Fiesta en el praivat

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Elsa Drucaroff

Imagen: Jose Nico

Para Iván, que me dio la idea.

Mamá entró a mi cuarto para avisar que Noelia y Sabrina habían llegado y me miró decepcionada.

—¡Están tan lindas las chicas! —dijo—. ¿Por qué se te ocurren siempre cosas así?

Así era mi aspecto, mejor dicho mi disfraz. No sé por qué se me ocurren, de modo que no le contesté. Igual yo me sentía contenta. Y claro que las chicas estaban preciosas, no necesitaba verlas. Noelia me había dicho que se iba a disfrazar de conejita sexy virtual, con esas nuevas máscaras flexibles que se te pegan al cuerpo y la cara y te dan como un aspecto de animada en 3D. Pensaba pasar la tarde entera en la peluquería implantándose el cabello de nuevo para que se viera bien rígido pero al mismo tiempo suelto sobre los hombros, con estrellitas flotantes, y se había elegido un corpiño y una calza de ténster color uva fosforescente que le debían quedar brutal con tanto gym, ahora que se hizo los glúteos otra vez (la primera no le gustó lo que le hicieron, estuvo llorando dos semanas y no quería ni aparecer por la escuela).

En cuanto a Sabrina, me había avisado que optaría por un disfraz melancólico: diva de Hollywood. Era tan bella Sabrina, tenía tanta plata para operarse y sus padres le daban tantos gustos, que no podía menos que estar espectacular.

Ahora me esperaban y yo quería irme. La abuela Teresa me miró como si no fuera a verme de nuevo, me abrazó muy fuerte.

—Mi amor —murmuró—. Que te diviertas.

—Sí me voy a divertir —le contesté sonriendo.

Algo le brillaba en los ojos negros, esos ojos viejos tan intensos en su cara arrugada y morena, que ella dice que está amarillenta, como la de todos, por la falta de sol.

—¿Pasa algo? —pregunté inquieta.

Hizo que no, pero yo la conozco y entendí que se estaba tragando las lágrimas. ¿Sería emoción porque crezco, porque cumplo quince en dos días y porque hoy mis padres me dejaron ir —por dos días no iban a hacer historia— a mi primera fiesta extasial? Pero la abuela no le da ninguna importancia a las fiestas extasiales, y mucho menos a los cumpleaños de quince. Opina que quince años es una edad y nada más, que toda edad es importante y por qué los quince en una chica son diferentes de los quince en un varón. Y tiene razón, pero mi papá y mi mamá se fastidian cuando la escuchan. Que me quema la cabeza, dicen.

—¿Tu abuela te dijo que te disfrazaras así? —aprovechó mamá para preguntar mientras bajábamos por la escalera hasta el subsuelo de recepción.

—Para nada.

Mamá suspiró. Yo era un caso perdido, debía estar pensando. Un caso perdido por influencia de la abuela.

Grave error. Puede ser que yo sea medio rara, pero el disfraz se me ocurrió a mí.

Sabrina y Noelia estaban todavía más hermosas de lo que había supuesto, con sus cuerpos casi transparentes de blancos y cada músculo sutilmente trabajado, precisamente elongado con pastillas y ejercicios de gym. Les dije que estaban muy lindas y ellas me retribuyeron porque me quieren y no son mala gente, pero la lástima se les veía en las caras.

Y sin embargo, a mí no me importaba. Yo estaba feliz con mi traje de negrillera. Era un disfraz auténtico que me había costado tanto trabajo y preparación como el de ellas. Por empezar, nadie de los helicópteros me quería dejar mirar en los containers, insistí un montón de días y les gané por cansancio. Para seguir, la ropa gastada estaba mezclada con restos de comida y desechos de todo tipo, era asqueroso. ¿Por qué hacen eso? ¿Qué les cuesta preparar un container con ropa, otro con restos de comida y otro con desechos, y tirarlos de los helicópteros en lugares separados, así a los negrilleros les es más fácil recoger lo que sirve y no se enchastran y se infectan más de lo que ya están? Les pregunté eso a los aviadores: se encogieron de hombros, sin respuesta. Pero respuesta había, la abuela Teresa me la dio:

—Porque no les importa, Palomita. No les tiran comida o ropa, no entiendas mal: ellos tiran la basura, y que los pobres se las arreglen.

