querés? Vos tenías
cara de bombero. ¡Y sabés cómo te quiero!”.
Troilo, sentándose: “A mí no me gustaba estudiar”.
–¿Qué hacía en esa época?
–¡Pero piba, usted está tomando café! Pero, sírvale algo.
–¿Ya le gustaba el tango?
–Me toca entrar. Más tarde,
¿eh?
Otra vez los golpecitos en la mano, los ojos finos como una línea, el gesto
de acariciar el vaso, el aire, en general, ausente.
Y a dos metros, también otra vez, el representante. Sonriente, atento, vigilante.
Quédese tranquilo, señor representante. Yo sé lo que es un ídolo, su promoción,
la taquilla. Cuando escriba diré: “Pichuco levantaba con la derecha el vaso
de Coca-Cola” mientras decía: “El tango es la síntesis del alma porteña”.
Tranquilícese, como dijo el escultor eufórico, él es un hito, y ya nada
podrá contra eso, ni el cuidado en ocultarlo de todos los representantes,
ni la avidez en mostrarlo de todos los periodistas.
Francini se acercó con el violín en la mano.
–¿Vamos?
Troilo se levantó, y sin apuro, con pasos cortos, caminó hacia el escenario.
Tanteó la silla, se sentó, barrió la penumbra con una mirada ausente, tomó
el bandoneón que le alcanzaron y cerró los ojos. Alguien dijo:
–Hoy va a tocar como Dios. Siempre toca como Dios cuando más cerca está
de tocar como el diablo.
Producción Agencia Télam 2013
Dijo su mujer: “Después de esta vuelta nos vamos. Hoy el Japonés está mal”.
Tocó como Dios y se lo llevaron. Así fracasó mi segunda noche.
Eran sólo las once, pero Troilo ya había llegado y sentado en la cocina
tomaba café. Oí que le decían:
–Che, Gordo, ahí te está esperando
esa periodista uruguaya que quiere entrevistarte...
–¡Pobrecita!, que pase, ¿qué le voy a decir?
–Esperá a ver qué te pregunta.
–No le voy a preguntar nada. Hable de lo que tenga ganas. Cuénteme de usted.
De cuando era chico.
–¿Y qué querés que te diga, piba? Cuando era chico era un gordito. Siempre
fui un gordito. Tenía un hermano mayor... Vivía en el barrio del Abasto.
A los nueve años debuté en un café, con una orquesta de señoritas, y de
mañana, como me caía de sueño, en lugar de ir al colegio me iba al café
a dormir. Quedé libre. Mi vieja se agarró un disgusto de la gran siete.
No soñaba que yo con la música podría llegar a algo.
–¿Qué se tocaba en esa época?
–Más o menos por esa época se estrenó “Mi noche triste”, un tango del padre
de Cátulo. A los catorce años, ya de pantalón largo, empecé a trabajar de
contrabando en el Tabarís.
–¿De contrabando?
Aníbal Troilo
¿A usted le asombraría verlo tomar la posición del loto? ¿asumir la nirvana? ¿curar en sol mayor a los enfermos?
¿Usted diría que no si tuviera un tachito con incienso?
Porque ¿quién lo va a discutir? Si es ley antigua. Si hay que zalameriarlo. Protegerlo.
Porque ¿y si se disgusta? ¿Y si dice por ahí: no le hago más variaciones a Recuerdo?
¿Y si en eso se va? ¿Y si agarra y se lleva a Sur, a Barrio de tango y a María?
¿Usted se lo imagina? ¡Qué silencio!
Porque, está bien. El dice que creció en Palermo. Pero ¿y si no? ¿si vino del Olimpo? ¿Y si llegó muy pancho del infierno?
¿Y si un día lo viera al abrir el estuche en vez del bandoneón sacar la lira y resultaba que era nomás Orfeo?
Por eso hay que cuidarlo. Por las dudas. Saberle los gruñidos. Tocarle la papada. Contemplarlo. Quererlo.
Mire si se disgusta. Si se embronca y se va. Uh, ni pensar lo que sería el silencio.
–Sí, porque era menor. Allí
conocí a Vardaro, a Pascual Contursi. Hacíamos el tango de vanguardia. Entrábamos
a trabajar a las seis de la tarde y no parábamos hasta que se iba el último
borracho. Había días que terminábamos tocando con el sol en la cara.
Y se llevó las manos a los ojos como si otra vez el sol lo estuviera deslumbrando.
Luego las bajó y se las miró. Eran pequeñas, mullidas y blancas y temblaban
ligeramente.
–Mire –me las muestra–. Hoy me encuentra así, tan mal, porque estoy muy
bien.
–Yo no lo encuentro así, tan mal, sino sólo muy bien.
Se echó a reír y los ojos le desaparecieron devorados por la cara.
–Siga contándome.
–Sí, pero tome algo.
–Bueno.
–En 1929 ya tenía orquesta propia. Tocaba en el cine Medrano. La jazz era
de Tanturi. Me acuerdo porque en el ‘30 fue el mundial de fútbol. Yo soy
de River.
A nuestro alrededor los mozos entraban con bandejas, se detenían a escuchar
lo que Troilo me decía. Intervenían en el diálogo.
–Che, Gordo, contale cuando conociste a Discépolo...
–Tenía dieciocho años. Discépolo me contrató para hacer una gira.
–¡Seguí, Gordo!
–Pero, viejo... no sé. ¿Qué más? Contale vos.
–Discépolo quería hacer una gira por el extranjero y pidió un bandoneón.
