Algunos textos e imágenes de esta sección pueden tener contenido
sexual implícito.
Para la presente
antología se han utilizado, en su mayor parte, textos de Abanico, revista
de letras de la Biblioteca Nacional de la República Argentina - www.abanico.edu.ar
- de fecha 12/04. Las imágenes que ilustran los textos han sido seleccionadas
por www.elortiba.org y no integran la revista. El texto introductorio
a la antología de la revista es el siguiente: "Por primera vez Abanico
presenta una entrega temática, hemos adjudicado al erotismo ser contenido
y continente de este número. Tarea difícil, acaso imposible, determinar
los límites de la erótica, tan difícil como marcar los lindes del arte.
De lo que no caben dudas es de su íntima relación con la vida. Compone
esta presentación un conjunto de textos cuya materia constitutiva es
la erótica, o que bien la rozan tangencialmente; algunos la investigan,
otros la usan como excusa. Algunos trabajos sugieren e implican, otros
trabajan la explicitud; algunos se apoyan en lo oculto, otros en lo
evidente. Son diferentes miradas, a veces contradictorias. Las hay íntimas,
personales, culturales, vindicativas, alegóricas y humorísticas. Como
ha dicho Daniel Muxica en el prólogo de La erótica argentina (Antología
poética 1600/1990) -Manantial, Bs. As. 2001-: “No podemos hablar de
erotismo sin implicar palabras como amor, sexo, deseo, voluptuosidad,
himeneo, seducción, génesis, sensualidad, castidad, lujuria, pornografía,
virginidad, perversión, pasión, obscenidad; por nombrar algunas de las
más cercanas y de más rápida aunque no tan fácil asociación.” Podríamos
agregar a esta enumeración palabras como dolor, sociedad, muerte, cultura,
prohibición, política... y acaso el lector la completará con otros muchos
vocablos que remiten a las infinitas facetas de lo erótico"
Oliverio Girondo
nació el 17 de agosto de 1891. Realizó sus estudios en el Epson College
de Londres y en el Liceo Luis Le Grand de París. Se recibió de abogado,
aunque nunca ejerció la profesión. En 1911 inicia su actividad literaria
fundando el periódico Comoedia; tras una breve experiencia teatral escribe
La Madrastra y La comedia de todos los días. En 1922 aparece en Francia
Veinte poemas para ser leídos en el tranvía; luego publica en Madrid,
Calcomanías (1925). Construye en esa época una fuerte vinculación con
los jóvenes que sustentan el proyecto vanguardista de la literatura
argentina, siendo el autor de la redacción del Manifiesto de la revista
Martín Fierro. Lleva una intensa vida literaria entre Buenos Aires y
diversas capitales de Europa y se vincula con Salvador Dalí, Federico
García Lorca, Rafael Alberti, Gómez de la Serna y Julles Supervielle.
Las manifestaciones del surrealismo lo tienen como activo protagonista
en París. También decide emprender un viaje desde Chile hasta México
a fin de establecer contactos con nuevos escritores, representando a
las revistas Proa, Valoraciones y Martín Fierro. Se radica definitivamente
en Buenos Aires en 1931 publicando al año siguiente Espantapájaros (al
alcance de todos) con una desopilante campaña publicitaria que incluye
una carroza fúnebre y un gigantesco muñeco de papel maché por la Avenida
9 de julio, logrando agotar en pocos días los 5000 ejemplares de la
edición. Casado con Nora Lange en 1943, la pareja hace de su casa un
lugar de reuniones literarias, frecuentada por escritores jóvenes (Enrique
Molina, Alberto Vanasco, Edgar Bayley, etc.) quienes lo consideran un
maestro.
Su decisiva ruptura con el modernismo y sus seguidores, más la vigorosa
renovación de la sacralizada zona poética de las primeras décadas del
siglo, a las que contribuyó de manera notable y extensa, ubican a Oliverio
Girondo como un mojón soberano de la vanguardia poética en Hispanoamérica.
Muere en Buenos Aires el 24 de enero de 1967.
Entre sus obras figuran: Persuasión de los días (1942), Campo nuestro
(1946), La Másmedula (1954), Yo tan yo, Destino, Topatumba, Cansancio,
Mi mito, Ella y otros poemas.
Exvoto
A las chicas de Flores
Las chicas de Flores tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas
de la Confitería del Molino, y usan moños de seda que les liban las
nalgas en un aleteo de mariposas.
Las chicas de Flores se pasean tomadas de los brazos, para trasmitirse
sus estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan
las piernas, de miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.
Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje
de hierro de los balcones, para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas
desnudas, y de noche, a remolque de sus mamás -empavesadas como fragatas-
van a pasearse por la plaza, para que los hombres les eyaculen palabras
al oído, y sus pezones fosforescentes se enciendan y se apaguen como
luciérnagas.
Las chicas de Flores viven en la angustia de que las nalgas se les pudran,
como manzanas que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las
sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse de él como de un
corsé, ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos
y arrojárselo a todos los que pasan por la vereda.
12
Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se tiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan, se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehuyen, se evaden y se entregan.
22
Las mujeres vampiro son menos peligrosas que las mujeres con sexo prehensil.
Desde hace siglos, se conocen diversos medios para protegernos contra
las primeras.
Se sabe, por ejemplo, que una fricción de trementina después del baño,
logra en la mayoría de los casos inmunizarnos; pues lo único que les
gusta a las mujeres vampiro es el sabor marítimo de nuestra sangre,
esa reminiscencia que perdura en nosotros, de la época en que fuimos
tiburón o cangrejo.
La imposibilidad en que se encuentren de hundirnos su lanceta en silencio,
disminuye, por otra parte, los riesgos de un ataque imprevisto. Basta
con que al oírlas nos hagamos los muertos para que después de olfatearnos
y comprobar nuestra inmovilidad, revoloteen un instante y nos dejan
tranquilos.
Contra las mujeres de sexo prehensil, en cambio, casi todas las formas
defensivas resultan ineficaces. Sin duda, los calzoncillos erizables
y algunos otros preventivos, pueden ofrecer sus ventajas; pero la violencia
de honda con que nos arrojan su sexo, rara vez nos da tiempo a utilizarlos,
ya que antes de advertir su presencia, nos desbarrancan en una montaña
rusa de espasmos interminables, y no tenemos más remedio que resignarnos
a una inmovilidad de meses, si pretendemos recuperar los kilos que hemos
perdido en un instante.
Entre las creaciones que inventa el sexualismo, las mencionadas, sin
embargo, son las menos temibles. Mucho más peligrosas, sin discusión
alguna, resultan las mujeres eléctricas, y esto, por un simple motivo:
las mujeres eléctricas operan a distancia.
Insensiblemente, a través del tiempo y del espacio, nos van cargando
como un acumulador, hasta que de pronto entramos en un contacto tan
íntimo con ellas, que nos hospedan sus mismas ondulaciones y sus mismos
parásitos.
Es inútil que nos aislemos como un anacoreta o como un piano. Los pantalones
de amianto y los pararrayos testiculares son iguales a cero. Nuestra
carne adquiere, poco a poco, propiedades de imán. Las tachuelas, los
alfileres, los culos de botella que perforan nuestra epidermis, nos
emparentan con esos fetiches africanos acribillados de hierros enmohecidos.
Progresivamente las descargas que ponen a prueba nuestros nervios de
alta tensión, nos galvanizan desde el occipucio hasta las uñas de los
pies. En todo instante se nos escapan de los poros centenares de chispas
que nos obligan a vivir en pelotas. hasta que el día menos pensado,
la mujer que nos electriza intensifica tanto sus descargas sexuales,
que termina por electrocutarnos en un espasmo lleno de interrupciones
y de cortocircuitos.
Octavio Paz nació en México el 31 de marzo de 1914 y falleció el 19
de abril de 1998. En la revista Barandal publica sus primeros poemas.
Su primer libro, Luna silvestre, lo edita en 1933. Es fundador junto
con otros poetas de la revista Taller. En 1941-1942 se publican Entre
la piedra y la flor y A la orilla del mundo. En 1938, en París, hace
amistad con André Bretón e intensifica su relación con Benjamín Péret,
así como con una multitud de escritores franceses y de otras nacionalidades.
En esa época publica Libertad bajo palabra. Le siguen El laberinto de
la soledad (1950), Semillas para un himno, la obra de teatro La hija
de Rappaccini, ambas de 1954, El arco y la lira (1956), Las peras del
olmo (1957), La estación violenta, que recoge Piedra de Sol (1958),
Salamandra (1962), Cuadrivio (1965), Puertas al campo (1966), Corriente
alterna y Claude Lévi-Strauss o El nuevo festín de Esopo (1967), Posdata,
Marcel Duchamp o El castillo de la pureza y Ladera Este (1968), Conjunciones
y disyunciones (1970), Los signos en rotación y Renga (1971), El signo
y el garabato (1973). En 1974 publica Los hijos del limo, El mono gramático
y Versiones y diversiones, donde recoge sus traducciones. En 1975 publica
Pasado en claro, Poemas y El ogro filantrópico (1979). A los años 1982-1990
corresponden Sombras de obras, Hombres en su siglo, Pasión crítica,
Tiempo nublado, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, Árbol
adentro.
Fue director de la revista Plural y creador de la revista Vuelta. Entre
los premios que recibió se cuentan el Premio Cervantes
REPASO: LA DOBLE LLAMA
Todos los días oímos esta frase: nuestro siglo es el siglo de la comunicación.
Es un lugar común que, como todos, encierra un equívoco. Los medios
modernos de transmisión de las noticias son prodigiosos; lo son mucho
menos las formas en que usamos esos medios y la índole de las noticias
e informaciones que se transmiten en ellos. Los medios muchas veces
manipulan la información y, además, nos inundan con trivialidades. Pero
aun sin esos defectos toda comunicación, incluso la directa y sin intermediarios,
es equívoca. El diálogo, que es la forma más alta de comunicación que
conocemos, siempre es un afrontamiento de alteridades irreductibles.
Su carácter contradictorio consiste en que es un intercambio de informaciones
concretas y singulares para el que las recibe. Digo verde y aludo a
una sensación particular, única e inseparable de un instante, un lugar
y un estado psíquico y físico: la luz cayendo sobre la yedra verde esta
tarde un poco fría de primavera. Mi interlocutor escucha una serie de
sonidos, percibe una situación y vislumbra la idea de verde. ¿Hay posibilidades
de comunicación concreta? Sí, aunque el equívoco nunca desaparece del
todo. Somos hombres, no ángeles. Los sentidos nos comunican con el mundo
y, simultáneamente, nos encierran en nosotros mismos: las sensaciones
son subjetivas e indecibles. El pensamiento y el lenguaje son puentes
pero, precisamente por serlo, no suprimen la distancia entre nosotros
y la realidad exterior. Con esta salvedad, puede decirse que la poesía,
la fiesta y el amor son formas de comunicación concreta, es decir, de
comunión. Nueva dificultad: la comunión es indecible y, en cierto modo,
excluye la comunicación: no es un intercambio de noticias sino una fusión.
En el caso de la poesía, la comunión comienza en una zona de silencio,
precisamente cuando termina el poema. Podría definirse al poema como
un organismo verbal productor de silencios. En la fiesta -pienso, ante
todo, en los ritos y en otras ceremonias religiosas- la fusión se opera
en sentido contrario: no el regreso al silencio, refugio de la subjetividad,
sino entrada en el gran todo colectivo: el yo se vuelve un nosotros.
En el amor, la contradicción entre comunicación y comunión es aún más
patente.
El encuentro erótico comienza con la visión del cuerpo deseado. Vestido
o desnudo, el cuerpo es una presencia: una forma que, por un instante,
es todas las formas del mundo. Apenas abrazamos esa forma, dejamos de
percibirla como presencia y la asimos como una materia concreta, palpable,
que cabe en nuestros brazos y que, no obstante, es ilimitada. Al abrazar
a la presencia, dejamos de verla y ella misma deja de ser presencia.
Dispersión del cuerpo deseado: vemos sólo unos ojos que nos miran, una
garganta iluminada por la luz de una lámpara y pronto vuelta a la noche,
el brillo de un muslo, la sombra que desciende del ombligo al sexo.
Cada uno de estos fragmentos ve por sí solo pero alude a la totalidad
del cuerpo. Ese cuerpo que, de pronto, se ha vuelto infinito. El cuerpo
de mi pareja deja de ser una forma y se convierte en una substancia
informe e inmensa en la que, al mismo tiempo, me pierdo y me recobro.
Nos perdemos como personas y nos recobramos como sensaciones. A medida
que la sensación se hace más intensa, el cuerpo que abrazamos se hace
más y más inmenso. Sensación de infinitud: perdemos cuerpo en ese cuerpo.
El abrazo carnal es el apogeo del cuerpo y la pérdida del cuerpo. También
es la experiencia de la pérdida de la identidad: dispersión de las formas
en mil sensaciones y visiones, caída en una substancia oceánica, evaporación
de la esencia. No hay forma ni presencia: hay la ola que nos mece, la
cabalgata por las llanuras de la noche. Experiencia circular: se inicia
por la abolición del cuerpo de la pareja, convertido en una substancia
infinita que palpita, se expande, se contrae y nos encierra en las aguas
primordiales; un instante después, la substancia se desvanece, el cuerpo
vuelve a ser cuerpo y reaparece la presencia. Sólo podemos percibir
a la mujer amada como forma que esconde una alteridad irreductible o
como substancia que se anula y nos anula.
La condenación del amor carnal como un pecado contra el espíritu no
es cristiana sino platónica. Para Platón la forma es la idea, la esencia.
El cuerpo es una presencia en el sentido real de la palabra: la manifestación
sensible de la esencia. Es el trasunto, la copia de un arquetipo divino:
la idea eterna. Por esto, en el Fedro y en El Banquete, el amor más
alto es la contemplación del cuerpo hermoso: contemplación arrobada
de la forma que es esencia. El abrazo carnal entraña una degradación
de la forma en substancia y de la idea en sensación. Por esto también
Eros es invisible; no es una presencia: es la obscuridad palpitante
que rodea a Psiquis y la arrastra en una caída sin fin. El enamorado
ve la presencia bañada por la luz de la idea; quiere asirla pero cae
en la tiniebla de un cuerpo que se dispersa en fragmentos. La presencia
reniega de su forma, regresa a la substancia original para, al fin,
anularse. Anulación de la presencia, disolución de la forma: pecado
contra la esencia. Todo pecado atrae un castigo: vueltos del arrebato,
nos encontramos de nuevo frente a un cuerpo y un alma otra vez extraños.
Entonces surge la pregunta ritual: ¿en qué piensas? Y la respuesta:
en nada. Palabras que se repiten en interminables galerías de ecos.
No es extraño que Platón haya condenado al amor físico. Sin embargo,
no condenó a la reproducción. En El Banquete llama divino al deseo de
procrear: es ansia de inmortalidad. Cierto, los hijos del alma, las
ideas, son mejores que los hijos de la carne; sin embargo, en Las leyes
exalta a la reproducción corporal. La razón: es un deber político engendrar
ciudadanos y mujeres que sean capaces de asegurar la continuidad de
la vida en la ciudad. Aparte de esta consideración ética y política,
Platón percibió claramente la vertiente pánica del amor, su conexión
con el mundo de la sexualidad animal y quiso romperla. Fue coherente
consigo mismo y con su visión del mundo de las ideas incorruptibles,
pero hay una contradicción insalvable en la concepción platónica del
erotismo: sin el cuerpo y el deseo que enciende en el amante, no hay
ascensión hacia los arquetipos. Para contemplar las formas eternas y
participar en la esencia, hay que pasar por el cuerpo. No hay otro camino.
En esto el platonismo es el opuesto a la visión cristiana: el eros platónico
busca la desencarnación mientras que el misticismo cristiano es sobre
todo un amor de encarnación, a ejemplo de Cristo, que se hizo carne
para salvarnos. A pesar de esta diferencia, ambos coinciden en su voluntad
de romper con este mundo y subir al toro. El platónico por la escala
de la contemplación, el cristiano por el amor a una divinidad que, misterio
inefable, ha encarnado en un cuerpo.
Unidos en su negación de este mundo, el platonismo y el cristianismo
vuelven a separarse en otro punto fundamental. En la contemplación platónica
hay participación, no reciprocidad: las formas eternas no aman al hombre;
en cambio, el Dios cristiano padece por los hombres, el Creador está
enamorado de sus criaturas. Al amar a Dios, dicen los teólogos y los
místicos, le devolvemos, pobremente, el inmenso amor que nos tiene.
El amor humano, tal como lo conocemos y vivimos en Occidente desde la
época del «amor cortés», nació de la confluencia entre el platonismo
y el cristianismo y, asimismo, de sus oposiciones. El amor humano, es
decir, el verdadero amor, no niega al cuerpo ni al mundo. Tampoco aspira
a otro ni se ve como un tránsito hacia una eternidad más allá del cambio
y del tiempo. El amor es amor no a este mundo sino de este mundo; está
atado a la tierra por la fuerza de gravedad del cuerpo, que es placer
y muerte. Sin alma -o como quiera llamarse a ese soplo que hace de cada
hombre y de cada mujer una persona- no hay amor pero tampoco lo hay
sin cuerpo. Por el cuerpo, el amor es erotismo y así se comunica con
las fuerzas más vastas y ocultas de la vida. Ambos, el amor y el erotismo
-llama doble- se alimentan del fuego original: la sexualidad. Amor y
erotismo regresan siempre a la fuente primordial, a Pan y a su alarido
que hace temblar la selva.
El reverso del Eros platónico es el tantrismo, en sus dos grandes ramas:
la hindú y la budista. Para el adepto de Tantra, el cuerpo no manifiesta
la esencia: es un camino de iniciación. Más allá no está la esencia,
que para Platón es un objeto de contemplación y de participación; al
final de la experiencia erótica el adepto llega, si es budista, a la
vacuidad, un estado en que la nada y el ser son idénticos; si es hindú,
a un estado semejante pero en el que el elemento determinante no es
la nada sino el ser -un ser siempre idéntico a él mismo, más allá del
cambio. Doble paradoja: para el budista, la nada está llena; para el
hinduista, el ser esta vacío. El rito central del tantrismo es la copulación.
Poseer un cuerpo y recorrer en él y con él todas las etapas del abrazo
erótico, sin excluir a ninguno de sus extravíos o aberraciones, es repetir
ritualmente el proceso cósmico de la creación, la destrucción y la recreación
de los mundos. También es una manera de romper ese proceso y detener
la rueda del tiempo y de las sucesivas reencarnaciones. El yogui debe
evitar la eyaculación y esta práctica obedece a dos propósitos: negar
la función reproductiva de la sexualidad y transformar el semen en pensamiento
de iluminación. Alquimia erótica: la fusión del yo y del mundo, del
pensamiento y la realidad, produce un relámpago: la iluminación, llamarada
súbita que literalmente consume al sujeto y al objeto. No queda nada:
el yogui se ha disuelto en lo incondicionado. Abolición de las formas.
En el tantrismo hay una violencia metafísica ausente en el platonismo:
romper el ciclo cósmico para penetrar en lo incondicionado. La cópula
ritual es, por una parte, una inmersión en el caos, una vuelta a la
fuente original de la vida; por otra, es una práctica ascética, una
purificación de los sentidos y de la mente, una desnudez progresiva
hasta llegar a la anulación del mundo y del yo. El yogui no debe retroceder
ante ninguna caricia pero su goce, cada vez más concentrado, debe transformarse
en suprema indiferencia. Curioso paralelo con Sade, que veía en el libertinaje
un camino hacia la ataraxia, la insensibilidad de la piedra volcánica.
Las diferencias entre el tantrismo y el platonismo son instructivas.
El amante platónico contempla la forma, el cuerpo, sin caer en el abrazo;
el yogui alcanza la liberación a través de la cópula. En un caso, la
contemplación de la forma es un viaje que conduce a la visión de la
esencia y a la participación con ella; en el otro, la cópula ritual
exige atravesar la tiniebla erótica y realizar la destrucción de las
formas. A pesar de ser un rito acentuadamente carnal, el erotismo tántrico
es una experiencia de desencarnación. El platonismo implica una represión
y una sublimación: la forma amada es intocable y así se substrae de
la agresión sádica. El yogui aspira a la abolición del deseo y de ahí
la naturaleza contradictoria de su tentativa: es un erotismo ascético,
un placer que se niega a sí mismo. Su experiencia está impregnada de
un sadismo no físico sino mental: hay que destruir las formas. En el
platonismo, el cuerpo amado es intocable; en el tantrismo el intocable
es el espíritu del yogui. Por esto tiene que agotar, durante el abrazo,
todas las caricias que proponen los manuales de erotología pero reteniendo
la descarga seminal; si lo consigue, alcanza la indiferencia del diamante:
impenetrable, luminoso y transparente.
Aunque las diferencias entre el platonismo y el tantrismo son muy hondas
-corresponden a dos visiones del mundo y del hombre radicalmente opuestas-
hay un punto de unión entre ellos: el otro desaparece. Tanto el cuerpo
que contempla el amante platónico como la mujer que acaricia el yogui,
son objetos, escalas en una ascensión hacia el cielo puro de las esencias
o hacia esa región fuera de los mapas que es lo incondicionado. El fin
que ambos persiguen está más allá del otro. Esto es, esencialmente,
lo que los separa del amor, tal como ha sido descrito en estas páginas.
Es útil repetirlo: el amor no es la búsqueda de la idea o la esencia;
tampoco es un camino hacia un estado más allá de la idea y la no-idea,
el bien y el mal, el ser y el no-ser. El amor no busca nada más allá
de sí mismo, ningún bien, ningún premio; tampoco persigue una finalidad
que lo trascienda. Es indiferente a toda trascendencia: principia y
acaba en él mismo. Es una atracción por un alma y un cuerpo; no una
idea: una persona. Esa persona es única y está dotada de libertad, para
poseerla, el amante tiene que ganar su voluntad. Posesión y entrega
son actos recíprocos.
Como todas las grandes creaciones del hombre, el amor es doble: es la
suprema ventura y la desdicha suprema. Abelardo llamó al relato de su
vida: Historia de mis calamidades. Su mayor calamidad fue también su
más grande felicidad: haber encontrado a Eloísa y ser amado por ella.
Por ella fue hombre: conoció el amor; y por ella dejó de serlo: lo castraron.
La historia de Abelardo es extraña, fuera de lo común; sin embargo,
en todos los amores, sin excepción, aparecen esos contrastes, aunque
casi siempre menos acusados. Los amantes pasan sin cesar de la exaltación
al desánimo, de la tristeza a la alegría, de la cólera a la ternura,
de la desesperación a la sensualidad. Al contrario del libertino, que
busca a un tiempo el placer más intenso y la insensibilidad moral más
absoluta, el amante está perpetuamente movido por sus contradictorias
emociones. El lenguaje popular, en todos los tiempos y lugares, es rico
en expresiones que describen la vulnerabilidad del enamorado: el amor
es una herida, una llaga. Pero, como dice San Juan de la Cruz, es «una
llaga regalada», un «cauterio suave», una «herida deleitosa». Sí, el
amor es una flor de sangre. También es un talismán. La vulnerabilidad
de los amantes los defiende. Su escudo es su indefensión, están armados
de su desnudez. Cruel paradoja: la sensibilidad extrema de los amantes
es la otra cara de su indiferencia, no menos extrema, ante todo lo que
no sea su amor. El gran peligro que acecha a los amantes, la trampa
mortal en que caen muchos, es el egoísmo. El castigo no se hace esperar:
los amantes no ven nada ni a nadie que no sea ellos mismos hasta que
se petrifican... o se aburren. El egoísmo es un pozo. Para salir al
aire libre, hay que mirar más allá de nosotros mismos: allá está el
mundo y nos espera.
El amor no nos preserva de los riesgos y desgracias de la existencia.
Ningún amor, sin excluir a los más apacibles y felices, escapa a los
desastres y desventuras del tiempo. El amor, cualquier amor, está hecho
de tiempo y ningún amante puede evitar la gran calamidad: la persona
amada está sujeta a las afrentas de la edad, la enfermedad y la muerte.
Como un remedio contra el tiempo y la seducción del amor, los budistas
concibieron un ejercicio de meditación que consistía en imaginar al
cuerpo de la mujer como un saco de inmundicias. Los monjes cristianos
también practicaron estos ejercicios de denigración de la vida. El remedio
fue vano y provocó la venganza del cuerpo y de la imaginación exasperada:
las tentaciones a un tiempo terribles y lascivas de los anacoretas.
Sus visiones, aunque sombras hechas de aire, fantasmas que la luz disipa,
no son quimeras: son realidades que viven en el subsuelo psíquico y
que la abstención alimenta y fortifica. Transformadas en monstruos por
la imaginación, el deseo las desata. Cada una de las criaturas que pueblan
el infierno de San Antonio es un emblema de una pasión reprimida. La
negación de la vida se resuelve en violencia. La abstención no nos libra
del tiempo: lo transforma en agresión psíquica, contra los otros y contra
nosotros mismos.
No hay remedio contra el tiempo. O, al menos, no lo conocemos. Pero
hay que confiarse a la corriente temporal, hay que vivir. El cuerpo
envejece porque es tiempo como todo lo que existe sobre esta tierra.
No se me oculta que hemos logrado prolongar la vida y la juventud. Para
Balzac la edad crítica de la mujer comenzaba a los treinta años; ahora
a los cincuenta. Muchos científicos piensan que en un futuro más o menos
próximo será posible evitar los achaques de la vejez. Estas predicciones
optimistas contrastan con lo que sabemos y vemos todos los días: la
miseria aumenta en más de la mitad del planeta, hay hambrunas e incluso
en la antigua Unión Soviética, en los últimos años del régimen comunista,
aumentó la tasa de la mortalidad infantil. (Ésta es una de las causas
que explican el desplome del imperio soviético). Pero aun si se cumpliesen
las previsiones de los optimistas, seguiríamos siendo súbditos del tiempo.
Somos tiempo y no podemos substraernos a su dominio. Podemos transfigurarlo,
no negarlo ni destruirlo. Esto es lo que han hecho los grandes artistas,
los poetas, los filósofos, los científicos y algunos hombres de acción.
El amor también es una respuesta: por ser tiempo y estar hecho de tiempo,
el amor es, simultáneamente, conciencia de la muerte y tentativa por
hacer del instante una eternidad. Todos los amores son desdichados porque
todos están hechos de tiempo, todos son el nudo frágil de dos criaturas
temporales y que saben que van a morir; en todos los amores, aun en
los más trágicos, hay un instante de dicha que no es exagerado llamar
sobrehumana: es una victoria contra el tiempo, un vislumbrar el otro
lado, ese allá que es un aquí, en donde nada cambia y todo lo que es
realmente es.
La juventud es el tiempo del amor. Sin embargo, hay jóvenes viejos incapaces
de amor, no por impotencia sexual sino por sequedad de alma; también
hay viejos jóvenes enamorados: unos son ridículos, otros patéticos y
otros más sublimes. Pero ¿podemos amar a un cuerpo envejecido o desfigurado
por la enfermedad? Es muy difícil, aunque no enteramente imposible.
Recuérdese que el erotismo es singular y no desdeña ninguna anomalía.
¿No hay monstruos hermosos? Además, es claro que podemos seguir amando
a una persona, a pesar de la erosión de la costumbre y la vida cotidiana
o de los estragos de la vejez y la enfermedad. En esos casos, la atracción
física cesa y el amor se transforma. En general se convierte no en piedad
sino en com-pasión, en el sentido de compartir y participar en el sufrimiento
de otro. Ya viejo, Unamuno decía: no siento nada cuando rozo las piernas
de mi mujer pero me duelen las mías si a ella le duelen las suyas. La
palabra pasión significa sufrimiento y, por extensión, designa también
al sentimiento amoroso. El amor es sufrimiento, padecimiento, porque
es carencia y deseo de posesión de aquello que deseamos y no tenemos;
a su vez, es dicha porque es posesión, aunque instantánea y siempre
precaria. El Diccionario de Autoridades registra otra palabra hoy en
desuso pero empleada por Petrarca: comphatía. Deberíamos reintroducirla
en la lengua pues expresa con fuerza este sentimiento de amor transfigurado
por la vejez o la enfermedad del ser amado.
Según la tradición, el amor es un compuesto indefinible de alma y cuerpo;
entre ellos, a la manera de un abanico, se despliegan una serie de sentimientos
y emociones que van de la sexualidad más directa a la veneración, de
la ternura al erotismo. Muchos de esos sentimientos son negativos: en
el amor hay rivalidad, despecho, miedo, celos y finalmente odio. Ya
lo dijo Catulo: el odio es indistinguible del amor. Esos afectos y esos
resentimientos, simpatías y antipatías, se mezclan en todas las relaciones
amorosas y componen un licor único, distinto en cada caso y que cambia
de coloración, aroma y sabor según cambian el tiempo, las circunstancias
y los humores. Es un filtro más poderoso que el de Tristán e Isolda.
Da vida y muerte: todo depende de los amantes. Puede transformarse en
pasión, aborrecimiento, ternura y obsesión. A cierta edad, puede convertirse
en comphatía. ¿Cómo definir a este sentimiento? No es un afecto de la
cabeza ni del sexo sino del corazón. En el fruto último del amor, cuando
se ha vencido a la costumbre, al tedio y a esa tentación insidiosa que
nos hace odiar todo aquello que hemos amado.
El amor es intensidad y por esto es una distensión del tiempo, estira
los minutos y los alarga como siglos. El tiempo, que es medida isócrona,
se vuelve discontinuo e inconmensurable. Pero después de cada uno de
esos instantes sin medida, volvemos al tiempo y a su horario: no podemos
escapar de la sucesión. El amor comienza con la mirada: miramos a la
persona que queremos y ella nos mira. ¿Qué vemos? Todo y nada. No por
mucho tiempo; al cabo de un momento, desviamos los ojos. De otro modo,
ya lo dije, nos petrificaríamos. En uno de sus poemas más complejos,
Donne se refiere a esta situación. Arrobados, los amantes se miran interminablemente:
wee, like sepulchrallstatues lay;
All day, the same our postures were,
And wee said nothing, all the day.