La abuela no dice casi nunca «negrilleros», dice «pobres». Eso confunde, porque pobres hay en nuestro praivat; los papás de Noelia, por ejemplo, que tienen una subtegalería pequeña donde apenas cabe la piscina chiquita, no climatizada, y andan por las subtepistas en un auto que no cambiaron en cuatro años. Ellos son pobres, nosotros, dicen papá y mamá, somos «clase media acomodada» y Sabrina, claro, es rica. Pero la abuela dice que pobres son los negrilleros, que no hay pobres en el praivat. Y si se mira bien, tiene razón.

Hablaba de mi disfraz: conseguí unas zapatillas de mi número con un proyector de hologramas roto en cada puntera y el cuero bastante ajado y levantado. ¿Serían las zapatillas de Axel? Hacía una semana los chicos de la división lo habían pisoteado y le habían pateado las punteras hasta descomponer los proyectores, hartos de sus bromas imbéciles. Y lo bien que hicieron. Las zapatillas proyectaban hologramas de escalones y pozos, y también de esas arañas venenosas asquerosas que andan por el afuera y mutaron por el sol malo. Axel se paseaba por las subtegalerías del praivat proyectando cosas así cuando veía venir gente, y gritaba «¡cuidado!», señalando para abajo. A mí me lo hizo una vez, vi un escalón que bajaba y no había nada, había piso. Di un pisotón estúpido y me torcí el tobillo.

Menos mal que le destruyeron esa porquería. Acá no se consigue. Se las había traído un tío que fue al praivat de San Miguel en helicóptero. Queda relejos de acá, de Pilar, donde está nuestro praivat, no hay subtepista que nos lleve y los pasajes en helicóptero están carísimos. Axel no va a volver a tener un regalo así en años, que se embrome. No entiendo cuál es la gracia de fabricar cosas para fastidiar a la gente, no entiendo a los que las compran.

Bueno, ahora que las zapatillas tenían los proyectores rotos eran simpáticas, había como un triunfo contra la estupidez humana en ese calzado y lo elegí. Negrillera iba a ser, pero negrillera inteligente. Que las hay, la abuela dice que claro que las hay, que en todos lados hay gente inteligente y —agrega— hay gente buena.

Encontré un jean común y silvestre, de los que a mí me gustan, solo que muy agujereado. No era mío, me quedaba muy ancho y le elegí un cinturón carcomido del container. Me hubiera agradado conocer al dueño del jean, debía ser de mi onda (un varón, o una chica muy gorda, pero no hay chicas gordas en nuestro praivat, o si hay, no se dejan ver fuera de su casa). Encontré una remera en buen estado color naranja; el naranja fue del año pasado, ya no se usa. Se había manchado con grasa de la basura, así que estaba bien arruinada. La elegí. Lavé todo yo a mano, porque si en casa me descubrían poniéndolo en la máquina iban a empezar a molestarme. «¿Qué hacés con esas porquerías, Paloma, en qué andás?».

¿En qué andaba? Me lo pregunto ahora, que pasó lo que pasó. No lo sé. Preparaba el disfraz para mi primera fiesta extasial, a dos días de mis quince, como cualquier otra chica. «Sos una mentirosa, Paloma», me digo o me dice mi abuela, hablando adentro de mí.

Pero no me hablé así cuando caminé con Sabrina y Noelia por las subtegalerías en dirección al Centro Cívico Subterráneo del praivat «La buena luz», de Pilar, donde nací, de donde no salí en mi vida. Caminábamos y Sabrina contaba chismes sobre el cirujano plástico más prestigioso del praivat: le ofreció a una chica de quinto hacerle labios y tetas gratis si se acostaba con él, la chica en vez de aceptar le contó a la madre y ahora parece que la madre era amante del doctor y se puso furiosa y quiere denunciarlo en el tribunal praivático. Una historia muy complicada. Yo la escuchaba sin ganas, caminando con ella y mirando los típicos afiches en las paredes: avisos publicitarios y carteles de propaganda política de la intendencia que dicen «En este momento, exactamente, un negrillero te odia» («tiene sus motivos», masculló la abuela una vez, caminando conmigo), o «Estamos tranquilos, estamos en el praivat».