Pero no cualquier bandoneón. Alguien que representara a la raza, a los porteños.
Este tenía dieciocho años; morocho, gordito, peinado al medio.
Troilo riendo: “Sí, Discépolo estaba acostado. Me dijo: ‘tocá’.
Y le gustó.”
–¿Le gustó? Quedó loco. Le contó a Tania. Un tipo de macho argentino, de
esos que enloquecen a las mujeres.
–¡Cómo te gusta hacer ese cuento!
–La cosa fue que Discépolo quiso cerrar trato enseguida... pero el prototipo
de macho, porteño, morocho y de raya al medio, le dijo: “Bueno, pero tengo
que pedir permiso a mi mamá”.
Troilo reía, ahora, casi a carcajadas.
–Pero che... si yo era un pibe. ¿Vos conocés el Tupí? –me preguntó.
–Sí.
–No el de ahora, el de antes.
–Sí, el que estaba frente al Solís.
–No, yo digo el que estaba en la 18 de Julio. Allí trabajamos en el ‘36.
El Tupí de San Ramón. Vivíamos cuatro en una pieza, en la calle Cuareim.
Cuando podíamos comíamos puchero en el Café del Plata. ¡Costaba cuarenta
centésimos! Por ese mismo tiempo Pascual Contursi estaba en un teatro que
había al lado del Royal. El programa decía: “Pascual Contursi, cantor argentino”.
Bueno, ¿qué más quiere que le cuente?
–Usted compone...
–Sí.
–Me gustaría que me contara cómo hace... si el tema se le ocurre de golpe...,
cómo.
Homenaje a Aníbal Troilo en el Teatro
Cervantes (2013)
–No, no, no. Yo nunca puedo escribir música por escribir. Preciso una letra
primero. Una letra que me guste. Entonces la mastico. La aprendo de memoria.
Todo el día la tengo en la cabeza. Es como si la fuera envolviendo en la
música. Es muy importante para mí lo que dice la letra de una canción. Por
eso me gustaban las letras de Manzi. Eramos como hermanos, con una sensibilidad
parecida..., el mismo amor por el teatro...
–¿El teatro?
–Sí, si usted me preguntara dónde quiero que me agarre la muerte le contestaría:
en el teatro. Cuando Manzi dirigía yo iba viviendo toda la obra paso a paso.
Hablábamos horas por teléfono. Yo conocía sus películas antes que nadie.
Nos entendíamos sin palabras. Nos mirábamos, y uno ya sabía qué quería decir
el otro. En la amistad y el amor ése es el único idioma.
Y se quedó callado.
Con los mismos ojos ausentes que ya le conocía y acariciando un vaso que
no sé cómo había llegado a sus manos.
Sentí que me tocaban el brazo y me volví. Era alguien que andaba revoloteando
por alrededor de nosotros, pero que yo no conocía. Me dijo rápidamente,
en un murmullo:
–¡Cuidado! ¡Va a llorar! –Y luego–: Che, Gordo, vamos. Ya te toca.
El dijo entonces:
–Espéreme, pero para hablar de cualquier cosa, ¿eh?..., de Montevideo.
Me quedé sentada. Mirándolo entrar a la sala. Escuchando las inflexiones
cariñosas de voces que decían. “Gordo”, “Gordito”, “Pichuco”. Escuchando
luego el silencio. Por el silencio supe que había llegado al escenario,
y cuando éste creció y se hizo espeso, que había tomado el bandoneón y cerrado
los ojos.
Soy,
o mejor, era tanguero de oreja y de disco. Ni fui a los bailes de club ni
bailé ni vi a las orquestas al pie del escenario. No tengo nada para contar
a la hora o el día de los aniversarios memoriosos. Ni siquiera soy porteño
y llegué tarde a la ciudad del tango, ya en los sesenta, cuando Piazzolla
rompía las cáscaras de lo que quedaba por romper y sólo Julio Sosa arrastraba
módicas multitudes. Así, más allá de las enfáticas actuaciones radiales
presentadas por el envidiable Antonio Carrizo en mi infancia -"Troilo se
escribe así, con 't' de Tango"- y alguna excursión nocturna de estudiante
al Caño 14 de la calle Talcahuano, la primera vez que realmente escuché
además de oír al gordo Troilo fue cuando un amigo mayor -Jorge Salcenes,
que tenía más de treinta- me puso en el Winco un iniciático disco de Pichuco
con Floreal Ruiz. Yo ya -o todavía- tenía veinte años de demorada adolescencia,
era un boludo grande a mediados de los sesenta, y nunca había puesto la
oreja a Flor de lino, Naranjo en flor, Llorarás, llorarás, tangos y valsecitos
criollos de Manzi y Expósito que se me revelaron junto con la primitiva
y velocísima orquesta de Troilo con Orlando Goñi al piano y la voz maravillosa
de ese instrumento más, el gallego Floreal.
Enseguida o junto con eso vino la compra de dos discos más: primero un majestuoso
Troilo-Rivero ya de fines del cuarenta, con orquesta lenta y pastosa, antología
de grabaciones de la Víctor donde están La viajera perdida, El milagro,
La mariposa y Sur; y después el Tristezas de la calle Corrientes -también
de la Víctor, pero en sus registros anterior al del Feo- que tenía lo mejor
con Fiorentino: El bulín de la calle Ayacucho, el mismísimo Tristezas...,
ese blues de Homero, Toda mi vida, De barro y no sé cuántos más que puedo
llegar a inventar de memoria. Es decir: tuve en tres saques musicales de
una década mítica el conocimiento directo de obras maestras de buen gusto
y pericia extrema metidas en grabaciones de tres minutos cuanto mucho. Y
con todo el espectro de la emoción en voces disímiles, de tono, registro
y sensibilidad diferente: lo mejor de los brillantes pero melancólicos cuarenta
está ahí. Y eso fue el primer Troilo que me tocó.