Si se prolongase esta inmóvil beatitud, pereceríamos. Debemos volver
a nuestros cuerpos, la vida nos reclama:
Love mysteries in soules doe grow,
But yet the body is his booke.
Tenemos que mirar, juntos, al mundo que nos rodea. Tenemos que ir más
allá, al encuentro de lo desconocido.
Si el amor es tiempo, no puede ser eterno. Está condenado a extinguirse
o a transformarse en otro sentimiento. La historia de Filemón y Baucis,
contada por Ovidio en el libro VIII de Las metamorfosis, es un ejemplo
encantador. Júpiter y Mercurio recorren Frigia pero no encuentran hospitalidad
en ninguna de las casas adonde piden albergue, hasta que llegan a la
choza del viejo, pobre y piadoso Filemón y de su anciana esposa, Baucis.
La pareja los acoge con generosidad, les ofrece un lecho rústico de
algas y una cena frugal, rociada con un vino nuevo que beben en vasos
de madera. Poco a poco los viejos descubren la naturaleza divina de
sus huéspedes y se prosternan ante ellos. Los dioses revelan su identidad
y ordenan a la pareja que suba con ellos a la colina. Entonces, con
un signo, hacen que las aguas cubran la tierra de los frigios impíos
y convierten en pantano sus casas y sus campos. Desde lo alto, Baucis
y Filemón ven con miedo y lástima la destrucción de sus vecinos; después,
maravillados, presencian como su choza se transforma en un templo de
mármol y techo dorado. Entonces Júpiter les pide que digan su deseo.
Filemón cruza unas cuantas palabras con Baucis y ruega a los dioses
que los dejen ser, mientras duren sus vidas, guardianes y sacerdotes
del santuario. Y añade: puesto que hemos vivido juntos desde nuestra
juventud, queremos morir unidos y a la misma hora: «que yo no vea la
pira de Baucis ni que ella me sepulte». Y así fue: muchos años guardaron
el templo hasta que, gastados por el tiempo, Baucis vio a Filemón cubrirse
de follajes y Filemón vio cómo el follaje cubría a Baucis. Juntos dijeron:
«Adiós esposo» y la corteza ocultó sus bocas. Filemón y Baucis se convirtieron
en dos árboles: una encina y un tilo. No vencieron al tiempo, se abandonaron
a su curso y así lo transformaron y se transformaron.
Filemón y Baucis no pidieron la inmortalidad ni quisieron ir más allá
de la condición humana: la aceptaron, se sometieron al tiempo. La prodigiosa
metamorfosis con la que los dioses -el tiempo- los premiaron, fue un
regreso: volvieron a la naturaleza para compartir con ella, y en ella,
las sucesivas transformaciones de todo lo vivo. Así, su historia nos
ofrece a nosotros, en este fin de siglo, otra lección. La creencia en
la metamorfosis se fundó, en la Antigüedad, en la continua comunicación
entre los tres mundos: el sobrenatural, el humano y el de la naturaleza.
Ríos, árboles, colinas, bosques, mares, todo estaba animado, todo se
comunicaba y todo se transformaba al comunicarse. El cristianismo desacralizó
a la naturaleza y trazó una línea divisoria e infranqueable entre el
mundo natural y el humano. Huyeron las ninfas, las náyades, los sátiros
y los tritones o se convirtieron en ángeles o en demonios. La Edad Moderna
acentuó el divorcio: en un extremo, la naturaleza y, en el otro, la
cultura. Hoy, al finalizar la modernidad, redescubrimos que somos parte
de la naturaleza. La tierra es un sistema de relaciones o, como decían
los estoicos, una «cons-piración de elementos», todos movidos por la
simpatía universal. Nosotros somos partes, piezas vivas en ese sistema.
La idea del parentesco de los hombres con el universo aparece en el
origen de la concepción del amor. Es una creencia que comienza con los
primeros poetas, baña a la poesía romántica y llega hasta nosotros.
La semejanza, el parentesco entre la montaña y la mujer o entre el árbol
y el hombre, son ejes del sentimiento amoroso. El amor puede ser ahora,
como lo fue en el pasado, una vía de reconciliación con la naturaleza.
No podemos cambiarnos en fuentes o encinas, en pájaros o en toros, pero
podemos reconocernos en ellos.
No menos triste que ver envejecer y morir a la persona que amamos, es
descubrir que nos engaña o que ha dejado de querernos. Sometido al tiempo,
al cambio y a la muerte, el amor es víctima también de la costumbre
y del cansancio. La convivencia diaria, si los enamorados carecen de
imaginación, puede acabar con el amor más intenso. Poco podemos contra
los infortunios que reserva el tiempo a cada hombre y a cada mujer.
La vida es un continuo riesgo, vivir es exponerse. La abstención del
ermitaño se resuelve en delirio solitario, la fuga de los amantes en
muerte cruel. Otras pasiones pueden seducirnos y arrebatarnos. Unas
superiores, como el amor a Dios, al saber o a una causa; otras bajas,
como el amor al dinero o al poder. En ninguno de esos casos desaparece
el riesgo inherente a la vida: el místico puede descubrir que corría
detrás de una quimera, el saber no defiende al sabio de la decepción
que es todo saber, el poder no salva al político de la traición del
amigo. La gloria es una cifra equivocada con frecuencia y el olvido
es más fuerte que todas las reputaciones. Las desdichas del amor son
las desdichas de la vida.
A pesar de todos los males y todas las desgracias, siempre buscamos
querer y ser queridos. El amor es lo más cercano, en esta tierra, a
la beatitud de los bienaventurados. Las imágenes de la edad de oro y
del paraíso terrenal se confunden con las del amor correspondido: la
pareja en el seno de una naturaleza reconciliada. A través de más de
dos milenios, lo mismo en Occidente que en Oriente, la imaginación ha
creado parejas ideales de amantes que son la cristalización de nuestros
deseos, sueños, temores y obsesiones. Casi siempre esas parejas son
jóvenes: Dafnis y Cloe, Calixto y Melibea, Bao-yu y Dai-yu. Una de las
excepciones es, precisamente, la de Filemón y Baucis. Emblemas del amor,
esas parejas conocen una dicha sobrehumana pero también un final trágico.
La Antigüedad vio en el amor un desvarío e incluso el mismo Ovidio,
gran cantor de los amoríos fáciles, dedicó un libro entero, las Heroidas,
a las desventuras del amor: separación, ausencia, engaño. Se trata de
veintiuna epístolas de mujeres célebres a los amantes y esposos que
las han abandonado, todos ellos héroes legendarios. Sin embargo, para
la Antigüedad el arquetipo fue juvenil y dichoso: Dafnis y Cloe, Eros
y Psiquis. En cambio, la Edad Media se inclina decididamente por el
modelo trágico. El poema de Tristán comienza así: «Señores, ¿les agradaría
oír un hermoso cuento de amor y de muerte? Se trata de la historia de
Tristán y de Isolda, la reina. Escuchad cómo, entre grandes alegrías
y penas, se amaron y murieron el mismo día, él por ella y ella por él...»
Desde el Renacimiento, nuestro arquetipo también es trágico: Calixto
y Melibea, pero, sobre todo y ante todo, Romeo y Julieta. Esta última
es la más triste de todas esas historias, pues los dos mueren inocentes
y víctimas no del destino sino de la casualidad. Con Shakespeare el
accidente destrona al Destino antiguo y a la Providencia cristiana.
Hay una pareja que abarca a todas las parejas, de los viejos Filemón
y Baucis a los adolescentes Romeo y Julieta; su figura y su historia
son las de la condición humana en todos los tiempos y lugares: Adán
y Eva. Son la pareja primordial, la que contiene a todas. Aunque es
un mito judeo-cristiano, tiene equivalentes o paralelos en los relatos
de otras religiones. Adán y Eva son el comienzo y el fin de cada pareja.
Viven en el paraíso, un lugar que no está más allá del tiempo sino en
su principio. El paraíso es lo que está antes; la historia es la degradación
del tiempo primordial, la caída del eterno ahora en la sucesión. Antes
de la historia, en el paraíso, la naturaleza era inocente y cada criatura
vivía en armonía con las otras, con ella misma y con el todo. El pecado
de Adán y Eva los arroja al tiempo sucesivo: al cambio, al accidente,
al trabajo y a la muerte. La naturaleza, corrompida, se divide y comienza
la enemistad entre las criaturas, la carnicería universal: todos contra
todos. Adán y Eva recorren este mundo duro y hostil, lo pueblan con
sus actos y sus sueños, lo humedecen con su llanto y con el sudor de
su cuerpo. Conocen la gloria del hacer y del procrear, el trabajo que
gasta el cuerpo, los años que nublan la vista y el espíritu, el horror
del hijo que muere y del hijo que mata, comen el pan de la pena y beben
el agua de la dicha. El tiempo los habita y el tiempo los deshabita.
Cada pareja de amantes revive su historia, cada pareja sufre la nostalgia
del paraíso, cada pareja tiene conciencia de la muerte y vive un continuo
cuerpo a cuerpo con el tiempo sin cuerpo... Reinventar el amor es reinventar
a la pareja original, a los desterrados del Edén, creadores de este
mundo y de la historia.
El amor no vence a la muerte: es una apuesta contra el tiempo y sus
accidentes. Por el amor vislumbramos, en esta vida, a la otra vida.
No a la vida eterna sino, como he tratado de decirlo en algunos poemas,
a la vivacidad pura. En un pasaje célebre, al hablar de la experiencia
religiosa, Freud se refiere al «sentimiento oceánico», ese sentirse
envuelto y mecido por la totalidad de la existencia. Es la dimensión
pánica de los antiguos, el furor sagrado, el entusiasmo: recuperación
de la totalidad y descubrimiento del yo como totalidad dentro del Gran
Todo. Al nacer, fuimos arrancados de la totalidad; en el amor todos
nos hemos sentido regresar a la totalidad original. Por esto, las imágenes
poéticas transforman a la persona amada en naturaleza -montaña, agua,
nube, estrella, selva, mar, ola- y, a su vez, la naturaleza habla como
si fuese mujer. Reconciliación con la totalidad que es el mundo. También
con los tres tiempos. El amor no es la eternidad; tampoco es el tiempo
de los calendarios y los relojes, el tiempo sucesivo. El tiempo del
amor no es grande ni chico: es la percepción instantánea de todos los
tiempos en uno solo, de todas las vidas en un instante. No nos libra
de la muerte pero nos hace verla a la cara. Ese instante es el reverso
y el complemento del «sentimiento oceánico». No es el regreso a las
aguas de origen sino la conquista de un estado que nos reconcilia con
el exilio del paraíso. Somos el teatro del abrazo de los opuestos y
de su disolución, resueltos en una sola nota que no es de afirmación
ni de negación sino de aceptación. ¿Qué ve la pareja, en el espacio
de un parpadeo? La identidad de la aparición y la desaparición, la verdad
del cuerpo y del no-cuerpo, la visión de la presencia que se disuelve
en un esplendor: vivacidad pura, latido del tiempo.
Delmira Agustini nació en Montevideo en 1886 y murió en la misma ciudad
en 1914. Su lirismo la llevó, en un principio, hacia el romanticismo
decadente, pero luego sus composiciones revistieron las formas del modernismo.
En vida publicó El libro blanco (1907), Cantos de la mañana (1910) y
Cálices vacíos (1913). Póstumamente aparecieron Los astros del abismo
y El rosario de Eros (1924). Murió trágicamente asesinada por su esposo,
que luego se suicidó. En 1939 se editaron sus Poesías completas.
Del libro El rosario de eros
CUENTAS DE MÁRMOL
Yo, la estatua de mármol con cabeza de fuego,
Apagando mis sienes en frío y blanco ruego...
Engarzad en un gesto de palmera o de astro
Vuestro cuerpo, esa hipnótica alhaja de alabastro
Tallada a besos puros y bruñida en la edad;
Sereno, tal habiendo la luna por coraza;
Blanco, más que si fuerais la espuma de la Raza,
Y desde el tabernáculo de vuestra castidad,
Nevad a mí los lises hondos de vuestra alma
Mi sombra besará vuestro manto de calma,
Que creciendo, creciendo me envolverá con Vos;
Luego será mi carne en la vuestra perdida...
Luego será mi alma en la vuestra diluida...
Luego será la gloria... y, ¡seremos un dios!
-Amor de blanco y frío,
Amor de estatuas, lirios, astros, dioses...
¡Tú me lo des, Dios mío!
CUENTAS FALSAS
Los cuervos negros sufren hambre de carne rosa;
En engañosa luna mi escultura reflejo,
Ellos rompen sus picos, martillando el espejo,
Y al alejarme irónica, intocada y gloriosa,
Los cuervos negros vuelan hartos de carne rosa.
Amor de burla y frío
Mármol que el tedio barnizó de fuego,
O lirio que el rubor vistió de rosa,
Siempre lo dé, Dios mío...
O rosario fecundo,
Collar vivo que encierra
La garganta del mundo.
Cadena de la tierra,
Constelación caída.
O rosario imantado de serpientes,
Glisa hasta el fin entre mis dedos sabios,
Que en tu sonrisa de cincuenta dientes
Con un gran beso se prendió mi vida:
Una rosa de labios.
SERPENTINA
En mis sueños de amor, ¡yo soy serpiente!
Gliso y ondulo como una corriente;
Dos píldoras de insomnio y de hipnotismo
Son mis ojos; la punta del encanto
Es mi lengua... ¡y atraigo como el llanto!
Soy un pomo de abismo.
Mi cuerpo es una cinta de delicia,
Glisa y ondula como una caricia...
Y en mis sueños de odio, ¡soy serpiente!
Mi lengua es una venenosa fuente;
Mi testa es la luzbélica diadema,
Haz de la muerte, en un fatal soslayo
Son mis pupilas; y mi cuerpo en gema
¡Es la vaina del rayo!
Si así sueño mi carne, así es mi mente:
Un cuerpo largo, largo de serpiente
Vibrando eterna, ¡voluptuosamente!
de LOS ASTROS DEL ABISMO
FIERA DE AMOR
Fiera de amor, yo sufro hambre de corazones.
De palomos, de buitres, de corzos o leones,
No hay manjar que más tiente, no hay más grato sabor;
Había ya estragado mis garras y mi instinto,
Cuando erguida en la casi ultratierra de un plinto,
Me deslumbró una estatua de antiguo emperador.
Y crecí de entusiasmo; por el tronco de piedra
Ascendió mi deseo como fulmínea hiedra
Hasta el pecho, nutrido en nieve al parecer;
Y clamé al imposible corazón... la escultura
Su gloria custodiaba serenísima y pura,
Con la frente en Mañana y la planta en Ayer.
Perenne mi deseo, en el tronco de piedra
Ha quedado prendido como sangrienta hiedra;
Y desde entonces muerdo soñando un corazón
De estatua, presa suma para mi garra bella;
No es ni carne ni mármol: una pasta de estrella
Sin sangre, sin calor y sin palpitación...
Eduardo Pérsico
nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.
EL PRECISO MOMENTO
Debo decir, señora, que ya es tiempo de cambiarnos el trato y rozarnos
algo más al saludarnos. Digamos, hacerlo más cercano cuando ausentes
sus hijos y los míos –más que indiferentes- ni sospechan que recorro
su blusa al decir ‘hola’, ni que usted sonríe porque le ha gustado y
aguarde algo más sustantivo que una caricia al paso. No que augure el
reino de los cielos; ¿para qué tanto? Pero al menos convoque algo debajo
de su falda en mitad del salón y sin testigos. Porque usted y yo en
este instante, defendemos la vida al desprender botones hacia su torso
anhelante, en tanto su caricia ya navega el vello de mi pecho. Nosotros
somos grandes, bien lo sabemos al recontar los años y algún nieto. Más
los labios todo saben y diestros son los dedos en ejercicios de ternura.
Nuestras bocas bien conocen que no existe el ‘demasiado tarde’ ni argucias
de remontar el pasado eternamente. La verdad de la especie entró en
nosotros y a pleno de la mutua ternura en este único cuerpo que es el
suyo y el mío. Y también sea la hora, señora, de empezar a tutearnos…
(2014)
¿UN IMPREVISTO HALLAZGO?
… y esa noche apagaron la tele para conversar.
- Es sencillo Carina, yo me mudaré con mi marido y vos podrías mudarte
con mi vieja. Te ahorrarías pagar alquiler y las dos se harían compañía
- dijo la hija de Laura. Y Carina aceptó diciendo ‘con tu mamá nos apreciamos
mucho’ y a otra cosa.
En el inicio de vivir en la misma casa, - Laura, cuarenta y cinco y
madre de Lucía a los veinte, y Carina cinco años menor y dos veces separada-
se harian muy amigas al coincidir en gustos de comida o series de televisión.
Y cuando la muchacha comentara que se veía muy gorda, Laura la tranquilizó.
- Estás regia pero igual yo me ocuparé de vos.
Y además de agitarse con estiramientos y flexiones cada tarde, las dos
se habituaron a cerrar la gimnasia besándose en la mejilla. Un gesto
que repetirían al pasar por cualquier causa.
Luego de transcurridas unas cuantas semanas y Carina debía ir al cumpleaños
de un sobrino, Laura le recortó el cabello y prometió darle sus masajes
‘milagrosos’, así que al salir de la ducha la muchacha se bajó el toallón
y la otra, inclinada sobre su cuerpo además de masajearla la besaría
muy suave en la boca dos o tres veces. A eso Carina más bien pretendió
actuar un gesto de sorpresa y por la noche, ya en el sillón de tomar
el ritual vaso de vino blanco, apagaron la tele para conversar.
- Yo fui pupila en un colegio - dijo Carina y Laura reiteró aquello
de haberse casado muy joven y que al morir su marido ella se sintió
envejecer.
- Al fin, la ternura entre mujeres es algo natural- se dirían de paso
y al demorar ambas la mirada más de lo usual, sellaron ese acuerdo en
el que Laura volviera a besarla y las dos se aflojaran entregadas a
caricias más tiernas y profundas. Y en esa misma escena, al descubrirse
las dos en un espejo casi adheridas mirándose a los ojos y luego Laura
buscara besarla vientre abajo, Carina musitó un ‘por favor, me estás
enloquciendo’. Pero claro, ya los sentidos actuaban sin retorno y de
lo demás quien sabe…
Acaso Carina con su éxtasis y Laura con su íntima inquietud recién lograda
por primera vez, se desvelarían con tibieza hasta la madrugada en un
feliz territorio que anhelaran recorrer acaso sin saberlo. (junio04)
Y DE PRONTO ÚNICAMENTE UN
CUERPO
y ambos se buscarán en ese lacio y recóndito volver hacia uno mismo.
Bajo un sol de verano la mujer ordenaba el tránsito en la esquina más
céntrica de Buenos Aires. De blusa blanca sin mangas, ceñida falda azul
y subiendo y bajando de vereda a calzada, oyó una frase al oído. Quizá
pensara ‘qué descaro’ y en el siguiente cruce de personas un muchacho
de piel tostada y camisa abierta la abordaría de frente. Ella movió
una mano en responderle y en cuadros siguientes ambos rodearían una
negociación de trance tenso… Demorado hasta rumbear a un edificio de
la misma vereda.
Quizá a ella la impulsara alguna inconfesable fantasía en tanto subían
a una oficina del primer piso, - ámbito con tenue luz sobre un escritorio-
y ni imaginara comentar un juego por el cual su marido la mataría. En
tanto el muchacho sin dejar de besarla tiernamente la llevara hacia
un territorio de nalgas descubiertas y a ese instante sin reservas donde
el deseo dispone los precisos lugares. Más y esto tal vez quién lo sabe,
ambos tal vez a un tiempo ansiaran ser amados una vez en la vida, siendo
únicamente un cuerpo con una boca mutua y en un gemido único. Lacio
y recóndito volver hacia uno mismo.
Al separarse no se dijeron nada. El muchacho ausentado en la silla y
la inspectora presurosa en volver al trabajo, jamás imaginaran aquel
encuentro guiado cada uno por sus duendes ocultos. Y hasta algún fantasioso
de un celestial designio podría suponer que fieles a su estilo, en ese
instante el muy canchero diablo guiñara un ojo y dios, enarcando las
cejas, ocultara en silencio cierta cordial sonrisa. (jun..014)
Susana Ada Villalba es integrante del Consejo de redacción de la revista
Último Reino, dictó talleres literarios en la Universidad de Letras
de la U.B.A. y talleres de cine y literatura. Cursó la carrera de dramaturgia
y distintos seminarios de cine. Dirigió la Casa Nacional de la Poesía
y los Festivales Internacionales de Poesía del Gobierno de la Ciudad
y de la Secretaría de Cultura de la Nación.
Libros publicados: Oficiante de Sombras, 1982; Clínica de muñecas, 1986;
Susy, secretos del corazón, 1989; Matar un animal, 1995 en Venezuela,
1997 en Argentina; Caminatas, 2000; Plegarias, New York, 2002.
SÉ QUE MI PETICIÓN ES PRECIPITADA
yo
yo y mi
yo y mi cuerpo fuimos a esa fiesta
yo bailé
hermoso rico y poderoso rozaba mi cuerpo
mi betty boop mi reina descalza
mi nombre es yoni.meri yo también
fuego furia ¿fumás? fuimos a su casa
estás mojada no sé no hemos sido presentados
sumergidos suma de noche estera estambres estaba aterrorizada
profeta centinela sentí un automóvil rojo rubio el tabaco
su espalda fuerte trepaba mi caída infimos funestos café
piedras para dormir me acompañaba a casa y olvidé decírselo
las palabras son monedas clavadas a la tierra
historias de susy siempre lo he sabido
cómo explicarte hubiese cupido calendario
perdida en los andenes al día siguiente mi sombra caía del piso 29
olvidé decirle que siempre nadie y yo nunca los amores cobardes
lloraba no llegan porque los hombres etcétera
él era despiadado todo un hombre quemado de belleza
mi cuerpo gemía como un gato y lo envidié pero yo nunca
me meto en sus asuntos
dijo tu piel mi nena dame no sé qué cosa qué llave del infierno
yo hubiera declarado desplegado y estrenado un novio
hubiese dicho a mis amigas entrado en algún bar hubiese
hubiese vino que me matara
habráse visto tan chiquita y calentando bancos en la plaza
ay corazón si te fueras de madre
siempre la pena entra la pena y la nada
mi cuerpo roto pegado a lo sumido curioso rito de cucharas en
la mesa
sobre la mesa en la ducha él era el agua y me frotaba
belladona
dame en el centro de lo que siempre habla el espejo la sombra
del deseo era lacan en mi escritorio
ah para su estudio de análisis oh para sus análisis
acababa de ver
mi cuerpo demasiado tarde dónde estuviste le decía
ay corazón si supieras ser látigo y dormir
Juan Laurentino Ortiz nació en Puerto Ruiz (Entre Ríos) el 11 de junio
de 1896. Al poco tiempo la familia se trasladó a las selvas de Montiel;
el paisaje de su provincia marcará a fuego al niño que años más tarde
convertirá esos elementos en protagonistas de su poesía. Estudia en
la Escuela Normal Mixta de Maestros de Gualeguay. Temprano lo atrapa
el ideario socialista; hace vigorosos discursos y comienza a escribir
en la prensa gráfica. Tiene un breve paso por Buenos Aires, realiza
estudios de Filosofía y Letras, se relaciona con el ambiente bohemio
y literario de la capital, hace amigos entrañables entre escritores
y poetas y regresa a su provincia en la búsqueda de su aire, de sus
elementos, de su paisaje. Nunca militó en grupos literarios ni en partidos
políticos. Construye así una de las obras cumbres de la literatura en
lengua castellana.
Celebró la revolución rusa del año '17 y la liberación de París; denunció
el asesinato de García Lorca y los horrores del nazismo; padeció la
cárcel durante el golpe del '55 y en 1957 fue invitado a visitar China
y la ex Unión Soviética encabezando una delegación de intelectuales
argentinos. Sus libros también fueron alcanzados por la barbarie de
la última dictadura teniendo como destino trágico la hoguera. Juan L
Ortiz murió el 2 de setiembre de 1978.
Entre su obra podemos citas: El agua y la noche (1924-1932); El alba
sube...(1933-1936); El ángel inclinado (1938); La rama hacia el este
(1940); El álamo y el viento (1947); El aire conmovido (1949); La mano
infinita (1951); La brisa profunda (1954); El alma y las colinas (1956);
De las raíces y del cielo (1958); En el aura del sauce, entre otras.
ELLA
Ella anuda hilos entre los hombres
y lleva de aquí para allá la mariposa profunda
ala del paisaje y del alma de un país, con su polen...
Ella hace sensible el clima de los días, con su color y su perfume...
a su pesar, muchas veces, como bajo un destino.
Testimonio involuntario, ella,
de un cierto estado de espíritu, de un cierto estado de las cosas,
en que la circunstancia da su hálito...
Pero se dirige siempre a un testigo invisible,
jugando naturalmente con la tierra y el ángel,
el infinito a su lado y el presente en el confín...
Más es el don absoluto, y la ternura,
ella que es también el término supremo y la última esencia
con las melodías de los sentidos y los símbolos y las visiones
y los latidos
para el encuentro en los abismos... Mas tiene cargo de almas,
y es la comunicación,
el traspasado ser, "como se da una flor", en el nivel de los niños,
más allá de sí misma, en el olvido puro de ella misma...
Y no busca nunca, no, ella...
espera, espera, toda desnuda, con la lámpara en la mano,
en el centro mismo de la noche
Jorge Boccanera nació en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, en
1952. Poeta, dramaturgo y ensayista, ejerce el periodismo. Publicó los
libros de poesía: Los espantapájaros suicidas (1974), Noticias de una
mujer cualquiera (1976), Contraseña (1976), Poemas del tamaño de una
naranja (1979), Música de fagot y piernas de Victoria (1979), Los ojos
del pájaro quemado (1980), Polvo para morder (1986), Sordomuda (1991).
Preparó un panorama de poesía hispanoamericana en varios volúmenes,
publicado entre 1978 y 1982: La novísima poesía latinoamericana, Poesía
rebelde en Latinoamérica, La nueva poesía amorosa de América Latina,
Poesía contemporánea de América latina, Palabra de mujer y El poeta
y la muerte. Y las compilaciones de poesía argentina: Voces y fragmentos
(1981) y Poesía joven de Argentina (1982). Publicó además los libros
de historias de vida: Ángeles Trotamundos I (1993); Ángeles Trotamundos
II (1996); Malas Compañías (1997), y las antologías: García Lorca /
Poesía (1994) y Raúl González Tuñón, Juancito Caminador (1998).
Es autor, también, de los ensayos Confiar en el misterio / Viaje por
la poesía de Juan Gelman (1994), Sólo venimos a soñar, La poesía de
Luis Cardoza y Aragón (1999) y Tierra que anda y Los escritores en el
exilio (1999). Como dramaturgo, estrenó Arrabal amargo en el teatro
Margarita Xirgu, dentro del ciclo de Teatro Abierto (1982); y la obra
Perro sobre Perro en 1986, en el Centro Cultural General San Martín.
Obtuvo el Premio Casa de las Américas, Cuba, en 1976, y el Premio Nacional
de Poesía Joven de México en 1977. Su obra ha sido traducida a diferentes
idiomas.
Conocedor de las vanguardias y desafecto a las rígidas consignas, hizo
suyo el desafío de la más amplia libertad formal junto a la defensa
de la libertad política durante los llamados años de plomo. El tema
de la extranjería es recurrente en su obra. Su credo poético se expresa
en plenitud en los textos en donde la poesía se interroga a sí misma
y desafía al poeta que la busca, la persigue, la traduce en un gesto
que aspira a la certidumbre.
EL ALTILLO
casi a nueve peldaños de la muerte
bajo una luz difusa
te desvestís
esta no es la cubierta del Kabanos
esto no se parece al paraíso
es tan sólo un altillo
aquí tus pechos vuelan
tu cintura golpea entre mis brazos
y la humedad es una amiga
mirando con ojos agrietados
un desorden de piernas
esto no es
la suite especial del plaza hotel
ni hay una alfombra roja donde rodar a gusto
es tan sólo un altillo
aquí tu pelo emerge de la noche
y es bandera de mimbre
aquí una vieja cama pide a gritos
¡socorro!
aquí no hay vencedores ni vencidos
afuera
no muy lejos
la estrella herida de la tarde
rueda como un gato sin fuerzas
sobre el techo del mundo
aquí
casi a nueve peldaños de la muerte
tus ojos encuentran a los míos
y no tenemos tiempo siquiera de despertar.
El deseo, fuego fatuo, algarabía incontenible, castigo en sí
mismo, algo que tira y llama, que junta todo lo que hay.
Ardor furioso, más furioso que el mar, que la muerte, que todo
lo vivido, atravesando los espacios, sangrando, el cuchillo
que se clava en la carne para siempre sin tregua dalequedale
ahí.
¿La p de papá? Se clava como un dedo índice en la mitad de
la noche.
Adelante: el presentimiento peludo de la redondez.
Atrás: el surco que divide oscuramente la redondez.
Surco logrado a lo largo, a lo ancho, papá, mamá.
Ellos me ayudaron condescendieron a levantaron para.
Surco glúteo-abismal su hendidura su extensión las características
intrínsecas de su desarrollo.
La manera que tiene ese surco de surcarme.
La forma intrépida que tiene él de mirarme desde el surco hacia
abajo, de adivinarme hacia adentro, de profundisurcarme
como.