Subimos por las subtegalerías hasta el lugar de la fiesta, o sea hasta la superficie. Eso es lo grande de las fiestas extasiales: no que haya introparlantes cuadrafónicos para todos, no que pasen las pastillas sin control de los adultos, aunque todo eso las vuelva tan únicas para mis amigos. La clave, para mí, es que se hacen en el Salón Antiguo, el que la abuela dice que hace treinta años, cuando todavía el sol no era el sol malo, era la confitería del country. Es que lo que es hoy el praivat «La buena luz» fue antes el country «Tierra de sol». Hablo de unos treinta años atrás, cuando los negrilleros todavía no habían ocupado Buenos Aires. La abuela y mamá vivían en la ciudad, en un departamentito que según mamá era incómodo pero que la abuela extraña. «¿Quién vivirá ahora ahí, Palomita?», me dice a veces. «¡Yo tenía tantos libros!, ¿qué habrá hecho esa gente con mis libros?».

Es una pena que la abuela Teresa haya alcanzado a traer tan pocos libros cuando tuvo que escapar del edificio. Me encanta leer, en el praivat hay una sola librería y casi todo lo que venden no me interesa. La abuela tiene libros hermosos pero ya los leí, me habló de otros que acá no se consiguen. También me habló de películas que acá no dan. Busqué esos libros y películas por internet y los encontré, pero no entregan cosas a los praivat de Argentina, los negrilleros asaltan los envíos, pocos se arriesgan. Leo libros en la red aunque no me dejan imprimirlos (la impresora la tienen mis padres y dicen que no quieren que tenga más ideas raras). Leer en pantalla no es lo mismo, que me lea el programa de voz es horrible. Un libro hay que murmurarlo en la cabeza. Qué pena que Buenos Aires no sea lo que fue: una ciudad muy grande con muchísimas librerías, cines y bares con amigos y en la calle un sol que no hacía nada. Tanto no hacía nada que algunos ricos se compraban casas en countries para tomar el sol bueno y hacer deportes en el afuera. Mamá conoció acá a papá una vez que vino con una amiga. Hoy mamá dice que no sabe si se enamoró de papá o del country y que menos mal que se casó porque la abuela nunca tuvo visión de futuro y hoy estarían muertas de hambre o muertas en serio, como Matías. Lo dice riendo, delante de papá, y él se pone mal. No solo porque Matías era su hermanito (lo mataron en Buenos Aires unos negrilleros que también eran chicos, le clavaron una navaja en la panza para sacarle la plata). Yo la odio cuando dice eso.

Sigo contando: llegamos a la fiesta en el salón al afuera, ¡con ventanales sin cortinas! En las fiestas extasiales se aprovecha la noche para salir a besarse bajo la luz de la luna, solo hay que tener cuidado con los insectos mutados, que igual no son de ir si sienten ruido de gente. Yo estaba excitada. En quince años menos dos días no me había pasado nunca nada. Peleas con mi profe de historia, que me odia por mis opiniones. Una vez salí al sol sin protectores a los siete, porque mi papá olvidó cerrar con candado una puerta de superficie. Mamá se dio cuenta en minutos pero alcanzó para que me llagara las piernas y los brazos, dolió terriblemente. Me hicieron después varios estudios para ver el índice de posible malignización de las células expuestas, dio más alto que lo normal pero por suerte no fue alarmante. Eso fue todo. Nada más me pasó en toda mi vida. Al revés de Noelia, que se cree enamorada de un chico distinto cada vez, o de Sabrina, que tuvo novia de verdad y después lloró de amor, yo nunca encontré hasta ahora alguien que me gustara y estoy segura de que no gusté mucho a nadie. Ni siquiera me besaron…

En eso pensaba cuando llegué a la fiesta y mis amigas se mezclaron en seguida con los demás. Me quedé un poco alejada, moviéndome suavemente con la música (porque bailar me encanta), mirando el paisaje extraño del afuera bajo la luna llena y sintiendo que adentro de esa ropa suelta, blanda y rota, el mundo era mucho mejor. Soy diferente y no sé por qué. Me siento cerca de una chica que leíen un libro que me dio mi abuela: se llama Frankie y es antigua, de mitad del siglo pasado, tiene padres pero está completamente sola, como yo. Vive en el sur de los Estados Unidos en la época del sol y odia el mundo (tiene motivos, diría la abuela), está llena de rabia y de ganas de salir, es amiga de negros (pero yo nunca vi ninguno y además dos negrilleros mataron a mi tío). Al final ella encuentra una amiga, Jasmine. Le va mejor que a mí. Sabrina y Noelia son buenas, tratan de «integrarme», como dicen ellas, pero no nos entendemos.