Junto a la mujer de toda la vida, Ida Dudui
Kalacci ("Zita"), porteña nacida en Grecia. Zita murió en Buenos Aires
en 1997.
El segundo fue sin voces. Fueron las grabaciones en cuarteto con la guitarra
de Roberto Grela -creo que el disco surgió tras una actuación teatral- y
que son de principios de los cincuenta. Ahí está todo, en términos instrumentales.
El fueye y la viola se persiguen, se torean, se cruzan, se pisan, se hacen
a un lado para dejar pasar al otro, frenan de golpe... Rompen todo sin necesidad
de virtuosismo alguno. Maipo, Nunca tuvo novio -sobre todo- y una milonga
velocísima que creo es La trampera te dejan sin aliento. Eso es verdad.
Una antología absoluta y rigurosísima del tango no puede soslayar, entre
diez, uno de estos temas. Pero además, como complemento, como compensación
o equilibrio casi, por ese entonces me alcanzó el Troilo For Export, que
más allá de su nombre espantoso encerraba joyas reveladoras de otra faceta
del Gordo: el conductor de gran orquesta. Es un disco en que copa Julián
Plaza como autor y la orquesta suena gruesa, solemne y sólida, con huecos
precisos para la entrada ya retardada, alevosa del fueye de Pichuco, que
es otro del de los cincuenta, mucho más pausado y gordo, un Buda de pocas
palabras (notas) elocuentes, apenas soñadas con los ojos cerrados. Ahí están
Danzarín, Responso, creo que incluso el Quejas de bandoneón al que le incorpora
una cita de El pañuelito vive ahí, melancólico e inolvidable...
El tercer y último Troilo triste
-así, como "gordo triste" lo describió Expósito, que sabía de quién hablaba
mucho más que yo y que casi nadie- no tiene su voz sino su recuerdo. Es
el réquiem que le dedicó Piazzolla cuando murió, y que escuché y conservé
en un disco (¿Trova, puede ser?) con dibujos de Astor y de Pichuco hechos
por Sábat, el mejor: la Suite troileana. Son cuatro partes que evocan las
pasiones, los amores del Gordo: Bandoneón, Zita, Whisky y Escolaso. No cabe
sino el silencio. Sólo en Tristezas de un Doble A, que es posterior, Piazzolla
pondría la botonera y los dedos a una temperatura tan acorde con las circunstancias.
Eso es amor, perdonando la palabra.
Troilo, un eterno y taciturno niño gordo y madurado a golpes de noche y
de trasnoche, es responsable de muchos de los más hermosos tangos -suyos
o encarnados por él- que nos hacen cantar y silbar con melancólico acento
cada vez y todavía. Destino maravilloso para un artista.
Bandoneón "Antes de ponerme el fuelle en las rodillas me ponía la almohada de la cama.
Hasta que un día fuimos a un picnic en lo que había sido el viejo Hipódromo
nacional. Habían llevado a dos bandonenistas y tres guitarras, y cuando
se fueron a comer yo subí unos escalones, agarré un bandoneón y me lo puse
en las rodillas. Esa fue la primera vez. Yo tendría nueve años."
El Tango "No hay tango viejo ni tango nuevo. El tango es uno sólo. Tal vez la única
diferencia está en los que lo hacen bien y los que lo hacen mal."
Buenos Aires "De Buenos Aires tendría que decir muchas cosas... Que es mi vida, que es
el tango, que es Gardel, que es la noche... Que es la mujer, el amigo...
Tendría que decir muchas cosas y muchas no sabría cómo decirlas... Pero
anote esto: agradezco haber nacido en Buenos Aires."
La Calle "La calle es el mejor lugar de todos. Se aprende. En el hogar se aprende
la educación, pero en la calle se aprende a vivir... y si no quen me lo
digan a mí. Todo lo que aprendí, lo poco y extraño que aprendí, lo aprendí
en la calle."
La calle Corrientes "En la calle Corrientes yo trabajé en dos lugares y muy distintos: en el
Germinal y en el Tibidabo. En el viejo café Germinal debuté con Juan Maglio
Pacho. Fue una rentré que hizo él después de muchos años sin trabajar. Imagine
en la calle Corrientes, angosta, los carteles anunciando a Pacho. El no
tocaba, la orquesta se la formé yo con elementos como Héctor Lagnafietta;
el cantor era Antonio Maida y otros muchachos como Guisado... Se volcó todo
Mataderos, la provincia, había gente hasta en la vereda de enfrente, no
podían pasar los tranvías..."
Con el alma -¿Por qué cuando coloca su paño de terciopelo sobre las rodillas y toma
su bandoneón entrecierra los ojos? - Honestamente no sabría explicarlo. Posiblemente sea porque me meto adentro
de mí mismo. Yo creo que todos los artistas tienen que entregarse cuando
hacen algo.
Respeto Hay cosas que tienen que ser fundamentales en un hombre: la bonhomía y el
repeto. El respeto sobre todas las cosas. Yo tenía 17 años y trabajaba en
un cabaret. sabe cómo les decía a las bailarinas? Cómo está señora? Señora,
les decía...