Mamá descubre, ella siempre descubre y llama a papá papá
sonríe, se queda a solas conmigo y en el momento propicio
saca su dedo índice, del bolsillo. Me señala hasta más-no
poder, gritar es poco, entonces no digo nada, ella viene, la
operación se realiza lenta, saben que sufriré, pero ellos
sufren-segura-mente-más-que-yo, juntos transpirando, solo
movimientos necesarios, los tres sumidos en un silencio
hospitalario...
9
No sé de dónde saco, yo, rescato, que: en tu manera de cruzarte
conmigo por la casa, una mujer que se cruza conmigo por
la casa, qué pasa en mi manera de cruzarme con vos por la
casa, un hombre que se cruza con vos (conmigo) por la, oh,
algo en el desasosiego desayuno de todos los días, un bulto
bajo las frazadas en penumbra, arrugas que se alisan,
arrugas alisándose mañana tras mañana, alisándonos,
qué es lo que hace, permite, digo, qué, enciende, prospera
crece despacio, dónde, cuál de tus gestos vestidos pedazos
de otros gestos ensueños, de tanto en tanto logran inflamarla
suavemente, sin quererlo. Se hincha. Parada.
Guardando el secreto. Mi secreto.
Eso, esto que me empuja en alguna parte y junta algo viscoso.
Instantes, permitir que, gozando la cualidad, acto de empujar.
Mujer mía. Mi mujer.
Ciertas posibles gotas. Leche.
Mancha que se interna por tus pelos, se extiende por las sábanas,
por la noche, resbala esta mancha por los días siguientes,
dibujando.
Líquido perlado oliendo.
Todo es resbaladizo, aguado, y fluye.
11
Él me ama. Me ama tanto que yo huelo la muerte en sus caricias,
en su mirada veo el crimen, en cada gesto suyo: la absorción,
el tironeo.
En el Espectáculo de Suamor la tierra gira a una velocidad que
deforma mi cuerpo...
Succionada por su sed, yo: una gota de carne horizontal, que él
se dispone a chupar, sin pudor alguno.
Espera con espasmos, con ira, con sollozos, el momento justo,
enfocado, fatal, de abalanzarse sobre eso y penetrarlo.
Enarbolar ese coágulo de vida, levantarlo como una ofren-
da a su espejo.
Haga lo que haga, él ha decidido amarme, izarme en su soledad
como una bandera santa, sangrienta. Ya me ha condecorado,
condenado con Suamor.
Cómo busca en su cuerpo si cada roce sería una profecía; sus
extremidades como tentáculos traspasarían mis fronteras.
Caer en sus brazos: desbarrancarme por su avidez. Más que
tomarme, atravesarme, hincarme en lo puntiagudo de su
historia, clavarme en su cruz particular, hacerme la virgen
madre de su santuario musculoso.
Devorar algo en mí que todayó le represento, o sea, tenerme,
hacerme suya, hacerme de él.
Él, ser eso que soy.
Mónica
Melo nació en 1969, es argentina,
licenciada y profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires.
Publicó Versión de la Noche, Ediciones Extranjera a la Intemperie (2005).
Toca la guitarra y canta, pero sobre todo ama enseñar y escribir. Desde
2006 imparte clases de español en la Universidad Tongling, China.
Dos amigas
Nadie enciende una lámpara para ocultarla debajo de la mesa.
Jesús
Amanecí desnuda, diríase que con la luz sobre los ojos y más tibia.
Por primera vez mi cuerpo era del alma. El corazón disperso entre las
manos. Tan brillante mi deleite, en las muñecas y en la boca la sonrisa
en gritos como un santo que vivió revelaciones, ese canto de agua que
disfruta un pájaro en silencio, la tensión plácidamente rota, sorprendida,
alucinada.
El alcohol me había ayudado a desvestirla, la besé de nuevo y la encontré
más bella.
No tengo que olvidarme de esto, dije varias veces, y una vez en voz
muy alta, en idiomas sin saliva o paladar hasta ese instante, no debo
olvidarme de esto. Estaba en hambre, atareada en sensaciones, si era
un sueño tenía que encontrar aquella rosa de Novalis; y si no, ya estaba
en el paraíso y ese sabor de piel y mar eran las pruebas, tal como el
rouge de su cintura, en las almohadas y en sus párpados que, inciertos,
se dormían.
Prométeme que no se lo dirás a nadie, dijo. Prométeme que. Tan solo
y cuando y nunca entonces. Ciérrame ahora el nombre en el vestido, debo
volver a presentarme sola. Amigas siempre, al cruzar la puerta.
La mano cayó, resbalando por mi pelo. Un beso en los nudillos y no volvió
siquiera al cruce de su yema sobre el hombro.
Me herí de golpe tras el tiempo que jamás me ha sido breve.
Ser del silencio no aceptaré como destino, menos que letra, elemental
vocabulario.
La mirada de los otros no hace más suave los permisos ni más áspero
el dolor de así saberme. (No tengo que olvidar que es una flecha, no
la sangre). Mi lámpara ha girado sobre el cuerpo.
El amor se vive en luz, la madera de mi mesa, a veces, cruje. Y no soporta
más verdad que el de partirse.
Dalmiro Antonio Sáenz nació en Buenos Aires en 1926. Tempranamente comenzó
su actividad literaria y publicó a los 30 años, luego de viajar en buque
por la Patagonia varias temporadas (lugar donde se instalaría por casi
15 años y escenario de sus primeros libros de cuentos) Setenta veces
siete, que ganó el prestigioso Premio de la Editorial Emecé y se convirtió
en un best-seller, con una visión transgresora y cuestionamientos morales
sobre la religión, se convirtió en el sello de Sáenz por varios años.
Tiempo después participó de la adaptación del guión para el cine de
dos de sus historias de Setenta veces siete que se unieron para armar
la trama de la película homónima que dirigió Leopoldo Torre Nilson.
Luego de este comienzo Sáenz ganó el Premio del Magazine LIFE en español,
en 1963, con su libro de cuentos No. El mismo año ganó el Premio Argentores
(Sociedad Argentina de Autores) con “Treinta, treinta”, un cuento planteado
a la manera de los western norteamericanos, pero situado en la Patagonia.
Al año siguiente publicó en la Editorial Emecé El pecado necesario,
novela que luego adaptó para hacer el guión de su versión fílmica, retitulada
como Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes, dirigida por Fernando Siro
y ganadora de la Concha de Plata en el Festival Internacional de Cine
de San Sebastián, España (1965).
También escribió teatro: premiado con el Premio Casa de las Américas,
en Cuba, en 1966 con Hip Hip Ufa. Y también adaptado por el autor para
el cine con el título de Ufa con el sexo y la dirección de Rodolfo Kuhn.
Sáenz entre libro y libro y según sus declaraciones, se tomaba vacaciones
literarias, escribiendo pequeños libros de humor, que tuvieron mucho
éxito. Entre ellos, cabe destacar Yo también fui un espermatozoide.
Otras de sus obras son: Carta abierta a mi futura ex-mujer, su obra
teatral ¿Quién yo?, El Argentinazo, Sobre sus párpados abiertos caminaba
una mosca, Las boludas, Cristo de pie (en colaboración con Alberto Cormillot),
La Patria equivocada, Malón blanco, Mis olvidos / O lo que no dijo el
General Paz en sus memorias.
NO DESEARÁS LA MUJER DE TU PRÓJIMO
Pero había una tarde ahí afuera del cuarto, con un aire gris acribillado
de lluvia que de tanto en tanto parecía infiltrarse a través de sí mismo
por los agujeros que las gotas de agua le producían, provocando una
brisa liviana e imperceptible como el aleteo de un pájaro sobre la tierra
caliente de un verano; y había también una tarde dentro de ese departamento,
un poco adelantada a la otra tarde por las cortinas en las ventanas,
y no limitada por esos grises sumados sobre los grises de ese cielo,
sino encerrada entre los planos del techo del piso y de las paredes
blancas de los cuartos.
En la segunda tarde no estaba Catalina, pero había estado hacía unas
horas y había levantado la cabeza de la almohada y había dicho:
-A vos te gusta Ana -desde adentro de un abrazo, interrumpiendo un beso
arisco y una sonrisa y envolviendo su cuerpo desnudo con la sábana.
-Sí -había dicho Juan.
-¿Te siguen gustando las mujeres igual que antes?
-No. Es distinto, me gustan más pero a través tuyo.
Entonces ella lo miró desde su risa ancha y tirante que le achicaba
los ojos como a un gato acurrucado de caricias, mientras los dientes
surgían blancos y grandes entre la increíble ternura de los labios,
después desenvolvió su cuerpo de la sábana y metió la cabeza debajo
de la almohada.
-No voy a salir nunca de acá -dijo.
-No te oigo -mintió él.
-Que no voy a salir nunca más.
Él se llamaba Juan y había metido su cabeza también bajo la almohada,
donde empezó a besarle los costados de la cara y después la boca, se
besaron como chicos, demorando mucho los besos y mirando la insistencia
de las bocas respectivas, hasta que la almohada cayó al suelo porque
ellos habían girado sobre sí mismos abrazados, desnudos como animales,
apretando esa forma inquietante y repetida como si ambas desnudeces
fuesen una sola desnudez, o el intento de una sola desnudez de los cuerpos
y también de los espíritus.
La piel de ella y la de él se detuvieron y quedaron quietas una contra
la otra, los límites de los cuerpos, los bordes de la gracia, las fronteras
de aquellos movimientos que de nuevo comenzaban sin apuro recorriendo
su propia avidez, incursionando con la lengua dentro de las bocas, o
accionando las manos en la oscura atracción de entre las piernas.
-Tomá -le había dicho Catalina, y había tomado uno de sus pechos y los
había acercado a aquella boca, como saciando su hambre, mientras miraba
cómo esos labios apretaban y soltaban la erguida rebeldía de su pecho
que parecía modelada por su boca, mientras ella con los ojos entornados
lo abrazaba y dispersaba sus dedos en el pelo corto de la nuca.
-Te gusta Ana. Ví cómo la mirabas... ¿La mirabas? ¿La miraste en los
ojos? ¿No?... ¿Si la tuvieras acá qué le harías?
-¿Qué harías vos?
-Miraría.
-¿Querés que la traiga un día?
-Sí.
-Ahora me decís que sí, pero apenas terminás me vas a decir que no.
-Esta vez no, te prometo que no.
Después se quedaron callados y él retiró su mano de entre los muslos
de ella y la dejó a su lado al extremo del brazo sobre la cama.
-No te creo -le dijo.
-Sí, en serio... ¿Por qué seré así? Soy una degenerada -dijo riéndose.
-A mí también me gustaría verte con un hombre.
-¿Con quién?
-Cualquiera, alguien que te guste, Miguel por ejemplo.
-No me gusta Miguel, le coqueteo porque sé que a vos te excita.
Pero esto había sido a la mañana en ese cuarto ahora vacío en donde
los sonidos ya no estaban y de los movimientos no quedaban ni las arrugas
que los cuerpos habían dibujado sobre las sábanas, ahora tirantes con
sus pliegues borrados por la blanca energía de las esquinas del colchón,
como si el amor hubiese sido hecho en las arenas de una playa, y la
marea y el viento hubiesen dispersado sus huellas para siempre. Había
un reloj con un tic tac imperceptible o tal vez parado, y hasta la toalla
del baño había abandonado parte de la humedad que esa mañana absorbiera
de la cara y de las manos.
Cuando el teléfono sonó, nada cambió dentro del cuarto, no hubo pasos
apresurados, ni manos extendidas hacia la insistencia del sonido, nadie
levantó el tubo ni dijo:
-Hola -ni nadie contestó desde el otro lado de la línea.
-Hola ¿sos vos? -porque era Juan el que llamaba a Catalina, que todavía
no había vuelto de su pensativo caminar a través de la tarde en donde
la lluvia continuaba sobre el empedrado, y sobre las baldosas, y sobre
los techos de los coches, y sobre el diario que protege la cabeza de
ese hombre que camina apresurado junto al cordón de la vereda para después
cruzar mirando con cautela a ambos lados de la calle, y sobre las cornisas,
y sobre un buzón, y sobre la superficie brillante de una lata, y sobre
el agua que corre a la alcantarilla y sobre la explosión de las gotas
en el paraguas de Catalina, la que mira hacia abajo, hacia el fondo
de su microclima, hacia sus mocasines mojados y piensa sensatamente:
-Me tendría que haber puesto los viejos.
-Sí -le va a decir Juan más tarde, a ella que se ha sentado y deja que
él le saque primero uno y después el otro y siente sus manos a través
de la toalla alrededor de cada uno de sus pies.
-Dejá, yo me seco, me da vergüenza que me veas los pies.
-No.
-No hiciste cosas, ¿no?
-¿Qué cosas?
-Ya sabés qué cosas. ¿No la viste a Ana?
Los dos se rieron y él le contestó:
-No, ya sabés que no.
Entonces ella inclinó la cabeza hacia un costado y él pensó que nunca
había visto ni vería una cara así, y por eso extendió su mano para acariciar
la piel tan suave de los pómulos.
-Soy una tarada, pero me muero de miedo. Cuando estoy excitada te pido
que lo hagas, pero después me da miedo.
-Ya sé, boba, ya sé.
Él la miró con seriedad, y sintió esa emoción que sentía a veces ante
esa desvalida actitud de su rebeldía. La había visto luchar contra ella
misma más de una vez y la había visto rebelarse también contra su propia
lucha, por eso le dijo:
-Te pasa algo a vos.
-No.
-Sí, te pasa algo.
-Estuve pensando.
-¿Qué?
-En eso que hablamos de Ana.
-Hace tiempo que hablamos de esas cosas, pero no antes ni después, sino
durante.
-Antes me daba vergüenza pensar esas cosas, pero ahora no. Hoy pensé
todo el tiempo, y no entiendo por qué, por qué hablamos de estas cosas,
por qué las pensamos.
-Porque nos excita.
-¿Pero por qué nos excita?
Ella sonreía y él miró por un rato las rodillas infantiles que asomaban
tras el borde de la pollera, no las besó ni estiró su mano para tocarlas,
pero las retuvo en su subconsciente por un tiempo, mientras su mirada
volvía a la toalla que envolvía los pies, y sentía las manos de ella
sobre su cara.
Se adoraban, se adoraban realmente, casi desde el día en que se conocieron
en ese living en donde ella había contestado:
-Sí, soy yo -porque él le había preguntado:
-¿Vos sos vos? -mirándola en los ojos grandes, en donde los dorados
viejos y los nuevos se superponían como los tonos de una llanura seca
amaneciendo debajo del rocío. Después él le había dicho:
-Te va a costar mantenerte en tu pedestal. Me han contado un montón
de cosas tuyas. ¿Sos un montón de cosas, no?
Desde ese día no dejaron de verse, se encontraron en esquinas, en taxímetros,
en los bancos de las plazas, en ese departamento en donde un día se
dieron cuenta de que ya era tarde para retroceder, que nunca más podrían
separarse, que eran sus vidas depositarias de aquello que justificaba
la vida. Una vez dijeron:
-Las parejas fracasan porque evolucionan distinto, porque cada uno crece
y se transforma por su cuenta hasta que llega un momento en que son
dos extraños hartos de verse uno al otro.
Y otra vez también dijeron:
-Los dos no podemos fracasar porque vamos a vivir una verdad total,
y vamos a saber con exactitud dónde el otro está situado, y hacia dónde
evoluciona, y nos vamos a acoplar a esa evolución.
Ya los pies estaban secos, pero él los mantenía envueltos en la toalla
y ella desde la altura del sillón le sonreía, después se inclinó sobre
la cabeza de él y sus manos agarraron cada una de sus orejas estirándolas
hacia los costados.
-Si fueras así te querría menos.
-Te sería más cómodo.
-¿Qué cosa?
-Sí.
-¿Sí?
Entonces sonó el teléfono y él dejó los pies de ella sobre el suelo
y se levantó a atender.
-Hola... sí soy yo... ah, hola cómo te va... Estuvimos hablando de vos
hoy... con Catalina... muchas cosas... ¿Dónde estás?... bueno vení.
Cuando cortó, los dos callados se miraron:
-¿Era Ana?
-Sí.
-¿Qué dijo?
-Que estaba a dos cuadras, si podía venir.
-¿Sabía que yo estaba?
-No, creo que no.
Ahora el tiempo latía dentro del cuarto y los pasos de Ana en algún
lugar de la calle se reproducían en los pensamientos de Catalina, eran
pasos no muy rápidos, sobre una vereda imaginada y en donde los tacos
altos y las baldosas producían un sonido que avanzaba junto con las
piernas largas y el vestido también imaginado con las franjas en colores
subiendo en espiral alrededor del cuerpo.
-Ya debe estar abajo.
Él sonrió y le dijo:
-No hagamos nada, vas a sufrir, te va a dar miedo, vas a tener celos.
-No, no. Me muero si no lo hacemos... Decile que no estoy y yo me quedo
escuchando en el otro cuarto.
-¿En serio querés?
-Sí, por favor.
-Mirá que tal vez no pase nada, tal vez no quiera.
-Sí. Va a pasar, le encantás, sabés muy bien que le encantás. Decile
que yo no vengo en toda la tarde y hacéle mil cosas... no puedo más...
Se encerró en el otro cuarto con la espalda apoyada contra la puerta.
Su vista recorrió los objetos ordenados por sus propias manos en las
otras horas de los otros días, los días apacibles en donde las horas
se deslizaban sin apuro, generalmente esperando que Juan volviera de
algún lado, las horas sin latidos, sin sonidos escrutados del silencio,
sin temblor en las piernas, sin su mente en acecho de ese timbre que
ahora sonaba despertando la piel sobre su cuerpo.
-¿Por qué lo hago? -pensó-. ¿Qué es lo que me excita? Tengo celos y
tengo miedo, pero me muero si no lo hago.
Y después fue la voz:
-Hola.
-Hola.
La debe haber besado en la cara -pensó-; a veces la besa, y a veces
le da la mano, pero esta vez la debe haber besado lo más cerca posible
de la boca.
-¿Y Catalina? -la oyó decir.
-No está, no viene hasta la noche.
-Le traje el libro.
-¿Tenías que verla para algo especial?
-No, quería devolverle el libro, nomás, como estaba cerca aproveché.
¿Y vos qué hacés acá todo solo?
-No estoy todo solo. Estás vos.
-Yo no cuento, yo soy la mujer de tu prójimo.
-Yo soy mi prójimo.
Catalina oyó la risa y se imaginó los dientes entre los labios. Pensó:
-La debe estar mirando en los ojos, la debe estar mirando en la misma
forma que me mira siempre a mí o tal vez no, tal vez ella se ha dado
vuelta y se ha puesto a mirar por la ventana para que él le mire la
cintura y la cola y las piernas, porque sabe que tiene unas piernas
lindísimas, y Juan las debe estar mirando y pensará que son más lindas
que las mías. Debe estar quemada, seguro que está quemada, como no tiene
nada que hacer se pasará el día al sol.
-Ya no llueve más -oyó que decía-. ¿Dónde dijiste que fue Catalina?
-Salió. No vuelve hasta la noche.
-Es un amor Catalina.
-Sí.
Después hubo silencio y Catalina pensó:
-¿Por qué no hablan, por qué no dicen nada, qué es lo que están haciendo?
¿Qué hubiera hecho yo en su lugar? -y recordó vagamente un episodio
intrascendente de su adolescencia, cuando ella espigada sobre sus catorce
años había mirado y mirado a un amigo de su padre sin decir palabra,
hasta conseguir que la distancia a esa cara se acortara, y el olor a
tabaco y a Bay Rhum quedara en su memoria en forma más fuerte que el
beso que él había dejado sobre su boca inexperta.
-No puedo aguantar que estén callados -pensó, y el silencio adquirió
la forma de un cubo del tamaño del cuarto, duro como un témpano que
encerraba para siempre las posiciones de dos cuerpos que tal vez estuviesen
abrazados.
-No, no puede ser -se repitió-, todavía no puede ser. -Pero los cuerpos
congelados en el bloque del silencio estaban ahí en alguna posición,
parados uno frente al otro, o sentados en el borde del sofá, como tantas
veces ella había estado sabiendo que las manos se encontraban tan cerca
de las manos.
-Tal vez estén frente a la ventana -se dijo Catalina-, mirando hacia
afuera, muy juntos uno del otro, él puede estar señalándole algo y tener
un codo casi tocándole el pecho.
La mano de Catalina está entre sus piernas bajo la pollera, apretando
con fuerza su propio apretar contra sí misma, pero se detiene bruscamente,
porque ha sentido el ruido de los vasos.
-¿Con agua o solo?
-Con agua.
-Entonces no están junto a la ventana -piensa-, están en el otro lado
del cuarto, y después se van a sentar, él sobre el sofá y ella en el
sillón de cuero negro, y va a tener la pollera cortísima, o la va a
subir un poco con el codo, porque le encantan sus rodillas y tiene muslos
dorados y firmes. -Y Catalina mira sus propios muslos que surgen de
la pollera levantada y pasa el dorso de su mano por la piel muy suave
de entre las piernas.
-No puedo más -pensó-, no puedo más; si no hacen algo ahora me muero...
y ese silencio, seguro que van a poner música y ella va a empezar a
seguir el ritmo con la mano o con las piernas, siempre está haciendo
cosas con las piernas, tal vez bailen, tal vez Juan ponga la boca junto
a su oreja, tal vez se la bese, tal vez ella va a girar la cabeza y
se van a besar en la boca... Dios mío, tengo miedo de terminar.
La frente de Catalina sigue apoyada contra la puerta; su mirada abarca
un gran sector de la madera opaca, y ella piensa:
-Tengo celos de lo que me imagino que está haciendo, porque cada uno
de esos movimientos los he hecho yo antes que ella, y tengo miedo de
la parte mía que está en ella, como cuando nos miramos en el espejo
y lo vea a Juan desnudo con una mujer desnuda apretada contra él, y
no me importa que esa mujer sea yo misma, porque soy y no soy al mismo
tiempo, como Ana, que en este momento no es Ana, porque él está pensando
en mí mientras la besa, porque él sabe que yo estoy acá respirando agitada
como un animal en celo junto a la puerta.
Las piernas de Catalina se apretaron inmovilizando su mano mojada entre
los muslos, las ondas surgieron del fondo de algún lado y crecieron
en olas sucesivas hacia las paredes inexistentes, que encerraban aquella
nada desbordada de sí misma. -No quiero terminar -llegó a decir, mientras
los párpados se cerraban sobre los ojos y la boca se abría a la espera
del sollozo que la última ola depositó en la costa de su angustia.
El llanto explotó en su cara, superó las cejas y plegó la frente hasta
los mismos límites del pelo, se demoró en los pómulos y se hundió en
las palmas abiertas de sus manos.
Más tarde oiría la voz de Juan bajo las caricias.
-Ya se fue, tomó un whisky y se fue enseguida, no hicimos nada.
Afuera la tarde seguía subiendo, ya había abandonado la calle y los
balcones y las últimas ventanas de los edificios altos y las azoteas
con ropa colgada despidiéndose en el viento; adentro Catalina está hincada
en el suelo besando sus propios besos en las manos de Juan entre sus
manos. Su pulsera avanza por el antebrazo y queda ahí, como una aureola
muerta colgada de su muñeca, en el cielo recortado de la ventana los
grises abandonan a los grises hasta dejar un último gris en la carne
viva del poniente.
Liliana Díaz Mindurry nació en Buenos Aires en 1953. Es autora de los
libros de poemas: Sinfonía en llamas, Paraíso en tinieblas (1er Premio
Instituto Griego de cultura y Embajada de Grecia) y Wonderland. De relatos:
Buenos Aires ciudad de la magia y de la muerte; La estancia del sur
(1º Premio Municipal de Buenos Aires, inéditos 1990-91); En el fin de
las palabras; Retratos de infelices; Ultimo tango en Malos Ayres (Premio
Centro Cultural de México, Concurso Juan Rulfo, París 1993 y Premio
El Espectador de Bogotá, Concurso Juan Rulfo, París, 1994), y de las
novelas La resurrección de Zagreus; A cierta hora; Lo extraño (1er Premio
Fondo Nacional de las Artes); Lo indecible; Pequeña música nocturna
(Premio Planeta 1998) y Summertime.
Fragmentos de Pequeña música nocturna
ESCRITO UN DÍA A LA MAÑANA
Cuando entré al cuarto de mi tío, estaba pintando. Suele pintar de noche
algunas veces si no está muy cansado.
O si está nervioso.
Eso dice. Que cuando está nervioso, pinta. Entonces no quiere contarte
ninguna historia, nada de nada, sólo pintar y pintar. Ni siquiera te
ve.
Le dije: ¿Estás enojado conmigo?
Me dijo: No, no estoy enojado.
Nos quedamos sin hablar. Cuando pinta es raro que hable. Él miraba su
pintura o miraba algo que yo no veía, algo que estaría en el aire. Yo
le miraba la cabeza.
Estaba Minos presente, suele seguirme a todas partes. Si uno lo acaricia
se duerme. Yo lo acariciaba y se dormía.
Le pregunté a mi tío algo sobre los huracanes y me dijo que no quería
hablar más de eso. Que estaba harto de eso.
Le pregunté por la flor y me dijo que lo dejara en paz.
Le dije que sí estaba enojado. Me dijo que no y basta. Cuando pinta
es así. Cuando pinta lo odio.
Le dije : Merce tiene pesadillas todas las noches. Sueña con algo que
no sabe qué es. Me dijo: Yo también sueño. Le dije: ¿Qué soñás? No supo
decirme qué soñaba. Le dije: Debés soñar con la Cosa, lo que sueña Merce.
Hace meses yo también soñaba con la Cosa. Que se metía, que estaba acechando
detrás de la puerta, que me tocaba los pies, que me subía por las piernas.
Que yo cerraba la puerta y la Cosa empujaba y entraba. Le conté a Merce.
Ahora la Cosa se le metió en los sueños a ella.
Entonces me hizo la pregunta de todos los grandes.
Por qué los grandes repiten lo mismo. No se cansan.
¿Qué es la Cosa?
Le dije: Si se supiera, no sería la Cosa. Nadie lo sabe.
Siguió pintando, cuando pinta lo odio. No se entendía mucho lo que pintaba.
Era todo amarillo, naranja y marrón con alguna gama del verde oscuro.
Sería la Cosa.
En una parte salía la cabezota enorme de Josecito pero podía ser una
calabaza o no sé qué.
Era como si en el cuadro pasaran muchos acontecimientos, pero había
que descubrirlos. Había que mirarlo mucho para entenderlo. Mirarlo y
que te ardieran los ojos de tanto mirarlo, y te cansaras y quisieras
dormir. Entonces te dormías y soñabas con el cuadro, con lo que escondía
el cuadro. Era mi cabeza, ahora resultaba más nítida. Uno la podía reconocer.
Era mi cabeza.
Era yo adentro del cuadro.
Después hizo unos remolinos como los de Dante. Remolinos adentro de
un desierto blanco o amarillo muy pálido. Un desierto como ese lugar
donde hay camellos. O un lugar que no es: vacío, creo que se dice.
Me dijo: Sacate la ropa. Le dije: ¿Toda? Me dijo: El vestido solamente.
Le dije: Me da vergüenza. Pero me la saqué. Me senté en bombachas sobre
los talones.
..........................
Me dijo: Así no.
Le vi los dedos amarillos y pensé en mi mamá que siempre le dice que
no fume. No me importó que fueran amarillos.
Me hizo arrodillar. Me pintó arrodillada. Me escondió en el cuadro.
Pintó encima como para que no me viesen. Pintó algo que no entendí.
Le pregunté qué pintaba.
Estaba muy enojado, no respondió. Cuando pinta se enoja, no habla. No
quiere contar historias. Cuando pinta parece un viejo, más viejo de
lo que es. Cuando pinta lo odio.
Volví a preguntar para que se fastidiase.
Me respondió: Una grulla. Como si me hubiera respondido: un jarrón.
Le pregunté: ¿Qué es una grulla? Me respondió: Un ave. Le dije: Ya sé.
Y sé que Dante dice que tiene el canto triste como la gente que vuela
en el viento o, al revés, que la gente recuerda a las grullas. Me dijo:
Es un ave zancuda. Parecía la hermana Rosa cuando habla de zoología.
Le dije: No es una grulla. Las grullas cantan en tu cuadro, pero no
se ven.
Entonces dejó de pintar, me miró, pero no el cuerpo sino la cara. Me
miró la cara. Me dijo: Lo que yo pinto es una esencia que no se ve.
No tiene que verse sino sugerirse. Lo de las grullas que decís está
bien. Está el quejido de las grullas. Y no preguntés más porque me distraigo.
Ponete el vestido y andate a dormir que es tardísimo.
Le dijo que no.
Que no me iría a dormir. Que no me iría nunca más. Que deseaba meterme
en el cuadro, entender el cuadro.
..........................
Entonces él se abrió el pantalón.
Yo había visto a Josecito desnudo, pero era distinto. Era grande, enorme.
Esto es lo que pinto, me dijo. Puso mi mano allí donde florecía duro,
tenso y suave. También muy suave.
..........................
Fue veloz. Me hizo arrodillar como en el cuadro y me hizo poner lo tenso
y suave en la boca. Me la abrió y toqué la punta con la lengua. Miré
la pared, el muro donde él se apoyaba.
Dejé de mirar.
Tenía un gusto levemente salado. Me aferró la cabeza con violencia,
con el mismo enojo que cuando pintaba y me la hizo mover y él también
se movió. Bailaba. Eso tocó cerca de mi garganta. Me hizo lamer y volví
al gusto salado. El gusto como cuando te tragás las lágrimas. Se parecía
a la lengua, pero era distinto. Me dijo que aspirara, que absorbiera
y empecé a sentir el remolino.