Supuse que en una fiesta extasial, con ventanas, luna llena y música, no importa tanto estar sola. Así fue. Me dediqué a mirar. Dilan estaba disfrazado de político, con el típico traje impecable y la dentadura fosforescente implantada; había dos Che Guevara, un Menem, tres Harry Potter, una Eva Perón, una pareja de Néstor y Cristina, todos con las caracterizaciones de las películas de Hollywood. A mí me miraban incómodos, varios me preguntaron cómo se me había ocurrido. Yo me encogía de hombros, no tenía nada que contestar. Pero estaba feliz. Era raro que los ojos tuvieran un horizonte hacia afuera, que la tierra siguiera detrás de las ventanas, que me rodearan personajes tan diferentes, que conociera a todos pero en realidad a nadie. Me ofrecieron una pastilla, la guardé. A lo mejor, después la tomaba. Una vez que pasaba algo, no quería engañarme enseguida. Empezó la música muy fuerte, los hologramas maravillosos, las luces de colores y las estroboscópicas, que detienen el tiempo. Me dejé llevar, lo que sonaba me gustaba, estaba lleno de ira. Vibraba mi cuerpo, vibraban mis caderas, los brazos se iban hacia el cielo como si hubiera buen sol y acariciara.

Las puertas del salón estaban abiertas, así eran las fiestas extasiales: con afuera y luna llena. Me moví hacia allá sin dejar de bailar. En el afuera descubrí a Noelia enredada con Dilan. Me pareció que me decían algo, pero yo tenía la música adentro gracias a los intraparlantes que habían repartido, y no precisaba gente y salón para bailar, quería aire, luna, cielo. Cielo: decidí seguir una estrella que avanzaba conmigo, siempre adelante. Bailé, bailé, avancé. Era raro avanzar por un camino de piedritas, tal vez como las anaranjadas que vi una sola vez, cuando salí al afuera y me llagué. Sentía las piedritas a través de la suela de mis zapatillas rotas. Me arrodillé, las disfruté puntiagudas, lastimando casi bajo el jean, me acosté sobre ellas, sentí el polvo en los dedos. Ya estaba lejos del salón, completamente sola. Alcé los ojos buscando mi estrella y ellos chocaron con los murallones, el alambre de púa, el revés de los reflectores y las máquinas ametralladoras, todo observando hacia allá, dándome la espalda, mirando lo único que vale la pena mirar. La estrella estaba a la altura del murallón y, cuando di unos pasos, quedó titilando, inmensa, del otro lado.

Busqué la escalera que usan los técnicos cuando precisan reparar las máquinas ametralladoras. Tenía que haber varias repartidas por el perímetro. Encontré una y la trepé. Con esta ropa era fácil. Llegué, me subí, miré para allá. Vi mi estrella, la luna y bajé los ojos llenos de lágrimas para encontrarlos a ellos.

Estaban ahí: chicos y chicas negrilleros, a prudentes metros para no activar las máquinas, del otro lado de la fosa. Intentaban bailar con la música que llegaba. ¿Cómo se oía tan fuerte? Entendí de pronto: mi introparlante; la música me salía de adentro. Un chico de pelo enrulado alzó los ojos. Vi sus pupilas relumbrar por la luna.

—Ayudáme a bajar —le grité—. Robé un introparlante, tengo toda la música.

Atajé al vuelo la soga y el arnés. Seguí las instrucciones que me daban desde el otro lado; sabían exactamente qué movimientos activaban las máquinas. Mientras me deslizaba colgada sobre la fosa vi que el pibe me aguardaba sonriente. Sus ojos oscuros me parecieron inteligentes, chispeantes, como dice mi abuela que todavía hoy debían tener los ojos tantos negrilleros, como dice que los tenían hace tanto, una vez en Plaza de Mayo, en Buenos Aires, cuando estuvo con ellos.

(De: Checkpoint, Páginas de Espuma, 2019)