Troilo por Troilo - ¿Cómo se portó el mundo contigo? - Maravillosamente. Me dio la madre más linda del mundo y no sé cuantos
amigos. - ¿Y vos, cómo te portaste con el mundo? - A veces mal. Fueron las veces que me porté mal con Aníbal Troilo. - ¿Qué pensás de Aníbal Troilo? - Que es una buena persona, amiga en el dolor, y con una gran pretención:
la de darse cuenta alguna vez de que hizo algo importante en su vida. - ¿Qué harías si desapareciera el tango? - Creo que me moriría.
Anhelo "Yo sé que la gente me quiere... No sé si soy un ídolo... Por otra parte
no soy tan vanidoso como para creerme eso... ¿Buenos Aires? No, que voy
a ser Buenos Aires... Pero yo quisiera ser media calle de un barrio cualquiera
de mi ciudad..."
Amigos "Sí, son emociones que se van juntando y juntando, y tengo tantas! Por ejemplo
aquel 19 de febrero, cuando cumplí 40 años de vida artística y me hicieron
aquella fiesta en el Luna Park, algo inolvidable... Todos mis amigos, todos
estaban allí: Cátulo Castillo, Mercedes Simone, Tania, Roberto Ruffino...
A veces pienso que habría sido de mí sin el cariño de mis amigos. A alguna
gente le llama la atención que sea tan afectuosos con ellos, que nos abracemos
y por ahí hasta nos demos un beso, pero ¡eso es cariño de hombre a hombre!
hay que comprender que soy un hombre simple pero muy afectivo..."
Responso "Hay algunos temas que son mis preferidos, mejor dicho los que más quiero:
Sur y Responso... Responso salió una noche que estábamos en mi casa; había
una gente ahí jugando al bacará y yo, no sé... no sentía que estaba ahí.
Eran las 4 de la madrugada, y de repente agarré, me fui a mi habitación
y empecé a tocar unas notas, así hasta que salió Responso. Creo que era
el mejor homenaje que podíamos hacerle a Homero."
"Cuando volvía a Buenos Aires inauguré con mi conjunto electrónico un hermoso
lugar que se llamaba La Ciudad. Una noche vino Zita y me regaló uno de los
bandoneones que tenía el Gordo. Fue una de las emociones más lindas de mi
vida". Astor Piazzolla
"Si uno escucha a Troilo desde su origen hasta el final, ve una evolución
muy marcada, constante, en su forma de expresar la música y de vincularse
con ella. Piazzolla, en cambio, arrancó en quinta velocidad y siguió en
quinta." Hermenegildo Sábat
Por Andrés Casak Mucho antes de convertirse en El Bandoneón Mayor
de Buenos Aires –tal como lo definió Julián Centeya- o en la expresión casi
definitiva de Buenos Aires –así sintetizó Cátulo Castillo-, Aníbal Troilo
fue un muchacho que cubrió el cierre de la década del 20 y los comienzos
de los 30 en múltiples agrupaciones como la de Vardaro- Pugliese o la orquesta
de Maglio Pacho.
De todas ellas se nutrió y algunos de sus músicos lo marcaron a fuego (como
los bandoneonistas Ciriaco Ortiz y Pedro Maffia) y para el debut de su propia
orquesta el 1 de julio de 1937 en Marabú Troilo apenas tenía 22 años pero
contaba con una vasta experiencia.
Con esa primera orquesta, en realidad un octeto en el que se trabajaba prácticamente
sin arreglos, es nítida la marcación del piano de Orlando Goñi y el contrabajo
de Kicho Díaz. Como Osvaldo Maderna en la orquesta de Miguel Caló o Rodolfo
Biagi con Juan D`Arienzo, el hechizo de esos músicos redondearon el sonido
troileano en tiempos de definiciones.
Otro tanto se puede decir de Francisco Fiorentino, su cantor emblema de
los primeros años 40: junto a Pichuco dejó registros notables y muy exitosos
de En esta tarde gris y El cuarteador, por sólo citar dos ejemplos. Como
maestro de cantores, Troilo siguió en un nivel alto con Alberto Marino,
Floreal Ruíz, Edmundo Rivero, Roberto Rufino, Raúl Berón y Roberto Goyeneche.
Todos brillaron junto a él.
Un jovencísimo Astor Piazzolla vivió desde adentro la cultura de la orquesta,
la noche, los boliches y hasta los recelos de sus compañeros: fue parte
del conjunto de Troilo entre 1939 y 1944 y son célebres las anécdotas de
Pichuco borrando una parte de sus arreglos para no desviar la atención de
los bailarines. Al embrujo del éxito danzable de D`Arienzo, el sonido más
picado de la orquesta en ese momento no admitía otro influjo.
Esa relación de amor -y también de algunas broncas- entre Troilo y Piazzolla
quedó plasmada en la honda emoción del disco Suite troileana, tras la muerte
de Pichuco. Más que un tema, Astor necesitó todo un disco para expresarle
su afecto y más de una vez lo definió como "un monstruo de la intuición".
Es que en los arreglos Troilo también sabía perfectamente lo que quería
-sin ser un orquestador- y para eso contó con un elenco de lujo: Artola,
Galván, Stamponi, Plaza, Rovira y Garello.
Mientras que el tango se achicaba en los años 60, los boliches cerraban
y las formaciones se disolvían, Troilo siguió estoico con su orquesta aunque
en paralelo formó un cuarteto junto a la guitarra amiga de Roberto Grela,
otro hallazgo de ensamble musical.