Era como una prueba de circo. Eso se metía, era un animalito vivo que
deseara ser tragado. Era el gusto de la flor, aunque no un girasol,
sino una cala, esas flores de muertos que son blancas y están llenas
de vida. Sería la flor de la adormidera que dicen que es roja.
Tenía el ritmo de una ceremonia de esas de las películas con tipos raros
y tribus. Una música nocturna. Imaginé a Francesca sobre los huracanes
tragando a Paolo.
En un momento pensé que debería comer o que me devoraría el animalito
que se movía entre mis dientes. Mi tío se quejaba con la tristeza de
las grullas. Era una grulla.
Pensé en Dios, en Dios deforme. Se me hacía difuso.
Después sentí en la lengua un agua blanca y mi tío gritó como si le
sacaran la vida. Tragué el agua blanca, la vida.
Mi tío se acostó en el piso. Parecía desmayado. Quizá muerto. Yo no
sabía. Quizá la policía viniera a buscarme y me encerrarían.
No le hablé.
No le dije nada.
Él tampoco. Podía estar muerto. Vendría la policía.
Miré el desierto del cuadro.
Me fui. Llamé a Minos y me siguió.
..........................
OTRO DÍA
Dijo: No es posible que vengas todas las noches a despertarme. Le dije:
Cambiaste. Antes me contabas historias todas las noches. Dijo: Estoy
cansado.
No le dije nada.
Entré al cuarto de al lado. Miré los cuadros de Dorothea.
Me llamó.
Me dijo que me iba a contar una historia tan pequeña como la pequeña
música de Mozart. Le dije sí. Me dijo que había una vez una niña que
miraba un cuadro que se llamaba “Pequeña música nocturna” donde había
otras niñas como ella aunque de veinte años atrás.
Me dijo que la niña tenía mucho miedo del cuadro porque pensaba que
en ese cuadro había algo escondido que la pintora había querido decir.
Algo más allá de girasoles peligrosos, pasillos con puertas, pelos erizados,
vestidos rotos. Eso que la pintora había querido decir no importaba
tanto como lo que la niña veía en el cuadro. La zona que despertaba
era parte de la niña y no del cuadro o de la intención de la pintora.
El girasol no guardaba ningún significado si el girasol no estaba dentro
de ella. Como la niña no estaba segura averiguó que la pequeña música
nocturna era una serenata con allegro, romanza, minuetto y rondó, y
que Mozart había nacido en Salzburgo en el siglo dieciocho.
(No es cierto, yo no hice todas esas averiguaciones. Porque seguro que
yo era esa niña. Los grandes cuentan así: dicen “esa niña” en vez de
decir el nombre de una como para que sepan que hablan de una y a la
vez no estén muy convencidos.)
Que el girasol se vuelve hacia el sol y que tiene semillas comestibles
de las que se extrae el aceite. Pero eso no significaba nada porque
a Mozart no le importaban los girasoles. Pensó que si el girasol se
mueve hacia donde el sol camina, qué sucedería con un girasol nocturno
o con un girasol al compás de una música. Pensó en flores que se rompen
en la noche, y ya fue su pensamiento el que pensaba y nada de lo que
estaba en el cuadro de verdad. Y en el placer de una de las niñas (podría
ser sueño, sufrimiento, desmayo) y en el pánico de pelos parados de
la otra. Y en la noche como silencio. Y en la puerta abierta como el
lugar de las revelaciones. En la música de la noche como en la armonía
oculta del silencio.
Como estaba leyendo a Dante dijo que los huracanes del Segundo Círculo
infernal eran los que arrancaban pétalos al girasol o erizaban los cabellos
con la violencia del aire en movimiento. Pensó que era un viento de
lujuria y que la lujuria es el más misterioso de los pecados, el más
extrañamente provocador de pánico, como si fuera la raíz del pecado,
como si contuviera en sí a los otros pecados hasta el crimen y el odio,
formas de lujuria. Formas de la pasión por lo prohibido, por lo que
no puede verse ni tocarse ni palparse con la lengua. Que un cuchillo
en el vientre es lujuria. Y que todo el resto eran los innobles pecados
de los mediocres: avaricia, envidia, maledicencia. Pero que el gran
mal era esa lujuria, soberbia de sí y blasfema. Que el girasol era un
demonio que deseaba atacar la entrepierna de las niñas, lo que tenían
de más oculto y secreto. Aquello que sólo verían los guardianes del
orden y rápidamente para saber que nada se ha salido de su perfecto
sitio.
(Los médicos deben ser guardianes del orden.)
La niña tenía un tío que pintaba. Una especie de guardián del orden,
pero que pintaba. Todo el que pinta sueña con pintar el secreto, lo
que no dicen las caras ni las cosas ni las palabras ni siquiera los
símbolos. Por sólo eso ya era un guardián imperfecto y enfermo. Se lo
toleraba porque sus cuadros no querían decir nada o querían decir algo
tan oculto que no se advertía y porque mostraba modales de guardián
del orden. Esa especie de guardiana también había soñado con otro cuadro
que se llamaba “Hotel La Adormidera”, es decir, hotel del opio, de los
sueños. Y pensaba: será así el hotel del otro mundo, del otro lado de
las cosas, de la séptima cara del dado, de lo que no se ve, del mundo
de los que duermen. Y adentro de ese hotel se esforzaba por pintar el
mundo de la adormidera, ese que veía en los sueños, pero jamás lo lograba.
De repente encontró a la niña que miraba la esquina del hotel, la sirena
escondida de la estatua que soñaba en voz alta, pero él dijo: No, soy
un guardián del orden, aunque imperfecto y enfermo. No tengo que olvidarme
de cerrar la última puerta del sueño, la que la Ley ordena que debe
permanecer cerrada. Abrirla sería la locura que es una forma gigantesca
de la culpa. La culpa que rompe las palabras, que desordena el mundo.
Y mandó a la niña que se fuera a dormir y que ya basta.
Todos los cuentos de mi tío Marcel terminaban así.
No sé si dijo así lo que dijo, pero hablaba mucho como cuando mi tío
se acerca a la nariz una especie de talco. Lo olía y hablaba.
Me gustaban las palabras.
Me las metía en la boca y les encontraba un gusto salado a cosa tensa
y suave.
Las anotaba. Muchas veces las anoto para no perderlas en una libretita
que siempre llevo conmigo. Anoto las palabras de sus cuentos y cómo
unas y otras se mezclan. Después las leo muchas veces y aunque no las
entiendo me gusta repetirlas.
Me ponía las palabras en las uñas y se me quebraban las uñas de las
ganas de acariciar. Acariciar el gusto salado, tenso y suave.
Le pedí varias veces que las repitiera para copiarlas bien y para aprenderlas
de memoria como las poesías de la escuela. Yo tengo muy buena memoria
y las aprendo enseguida. Las encerré en el fondo de mi cabeza y pregunté
por qué el tío de la historia mandaba a la niña a dormir. Aunque no
abriera la puerta del sueño, ambos podían mirarla. Y si ese mundo sale
al mundo de las cosas vulgares es grande el peligro. Por ejemplo decir
“buenas noches” y que buenas noches signifique distinto de lo que significa
buenas noches. (¿Qué puede significar?) La locura hay que saltarla cuando
el ojo duerme. De lo contrario contamina el mundo.
Le pregunté: ¿Es una enfermedad contagiosa?
Dijo que sí. Que cuando se abre la puerta ya no hay fuerza capaz de
volver a cerrarla. Que si uno mira la puerta, estalla el deseo de abrirla.
Y si la abre invade la culpa y se sufre como si uno estuviera por morirse
a cada momento. Ese es el infierno que contaba Dante y el infierno debe
quedar en el libro que es un sueño escrito o en un cuadro que es un
sueño pintado. Y si uno pierde la culpa vive en otro mundo. Entonces
vienen los guardianes del orden y te encierran en una jaula de animal.
..........................
Estábamos en la cama y mi tío Marcel me pidió que me quedara de espaldas.
La arañita de la mano me tocaba la nuca, bajaba hacia los costados.
Yo tenía la nariz pegada a la almohada.
Le hablaba de cómo esa mañana había cazado una mariposa en el jardín
del frente. Que la mariposa tenía las alitas muy finas y amarillas.
Como si estuviera hecha con polvo de azafrán.
La mano llegó hasta la línea que te separa las nalgas. Me dio vergüenza
pero él no hizo caso. Luego el dedo rozó apenas como si no quisiera
pero también como si fuera una caricia pequeñita.
Casi débil.
Le expliqué que había tomado a la mariposa cuando se posó sobre una
planta. Que tenía las alas muy juntas. Que le temblaba el cuerpo, las
patas, las antenas. Que toda era un temblor y que era tocar un temblor
entre el pulgar y el índice. También la mano temblaba, el dedo tenía
alitas.
Le dije que me hubiera gustado tener a la mariposa adentro de la boca
pero sin hacerle daño. Para sentir el temblor en la lengua.
Sin permitirme que dejara de estar de espaldas, apartó mi cara de la
almohada, me hizo probar apenas la dura suavidad rosada. Después gritó
un poco, pero sólo por sentir el borde de mi lengua.
Le dije que sólo acerqué a la mariposita al contorno de mis labios y
que sentí sus patas finas.
Una cosquilla.
Acercó el contorno de sus labios sin besarme a la zona más secreta.
Le dije que solté a la mariposa y que me gustó y me dolió verla en el
aire otra vez fuera de mí. Yo la amaba y hasta lloraba su pérdida y
el gusto de verla en el viento.
Sin pedir permiso, sin decirme te haré esto, o diciéndome que me haría
daño, que el viaje sería mucho más terrible, que me abriera y que me
pusiera en cuatro patas como un cabrito, noté que la dura suavidad entraba,
pero no en el lugar de otras veces. Empujó y creo que me asusté. Me
dolía tanto como haber perdido a mi mariposa.
En un momento el dolor se hizo intolerable.
Lloré.
Lloré bastante. A gritos.
Me tapó la boca para que no me oyeran.
Los otros no iban a entender lo que hacíamos. La gente grande nunca
entiende esas cosas.
Sentí tanta vergüenza.
Vergüenza quizá de manchar. Hubo sangre.
Sentí vergüenza y vergüenza. Como si te orinaras en el colegio delante
de todos, con la hermana Rosa y con el inspector mirándote. O como lo
peor y delante de todo el colegio.
Me insultó. Dijo cosas terribles. Dijo que el placer lo hacía insultar.
El placer del viaje.
Cerraba los ojos y hablaba muy despacio. Tenía mojadas las comisuras
de los labios.
También lloraba. Tal vez le dolía. O no. O era mío el dolor. O lloraba
porque me dolía y porque yo tenía vergüenza.
El aire estaba quieto y libre. Sin mariposas. O podía venir otra pero
ya no era lo mismo.
Nunca era lo mismo.
..........................
Yo estaba desnuda, sentada sobre mis rodillas. Tenía la cabeza de mi
tío sobre los muslos. La cabeza me acunaba. Hablábamos no sé de qué.
Del ruido del agua.
Del ruido que hace el agua cuando cae de la canilla. De eso. Yo contaba
las gotas como cuando no dormís y te dicen que hay que contar ovejas.
Y del silencio. Y que el silencio tiene rumor de agua.
Él estaba desnudo. Yo lo miraba. Era tan raro ver a un hombre grande
desnudo. No te acostumbrás. Desnudo y tendido. Se lo dije. Y que estaba
adentro del silencio. Como si fuera adentro del silencio.
Un hombre desnudo, un hombre grande, es algo raro de verdad. Las personas
grandes no quieren que las vean desnudas.
Entonces me propuso un juego. Era más raro jugar desnuda con un hombre
grande y desnudo. Era un juego de silencio como cuando vos te mirás
con otra chica y no pueden hablar y se miran hasta que una hace buches
de risa y todo se acaba. Este es un juego para jugar en silencio. Y
no reírse. Yo voy a hacer algo, pero vos tenés que estar en silencio.
Sólo pondrás tus uñas en mi espalda. Quiero que veas cómo corre mi sangre.
Porque el viaje tiene que ser con sangre. Así dijo.
Le pregunté: ¿Para eso querías que no me comiera las uñas y que me crecieran?
Contestó: Para eso.
Y con una tijera cortó mis uñas en punta.
Le dije: Pero a mí no me gusta lastimarte.
Me dijo: Yo sí quiero que me lastimes.
No le dije nada.
Pensé que él también iba a lastimarme. Que jugaríamos a las peleas y
que nadie podría gritar. Me abrió las piernas y empezó lentamente a
absorberme. Yo le puse las uñas en la espalda. No me gustaba eso de
lastimarlo.
No quería.
Pero después fue imposible. Para contener esa impaciencia que empecé
a sentir, para que no se volviera grito, abrí la boca, para gritar sin
voz. Para gritar con voz de canilla, de agua metida en el silencio.
Ya no me acunaba.
Nadie me acunaba.
Noté que me temblaba el cuerpo.
Que temblaba la pieza entera. Un terremoto.
El techo, los cuadros, todos viajaban conmigo.
Es difícil eso de no gritar. Te vuelve completamente impaciente. Te
enfurecés.
Después no sé. Vi las gotitas de sangre en la espalda que bajaban en
hilitos rojos. Yo las había extraído. Grité. Me tapó el grito con su
grito. Nos tapamos la boca.
Nos tapábamos el grito para que nadie oyera.
No entenderían. La gente grande no entiende esas cosas, ya sabés. Se
asustarían. Especialmente por la sangre. Mamá querría tirarse por la
ventana más alta. Merce lloraría. José se escondería detrás de una silla
y aullaría como una tiza que raspa el pizarrón.
No entenderían.
Después lo toqué. Le hice una casita entre mis manos. Las humedecía
con el agua blanca y me las puse en la boca.
Había vuelto el silencio con rumor de canillas. El silencio donde podías
meterte despacito como en la iglesia y cerrar los ojos.
Así aprendí a lastimarlo y a querer que me lastimara. Es lindo eso de
lastimar. Y a veces hasta es lindo que a uno lo lastimen. Pero es mejor
lastimar.
Le dije: Me haré una pulsera con las gotitas de tu sangre.
Me dijo: Me haré un anillo con la tuya.
En casa no entenderían eso de viajar así. Se lo dije. Ni de viajar de
ninguna manera. Los niños no viajan. No veo por qué.
Me dijo: Son unos imbéciles.
Le dije: Ahora quiero toda la sangre.
Me dijo: Sí.
Daniel Muxica nació en Valentín Alsina, provincia de Buenos Aires en
1950. Poeta de palabra precisa e incitante y de fructífera trayectoria,
ha armonizado la poesía con trabajos periodísticos, talleres literarios
y una extendida labor editorial.
En poesía: publica en 1976 Hermanecer (Editorial Schapire); en 1983
El poder de la música (Editorial Stephane y Bloom Asociados) y en 1987
El perro del alquimista (Editorial Stephane y Bloom Asociados). En 1988
edita Contra dicción (Editorial De la Pluma); en 1989 Ex Libris (Editorial
Xul) y en 1991 Siete textos premortales (Editorial El Caldero). En 1993
El libro de las traducciones (Editorial El Caldero). En 1998 edita Nihil
Obstat, cd-libro del cual ahora presentamos algunos trabajos, con las
voces de Ingrid Pelicori, Horacio Peña y Juan Carlos Puppo. En 2004
publica La conversación (Editorial La Bohemia)
En teatro: 1988 estrena Los ángeles organizados.
En 1995 publica La erótica argentina, antología poética 1600/1990 (co
edición de Editorial Catálogos y Editorial El Caldero), reeditada en
2003 (Editorial Manantial).
En 2002 funda y dirige la revista de textos poéticos “Los rollos del
mal muerto”.
TRÍPTICO
¡Te hemos querido tanto! Te hemos amado
en las poses
más indescifrables del poeseo.
Poseo tu pozo.
Verbo bebo tu pozo.
Te hemos aprendido con tu boca en su pene
(lo que está mal)
con tu boca resuelta y húmeda en mi pene
(lo que está bien)
y en diversos reversos anversos adversos
de celebrado celo.
Gaita musical es tu vejiga de acróbatas y pornógrafos
y cabríos amantes al acecho
(¡ah, pecadores secundados por la experiencia!).
Muslo agitado en entradas salidas como place, como pasa,
como pesa.
Te hemos gozado como un juego de go, salpicado con sal,
enjuagado con jugos, goteado como gatos,
tentaciones y tentáculos de atrevidos calientes
pulpos en tu pulpa rosada, sacudida y expuesta,
incentivada a labiar orgasmos.
Posible modo del tres, de la estría como el puño
de morir,
último apretón sentimental al individuo.
Te hemos querido tanto. ¡Tanto!
¡A pura orgía de libertad! Pero
seguramente esos son datos para otra edad
y otra lectura.
EVA NO PARIÓ POR LA BOCA
“Estoy dispuesto a creer que las sensaciones provocadas en mi por la
fornicación natural eran muy semejantes a las conocidas
por lo grandes machos normales ayuntados
con sus grandes cónyuges normales en ese ritmo que sacude el mundo”.
Vladimir Nabokov.
Lo oral es oral y poco mucho tiene que ver con las horas el tiempo que
llevo aquí a cuanto a cuento de lengua vaginalmente hablando digo mientras
chupo desesperado esos labios inferiores bien la plazca le nazca y ella
habla habla bla bla las mujeres son así desmesuradas con su menstruación
lingual pérfido bífido machista me critica tensa y estalla se estrella
contra el cielorrasoarraso con todo pienso insisto chupo más más maaaassssssshhhhhhhhh
y no es orín este silencio mío de
pija baja parte arte que acaba en alzada venus monte prodigio tengo
sólo palabras líquidas atrevidas licuaciones en obligación de oscuridad
descubrimiento no descubrí miento mi lengua es un dígito que clitorea
mientras ella habla bla bla bla esa valva expuesta las mujeres jamás
se arrepienten de esto aquello lo otro el Otro por eso blablean parlan
celoso me pongo la pongo me vengo ella se va con un grito más grande
del que cabe en una boca
un amigo mío dice que una buena fellatio las calla
así se piensa diría mi padre muerto para estas cosas así esta vida frente
a estas zorras no corras y ahora se baja en paradoja trepa su lengua
por el pene la pija no hay tanto que penar pensar qué tanto orar tanto
si sólo es una buena succión esmero salival apenas mojadura dura agua
bendita la pira parada erecta hereje le suda la cabeza tiesa ese bautismo
costumbre rígida del enervamiento todo nuca descontención me voy desde
el mismo lugar al mismo lugar
machista eso dice en voz baja mientras se abaja para comenzar su tarea
de marea macho la pija hija les falta a Freud condenan sin compasión
hablando de él todo el día como si lo único que hizo ese mal cogido
fue hablar ocuparse de ellas de la cavidad la cabida cerebro recto pero
no erecto nunca cogió carajo me digo indignado pero
ella estudia psicología con pe de pedazo con pe de puta con pe de prematuro
desenlace
tenés eyaculación precoz dice mientras lame maternalmente su animalito
limpiando comiendo su propia placenta
dámela qué cosa esa de dar es pija espejo infinito de la palabra dámela
lamela papito mamita te quiero que te metela más por favor de Dios no
la saques nunca me alienta calienta mi aliento en su nuca soplada así
si de mí aquí dentro salgo de algo un poco confundido muy sudado me
acabo acá me qué decís preguntás tonto de tanto movimiento
va
es posible que todo ocurriera antes que ella se largara empezara a hablar
con su infinito espejo seductivo delictivo su descontrol masturbación
de máculas industrialización de cuerpos ese libreto anatómico obsesión
de brazos abrazos trazos sobre el deseo ya caído ya resucitado ya muerto
es posible que todo ocurriera después con ese cuerpo de loba entregado
al artificio opuesto a la biología que orgía pienso cabrío ¿cabré? ¿habré?
abrí la esa que orgías gorgias retórico reto a la gorgófona y mi desgaste
sueño cercano a la dormidera al vacío me sacaste me secaste todas cada
una de las gotas
goteo gateo antes o después de ella saberes sabores información en el
paladar en la garganta libertina recompensa a expensas de
antes o después de ella en los barrios decían si no hay tamaño hay talento
estoy atento en obediencia a qué inmoral es la moral cínica si ni mu
dice distinta la morada esa argolla que aguanta al caballero al caballo
esa argonauta sexual es ella y la quiero amar romper corromper cómplices
sin complicaciones empieza otro trabajo oral sobre mi orate me da vuelta
me da la lengua serpenteando la espalda y comienza el suspenso
loba boba desde que el mundo es mundo que no es y el cuerpo se come
el cosmos ella minuciosa punta de lengua erecta erigida dirigida me
moja el culo el orificio con talento con oficio lento quieto es mi cuerpo
que ahora se prepara para algún sacrificio
vértigo sensación de juego de azar soy el zar el emperador con mi eunuco
y sin embargo tiene un dedo
relajate dice me relajo sobre lajas pero no puedo tan fácil tan dócil
este qué será me recorre me corre el tiempo en los nervios los labios
murmuraciones y su índice en el sacro coxis
ameno amenazante esto no es una utopía la realidad empieza
a abrirse y comienza a hacer
no evitar el goce no vomitar el dolor ardor de uña verdadera ortopedia
pedía mi culo para completar ese vacío de macho
que llevo a cuestas entonces sí lo martirizo lo amplío y llámese constancia
si se quiere se muere de dolor se aguanta a lo macho que se es un ay
mi amor qué hay qué me falta
la era de Eros es ira
hacer dejar hacer dejar dejarse la naturaleza erótica es más sabia que
el sexo más feroz trazos imborrables distintas anatomías mías en esa
por esa lengua dedo hacia el abismo la profundidad como principio de
toda incertidumbre
me inserta incierta sin embargo el dejar hacer se ha intentado
me inserta se dio el gusto susto la guacha me digo y ahora se agacha
se pone en cuatro en mi cuarto la sus tetas colgando atraen como campanadas
sonoras tengo un badajo agudo en la lengua el ruido de la circulación
secreta que se juega única en esos momentos
siempre hay tiempo para una buena transfusión dice como perra caliente
en patas traseras a la espera de lo que uno nunca sabe
es la pija erguida en mano penetrando los misterios la nuca
de la historia dialéctica láctea contingencia viril mis manos sobre
sus nalgas presionando los pulgares los lugares de mi
heroína mirando el agujero elegido pequeño rosado oscuro el dedo húmedo
primero el glande trabajando en la puerta en la huerta ahora abierta
metela se excita muerde la almohada la sábana la historia entera se
entera se la traga ¡haga ! grita el pene duro en carnes tendones ano
de señora la dama la puta la virgen que se entrega gritándole a su propio
goce a su propio miedo
sodomizarla domar la sed
domarla potra es la otra la que vendrá desde ella la que siempre está
en otro lugar hurgar domarla ser su mal su dueño su sueño anal su analista
machista grita somos modernos pero con palabras no se ama el cuerpo
todo es dilatación fantasma espontáneo los agujeros se vuelven grandes
entro por atrás sorprendiendo al enemigo nalgas horcajadas carcajadas
perversas grita la masturbo para serenarla seducirla reducirla como
revancha de una represión original
late el orificio corazón corazonadas que también están en el glande
cada vez más grande cada vez menos gritos no evitar
el goce no vomitar el dolor un instante en el instante sostenido
metela hijo de puta entro con todo decir con lo que tengo de materia
rapidez sanguínea metela insulta sin fuerza y ya no cuadrupea se cuadra
la domino tendida extendida otra es la maniobra para responder al desafío
recursos femeninos movilizados suspendidos es mi víctima trágica la
que ríe llora delirio se agota hijo de madre parir partir de uno mismo
a uno mismo
pasar por el otro hija se hincha la pija todo es exigencia ilusión de
poder perder algo
ay ay ay que bien se seduce a sí misma lo más oculto lo más adentro
papito del mismo lugar al mismo lugar le mojo el ojo de atrás me matás
dice aulla le cuelga una lágrima pegajosa y mantiene la postura con
soltura le doy me saca víveres mi leche está vertida pero me podría
ordeñar nuevamente me podría ordenar nuevamente con estrategia de apariencia
tendido rendido ido de subjeción perdido en subterráneos oscuros territorios
fecales accesorios de la subversión versiones del sexo como matiz como
matriz te amo no digo no dice que vergüenza que satisfacción degustar
la angustia esa laxitud anterior a cualquier sentimiento a cualquier
sometimiento a cualquier luz
la salgo hasta cuando hasta quién hasta dónde me dice vistiendo su silencio
probame que se trata de eso desesperar esperar lo que ya nadie
y habla desde su sonido desde el cuerpo vistiendo silencio habla desde
la muerte desde el miedo grita grito no puedo regalarle la última palabra
a la naturaleza
Eros y Psique pariendo a Voluptuosidad muriendo a voluptuosidad.
BAILARINA DE SAMBA
Hembra en Brasil
orillas, orixas sexuales su cuerpo haga, jadee, dance la garota, menina
menee su gata, su toga, sus caderas sucundum, sucumbir en el tórrido
tambor del cuero, en el color de sus labios, en la carne carmesí, la
bemba, la bomba de almíbar, ¿cómo sustraerme hermes olocum a pantógrafo
de sus pantorrillas?, eleusis sísmica sigo la mímica, la sacudida impertinente
de la arena en los muslos, mus de chocolate late rico, sabroso café,
malta, cafre densidad dura fláccida que se estira y conviene la medida
del baile, la medida de la intimidad
ocioso sería pretender que todo viene de los dioses
nova nave que no ave, eva era su verano, trópico en tránsito bogando,
caderas duras en salivadas sucundum resbaloso de sudar tanto ritmo,
tanto antológico músculo, antílope que frota mi báculo, ébano vano,
con movimiento de pelvis infinito
arrabal del carnaval
merodea el desvarío
varía de gotita a mancha
húmedo eclipse
rezumban dinámicos glúteos iridiscentes
las chicas decentes
las enaguas heridas en reblandecidas nalgas
el masaje entre las propias cachas
se desvive en la gárgara del ritmo
los glóbulos se dispersan en el revoloteo
espera un plátano
una banana
una fruta eréctil
moldura tráctil
para hacerla papilla repostera
entre sus fenomenales pantorrillas
el clítoris serpenteando
la fatiga pubiana
el vibrato
que recupera en la sombra el derrame sonámbulo
súcubo sucundum en el paño afelpado
fados del desenfado
por años la metafísica del culo
magmas en el anca
movimiento pélvico de aquello que se incrusta
es todo tembladeral la trópica, oro, maestra de la fornicación, cobre
la botella, peligrosa estrategia entre la beata y el insomnio, las formas
lujuriosas también buscan la dignidad, las libélulas, los lunares, las
células, somnífera esfera lasciva, envaselinada brizna que tiñe con
barniz varonil su camisa blanca, cachaça de disfraces, desteñidas frases,
sabrosos azufres, peines a pasarse por el pubis
mulata
rojo amarillo verde estrás del color, el calor es una coreografía, el
sudor llovido una acción humectante,
en los pies danza un soplo en el anfiteatro africano, una ráfaga negra
agria en la sudadera, saltitos en la prisión de porcelana, danza sobre
relámpagos y la oscuridad, la hendidura de ogum, se hace más impenetrable
siempre es adverso sumergirse en el milagro
en cuclillas menea a venus cerca del piso
yemenya habla por esos labios
sobre el pico de una botella de cerveza
y es igual el color de los líquidos
chorro descarado sobre el casquijo
túnel de ira mojada
fábula del sábulo
de la arena nacen los espejos
se refleja
y el cuerpo que veo quieto
nunca es cuerpo
nunca es el cuerpo de esas lubricaciones
nunca es el cuerpo de estas elucubraciones
viscosa danza ella va estar no tanto para el embadurne
el mordisco órfico
la fuga
el nombre vulgar de la huída
su cuerpo es traje ritual
me baila
me expone a su deseo.
Elvio E. Gandolfo nació en San Rafael (Mendoza) en 1947. A muy corta
edad se trasladó a Rosario, donde dirigió con su padre la revista literaria
El Lagrimal Trifurca. Fue colaborador de la revista El Péndulo. Escribió
notas culturales en distintos semanarios y diarios de Montevideo y Buenos
Aires. Vivió alternativamente en Rosario, Piriápolis, Montevideo y Buenos
Aires. Hizo abundantes traducciones, entre otros de Tennessee Williams,
Pierre Choderlos de Laclos, William Shakespeare, Henry James y Tim O’Brien.
Compiló varias antologías de géneros como el relato policial, la ciencia
ficción y el suspenso. Actualmente integra el equipo editor de El País
Cultural de Montevideo, y escribe la página de libros de la revista
Noticias de Buenos Aires. Dirigió durante un año y medio la Editorial
Municipal de Rosario. Escribió varios libros de cuentos -La reina de
las nieves (1982), Caminando alrededor (1986), Sin creer en nada (1988),
Rete Carótida (1990), Dos mujeres (1992), Ferrocarriles Argentinos (1994),
Cuando Lidia vivía se quería morir (1994)-, y una novela, Boomerang
(1993), primera mención en el concurso Planeta.
TEMA DE LA ALUMNA Y EL PROFESOR
Le da clases de clavicordio, el único clavicordio de todo Caballito.
El profesor maduro, la alumna joven, con vestido de voladitos, estilo
Sara Kay. Al fin le confiesa que está perdidamente enamorada de él.
La comprende, le quita importancia al asunto, hablan como personas adultas,
pero la alumna cada vez más entusiasmada con la tríada gratificante:
padre-profesor-amante. Cuerpo y espíritu, sabiduría y ritmo. Al fin
el profesor se embriaga con todo un frasco de jarabe para la tos y rutinariamente
se acuestan juntos, como lo han hecho las alumnas y los profesores desde
que el mundo es mundo.
Serenos encuentros eróticos en casa de ella o en lugares discretos del
vetusto conservatorio, mientras tras los vidrios de los ventanales flota
en el viento el polvillo dorado de las pelotillas de los plátanos, que
tanto joroban los lagrimales de las personas sensibles.
