Eslovaquia, Fico y Europa sin futuro

Por Maciek Wisniewski

Imagen: Robert Fico y Vladimir Putin. TASR/AP

«¡Poj’ sem!»¡Ven aquí!»), gritó Juraj Cintula, poeta, escritor y ex guardia de seguridad en un súper, al primer ministro eslovaco Robert Fico, cuando éste, el pasado 15 de mayo, se acercaba para darle la mano, saludando a la gente en una pequeña ciudad en el centro del país, antes de apretar cinco veces el gatillo. A pesar de las heridas, Fico, un veterano político y tres veces jefe de gobierno, sobrevivió y está en convalecencia. Quizá no era la famosa salva con la que el anarquista y nacionalista serbiobosnio Gavrilo Princip disparó, en 1914, al archiduque austriaco para liberar a Bosnia del yugo de Austria-Hungría –el imperio del que Eslovaquia era parte– y condujo al estallido de la Primera Guerra Mundial. O el tiroteo en que en 1922 el nacionalista polaco, pintor y crítico de arte Eliguisz Niewiadomski (¿qué les pasa a los artistas en Europa central?) asesinó al primer presidente de Polonia ayudando a deslizar al país hacia un régimen reaccionario en la época de entreguerras. Pero igualmente fueron los disparos que, de modo análogo a los de hace un siglo, en otros tiempos y en otras circunstancias, marcaron bien la temperatura y el clima político de esta parte del continente.

Si bien algunos inmediatamente culparon al mismo Fico –sus políticas tóxicas y la polarización que indujo–, todo tiene raíces más profundas. Es producto de una larga intensificación del conflicto político en Eslovaquia –característico a todos otros países ex socialistas, hoy miembros de la Unión Europea– detrás de la cual está el agotamiento del modelo neoliberal inducido allí en los años 90 y la implosión tardía del régimen de la despolitización del fin de la historia que bloqueaba las vías naturales de la gestión de los conflictos. La desaparición de la izquierda y la fragmentación de la política en dos bloques básicos –proeuropeos/liberales con su división civilizatoria del mundo y nacionalistas/conservadores con sus divisiones étnicas–, donde los conflictos han sido revestidos en términos morales y existenciales, dio también auge a un votante promedio, como Cintula de 71 años, con opiniones eclécticas, que literalmente tenía su política en todos los lados: solía simpatizar con un grupo paramilitar prorruso, pero organizaba un comité vecinal en contra de la violencia y luego apoyaba a Ucrania en su Facebook; se oponía a los migrantes y las minorías, pero atendía las marchas de los liberales en contra de Fico.

La política de este último ha sido igualmente confundida y moldeada por el mismo clima del vacío que, paradójicamente, sobrecalentó la sociedad. Poscomunista y socialdemócrata de 59 años, Fico dominó la política en Eslovaquia en las últimas dos décadas. Su partido (Smer-SD) gobernó de 2006 a 2020 (salvo de 2010-2012) y regresó al poder el año pasado, prometiendo acabar con la austeridad, proteger la asistencia social y reducir las tensiones con Rusia (cortando efectivamente el envío de armas a Ucrania, algo que causó furia en la Unión Europea). Pero a la vez dio un giro derechista abrazando la retórica antipospandemia, antiinmigrante, antigénero y aliándose con los nacionalistas. A Cintula, según sus vecinos un hombre educado que no estaba muy interesado en la política –he aquí la falsa despolitización– y que aparentemente actuó solo, no le gustaban sus ataques a la justicia y a los medios.

Las dos últimas son las áreas preferidas de los liberales empeñados a defenderlas de los populistas –a veces realmente, a veces instrumentalmente–, los mismos que hoy lamentaron la polarización, pero que no han querido ver su papel en ella. Una excepción fue la presidenta saliente, opositora a Fico, que admitió que lo que pasó fue un acto individual, pero la tensa atmósfera de odio fue nuestro trabajo colectivo (y que de hecho no volvió a postularse el mes pasado por amenazas de muerte). Ya desde hace años frente a la retórica de Fico y sus aliados, los liberales desplegaron el lenguaje apolítico del mal y bien que más que jugar el conflicto, algo central para la democracia, condenaba la presencia del otro en ella. Lo demonizaban y pintaban como el lastre que impedía que el país avanzara hacia el futuro. Muchos, tras el tiroteo, ante todo los euroatlantistas, sintieron Schadenfreude y luego se veían sinceramente decepcionados cuando Fico sobrevivió, porque de otra manera, el camino a un nuevo porvenir estaría abierto.

El problema es que son los mismos que han sido incapaces en los últimos 30 años del neoliberalismo a ofrecer cualquier visión transformadora para el futuro. Y es este orden que fallando, parió a un Frankenstein político, típicamente centroeuropeo, como Fico que es capaz de decir o hacer un par de cosas sensatas, pero sólo si van en paquete con otro par de medidas tóxicas que no tienen nada que hacer en el mismo programa. Son ellos, tan preocupados por el futuro, que ante la falta de cualquier imaginación política, desempolvaron la vieja narrativa de la guerra fría, porque es la única capaz de movilizar a su base (rusofobia) y en la que igualmente han sido entrenados sus dirigentes, que ahora, por fin, se han podido poner de un lado bueno de ella. La otra parte de esta división gestionada por el nacionalismo, igualmente es sólo capaz de mirar atrás, por ejemplo, a la grandeza autoritaria de entreguerras (la politica húngara o la polaca, cuyas franjas veneran al presidentocida Niewiadomski, son ejemplos clínicos). En este sentido, Fico puede parecer una anomalía –típico liderazgo carismático que colapsa todas las categorías–, pero a la vez es un buen barómetro (junto con Cintula) de los costos explosivos de la falta de política real.

Con información de La Jornada (México)