Con los años, aún en plena carrera, el músico cristalizó su carrera el mito,
aunque los achaques de salud ya arreciaban. Aún así, su última grabación
(de 1971), con la voz invitada de un solista Polaco Goyeneche es otra muestra
de síntesis de recursos musicales y emoción. Está claro: como ejecutante,
como director, como compositor, Troilo no dejó escuela. Cualquier continuador
sonaría a imitación.
Aníbal Troilo nacio el 11 de julio de 1914, en la calle Cabrera 2937, entre
Anchorena y Laprida, es decir, en pleno barrio del Abasto pero se crió en
Palermo. Su padre murió cuando "Pichuco" tenía 8 años y su vocación por
el "fueye" despertó cuando todavía cursaba la escuela primaria, años despues
comentaría "Mi viejo era carnicero y murió cuando yo tenía ocho años...
A los diez, el fueye me atraía tanto como una pelota de fútbol. Jugaba de
centrojás en el Regional Palermo. La vieja se hizo rogar un poco, pero al
final me dio el gusto y tuve mi primer bandoneón: diez pesos por mes en
catorce cuotas. Y desde entonces nunca me separé de él".
Una tardecita de 1928, un gordito retacón, con ojos de japonés, bajó del
tranvía 31 y encaró para el lado de la calle Soler, en la frontera sur de
Palermo Viejo con el Abasto y Almagro. El pibe venía del Carlos Pellegrini,
del colegio. En la esquina, lo pararon los amigos: el jorobadito Goyo, Duve,
el flaco Cutaro, Luisito el peluquero... "¡Dogor! –le gritó el jorobadito-
¿te querés ganar unos mangos? Te conseguimos una actuación en el Petit Colón".
El fue al tango, como instrumentista,
lo que Carlos Gardel a su interpretación cantada.
Así empezó la historia. El gordito retacón con ojos de japonés tenía 14
años, los pantalones cortos y todo el barrio adentro. Se llamaba Aníbal
Carmelo Troilo.
Ejecutante de bandoneón, justamente el instrumento símbolo del género, su
apodo familiar de "Pichuco" trascendió a la sociedad y coexistió armoniosamente
con el artístico de "El Bandoneón Mayor de Buenos Aires", según lo bautizara
el poeta lunfardo Julián Centeya.
Varios factores contribuyeron a hacer de Troilo un mito viviente: su manera
de tocar "hacía hablar" al bandoneón en los fraseos, del mismo modo que
la trompeta de Louis Armstrong "enseñaba" a cantar jazz a sus contemporáneos.
Pero además, Troilo fue un melodista inigualable, cuyo talento para la composición
quedó registrado en temas como los que escribió para letras de Homero Manzi
("Barrio de tango", "Sur", "Discepolín", "Che Bandoneón"), o de Cátulo Castillo
("María", "La última curda") o en su "Responso", a la muerte, justamente,
de Homero Manzi, en 1951. Fue un tío llamado Juan Amendolaro quien le impartió
las primeras nociones de ejecución de bandoneón. Y ya en 1926, con apenas
12 años, estaba tocando en un festival benéfico del Petit Colón, un cine
de su barrio. Nunca más se bajó de las tablas. Por su orquesta pasarían,
entre una larga constelación de grandes, un joven bandoneonista marplatense
llamado Astor Piazzolla, a quien distinguió prontamente con la confianza
que el director dispensa a quien se convierte en su arreglador, y a quien
solía hacer una sola recomendación: "La gente tiene que bailar, no perdamos
el baile, si perdemos la milonga, sonamos".
Muchos años después, ese mismo Troilo, ya devenido en "Pichuco", fue a visitar
a Enrique Santos Discépolo, que entonces vivía en La Lucila. Se quedó a
cenar y cuando la sobremesa se alargaba, Discépolo lo llevó a los fondos
de la casa para que viera el jardín que él mismo cuidaba. De repente, le
preguntó:
¿Cómo
estás? Bien – le contestó Pichuco. ¿Qué vas a hacer? No sé. ¿Sabés lo que tenés que hacer? No. Nada.
Para Discépolo, Pichuco, ya había hecho todo. Pero, se equivocaba, le quedaba
por ejemplo, envolver en melodías los versos de "Discepolín", escritos por
Homero Manzi. O los de "A Homero", "Desencuentro" y "La última curda", que
hizo Cátulo Castillo. Cuando murió Manzi, una noche lo sintió dentro de
él. Estaban jugando al Bacarat en su casa cuando se levantó de la mesa y
se fue a otra habitación para componer de un tirón "Responso", una elegía
que está entre los tangos más grandes de todas las épocas. Lo grabó y no
quiso tocarlo nunca más. Cuando el público lo obligaba, accedía, pero se
desgarraba por dentro.
Fue autor de 60 tangos. Todos inolvidables. Sus músicos decían que llevaba
al tango en la piel. Tocaba como bailaban los bailarines de antes, resbalando
sobre el piso encerado. Eso no se lo enseñó nadie, porque eso no se aprende
sino que se trae en el alma. Es necesaria una sensibilidad muy especial
y Troilo la tenía, por eso fue lo que fue.