Un día le dice al profesor (y, lo que es más importante, el profesor
lo reconoce) que el clavicordio ya no tiene secretos para ella, que
quiere probar con los vientos. Pasan al oboe.
En la décimocuarta vez que se acuestan juntos, la alumna queda en ese
trance que se le asienta sobre los ojos y la boca, y le afloja la frente
y las sienes, mira fijamente el vacío y dice, articulando las palabras
con precisión, como frutos maduros:
-Es mejor el oboe.
Y nunca más vuelven a hacerlo. El profesor ya en el momento mismo en
que le oye la frase, no sabe a qué se refiere, y con el paso de los
días la incertidumbre se le transforma en una leve irritación imperecedera,
como esas viejas heridas o golpes que apenas si nos aquejan, sin llegar
a dolernos, en los días húmedos.
“Es mejor el oboe que el clavicordio”, podría haber significado la alumna.
Pero entonces, ¿por qué el corte? “Es mejor el oboe que esto”, tal vez,
abarcando los dos cuerpos tendidos sobre el montón de alfombras del
desván. O “Es mejor el oboe que su...” y el profesor se detiene, siempre,
cada vez que comienza la frase, como sabiendo que es eso, contra toda
lógica, lo que la alumna quiso decir.
El profesor se detiene: es relativamente culto, a pesar de las incursiones
por el Bajo, y se resiste de plano a nombrar “eso”. Pero aun así, cuanto
más quiere olvidarlo, mientras a su alrededor suena la digitación perfecta
de la alumna, más lo siente colgar flojo entre las piernas, mucho menos
bello que la superficie lustrada y cromada del oboe, mucho más pequeño,
mucho menos sonoro y musical, aunque él sea, si bien se mira, todo un
profesor de música.
LA OSCURIDAD BAJO LA MESA
El relato “La oscuridad bajo la mesa” pertenece al libro Ferrocarriles
Argentinos, Alfaguara, Buenos Aires, 1994.
El jefe ha dicho que podía irme dos horas antes a casa, para terminar
con las carpetas de expedientes que llevé anoche. Después de un largo
viaje en ómnibus, en el día neblinoso, húmedo, con olores que quedan
como colgando del aire, entro al ascensor amarillento, sucio, recorro
el pasillo cuyas paredes parecen sudar y abro la puerta del departamento,
empujando un poco para que se destrabe el marco.
En la sala hay cuatro sillas, una sólida y vieja mesa de madera, de
puntas redondeadas, y con patas formadas por una U compacta, también
de madera, que se apoya sobre un soporte redondo y grueso como un leño.
Detrás, al fondo, junto a la puerta que lleva a la cocina, está el trinchante,
un poco deslustrado. Donde tendrían que ir botellas de distintas bebidas,
en una puertita del costado izquierdo, tengo las carpetas, papeles en
blanco, carbónicos. Sin quitarme el sobretodo me acerco, escurriéndome
entre las sillas y la cómoda (los muebles entran un poco apretados en
el espacio reducido de la sala) y me agacho. También la puerta del mueble
está un poco trabada, pero al fin cede. Saco una pila de carpetas, y,
en vez de trasladarlas a la mesa, me dejo resbalar lentamente y quedó
sentado, pasando una tras otra, en busca de la que falta terminar.
En el otro extremo la puerta de la calle se abre: seguramente mi mujer,
pienso, y alzo apenas la cabeza para mirar por debajo de la mesa, entre
la red que forman las patas en U, las patas delgadas de las sillas,
y el mantel de puntillas que cuelga cerca de mi nariz y más allá, repitiéndose
a dos metros, en otra punta de la mesa.
Lo que veo son las piernas de mi mujer, calzada con los zapatos de taco,
cosa que me llama la atención. Sólo alcanzo a distinguirlas hasta las
rodillas, hasta donde empieza el vestido color violeta que se pone los
fines de semana. Aparto los ojos por un segundo para mirar la hora:
las cuatro y cuarto. Pensaba que el minúsculo movimiento de mi cabeza
sería acompañado por el ruido de la puerta al cerrarse (uno empuja,
entra, la vuelve a cerrar casi en un único movimiento) y sorprendido
de no oírlo vuelvo a mirar.
Hay un par de piernas de hombre junto a las piernas de mi mujer. Ahora
sí la puerta se cierra, y las piernas de los dos cambian de posición:
mi mujer queda apoyada contra la puerta y los tacos del hombre hacia
mí: evidentemente la aprieta contra la hoja de metal. Una mano aparece
desde el borde de la mesa y el mantel, baja, alza el vestido violeta
de mi mujer lentamente y acaricia la carne a la vez con ternura y violencia,
con apremio y calma. Se oyeron los jadeos de mi mujer, largos y profundos
al principio, entremezclados con algo que es como el comienzo de una
palabra dicha entre dientes, que no llega a concretarse y que al fin
se resuelve en un "aaahh" ronco, cada vez más breve. La mano ha vuelto
a subir por debajo del vestido de mi mujer, y ahora le veo las piernas
perdiéndose hacia arriba, con medias largas, color carne.
De pronto las piernas de mi mujer se apartan de la puerta, las del hombre
vacilan un poco (fuera de mi visión debe estar viendo el movimiento
de mi mujer, captándolo más bien con el cuerpo, y tratando de adaptarse
a él). Lo que ella hace es retroceder de espaldas hasta la mesa, para
apoyarse, y arrastrar al hombre, tomándolo de la ropa, guiándolo.
Ha quedado apoyada con las nalgas en la mesa, y abre las piernas, que
enmarcan las del hombre, apoyándose en la punta de los pies, aún calzados.
Así como antes esperaba el ruido de la puerta, ahora espero que los
pies del hombre se afirmen, que los jadeos de mi mujer se hagan más
intensos, que recomiencen al menos, porque se han interrumpido. Pero
los movimientos de los dos se hacen suaves, silenciosos, casi respetuosos.
Las dos manos del hombre bajan lentamente una de las medias, mientras
los pies de mi mujer, fuertes, ágiles, se quitan los zapatos con un
par de movimientos. Se oye el chasquido del elástico de la segunda media
al soltarse arriba: la otra media baja, lentamente.
Las piernas de mi mujer son blancas, casi lechosas donde se unen a las
nalgas, al borde de la gordura pero firmes; hay algo en ellas que reclama
algo, no se sabe bien qué: decir que reclaman ser tocadas sería simplificar,
falsear las cosas.
No he alcanzado a ver el rostro del hombre, la primera vez porque quedó
más allá del borde del mantel, la segunda porque la pierna lo ocultó.
Hay un susurro suave, las piernas de mi mujer se apoyan alternadamente,
en movimientos leves, sueltos: se está sacando o le están sacando el
vestido, que cae, formando una mancha violeta junto a las cuatro piernas.
Llama la atención que el hombre no se haya sacado el pantalón: la está
acariciando, de vez en cuando una mano baja por las nalgas, y vuelve,
se demora en el surco cálido y suave que las divide, hasta que se demora
definitivamente, entra con delicadeza, los jadeos de mi mujer aumentan.
Esperaba ver subir las piernas de mi mujer, aferrarse a las del hombre,
o un leve crujido de la madera de la mesa que indicara que se recostaba,
que se iba dejando caer sobre ella, corriendo el mantel de puntillas,
arrugándolo, derribando el espantoso cisne de cerámica estilizado que
hace de centro de mesa. Pero en cambio cae (siempre suavemente, sin
violencia) de rodillas, y baja con decisión pero con cuidado el cierre
metálico del pantalón del hombre. Desde donde estoy no alcanzo a distinguir
cómo surge su miembro porque mi mujer lo abarca casi antes de que salga
con la boca, lo cubre, se mueve. El hombre le sostiene la cabeza tomándola
del pelo y las orejas, como temiendo que se le caiga, porque todo parece
balanceo, ebriedad incontrolable, que al borde del desmoronamiento y
el desorden se controla sin embargo, multiplicando el goce.
Mi mujer va cambiando lentamente la posición del cuerpo. Es como si
su rostro fuera otro, a la vez más real y más anónimo que el de todos
los días: tiene los ojos entrecerrados, las mejillas rosadas y ahuecadas
por la tarea, el pelo rubio cayéndose desordenado y oscilante con los
movimientos de la cabeza y del propio cuerpo del hombre, prácticamente
sostenido por el miembro, porque las piernas se le han relajado tanto
que uno de los zapatos está inclinado, flojo, como un barco escorado.
Ahora mi mujer tira de él hacia abajo, se va recostando lentamente sobre
el soporte en U de ese extremo de la mesa. Apoya la espalda contra el
grueso trozo de madera y el hombre se arrodilla sacramentalmente, la
penetra despacio al principio, luego con más violencia.
La cabeza de mi mujer cae hacia atrás, volcando la cabellera rubia,
que parece brillar en la oscuridad bajo la mesa. Ahora veo su rostro
invertido, jadeante, levemente sacudido. Sus brazos rodean al hombre
y lo atraen hacia ella. Por primera vez le veo la cara: es un desconocido,
tan atractivo o desagradable como yo, pero en ese momento rescatado
por el goce, alivianado, con todos los músculos del rostro a la vez
tensos y flexibles, porque los dos se mueven en armonía, melodiosamente.
Mi mujer tiene que haber advertido algo a través de los ojos entrecerrados,
porque de pronto los abre. Debe verme también invertido, más allá de
la oscuridad bajo la mesa, con el montón de carpetas sobre las piernas,
sentado contra el trinchante, con el sobretodo puesto. Yo también la
miro. Algo debemos transmitirnos que impide que la probable sorpresa
se traduzca en terror, en un breve espasmo muscular que saque al hombre
de su concentración para descubrirme. Lenta, lentamente mi mujer vuelve
a entrecerrar los ojos, y ni siquiera puedo inventarle una sonrisa en
los labios, que reciben con blandura los del hombre, se dejan aplastar
por ellos en medio de un ruido húmedo a succión, a entrega y devolución
de interiores, hasta que casi pierden la respiración.
Por primera vez los movimientos del hombre parecen casi desesperarse,
rozar la violencia. Lo que está haciendo es quitarse la camisa y el
pulóver de un solo tirón, y, con un movimiento sinuoso de todo el cuerpo,
el pantalón, que se desliza hasta las rodillas. Mi mujer lo abraza también
con ansiedad, por un instante han quedado separados, pero las manos
del hombre vuelven a tomarla, a calmarla, y le quitan la enagua de seda
ocre, la arrojan sobre el montón de ropa que ha ocultado la mancha violeta
del vestido.
Ahora sí la penetración es violenta, transmitida por la espalda de mi
mujer a toda la mesa, haciendo que se agite la punta del mantel que
tengo ante los ojos. Llegan al clímax con rapidez, jadeando juntos,
cada vez más roncamente, con un grito final de agonía y triunfo. El
hombre permanece sobre ella, acariciándole los cabellos, los hombros.
Mi mujer se acomoda un poco y su rostro queda oculto. Miro entonces
sus pechos: como siempre el pezón derecho está erecto, duro, y el izquierdo
blando, derrumbado.
Mi mujer vuelve a acomodarse y ambos quedan tendidos en el espacio entre
la mesa y la pared, acariciándose apenas. Alcanzo a distinguir cómo
se eriza la piel de mi mujer. Llega un momento en que los dos parecen
estar dormidos. Siento mi miembro erecto aplastado por la pila de carpetas,
que empieza a ceder, recorrido por un dolor entre angustioso y gratificante,
retenido.
Lo primero que se mueve es la mano del hombre, que vuelve a acariciar
y después a introducirse en el surco de las nalgas, destacándose morena
contra el blanco purísimo de la piel de mi mujer, que despierta con
un estremecimiento de todo el cuerpo.
El temblor parece transmitirle energía al hombre, que toma a mi mujer
y la alza en peso, mientras él se entrepara. Mi mujer alcanza a aferrar
con los brazos los dos pilares de la U de madera, y resiste el embate
rítmico del hombre por detrás. Ahora sí abre los ojos de par en par
y me mira fija, hipnóticamente, hasta que se ve obligada a cerrarlos
cuando ambos llegan por segunda vez al orgasmo.
La mesa se ha sacudido casi hasta descolarse, una de las carpetas se
ha desplazado de la pila y ha caído, pero sin sacarlos del trance animal
en que se mueven.
Ya me duele el brazo, y la erección ha desaparecido: siento todo el
cuerpo al borde del calambre. Pienso que tal vez vuelvan a caer, a relajarse,
dormirse: son las cinco menos diez.
Pero el rostro de mi mujer, que se ha echado hacia atrás esquivando
hábilmente el borde de la mesa para quedar unos instantes de rodillas
junto a las piernas del hombre, sufre una transformación horrible: recobra
en un segundo los rasgos cotidianos, la leve arruga nerviosa en la comisura
izquierda de los labios, el gesto general alerta, defensivo. Cuando
la mano del hombre intenta acariciarle la espalda, ella se la aparta,
eficaz y terminante, mientras le dice que tiene que ir ya mismo a buscar
a nuestros hijos a la escuela.
No sé de qué manera, pero el hombre expresa con las piernas (por las
que el pantalón ha bajado hasta formar una especie de pedestal informe),
con las manos, incluso con el miembro, que ha recibido el mensaje, el
baldazo de agua fría. Una de las manos baja despacio y alza la enagua
de mi mujer, aquella de seda ocre que le compré en Harrod's para nuestro
quinto aniversario. Pienso que va a alcanzársela, pero lo que hace es
limpiarse con cuidado el miembro, mientras con la otra mano se sube
primero los pantalones y toma después su ropa.
Mi mujer se ha puesto con rapidez el vestido violeta, los zapatos. Nuevamente
les veo sólo las piernas, las del hombre ahora inmóviles mientras se
abrocha la camisa, las de mi mujer moviéndose, taconeando hasta perderse
cortadas por el borde de la puerta que da al pasillo. Reconozco el ruido
a vidrios flojos de la puerta del baño. Advierto que se ha llevado la
enagua.
Vuelve un segundo después. Por un instante las piernas de los dos reproducen
con tal perfección la posición de cuando entraron, que temo ver cómo
las de mi mujer se apoyan otra vez contra al puerta y cómo otra vez
los tacos del hombre me apuntan, para recomenzar. Pero es una décima
de segundo que no detiene los pasos firmes de mi mujer, el tirón de
la puerta al abrirse, el ruido que hace al cerrarse, sofocado por la
humedad, casi neumático, y los pasos que se alejan hacia el ascensor.
Ahora sí, con cierta dificultad, podré pararme.
Irene Gruss nació en Buenos Aires en 1950. Es poeta; su libro Lejos
de la palabra, nunca publicado, obtuvo el primer Premio a obra inédita
de la Municipalidad de Buenos Aires. Algunos poemas de ese volumen fueron
incluidos en el libro conjunto Lugar común (1981). Posteriormente publicó:
La luz en la ventana (1982); El mundo incompleto (1987) y La calma (1991);
el poemario Sobre el asma (1995) y Solo de contralto (1997). Dueña de
una voz singular dentro de la poesía argentina de este siglo, la autora
construye su poética desde un acontecer personal, sin apoyarse en otras
referencias que no surjan de su experiencia más íntima. Sus textos,
tomados de libros o aún inéditos, han sido publicados con frecuencia
en diarios y revistas especializadas de diversos países.
MASTÚRBATE
Mastúrbate
úntate cada pezón con miel
y baja el mentón, la lengua
saben dulces, toca
circularmente cada punta morada, agrietada o lisa
y luego acaricia el vientre, el ombligo,
haz cine o literatura
con la mente pero no olvides los pezones,
la miel, el dedo circular
hazlo frente al televisor mientras te ríes
y te humillas: mastúrbate, abandona,
cuida el clítoris como a la piel de un niño,
escucha el viento que suena detrás
de la ventana cerrada, guarda tu jugo
a escondidas del mundo
y mastúrbate, que tus piernas
comiencen a abrirse y a cerrarse
que tu murmullo sea un gemido ronco,
grito agudo en el aire, en el hueco que
pide penetración, contacto,
habla despacio
hazlo en silencio pero gime
aúlla
murmura aunque sea el goce
el rozarse de tu pelo en la almohada
en la alfombra en la nuca,
mastúrbate,
hasta que las rodillas tiemblen
hasta que caigan
lágrimas y suene esta vez
no un viento sino un timbre
y otro, regular la campanilla,
recién entonces
dilátate como en el parto
lubrica tu vagina, el tubo que
sigue llamando, levántalo, bájalo
introdúcelo
y escucha ahora su voz,
lejana, ajena,
y cierra tus ojos, su boca
tan adentro.
Fernando Kofman nació en Posadas, Provincia de Misiones, en 1947. Poeta
y ensayista, reside en Castelar, Provincia de Buenos Aires. Publicó
los libros de poemas: Diez poemas y un aporte (1979); Tiempo de convulsión
(1982); Caída de la catedral (1987); Polifonía en el páramo (1991) y
Zarza remueve (1992), y los ensayos: Poesía entre dos épocas (1985)
y Poesía minimalista norteamericana (1996).
TONY EN LA CAMA, SEGÚN MARY
Me llamabas “urraca”
por el gorjeo ronco que lanzaba
cuando me reía. Al desvestirme,
mi cuerpo apenas ondulado
como una pequeña palmera
mostraba mi vellón, mis tetas,
tan chiquitas como risas de bebé.
“Sé lo que estás pensando”, decía,
“soy tan triste para el amor
como una urraca”.
Pero además me llamabas:
“pañuelo”.
“Creo saberlo”, te decía. Pero
no lo sabía.
“Todos te llaman
en su soledad,
y te usan y se refugian en vos”:
-me dijiste-
Me confié a vos diciéndote:
“yo ante tu dolor sólo puedo
ofrecerte este espacio, entre mis dos tetas,
como otro pañuelo,
para que vos hagas lo tuyo,
para que vos digas lo tuyo”.
Esteban Moore nació en Buenos Aires en 1952. Poeta y traductor; ha traducido
al castellano a diversos autores en lengua inglesa: E. E. Cummings;
Charles Bukowsky, Seamus Heaney, Raymond Carver, Tess Gallagher, entre
otros. Es miembro de Consejo de Redacción de la revista Graffiti, de
Montevideo, Uruguay. Publicó los libros de poemas: La noche en llamas
(1982); Providencia terrenal (1983); con Bogey en Casablanca y otros
poemas (1987; Poemas 1982-87; Tiempos que van (1994); Partes mínimas
(1999) e Instantáneas de fin de siglo (1999).
LA BOCA EN LA FRUTA
en pleno silencio
de las bocas
que mutuas se comen
las lámparas
su repentino fulgor
iluminan
los oscuros pezones
el vientre
la mano que se aroma
en la deseada humedad
en la desvanecida penumbra
esa mujer
anhela de las promesas
el empeño
en la disuelta oscuridad
esta mujer concibe
estímulos en carne propia
esa mujer / olvida
esta mujer cierra los ojos
Che Tartufo Oí
a este buenos aires
que vio mejores días
quieren regresar
a través del mar con el TU
a flor de labios desde el mar
quemá el peluquín
abandoná la mineta
no te vayas en suspiros
en esto de la libertad
/ de lenguas
Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires en 1962. Es arquitecto y autor
de cuentos y novelas.
Su primer libro de relatos, Playa quemada (Alfaguara; 1994) obtuvo el
Primer Premio en la Bienal de Arte Joven en 1989 y el Primer Premio
del certamen “La ciudad convoca a sus creadores”, otorgado por el Concejo
Deliberante de la Municipalidad de Buenos Aires en 1993. Por la originalidad
e imaginación que imperan en sus relatos fue invitado al encuentro “Literatura
y compromiso”, llevado a cabo por la Organización iberoamericana de
la Juventud en Málaga, España, en 1993.
Sus novelas La flor azteca y El amor enfermo (Alfaguara, 2000) fueron
finalistas del Premio Planeta en 1996 y 1997, respectivamente. Sus cuentos
figuran en antologías de Latinoamérica y España. De “Marvin” existe
una versión cinematográfica en mediometraje.
ALUCINANTES CARACOLES
2 REYES, I, 26
Los siento. Están ahí; empaquetados en celofanes, sostenidos por cintas
de colores, etiquetados en cajas bajo vidrio y bajo llave, entalcadísimos
para regalo (como alhajas demasiado valiosas); huecos de arena y de
mar, mustios, ásperos, anticipadamente sombreados por la oscuridad de
los placares que vendrán; solos y separados unos de otros por parecitas
de cartón, clasificadísimos según la Enciclopedia Estudiantil y el Códex.
Mi hermano me mira con ojos tristes, de playas apagadas. Le digo algo
que no oigo y que él tampoco oye. Ni esos caracoles que siguen ahí tan
quietos, como corazas de monstruos ausentes. Como la caja que los envuelve;
como la caja que nos envuelve a nosotros y nos aleja de todo, a mi hermano
y a mí, como si quisiéramos salir y afuera no estuviera la playa y las
cosas, y hubiera un solo vacío, un barro total, una lluvia sin fondo,
la tierra de abajo de todos los bosques.
“Así no vale”, me digo.
Así dejaron de ser alucinantes.
1
Llevé el caracol hasta donde él estaba y le dije:
-Encontré uno. ¿Sirve?
Le dije también que era de la primera franja. Habíamos dividido la playa
en franjas de caracoles y le pusimos “uno” a la que estaba más cerca
de la casa y “tres” a la que mojaba la orilla. Pero ahora había aparecido
una nueva franja, y a mi hermano le daba fiebre tanto desorden. Estiró
el brazo apoyando la mirada sobre la recta de la manga de su pulóver
azul, para ver si estábamos en lo correcto. Yo dije: “Hay una nueva
número uno”. Él dijo: “Puta madre, se nos despelotaron todas las etiquetas”.
Mi prima fue la que la descubrió. Siempre complicándolo todo, no sé
para qué la trajimos. Da vueltas y se le vuela la pollera, del viento
que hay. Ella también junta caracoles, pero se hace la que no sabe y
junta cualquier cosa. Te viene con una pavadita rota como si hubiera
encontrado una sirena. Encima quiere que la consideremos.
Ayer se me acercó con una piedra extraña, opaca y siena. Yo estaba caratulando
las cajas de la colección. Al mediodía habíamos encontrado un caracol
del tamaño de una moneda de diez, celeste. No se ven caracoles celestes,
y éste es celeste como un cielo. Hasta hoy no supimos qué nombre ponerle,
porque en el Códex no aparece (se lo vamos a tener que inventar). Mi
prima estaba ahí, parada, con eso sobre las manos abiertas y yo pensándole
el nombre. Dejé de despegar las etiquetas engomadas para observarla
con más detenimiento. Lo traía apoyado en un papelito. Me pareció tan
raro que le hice una sonrisa que significaba la sorpresa de ver algo
que todavía no teníamos, una piedra difícil de encontrar. Fui a tocarla
como si se tratara de un diamante preciado, y cuando la alcé se me hundieron
los dedos. Era una masa fofa y desagradable.
-¿Es un sorete de perro? –le pregunté.
-De perro no. Es un sorete de tu hermano. Acaba de depositarlo detrás
de aquellos matorrales, para la colección.
2
Ella lo sigue a todas partes. Estuvimos cambiándole las etiquetas a
los caracoles la noche entera, por ese descubrimiento que hicimos en
el cual la franja uno pasaba a ser la franja dos, la dos la tres y la
tres la cuatro. Yo le dije a mi hermano: “Pongámosle cero a la nueva,
así no tenemos que tachar tanto”. Él me contestó: “Eso carece de seriedad
científica. Hagámoslo todo otra vez”. A ella le encantó, y por esta
bobada (tan fácil de arreglar) nos pasamos la noche en vela. Lo miraba
y lo miraba, la guacha. Fijamente, con los ojos vueltos dos caracolazos
brillantes, blancos con el bichito húmedo adentro, despierto, escarbador.
Yo le dije: “Éste todavía no lo encontramos”, y le señalé en el Códex
uno rarísimo, grande como un puño y lleno de puntas.
-Es una concha –dijo mi hermano-, no un caracol. Una concha marina.
Mi prima se rió y a mí me dio una rabia bárbara, porque se le sentó
sobre la falda, lo abrazó y le dijo:
-Lo que te falta a vos es una buena concha.
Se lo dijo al oído, pero lo suficientemente alto como para que yo escuchara.
Lo hace a propósito, de jodida que es. Mi hermano paró de tipear con
la eléctrica y me preguntó qué nombre le poníamos al celeste. Yo estaba
furioso y el corazón me latía como laten los peces recién pescados;
yo mismo era ese gran pez arrancado del mar a tirones. Mojado y palpitante,
con el día mordiendo del anzuelo y el sol sobre los ojos irritados,
sin párpados, sin movimiento. Y luego sin escamas, sin tripas, sin espinas,
sin cuerpo.
-Qué nombre le ponemos.
-¿Cómo?
-Al caracol celeste. Tiene que existir un nombre para poder catalogarlo.
-No sé. A mí qué me decís. Preguntale a tu prima.
Después me quedé pensando un largo rato y no se me ocurrió nada, y me
di cuenta de que tenía la mente muda, en cero, singularmente desnuda.
3
Nos repartimos las franjas para poder alejarnos, porque en los últimos
días habíamos encontrado los mismos caracoles, y porque ya me estaba
cansando de verla todo el tiempo con el viento volándole la pollera.
Fue lo mejor que hicimos. Acabo de levantar uno que figura en la Enciclopedia
Estudiantil y no en el Códex; de la sección “Fauna abisal”, tomo III,
fascículo 32, página 17, abajo cerca del ganchito. Me acuerdo bien.
Es un Conus fino, con franjas horizontales blancas y negras y una modulación
de textura en vertical. Por adentro todo plateado y liso. Medidas aproximadas:
veinte milímetros por diez; una joya.
Mi prima grita. Yo encontré uno divino y no hago escándalo, y ella viene
corriendo por la arena dura y cuando llega me grita: “¿A que no sabés
qué tengo?”. Yo no la miro, ya me pudrió. Después me sale con cualquier
cosa y me la tengo que aguantar por mi hermano.
-Mirame, che.
-Qué querés.
-Mirá qué caracol.
Sacó del bolsillo uno enorme, gris nacarado, como si estuviera haciendo
un truco de magia y eso fuera un conejo, o una paloma, o un globo. Extraordinariamente
aparecido. Una Charonia tritonis de un tamaño anormal para la orilla;
le acerqué la regla y medí: ¡750 x 48 x 350 mm!
-¿Adónde lo encontraste?
-Sorpresa. Se oye el ruido del mar.
Me lo arrimó a la oreja. Enseguida sentí el zumbido claro, bien caracol.
“De éstos no hay”, le dije temblando, y me puse colorado porque supe
que esa Charonia era fundamental para la colección, y no me animaba
a pedírselo, después de tanto putearla toda la tarde.
-Ni mamada se los doy –dijo-. Es mío. Olelo. Tiene el olor del mar.
Me lo puso en la nariz; yo aspiré y me hizo toser. Estaba lleno de arena
finísima, que volaba de nada. Tosí bastante, me picaba la nariz y ella
me lo volvió a poner como una máscara. Yo no podía respirar sino eso;
las rodillas se me vencieron y nos caímos hacia atrás los dos, jugando
y tosiendo. Me empecé a reír, no sé por qué, y la vi a ella tan linda.
El mar estaba lejos y cerca, porque no podía fijar la imagen y no me
daba cuenta. El horizonte se me borraba del mareíto; ella me sacó el
caracol y yo le grité “más dame a oler otro poco”. Já. “Qué mierda te
importa la colección, dijo, volá que te va a hacer bien”. “ ¡A VOLAR
COMO LOS BERBERECHOS!”, gritó, y a mí me hizo gracia, porque justo cuando
pensaba “los berberechos qué van a volar”, pasó volando uno y me echó
su cagadita sobre la frente. Apoyé la espalda en la arena porque me
caí cuando me vinieron ganas de vomitar o de hacer pis o de hacer cualquiera.
Pasaba el cielo entero y yo así, acostado sin saber, y los bivalvos
allá por la orilla, y ella también oliendo su caracol, riéndose conmigo,
bajándome la malla y chupando, ella pulpo calamar ventosa agua fondo
sueño adiós mundo real.
4
Cuando me desperté, ya se había ido. El dolor de cabeza me filtraba
el resto del cuerpo; cada movimiento, cada idea me dolía paralelamente
conectada con aquel dolor principal, con el dolor madre de todos los
otros. Lo primero que busqué fue el caracol; girando el cuello abrí
los ojos una y otra vez y sentí el cansancio claro, y un desdoblamiento
de mi ser que se volvía a recostar, pesada y lentamente, sobre la arena.
“La resaca del infierno de mierda de la prima”, pensé, y no me atreví
a decirlo por temor a escucharme distinto, quizás con voz de pájaro,
aguda y estúpida. “Ella es una voz de pájaro, me dije, ¿cómo se puede
ser aguda y estúpida a la vez? así, veanlá”. Yo me hablaba callado,
estremecido, en pelotas porque se había robado mi malla y la puta madre
que la parió. Otra vez esta rabia que es un dardo acertando en el mambo
del despertar desnudo y fisurado, arrastrando como un gasterópodo sin
coraza el estómago sobre la playa. Sin caracol. De nuevo reptando sobre
la franja dos, sobre la tres generosa de mejillones vacíos y medias
ostras y agujeritos con burbuja para pescar almejas; de nuevo el mar
proveedor único de interminables colecciones, de hondas cosmogonías
sin fin, de arquitecturas enigmáticas y abismales. ¿Cuánto habría dormido?
¿Un minuto o una hora?