Sus sucesivas formaciones orquestales no sólo incorporaron a cantores insignes
-Alberto Marino, Floreal Ruiz, Edmundo Rivero, Roberto Goyeneche, Elba Berón,
Nelly Vázquez- sino a instrumentistas prestigiosos, auténticos paradigmas
del género: los pianistas Orlando Goñi, José Basso, Carlos Figari y Osvaldo
Berlingieri; los bandoneonistas Astor Piazzolla, Ernesto Baffa y Raúl Garello;
los violinistas Hugo Baralis, Salvador Farace y Juan Alzina; el cellista
José Bragato... Como siempre sucede, los artistas que logran aquerenciarse
en el espíritu ciudadano son humildes de alma, desdeñan los oropeles del
éxito y disfrutan el regocijo que sólo proporcionan "esas pequeñas cosas".
Remolón, parsimonioso, "fiaca" confeso, Troilo se volvía frenético cuando
lo asaltaba la inspiración o cuando sus kilos de más y la jaula sobre sus
rodillas conjugaban un solo cuerpo de pasión tanguera.
La gente le tenía cariño, siempre lo reconoció; y él siempre decía: "Los
que caminan al bardo, como yo, siempre quieren a los que les hacen bien".
Al bardo, para él, era caminar sin ton ni son. Los que lo conocieron muy
de cerca afirman que un hijo podría haberle cambiado la vida. Pero, no lo
tuvo, siempre se jactó de su amor por la noche. Un día, entró a una Iglesia
y discutió con el párroco que pretendió darle un sermón. "El recién tenía
treinta años y me quería enseñar a vivir a mí, justo a mí, que me pasé la
vida en la calle, a los golpes con la vida, con la gente y conmigo mismo,
porque yo siempre fui mi peor enemigo. Pichuco fue el peor enemigo de Aníbal
Troilo".
Solía cerrar los ojos cuando tocaba y nunca supo explicar porqué. Si lo
apuraban, decía que era porque, posiblemente, se sentía dentro de sí mismo.
Era así, parecía que se dormía sobre el fueye. Los aplausos lo despertaban.
Entonces, comprendía que todo había sido en vano, que nunca había estado
solo.
Víctima de un derrame cerebral y de sucesivos paros cardíacos, Pichuco murió
el 19 de mayo de 1975 en el Hospital Italiano, pero aún hoy su recuerdo
promueve un reverencial sentimiento de porteñidad.
Junto con Gardel, sigue siendo la figura emblemática del tango. Una biografía
novelada escrita por Gustavo Nahmías reconstruye la relación de Pichuco
con la música y la ciudad.
Por Karina Micheletto
Treinta años atrás, un 18 de mayo de 1975, moría en Buenos Aires Aníbal
Troilo, aquel que ostentó el título de "el bandoneón mayor de Buenos Aires".
Dejó unas sesenta obras que lo
unieron a poetas como Homero Manzi, Cátulo Castillo y Enrique Cadícamo.
Entre ellas, muchas de las que todos tararearon alguna vez: María, Garúa,
Barrio de tango, Sur, La última curda, Pa’ que bailen los muchachos, entre
tantos clásicos del cancionero. Dejó un estilo con su nombre como director
de orquesta y como bandoneonista. Y también dejó su imagen entrecerrando
los ojos cada vez que colocaba el paño de terciopelo sobre las rodillas,
tomaba el bandoneón, se inclinaba levemente hacia adelante y daba inicio
al ritual. La figura de aquel gordo bueno, el músico único, el hombre de
las mil anécdotas, aquel que quedó grabado con las dos alitas atrás, tal
como aparece retratado por Hermenegildo Sábat en la tapa de la Suite Troileana
con la que lo homenajeó Astor Piazzolla, agiganta hoy la potencia de su
obra. Entre otras actividades celebratorias, Sadaic expondrá hasta el 29
de este mes en el hall central de la entidad (Lavalle 1547) uno de los cuatro
bandoneones que Pichuco utilizó en sus conciertos, donado al Museo Mundial
del Tango por Raúl Garello, a quien Zita, la mujer de Troilo, le regaló
el instrumento. Y también se editó Alma de bandoneón, una biografía novelada
en la que Gustavo Nahmías reconstruye la relación de Pichuco con el tango
y el bandoneón, pero también con Zita, la noche, el fútbol, los amigos,
el juego, la ciudad que amaba.
"En el cabaret Marabú, Troilo nos decía: ‘Toquemos piano porque están hablando
muy fuerte’. Al hacerlo, la charla general comenzaba a aplacarse, hasta
que ya nadie hablaba. Recién entonces empezábamos a tocar a pleno", recordaba
José Votti, violinista de la orquesta de Troilo entre el ’55 y el ’60, entrevistado
para este diario por el periodista Julio Nudler. "Yo tocaba de pie, pegado
a su mano derecha. Nunca le escuché fallar una nota. Tenía un touche de
gran artista. Llegaba increíblemente a los ligados y a los pianísimos."
En aquella entrevista, el violinista también destacaba que el único arreglador
que tuvo el privilegio de que Troilo no le haya alterado una sola nota fue
Emilio Balcarce. Ocurrió cuando le llevó La Bordona, en 1958. "Emilio estaba
emocionado, porque la goma de borrar de Troilo era implacable con todos.
Incluso con Astor Piazzolla y Argentino Galván."
Troilo nació el 11 de julio de 1914 en el Abasto, y a los 10 años logró
que su madre le comprara ese instrumento que lo había fascinado sonando
en los bares del barrio. A los 11 años ya estaba tocando en un escenario
cercano al Mercado del Abasto. Poco después integró una orquesta de señoritas,
y a los 14 años ya quiso formar su quinteto. En diciembre de 1930 dio un
primer paso esencial: se integró al sexteto que conducían Osvaldo Pugliese
y Elvino Vardaro, donde tuvo de ladero a Ciriaco Ortiz, una de sus influencias
como bandoneonista.