Allá a lo lejos estaba la malla. Se dio cuenta porque a él nadie lo
engañaba así nomás, porque para eso era el menor de los Nilsen; qué
joder, ¿no? Tenía una vista bárbara, y a la malla le daba justo el recorte
del médano contra el cielo. “Ni a mí ni a mi hermano nos importa ella,
que es una cosa que da vueltas por acompañar a la pollera, ¿no? Ni siquiera
es un caracol, que también es una cosa pero con importancia, digna de
guardarse en una caja de cartón con una vitrina arriba, para mostrar”.
Él sabe de qué habla cuando sube al médano, porque la respiración se
le junta en el pecho y tiene que soltarla de algún modo, y salen algunas
quejas. Siempre pasa. Se pone la malla y allá abajo, como a cincuenta
metros, ve la pollera, sobre un arbusto la fijación. Eduardo Nilsen
sonríe y su cara se transforma en un grito que se estira y estira cuando
corre como un chico, hundiéndose en la arena que baja por la pendiente
casi a pique; se ata la pollera a la cintura gritando y más allá, a
veinte o treinta metros de subida por el médano, su blusa roja. Ya se
ríe a carcajadas y trepa, ya se cae, ya sigue trepando. Se mete los
brazos de la blusa por las piernas como si fueran pantalones; en el
esfuerzo descose una de las mangas y le queda una bolsa roja colgando.
Y le estalla la piel del pecho con una respiración agitada entre el
ahogo de la risa y las corridas. Pero sigue, sigue corriendo hasta el
corpiño que está abajo y hasta la tanguita mínima que está arriba otra
vez, casi escondida, pero que él descubre con su vista formidable de
buscador de caracoles. Y aquí llega, la cara y las manos prendidas a
los arbustos, asmático, pidiéndole aire al aire, a la playa, a la prima
que está jugando tan regalada con su hermano Cristián como una injuria,
como una humillación, como una mancha en mitad de la colección. Es un
molusco prendido con sus tentáculos abyectos y su lengua, en el pozo
del médano que él está mirando, y por el que ya le explotan los ojos
de envidia.
A su derecha estaba el caracolazo. Lo agarró sobresaltado, jadeante;
se los iba a tirar pero no, mejor adentro de la pollera, porque la colección
es lo más importante. Al fin y al cabo, era lo que tenían que hacer.
¡Tantas horas compartidas en el rigor de la clasificación! Sólo ellos
sabían las que habían pasado y los caracoles estaban ahí, siempre ahí,
quietos. Y otros en el mar que lleva y trae, y otros en las profundidades
o en el Códex. Jugando a descubrir y a ser descubiertos, al conquilólogo
y a la concha peluda, ¡cómo juega Cristián! Já. Lo da vuelta y lo examina
al caracol ( “una Charonia tritonis de locos”, pensó); con la punta
de la uña le rasqueteó el esmalte que salía tan fácil que parecía barniz.
“Es la abombada ésta que no lo deja tranquilo. Y que me distrae a mí
también, para qué mentir. (¿Le cuento o no le cuento que ella anduvo
por entre mis cosas haciéndome cosquillitas con saliva?)”. Tiene algo
escrito en letra cursiva, el caracol. “Él me debería haber dicho: Si
la querés, usala. Así, directamente. Porque es nuestra prima pero no
sé de quién es más, o mejor dicho sí, sé. Y sé también que nos saca
de tema todo el tiempo, y que me volvió a pudrir. Porque el cartelito,
este cartelito de acá abajo; mirá, te digo que mirés, Eduardo, ¿ves?,
este cartel impreso a la orilla del caracol dice muy claro de quién;
leé, volvé a leer. «Recuerdo de Miramar», dice. Y capaz que era el pie
de un velador y todo; ¿qué no?, ¿y para qué va a tener ese agujero ahí
abajo, sino para pasar el cable?
5
Ella paseaba por afuera dándole vueltas y más vueltas a la pollera azul;
Cristián alzaba tabiques de cartón que previamente había cortado con
un escalpelo, cementados formando nichos grises para quién sabe qué
nuevos cadáveres de mar, pensó Eduardo, que la miraba pegado al vidrio,
mordiéndose las lágrimas. La miraba fijamente, como si quisiera ver
a través de ella, a través de esa pollera inquieta, el fondo del océano.
Y sus infinitos peces y sus caracoles.
-Tiene que irse –dijo, y parecía que ya lo había dicho antes, porque
su hermano no lo miraba y el deseo se le venía a los ojos inyectándoselos
de sangre y ganas; recordándole la sentencia (tienequeirsetienequeir),
sintiéndola otra vez hecha un latigazo firme de viento sobre su cara.
El mismo viento que le volaba la pollera y remontaba todas las palabras
viejas, detrás del movimiento de la tela. Los dos habían fracasado,
habían hecho trampa y eso abría un tajo entre ellos, que se parecía
mucho al tajo que la prima llevaba incrustado entre las piernas, a ese
caracol secreto con la babosa adentro, extraño a todas las colecciones
y al Códex.
Cristián pensó: “Por favor, que no se vaya, porque estoy enamorado”.
Casi lo dijo. El aire era como una masa densa de agua salada, inmóvil
y oscura. Podía decirse cualquier cosa, que todo daba lo mismo; apenas
si se oía el repiqueteo de los marcos agitados de las ventanas y un
sordo y apagado ruido a mar, lejano, bien adentro del día.
Su hermano Eduardo se maldijo a sí mismo por lo que estaba queriendo
en ese instante, por lo que le pasaba por la cabeza al verla rodar con
su pollera azul marino sobre la franja dos, sobre la dos y la uno; casi
dijo algo pero se lo calló, porque el agua le daba en la cara y porque
las lágrimas mordidas no le surgían por nada del mundo. Por nada del
mundo. Entonces le arrancó el celofán a una caja de rabia; los caracoles
cayeron liberados al suelo y fueron una cascada, un rumor de agua adentro
del agua, una ola. “Éste es mío y éste también. Yo los encontré. Son
míos. Los quiero sin etiquetas, ni carteles, ni Códex. Voy a devolverlos
a la playa, que es adonde deben estar”. Le puso el pie arriba al celeste
que todavía no tenía nombre. Su hermano dijo: “No vale la pena, Eduardo.
Pucha, una vez que estábamos de acuerdo...”. Le apoyó encima todo el
peso del cuerpo y el caracol sonó.
-Nos olvidamos de la colección –dijo, descubriendo con el pie los pedazos
rotos.
-Sí.
La intrusa los miraba a través del vidrio y sonreía; a Eduardo se le
ocurrió que porque era parte de otra cosa, porque estaba loca y afuera
de la casa que era un clasificador como los que hacían ellos pero mayor,
mucho mayor, a escala humana; y que habría otros, quizás la playa fuera
uno y su prima, que parecía tan libre, también estaba guardada en el
sitio exacto por alguna exacta razón; y todo, los caracoles y el mar
y la arena y el mundo eran a su vez el álbum y las figuritas pegadas
en el álbum, y la difícil y las repetidas y las que todavía no salieron.
-Yo también estoy enamorado –le dijo, rabioso. Y estuvieron un rato
callados, calladísimos, hasta que ella entró a la casa.
-¿Qué pasa? –preguntó.
El silencio los tenía agarrados de las manos. Cristián dijo:
-Tenés que irte.
-Por qué?
-Porque sí.
6
Desde la ventana la vieron sacarse la blusa y el corpiño; la pollera
solamente se la alzó. No tenía ropa debajo. Se dio vuelta para verlos
con sus ojos grises, copiados del cielo que se estaba nublando. Después
empezó a caminar hacia adentro, y Eduardo lo vio gritar a su hermano
sin escuchar el grito. Fue en un momento bastante trágico, porque el
agua le llegó a la cintura y la pollera parecía una bandera que flotaba,
el símbolo de un naufragio. Ellos sintieron el frescor entre las piernas
y un calor intenso en la cara y en las manos. El mar estaba plano, raro;
una impresión inolvidable. Tanto tiempo viviendo en esta casa y un día,
por ponerse a juntar piedras, se olvidaron del mar. Y ahora parece recién
estrenado, detenido, con una prima adentro y los caracoles caídos en
el parquet. ¿Cómo encerrar todo ese paisaje desconocido adentro de los
nichos del clasificador? ¡Pensar que ellos lo habían intentado!
Cristián salió, aturdido; su hermano salió detrás por precaución, por
si se confundía y se volvía loco de repente, ¿no? Puede pasar. Pero
se cayó arrodillado sobre la arena, nomás, a dos pasos de la puerta,
y sus ojos fijos se quedaron enredados en el último rastro del pelo
de ella. Después se acabó todo, y lo vio largar el llanto con la cara
pegada a la playa. Entonces se volvió, caminando y mirando siempre hacia
abajo porque el reflejo del mar le irritaba los ojos, y hubiera parecido
que él también estaba llorando. Mirando siempre hacia abajo para buscar,
¿no?, y pensando siempre hacia abajo. “Chau colección”, pensando. ¿Para
qué alzar la vista si en una piedra está todo escrito? Por qué llorás,
Cristián, si en esa ola que se empieza a mover estamos nosotros y ella
y la colección y la playa y la ola misma, alguien nos clasificó y por
eso estamos. Tu propio llanto, el pozo que ahora escarbás en la arena,
el objeto que ahora levantás con tanta delicadeza, tu mano semiabierta,
tu mirada científica escudriñándolo milímetro a milímetro, tu ojo abierto
y tu ojo cerrado, tu pestañeo, tu pestaña, la mitad de tu pestaña, la
mitad de la mitad, Cristián.
Sonrieron. Él metió la punta de la lengua en una hendija que dejó entre
el índice y el mayor, lamiendo el objeto encerrado con las mejillas
chispeantes de lujuria. Un hilo de baba le colgaba desde el labio y
se metía en el hueco interior de las dos manos, pasando por entre la
hendija de los dedos. Eduardo se acercó.
-¿Qué es? –le dijo.
La baba era el tobogán de otras gotas mínimas de saliva que se deslizaban
desde la punta de la lengua, y que hacían reflejos divertidos de sol,
tanto que Eduardo supuso que su hermano tendría fulgores de estrellas
guardadas en la boca, que iba largando para darle de comer al objeto
de adentro de las manos.
-Qué guardás, che. Dejame ver.
-Un caracol.
Pedro Orgambide nació el 9 de agosto de 1929
en la ciudad de Buenos Aires. Desde su juventud autodidacta muestra
interés por la literatura social y publica, entre 1942 y 1945, sus primeros
poemas en el periódico Orientación, que dirigía Raúl González Tuñón.
Con 19 años publica su primer libro, Mitología de la adolescencia (1948).
En la década siguiente colabora con la revista Capricornio (1953-1954),
labor que compagina con su trabajo de cronista deportivo para el diario
Noticias Gráficas. En 1959 estrena su obra teatral La vida privada y
recibe un premio honorífico de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE)
por su novela Las hermanas. En la década de los sesenta dirige la revista
Gaceta Literaria.
En 1970 publica su primer estudio sobre el pensador y escritor argentino
Ezequiel Martínez Estrada, una de sus obsesiones permanentes -junto
a las figuras de Borges, Gardel, Horacio Quiroga y Eva Perón-. Tras
el golpe de Estado en Argentina, se exilia en México en 1974. Un año
más tarde funda con Juan Rulfo, José Revueltas, Heraclio Zepeda, Miguel
Donoso Pareja y Julio Cortázar, la revista Cambio. Durante su estancia
en México, es profesor de Literatura en la UNAM y dirige talleres de
escritura en el Instituto Nacional de Bellas Artes de México. En ese
tiempo, su trayectoria literaria continúa sumando títulos: su libro
de relatos Cuentos con tangos y corridos es galardonado con el Premio
de cuento Casa de las Américas (Cuba) en 1976, y un año más tarde su
novela Aventuras de Edmund Ziller en tierras del Nuevo Mundo recibe
una mención en el Premio Nacional de Novela (México). Su actividad en
el exilio se acrecienta con la fundación de la editorial Tierra del
Fuego, junto a David Viñas, Humberto Constantini y Alberto Adellach.
Precisamente en esta editorial aparece en 1983 Cantares de las madres
de Plaza de Mayo, publicación que coincide con su regreso a la Argentina
en 1984.
En la Argentina trabaja como creativo de publicidad y guionista de televisión,
colabora también con los músicos Alberto Favero y Astor Piazzolla en
la creación de varios musicales y óperas (El ídolo, Prohibido Gardel,
Eva).
La década de los noventa es especialmente prolífica en títulos: novelas,
ensayos, biografías, cuentos y prólogos se suman a una lista de publicaciones
casi inabarcable. En 1997 recibe el Premio a la Trayectoria Artística
del Fondo Nacional de las Artes (Argentina).
Pedro Orgambide murió el 19 de enero de 2003, poco después se editaría
El último tango de Gardel.
Otras de sus obras son: Las hermanas, Buenos Aires, Editorial Goyanarte,
1959; La vida prestada, 1959; Crónica de la Argentina, selección literaria
y gráfica y textos complementarios; Concierto para caballero solo; Memorias
de un hombre de bien; Historias cotidianas y fantásticas; El páramo;
Los inquisidores; Yo, argentino; La buena gente; Radiografía de Martínez
Estrada; Enciclopedia de la literatura argentina (junto a Roberto Yahni);
Hotel familias; Confesiones de un poeta de provincia; Borges y su pensamiento
político; El arrabal del mundo; Hacer la América; Gardel y la patria
del mito; Genio y figura de Ezequiel Martínez Estrada; Pura memoria;
Todos teníamos veinte años; Historias imaginarias de la Argentina; La
mulata y el guerrero; La convaleciente; El negro Tubua y la Tomasa;
Estaba la paloma blanca; Che amigos; Celebración: crónica del General
que cumplía cien años (igual que la patria) y de las imprevistas aventuras
que sucedieron en aquel día memorable; Mujer con violoncello; Un amor
imprudente; Horacio Quiroga: una historia de vida; Crónicas del nuevo
mundo; El escriba; Ser argentino; Un puritano en el burdel; Ezequiel
Martínez Estrada o el sueño de una Argentina moral, y otros.
NO HAGAS TANGO
Lo encontró en un bar de la Zona Rosa, entre unos cabrones multinacionales
que festejaban a la Diosa, la bailarina mulata que venía de un festival
de Cali. Lo presentaron como a un escritor argentino en el exilio, un
che al que lo habían fregado ¿sabes?, un pinche periodista político
que cantaba tangos. Canta, canta para mí, dijo la bailarina que además
era antropóloga y hablaba de la magia y cosas así. ¿Cantas o no?, preguntó
un canadiense que buscaba datos en el Colegio de México y whisky. No,
dijo el argentino, no tengo ganas. Un periodista político, eso debe
ser muy aburrido, lo provocó la Diosa. Ella empezó a hablar del cine
underground, del Kitsch, de todas las pendejadas latinoamericanas de
Norte a Sur, desde La Tecla (México, D. F.) al Bar-Bar-o (Buenos Aires)
una vasta geografía de bares, cine-clubs, galerías de arte, donde los
intelectuales se cagan en el boom porque la onda está en otra parte,
en París o New York. ¡Ni modo!, dijo ella pero abandonó la mano en la
mano del argentino y él comenzó a acariciarla con tristeza, sólo para
demostrar cómo un macho argentino se levanta a una mina, a una vieja
entre machos mexicanos. Pero tal vez no fue así, quizás en ese momento
necesitaba realmente una mujer. Oye, oye, dijo ella ¿porqué no escribes
un libro acerca de Perón? Todos tus compatriotas escriben libros así.
Ven, ven, no te enfades, era una broma, era una broma, cariño. Él le
miró los pechos, los altos pechos de sierva concebida que venían hacia
él dando saltos como en el verso de Miguel Hernández, dos hermosas toronjas
para apagar la sed. Déjate de mirarme con esa cara de tango ¿quieres?
Don’t be vulgar, please. Déjate de pensar cochinadas. Entonces la mulata
comenzó a cantar una cumbia de los cincuenta, muévete, muévete, decía
y se movía en su silla y él recordó a las Mulatas de Fuego y los mambos
de Pérez Prado y la erección de muchachito que había sido, la erección
solitaria, en un cine de barrio, en Buenos Aires, mirando una película
de Carmen Miranda. Los amigos de la Diosa abominaban ahora del cine
del Tercer Mundo, se burlaban de esos cuates que iban por América con
sus cámaras al hombro, dichosos con la miseria, decía uno, merde, dijo
otro, pinches oportunistas. Esto está muy aburrido, Cara de Tango -dijo
la Diosa- vámonos juntos ¿quieres? Oye, político: a esta hora la casa
de Trotsky está cerrada. Pero podemos ir a otra parte. Él se dejó llevar.
Se despidieron de los amigos y subieron al auto y ella manejó como si
se despidiera del mundo. Ahora me cantas el tango que me debes, cabrón.
Sí, dijo él y comenzó a cantarle el tango y a acariciarle las piernas.
Ella frenó en una cerrada de Coyoacán. Cuando lo besaba, deslizó su
mano hasta el sexo del hombre, lo apretó con fuerza, con furia, como
vengándose de algo. Después fueron al café que había sido un convento
virreinal y hablaron de la vida. A mí también me caen gordos mis amigos,
pero no tengo otros, dijo la mujer. El hombre recordó un verso de López
Velarde, dijo que sentía una íntima tristeza reaccionaria. Yo te voy
a curar, prometió la Diosa. En la cerrada volvieron a besarse. En el
auto, ella abrió la blusa y le ofreció los pechos.
Triste, reaccionario, niño, amor, basta, déjame, glotón, vamos a casa.
En la casa del cerro (herencia de mi padre, era muy rico ¿sabes? déjame,
loco) el hombre cayó abrazado a la mujer que jugaba a resistirse, a
ceder, al juego de la señora y el doctor, cayó sobre la cama inmensa
de kilómetros de exilio, cayeron vestidos todavía, desnudándose, mordiéndose,
besándose, la mulata de Baudelaire, mi negra, mi Cara de Tango, macho
sombrío, triste, reaccionario, ella cerrando los ojos, concentrándose
en el puro goce de ese orgasmo imprevisto, fugaz, perdóname, Tango,
perdóname, Macho, ahora te toca a ti. Se abrió la cueva húmeda. Pase
mi rey, pase mi huésped, entra mi negro, mátame. Él estaba acostado
en la blanca cama de espuma, con la mulata que había nacido en Pekín
porque su padre era embajador -espérame tantito ¿quieres?- y ella seguía
hablando desde el baño, orinando su dulce miel como un verso de Neruda,
volvía bamboleándose, mira a tu novia ¿te agrada tu novia? hablando
como una popi, paseándose desnuda por la recámara, excitándolo, contándole
sus viajes por el mundo, las brujerías de su madre negra que su padre
se robó en Jamaica. Era muy racista el güero, nunca me pudo querer.
Mi padre, el padre, el Padre de los pobres: ella quería que le contara
historias de Perón. Estaban desnudos, saciados de la primera vez, fumando
y tomando agua mineral, para que la segunda vez fuera mejor, más amistosa,
no ese relámpago de destrucción al que se habían entregado en la casa
del cerro. Dos veces, dos muertes. La primera vez, dijo el hombre, yo
no entendía, era un pendejo, un estudiante muy humanista, muy antifascista,
claro, muy pequeño burgués, una buena conciencia; la segunda no quise
equivocarme, quise creer en el Padre ¿entiendes? Ser como todos, fundirme
en ese Todo como tú en el Zen. Mi padre era un viejo, dijo ella, un
podrido viejo cargado de medallas. Cuando dejó a mi madre, ella se ahogó
en el mar. ¿Por qué te cuento esto? No me gusta hacer tango. Cántame
un tango, cántale un tango a tu novia fea, fea, fea, pidió y se echó
a llorar porque ahora era una niñita sola en el mundo, no era la Diosa
ni la mulata de Baudelaire, sino una pobre muchacha pidiendo que le
cantaran un tango. ¿Quieres? Sí, dijo él y le cantó el tango de la casita
de mis viejos y otros tangos con patios y mujeres enfermas y jazmines.
Todo eso está muerto, pensó. Pero él no estaba muerto, estaba acariciando
los hermosos pechos de su amiga, las caderas inmensas, el sudor de los
muslos, trepando por ella como por el Árbol de la Vida que tenía en
su cuarto, bebiéndosela, emborrachándose de su boca, del suave pulque
de su vagina. Mi rey, gimió ella y se quemaron juntos otra vez y se
durmieron y despertaron abrazados y con frío. Sí, es lo que vi, dijo
el hombre, vi a la gente calentándose con las fogatas, toda la noche,
esperando a su padre, al General, al Macho. Yo estaba con ellos, pero
no era uno de ellos ¿entiendes? El Espía de Dios. El poeta es el Espía
de Dios, dijo ella. No soy poeta. Sí, lo eres dijo la mujer lamiéndole
el vello del pecho, succionando las tetillas del hombre porque ahora
soy tu niña ¿quieres? bajando hasta el sexo de su amigo, su hermano
de la noche. Él miró la cabeza de la mujer allá abajo, la boca, la mata
del pelo oscilando en un movimiento loco de polea, en una frenética
negación, su propio pene como un péndulo de delirio. Mi rey. Mi negro.
Y otra vez cabalgaron los dos. El caballo, la yegua negra en un campo
de incendio. Mi rey. Mi negra. Ven. Claro que voy, espérame. Los cuerpos
quedaron extenuados. La madrugada empezaba a filtrarse por las ventanas,
el día, la certidumbre de despertar. El hombre miró a su amiga que dormía.
Oyó tangos de Buenos Aires, tangos de la memoria, tangos, tangos, tangos
de cuando era demasiado joven, cuando la revolución era una palabra,
un improbable porvenir y no esos militantes entre los que no estaba,
sabiendo que esa sería su condena, su muerte, el equívoco síntoma de
su vejez en el momento de escribir su análisis político de la situación,
mañana, dentro de unas horas, cuando brillara el sol. Ella despertó.
Le dijo: duérmete; esta tarde seré tu compañera en La Siesta del Fauno,
pero ahora duérmete, por favor. Pienso en mis muertos, dijo él. Duérmete.
Están matando a mi gente. Duérmete, te digo. Si al menos supiera que
lo que escribo sirve para algo. No hagas tango, mi amor. Atan los cuerpos
con alambres de púa, los hacen volar con dinamita... Duérmete, ordenó
la mujer. El hombre se cubrió con la sábana, se acercó a su amiga y
prometió no hacer tango. Mientras la acariciaba pensó en Hansel y Gretel
abandonados en el vasto mundo. Entonces se durmió. Pobre amor -dijo
la mujer mientras acariciaba la cabeza del hombre dormido- estás lleno
de sueños, de la podredumbre de los sueños. Creo que te mereces un descanso.
Gioconda Belli es, junto con Ana Ilse Gómez,
Claribel Alegría, Vidaluz Meneses, Michèle Najlis y Daisy Zamora (poetas
de su generación) una de las voces femeninas de la literatura nicaragüense
pioneras de la poesía revolucionaria. Coherencia y unidad caracterizan
su expresión poética. En los años de la lucha por la liberación de su
país, Gioconda Belli vivió en el exilio (radicando en México en 1976);
a este período fuera de su patria corresponde su libro Línea de Fuego,
ganador del Premio Casa de las Américas 1978. Regresó a Nicaragua al
triunfo de la revolución sandinista, abandonando el FSLN cuando éste
no logró reorganizarse y partiendo una vez más para residir en diversos
lugares del mundo (Lavinia, Breda, 1994; Francia, 1995). Actualmente
se halla en su país, donde, desde el Movimiento Renovador Sandinista
(MRS), continua la lucha política de liberación nacional de su pueblo.
La poesía de Gioconda, ha recibido influencias de José Coronel Urtecho
(1906-1994), quien dijo de su poesía ser una versificación sin género
definible. Ha sido, a la vez, comparada con Ernesto Cardenal, discípulo
de Coronel Urtecho y uno de los poetas más representativos de la literatura
revolucionaria en Nicaragua, donde Cardenal militó en el FSLN hasta
su renuncia, ocurrida tras haber considerado que el frente sandinista
había sido destruido. Se ha concedido que Gioconda Belli es, después
de Ernesto Cardenal, la poeta simbólica de la revolución nicaragüense.
Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Sobre la Grama (1974);
Línea de fuego (1978); Truenos y arco iris (1982); Amor insurrecto (1984);
De la costilla de Eva (1986); El ojo de la mujer (1991); From the Eve´s
Rib (1989); La mujer habitada (1988, novela) y Sofía de los presagios
(1990, novela).
EN LA DOLIENTE SOLEDAD DEL DOMINGO...
Aquí estoy,
desnuda,
sobre las sábanas solitarias
de esta cama donde te deseo.
Veo mi cuerpo,
liso y rosado en el espejo,
mi cuerpo
que fue ávido territorio de tus besos;
este cuerpo lleno de recuerdos
de tu desbordada pasión
sobre el que peleaste sudorosas batallas
en largas noches de quejidos y risas
y ruidos de mis cuevas interiores.
Veo mis pechos
que acomodabas sonriendo
en la palma de tu mano,
que apretabas como pájaros pequeños
en tus jaulas de cinco barrotes,
mientras una flor se me encendía
y paraba su dura corola
contra tu carne dulce.
Veo mis piernas,
largas y lentas conocedoras de tus caricias,
que giraban rápidas y nerviosas sobre sus goznes
para abrirte el sendero de la perdición
hacia mi mismo centro,
y la suave vegetación del monte
donde urdiste sordos combates
coronados de gozo,
anunciados por descargas de fusilerías
y truenos primitivos.
Me veo y no me estoy viendo,
es un espejo de vos el que se extiende doliente
sobre esta soledad de domingo,
un espejo rosado,
un molde hueco buscando su otro hemisferio.
Llueve copiosamente
sobre mi cara
y sólo pienso en tu lejano amor
mientras cobijo
con todas mis fuerzas,
la esperanza.
YO SOY TU INDÓMITA GACELA
Yo soy tu indómita gacela,
el trueno que rompe la luz sobre tu pecho
Yo soy el viento desatado en la montaña
y el fulgor concentrado del fuego del ocote.
Yo caliento tus noches,
encendiendo volcanes en mis manos,
mojándote los ojos con el humo de mis cráteres.
Yo he llegado hasta vos vestida de lluvia y de recuerdo,
riendo la risa inmutable de los años.
Yo soy el inexplorado camino,
la claridad que rompe la tiniebla.
Yo pongo estrellas entre tu piel y la mía
y te recorro entero,
sendero tras sendero,
descalzando mi amor,
desnudando mi miedo.
Yo soy un nombre que canta y te enamora
desde el otro lado de la luna,
soy la prolongación de tu sonrisa y tu cuerpo.
Yo soy algo que crece,
algo que ríe y llora.
Yo,
la que te quiere.
ÁSPERA TEXTURA DEL VIENTO
Nacida de la selva me tomaste
arisca yegua para estribos y albardas.
Durante muchas noches
nada se oyó
sino el chasquido del látigo
el rumor del forcejeo
las maldiciones
y el roce de los cuerpos
midiéndose la fuerza en el espacio.
Cabalgamos por días sin parar
desbocados corceles del amor
dando y quitando,
riendo y llorando
-el tiempo de la doma
el celo de los tigres-
No pudimos con la áspera textura de los vientos.
Nos rendimos ante el cansancio
a pocos metros de la pradera
donde hubiéramos realizado
todos nuestros encendidos sueños.
ES LARGA LA TARDE...
Es larga la tarde
como el camino curvo hasta tu casa
por donde regreso arrastrando los pies
hasta mi cama sola
a dormir con tu olor engarzado en mi piel,
a dormir con tu sombra.
Es larga la tarde
y el amor redondo como el gatillo de una pistola
me rodea de frente, de lado, de perfil.
El sueño pesa sobre mis hombros
y me acerca de nuevo a vos,
al huequito de tu brazo,
a tu respiración,
a una continuación infinita de la batalla
de sábanas y almohadas que empezamos
y que pone risa
y energía
a nuestro cansancio.
TE BUSCO
Sola yo, amor,
y vos quién sabe dónde;
tu recuerdo me mece como al maíz el viento
y te traigo en el tiempo,
recorro los caminos,
me río a carcajadas
y somos los dos juntos
otra vez,
junto al agua.
Y somos los dos juntos
otra vez,
bajo el cielo estrellado
en el monte,
de noche.
Yo, amor, he aprendido a coser con tu nombre,
voy juntando mis días, mis minutos, mis horas
con tu hilo de letras.
Me he vuelto alfarera
y he creado vasijas para guardar momentos.
Me he soltado en tormenta
y trueno y lloro de rabia por no tenerte cerca,
en viento me he cambiado,
en brisa, en agua fresca
y azoto, mojo, salto
buscándote en el tiempo
de un futuro que tiene
la fuerza de tu fuerza.
TE ESCRIBO, SERGIO
Te escribo, Sergio
desde la soledad
del mediodía asoleado y desnudo
mientras azota el viento
y estoy, gatunamente,
enrollada en la cama
donde anoche te quise y me quisiste
entre tiempos, sonrisas y misterios.
Va quedando lejano
el mundo que existía antes de conocerte
y va naciendo un nido de palabras y besos,
un nido tembloroso de miedo y esperanza
donde a veces me siento retozando entre trinos,
y otras veces me asusto,
abro los ojos y me quedo quieta,
pensando en este panal de miel
que estamos explorando,
como un hermoso, hipnotizante laberinto,
donde no hay piedritas blancas,
ni mágicos hilos
que nos enseñen el camino de regreso.
AHUYENTEMOS EL TIEMPO, AMOR...
Ahuyentemos el tiempo, amor,
que ya no exista;
esos minutos largos que desfilan pesados
cuando no estás conmigo
y estás en todas partes
sin estar pero estando.
Me dolés en el cuerpo,
me acariciás el pelo
y no estás
y estás cerca,
te siento levantarte
desde el aire llenarme
pero estoy sola, amor,
y este estarte viendo
sin que estés,
me hace sentirme a veces
como una leona herida,
me retuerzo
doy vueltas
te busco
y no estás
y estás
allí
tan cerca.
TE VEO COMO UN TEMBLOR...
Te veo como un temblor
en el agua.
Te vas,
te venís,
y dejás anillos en mi imaginación.
Cuando estoy con vos
quisiera tener varios yo,
invadir el aire que respiras,
transformarme en un amor caliente
para que me sudés
y poder entrar y salir de vos.
Acariciarte cerebralmente
o meterme en tu corazón y explotar
con cada uno de tus latidos.
Sembrarte como un gran árbol en mi cuerpo
y cuidar de tus hojas y tu tronco,
darte mi sangre de savia
y convertirme en tierra para vos.
Siento un aliento cosquilloso
cuando estamos juntos,
quisiera convertirme en risa,
llena de gozo,
retozar en playas de ternuras
recién descubiertas,
pero que siempre presentí,
amarte, amarte
hasta que todo se nos olvide
y no sepamos quién es quién.
SENCILLOS DESEOS
Hoy quisiera tus dedos
escribiéndome historias en el pelo,
y quisiera besos en la espalda,
acurrucos, que me dijeras
las más grandes verdades
o las más grandes mentiras,
que me dijeras por ejemplo
que soy la mujer más linda,
que me querés mucho,
cosas así, tan sencillas, tan repetidas,
que me delinearas el rostro
y me quedaras viendo a los ojos
como si tu vida entera
dependiera de que los míos sonrieran
alborotando todas las gaviotas en la espuma.
Cosas quiero como que andes mi cuerpo
camino arbolado y oloroso,
que seas la primera lluvia del invierno
dejándote caer despacio
y luego en aguacero.
Cosas quiero, como una gran ola de ternura
deshaciéndome un ruido de caracol,
un cardumen de peces en la boca,
algo de eso frágil y desnudo,
como una flor a punto de entregarse
a la primera luz de la mañana,
o simplemente una semilla, un árbol,
un poco de hierba.
MAYO
No se marchitan los besos
como los malinches,
ni me crecen vainas en los brazos;
siempre florezco
con esta lluvia interna,
como los patios verdes de mayo
y río porque amo el viento y las nubes
y el paso del los pájaros cantores,
aunque ande enredada en recuerdos,
cubierta de hiedra como las viejas paredes,
sigo creyendo en los susurros guardados,
la fuerza de los caballos salvajes,
el alado mensaje de las gaviotas.
Creo en las raíces innumerables de mi canto.
RECORRIÉNDOTE
Quiero morder tu carne,
salada y fuerte,
empezar por tus brazos hermosos
como ramas de ceibo,
seguir por ese pecho con el que sueñan mis sueños
ese pecho-cueva donde se esconde mi cabeza
hurgando la ternura,
ese pecho que suena a tambores y vida continuada.
Quedarme allí un rato largo
enredando mis manos
en ese bosquecito de arbustos que te crece
suave y negro bajo mi piel desnuda
seguir después hacia tu ombligo
hacia ese centro donde te empieza el cosquilleo,
irte besando, mordiendo,
hasta llegar allí
a ese lugarcito
-apretado y secreto-
que se alegra ante mi presencia
que se adelanta a recibirme
y viene a mí
en toda su dureza de macho enardecido.
Bajar luego a tus piernas
firmes como tus convicciones guerrilleras,
esas piernas donde tu estatura se asienta
con las que vienes a mí
con las que me sostienes,
las que enredas en la noche entre las mías
blandas y femeninas.
Besar tus pies, amor,
que tanto tienen aun que recorrer sin mí
y volver a escalarte
hasta apretar tu boca con la mía,
hasta llenarme toda de tu saliva y tu aliento
hasta que entres en mí
con la fuerza de la marea
y me invadas con tu ir y venir
de mar furioso
y quedemos los dos tendidos y sudados
en la arena de las sábanas.
DE LA MUJER AL HOMBRE
Dios te hizo hombre para mí.
Te admiro desde lo más profundo
de mi subconsciente
con una admiración extraña y desbordada
que tiene un dobladillo de ternura.
Tus problemas, tus cosas
me intrigan, me interesan
y te observo
mientras discurres y discutes
hablando del mundo
y dándole una nueva geografía de palabras
Mi mente esta covada para recibirte,
para pensar tus ideas
y darte a pensar las mías;
te siento, mi compañero, hermoso
juntos somos completos
y nos miramos con orgullo
conociendo nuestras diferencias
sabiéndonos mujer y hombre
y apreciando la disimilitud
de nuestros cuerpos.
PEQUEÑAS LECCIONES DE EROTISMO
I
Recorrer un cuerpo en su extensión de vela
es dar la vuelta al mundo
Atravesar sin brújula la rosa de los vientos
islas golfos penínsulas diques de aguas embravecidas
no es tarea fácil -si placentera-
No creas hacerlo en un día o noche
de sábanas explayadas.
Hay secretos en los poros para llenar muchas lunas
II
El cuerpo es carta astral en lenguaje cifrado.
Encuentras un astro y quizá deberás empezar
a corregir el rumbo cuando nube huracán
o aullido profundo
te pongan estremecimientos.
Cuenco de la mano que no sospechaste
III
Repasa muchas veces una extensión
Encuentra el lago de los nenúfares
Acaricia con tu ancla el centro del lirio
Sumérgete ahógate distiéndete
No te niegues el olor la sal el azúcar
Los vientos profundos
cúmulos nimbus de los pulmones
niebla en el cerebro
temblor de las piernas
maremoto adormecido de los besos
IV
Instálate en el humus sin miedo
al desgaste sin prisa
No quieras alcanzar la cima
Retrasa la puerta del paraíso
Acuna tu ángel caído
revuélvele la espesa cabellera
con la espada de fuego usurpada
Muerde la manzana
V
Huele
Duele
Intercambia miradas saliva impregnante
Da vueltas imprime sollozos piel que se escurre
Pie hallazgo al final de la pierna
Persíguelo busca secreto del paso forma del talón
Arco del andar bahías formando arqueado caminar
Gústalos
VI
Escucha caracola del oído
como gime la humedad
Lóbulo que se acerca al labio sonido de la respiración
Poros que se alzan formando diminutas montañas
Sensación estremecida de piel insurrecta al tacto
Suave puente nuca desciende al mar pecho
Marea del corazón susúrrale
Encuentra la gruta del agua
VII
Traspasa la tierra del fuego la buena esperanza
Navega loco en la juntura de los océanos
Cruza las algas ármate de corales ulula gime
Emerge con la rama de olivo
Llora socavando ternuras ocultas
Desnuda miradas de asombro
Despeña el sextante desde lo alto de la pestaña
Arquea las cejas abre ventanas de la nariz
VIII
Aspira suspira
Muérete un poco
Dulce lentamente muérete
Agoniza contra la pupila extiende el goce
Dobla el mástil hincha las velas
Navega dobla hacia Venus
estrella de la mañana
-el mar como un vasto cristal azogado-
Duérmete náufrago.
Claribel Terré Morell nació en Sancti Spíritu, Cuba, 1963 y está hace
años radicada en la Argentina. Estudió periodismo en la Universidad
de La Habana. Dirige el periódico cultural cubano-argentino Fresa y
Chocolate de Argentina. Entre sus obras se citan: Archivo de guerra
para mujeres decentes; Cubana confesión y cuentos como “Perverso ojo
cubano”, publicado por la Editorial Bohemia (Bs. As.).
PERVERSO OJO CUBANO
Perverso ojo cubano fue lo que ella pensó cuando el Tuerto la desnudó.
El Tuerto con su parche en el ojo. Su Pirata, su Sandokan, su Corsario
negro, Rojo y Verde. Y eso era lo que ella estaba viendo, lucecitas
de colores. Porque al Tuerto le falta un ojo pero le sobra lengua. ¡Ay
que rico, madrecita mía! ¡Virgencita de la Caridad del Cobre, qué cosa
es esto! ¡Una pinga!, grita el Tuerto y a ella le duele la grosería.
Claro que es eso pero porqué tiene que decirlo. Mejor es hablar cosas
bonitas o quedarse callados, pero él dice que más rico es hablar. ¡Grita,
coño, grita! ¡Di algo! ¡Dime papito bonito, papito sabroso! Y el Tuerto
está sabroso de verdad pero a ella no le gusta decir esas cosas y el
Tuerto suda y las gotas le caen a ella en la cara y él grita: ¡Chupámela,
chupámela! y ella que se la chupa y él que le hala los pelos y se la
mete, se la mete y...¡Tuerto que no me cabe! ¡Sácala Tuerto, sácala!
y ella que no puede más y va a vomitar y de pronto eso en la boca...
¡Coño, cochino, puerco, que a mí no me gusta! y él... ¡Trágatela, trágatela,
trágatela!... y ella que no, que sabe mal y el Tuerto que qué le pasa
a ella y...¡No Tuerto, por ahí no! ¡Noooo! ¡Ay madrecita mía, Virgen
de la Caridad del Cobre que se le baje, que se le baje! y el que...
¡Aquí hay un hombre a tó, a tó! y ella que ¡No, no vi último tango en
París! y que loco este Tuerto que me pregunta si no hay mantequilla.
En este país hace siglos que no hay mantequilla y no, nooo. La saliva
de El Tuerto es blanca y gomosa. ¡Puerco, puerco, puercooo! Y ahora
si se acabó y... ¡No niña aquí hay un hombre a tó, a tó! y el Tuerto
que la pone boca arriba y aquello sigue parao... y te voy a dar jarabito
de componte... y el Tuerto huele a sudor y ella lo siente y siente que
el tiene 50 dedos y ella no tiene más lugares y El Tuerto grita: ¡Ahora
por las orejas! y ¡Ahora por la nariz! y ella que no, nooo... y el Tuerto
que aquí hay un hombre a tó, a tó y a ella le duele todo el cuerpo y
las estrellitas de colores son cada vez más negras, más rojas, más verdes
y el agua se va a las 5 de la tarde y no viene más hasta el otro día
y ella tiene que ir a una reunión a la fábrica a la que dicen que va
a ir Fidel y ella no quiere perder su trabajo, y El Tuerto grita cada
vez más alto y ella tiene ganas de llorar porque tuvo el primer orgasmo
de su vida y porque al Tuerto se le cayó el parche del ojo y el ojo
blanco es terrible y aquello sigue parao, parao, y el agua se va a las
5 de la tarde y ella no quiere perder su trabajo, y ella quiere ver
a Fidel y el Tuerto dice que si se va está traicionando a su pinga parada
y que eso es peor que traicionar a la Patria y ella no quiere traicionar
a nadie. Eso piensa mientras se limpia entre las piernas.
Miriam Cairo nació en San Nicolás, desde 2004
colabora en Rosario|12,. Ha participado en numerosas antologías y revistas
literarias. La Editorial Abrazos, con sede en Alemania y filial en Argentina
ha publicado su libro Culonas, en el año 2006.
PRIMICIAS
Es medianoche y la extraña muchacha, vestida al estilo de un tiempo
que ya vendrá, espera a alguien en la azotea del edificio. Las esposas
furiosas cambian la combinación de las cerraduras como si estuvieran
rodeadas de sublevaciones. Rechinantes aullidos de sirenas están prontos
a socorrer degüellos, histerias, maldiciones. Los difuntos abandonan
sus tumbas. Los esposos trabajan, trabajan, trabajan, sin preocuparse
del tiempo que transcurre. En el bar, un hombre que busca una mesa elige
el camino más
largo y camina con gran vivacidad. La luna reina en la pura sombra sosegada.
De la tierra nace una flor llamada con las mismas letras de quien la
nombra.
Las escritoras se sacan los guantes de lana y escriben. Algunas de estas
noticias son aterradoras, pero no serán valerosamente reportadas por
todos los diarios.
EL SOL INTERIOR
Las culonas son tan suaves como el sexo de las amapolas y saben secar
su negrura con el sol interior. En cambio los hombres y las mujeres
sin luz son estatuas psicológicas talladas en un mármol triste de carne
inmóvil. Están demasiado ocupados por ajustarse las cadenas, atarse
los cordones, clausurar los senos, maltratar el esperma. Por mucho que
lean literatura china las palabras no derriban su muralla sensorial.
LEVITACIONES
Las culonas levitan al alba. Las culonas levitan sin tiempo ni espacio.
Levitan escondidas en la ternura de la noche, pasmadas, sin ganas de
volver a caminar. Levitan con el capullo en la mano. Con el capullo
en la boca. Con el capullo abierto. Con el capullo cerrado. Levitan
en los ascensores como astronautas. Levitan como recién nacidas en el
tracto de una princesa transtextual. Cualquier otro hombre que no fuera
princesa, cualquier mujer que no fuera lobo, ¿podría imaginar mutuas
y arriesgadas levitaciones? Las culonas como, el universo, no son puntos,
sino pequeños hilos vibrando.
José Miguel Sánchez (Yoss) nació en La Habana, en 1969. Licenciado en
Ciencias Biológicas por la Universidad de La Habana en 1991, ha obtenido
numerosísimos premios. Reside en La Habana.
Entre sus cuentos podemos citar: “Los delfines no son tiburones” (1988);
“Rufus el suicida” (1994); “Fábula de ángeles” (1994 y 1995); “Balsatur
S.A.” (1995); “Reina es la noche” (1995); “Despertarte, sentirte, pensar”
(1996); “Carne de cercanía” (1996); “W” (1997); “Círculos del dolor”
(1999); “Los espacios en blanco” (1998); “Palindromagia” (1999); “La
causa que refresca” (1997); “Cubaníssimos” (2000); “Estática” (2000);
“Punto de vista” (2001); “Kaishaku” (2002); “Las chimeneas y Las interferencias”
(2003) y “El guardián” (2003). Ha publicado también dos novelas: Se
alquila un planeta (2002) y Al final de la senda (2003)
CÍRCULOS DEL DOLOR
Para Silvita
Decía llamarse Majel. Esta argolla es mi único recuerdo suyo. Tú te
le pareces algo...
Llegó un día flojo, de esos casi sin clientes que paguen por mi maquinita
dibujándoles la piel. Sí, de fábrica, mírala: no es un invento casero
con motor de grabadora y agujas de máquina de coser. ¿Dónde querías
el tatuaje? ¿En la nalga? Elige el diseño que te guste y quítate el
pantalón.
Acuéstate; primero debo marcarte el dibujo. ¿Este dragón chino? Hermoso,
pero común. ELLA nunca lo habría elegido. ¿Cómo? Que lo pinte sin bolita
de candela que siempre están tragando o escupiendo. Esa es la perla
de la perfección, contiene todo su poder. Curioso... fue justamente
esa “bolita de candela” lo primero que pidió Majel. Sin el dragón. ELLA
era única.
Oh, disculpa; a ninguna mujer le gusta que un hombre hable bien de otra
delante de ella. Tú eres más bonita. ¿Modelo, verdad? No soy adivino,
vi tu cara en alguna revista. Majel nunca habría podido salir en una.
Lo suyo tampoco eran unas tetas paradas o un culo rotundo... eso sobra
en esta ciudad, para suerte de los hombres. Incluso mía; estoy en esta
silla de ruedas, pero funciono. Algunas prefieren pagarme en especie...
no digo que sea tu caso. Tienes cara de tener dinero.
No, el accidente fue antes de conocerla: estaba borracho, suerte que
el camión no me partió por la mitad. Mi familia en New Jersey compró
el equipo de tatuar y me lo mandó para que me ganara la vida. Siempre
tuve cierta habilidad. Y tatuar es como un vicio. No lo entenderás ahora...
quizás si regresaras a hacerte otro. Pero podrás imaginarte lo que significa
para mí inaugurar una piel sin ningún dibujo, si te digo que es como
hacer mujer a una doncella. Majel vino a mí con la piel virgen, y me
pidió una perla de la perfección en la espalda. Una rubita delgada y
de ojos grandes, del montón. Si acaso, notable su expresión de sorpresa,
más que de dolor, cuando entraba y salía la aguja de su cuerpo. Después
me pagó con unos billetes tan arrugados que daban pena, y aceptó volver
la semana siguiente, por si había que hacer retoques. En realidad casi
nunca hacen falta. Es puro deseo del artista por ver su obra de nuevo.
Quieta; voy a pinchar...
Pues regresó ¿te interesa la historia? Contamos cuentos para relajar
a los clientes mientras tatuamos. O tatuamos para contar cuentos con
la excusa de relajarlos. ¡Quién sabe!
Quería una anfisbena en el muslo. Tuve que buscar en el diccionario
para saber qué era. Un animalito con una cabeza en la punta del cuello
y otra en la punta de la cola. Lindo y raro. En vez me fijé mejor. Su
cara... como sorprendida de que le gustara.
¿Qué es aberración, en estos días? Mira mis brazos. Todos los tatuadores
nos pinchamos. Hay algo adictivo en causarte un dolor que puedes dominar.
Demostración de valor y hombría, quizás. El dibujo que queda en la piel
llega a ser sólo una excusa ¿Te duele mucho? Si quieres paramos. ¿No?
En las partes carnosas el dolor es fácil de controlar. Más difícil es
donde el hueso está cerca de la piel, como en el tobillo. La tercera
vez vino pidiéndome una letra omega allí. Y fue obvio que lo disfrutaba,
y que no iba a bastarle. Que quería MÁS.
¿Te contaron que también pongo argollas? Mis tíos le compraron esto
a un tatuador que dejaba el oficio; más barato. Con la máquina, las
tintas y los diseños recibí otras cosas. ¿Ves esa cajita verde? Es una
pistola neumática, una especie de presilladora de piel y carne. Para
argollas ¿ves? Distintos tamaños, no se necesita agujas, ellas mismas
perforan la piel. Metal quirúrgico; material barato, resistente y biológicamente
inerte. Lo estrené con ELLA. Abrió la cajita, y sus ojos brillaron.
Acepté, aunque no traía más dinero. Hace poco conseguí lidocaína en
un hospital, pero nunca la gasté en Majel. Para las dos primeras, en
una oreja, usé hielo. La sangre medio congelada apenas brotó. Se veía
que había esperado... más. Pero me sorprendió al susurrar: “Otra...
sin hielo”. Recuerdo que pensé: “¿Guapita, eh?”, y no me temblaron las
manos cuando cargué la pistola. Ni siquiera se quejó: un ligero sangramiento,
y... ¡su rostro! ¿Has visto la cara de esas vírgenes renacentistas,
dispuestas a todo martirio que las acerque a Dios? No hay nada atan
bello. Su expresión era idéntica.
Regresó en tres días. Nunca supe de dónde sacó aquellos dólares arrugados
y grasientos. Podía ser madre de seis hijos o soltera. Me pagó las tres
argollas, y dos más. Debí reírme en su cara, negarme, burlarme. No habría
pasado NADA. Pero... no estoy seguro de poder explicártelo. Hay sensaciones
tan sutiles que hacen todas las palabras burdas. Como querer formar
un cuadrado con losas irregulares. Siempre te quedas corto, o te pasas.
TUVE que aceptar. ¿Obsesión? ¿Amor? ¿Vicio? ¿Juego? No sé... Terminé
la figura, voy a dar color. ¿O prefieres dos sesiones? Este es un dragón
pequeño, puedo acabarlo hoy mismo. ¿Bien? ¿Puedes soportarlo? Entonces,
voy primero con el verde...
Podría decirte “puse argollas en ambas aletas de su nariz, y una más
grande perforando el tabique”. Pero no cómo alcanzó el primer orgasmo
en esa misma camilla. ¿Ves en la cajita, esos como tornillos? Le atravesé
uno en el ángulo de cada ceja, y al segundo no pude controlarme y mojé
mis pantalones. Sin tocarla.
Soñaba con los segmentos aún inexplorados de su piel. Fui, argolla por
argolla, invadiéndola. Una conquista que me hacía sentir viril como
nunca desde que estas ruedas son mis piernas. Cuando atravesé su lengua
y su labio inferior, el mismo día... Llegamos los dos, juntos. ¿Qué
si antinatural, qué si perverso? ERA EXQUISITO. Ese día dejé de cobrarle,
y lamí su sangre sin besarla. Delicioso como sabe el dolor de la entrega
en la víctima que acude gozosa a su verdugo. ¿Sadomasoquismo? Ahí había
más.
No quedaban sitios en su cabeza. Y bajamos. Gritó casi rugiendo cuando
perforé la piel sobre su ombligo delicado. Fue desmayo a dúo cuando
atravesé con la argolla aquel pezón que chupé hasta hartarme de su gusto
a acero y sangre. Sin rozar siquiera el otro, enhiesto, terriblemente
imperfecto en su sana animalidad, sin metal ni dolor. Tan común...
¿Podrás entender, tú que me miras y me crees loco? Estuve a punto de
arruinarme. Rechacé clientes que pedían diseños vulgares, Kitschs. Me
salvó que empecé con el piercing; pero, ¡cuánta desilusión ante esas
caras donde el dolor sólo se mezclaba con el miedo! El placer estaba
TAN ausente en esas voces pidiendo anestesia para perforar un simple
lóbulo...
NO TE MUEVAS. Un escalofrío puede significar que el color se salga del
contorno de las escamas. ¿Ves? Ya está el verde. El azul, el rojo de
la boca, y podrás irte. Tienes miedo, pero quieres saber ¿eh? ¿Te atreverías
a colgarte del pezón una de estas? Hay cosas que sólo pueden entenderse
haciéndolas.
Su cuerpo fue montaña que escalé como un alpinista, sujetándome a las
argollas de su carne vencida, transformada en obra de arte por el dolor.
Sabíamos dónde estaba la cima. Pero nos regodeamos. Tracé maravillas
entre su pecho y su vientre para unir metal y metal con un puente de
tinta. ¿Has visto dibujos de Gigger, el de Alien? Seres de metal y carne,
feroces y bellos, dientes y acero bruñido. Fantasía febril que opacó
mis tatuajes del inicio. Sin bocetos, sin marcar. Mi obra maestra. Sólo
para ELLA. Decían algunos que era una loca, una viciosa que me tenía
drogado. Nadie supo de dónde salía, ¿curioso, no? En esta ciudad TAN
promiscua. Rumores hubo muchísimos. Tal vez decían verdad, pero yo no
quise creer en ninguna Majel fuera de aquí. Pudo ser cierta alguna versión.
La jinetera, la hija del funcionario, la extranjera, la lesbiana. Para
mí sólo existía el dolor. ¿Para qué saber más? No nos unían palabras,
sino tinta, sangre y metal.
Faltaba la última ordalía, el placer final. Minuciosamente lo habíamos
preparado. Después de afeitarla, extendí el trazado de monstruos y máquinas
desde su ombligo hasta ALLÍ mismo. Fuimos obsesiva, salvaje y totalmente
felices. Estaba lista. La esperé a las horas más inusitadas, anhelando
su olor ácido de adrenalina y almizcle de sexo mezclados con sangre
dulzona y frío de acero quirúrgico. Y por días vino sólo a mirarme,
silenciosa, sin desvestirse. Hasta que encontró aquí dos putillas de
las que me canjeaban orgasmos por tatuajes. Quizás fueran celos. Rasgó
su ropa. Las hizo huir ante el bárbaro y bello espectáculo de su piel
orlada de color y acero, de dolor y gozo. Y fue mi víctima sacrificial,
sometida a mi voluntad, esperándola.
No podré olvidar ese día mientras viva, y no son palabras vanas. Sus
piernas abriéndose ante mí con la lenta deliberación de las tenazas
de un cangrejo colosal. La carne rosada, enmarcada por el tatuaje que
empezaba a cicatrizar. Yo también desnudo, la más divina erección de
mi existencia. Oficiante del misterio último y ancestral. Me sentí HOMBRE,
como nunca desde que perdí la pierna.
Tres argollas. Entre una y otra descansamos. ELLA inerte, yo acariciando
ese cuerpo que eran mis dibujos, esa muerte que era cada pequeño círculo
del gran dolor que nos unía. La primera, en el labio externo, que separa
la piel de la mucosa, la hizo arquearse como si un dios-demonio diminuto
la azotara desde adentro. La segunda, en el labio menor, fue un feroz
chasquear del tornillo de su lengua contra el de su labio inferior.
La última, la más pequeña, fue la apoteosis. El promontorio de carne
esperaba, hinchado, el metal que lo atravesaría. ¿Sabes que lo único
realmente excepcional en ELLA era su clítoris? Grande, como la reliquia
más impropia en el recóndito santuario de su cuerpo delicado. Pedía
ser herido para consagrar nuestra liturgia...
Fue a la vez explosión y caída. Milenios en un segundo. Oleadas de alto
voltaje invadiéndome hasta convulsionarme en el paroxismo más salvaje
que es posible sentir. Era poderoso, grande, omnipotente. Habría podido
CAMINAR. Y sus manos, liberadas al fin del obstáculo impalpable que
las retenía lejos de su cuerpo; acariciándose, haciendo girar cada argolla,
exprimiendo el placer de aquellos círculos de dolor. Con los ojos de
fiera insaciable que yo ya conocía, se levantó... ¿Ves aquella cadenita
en la pared? Hace años compré cinco metros. De ahí corté la que tengo
puesta. Es de bronce barato. Pero a ELLA le bastó. Transpirando la arrancó
de la pared, se quedó con un trozo de casi metro y medio. Y lo fue enhebrando
por cada argolla de aquel cuerpo mágico. De una oreja hasta la otra,
por detrás de la cabeza. A la nariz, hasta el pezón perforado, hasta
el ombligo, hasta cerrar sobre el triángulo que recién señalaba el sexo.
Mi propio sexo, yerto tras tres erupciones, se alzó respondiéndole.
Y ELLA tan Majel, tan dolor, tan placer, se me acercó para engullir
con su templo de carne mi obelisco imposible. Para trascender lo excepcional
regresando a lo común. Un círculo cerrándose sobre sí mismo. La serpiente
que se muerde la cola. Y el gran error, tocarnos.
Fue rápido, vulgar, tres movimientos de cadera y un orgasmo común. Se
levantó, me miró con unos ojos que no olvidaré nunca, se limpió de mi
simiente. Vistiéndose sin mirarme se arrancó una argolla de la oreja,
me la arrojó. Y se perdió en la noche.
Bueno, estamos terminando. Ahora faltan unos retoques con tinta de brillo,
para que el dragón luzca mejor, y... ¿Majel? Una de las putillas, triunfal,
vino a decirme que la habían hallado en la costa. La reconocieron por
mis tatuajes. El cuerpo tan hinchado que las vueltas de cadena de bronce
estaban incrustadas en la piel del cuello. Y ni una sola argolla. Dicen
que fue suicidio, aunque no dejó nota. Se ahorcó, no saben por qué...
¿No te dolió mucho, verdad? Para eso sirven las historias. ¿Verdad o
cuento? ¿Tú qué crees? A veces pienso que aquella infeliz inventó SU
muerte para molestarme, envidiosa porque no había hecho diseños tan
bellos sobre su propia piel. Que Majel está viva, en alguna parte. Que
no vuelve porque nada nos une después de habérnoslo dado todo... Lo
cierto es que nunca ha regresado. A veces dudo de que haya existido.
Bueno, ahora te espolvoreo talco de mica para que el color se fije,
y sanseacabó. No te bañes en el mar en estos días, no hagas muchos esfuerzos,
no te arranques la postilla, no...
¿Cómo? ¿Lo has pensado mejor, quieres que te tatúe también la perla
de la perfección? Considéralo bien... ¿no es mucho rato de dolor para
la primera vez? De acuerdo, tú pagas, pero... después, por favor ¿me
dejarías ponerte SOLO UNA? Totalmente gratis. Quizás ésta que llevo
colgada al cuello. ELLA la usó...
Decía llamarse Majel. Esta argolla es mi único recuerdo suyo. Tú te
le pareces algo...
Liliana Lukin nació en 1951 en Buenos Aires. Se graduó como Licenciada
en Letras en la Universidad de Buenos Aires. Fue asesora literaria de
la Fundación Noble del Diario Clarín, donde organizó los Encuentros
de Escritores que posteriormente compiló bajo la Edición Narrativa Argentina.
De su autoría son los siguientes libros: Abracadabra, Malasartes, Descomposición,
Cortar por lo Sano, Carne de Tesoro, Cartas, Las Preguntas y Construcción
Comparativa, y un estudio sobre la literatura amorosa epistolar desde
el siglo XII al XX.
RETÓRICA ERÓTICA
Así ella desearía ser raptada una, dos veces, marcada por la voluntad
de esa mano que también sabrá tocarla como a un instrumento musical.
Tal su optimismo, su instinto de juego en el instante mismo que, para
los otros, será su tragedia. El raptor, sus largos cabellos ofrecidos
a esas manos, hace de su pesimismo el arma más dulce: violenta, no pone
ninguna distancia ¡oh, dioses bienaventurados!, entre el deseo y el
acto.
Alzada por él, ella sonríe, alzada, y aunque parezca dolor, en su rostro
hay sólo la altura que tiene conciencia del tiempo. ¿Cuánto podrá, así,
no caer, cuánto más los dedos hundirán felizmente su carne, hecha para
esas penetraciones? Él oculta su cabeza en ella y nada se sabe, más
que el brillo de sus ojos.
Escandalosa,
para él que no
conoce los límites
de su propia dulzura, tan obscena.
Caída, lánguida
y sola en ese nido,
esa cueva, lecho
a su medida:
nocturna y nada
oscura, lunar.
Satén y plumas
para amar y ser leída, para beber y ser
bebida, fingiéndose dormir.
Escandalosa, para lo hecho pecho, fulgura
ante él, será de él: ah! quién pudiera
quedar, así poseída.
Si él se quedara ahí, así, adentro,
ella no caería nunca.
Lo dice y balancea su peso sobre él,
sobre el vacío, sobre la frase.