En 1937 lanzó su orquesta en la boite Marabú, donde, además, conoció a Ida
Calachi, Zita, la mujer que al año siguiente se convertiría en su esposa.
Su agrupación fue una escuela al servicio de un sonido que fue evolucionando
y al que aportaron, por citar sólo algunos, los pianistas Orlando Goñi,
José Basso, Osvaldo Berlinghieri y José Colángelo y los bandoneonistas Astor
Piazzolla y Ernesto Baffa. Otra gran virtud fueron los cantores que la orquesta
supo conseguir: Roberto Goyeneche, Fiorentino, Alberto Marino, Floreal Ruiz,
Edmundo Rivero, Roberto Rufino, Angel Cárdenas, Elba Berón, Tito Reyes y
Nelly Vázquez, entre otros.
Alma de bandoneón, la biografía novelada de Gustavo Nahmías, está estructurada
a la manera de un disco, dividida en Lado A y Lado B. Cada uno de los capítulos
lleva el título de un tango grabado por Troilo en ese año, como hilo conductor
de la cronología. El autor cuenta que a lo largo de la investigación que
antecedió a la escritura del libro cayó en la cuenta de que la vida de Troilo
era un gran anecdotario. "Troilo parece un personaje que vivió para forjar
anécdotas. Hay algo que me pareció percibir y que traté de componer en la
novela: que en ese cuerpo convivían el hombre y el músico. Estaba, por una
parte, el hombre generoso, amigo de todos, caritativo con íntimos y extraños.
Y por la otra, el hombre de la noche, el apasionado, con sus desbordes,
sus excesos, aquel a quien Zita mandaba a comprar soda y aparecía de vuelta
a los tres días", explica Nahmías. "Ambos convivían en este personaje mítico.
La idea de esta novela es que el artista termina por fagocitar al hombre",
concluye.
Como no podía ser de otra manera, después de la rambla todos fueron a cenar
al Club Peñarol, un restaurante alejado del centro donde Barquina había
reservado una gran mesa. El ingreso de Troilo arrancó aplausos, palmadas y apretones de manos, pero
cuando un admirador lo comparó con el zorzal, Aníbal reaccionó: –No, no se equivoque, Gardel era el tango. Era Buenos Aires, la noche, el
día, la copa. Los mozos comenzaron a traer botellas de vino tinto, y llenaron los vasos
para el tradicional brindis. Uno de los músicos preguntó: –Y, ¿qué le pareció, Aníbal? Pichuco se estiró el saco hacia abajo con ambas manos, giró el cuerpo con
un pequeño movimiento, e inclinándose hacia adelante, como si hablara a
un micrófono imaginario, respondió: –Hoy se escuchó tango, muchachos, y eso no pasa todas las noches.
Todos levantaron sus copas. Aníbal se dirigió a los músicos: –Gracias. Gracias, muchachos, por tanta nobleza. A ustedes –dijo mirando
a Marino y Ruiz– por las palabras que dejaron flotando en el aire. A los
jóvenes –mirando a la Beba y a Cardozo–, por haberle puesto el cuerpo al
tango, y a ustedes, qué puedo decir de ustedes –refiriéndose a Paquito,
Zita y Baruqina–, gracias por quererme tanto. –¡Salud! –repitieron todos y brindaron.
*Fragmento de Alma de bandoneón, biografía novelada de Aníbal Troilo, de Gustavo Nahmías. Fuente: Página/12, 18/05/05
Nació el 11 de Julio de 1914;
hijo menor de Anibal Carmelo Troilo y Felisa Bagnolo, tenía 2 hermanos:
Marcos (también bandoneonista ) y Chochita que falleció poco después de nacer.
A los 11 años "Pichuco", tal como le decía su padre, descubrió su vocación
por el bandoneón y después de sólo 6 meses de clases con un profesor de
su barrio (Juan Amendolaro) integraba un quinteto en los que interpretaba
obras sencillas.
Su primera aparición "profesional" fue animando peliculas mudas en el cine
Petit Colon. Entre 1925 y 1930 participó en varias agrupaciones: en un trío junto con
Miguel Nijensohn y Domingo Sapia; en un quinteto (como director) en el cine
Palace Medrano; en el conjunto de Alfredo Gobbi (h) y en la formación de
Juan Maglio "Pacho" como segundo bandoneón.
En 1930 integró el sexteto Vardano-Pugliese integrado nada más y nada menos
que por Elvino Vardano y Alfredo Gobbi en violines, Osvaldo Pugliese en
piano, Sebastian Alesso en contrabajo y Miguel Jurado junto con Troilo en
bandoneones.
También pasó por el conjunto "Los Provincianos" (1931), La Orquesta Típica
Victor (1931), La Orquesta Sinfónica de Julio De Caro (1932), Elvino Vardano
(1933), Angel D´Agostino (1934), Juan D´Arienzo (1935), Alfredo Attadia
(1935), Cuarteto del 900 (1936) y Juan Carlos Cobian (1937).