Y él, que trabaja para el placer,
pero alimenta la tristeza,
apretando
su carne habla.
Ella ríe de lo que él habla: come
de lo que él pone entre sus dientes.
Si él cortara sus cabellos ella no tendría
de dónde sostenerse, y él avisa
que los cabellos son una materia frágil,
mientras le acomoda
el pelo en la frente, lo quita
de sus hombros, despeja las curvas
de la oreja para hurgar,
como si nadie
viera, como si nadie se diera
cuenta de nada.
Juega a ser su propia ofrenda, en lo
desamparado de dar y recibir. Su gesto
copia cierto éxtasis, pero ella no goza,
sonríe, piensa en actos y sonríe, apenas.
Como su dolor esparce luz ella está
iluminada, perdida en esa luz,
y al darse espera ser tomada por él,
oscurecida, al fin oscurecida.
Hacer de sí la obra, volver actor al otro,
para que lo mismo improvise su forma,
su ilusión de único, inefable.
La perfección de un momento que habla
en los cuerpos, aúlla, aunque fallen las
palabras: blasfemias, abrazos
furiosos como un sonido atroz de
maravilla.
Él no cree y es su falta de fe lo que
prodiga.
Ella escucha el insulto amoroso del callar.
Juan Rodolfo Wilcock nació en Buenos Aires en 1919. Se recibió de ingeniero
civil y vivió un tiempo en Mendoza en un proyecto relacionado con el
ferrocarril trasandino, pero luego abandonó esa profesión para dedicarse
a la literatura. Amigo de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, Wilcock,
se fue a Italia en la década del ‘50, cuando ya era autor de una considerable
obra poética en español (Libro de poemas y canciones, Ensayos de poesía
lírica, Persecución de las musas menores, Los hermosos días, Paseo sentimental
y Sexto) y allí siguió escribiendo en italiano.
Se invocan a menudo los antecedentes prestigiosos -Conrad, Nabokov,
Beckett- sin tener en cuenta que el cambio de idioma acarrea en cada
caso un cambio de perspectiva en relación al pasado y, por consiguiente,
una especie de contrabando lingüístico sustancial. Wilcock lo practicó
con una nostalgia enrarecida y una imaginación inagotable. En Italia
incursionó en todos los géneros literarios: poesía, relatos, novelas,
teatro. También se destacó como traductor, tanto al castellano como
al italiano.
De su obra narrativa podemos mencionar: Fatti inquietanti (1960), Lo
stereoscopio dei solitari (1972), La sinagoga degli iconoclasti (1972),
I due allegri indiani (1973), Il tempio etrusco (1973), Il caos (1974),
L’ingegnere (1975), Frau Teleprocu (1976, en colaboración con Francesco
Fantasia), Il libro dei mostri (1978), Le nozze di Hitler e Maria Antonietta
nell’ inferno (1985, en colaboración con Francesco Fantasia).
Murió en Italia en 1978.
LOS AMANTES
Harux y Harix han decidido no levantarse más de la cama: se aman locamente,
y no pueden alejarse el uno del otro más de sesenta, setenta centímetros.
Así que lo mejor es quedarse en la cama, lejos de los llamados del mundo.
Está todavía el teléfono, en la mesa de luz, que a veces suena interrumpiendo
sus abrazos: son los parientes que llaman para saber si todo anda bien.
Pero también estas llamadas telefónicas familiares se hacen cada vez
más raras y lacónicas. Los amantes se levantan solamente para ir al
baño, y no siempre; la cama está toda desarreglada, las sábanas gastadas,
pero ellos no se dan cuenta, cada uno inmerso en la ola azul de los
ojos del otro, sus miembros místicamente entrelazados.
La primera semana se alimentaron de galletitas, de las que se habían
provisto abundantemente. Como se terminaron las galletitas, ahora se
comen entre ellos. Anestesiados por el deseo, se arrancan grandes pedazos
de carne con los dientes, entre dos besos se devoran la nariz o el dedo
meñique, se beben el uno al otro la sangre; después, saciados, hacen
de nuevo el amor, como pueden, y se duermen para volver a comenzar cuando
se despiertan. Han perdido la cuenta de los días y de las horas. No
son lindos de ver, eso es cierto, ensangrentados, descuartizados, pegajosos;
pero su amor está más allá de las convenciones.
David Viñas nació en Buenos Aires en 1929. Estudió con los curas y con
los militares. Fue fundador y codirector de la revista Contorno, de
gran influencia en medios universitarios e intelectuales. Por su novela
Un Dios cotidiano recibió, en 1957, el Premio Gerchunoff. En 1963 recibió
su doctorado de la Universidad de Rosario, con la tesis La crisis de
la ciudad liberal. Ya un año antes, su novela Dar la cara había recibido
el Premio Nacional de Literatura, premio que volvió a recibir en 1971
por su libro Jauría. En 1972, Lisandro recibió el Premio Nacional de
Teatro, y un año después Tupac-amaru el Premio Nacional de la Crítica.
Según Ricardo Piglia, "uno de los ejes de la obra de Viñas es la indagación
sobre las formas de la violencia oligárquica ". Algunos ejemplos de
esa temática son su Los dueños de la tierra (1958), Cuerpo a Cuerpo
(1979) e Indios, ejército y frontera (1982). Entre 1973 y 1983 dio clases
de literatura en California, Berlín y Dinamarca. Desde 1984 reside en
Buenos Aires, donde es titular de la Cátedra de Literatura Argentina
de la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos Aires).
En 1991, en una decisión que alborotó al "mundillo" cultural, David
Viñas recibió y rechazó la Beca Guggenheim. "Un homenaje a mis hijos.
Me costó veinticinco mil dólares. Punto", diría Viñas más tarde. Sus
hijos María Adelaida y Lorenzo Ismael fueron secuestrados y "desaparecidos"
por la dictadura militar en los años '70.
Algunas de sus obras son: Cayó sobre su rostro (1955); Los años despiadados
(1956); Un Dios cotidiano (1957); Los dueños de la tierra (1958); Dar
la cara (1962); En la semana trágica (1966); Hombres de a caballo (1967);
Cosas concretas (1969); Jauría (1971); Cuerpo a cuerpo (1979); Prontuario
(1993). Teatro: Sarah Golpmann; Maniobras; Dorrego; Lisandro (1971);
Tupaca Amaru. Ensayo: Literatura argentina y realidad política: de Sarmiento
a Cortázar (1970); De los montoneros a los anarquistas (1971); Momentos
de la novela en América Latina (1973); Indios, ejército y fronteras
(1982); Los anarquistas en América Latina (1983); Literatura argentina
y política - De los jacobinos porteños a la bohemia anarquista (1995);
Literatura argentina y política II - De Lugones a Walsh (1996); Rodolfo
Walsh, el ajedrez y la guerra; De Sarmiento a Dios - Viajeros argentinos
a USA (1998); Sarmiento en seis incidentes provocativos. Murió en Buenos
Aires el 10 de marzo de 2011.
LA SEÑORA MUERTA
-No me gusta el olor de la goma quemada -fue lo primero que dijo esa
mujer. Moure la miró un rato antes de contestar, pero no como la había
estado observando hasta ese momento, desde que la descubrió en la cola
apoyada a medias contra la pared, con un gesto resignado e insolente
a la vez. "Levante", se dijo. "Levante seguro", y le sonrió:
-No es goma lo que están quemando.
-Ah, ¿no? -esa mujer lo miraba con desconfianza- ¿Qué es entonces?
-Inmundicias -murmuró Moure con malestar.
-¿Y de quién?
-De todos... de todos los de la cola. Hace dos días que vienen haciendo
lo mismo.
Desde atrás, los que estaban en medio de la penumbra que flotaba sobre
la calle, los empujaron para que avanzaran: ella se dio vuelta, apenas
molesta de que la tocaran o de que le arrugaran el vestido, murmuró.
Ya va, ya me di cuenta, qué tanto, y avanzó unos pasos ceremoniosamente.
Se había apoyado contra la chapa de un hotel y se miraba en el reflejo:
era un enorme cuadrado de bronce y Maure advirtió que se palpaba los
labios.
-¿Le duelen? -se le acercó.
-No. Estoy despintada.
Y esa mujer seguía mirándose aunque esa chapa la reflejase deformada,
con una boca más ancha y unos ojos estirados.
-Usted no tiene esa boca -señaló Moure.
Ella abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera en un parque
de diversiones, con la desconfianza de un chico o de un provinciano:
-Sí, tengo una boca de muñeco -se juzgó con aire despreciativo.
-No, no... -protestó Moure.
-Pero me gusta tener una boca así.
Unos metros más adelante se fue levantando un murmullo que aumentó la
densidad y se prolongó un rato, como un moscardoneo. "No me puede fallar",
se propuso Moure. Una mujer con la cabeza cubierta con una pañoleta
se le arrodilló delante, agachada la frente y parecía rezongar con una
confusa irritación mientras se frotaba las manos; cuando la fila avanzó
de nuevo, la mujer se fue arrastrando sobre las rodillas sin dejar de
gangosear eso que decía, sin dejar de frotarse las manos.
-Rezan, ¿no?
-Sí -dijo Moure.
-Ah... -ella se persignó y lo hizo con torpeza, velozmente; parecía
alarmada y miró ese cielo bajo como si hubiera escuchado el ruido de
un avión y tratara de localizarlo. Pero el cielo estaba negro y no se
veía nada. Después se tranquilizó, lo miró a Moure, se sonrió a medias,
agradecida de algo y apoyó la cabeza contra la chapa del hotel.
-¿Está cansada? -la sostuvo Moure mientras se repetía "No me falla;
no me puede fallar". Al fin de cuentas, él había ido a la cola para
eso.
Pero ella balanceaba la cabeza: eso no quería decir ni que sí ni que
no, solamente que no estaba segura. -¿Quiere irse? -
-Cuando me sienta bien cansada. Moure le oprimió el brazo.
-Pero mire que tenemos para rato. Ella frunció las cejas:
-¿Lo dice en serio?
-Yo siempre hablo en serio.
-¿Y cuánto dice que falta?
Moure miró hacia adelante y calculó dos cuadras, tres, una mancha larga
que se estremecía en medio de la penumbra, los de atrás que volvieron
a empujar con una pesadez insistente, la mujer de la pañoleta que seguía
murmurando algo que no se entendía muy bien, ahí arrodillada, un soldado
con una olla humeante que brilló bajo el farol:
-Unas tres horas dijo.
-¿Tanto?
Moure presintió que a ella no le interesaba mucho lo que había preguntado,
ni le interesaban las palabras que había usado, ni ninguna palabra:
-Y, hay mucha gente -reflexionó. -A la gente le gusta.
-¿Estar en la cola?
-Sí -dijo ella con desgano-. Le gusta esperar algo, cualquier cosa...
La mujer arrodillada por momentos parecía irritarse con lo que rezaba,
cabeceaba y fruncía la frente. "Esta noche no puede fallarme", seguía
pensando Moure. Y toda esa fila avanzaba muy lentamente, mucho más despacio
que en una procesión. Moure calculó: allá adelante estarían por cruzar
un puente, se le habrían roto las ruedas a un carro o el caballo se
habría muerto en medio de la calle. Algo así pasaría. "Seguro". Y había
tan poca luz con esos trapos negros que envolvían los faroles y todo
era tan borroso.
-¿Me permite? -ella se le apoyó bruscamente en un brazo se descalzó,
primero un pie, después el otro y se los sobó con unos quejiditos de
satisfacción. Pero cuando estaba en eso, volvieron a empujarla para
que avanzase y ella repitió -Ya está, ya va, no ven lo que estoy haciendo.
Me van a pisar, tengo los pies desnudos... La mujer de la pañoleta levantó
un momento la cabeza, verificó quién había dicho eso y siguió con su
rezo.
-¿Un poco de sopa? -ofreció Moure.
-No -ella todavía estaba con los pies desnudos y pugnaba por mantener
el equilibrio y calzarse- Me aburre la sopa.
-¿Ni un poco?
-No.
Moure señaló:
-Pero mire que le están ofreciendo...
Un soldado le había tendido una taza pero tuvo que recogerla; tenía
una cara adormecida y se esforzaba por sonreírse: la contempló a esa
mujer, intentó sonreírse con más convicción y lo único que logró fue
un parpadeo, entonces la miró humildemente pero ella había hundido las
manos en los bolsillos y sacudía los hombros:
-Me aburre la sopa -repetía-. De chica, me la hacían tragar: de arvejas,
de sémola, de verduras, era un asco.
Moure sacó un cigarrillo y lo golpeó muchas veces antes de encenderlo.
"Papa comida", se felicitó. Estaban muy cerca de uno de esos montones
de basura que habían quemado y que soltaban un calor denso, incómodo
y un poco tembloroso; algunas personas salían de la fila, se acercaban,
la cara y el pecho se les enrojecían y se quedaban un rato frotándose
las manos como si estuvieran redondeando algo entre las palmas, un poco
de harina o de barro. Después volvían a la fila y les susurraban a los
que tenían al lado vayan, vayan; no les dicen nada. Moure la codeó a
esa mujer y señaló: otro se despegaba de la fila con una carrerita parecida,
casi avergonzado, casi alegre.
-¿Fuma? -preguntó Moure.
Ella miró a los costados, atentamente, después un poco a la mujer que
seguía arrodillada y rezongando:
-¿Aquí?... -y no sacó las manos de los bolsillos.
Moure encendió el cigarrillo y largó unas bocanadas para que ella oliera:
eso era bueno, caliente y llenaba la boca y el pecho. "Esto marcha solo",
se alegró. Ella le miraba la mano, sin indiferencia y de vez en cuando
le espiaba los labios y la nariz se le hinchaba como si le costara respirar
o como si todavía le molestara ese olor que había creído era de goma
quemada.
-¿A usted le gustaba? -dijo de pronto.
Moure se sobresaltó pero largó una lenta bocanada: -¿Quién?
-La Señora... ¿Quién va a ser si no?
Moure tomó el cigarrillo entre las dos manos, lo acható y arrancó una
hebra con la misma cautela con que se hubiera cortado una cutícula;
después levantó la vista y la miró a esa mujer: era joven, tendría unos
veinticinco, no mucho más. "Si me la pierdo soy un...". Pero no se la
iba a perder. Los de atrás empujaban, ésos no respetaban nada, no se
dio por enterado y siguió mirándola: el cuello, ese pecho tan abierto,
el vientre y la deseó bastante. Por fin dijo: -Era joven...
-¿Usted cree que la podremos ver?
-Y, no sé. Habrá que esperar.
-Dicen que está muy linda.
-¿Sí?
-La embalsamaron. Por eso.
Había quedado un espacio entre ellos dos y la mujer arrodillada.
-Hay que correrse -dijo ella como si se tratara de algo inevitable.
-Sí -advirtió Moure-. Sí.
Y se quedaron mirando vagamente hacia adelante: la mujer de la pañoleta
se puso de pie y estuvo un buen rato observándose y tocándose las rodillas,
un chico empezó a llorar y una mujer deslizó una mancha blanca sobre
su mano y ahí la sostuvo y de nuevo pasaron los soldados, ésta vez ofreciendo
café, sin saltearse a nadie, desapasionadamente. Ella murmuró algo y
Moure le escrutó la cara para ver qué quería. No. Me estaba acordando
de algo. Nada más, dijo ella sin sacar las manos de los bolsillos; Moure
advirtió que era de piel el sacón que tenía porque lo rozaba contra
el dorso de la mano y pensó que le hubiera gustado acariciarlo con los
dedos, con el pulgar sobre todo, pero no se animó.
-¿Vio? -era ella que señalaba con el mentón desganadamente.
Moure volvió la cabeza y vio a un hombre que orinaba al borde de la
vereda y se sintió irritado, justamente irritado, porque ése podría
haber ido a otro lugar o se hubiese aguantado o, en último caso, no
se hubiera puesto en la fila, entre tantas mujeres, porque esas cosas
siempre pasan y uno debe saber lo que se puede aguantar.
-Está mal, ¿no? -murmuró.
Pero ella se había apoyado contra una vidriera y bostezaba, olvidada
de sus pies y de ese hombre que orinaba, y lo hizo varias veces, porque
no fue un solo bostezo prolongado sino una serie de tres o cuatro que
la obligaron a fruncir la nariz y a secarse unas lágrimas con la punta
del pañuelo.
-¿Tiene sueño?
Ella negó sin dejar de bostezar: -Hambre tengo.
-¿Quiere... ?
-Sí.
Y fue ella misma quien lo tomó del brazo y la que dijo que subiera a
un auto y fueran primero a cualquier lugar. Algo cerca, fue lo único
que exigió y no perentoriamente, sino como si recordara algún requisito
o alguna ventaja. Se arrinconó a su lado en el auto y contemplaba sin
ningún asombro las piernas de los que iban en las plataformas de los
tranvías iluminados, a uno que llevaba sandalias, a los que la miraban
largamente sin atreverse a sonreírse pero con muchas ganas de hacerlo
cada vez que el auto se detenía en cualquier bocacalle. Cuándo un marinero
se inclinó un poco para verla mejor, ella golpeó con la mano en el vidrio.
A ése lo espanté, suspiró. Y usaba un perfume de malva, un perfume de
vieja o de casa con pisos de madera. ¿Y cuánto querés? Lo que vos quieras
y el auto siguió corriendo. Moure se sintió agradecido, entusiasmado
y le pasó el brazo sobre los hombros. Cerca, ¿no?, volvió a preguntar
ella y Moure sacudió la cabeza. Esa cola, la gente que esperaba con
tanta indiferencia, amontonados, pasivos, la calle en tinieblas, él
había esperado demasiado. Era lento y lo sabía, pero tampoco se podía
atropellar. Pero ya estaba. Y solo, esas cosas se hacen solas. Cuanto
más se piensa, sale peor. Cuando el coche se detuvo por primera vez
y Moure advirtió que el chofer esperaba una nueva orden mirando en el
espejito, apenas dijo a otra. Pero cerca. Cuando ocurrió la segunda
vez, eso de toparse con una puerta cerrada cuando alguien piensa exclusivamente,
cálidamente en entrar de una vez y quedar a solas como dos chicos que
se esconden dentro de un ropero para que el mundo de los adultos tan
ordenado y con tanta gente que mira se desvanezca, Moure se empezó a
irritar. No hay lugar -informaba el chofer-. ¿Los llevo a otro? Sí,
sí. Pronto. Y anduvieron dando vueltas por unas suaves calles arboladas
y ella empezó a reírse porque sentía las manos de Moure que le oprimían
las piernas, pero no como para acariciarla, como si ella fuera ella,
es decir, una mujer, sino como si su piel fuera un pañuelo o una baranda
o la propia ropa de Moure, algo de lo que se aferraba para secarse o
para no caerse. Por favor... por favor, repetía Moure y le estrujaba
la carne. También estaba la mirada del chofer, que delante de esos portones
cerrados soltaba el volante como para dar explicaciones porque él no
tenía nada que ver con todo eso. ¿Los llevo a otro? Sí. Pronto... Pero,
pronto por favor... Y toparon con otro portón, una gran tabla pintada
de gris cerrada con un candado, y la risa de esa mujer aumentó mientras
Moure pensaba que lo que a ella le correspondía era quedarse en silencio,
tomarlo de la mano y tranquilizarlo o pasarle los dedos por las sienes
para que se le desarrugara la frente, pero las mujeres se ponen nerviosas
y no sirven para nada y por eso son mujeres. El coche había parado por
cuarta vez o sexta y el chofer repetía ese mismo ademán de prescindencia.
-¿Todo está cerrado? -gritó Moure. Los ojos del chofer apenas temblaron
en ese espejito y ella se rió con una risa que le dobló la espalda.
-¡No te rías más, mujer! -la sacudió Moure. Y ella sólo negó con la
cabeza, sin hablar pero con más ganas de reírse, apretando los labios
y no cubriéndose la boca con una mano. -¿No se puede ir a otra parte?
-Moure se había tomado del respaldo del chofer. -Y, no sé...
-¿Nada hay?
-Más lejos...
-¿Dónde?
-En la provincia.
-¿Seguro?
-No; seguro, no.
-Estaba de Dios que tenía que pasar esto -cabeceó Moure.
-Hay que aguantarse -el chofer permanecía rígido, conciliador-. Es por
la señora.
-¿Por la muerte de?... -necesitó Moure que le precisaran.
-Sí, sí.
-¡Es demasiado por la yegua esa!
Entonces bruscamente, esa mujer dejó de reírse y empezó a decir que
no, con un gesto arisco, no, no, y a buscar la manija de la puerta.
-Ah, no... Eso sí que no -murmuraba hasta que encontró la manija y abrió
la puerta-. Eso sí que no se lo permito.., - y se bajó.
["La señora muerta" pertenece a Las malas
costumbres, Buenos Aires, Editorial Jamcana, 1963]
Julio Cortázar nació el 26 de Agosto de 1914 en Bruselas aunque su familia
se trasladó muy pronto a Buenos Aires, donde llegó a los cuatro años.
Hijo de padre argentino, agregado comercial en la Embajada Argentina
en Bélgica, y madre francesa, cursó estudios en la Escuela Normal de
Profesores Mariano Acosta. En 1932, obtiene el título de Maestro Normal.
Tres años más tarde obtiene el título de Profesor Normal en Letras e
ingresa en la Facultad de Filosofía y Letras. Fue profesor de Lengua
y Literatura francesa en varios institutos de la provincia de Buenos
Aires.
En 1938, bajo el seudónimo Jorge Denís, publicó su primer libro, Presencia.
En 1944 obtuvo un puesto de profesor en la Universidad de Cuyo, donde
participó en manifestaciones contra el peronismo. Cuando el general
Juan Domingo Perón ganó las elecciones, abandonó el cargo universitario
para no ser despedido y volvió a Buenos Aires, donde trabajó en la Cámara
Argentina del Libro. Escribió algunas críticas que se publicaban en
revistas como Huella o Canto. Desde fines de los años cuarenta hasta
1953, colaboraría en la revista Sur, fundada y dirigida por Victoria
Ocampo en 1931. Su primer trabajo para dicha revista fue un artículo
con motivo del fallecimiento de Antonin Artaud.
En 1951 Cortázar decide emigrar a París. Un rasgo importante de su vida
es que a raíz de un viaje que realizó a Cuba invitado por Fidel Castro
se convirtió en gran defensor y divulgador de la causa revolucionaria
cubana, como años más tarde haría con la Nicaragua sandinista.
Su primer cuento, “La Casa Tomada”, fue publicado en 1946 por un periódico
literario llamado Anales de Buenos Aires, por iniciativa de su director,
Jorge Luis Borges. Una de sus primeras obras, Los reyes (1949), es un
poema en prosa centrado en la leyenda del Minotauro. El tema del laberinto
reaparece en Los premios (1960), una novela que gira alrededor del crucero
que gana un grupo de jugadores en un sorteo. Rayuela (1963), implica
al lector en un juego creativo en el que él mismo puede elegir el orden
en que leerá los capítulos ordenados de un modo poco convencional. Entre
sus restantes obras se encuentran numerosos relatos breves. Las armas
secretas (1969), uno de cuyos relatos, “El perseguidor”, se ha convertido
en un referente obligado en su obra. A diferencia de las restantes novelas,
El libro de Manuel (1973) gira en torno a temas políticos y humanistas.
Murió el 12 de febrero de 1984 en París a causa de leucemia.
Ha sido uno de los autores argentinos más traducidos, considerado por
parte de la crítica internacional como un paradigma de la literatura
argentina moderna. A veinte años de su fallecimiento, el gobierno de
la Ciudad Autónoma de Buenos Aires estableció al 2004 como “Año Julio
Cortázar”.
Entre sus obras están: Presencia, poemas publicados bajo el seudónimo
Julio Denis (Buenos Aires 1938); Los Reyes, poema dramático (Buenos
Aires, 1949); Bestiario, cuentos (Buenos Aires,1951); Final del juego,
cuentos (México, 1956); Las armas secretas, cuentos (Buenos Aires, 1959);
Los premios, novela (Buenos Aires, 1960);
Historias de cronopios y de famas, relatos cortos (Barcelona, 1962);
Rayuela, novela (Buenos Aires, 1963); Cuentos (La Habana, 1964); Fantomás
contra los vampiros multinacionales, historieta (México, 1965); Todos
los fuegos el fuego, cuentos (Buenos Aires, 1966); El perseguidor y
otros cuentos (Buenos Aires, 1967); 62 Modelo para armar, novela (Buenos
Aires, 1968); Casa tomada. Traducción al diseño gráfico de Juan Fresán
(Buenos Aires 1969); Relatos (Buenos Aires, 1969); La isla a mediodía
y otros relatos (Barcelona, 1971); Pameos y meopas, poemas (Barcelona,
1971); Alguien que anda por ahí, cuentos (Madrid, 1977); Deshoras, cuentos
(Madrid, 1982); Salvo el crepúsculo, poesía (México, 1984; Divertimento,
novela (Buenos Aires, 1986); El Examen, novela (Buenos Aires, 1986);
Adiós, Robinson y otras piezas breves (Madrid, 1995).
RAYUELA - Capítulo 7 (fragmento)
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola
como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera,
y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer
cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en
la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida
por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que
no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por
debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos
al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan,
se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando
confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose
con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en
sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y
un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar
lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos
la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia
oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un
breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte
es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo
te siento temblar contra mí como una luna en el agua.
Vinicius de
Moraes (19 de octubre de 1913 - 9 de julio de 1980), cuyo nombre completo
era Marcus Vinícius da Cruz de Melo Morais, nació y murió en Río de
Janeiro, Brasil. Fue una figura capital en la música brasileña contemporánea.
Como poeta escribió la letra de un gran número de canciones que se han
convertido en clásicas. Como compositor dejó varias buenas canciones
y como intérprete participó en muchos álbumes. También fue diplomático
de Brasil.
RECETA DE MUJER
Las muy feas que me perdonen,
Pero la belleza es fundamental. Es necesario
Que haya algo de flor en todo eso,
Algo de danza, algo de haute couture
En todo eso (o entonces
Que la mujer se socialice elegantemente en azul, como en la República
Popular China). No hay términos medios posibles. Es necesario
Que todo eso sea bello. Es necesario que de pronto
Se tenga la impresión de ver una garza apenas posada y que un rostro
adquiera de vez en cuando ese color sólo aprehensible en el tercer minuto
de la aurora.
Es necesario que todo eso sea sin ser, pero que se refleje y germine
En la mirada de los hombres. Es necesario, es absolutamente necesario
Que todo sea bello e inesperado. Es necesario que unos párpados cerrados
Recuerden un poema de Éluard y que se acaricie en unos brazos
Alguna cosa más allá de la carne: que se los toque
Como al ámbar de una tarde. Ah, dejadme deciros
Que es necesario que la mujer que allí está como la corola ante el pájaro
Sea bella o por lo menos tenga un rostro que recuerde un templo y
Sea ligera como un resto de nube: pero que sea una nube
Con ojos y nalgas. Las nalgas son importantísimas. Los ojos,
Y esto ni se discute, que miren con cierta maldad inocente. Una boca
Fresca (¡nunca húmeda!) móvil, viva, es también obstinadamente requerible.
Es necesario que las extremidades sean flacas: que los huesos
Despunten, sobre todo la rótula al cruzar las piernas, y las pélvicas
puntas
En el abrazo de una cintura móvil. Gravísimo es sin embargo el problema
de las clavículas: una mujer sin sabrosas clavículas
Es como un río sin puentes. Indispensable
Es
que haya una hipótesis de barriguita, e inmediatamente
La mujer se eleve como un cáliz, y que sus senos
Sean de estilo greco-romano, antes que gótico o barroco,
Y puedan iluminar la oscuridad con una capacidad mínima de cinco velas.
Es absolutamente preciso que el cráneo y la columna vertebral
Se vislumbren ligeramente… ¡y que exista un gran latifundio dorsal!
Los miembros que terminen como astas, pero que haya un cierto volumen
de muslos
Y que sean lisos, lisos como un pétalo y cubiertos de suavísimo vello
Absolutamente sensible a la caricia en sentido contrario.
Es aconsejable en la axila un dulce césped de aroma propio
Apenas sensible (¡un mínimo de productos farmacéuticos!).
Preferibles son sin duda los cuellos largos
De forma que la cabeza dé a veces la impresión
De no tener nada que ver con el cuerpo, y la mujer nos recuerde
Flores sin misterio. Pies y manos deben contener elementos góticos
Discretos. La piel debe ser fresca en las manos, en los brazos, en la
espalda y en la cara,
Pero los recovecos e interioridades deben tener una temperatura nunca
inferior A 37° centígrados, capaces eventualmente de provocar quemaduras
De primer grado. Los ojos, que sean de preferencia grandes
Y de rotación por lo menos tan lenta como la de la tierra; y
Que se sitúen siempre más allá de un invisible muro de pasión
Que es necesario sobrepasar. Que la mujer sea alta en principio. O,
si es baja, que tenga la actitud mental de los altos pináculos.
Ah, que la mujer dé siempre la impresión de que, si se cierran los ojos,
Al abrirlos ella no estará más presente
Con su sonrisa y sus intrigas.
Que ella surja, no venga; parta, no vaya;
Y que posea una cierta capacidad de enmudecer súbitamente y hacernos
beber
La hiel de la duda. Oh, principalmente
Que ella no pierda nunca, no importa en qué mundo,
No importa en qué circunstancias, su infinita volubilidad
De pájaro; y que acariciada en el fondo de sí misma
Se transforme en esfera sin perder su gracia de ave; y que exhale siempre
El imposible perfume; y destile siempre
La embriagante miel; y cante siempre el inaudible canto
De su combustión; y no deje de ser nunca la eterna danzarina
De lo efímero; y en su incalculable imperfección
Constituya la cosa más bella y perfecta de toda la innumerable creación.