A mediados de 1937 Ciriaco Ortiz disuelve su orquesta y Troilo convoca a
algunos de estos músicos para crear lo que sería su primer orquesta con
la que debutó el 1 de Julio de ese año en el cabaret "Marabu" con la siguiente
formación: Reynaldo Nichele, José Stilman y Pedro Sapochnik en violines;
Juan Fascio en contrabajo; Juan Rodriguez, Roberto Yanitelli y él mismo
en bandoneones y Francisco Fiorentino en voz. Después de la muerte de Gardel los cantantes sólo acompañaban a las bandas
entonando los estribillos de los temas, quedaban relegados a segundo plano
para así poder lucirse los músicos, hasta que Troilo de manera innovadora
hizo lucir a sus cantantes siendo un auténtico conjunto.
Por esa razón siempre tuvo cantantes de primera linea de los que algunos
después continuaron su carrera como solista. Pasaron por su orquesta: Francisco
Fiorentino, Amadeo Mandarino, Alberto Marino, Floreal Ruiz, Edmundo Rivero,
Aldo Calderón, Jorge Casal, Raúl Berón, Carlos Olmedo, Pablo Lozano, Roberto
Goyeneche, Angel Cárdenas, Elba Berón, Roberto Rufino, Nelly Vázquez, Tito
Reyes y Roberto Achával.
En cuanto a su carrera como compositor tuvo muchos éxitos entre los que
mencionaremos: "Barrio de Tango" (Letra: Homero Manzi.1942), " Garúa" (Letra:
Enrique Cadícamo. 1943), " Sur" (Letra: Homero Manzi.1948), "Che, bandoneón"
(Letra: Homero Manzi.1950), "Discepolín" (Letra: Homero Manzi.1951), "Una
canción" (Letra: Cátulo Castillo.1953), "La última curda" (Letra: Cátulo
Castillo.1956), "Mi tango triste" (Letra: José Maria Contursi).
Con una gran trayectoria, muchos aportes para el arte del tango y todo el
respeto del público y los críticos, Anibal Troilo falleció el 18 de Mayo
de 1975.
El bandoneón de Aníbal Troilo se queja, brilla y emociona una vez más en el
escenario del Teatro Maipo. No está su presencia física, pero sí sus obras
fundamentales, sus melodías universales, su universo sonoro tan particular. Es
que quince bandoneonistas de generaciones diferentes imprimieron su sello el
martes a las composiciones más emblemáticas del Gordo, como “Toda mi vida”,
“Sur”, “Garúa”, “La última curda”, “Responso” y “Medianoche”. En el año del
centenario del nacimiento del músico, Ernesto Baffa, Juan Carlos Caviello,
Néstor Marconi, Julio Pane, Roberto Alvarez, Lautaro Greco y la joven Lisette
Groso (de apenas 14 años), entre otros, apoyaron sobre sus piernas el fueye
Doble A que perteneciera a Pichuco (y que Raúl Garello conservó durante treinta
años), reviviendo a uno de los autores más importantes de la década dorada del
tango. Bajo el nombre de “Troilo compositor”, el concierto fue ideado por el
periodista especializado y coleccionista Gabriel Soria, quien en 2012 coordinó
un disco en el que “grandes maestros” interpretaron en solo de bandoneón su
propio arreglo de un tema de Troilo.
Sin embargo, la propuesta de este concierto fue cruzar en el escenario a tres
generaciones de bandoneonistas, no sólo a aquellos que tocaron en la orquesta de
Troilo o compartieron música con él. Fue interesante, entonces, ver a la joven
Lisette –presentada como “la bandoneonista profesional más joven de nuestra
generación”–, después de interpretar en fueye y voz “Toda mi vida”, traer de la
mano a Juan Carlos Caviello, quien sorprendió con una canción inédita llamada “A
Pichuco Troilo”. “¿Cómo salió?”, dijo Caviello entre risas. Un lujo que el
público reconoció con aplausos. Hubo, claro, otros segmentos destacados. El
joven Lautaro Greco hizo suyo “Contrabajeando”, la única pieza que Troilo y
Piazzolla compusieron juntos, en 1953. La curiosidad de la noche tuvo lugar
cuando salió a escena el oriental Yuki Okumura, quien interpretó “A la guardia
nueva”, de 1955, como si por sus venas corriera sangre criolla. Las piezas
fueron tocadas en orden cronológico, desde “Medianoche” (1933), interpretada por
Alberto Garralda, hasta “La última curda” (1956), de la mano de Ernesto Marconi.
No podía faltar, por supuesto, un párrafo para el club de sus amores, River
Plate. Entonces, Julio Pane se encargó de “Pa’ que bailen los muchachos” (1942),
dedicada a “La Máquina”.
“El destino de este bandoneón es el escenario y la inmortalidad”, dijo Raúl
Garello, y sintetizó el espíritu del concierto. Se refería a uno de los cuatro
fueyes de Pichuco, que su esposa Zita le regaló a Garello al morir su marido, en
1975. Tres décadas después, el arreglador donó el instrumento a la Academia
Nacional del Tango con la condición de que nunca dejara de sonar. Sobre el
escenario, Garello tuvo la enorme responsabilidad de tocar “Sur”, tal vez uno de
los temas más populares de Pichuco. Ernesto Baffa, en tanto, revivió las
lágrimas que Pichuco volcó en 1951 sobre “Responso”, una pieza dedicada al
letrista Homero Manzi. Pero no sólo hubo música arriba del escenario. Un
emocionado Juan Carlos Copes junto a su hija Johan bailaron “Milonga de la
azotea”. Gabriel Soria cuenta que Troilo, cuando terminaba un tango o una
milonga, llamaba a alguna pareja para asegurarse de que se pudiera bailar. “Los
bailarines le estamos muy agradecidos, porque aportó muchas piezas bailables”,
se alegró Copes.